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viernes, 26 de diciembre de 2014

Kilé bambá y loche el bogatir

Probablemente no hace mucho tiempo que esto sucedió. Vivía a orillas del Amur un hombre del pueblo nanayo llamado Kilé Bambá. Era Kilé Bambá un hombre de fuerza extraordinaria.
Trajo al mundo a Kilé una mujer sencilla. Pero se conoce que los diablos buenos le ayudaban porque creció con mucha rapidez. Aún andaba a vueltas con el chupete cuando peleó con una fiera.
Su madre salió un día de casa. Apuntaló la puerta con una estaca para que no se abriera. No sé cuánto tiempo se estaría la madre de charla con las vecinas, pero el caso es que, en su ausencia, un tigre entró por la ventana en casa de Bambá.
Los vecinos oyeron el rugido del tigre. Oyeron el llanto del pequeño Bambá. Y todos echaron a correr en distintas direcciones. ¿Cómo no va a escapar la gente si se ha metido un tigre en la aldea?
Bambá estuvo llorando un rato y luego se calló.
«¡Ay, pobrecito Bambá! -pensaron los vecinos. El tigre se lo habrá llevado a la taigá.»
La madre corrió a su casa. Y se encontró a Bambá tendido en el suelo, babeando y jugando con el rabo rayado del tigre. Y el tigre estaba caído al lado de la cuna: el pequeño Bambá lo había aplastado. ¡Vaya con Bambá!
Kilé Bambá y Loche el bogatir
Al ver a su madre, se sacó el chupete de la boca.
-Cada día hay más bichos -dijo. Se ponen inaguantables y no le dejan a uno dormir metiéndose por las ventanas. Está visto que tendré yo que ajustarles las cuentas puesto que no hay hombres en la aldea.
Bambá se puso de pie, agarró la jabalina del padre, la sopesó y dijo:
-Parece un poco pequeña. 
-Luego agarró la jabalina por ambos extremos, apretó y la partió por la mitad. Además, no es muy buena.
Fue a la taigá, agarró con la mano izquierda un joven arce, lo retorció y lo desgajó con raíz y todo. Luego le quitó las ramas, sacudió la tierra, probó si era manejable.
-Un poco ligera resulta -dijo. Pero, ¿qué se le va a hacer? Ya que no hay otra cosa, tendré que apañarme con ésta.
Sus paisanos le miraban, asombrados, preguntándose a quién habría salido. Porque nunca había habido un nanayo igual. Y no le llamaban ya Kilé Bambá, sino Berguén Bambá, el bogatir Bambá.
Y Bambá se convirtió en un cazador sin igual. Apenas comenzaba sus preparativos de caza, los animales despertaban en sus guaridas, más allá de nueve montes, más allá de nueve lagos, y se despedían de sus hijitos, seguros de que no escaparían a Bambá.
Tenía Bambá tan buen ojo, que con una sola mirada podía decir cuántos pelos plateados tenía un zorro en el lomo y cuántos blancos en la cola. Bambá tenía tan buen oído, que se quedaba escuchando un poco y decía: «Más allá de nueve ríos y más allá de siete arroyos se oye chillar a unas crías de marta cebellina. Conque allí hay que poner los cepos.»
Tenía Bambá tanta fuerza, que después de pasarse cien días cazando sin descanso, dormía una noche y se pasaba cien días más de caza.
Bambá comía mucho: por la mañana, un gamo; para almorzar, un alce y de cena un oso. Luego se acariciaba la tripa y decía: «Comería algo más, pero también hay que dejar para mañana.»
Cuando Bambá salía de caza, iban diez cazadores recogiendo lo que él abatía. Regresaba el chiquillo a la aldea seguido por toda una caravana de traíllas tirando de los trineos cargados de pieles. ¡Vaya con Bambá!
Bambá tenía buen corazón. Si algún niño lloraba en la aldea, iba a verle Bambá y le preguntaba: «¿Por qué lloras? Toma un laja pukaní para jugar.» Le daba una vejiga de pez hinchada, el niño se ponía a pegarle palmadas, a armar ruido, y dejaba de llorar. Tantos osos había cazado Bambá, que a todos los niños de la aldea les regaló un colmillo, un mafá garaní para que, colgado sobre su cuna, le diera buena suerte y no permitiese que los diablos malvados le asustaran. Todo el mundo saciaba su hambre en la aldea: no faltaba carne, había pescado de sobra y también pieles.
Los nanayos solían ir al reino de Nikán, cruzando el río. Allí vendían sus pieles y compraban ropones y provisiones. Los nanayos tenían la cara redonda, el vientre abultado, los ojos límpidos. Trenzaban cordones rojos en sus coletas, llevaban unti de pieles bonitas, bordadas en seda. Los nanayos tenían las manos ágiles; los nanayos tenían los pies veloces. ¡Así eran los nanayos!
Al ambán nikano, que observaba día tras día a los nanayos desde la orilla opuesta, le entró envidia de que los nanayos vivieran holgadamente y en buena armonía, de que no le pagaran tributo a nadie y tuvieran de todo. A sus braceros nikanos el ambán los había esquilmado hacía ya tiempo: les cobraba tributo para él, les cobrababa para el rey, para los soldados, para los frailes, para los mercaderes y otra vez para él... ¿Qué les quedaba a los pobres braceros? Conque se dijo el ambán: «¿Y si les exigiera también yasak a los nanayos? Puedo hacer una fortuna cobrándoles tributo.»
Así, pues, envió soldados y funcionarios suyos donde los nanayos. ¡Muchísimos hombres! Con sables, jabalinas, antorchas...
Llegaron donde los nanayos, y los nanayos, encantados de que les visitaran, empeñados en agasajarles. Pero los nikanos, sin mirar siquiera los manjares que les ofrecían, fueron derechitos a los cobertizos. Bambá se enfadó entonces con los nikanos.
-Sois unos groseros -les dijo. No sabéis comportaros cuando estáis de visita.
Los soldados del ambán manchú llevaban todos, una coleta colgando a la espalda.
Bambá los agarró por aquellas largas coletas, los ató a todos juntos con ellas y los arrojó al agua. Los nikanos estuvieron braceando y venga a bracear en el agua, hasta que se fueron al fondo... Y es que Bambá era muy fuerte.
El ambón manchú envió muchas veces soldados suyos donde los nanayos, pero nunca los vio volver.
Comprendió entonces el ambán manchú que por la fuerza no se podía someter a las gentes del Amur. Se puso a pensar, luego convocó a todos sus sabios y sus funcionarios para que pensaran también en el modo de sacar provecho de la tierra del Amur.
Estuvieron los sabios nikanos piensa que te piensa, hasta que por fin se les ocurrió una idea.
El más anciano le dijo al ambán:
-No envíes más soldados: el soldado piensa con la espada y no con la cabeza. Manda a un mercader donde los nanayos. El mercader es como la araña: donde se agarra, allí se queda hasta que no haya chupado toda la sangre.
El ambán siguió el consejo: envió al mercader Li-Chan donde los nanayos.
Llegó Li-Chan donde los nanayos, a la orilla del Amur. Li-Chan, como una vulpeja, hablaba muy suave y prometía todo lo habido y por haber. La lengua de Li-Chan no tenía huesos: tan pronto hablaba así como hablaba asá, igual que la vulpeja mueve la cola según sopla el viento. Llegó Li-Chan y empezó a fiarles mercancías a los nanayos: «¡Llévatelo, llévatelo! Ya haremos cuentas luego», decía. A este un collar, al otro un caldero, a aquel un ropón bordado, al de más allá unos pendientes, a algunos cereales y harina... «¡Llévatelo, llévatelo! Ya haremos cuentas luego.» Los nanayos veían que era un buen mercader. Los nanayos veían que con Li-Chan podían entenderse bien. El mercader no pegaba gritos, no profería amenazas, no daba patadas en el suelo, sino que todo lo hacía sonriendo, con una risita muy especial.
Así se fue ganando el mercader a los nanayos. Y los nanayos cesaron de ir al reino de Nikán y de traer de allí mercancías, puesto que a Li-Chan podían comprarle todo lo que necesitaban. Cualquier cosa que pidieran, de todo tenía el mercader.
Llegó el momento de saldar las deudas con Li-Chan.
Los nanayos le llevaron sus pieles a Li-Chan.
Pero, de pronto, los precios de todo lo que vendía Li-Chan se pusieron por las nubes. Explicaba que había que hacer un viaje muy duro para traer las mercancías, que los bandoleros acechaban por el camino, que había que darle parte al ambán, y a los bandoleros, y al rey de Nikán...
Los nanayos entregaron a Li-Chan todas las pieles que tenían, pero resultó que no bastaban para saldar la deuda. Aún le quedaron a deber a Li-Chan. Los nanayos son personas que pagan sus deudas por encima de todo. De manera que, para saldar aquélla, se pusieron a trabajar. Lo que cazaban en la taigá, se lo llevaban a Li-Chan. Lo que pescaban en el río, también se lo llevaban. Li-Chan había llegado donde los nanayos delgado como un gusano y ahora estaba gordo como un cerdo. En cambio, empezaron a desmejorarse los nanayos: no conseguían verse libres de aquella deuda...
Después de darle vueltas y vueltas al asunto, fueron donde Kilé Bambá.
-Mira lo que pasa -le explicaron entre suspiros: no conseguimos de ninguna manera saldar nuestra deuda. Algo ha enredado aquí el demonio. Al principio, Li-Chan contaba una piel por una. Luego, Li-Chan empezó a contar dos pieles por una. Y ahora, Li-Chan cuenta tres pieles por una. ¿Qué hacemos?
Bambá fue donde el mercader. Le preguntó, muy enfadado, qué estaba pasando. Pero Li-Chan echó mano de un erenté para demostrarle que en aquel libro estaban apuntadas todas las deudas. Bambá miraba los signos escritos en el libro y, aunque no los entendía, era evidente que estaban allí. Desde luego, si las deudas eran tan numerosas como los signos, nunca lograrían saldarlas. Lo que no se le ocurrió a Bambá fue que en aquel libro había más engaños que signos. Bambá se puso a preguntar a los manayos lo que habían comprado a crédito. «Pues un ropón -le contestaban, cereales, aguardiente también... y no recuerdo nada más.» Lo que habían comprado los nanayos antes del aguardiente, sí lo recordaban; lo que habían comprado después, no. El aguardiente les hacía perder la memoria a los nanayos...
Bambá empezó a ayudar a sus paisanos.
Al cabo de algún tiempo no les había solucionado su situación, y en cambio también él se encontraba entre las garras de Li-Chan. Sin saber cómo había sucedido.
«Se conoce que Li-Chan no es un mercader, sino un diablo -pensó Bambá. ¿Cómo es que tres pieles cuenten por una para él? ¡No lo entiendo!»
Y Bambá fue a ver al chamán para hablarle del mercader. Pero el chamán tenía una borrachera tan fenomenal que apenas podía hablar. Escuchó a Bambá haciendo un gran esfuerzo y dijo después:
-¡Tienes razón! ¡Li-Chan es un diablo! No hay más que ver el aguardiente que me ha dado: lo bebí hace tres días, y aún sigo borracho. ¿Puede hacer una cosa así un hombre como los demás? ¡Claro que ese Li-Chan es un diablo!
-Bueno, ¿y qué puede hacer un cazador contra un diablo? -Nada...
-Habla con los espíritus. ¡Haz que se marche ese diablo de Li-Chan! Los nanayos están agotados. Todo se lo llevan a él. ¡Pronto empezará a morirse la gente! -le pidió Bambá.
Kilé Bambá -y Loche el bogatir
-No puedo invocar a los espíritus contra Li-Chan -contestó el chamán. Es un diablo al que yo no puedo dominar. No es un diablo nanayo, sino un diablo nikano. ¡Es el ambán de los ambanes, el diablo de los diablos! Llévale más pieles.
-Iré a cazar a los cotos -dijo Bambá. Iré a las montañas de Sijoté-Alín y traeré tigres, taeré linces...
-No vayas a Sijoté-Alín. Caza aquí -dijo el chamán. En Sijoté-Alín viven los diablos de las montañas. El Kakzamú de los udés guarda aquellas montañas y convierte a las personas en rocas.
-¡Iré al Mar Grande! Traeré otarias, morsas, focas... El chamán se aspaventó:
-¡Caza aquí! En el mar grande vive Ganká, el demonio de las aguas. Tiene cuerpo de personas, cola de pez y, en lugar de mano, un gancho de hierro que asoma por encima del agua. ¡Con ese gancho arrastra a la gente!
-Pues iré el pantano y traeré alcaravanes, garzas, patos... El chamán escupió de indignación.
-¡Te digo que caces aquí! En el pantano vive Bokó, el diablo de una pata. Hará que te extravíes, te conducirá a una ciénaga, ¡y allá te quedarás para los restos!
-Iré a los salobrales -dijo entonces Bambá. Traeré alces, corzos...
Temblaba el chamán:
-¡Qué caces aquí, te digo! En los salobrales vive Agdá, el trueno. Tala los árboles con un hacha de piedra. Y cuando la descarga, convierte al hombre en polvo.
-Entonces, iré al lago Milke y traeré castores y gansos...
El chamán echaba espuma por la boca de la rabia que le daba escuchar a Bambá.
-En ese lago vive Jimú-ambá, el más terrible de los diablos. En cuanto ve a una persona, sale del lago y la hierba y las piedras arden por donde él pasa. Si Jimú te echa su aliento de fuego, morirás abrasado y nadie se enterará.
Kilé-Bambá quedó cabizbajo y pensativo. ¡Vaya con el bogatir Bambá! Rodeado de diablos, y todos más poderosos que Bambá Merguén! ¿De qué le servía a él su fuerza? ¡Oy-ya-ja! ¡Qué calamidad!
-Caza como has cazado hasta ahora -decía el chamán. Llévale pieles a Li-Chan. El te dará aguardiante y se te olvidarán todas las penas.
Pero Bambá no quería ver a Li-Chan. Y echó a andar a la buena de Dios...
Cruzó tres arroyos, rodeó seis lagos, subió y bajó nueve montes. Eligió un lugar adecuado, montó un cabaña, encendió una hoguera y se acostó en la cabaña. No hacía más que darles vueltas a sus amargos pensamientos.
«¿De qué le sirve a un hombre tener la fuerza de un bogatir si los diablos no le dejan vivir tranquilo? Por si no bastara que haya diablos en el bosque, diablos en la taigá, diablos en las montañas y diablos en el río, ¡aparece ahora Li-Chan en la aldea! ¿Habrá alguna fuerza capaz de acabar con todos esos diablos para que la gente pueda vivir tranquila?»
Kilé-Bambá se quedó dormido y entre sueños oyó que alguien llegaba desde el curso alto del Amur. Caminaba con paso pesado, haciendo ceder la taigá bajo sus pies y afluir el agua de bajo tierra. Bambá se levantó de un salto, le puso una flecha al arco y empuñó su cuchillo. ¿Quién sería?
En esto salió un hombre de entre los árboles. Bambá no había visto a nadie que se le pareciese: tenía el rostro blanco, los ojos azules, el pelo amarillo como el oro y una gran barba. No vestía al estilo del Amur. Llevaba en las manos un palo de hierro.
«¡Otro diablo que ha venido!», pensó Bambá.
Y el hombre le decía ya:
-¿Por qué has echado mano del arco? ¿Quieres dispararme una flecha? Yo soy amigo tuyo, y no enemigo. Además, ¿qué daño podrías hacerme con tu arco? Mejor será que veamos quién es mejor tirador.
¿Qué bogatir rechazaría una competición?
Bambá se plantó muy bien plantado: nadie en la aldea había disparado nunca más lejos que él. Vio a una liebre que corría tres arroyos más allá. Bambá soltó la flecha y dejó a la liebre clavada en un pino.
-¡Bien! -dijo el hombre de los cabellos amarillos.
Ahora fue él quien levantó su palo y dijo:
-Más allá de seis arroyos hay una ardilla que se dispone a saltar de un árbol a otro: voy a abatirla.
Apoyó su palo en un hombro, guiñó uno de sus ojos azules... y en ese momento estalló algo como un trueno que echó a rodar por los montes.
Kilé Bambá se cayó al suelo del susto.
-¡Oy, Agdá el trueno! -murmuró. ¡No me hagas daño! -No ha sido Agdá. He sido yo -reía el hombre aquél. Viendo que la ardilla estaba ya caída en el suelo, dijo Bambá:
-Has ganado tú. Ahora, vamos a luchar.
Ambos se quitaron la ropa y empezaron a luchar, agarrados de los cintos. Ninguno podía más que el otro. Ninguno lograba dejar al otro tendido en tierra. Aprovechando un momento que le pareció oportuno, Bambá quiso voltear al otro por encima de su hombro, pero el del pelo amarillo levantó a Bambá en vilo y lo mantuvo así un buen rato.
Ya con la vista nublada, pidió Bambá:
-Déjame ya en el suelo, que no soy ningún pajarraco. No me encuentro a gusto si no toco tierra. Tú has ganado... Vamos a ver ahora quién baila mejor.
Se puso a bailar Bambá. Empezó por la mañana y estuvo bailando hasta que se puso el sol. ¡Nadie había bailado nunca así en tierras del Amur!
El del pelo amarillo carraspeó, se escupió en las palmas de las manos y empezó él. Se pasó la noche bailando, se pasó el día bailando y seguía bailando al llegar la segunda noche... En todo el valle no se oía más que su taconeo. El agua rebosaba del río, temblaba la tierra y la polvareda velaba las estrellas...
-¡Eh, amigo! -gritó Bambá. ¡Basta! Tú has ganado.
Pero el del pelo amarillo se pasó aún tres días y tres noches bailando y dándose palmadas en los talones. Hasta que lo dejó diciendo:
-¡Bah! Esto no es nada. ¡De joven sí que bailaba yo...!
«¿Cómo iba a bailar así un hombre malvado? -pensaba Bambá. Tiene fuerza en los brazos, buena vista y humor alegre. ¿Qué más se puede pedir a un amigo?»
Entonces se hermanaron.
-Yo soy Kilé Bambá -dijo el nanayo.
-Y yo Iván Ruso. O Loche, a vuestro estilo.
-¿Tú eres un bogatir en tu tierra? -preguntó Bambá. Pero Loche denegó con un ademán.
-¡Qué voy a ser yo un bogatir! -protestó. Detrás de mí sí que vienen bogatires. Pero yo soy, sencillamente, el hijo menor de mi madre.
-¿A qué has venido aquí? -preguntó Bambá.
-A quedarme a vivir. En esta tierra vivieron mis padres hace mucho tiempo.
-Aquí se pasa mal -objetó el nanayo.
-¿Por qué? ¿Acaso es mala la tierra? -inquirió Iván. Luego
tomó un poco de tierra, la frotó entre las manos, la olió y dijo:
¡Muy buena tierra!
-Sí, pero han ido apareciendo tantos diablos que no nos dejan vivir.
Le refirió entonces Bambá sus desdichas a Iván. Le explicó que los diablos le tenían atado de pies y manos y le habían arrebatado su fuerza de bogatir.
-No te preocupes -replicó Iván. Cuando los ojos ven con claridad, siempre hay manera de poder más que los diablos.
Conque fueron juntos a la aldea. Los nanayos estaban todos muy pálidos: no había nada que comer. Unicamente Li-Chan, sentado a la puerta de su casa, estaba gordo y colorado como una garrapata.
-¿Es ése el diablo? -preguntó Iván.
-¡Ese, ése es!
Fueron Iván y Bambá a recorrer los cobertizos. Estaban total-mente vacíos. Sólo había telarañas en los rincones. Iván recogió las telarañas aquéllas, hizo una bola con ellas y fue a ver a Li-Chan.
-A ver, enséñame tu erenté, tu libro. ¿Dónde tienes aquí anotado lo que te debe mi amigo Bambá?
Sacó Li-Chan su erenté, su librote, lo abrió y fue señalando con su dedo gordísimo.
Kilé Bambá y Loche el bogatir
Iván tomó el libro y dijo:
-Si es cierto que Bambá debe esto, él es hombre de palabra y el fuego no quemará lo que él dice. Si has engañado tú a Bambá, tu palabra será la que se queme.
Arrojó Iván el libro a la hoguera y el libro ardió en seguida, envuelto en llamas. Li-Chan pataleaba, insultando a Iván. Entonces Iván le metió en la boca a Li-Chan la bola de telarañas que había recogido por los cobertizos. Al instante enflaqueció Li-Chan, se encogió y menguó hasta convertirse en una araña. Iván lo tiró al río, y allá fue Li-Chan por las aguas en busca de su ambán manchú, de su amo.
Los nanayos estaban pasando hambre.
Iván sacó entonces de debajo de la ropa unos granos pequeños y los echó a la tierra. De la tierra salió hierba verde, que luego se puso amarilla. En sus espigas había unas simientes también amarillas. Iván las recogió, las molió entre dos piedras y las simientes se convirtieron en polvo blanco. Mezcló Iván aquel polvo blanco con agua del Amur, hizo una masa y con la masa coció unas tortitas que repartió entre los nanayos diciendo: «Comed esto».
Los nanayos se las comieron. Estaban muy sabrosas. Y en seguida notaron que recobraban fuerzas. Se sentían más fuertes de lo que se habían sentido nunca después de comer cualquier otra cosa.
Los nanayos salieron de caza.
También se fueron a cazar Iván y Bambá.
-Me gustaría cazar un alce -dijo Iván. Vamos a los salobrales.
-Allí vive Agdá el trueno -se opuso Bambá.
Pero a Iván no le hicieron efecto sus palabras. ¿Y quién se queda a la zaga de un hermano adoptivo? ¡Se le caería la cara de vergüenza! Bambá le siguió. Iván empezó a hacer ruido con su palo de hierro y armó tal estruendo que Agdá huyó de los salobrales.
-Este es un sitio de caza muy bueno -dijo Iván. ¿Y dónde está tu Agdá?
Siguieron andando el nanayo y el ruso hermanados. Dieron con un pantano. Bambá vio que les cortaba el camino un hombrecillo chepudo, con una sola pierna, que echaba llamas azules por los ojos.
-¡No te metas ahí, Iván! -gritó Bambá. ¿No ves a un diablo? Es Bokó el jorobado. Hará que mueras en el pantano.
-¿Es éste el diablo Bokó? -preguntó Iván.
Le pegó un golpe en la única pata que tenía y, cuando lo hubo derribado, se valió de él para cruzar el pantano.
Bambá vio entonces que Bokó no era Bokó, sino una rama de abeto. En cuanto a Bokó, como si nunca hubiera existido: ni rastro de él. Cuando llegó el momento de cruzar un río, Bambá vio entre las aguas una especie de melena gris y unos ojos verdes brillantes.
-No te metas en el río -advirtió Bambá a Iván. ¿No ves que el viejo Ganká nos acecha en el agua? Mira cómo ha sacado su mano de hierro...
Iván se zambulló en el agua y agarró a aquel diablo de la melena gris. Cuando volvió a la superficie, sacaba en una mano una raíz de pino toda retorcida y un lucio que estaba allí al acecho. Iván y Bambá se comieron el lucio y siguieron andando. Bambá no volvió a ver al diablo Ganká.
Se metieron en las montañas. Bambá iba temblando de miedo porque aquéllos eran los lugares donde Kakzamú esperaba a la gente. No había hecho más que pensar en Kakzamú cuando le vio aparecer. Los miraba con ojos brillantes y rojos y ya adelantaba una mano hacia ellos para agarrarlos y convertirlos en rocas...
-¡Iván! -gritó Bambá-. Vámonos de aquí corriendo, vamos donde haya hierba porque allí no puede Kakzamú nada contra nosotros.
Iván volvió la cabeza y le atizó a Kakzamú tan fuerte con su palo de hierro que saltaron chispas en todas direcciones. Los ojos de Kakzamú se habían cerrado... Bambá vio que había allí un risco gris, recubierto de musgo, pero que no estaba Kakzamú. «Se habrá escondido», pensó, y siguió a Iván mirando hacia todas partes. Pero, nada, ¡que no aparecía Kakzamú! Lo había destruido el golpe de Iván.
-Y ahora, dime: ¿dónde vive ese diablo tuyo que se llama Jimú? -preguntó Iván a Bambá cuando llegaron a un lago.
No había terminado de hablar, y ya salía Jimú del lago, avanzando hacia ellos, retorciéndose y echando fuego. Bambá empezó a dar gritos y quería escapar de allí, cuando le dijo Iván:
-¿Qué te ocurre, Bambá? ¿No has visto nunca arder la hierba seca?
Bamba volvió la cara: no se veía a Jimú por ninguna parte. Era verdad: ardía la hierba seca y el fuego se arrastraba por la tierra como una serpiente. Y las piedras que dejaba al descubierto parecían efectivamente escamas. ¡Pero allí no había ningún Jimú! Bambá suspiró aliviado.
Ahora veía que no existían los diablos y que Iván y él estaban juntos sobre su tierra, fuertes los dos, valientes los dos. Dos cazadores, dos bogatires, sólo que Iván tenía más años. Todo lo que les rodeaba se comprendía perfectamente: en el bosque crecían árboles, en la taigá vivían animales, en el río nadaban peces y en los montes había rocas. Después de pensar un buen rato, observó de pronto Bambá:
-O sea, que se acabaron también nuestros cuentos. Se acabaron los cuentos que hablaban de los seres de la taigá, de los seres de las aguas y los seres de las montañas.
-No importa -afirmó Iván, porque nacerán otros cuentos. ¿No eres tú fuerte? ¿No eres valiente? ¿No eres el amo de tu tierra? ¿No soy yo tu amigo? ¿No eres tú amigo mío? Entonces, ¡claro que alguien contará nuestra historia!
A partir de entonces nacieron otras historias. Son cuentos que hablan de amor y de amistad. Cuentos que hablan de la fuerza y del valor. Cuentos que hablan de la destreza y de la fidelidad. Cuentos nuevos que nacen para hablar de corazones firmes, de brazos recios y de ojos avizores de buen cazador...

1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074

Kanchugá el avaricioso

Ocurrió esto cuando los animales aún comprendían el lenguaje humano. El tigre estaba entonces emparentado con los udegués. Entonces, el tigre era bienvenido en casa de los Bisanká.
Vivían los Bisanká en el curso superior del río Koppi. Eran muchos. Cuando hablaban todos juntos, se les oía desde el Aniuí.
Un año se dio muy bien la caza. Los Bisanká cazaron más martas cebelli-nas, nutrias, ardillas, hurones, osos, zorros y turones que habían cazado nunca.
Vinieron unos comerciantes, los Bisanká les compraron todo lo que traían, y la cantidad de pieles que tenían parecía no haber disminuido.
Los Bisanká se prepararon entonces para bajar al Amur a vender sus pieles. Equiparon veinte trineos. Reunieron los mejores perros del campamento. Ellos entretejieron nuevos cordones rojos en sus trenzas. Se pusieron gorros de kabargá con colas de cebellinas sobre los blancos bogdós que les ceñían la frente. Se vistieron con ropones blancos bordados en seda y pantalones blancos... Luego se montaron en los trineos, agitaron los ostoles, los encajaron entre los patines de los trineos y dieron rienda suelta a los perros.
-iTaj! ¡Taj! ¡Pot-pot-pot!
Los perros emprendieron la carrera lanzando pellas de nieve a los lados. No se oía más ruido que el de los patines.
Los perros ladraban al correr y su ladrido hacía que todos los animales escaparan a esconderse detrás de los árboles o entre la nieve. Y los perros corrían como el viento.
Eran perros buenos, de los que corren sin descanso y no se detienen ni para comer la yukola.
Los perros cruzaron la sierra en línea recta, sin importarles los montes, los ríos o las barranqueras que encontraban a su paso. Así llegaron al nacimiento del Aniuí, y por él bajaron al Jor, luego al Ussurí y finalmente al Amur. Nadie sabe el tiempo que tardaron en llegar porque, como iban muy contentos, no contaron el tiempo.
En Mullaki del Amur estaba muy animado el comercio. Había venido multitud de gente de todas partes: nanayos del Amur, nivjos vestidos con pieles de pescados de las islas, neguidalos del Amgún con traíllas de perros, orochoníes de pastizales lejanos con ropas de borrego, ulchíes con calzado de piel de alce, orochíes con unti de reno... ¡Imposible hablar de todos!
Se comerciaba con animación.
Habían venido muchos comerciantes: manchúes con el pelo recogido en coletas, nekas con la cabeza afeitada y las uñas muy largas, mercaderes de otras islas con corazas de madera y sables de dos filos...
Pero con los mercaderes llegó también la enfermedad negra. Nadie sabe cómo llegó. Quizá viniera en una barca, con los perros, con los renos o a pie... No lo sé. Ni tampoco sé cómo vino vestida. Pero lo cierto es que se hizo el ama en aquel bazar.
Se disponían los Bisanká a comerciar, cuando apareció la enfer-medad negra.
Empezó a morir gente. Morían nanayos, nikanos, neguidalos, orochoníes, manchúes, orochíes, ulchíes... Morían cazadores y morían mercaderes.
Viendo la gente aquella calamidad, viendo que la muerte no reparaba en nada, huyó de allí en todas direcciones.
Pero los Bisanká ni siquiera tenían que escapar, porque solamente había quedado con vida un muchacho llamado Kongá. Había venido con su hermano, pero al hermano se lo llevó la muerte negra. Enterró Kongá a sus paisanos, pero luego pensó:
«¿Cómo voy a dejar a mi hermano en tierra extraña? Me lo llevaré. Quiero que sea enterrado según nuestros usos. Que comparezca él ante el Amo en representación de todos nuestros paisanos.»
Kongá hizo un cajón grande y metió dentro el cuerpo de su hermano.
Abandonó Kongá todas las mercancías, que ya no importaban nada, se montó en el último trineo, arreó a los perros y escapó a toda prisa de aquel maldito lugar hacia su casa.
Kongá escapaba sin volver la cabeza, huyendo de la enfermedad.
Pero la enfermedad iba en el cajón con su hermano...
De nuevo viajó Kongá mucho tiempo remontando primero el Ussurí, luego el Jor y el Aniuí y después cruzando las montañas...
En aquellas montañas había unas praderas de piedra y, en aquellas praderas de piedra, un campamento de tigres. Allí vivían los tigres. Conducían a su campamento muchos caminos alfombrados de huesos y cercados de calaveras.
Llegó Kongá hasta uno de los caminos.
En el camino estaba parado un tigre. Cuando vio a Kongá pegó un salto hacia atrás y se convirtió en persona. Saludó a Kongá, le preguntó si había ido bien el comercio y qué novedades traía.
El muchacho le contó la desgracia que habían tenido y las malas noticias que traía. El hombre tigre sacudió la cabeza y dijo:
-Sigue tu camino. Cuando vayáis a enterrar a tu hermano, iré a llorarle. Tu hermano era un buen cazador...
Pegó un salto hacia atrás, recobró su forma de tigre y se marchó.
Kongá cruzó aquel camino. Desde allí, el campamento estaba ya cerca.
Llegó el muchacho, les contó a su madre y a sus paisanos lo que le había ocurrido. La madre abrió el cajón para despedirse de los restos de su hijo.
Abrió el cajón y dejó escapar la enfermedad...
La muerte negra echó a andar por el campamento. Toda la gente se murió.
Sólo quedaron vivos la hermana y el hermano pequeños de Kongá. Y el chamán Kanchugá.
Kanchugá era cobarde y codicioso. Nunca le prestaba ayuda a nadie. Viendo que, aparte de él, sólo habían quedado vivos dos niños, pensó:
«De aquí a que se marche la muerte, yo puedo alimentarme. ¿Qué obligación tengo de dar de comer a los chicos? Entonces, no me alcanzará a mí.»
Conque cerró la puerta de la yurta de Kongá y la atrancó con una estaca. Allí se quedaron los niños. El chamán se metió en su casa, cerró y se puso a comer.
Primero no salía de su yurta. Pero luego empezó a recomerle la codicia.
«¿Por qué tiene que echarse a perder la comida que hay en el campamento? -pensó-. Robar lo de los muertos es un pecado muy grande. Los espíritus malos vigilan la comida de los muertos -se decía. Bueno, ¿y qué? Ellos son muchos y yo estoy solo. Si se lanzan contra mí chocarán los unos con los otros, se enredarán a golpes y ni se acordarán de que estoy yo aquí.»
Conque se marchó Kanchugá a llevarse la comida que había en las yurtas.
Arrambló con todo lo que había en el campamento -airelas conservadas, grasa de foca, cebolla silvestre en salmuera, carne de alce, panzas de esturión, saraná seca, tortitas, se lo llevó a su casa. ¡Y venga a comer!
Mientras, los niños lloraban de hambre en la yurta de Kongá.
En esto llegó el tigre al campamento. Pegó un salto hacia atrás y se convirtió en persona. Vio que no salía humo de ningún hogar, que no andaba nadie por la calle, que no sonaba el pandero ni ladraban los perros. Todos estaban muertos. Había venido a llorar al hermano de Kongá, pero ¿dónde habría lágrimas suficientes para llorar a tantos difuntos?
El hombre tigre oyó entonces que alguien lloraba en la yurta de Kongá. Abrió la puerta. Vio a los niños. Los tomó en brazos. Y se puso a recorrer el campamento por si encontraba a alguien más vivo. Nadie contestaba a su llamada...
También fue el hombre tigre a la yurta de Kanchugá. Tiró de la puerta, pero no pudo abrir. Sin embargo, se notaba que había alguien dentro. Llamó.
Kanchugá oyó que llamaban. Pensó que serían los hermanos de Kongá que habían logrado salir de su casa y venían a pedirle comida. Kanchugá estaba como siempre comiendo, con la boca llena. Tragó como pudo, atragantándose, y gritó:
-¡Largo y no pidáis nada! Ni siquiera tengo comida para mí...
Entonces dijo el hombre tigre:
-¡Eh, Kanchugá! Has olvidado la ley de los hombres del bosque. Ya sabes: ayudar al débil, dar comida al que no la tiene y amparar al huérfano. Así han vivido los udés. Y así vivirán. No hay sitio para ti entre las personas. Tres veces morirás de miedo. Cada vez se hará tu cuerpo más pequeño y aumentará tu avidez. Eso te ocurrirá hasta que desaparezcas del todo.
Pegó un salto hacia atrás, recobró su forma de tigre. Hizo montar a los niños sobre su espalda y se los llevó al campamento de los tigres.
-Estos son hijos de un tío mío -dijo a los demás. No tienen a nadie que les dé de comer.
Los tigres se encargaron de alimentar a los niños. Les daban las mejores tajadas. Les pusieron nombres nuevos para que la muerte negra no viniera a buscarlos a aquel sitio nuevo siguiéndolos por sus nombres antiguos. A la niña la llamaron Ingá y al niño Egdá.
Así fueron creciendo los niños.
Ingá aprendió a hacer preciosas labores y Egdá se hizo cazador.
Llegado el momento, el viejo tigre cruzó con ellos el camino de los tigres, les indicó el camino que los conduciría donde los hombres corrientes, les explicó la ley que debían seguir para llevar una vida honrada y se volvió a su campamento.
Ingá y Egdá echaron a andar hacia donde vivían los hombres.
Pasaron por delante del campamento de sus padres. La hierba había borrado los caminos que conducían allá. Egdá colgó un puñado de hierba seca sobre el camino para que la gente pasara por allí de largo, sin detenerse.
Esto es todo lo que les sucedió a los niños.
Ahora veréis lo que le pasó a Kanchugá. Cuando el hombre tigre hubo hablado, a Kanchugá se le alargó la nariz, los colmillos se le salieron de la boca, le crecieron cerdas en la espalda y pezuñas en las manos y los pies. Kanchugá se había convertido en jabalí.
Tenía menos estatura, pero su avidez había aumentado. Devoró todo lo que tenía en su casa y se marchó a la taigá. Comía raíces, comía hierba fresca, buscaba bellotas y todo lo engullía, atragan-tándose de tanta avidez, pero sin saciar el hambre. El día entero andaba por la taigá masticando, royendo, roznando, y seguía hambriento. También dormido roznaba, pegaba sorbe-tones, mascujaba: soñaba con bellotas, menudillos de aves y otras cosas de comer. Nada más despertarse, se ponía nuevamente a engullir, pero seguía teniendo la barriga vacía.
Así encontraron Ingá y Egdá a Kanchugá en la taigá cuando se marchaban del campamento de los hombres tigres.
Kanchugá vio a los hermanos y pensó: «Ahora me los como, y saciaré por fin el hambre.» Y se abalanzó sobre los hermanos de Kongá.
Egdá levantó su jabalina y Kanchugá-jabalí se murió del susto. Pegó un salto hacia atrás y se convirtió en lince. Abrió las fauces, enseñó los dientes y saltó sobre Egdá para comérselo.
De nuevo levantó Egdá la jabalina y Kanchugá-lince se murió del susto. Pegó un salto hacia atrás y se convirtió en rata. De tamaño, era mucho más pequeño, pero su avidez había aumentado. Golpeaba la tierra con su cola pelada, adelantaba sus dientes afilados y miraba a Egdá con sus ojos rojizos. «Ahora me lo como -pensó- y ya no tendré hambre.» Egdá espantó a la rata con una mano, y por tercera vez se murió del susto Kanchugá. Pegó un salto hacia atrás y se convirtió en escarabajo, uno de esos escarabajos carcoma que devoran pinos centenarios convirtiéndolos en polvo. Empezó a zumbar, con las alas desplegadas, moviendo las antenas y las patas. Voló hacia Egdá, se le posó en la frente y abrió la boca con la idea de tragarse al muchacho vivo.
Harto ya, dijo Egdá:
-Ya que sigues siendo igual de malvado y de ansioso, la culpa de lo que te pasa es tuya y nada más que tuya.
Dicho esto, se pegó una palmada en la frente y no quedó nada del escarabajo.
Así desapareció el ávido Kanchugá, que no quiso darles ni un poco de comida a unos niños huérfanos. A manos de ellos pereció.
Y a nadie le dio pena de él.

1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074

El valiente azmún

Al valiente, no hay obstáculo que le detenga. El valiente pasa por el agua y el fuego y sale más fuerte todavía. Al valiente, al audaz, le recuerda la gente mucho tiempo. El padre le cuenta al hijo las hazañas del valiente.
Sucedió esto hace mucho tiempo. Los nivjos todavía tallaban entonces puntas de piedra para sus flechas. Los nivjos todavía pescaban entonces con anzuelos de madera. Las marismas del Amur, el Mar Pequeño, se llamaban todavía Lia-eri.
Entonces había una aldea a la orilla misma del río Amur. Vivían allí unos nivjos, ni bien ni mal. Cuando abundaban los peces, los nivjos estaban bien comidos, contentos, y cantaban canciones. Cuando había pocos peces, los nivjos callaban, fumaban musgo y se apretaban más los cinturones. Conque una primavera ocurrió lo siguiente.
Estaban los hombres y los muchachos en la orilla, contemplando el agua, fumando sus pipas y remendando las redes, cuando vieron que algo flotaba en el río. Eran cinco, seis o quizá diez troncos. Se conoce que una tormenta había derribado los árboles, y el agua de la crecida los había juntado, tan apretados que no había manera de separarlos. Luego fueron recubriéndose de tierra y empezó a crecer hierba. Era una isla entera -un jovij, lo que flotaba. Y vieron los nivjos que en aquella isla estaba hincada una pértiga a medio cepillar, con virutas rizadas colgando en algunos sitios y susurrando al viento. Y también ondeaba al aire un trapo rojo atado a la pértiga. Dijo el viejo nivjo Pletún:
-Alguien navega en ese jovij. La pértiga de las virutas ha sido plantada allí como protección contra el mal de ojo. El que sea necesita ayuda.
En esto oyeron los nivjos el llanto de un niño. De un niño que lloraba desconsoladamente. Y dijo Pletún:
-En ese jovij navega un niño. Se conoce que no tiene a nadie. O algunas malas gentes han matado a todos sus familiares o la muerte negra, la viruela, se los llevó a todos. Una madre no abandona a su hijo sin razón. La de éste le montó en el jovij y le mandó en busca de buenas gentes.
El jovij se acercaba. El llanto se oía más fuerte.
-¿Cómo no ayudar a un ser humano? -dijo Pletún.
Los muchachos lanzaron una cuerda con un anzuelo de madera, engancharon el jovij y tiraron de él hacia la orilla. Se encontraron con un niño allí tendido, muy blanquito, regordete, con los ojos negros brillando como estrellitas y el rostro ancho igual que la luna llena. En las manos tenía una flecha y un remo.
Nada más verle, Pletún dijo que el niño sería un hombre muy fuerte, ya que desde la cuna empuñaba una flecha y un remo, y no temería ni a los enemigos ni al trabajo.
-Le tendré por hijo mío -dijo Pletún. Le daré un nombre nuevo. Se llamará Azmún.
Los nivjos tomaron a Azmún en brazos para llevarlo a casa de Pletún. Pero, ¿qué estaba ocurriendo?... El niño pesaba más a cada paso.
-Oye, Pletún -le dijeron al viejo: tu hijo está creciendo en nuestros brazos. ¡Mira!
-¿Cómo no va a crecer en su terruño y en brazos de amigos? -replicó Pletún. La tierra natal le da fuerzas al hombre.
Y bien decía Pletún que la tierra natal da fuerzas, porque Azmún creció mientras caminaban hacia la casa del viejo: los muchachos le llevaron en brazos hasta el umbral, pero allí se tiró al suelo y, en pie, cedió el paso a los mayores y entró el último en la casa.
«¡Oh, oh! -pensó Pletún contemplando a su nuevo hijo. Este chico hará buenas cosas en la vida, ya que primero piensa en los demás y luego en sí mismo.»
Azmún ofreció asiento a su padre adoptivo en la yacija, se inclinó delante de él y dijo:
-Siéntate, padre. A tus años estarás fatigado. Descansa.
Tomó unas redes, tomó un remo. Llegó a la orilla. Una barca se deslizó ella sola hasta el agua. Entonces Azmún subió a la barca, arrojó el remo hacia la popa y el remo empezó a moverse en dirección al centro del río. La barca comenzó a bogar. Azmún lanzó una red al agua. Tiró de la red y la sacó con muchos peces. Volvió a su casa y repartió el pescado entre las mujeres. Aquel día, todos comieron pescado en la aldea. Pero Azmún le dijo a su padre adoptivo:
-En este lugar hay pocos peces, padre.
Le contestó Pletún:
-Los peces no han llegado hasta aquí. El Amur no trae peces. 
-Hay que pedírselos, padre. ¿Cómo van a vivir los nivjos sin pescado?
Antes, siempre le pedían peces al río y le daban de comer al Amur para que él trajera peces.
Conque fueron a darle de comer al Amur.
Salieron en muchas barcas. Se pusieron sus mejores ropas de piel de foca moteada y las pellizas negras de perro. Mientras remaban, iban cantando hermosas canciones. Llegaron al centro del Amur.
Pletún tomó legumbres secas hervidas, tomó yukola, tomó carne de alce, y todo lo lanzó al Amur diciendo:
-Las buenas gentes te piden que traigas peces, que traigas muchos peces buenos, que traigas peces de todas clases. Aquí te damos la yukola con que alimentamos a nuestros perros, porque no tenemos nada más. ¡Pasamos hambre! La piel del vientre se nos ha pegado al espinazo. ¡Ayúdanos, y nosotros no te olvidaremos!
Azmún lanzó la red al agua y sacó muchos peces. Los nivjos se pusieron tan contentos, pero Azmún frunció el ceño.
-Una vez, es sólo cuestión de suerte -dijo.
Lanzó la red una segunda vez y sacó menos peces. Azmún frunció el ceño. Lanzó la red por tercera vez y sacó ya los últimos peces. Luego, ningún nivjo sacó ya nada por mucho que se empeñaron. A la cuarta vez que lanzó Azmún su red, la sacó vacía.
Los nivjos se pusieron muy tristes. Encendieron sus pipas.
-Nos llegó la hora de morir -decían.
Ordenó Azmún que todos los peces fueran llevados a un cobertizo para repartirlos poco a poco entre todos.
Pletún se echó a llorar y le dijo a Azmún:
-Al tomarte por hijo, pensé que te daba una vida nueva. Pero no tenemos pescado. ¿Qué vamos a comer? Nos moriremos todos de hambre. ¡Márchate, hijo mío! Debes seguir otro camino. Márchate de nuestro lado y deja nuestra desdicha en nuestro umbral.
Azmún se puso a pensar. Encendió la pipa de su padre. Tanto fumó, que habría podido llenar tres cobertizos con el humo que echó. Estuvo pensando mucho rato. Luego dijo:
-Iré a ver a Tair-nadz, el Anciano del Mar. Si no hay peces en el Amur es que el Amo se ha olvidado de los nivjos.
Se asustó Pletún porque ningún nivjo había ido a ver al Amo del Mar. Nunca había sucedido eso. ¿Cómo iba a bajar un simple hombre al fondo del mar a ver a Tair-nadz?
-¿Serás capaz de hacer ese camino? -preguntó el padre.
Pegó Azmún con el pie contra el suelo, y tanta era su fuerza que se hundió en la tierra hasta la cintura. Pegó con el puño en una roca, y la roca se agrietó y de la grieta fluyó un manantial. Guiñó un ojo, miró hacia un monte lejano y dijo:
-Al pie de aquel monte hay una ardilla que tiene una avellana entre los dientes, pero no puede partirla. Yo la ayudaré.
Tomó Azmún un arco, puso una flecha, tensó la cuerda y soltó la flecha. La flecha salió volando, pegó en la avellana que tenía la ardilla entre los dientes, la partió por la mitad y no rozó siquiera a la ardilla.
-Seré capaz de hacer ese camino -afirmó Azmún.
Conque hizo Azmún sus preparativos. Se metió debajo de la ropa, junto al corazón, un puñado de tierra del Amur en una bolsita, tomó un cuchillo y un arco con flechas, tomó una cuerda con un anzuelo en el extremo y un kun-gaj-kei, una lámina de hueso, para tocar si se aburría por el camino.
Le prometió a su padre enviarle muy pronto noticias. Dijo que, hasta su regreso, se diera de comer a todos con el pescado que él había sacado del Amur.
Y se marchó.
Llegó hasta la orilla del mar. Hasta el Mar Pequeño. Vio a una foca que le miraba con los ojos muy abiertos. Estaba casi muerta de hambre.
Le gritó Azmún:
-¡Eh, vecina! ¿Queda mucho para llegar donde el amo? -¿De qué amo hablas?
-De Tair-nadz, el Anciano del Mar.
-Si es al del mar, búscale en el mar -contestó la foca.
Azmún siguió su camino. Llegó hasta el Mar de Ojotsk, el Pilkerkj como le llamaban entonces. Allí estaba el mar, delante de él, hasta el infinito. Encima revoloteaban las gaviotas y gritaban los cormoranes. Las olas iban y venían. El cielo gris, sobre el mar, estaba cubierto de nubes. ¿Dónde habría que buscar allí al Amo? ¿Cómo llegar hasta él? Ni siquiera había a quién preguntar. Miró Azmún a su alrededor... ¿Qué hacer? Les gritó a las gaviotas:
-¡Eh, vecinas! ¿Hay buena pesca? Porque la gente se muere de hambre...
-¿Pesca? -contestaron las gaviotas. ¿No ves que apenas si podemos agitar las alas? Hace mucho tiempo que no vemos ni un pez. Pronto nos llegará el fin. Se conoce que el Anciano del Mar se ha dormido y no atiende a sus obligaciones.
Dijo Azmún:
-Yo voy a verle, vecinas. Sólo que no conozco el camino... Dijeron las gaviotas:
-Allá lejos, en el mar, hay una isla. Y de esa isla sale humo. Porque no es una isla, sino el tejado de la yurta de Tair-nadz y el humo es el de su pipa, que sale por la chimenea. Nosotros no hemos llegado nunca hasta allí, ni nuestros padres tampoco llegaron, pero se lo hemos oído decir a los pájaros migratorios. No sabemos cómo se puede llegar hasta allí. Pregúntaselo a las orcas.
-Bueno -dijo Azmún.
Echó a andar por la orilla del mar. Anduvo mucho tiempo. Ya cansado, se sentó en la arena, entre las rocas, se agarró la cabeza entre las manos y se puso a pensar. Piensa que te piensa, se quedó dormido. De pronto oyó entre sueños ruido de gente en la orilla. Azmún abrió los ojos...
Vio a unos muchachos que jugaban en la orilla: daban carreras, luchaban agarrándose de los cintos, saltaban unos por encima de los otros, esgrimían sus sables corvos... En esto llegaron unas focas a la orilla. Los muchachos se pusieron a pegarles con sus sables. A cada sablazo quedaba tendida una foca. «¡Eh! –pensó Azmún. Me vendría bien un sable como ése.» Se fijó Azmún y vio unas barcas aguje-readas en la orilla...
Los muchachos empezaron a luchar. Tiraron sus sables en la arena. Luego se enzarzaron, se pusieron a gritar, a regañar. Estaban como ciegos. Azmún aprovechó aquel momento, lanzó su cuerda con el anzuelo, enganchó un sable y fue tirando de él poco a poco. Lo probó con un dedo. Estaba bien afilado.
Los muchachos dejaron de pelear. Fueron a recoger sus sables, pero uno no encontró el suyo. Dijo el muchacho llorando:
-ÍOy-ya-ja! ¡Buena me va a dar el Amo! ¿Cómo me presento ahora al Anciano, qué le digo?
«¡Oh, oh! -pensó Azmún. Estos muchachos conocen al Anciano. Serán de la aldea del mar.»
Siguió donde estaba, sin moverse.
Los muchachos andaban buscando el sable. Nada, que no lo encontraban. El que lo había perdido corrió al bosque por si se le había caído allí. Los demás echaron las barcas al mar y se montaron en ellas. Sólo quedó una en la orilla.
Azmún corrió detrás de aquellos muchachos. Echó al agua la barca que quedaba mirando hacia dónde iban los muchachos. Bogaban mar adentro. Azmún se metió en la barca y remó también. De pronto, se quedó pasmado. Las barcas y los muchachos habían desaparecido. En el mar se veían únicamente unas cuantas orcas que nadaban dejando asomar sus aletas como sables y en las aletas llevaban ensartados trozos de carne de foca.
En esto notó Azmún que su barca se movía. Se fijó Azmún, y vio que no iba montado en una barca, sino sobre el lomo de una orca. Entonces cayó en la cuenta de que no eran barcas lo que había en la orilla, sino pieles de foca; de que no eran muchachos los que esgrimían sus sables, sino orcas, y de que aquellos sables no eran sables sino las aletas dorsales de las orcas. «Bueno -se dijo Azmún. Al fin y al cabo, voy acercándome al Anciano.»
No sé si Azmún pasó mucho tiempo así en el mar, pues no me lo contó, pero el caso es que en ese tiempo le creció el bigote.
En esto divisó Azmún delante de él una isla que parecía el tejado de una yurta. La isla tenía en la cumbre un agujero y por aquel agujero salía humo. «Se conoce que allí vive el Anciano», se dijo Azmún. Puso entonces Azmún una flecha en su arco y la soltó para que llegara donde su padre...
Las orcas llegaron nadando hasta la isla, saltaron a la orilla, pegaron una voltereta y se convirtieron en muchachos. En las manos tenían trozos de carne de foca.
Pero la orca que había llevado a Azmún sobre su espalda se volvió al mar. ¡No podía regresar a casa sin su sable! Azmún se cayó al agua y por poco se ahoga.
Al ver los muchachos que Azmún braceaba en el agua, corrieron a ayudarle. Pero cuando Azmún estuvo ya en tierra firme le miraron extrañados.
-Oye, ¿tú quién eres? ¿Cómo has llegado hasta aquí?
-¿Es que no me reconocéis? -contestó Azmún. Me quedé un poco rezagado buscando el sable. Aquí está, ¿no lo veis?
-Es tu sable, sí. Pero, ¿por qué estás tan cambiado? Dijo Azmún:
-He cambiado del susto que me llevé cuando perdí el sable. Todavía me dura. Iré donde el anciano para que me devuelva mi antiguo aspecto.
-El Anciano duerme -contestaron los muchachos. ¿No ves que sale un poco de humo?
Los muchachos se fueron a sus yurtas. Dejaron a Azmún solo.
Azmún se puso a trepar al monte. Había subido hasta la mitad cuando vio un campamento. En aquel campamento no había más que muchachas. Le atajaron el camino a Azmún sin dejarle seguir.
-El Anciano está dormido y ha dicho que no le molesten...
-Rodearon a Azmún, haciéndole arrumacos: ¡No vayas donde Tair-nadz! Quédate con nosotras. Toma a una por esposa y verás qué bien vives.
Eran unas muchachas preciosas, a cuál más bonita. Tenían los ojos límpidos, el rostro muy lindo, el talle flexible, las manos ágiles... Tan hermosas eran que Azmún llegó a pensar si no le convendría, efectivamente, tomar a una de ellas por esposa.
La tierra del Amur que llevaba junto a su corazón se agitó entonces. Azmún recordó que no había llegado hasta allí en busca de esposa, pero no podía desprenderse de las muchachas. Se le ocurrió sacar un collar que llevaba también escondido y tirarlo al suelo.
Las muchachas se lanzaron a recoger las cuentas y entonces vio Azmún que aquellas muchachas tenían aletas en lugar de pies, que no eran muchachas, sino focas.
Mientras las muchachas recogían las cuentas, Azmún llegó hasta arriba del monte. Dejó caer la cuerda por el agujero que había en lo alto, enganchó el anzuelo en la cresta del monte y se deslizó por la cuerda hacia abajo. Cuando llegó al fondo se encontró en casa del Anciano del Mar.
Se pegó un buen golpe al caer. Miró a su alrededor. Todo era igual que en casa de un nivjo: las yacijas, el hogar, las paredes, las pértigas que formaban el armazón de la yurta... Sólo que todo estaba cubierto de escamas de pescado. Y por las ventanas no se veía el cielo, sino el agua.
Por las ventanas se veía moverse el agua, se veía el ir y venir de las olas y entre las olas se mecían las algas marinas como árboles extraños. Por delante de las ventanas pasaban peces que ningún nivjo podría comerse nunca: con unos dientes y unos pinchos tremendos, capaces de tragarse a cualquiera.
El Anciano estaba acostado y dormía sobre una yacija con los cabellos grises esparcidos encima de la almohada. Tenía la pipa en la boca, casi apagada, echando un hilillo de humo que subía hacia el agujero del techo. Azmún le tocó con la mano. Nada, que el Anciano no se despertaba.
Azmún se acordó entonces de su kun-gaj-kei, la lámina de hueso que solía tocar. La sacó del pecho, se la puso entre los dientes y empezó a pegar en ella con los dedos. Y el kun-gaj-kei empezó a sonar, unas veces como el piar de un pájaro, otras como el canto de un arroyo o el zumbido de una abeja...
Tair-nadz nunca había oído nada semejante. ¿Qué sería? Rebulló, se incorporó, se frotó los ojos y se sentó sobre sus talones con las piernas encogidas. Era tan grande como un arrecife. Tenía una cara bondadosa y unos bigotes colgantes como los de un siluro. Sobre su piel, las escamas tenían reflejos nacarados. Sus ropas estaban hechas de algas marinas... Vio a un muchachito que, comparado con él, era un eperlano frente a un esturión. Tenía en la boca un extraño objeto del que arrancaba unos sonidos tan agradables, que a Tair-nadz se le alegró el corazón y al instante se despabiló. Volvió el rostro bondadoso hacia Azmún, guiñó los ojos y preguntó:
-¿Cómo te llamas y a qué pueblo perteneces?
-Me llamo Azmún y soy del pueblo de los nivjos.
-Los nivjos viven en la Tro-mif, en la isla de Sajalin, y en  Lia-eri. ¿Cómo has llegado tan lejos, hasta estas aguas y tierras nuestras?
Refirió Azmún las calamidades que estaban pasando los nivjos, saludó al Anciano y dijo:
-Ayuda a los nivjos, padre. Envíales peces. Los nivjos se mueren de hambre, padre. Por eso me han enviado a pedirte ayuda.
Tair-nadz se puso colorado de vergüenza y dijo:
-¡Que contrariedad! Me eché a descansar y me quedé dormido. Te agradezco que me hayas despertado.
Tair-nadz metió la mano debajo de la yacija. Azmún vio que había allí un balde muy grande y, en el balde, una enorme cantidad de peces: salmones de todas las especies, kalugas, esturiones, truchas...
Junto al balde estaba tirado un pellejo. Tair-nadz echó peces en el pellejo hasta llenarlo una cuarta parte, abrió la puerta y arrojó los peces al mar diciendo:
-¡Id donde los nivjos de Tro-mif! ¡Pronto, pronto! iY dejaos pescar bien en primavera!
-Padre -rogó Azmún: no les escatimes peces a los nivjos. Tair-nadz frunció el ceño.
Azmún se asustó. «¡Lo he echado todo a perder! -pensó. El Anciano se ha enfadado.»
Pero, al acordarse de su padre, se irguió y miró cara a cara a Tair-nadz. El Anciano sonrió.
-A otro no le hubiera perdonado que se metiera en mis asuntos; pero a ti te perdono porque veo que no te preocupas por ti, sino por los demás. Sea lo que tú quieres.
Tair-nadz arrojó al mar medio pellejo más de peces de toda clase.
-A las marismas del Amur, a Tro-mif es adonde debéis ir. iY dejaos pescar bien en otoño!
Azmún se inclinó respetuosamente delante de él.
-Padre: yo soy pobre y no tengo bienes para pagarte. Pero acepta mi kun-gaj-kei como regalo.
Le dio a Tair-nadz su lámina de hueso y le enseñó a tocarla.
Y el viejo, precisamente, estaba deseando tomarla en sus manos. De tanto como le había gustado, no podía apartar los ojos de ella.
Encantado, Tair-nadz se llevó la lámina a la boca, la apretó entre los dientes y se puso a tocar.
Y el kun-gaj-kei empezó a sonar unas veces como el viento sobre el mar, otras como la marea, como el rumor de los árboles, como el piar de los pájaros al amanecer... Le entró tanta alegría a Tair-nadz con la música que se puso a ir y venir, a bailar. La casa se estremeció y por las ventanas pudo verse que se encrespaban las olas, que se desprendían las algas marinas: había estallado una tempestad en el mar.
Viendo Azmún que Tair-nadz no se ocupaba ya de él, empuñó su cuerda y trepó por ella. Mientras subió, se desolló todas las manos porque, durante el tiempo que había pasado con el Anciano, la cuerda se había recubierto de moluscos.
Por fin salió y miró a su alrededor.
Las muchachas-focas seguían rebuscando las cuentas del collar, repartiéndoselas, regañando. Ni se acordaban de sus casas y las puertas se habían recubierto de musgo.
Azmún llegó a la aldea de abajo. Estaba desierta, pero en el mar se veían, a lo lejos, las aletas de las orcas que iban empujando los peces hacia las orillas de Pil-kerkj, hacia las orillas de Lia-eri, hacia el Amur.
Estaba preguntándose Azmún cómo podría volver a su casa, cuando vio en el cielo un arco iris que con un extremo tocaba la isla y con el otro la Tierra Grande.
El mar seguía encrespado, con grandes olas coronadas de espuma: eso era que Tair-nadz continuaba bailando en su yurta.
Azmún trepó al arco iris. Le costó mucho trabajo y se puso perdido de pintura: tenía la cara verde, las manos amarillas, el vientre rojo, las piernas azules... En fin, subió mal que bien y echó a correr por el arco iris hacia la Tierra Grande, tropezando, hundiéndose en los colores, casi a punto de caerse. Miró hacia abajo y vio que el mar estaba negro de peces. ¡Los nivjos tendrían comida!
Se terminó el arco iris.
Azmún saltó al suelo y vio sentado en la orilla, junto a una barca, al muchacho-orca cuyo sable se había llevado él. Azmún le reconoció y le devolvió el sable.
-Gracias -dijo el muchacho al empuñar de nuevo el sable. Ya pensaba que no volvería a ver mi casa nunca en la vida... No olvidaré tu bondad y, en pago, empujaré los peces hasta el mismo río Amur. Porque no te guardo rencor: ahora sé que no lo hacías por ti, sino por los demás.
Pegó una voltereta, se convirtió en orca, se puso el sable de aleta y se marchó nadando mar adentro.
Se dirigió Azmún hacia Pil-kerkj, llegó al Mar Grande y se encontró con las gaviotas y los cormoranes que le gritaron:
-¡Eh, vecino! ¿Estuviste donde el Anciano?
-¡Sí! -contestó Azmún. Pero no me miréis a mí, mirad hacia el mar.
Por el mar llegaban tantos peces que parecía hervir el agua. Las gaviotas se lanzaron a pescar peces y a engordar a ojos vistas.
Azmún continuó su camino. Cruzó el Lia-eri, llegó al Amur y vio a la foca casi sin vida. Le preguntó la foca:
-¿Estuviste donde el Anciano?
-¡Sí! -contestó Azmún. Pero no me mires a mí, mira hacia el Lia-eri...
Los peces subían por las marismas, y eran tantos que parecía hervir el agua. La foca se lanzó a pescar peces. Se puso a comer peces y a engordar a ojos vistas...
Y Azmún seguía adelante. Llegó hasta su aldea. Estaban los nivjos a la orilla del río Amur, medio muertos: ya no les quedaba musgo que fumar ni un pececillo que comer.
Salió Pletún a recibir a su hijo a la puerta de su casa. Le besó en ambas mejillas y preguntó:
-¿Estuviste donde el Anciano, hijo mío?
-No me mires a mí, padre. Mira hacia el Amur -contestó Azmún.
El agua del Amur parecía hervir de tantos peces como habían llegado. Azmún lanzó su jabalina hacia el banco de peces, y ni siquiera se hundió en el agua, sino que fue acercándose, arrastrada por los peces.
-¿Crees que habrá bastantes peces, padre mío?
-¡Sí!
Desde entonces, los nivjos viven bien: no les faltan peces en primavera ni en otoño.
Mucha gente ha sido olvidada desde aquellos tiempos... Pero hasta hoy vive el recuerdo de Azmún y de su kun-gaj-kei.
Cuando el mar se agita y las olas rompen contra las rocas de la orilla, cuando las crestas de espuma susurran sobre el agua, en el silbido del viento marino se escucha unas veces el grito de las aves y otras el rumor de los árboles... Es el Anciano del Mar que toca el kun-gaj-kei y baila en su casa del fondo del mar para no dormirse...

1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074