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jueves, 18 de diciembre de 2014

Las puertas del infierno

A unos diez kilómetros de la célebre ciudad de Manhattoes, en aquel brazo de mar que queda entre el continente y Nassau o Long Island, se encuentra una angostura donde la corriente queda violentamente comprimida entre los promontorios que se proyectan hacia el mar y las rocas que forman numerosos peñascales. En el mejor de los casos, por ser una corriente violenta e impetuosa, ataca estos obstáculos con poderosa rabia: hirviendo en torbellinos con ruido ensordecedor y deshaciéndose en olas; rabiando y rugiendo en fuerte oleaje; en una palabra, cayendo en un paroxismo equivocado. En esas ocasiones, ¡ay de la desgraciada embarcación que se aventurase entre sus garras!
Sin embargo, este humor malvado prevalece en ciertos momentos de la marea. Cuando el agua está baja, por ejemplo, es tan pacífico que da gusto verlo; pero tan pronto sube aquélla, empieza a enojarse; a media marca ruge potentemente, como un marinero que pide más alcohol, y cuando la marea ha llegado a su altura máxima, duerme tan tranquilamente como un alcalde después de la comida. Puede comparársele con una persona dada a la bebida que se comporta pacíficamente mientras no bebe o no ha tomado todavía lo suficiente, pero que se parece al mismo diablo cuando ha terminado el viaje.
Este pequeño estrecho, tan poderoso, tan gritón, tan bebedor, capaz de sacar a uno de sus casillas, era un lugar de gran peligro para los antiguos navegantes holandeses, puesto que sacudía sus barcas en forma de bañera, deteniéndolas en remolinos capaces de marear a cualquiera que no fuera un holandés, o, lo que ocurría con frecuencia, colocándolas sobre rocas y restingas. Es lo que hizo con la célebre escuadra de Oloffre «El Soñador», cuando buscaba un lugar para fundar la ciudad de Manhattoes, con lo que, de puro avergonzados, decidieron llamar al lugar Helle-Gate (Puerta del Infierno), encomendándolo solemnemente al diablo. Desde entonces esa denominación ha pasado al inglés con el nombre correcto de Hell-Gate, que significa lo mismo, aunque algunos, que no saben inglés ni holandés, lo traducen por Hurl-Gate (Puerta o estrecho de los rizos). ¡Que San Nicolás los confunda!
En mi niñez el estrecho de Hell-Gate era un lugar que nos infundía mucho miedo, y en el cual emprendíamos peligrosas aventuras, pues tengo algo de marinero. En esos pequeños mares corrí más de una vez el riesgo de naufragar y ahogarme, en el curso de ciertos viajes a los cuales era muy aficionado, junto con otros chiquillos holandeses.
En parte por el nombre y en parte por diferentes circunstancias que se relacionaban con el lugar, éste tenía para los ojos de mis compañeros y los míos, quizá porque íbamos por allí cuando faltábamos a la escuela, un aspecto más terrorífico que el que presentaba Escila y Caribdis de los tiempos de Maricastaña.
En medio del estrecho, cerca de un grupo de rocas llamadas Las Gallinas y Los Pollos, se encontraba el casco de una embarcación que, atrapada por los remolinos, había encallado allí. Se contaba una terrible historia, según la cual era el resto de una embarcación pirata que se había dedicado a sangrientas empresas. No puedo recordar ahora en sus detalles ese relato que nos inducía a considerarla con gran terror, y mantenernos alejados de ella durante nuestras excursiones.

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El desolado aspecto del casco abandonado y el terrible lugar donde acababa de pudrirse, eran suficientes para provocar las más extrañas ideas. Una parte del maderamen ennegrecido por el tiempo destacábase por encima de la superficie del agua en la alta marea; en la baja, quedaba al aire libre una parte considerable del casco mostrando el maderamen que carecía de las planchas de unión, pero que estaba cubierto de algas, por lo que parecía el esqueleto de algún monstruo marino. Todavía se mantenía erguido un pedazo de alguno de los mástiles, del cual colgaban algunas vergas y motones, que bailaban zamarreados por el viento, haciendo un ruido al que acompañaban los albatros, que giraban y gritaban alrededor del melancólico esqueleto. Tengo un vago recuerdo de un cuento, relatado por marineros, acerca de fantasmas que aparecían de noche en el casco, con el cráneo desnudo y fosforescencias azules en sus órbitas, pero he olvidado todos los detalles.
De hecho, toda esta región, como el estrecho ya citado de los tiempos de Maricastaña, era un lugar de fábula y encantamiento para mí. Desde el Estrecho hasta Manhattoes, las costas de aquel brazo de mar eran sumamente irregulares, llenas de rocas, entre las cuales crecían los árboles, que le daban un aspecto desolado y romántico. Durante mi niñez se relataban numerosas tradiciones acerca de piratas, fantasmas, contrabandistas y dinero enterrado, todo lo cual tenía un efecto maravilloso sobre las jóvenes mentes de mis compañeros y la mía propia.
Cuando llegué a la edad madura, efectué diligentes investigacio-nes acerca de la veracidad de estos extraños relatos, pues siempre he tenido mucha curiosidad por averiguar el fundamento de las valiosas aunque obscuras tradiciones de la provincia donde nací. Encontré infinitas dificultades para llegar a cualquier dato preciso. Es increíble el número de fábulas que hallé al tratar de establecer la verdad de un solo hecho.
Nada diré de las Piedras del Diablo -sobre las cuales el archienemigo del género humano se retiró desde Connecticut hasta Long Island, a través del estrecho-en vista de que esta materia será tratada como merece por un contemporáneo con cuya amistad me honro, historiador al cual he suministrado todos los detalles. Tampoco diré nada del hombre negro con el sombrero de tres picos, sentado al timón de un bote y que aparecía en Hell-Gate durante el tiempo tormentoso; se llamaba el spooke; se dice que el gobernador Stuyvesaent disparó una vez con una bala de plata.
Nada puedo opinar sobre esto por no haber encontrado ninguna persona de confianza que afirmase haberlo visto, a no ser la viuda de Manus Conklen, el herrero de Frogasnesk, pero la pobre mujer era un poco cegatona, por lo que es probable que se equivocara, aunque decían que en la obscuridad veía más lejos que la mayoría de la gente.
Sin embargo, todo esto era muy poco satisfactorio en lo que respecta a la leyenda de piratas y sus tesoros enterrados, acerca de lo cual yo tenía la mayor curiosidad. Lo que sigue, es lo único que he podido oír y que tiene ciertos visos de autenticidad.

Cuento de la alhambra

1.025. Irving (Washington) - 058

Las cruzadas y los primeros reyes de granada

No pueden leerse las maravillosas y graciosas leyendas de la Alhambra sin recordar a los reyes que tuvieron la virtud de fundar y construir esta joya arquitectónica, sublime demostración del genio de los artífices árabes, monumento imperece­dero de la gloria de España.
Para conocer tan interesantes hechos, debió el autor estudiar las numerosas crónicas que se conser­van en la Biblioteca de la Universidad de Granada.
Según la historia, el primero de estos reyes, llama­do Mohamed Abu -Alhamar, nació en Arjona en el año 1195 de la Era Cristiana. Descendiente de la noble rama de los Beni-Nasar, sus padres no escati­maron medios para educarlo de acuerdo con el ele­vado rango que ocupaba la familia.
La civilización árabe había alcanzado en aquel entonces gran adelanto. En las principales ciudades existían escuelas y sabios maestros de artes y ciencias, donde los más ricos y distinguidos personajes edu­caban a sus hijos.
Al llegar Abu-Alhamar a la mayoría de edad, de­mostraba gran inteligencia y perspicacia, tanto en las ciencias como en los negocios públicos, por lo que fue nombrado alcaide de las ciudades de Arjona y Jaén. Pronto se distinguió por su bondad y justicia, lo que le proporcionó enorme popularidad y mere­cido respeto.
A la muerte del rey Abou Hud, el pueblo musul­mán se dividió en varios bandos. Muchos nobles se manifestaron a favor del justiciero Abu-Alhamar. Sus partidarios aumentaron en tal forma que, después de ser aclamado en numerosas ciudades, llegó a Gra­nada, donde fu é proclamado soberano.
Su gobierno dio a sus entusiastas súbditos nuevos motivos de alegría y bienestar. Creó un admirable sistema de policía y dictó estrictas leyes para la ad­ministración de justicia. Atendía personal-mente a los necesitados, fundando numerosos hospitales para ciegos, ancianos y enfermos; escuelas para instruir los niños, carnicerías, hornos públicos y un sistema de irrigación que beneficiaba a la ciudad y los campos vecinos.
Por su sabia administración y sus inteligentes ini­ciativas, Granada se había convertido en un centro de cultura y comercio que traía la prosperidad a sus habitantes.
Como no hay felicidad duradera, y cuando menos se sospechaba, sobre el reino se elevaron amenaza­dores nubarrones que presagia-ban sangrienta guerra.
Los ejércitos cristianos, aprovechando las divisio­nes y rivalidades de los príncipes moros, habían em­pezado a recobrar el territorio que permanecía en manos de los árabes.
Jaime el Conquistador se había apoderado de Va­lencia y Fernando el Santo de Andalucía, llegando a sitiar, hasta que consiguiera tomarla, la ciudad de Jaén.
Abu-Alhamar comprendió bien pronto la imposi­bilidad de resistir las poderosas fuerzas de Castilla. Después de profunda meditación resolvió presentar­se, en forma secreta, al rey Fernando.
Cuando llegó a su presencia, besando la mano del monarca español, dijo:
-Soy Mohamed Abu-Alhamar, rey de Granada; vengo a ponerme bajo vuestro mando. Aceptadme como vasallo y disponed de mis pobres dominios co­mo mejor os plazca.
Fernando, que tenía buen corazón, apreció como se debía este gesto y, abrazando a su rival, lo admitió con los derechos y prerrogativas de su más noble vasallo, con la condición de pagarle cierto tributo anual y ayudarlo en sus campañas militares.
El rey Fernando pronto necesitó el auxilio de Abu-Alhamar, quien acudió al frente de quinientos guerreros para combatir contra los de su raza y re­ligión.
El valor que demostró el moro en la conquista de la ciudad de Sevilla, sus solicitudes a Fernando para que tuviese clemencia con los vencidos, no vencieron su triste fama ni su amargura al darse cuenta que a su reino le amenazaban graves peligros.
Los habitantes de Granada esperaban a su rey con grandes festejos y arcos de triunfo, en homenaje a su bravura y bondad. La multitud delirante lo acla­mó como "El Ghalib", o sea "El Victorioso", pero el apenado rey exclamó: "¡Sólo Dios es vencedor!", palabras que adoptó por divisa, haciéndolas grabar en su escudo.
Mohamed tenía presente que la paz que había comprado a tan duro-precio no podía ser duradera. Siguiendo el viejo refrán "Ármate en tiempo de paz y abrígate aun en verano", empezó a construir obras de defensa, aumentando sus arsenales y estimulando en toda forma las artes e industrias que dieran ma­yor poderío a Granada.
De estas iniciativas surge la que más brillo y re­nombre ha de dar a su reino: el maravilloso palacio de la Alhambra.
Su construcción empezó en el año 1250 y fue dirigida y vigilada por Abu-Alhamar, cuyas sencillas costumbres lo llevaban a mantener largas conversa­ciones con los obreros y dirigir los trabajos de los artistas y maestros de obra.
Pasaba la mayor parte del tiempo en los jardines, donde se cultivaban las plantas y flores más exóticas y hermosas de España, leyendo o completando la educación de sus tres hijos.
Permaneció fiel a su promesa de lealtad, y a la muerte de Fernando el Santo envió, con su pésame al nuevo rey Alfonso X, un séquito de cien caballe­ros que velasen sus restos en la Catedral.
Mohamed Abu -Alhamar llegó a vivir muchísimos años. Un día, al salir al frente de las tropas para rechazar un ataque de sus enemigos, uno de sus jefes, por casualidad, rompió la lanza contra el arco de la puerta. Sus acompañantes vieron en ello una se­ñal de mal augurio y rogaron al anciano rey que desistiera de sus propósitos y confiara las tropas a otro jefe. Pero Abu -Alhamar no hizo caso y ordenó continuar la marcha. Al atardecer, un súbito males­tar casi lo derriba del caballo. La extraña enferme­dad tuvo un trágico desenlace frente al cual se de­clararon impotentes los médicos de la Corte, falle­ciendo el soberano.
Su cuerpo fue embalsamado y colocado en un sun­tuoso féretro de plata labrada, que se depositó, acom­pañado por el dolor de sus súbditos, en un magní­fico mausoleo de mármol.
La Alhambra guarda, con sus restos, imperecedero recuerdo de su esclarecido fundador. Pero la magna empresa lleva asociado otro no menos ilustre hom­bre: el que continuó y dio fin a la construcción de tan suntuoso palacio.
No puede quedar en el olvido el célebre príncipe Yusef Abul Hagig, que ocupó el trono de Granada en el año 1333.
Sus condiciones morales eran muy semejantes a las de su antecesor Mohamed Abu -Alhamar, pero su fí­sico mucho más agraciado, causaba admiración. De alta estatura y prodigiosa fuerza, aumentaba su pre­sencia y nobleza con una larga barba negra. Su cul­tura y sus conocimientos se extendían a todas las ciencias y artes de aquel entonces. Alcanzaba gran fama como poeta y conquistaba a su pueblo por su cortesía y humanidad. Si bien de mucho valor y coraje, aborrecía la guerra por sus inútiles matanzas, por lo que llegó a prohibir a sus guerreros todo acto de crueldad, y mandó respetar y proteger a las inocentes víctimas, es decir, las mujeres, los niños, y los enfermos.
¡Tan nobles sentimientos no podían consagrarlo como un gran guerrero! Derrotado por las fuerzas de los reyes de Castilla y Portugal, se retiró a Gra­nada, dedicándose enteramente a la educación y bienestar de su pueblo.
Inició la construcción de diversas obras, entre las que se cuentan la terminación de la Alhambra, ini­ciada por Abu-Alhamar, la Puerta de la justicia y el Alcázar de Málaga. Agregó nuevos ornamentos y obras de arte a patios y salones del palacio, revis­tiendo a su conjunto de la gracia y elegancia que lo han hecho tan famoso y visitado.
Los nobles de la ciudad no tardaron en seguir el ejemplo del rey, y pronto la ciudad se vio rodeada de hermosos palacios, verdaderas obras de arte que llevaron a decir a un escritor que "Granada era en aquella época un vaso de plata cubierto de esme­raldas y jacintos".
La nobleza de Yusef se manifestó cuando su peor enemigo, Alfonso XI de Castilla, murió a raíz de una cruel epidemia mientras sitiaba la ciudad de Gibraltar. En vez de alegría sólo manifestó pesar, diciendo que aquella desgracia privaba al inundo de uno de los más ilustres príncipes.
Sus tropas suspendieron la lucha y abrieron ca­mino a las fuerzas que trasladaban hasta Sevilla al difunto rey.
El destino proporcionó al generoso Yusef un trá­gico fin. Un día, mientras permanecía en la Mezquita Real, un demente lo atacó con un puñal infi­riéndole una herida mortal. El pueblo, indignado, vengó su muerte destrozando al asesino.
Sobre su tumba de mármol fueron grabadas sen­tidas oraciones. Su nombre flota imperecedero so­bre la Alhambra, maravilla que eterniza su recuerdo.

Cuento de la alhambra

1.025. Irving (Washington) - 058

La torre de comares

El lector tiene ya un croquis del interior de la Alhambra, pero acaso deseará que le demos una idea general de sus contornos.
Una mañana serena y apacible, cuando el sol no calentaba aún con la fuerza que hubiera podido hacer desaparecer la frescura de la noche, decidimos subir a lo alto de la Torre de Comares, para desde allí contemplar a vista de pájaro el panorama de Granada y sus alrededores.
Ven, benévolo lector y compañero, y sigue nuestros pasos por este vestíbulo adornado de ricas tracerías que conduce al Salón de Embajadores. No entraremos en él, sino que torceremos hacia la izquierda por una puertecilla que da a las murallas. ¡Ten mucho cuidado!, porque hay violentos escalones en caracol, y casi a oscuras; sin embargo, por esta angosta y sombría escalera redonda han subido a menudo los orgullosos monarcas y las reinas de Granada hasta la coronación de la torre, para ver la aproximación de las tropas cristianas o para contemplar las batallas en la vega. Al poco rato nos encontraremos en el adarve; y, después de tomar alientos por unos breves instantes, gozaremos contemplando el espléndido panorama de la ciudad y de sus alrededores; por un lado verás ásperas rocas, verdes valles y fértiles llanuras; por el otro, algún castillo, la catedral y torres moriscas, cúpulas góticas, desmoro-nadas ruinas y frondosas alamedas. Aproximémonos al muro e inclinemos nuestra vista hacia abajo. Mira: por este lado se nos presenta el plano entero de la Alhambra, y, descubierto ante nuestros ojos, el interior de sus patios y jardines. Al pie de la torre se ve el Patio de la Alberca, con su gran estanque o vivero rodeado de flores; un poco más allá, el Patio de los Leones, con su famosa fuente y con sus transparentes arcos moriscos; en el centro del alcázar, el pequeño Jardín de Lindaraja, sepultado en medio del edificio, poblado de rosales y limoneros matizados de verde esmeralda.
Esta línea de muralla, salpicada de torres cuadradas edificadas alrededor en la misma cima de la colina, es el lindero exterior de la fortaleza. Como verás, algunas de estas torres encuéntranse ya en ruinas, y entre sus desmoronados fragmentos han arraigado cepas, higueras y álamos blancos.
Miremos ahora por el lado septentrional de la torre. Descúbrese una sima vertiginosa; los cimientos se elevan entre los arbustos de la escarpada falda de la colina. Fíjate en aquella larga hendidura del espeso murallón: indica que esta torre ha sido cuarteada por alguno de los terremotos que de vez en cuando han consternado a Granada, y que, tarde o temprano, reducirán este vetusto alcázar a un simple montón de ruinas. El profundo y angosto valle que se extiende debajo de nosotros y que poco a poco se abre paso entre montañas, es el valle del Darro; contempla el manso río cómo se desliza bajo embovedados puentes y entre huertos y floridos cármenes. Éste es el río famoso desde tiempos antiguos por sus auríferas arenas, de las que, por medio del lavado, se extrae con frecuencia el preciado metal. Algunos de estos blancos cármenes que lucen por aquí y por allá entre árboles y viñedos eran campestres retiros de los moros, donde iban a gozar del fresco de sus jardines.
Aquel aéreo alcázar con sus esbeltas y elevadas torres y largas arcadas que se extienden en lo alto de aquella montaña entre frondosos árboles y vistosos jardines, es el Generalife, elevado palacio de verano de los reyes moros, en el cual se refugiaban en los meses del estío para disfrutar de aires aún más puros y deliciosos que los de la Alhambra. En la árida cumbre de aquella alta colina verás sobresalir unas informes ruinas: es la Silla del Moro, llamada así por haber servido de refugio al infortunado Boabdil, durante el tiempo de una insurrección, y desde la que, sentado, contemplaba tristemente el interior de su rebelada ciudad.
Un placentero ruido de agua se oye de vez en cuando por el valle: es el acueducto del cercano molino morisco, situado junto al pie de la colina. El paseo de árboles de más allá es la Alameda de la Carrera del Darro, paseo frecuentado por las tardes y lugar de cita de los amantes en las noches de verano, y en el cual se oye la guitarra a las altas horas, tañida en los escaños que adornan el paseo. Ahora no hay más que unos cuantos pacíficos frailes que se sientan allí y un grupo de aguadores camino de la Fuente de Avellano.
¿Te has sobrecogido? Es una lechuza que hemos espantado de su nido. Esta antigua torre es un fecundo criadero de pájaros errantes; las golondrinas y los aviones anidan en las grietas y hendiduras y revolotean durante todo el día, mientras que por la noche, cuando todas las aves buscan el descanso, el agorero búho sale de su escondrijo y lanza sus lúgubres graznidos por entre las murallas. ¡Mira cómo los gavilanes que hemos echado fuera del nido pasan rastreando por debajo de nosotros, deslizándose entre las copas de los árboles y girando por encima de las ruinas que dominan el Generalife!
Dejemos este lado de la torre y volvamos la vista hacia poniente. Mira por allá, muy lejos, una cadena de montañas limítrofes de la vega: es la antigua barrera entre la Granada musulmana y el país de los cristianos. En sus alturas divisarás todavía fuertes ciudadelas, cuyas negruzcas murallas y torreones parecen formar una sola pieza con la dura roca sobre que están enclavadas, y tal cual solitaria atalaya erigida en algún elevado paraje, dominando, como en otros tiempos, desde el firmamento los valles de uno y otro lado. Por uno de esos desfiladeros, conocidos vulgarmente por el Paso de Lope, fue por donde el ejército cristiano descendió hasta la vega. Por los alrededores de aquella lejana, pardusca y árida montaña, casi aislada, cuya maciza roca se dilata hasta el seno de la llanura, fue por donde los invasores escuadrones se lanzaron a campo raso, con flotantes banderas y al estrépito de timbales y de trompetas. ¡Cuánto ha cambiado el cuadro! En lugar de la brillante cota del armado guerrero vemos ahora el pacífico grupo de cansados arrieros caminando lentamente a lo largo de las veredas de las montañas. Detrás de este promontorio hállase el memorable Puente de Pinos, renombrado por una sangrienta batalla entre moros y cristianos, y mucho más famoso todavía por ser aquél el sitio en que Colón fue alcanzado y llamado por el emisario de la reina Isabel, precisamente cuando partía desesperado el navegante para anunciar su proyecto de descubrimiento a la corte de Francia.
Ve aquel otro lugar, célebre también en la historia del descubridor: aquella lejana línea de murallas y torreones iluminados por el sol saliente en el mismo centro de la vega; es la ciudad de Santafé, fundada por los católicos reyes durante el sitio de Granada, después de que un incendio devoró su campamento. Éste es aquel mismo real donde Colón fue llamado por la heroica princesa, y dentro del cual se ultimó el tratado que dio lugar al descubrimiento del Nuevo Mundo.
Por este lado, hacia el Mediodía, la vista se extasía con las exuberantes bellezas de la vega: la floreciente feracidad de arboledas y jardines e innumerables huertas, por donde se extiende caprichosamente el Genil como una cinta de plata, acrecentándose por multitudes de arroyos encauzados en viejas acequias moriscas, que mantienen la campiña en un perpetuo verdor; por aquella otra parte, los placenteros bosques, cármenes y casas de campo, por las que los moros lucharon con desesperado valor; las alquerías y casitas, por último, habitadas al presente por campesinos, en los cuales se conservan vestigios de arabescos y de otros delicados adornos, que demuestran haber sido moradas suntuosas y elegantes.
Más allá de la fértil llanura de la vega verás hacia el sur una cadena de áridos cerros, por los cuales marcha lentamente una soberbia recua de mulos. En lo alto de una de estas colinas fue donde el infortunado Boabdil dirigió su última mirada a Granada, lanzando un profundo ¡ay! de su alma dolorida: es el famoso sitio apellidado El Suspiro del Moro en los romances y leyendas.
Levanta ahora tus ojos hacia la nevada cumbre de aquella lejana cordillera que brilla como una nube de verano sobre el azulado firmamento: es la Sierra Nevada, orgullo y delicia de Granada, origen de sus frescas brisas y perpetua vegetación, y de sus amenísimas fuentes y perennes manantiales. Ésta es la gloriosa cadena de montañas que da a Granada esa combinación de delicias tan rara en las ciudades meridionales: la fresca vegetación y templados aires de un clima septentrional con el vivificante ardor del sol de los trópicos y el claro azul del cielo del Mediodía. Éste es el aéreo tesoro de nieve que, derritiéndose en proporción con el aumento de temperatura del estío, deja correr arroyos y riachuelos por todos los valles y gargantas de las Alpujarras, difundiendo vegetación, fertilidad y hermosa verdura de esmeralda por una prolongada cadena de numerosos y encantadores valles.
Estas sierras pueden llamarse con razón la gloria de Granada. Dominan toda la extensión de Andalucía y se divisan desde distintas regiones. El mulatero las saluda, contemplando sus nevados picos, desde la caliginosa superficie del llano; y el marinero español, desde el puente de su barco, lejos, muy lejos, allá en el seno del azul Mediterráneo, las mira atentamente y piensa melancólico en su gentil Granada, mientras que canta en voz baja algún antiguo romance morisco.
Basta ya... El sol aparece por encima de las montañas y lanza sus vívidos resplandores sobre nuestra cabeza. Ya el suelo de la torre arde bajo nuestros pies; abandonémosla, y bajemos a refrescarnos bajo las galerías contiguas a la fuente de los leones.
Uno de mis sitios favoritos era el balcón del hueco central del Salón de Embajadores, en la alta Torre de Comares. Me había sentado allí para gozar el crepúsculo de un hermoso día. El sol, ocultándose tras las purpúreas montañas de Alhama, lanzaba sus luminosos rayos sobre el valle del Darro, dando un aspecto melan-cólico a las severas torres de la Alhambra; y la vega, entretanto, cubierta de un tenue vapor sofocante que envolvía los rayos del sol poniente, semejaba a lo lejos un mar de oro. Ni la brisa más leve turbaba el silencio de la tarde, y de vez en cuando se sentía un ligero rumor de música y algazara que se elevaba de los cármenes del Darro, y que hacía más expresivo el solemne silencio de la fortaleza que me daba asilo. Era uno de esos momentos en que la memoria -semejante al sol de la tarde que lanzaba sus pálidos fulgores sobre los viejos torreones- alcanza un mágico poder y se remonta a la vida retrospectiva para recordar las glorias del pasado.
Hallábame sentado meditando en el mágico efecto de la puesta del sol sobre la ciudadela morisca, y entré luego en reflexiones sobre el ligero, elegante y voluptuoso carácter que domina en su interior la arquitectura, y el contraste que ofrece con la grande aunque triste solemnidad de los edificios góticos erigidos por los españoles. La respectiva arquitectura indica las opuestas e irreconciliables naturalezas de los pueblos que por largo tiempo se disputaron el imperio de la península. Poco a poco fui pasando a otra serie de convideraciones sobre el singular carácter de los árabes o musulmanes españoles, cuya existencia parece más bien un cuento que una realidad, y que en cierto modo forma uno de los más anómalos aunque brillantes episodios de la historia. Fuerte y dura-dera como fue su dominación, apenas sabemos cómo llamarla, pues constituyó una nación sin legítimo nombre ni territorio. Lejana ola de la gran Europa, parecía tener todo el ímpetu del primer desbor-damiento de un torrente. Su ruta de conquista, desde el peñón de Gibraltar hasta la cumbre de los Pirineos, fue tan rápida y brillante como las moriscas victorias de Siria y Egipto, y ¡quién sabe si, a no haber sido rechazados en los llanos de Tours, toda la Francia y Europa entera hubieran sido invadidas con la misma facilidad que los imperios asiáticos, y si la media luna se enseñorearía hoy en los templos de París y de Londres!
Rechazados dentro de los límites de los Pirineos las mezcladas hordas de Asia y África que formaron esta irrupción, dejaron el principio musulmán de conquista y trataron de establecer en España un tranquilo y permanente dominio. Como conquistadores, su egoísmo fue igual a su moderación, y durante algún tiempo aventajaron a las naciones contra las cuales pelearon. Separados de su país natal, amaban la tierra que les había sido deparada -según ellos- por Allah, y se esforzaron en embellecerla con cuanto pudiera contribuir a la felicidad del hombre. Basando los cimientos de su poder en un sistema de sabias y equitativas leyes, cultivando diligentemente las artes y las ciencias, y fomentando la agricultura, la industria y el comercio, constituyeron poco a poco un imperio que no tuvo rival por su prosperidad entre los imperios del cristianismo; y condensando laboriosamente en él las gracias y refinamientos que distinguieron al imperio árabe de oriente en la época de su mayor florecimiento, derramaron la luz del saber oriental por las oxiden-tales regiones de la atrasada Europa.
Las ciudades de la España árabe llegaron a ser el punto de concurrencia de los artistas cristianos para instruirse en las artes útiles. Las almadrazas de Toledo, Córdoba, Sevilla y Granada se vieron frecuentadas por numerosa afluencia de estudiantes de otros reinos, que venían a ilustrarse en las ciencias de los árabes y en el atesorado saber de la antigüedad; los amantes de las artes recreativas afluían a Córdoba para adiestrarse en la poesía y en la música del oriente, y los bravos guerreros del norte se trasladaron allí para amaestrarse en los gallardos ejercicios y cortesanos usos de la caballería.
Si en los monumentos musulmanes de España, en la Mezquita de Córdoba, el Alcázar de Sevilla y la Alhambra de Granada se leen pomposas inscripciones ponderando apasionadamente el poder y permanencia de su dominación, ¿debe menospreciarse su orgullo como alarde vano y arrogante?
Generación tras generación, siglo tras siglo, han ido pasando sucesiva-mente, y todavía mantienen los moros sus derechos en este suelo. Después de haber transcurrido un periodo de tiempo más largo que el mediado desde que Inglaterra había sido subyugada por el normando conquistador, los descendientes de Muza y Tarik no pudieron prever que iban a ser arrojados al destierro por los mismos desfiladeros que habían atravesado sus triunfantes antecesores, del mismo modo que los descendientes de Rolando y Guillermo y sus veteranos pares no pueden soñar el ser rechazados a las costas de Normandía.
Sin embargo, el imperio musulmán en España fue casi una planta exótica que no echó profundas raíces en el suelo que embellecía. Apartados de sus convecinos del occidente por insuperables barreras de creencias y costumbres, y separados de sus congéneres del oriente por mares y desiertos, formaron un pueblo completamente aislado. Su existencia fue un prolongado y bizarro esfuerzo caballe-resco por defender un palmo de terreno en un país usurpado.
Los musulmanes españoles fueron las avanzadas y fronteras del islamismo, y la península el gran campo de batalla donde los conquistadores góticos del norte y los musulmanes del oriente lucharon y pelearon por dominar; pero el esfuerzo fiero de los sarracenos se vio al fin abatido por el perseverante valor de la raza hispano-gótica.
Y por cierto que no se ha dado jamás un tan completo aniquilamiento como el de la nación hispanomuslímica. ¿Qué se ha hecho de los árabes españoles? Preguntadlo a las costas africanas y a los solitarios desiertos. El resto de su antiguo y poderoso imperio ha desaparecido proscrito entre los bárbaros de África y perdida por completo su nacionalidad. No han dejado siquiera un nombre especial tras de sí, aunque durante ocho siglos han constituido un pueblo separado. No quisieron reconocer el país de su adopción y el de su residencia durante muchos años y evitaron el darse a conocer de otro modo que como invasores y usurpadores. Tal cual monumento ruinoso es lo único que queda para testificar su poder y dominación, a la manera que las solitarias rocas que se ven allá en lontananza dan testimonio de algún pasado cataclismo. Tal es la Alhambra: una fortaleza morisca en medio de un país cristiano; un oriental palacio rodeado de góticos edificios occidentales; un elegante recuerdo de un pueblo bravo, inteligente y simpático, que conquistó, dominó y pasó por el mundo.
Ya es tiempo de que dé alguna idea de mi doméstica instalación en esta singular residencia. El palacio real de la Alhambra se hallaba confiado al cuidado de una buena señora soltera y ya anciana, llamada doña Antonia Molina, a la cual, según costumbre española, le daban sus vecinos el nombre de la tía Antonia. Cuidaba de las moriscas habitaciones y de los jardines, y los enseñaba a los extranjeros; en recompensa de lo cual percibía gratificaciones de los visitantes del alcázar y los productos de los jardines, excepción hecha de cierto tributo de flores y frutas que acostumbraba pagar al gobernador. Su domicilio particular se hallaba en un extremo del palacio, y por toda familia tenía un sobrino y una sobrina, hijos de dos hermanos diferentes. El sobrino, Manuel Molina, era un joven de bastante mérito y de gravedad española; había servido en el ejército, tanto en España como en las Indias occidentales; pero a la sazón estudiaba para médico, con la esperanza de llegar a serlo algún día de la fortaleza, cargo muy honroso y que podría producir unos 140 duros al año. En cuanto a la sobrina, era una robusta joven andaluza, de ojos negros, llamada Dolores, aunque por su aspecto y vivo carácter bien merecía un nombre más risueño. Era la heredera presunta de todos los bienes de su tía, consistentes en unas cuantas casillas ruinosas situadas en la fortaleza, que le proporcionaban una renta de cerca de 150 duros. No llevaba yo mucho de vivir en la Alhambra cuando descubrí los disimulados amores del discreto Manuel y su vivaracha prima, los cuales no aguardaban otra cosa para unir a perpetuidad sus manos y corazones sino el que aquél recibiera el título de médico y el que se obtuviese la dispensa del papa, a causa de su consanguinidad.
Hice un contrato con la buena de doña Antonia, bajo cuyas condiciones se comprometía a suministrarme plato y hospedaje, y por cuyo motivo la linda y alegre Dolores cuidaba de mi habitación y me servía de camarera a las horas de comer. También tenía a mis órdenes un mozo rubio y algo tártamudo, llamado Pepe, que cuidaba de los jardines, y el cual me hubiera servido de continuo asistente a no haberme ya de antemano concertado con Mateo Jiménez, el hijo de la Alhambra. Este infatigable y pertinaz individuo se pegó a mí, no sé de qué modo, desde que lo encontré por vez primera en la puerta exterior de la fortaleza; y de tal manera se entrometía en todos mis proyectos que al fin consiguió acomodarse y contratarse conmigo de criado, cicerone, guía, guardián, escudero e historiógrafo, viéndome, por lo tanto, precisado a mejorarle de equipo, para que no me sonrojase en el ejercicio de sus variadas funciones; dejó, pues, su vieja capa de color castaño, como la culebra muda de camisa, y pudo presentarse en la fortaleza con su magnífico sombrero calañés y su chaqueta, con gran satisfacción suya y no menos admiración de sus camaradas. El principal defecto del buen Mateo era su exagerado afán de serme útil. Comprendiendo que me había forzado a utilizar sus servicios, y calculando, sin duda, que mi condescendiente y pacífico temperamento le podría proporcionar una renta segura, ponía todo su pensamiento en adivinar de qué modo y manera tendría que hacérseme necesario para la satisfacción de todos mis deseos. En una palabra, yo era la víctima de todas sus oficiosidades: no podía pisar el umbral del palacio ni dar un paseo por la fortaleza sin que dejara de perseguirme, explicándome todo cuanto veían mis ojos; y si acaso decidía recorrer las cercanas colinas, no había más remedio sino que Mateo tenía que servirme de guardián, aunque estoy persuadido de que hubiera sido más a propósito para darle a los talones que para hacer uso de sus armas en caso de una agresión. Con todo, y a decir verdad, el pobre chico me servía con frecuencia de divertido acompañante: era de índole sencilla y de muy buen humor, con la charlatanería de un barbero de lugar, y tenía al dedillo todos los chismes de la vecindad y de sus contornos; pero por lo que más se enorgullecía era por su tesoro de noticias sobre todos aquellos sitios y por las maravillosas tradiciones que contaba delante de cada torre, bóveda o barbacana de la fortaleza, y en cuyas historias tenía la más absoluta fe.
La mayor parte las había aprendido, según decía, de su abuelo, que era un célebre legendario sastre que vivió cerca de los cien años durante los cuales hizo apenas dos salidas fuera del recinto de la fortaleza. Su tienda fue, casi por espacio de un siglo, el punto de reunión de una porción de vejetes charlatanes, que se pasaban la mitad de la noche hablando de los tiempos pasados y de los maravillosos sucesos y ocultos secretos de la fortaleza. La vida entera, los hechos, los pensamientos y los actos todos del sastre celebérrimo habían tenido por límite las murallas de la Alhambra; dentro de ellas nació, dentro de ellas vivió, creció y envejeció, y dentro de ellas recibió sepultura. Afortunadamente para la posteridad, sus tradiciones no murieron con él, pues el mismísimo Mateo, cuando era rapazuelo, acostumbraba a oír atentamente las consejas de su abuelo y de la habladora tertulia que se reunía alrededor del mostrador de la tienda; y de este modo llegó a poseer un repertorio de interesantes narraciones sobre la Alhambra, que no se encuentran escritas en ningún libro, pero que se van depositando en la mente de los curiosos viajeros.
Tales eran los personajes que contribuían a darme plácido contemplamiento en la Alhambra; y dudo que ninguno de cuantos potentados, moros o cristianos, han vivido antes que yo en el palacio se hayan visto servidos con más fidelidad que yo, ni gozado de un imperio más pacífico.
Cuando me levantaba por la mañana el tartamudo jardinero Pepe me obsequiaba con frescas flores recién cogidas, que eran en seguida colocadas en vasos por la delicada mano de Dolores, la cual ponía un especial cuidado en adornar mi habitación. Comía yo donde me dictaba mi capricho: unas veces en alguna sala morisca, otras bajo el templete del Patio de los Leones, rodeado de flores y fuentes; y cuando deseaba pasear, me acompañaba mi asiduo Mateo por los sitios más románticos de las montañas y deliciosas guardias del contiguo valle, cada uno de cuyos parajes era teatro de algún maravilloso cuento.
Aunque mi gusto era el pasar la mayor parte del día en la soledad, asistía algunas veces a la pequeña tertulia doméstica de doña Antonia, la cual se reunía ordinariamente en una vieja sala morisca que servía de cocina y de gabinete, y en uno de cuyos ángulos habían construido una rústica chimenea, hallándose por el humo ennegrecidas las paredes y destruidos en gran parte los antiguos arabescos. Un hueco, con un balcón que daba al valle del Darro, permitía la entrada de la fresca brisa de la tarde; y aquí era donde yo hacía mi frugal cena de fruta y leche, pasando el rato en conversación con la familia. Hay cierto talento natural -sentido común, como le llaman los españoles- que les hace despejados y de trato agradabilísimo, cualquiera que pueda ser su condición de vida y por imperfecta que sea su educación: añádase a esto que no son nada vulgares, pues la naturaleza los ha dotado de cierta dignidad de espíritu que les es muy propicia y característica. La buena de la tía Antonia era una mujer discreta, inteligente y nada común, aunque sin ilustración; y la vivaracha Dolores, si bien no había leído tres o cuatro libros en toda su vida, poseía una cierta admirable discreción y buen sentido, sorprendiéndome muy a menudo con sus ingeniosas ocurrencias. Solía entretenernos el sobrino leyéndonos alguna antigua comedia de Calderón o de Lope de Vega, a lo que se mostraba sumamente propicio, por el deseo de agradar, o más bien de entretener a su adorada prima, si bien casi siempre, y a pesar suyo, se quedaba dormida esta señorita antes de terminar el primer acto. Algunas veces la tía Antonia daba reuniones de amigos de confianza y deudos suyos, que solían ser los habitantes de la misma Alhambra y las esposas de los inválidos. Todos la miraban con gran deferencia, por ser la conserje del palacio, y le hacían la corte, dándole noticias de lo que sucedía en la fortaleza o de los rumores que corrían por Granada. Oyendo estos chismes nocturnos me enteré de muchos sucesos curiosos, que ilustraron acerca de las costumbres del pueblo bajo, y de muchos pormenores referentes a la localidad.
Y he aquí de dónde han nacido estos ligeros bocetos, sencillos entretenimientos míos, a los que sólo dan interés e importancia la especial naturaleza de este sitio. Pisaba tierra encantada y me encontraba bajo la influencia de románticos recuerdos. Desde que en mi infancia y allá en mis queridas riberas del Hudson recorrí por primera vez las páginas de una antigua historia de España y leí en ellas las guerras de Granada, esta ciudad fue para mí eterno objeto de mis más dulces ensueños; y muchas veces me imaginaba allá en mi fantasía el hollar los poéticos salones de la Alhambra. ¡Ved aquí, acaso por primera vez, un sueño realizado, y, con todo, me parece una ilusión de mis sentidos; aún quiero dudar que yo he habitado en el palacio de Boabdil, y que me he pasado extáticas horas contemplando desde sus balcones la hermosa y poética Granada! Cuando vagaba por estos salones orientales y oía el murmullo de las fuentes y los trinos del ruiseñor, cuando aspiraba la fragancia de las rosas y sentía la influencia de este embalsamado clima, me hallaba tentado a suponerme en el paraíso de Mahoma, y que la linda Dolores era una hurí de ojos negros, destinada a aumentar la felicidad de los verdaderos creyentes.

Cuento de la alhambra

1.025. Irving (Washington) - 058

La rosa de la alhambra

En tiempos muy lejanos, reinaba en Granada un rey moro que se llamaba Mohamed y al cual sus súbditos apodaban "El Hayzari", que significa "El Zurdo". Algunos cronistas opinan que ese apodo se debía a que era, en realidad, zurdo, es decir, mucho más diestro con su mano izquierda que con la derecha; pero otros, en cambio, afirman que se lo habían adjudicado porque jamás conseguía hacer nada a derechas y su reinado fue un cúmulo de desastres y contrariedades.
Lo cierto es que un día, mientras cabalgaba seguido por su séquito por las estribaciones de la Sierra, se tropezó con uno de sus destacamentos, que regresaba de una incursión fronteriza trayendo consigo un buen número de prisioneros.
El Rey, naturalmente, se interesó por los cautivos y pronto le llamó la atención la belleza de una joven cristiana que, inconsolable, lloraba angustiada en los brazos de su dueña. Preguntó quién era y le contestaron que la hija del alcaide de una fortaleza que habían atacado y saqueado, a lo largo de su incursión.
Mohamed, muy interesado, mandó que fuese llevada inmediata-mente a su propio palacio y, una vez allí, fue alojada no como una prisionera, sino como una huésped de honor, reservándole las mejores habitaciones y poniendo a su disposición un enjambre de sirvientes. Y a los pocos días, la pidió en matrimonio.
La joven cautiva rechazó al principio aquella oferta. ¡No, ella jamás podría casarse con un enemigo!, afirmó una y otra vez. Pero el rey, mostrándose cauto por primera y quizá también por última vez en toda su vida, consiguió atraerse a su dueña con regalos y promesas, convenciéndola de que aconsejase a la joven de acuerdo con sus deseos.
Y la dueña, que era también una muchacha joven y de tempera-mento vivo e inquieto, habló con su señora, diciéndole:
-¿Por qué os negáis, señora, a convertiros en la esposa del rey moro? Es, en efecto, un enemigo de nuestro pueblo, pero, decidme, ¿Qué conseguís negandoos...? En lugar de reina y señora, os veréis convertida en una pobre cautiva y toda vuestra vida se deslizará entre rejas. El Rey Mohamed es un hombre cortés y ha prometido que os permitirá seguir practicando vuestra religión. Aceptad, pues, mi señora. Vuestro padre muerto, no tenéis familia alguna, ¡nadie vendrá a socorrernos! No tenéis más alternativa que ser reina, poseer cuantiosas riquezas y palacios de ensueño, ser servida por cientos de criados o convertiros en una pobre cautiva durante el resto de vuestra vida.

Al fin la joven se dejó convencer. Y a los pocos días se convertía en la esposa de Mohamed "El Zurdo". Su dueña se quedó naturalmente a su servicio particular y desde entonces la llamaron con el nombre moro de Kadiga.
Pasó algún tiempo y, al año de la boda, les nacieron tres niñas preciosas. El monarca hubiera preferido que fuesen niños, pero como amaba mucho a su esposa, ese nacimiento le llenó de satisfacción. Y como es costumbre entre los árabes, mandó llamar a los astrólogos del reino, para que predijeran el destino de las recién nacidas princesas.
Y los astrólogos contestaron:
-Estas princesas serán célebres por su extraordinaria belleza, ¡oh rey! Pero debéis tener mucho cuidado cuando llegue el momento de casarlas. Vigílalas personalmente, si no deseas que hagan un matrimonio que no ha de ser de tu agrado.
Al Rey aquella predicción no le preocupó gran cosa. Pasarían aún muchos años antes de que llegase el momento de casar a las princesas. Y cuando ese momento llegase por fin, él tenía a su disposición soldados, sirvientes y guardianes, para vigilarlas y evitar que pudieran hacer un matrimonio indigno de su rango de princesas.
El real matrimonio ya no tuvo más hijos y la reina murió a los pocos años, encomendando a las niñas al amor de su esposo y los cuidados de la fiel Kadiga.
Siguió pasando el tiempo. Hasta que, un día, el monarca recordó las palabras de los astrólogos y a pesar de que las princesas eran todavía niñas, se dijo que era mejor prevenir con tiempo los acontecimientos y decidió enviarlas a un castillo alejado de la corte. Su nombre en el castillo real de Salobreña y estaba situado en el interior de una fortaleza mora, casi totalmente inexpugnable.
Y allí vivieron las princesas durante tres años, rodeadas de toda clase de lujos y comodidades, en compañía de la fiel Kadiga, y servidas y cuidadas por criadas y sirvientes que se anticipaban a todos sus caprichos, para satisfacerlos al instante. Tenían también algunos maestros, entre los más sabios del país, pues su padre deseaba que recibieran una educación inmejorable. Pero aún cuando las tres recibían las mismas enseñanzas pronto descubrieron que sus caracteres eran totalmente distintos.
La mayor (habían nacido con tres minutos de diferencia la una de la otra) se llamaba Zaida y era muy inquieta e intrépida, así como también sumamente curiosa y amiga de conocer hasta el fondo todas las cosas. Le gustaban mucho los libros y era particularmente estudiosa.
La segunda se llama Zoraida y era amante de la belleza. Por eso, sin duda, sabiéndose hermosa, gustaba de contemplarse durante largos ratos en el espejo de su habitación, o en las tranquilas aguas de los estanques que adornaban los jardines del palacio. Y se interesaba enormemente por las joyas y por los adornos, así como también por el arreglo de las salas que les estaban reservadas y por la confección de sus vestidos.
La pequeña, llamada Zorahaida, era extraordinariamente tímida y dulce. Tenía una personalidad mucho menos definida que la de sus hermanas y gustaba de cuidar a los pájaros, así como también a las flores que crecían bajo su ventana. Era muy reposada y a menudo dejaba pasar las horas escuchando el trino de los pájaros o la música de la flauta de un pastor, o el eco de las canciones de los pescadores que, al anochecer, regresaban a sus casas con las redes llenas de peces.
Claro que, precisamente por su naturaleza tímida y dulce, todo la conmovía y llenaba de temor, incluso el simple retumbar de un trueno en la montaña o el rumor de una tormenta desencadenada en las costas, frente a las cuales se levantaba el castillo.
Y así transcurría, apacible y tranquila, la vida de las tres princesas recluidas en aquel castillo inexpugnable. Hasta que un día...
Un día, cuando las princesas, para refrescarse durante las calurosas horas del mediodía, bajaron como de costumbre hasta una torre que recibía directamente la brisa del mar, llegó a la costa una galera llena de hombres armados.
Zoraida y Zorahaida dormitaban entre almohadones, pero Zaida, siempre inquieta, siempre curiosa, advirtió que de la galera desem-barcaba un buen número de moros armados, conduciendo varios cautivos cristianos. Se apresuró a despertar a sus hermanas y las tres siguieron atisbando entre las celosías de su ventana, que las ocultaban por completo a cualquier mirada del exterior.
Al momento, tres de los cautivos llamaron poderosamente la atención de las princesas. Acostumbradas como estaban a que todos sus sirvientes fuesen ancianos, sus guardianes rudos y de físico poco agradable, se sintieron atraídas por la apostura, la gallardía y también la juventud de aquellos tres caballeros.
-¡Jamás había pisado esa costa un caballero tan apuesto como ese que lleva el traje de color carmesí! -exclamó Zaida, siempre la más impulsiva de las tres.
-¡Fijaos en aquél que viste de verde! ¡Qué elegante, a pesar de que su traje demuestra que sostuvo una fuerte lucha antes de ser apresado! ¡Jamás vi otro más gallardo! -exclamó después Zoraida.
La pequeña no dijo nada. Su timidez le impedía expresar en voz alta sus pensamientos, aún delante de sus propias hermanas. Pero a su vez se sintió atraída por el tercer caballero, que vestía de azul.
Cuando Kadiga fue a buscarlas, porque debían dar su lección de música, las encontró con aspecto abatido, melancólicamente sentadas en las otomanas cubiertas con ricos almohadones de seda.
-¿Qué os sucede? -les preguntó, asustada.

Y ellas, que no tenían secretos para la buena mujer, le contaron lo que habían visto.
-¡Pobres muchachos! -exclamó.
-Estoy segura que más de una dama, en su país, sentirá llenarse de angustia su corazón al tener noticia de su cautiverio. Porque si es cierto lo que decís de su gallardía y apostura, seguro que suelen participar en brillantes torneos. ¡Ay, queridas princesas, qué hermosos son los torneos de los cristianos!
Zaida, siempre curiosa, se interesó al punto por saber cómo se desarrollaban aquellos torneos, de los que con tanto entusiasmo hablaba Kadiga. Y la mujer no se hizo rogar para explicárselo con todo lujo de detalles, porque la conversación había traído a su memoria los tiempos ya lejanos, en que vivía en el país que la vio nacer.
Las conversaciones eran interminables, pues las niñas no se cansaban de escuchar y la fiel aya de explicar. Y cuanto más hablaban, mayor curiosidad sentían las princesitas por conocer los usos y costumbres, que habían sido los de la dulce mujer que les dio el ser.
A partir de aquel día, a menudo se interesaban las princesas por conocer nuevas historias de caballeros cristianos. Y, naturalmente, era siempre Zaida quien hacía las preguntas, pero Zoraida, por su parte, cuando Kadiga les hablaba de la belleza de las damas, lanzaba furtivas miradas al espejo, que le devolvía su imagen, como si deseara convencerse de que ella podría muy bien competir en hermosura con tales damas, mientras Zorahaida suspiraba melancóli-camente cuando hablaba de las serenatas que, terminados los banquetes y las fiestas, ofrecen los caballeros a sus damas a la luz de la luna.
Al fin Kadiga se dio cuenta de que aquellas historias hacían daño a sus jóvenes princesas, porque las hacían soñar en contra de las órdenes de su padre el Rey. "Se han convertido en jóvenes casaderas -se dijo.
-Avisaré a Mohamed".
Y a través de un emisario de confianza le envió un mensaje en el que, después de felicitarle por el cumpleaños de sus hijas, le decía que las princesas se alegrarían mucho de verle. Y también le envió un cofre delicadamente cincelado, dentro del cual el soberano encontró, reposando en un lecho de hojas frescas, tres frutos muy hermosos: un melocotón, un albaricoque y un prisco.
El Rey, que como todos los orientales comprendía el lenguaje de las flores y los frutos, entendió al instante el mensaje oculto de la sagaz Kadiga.
"Ha llegado el momento crítico, predicho por los astrólogos -pensó.
-Mis hijas han llegado a la edad en que han de contraer matrimonio. Y yo, personalmente, debo cuidar de que elijan marido de acuerdo con su rango".
Pocos días después, el Rey, al frente de una brillante comitiva, partía en dirección al castillo de Salobreña, para recoger personalmente a sus hijas y traerlas consigo a la corte para lo cual ya había dispuesto fuese preparada una torre en la Alhambra, donde serían alojadas con todo lujo y riqueza.
Mohamed se sorprendió mucho al ver a las princesas. Hacía ya tres años que no las había visto y advirtió que se habían convertido de jóvenes de gran belleza.
Zaida era alta y de porte majestuoso. Zoraida tenía menos estatura, pero sus ojos eran muy bellos y tenía una sonrisa cautivadora, y también su andar era grácil y suave como el de una corza. Zorahaida no tenía el porte de su hermana mayor, ni tampoco la belleza cautivadora de la segunda, pero su mirada era tan dulce, su expresión tan tímida y vacilante, siempre en busca de apoyo y protección, que resultaba encantadora. Al igual que sus hermanas, se acercó a saludar a su padre, disponiéndose a besarle la mano, pero, al mirarle a los ojos y ver el cariño con que el monarca la observaba, su ternura salió a la superficie y, con un gesto impulsivo, le echó los brazos al cuello.
"Me siento orgulloso de mis hijas -se dijo el monarca. -Cuidaré celosamente de que no se cumplan los horóscopos de los astrólogos, porque a las tres deseo verlas casadas a mi gusto, con hombres dignos de su belleza y de mi poder".
Se preparó el regreso a Granada. Y para evitar que nadie pudiera ver a las princesas, el rey mandó emisarios con el encargo de despejar por completo los caminos por los que la cabalgata debía pasar, ordenando que todas las casas de los pueblos que atravesaban permaneciesen con las puertas y las ventanas totalmente cerradas.
Se inició la marcha. Las tres princesas, siempre seguidas de su fiel Kadiga, montaban tres alazanes blancos de bella estampa, ricamente enjaezados con bridas y estribos de oro adornados con perlas y piedras preciosas. Y a su alrededor, la guardia negra de su padre les prestaba brillante escolta.
Casi habían llegado ya a las puertas de Granada, sin haber tenido el menor tropiezo, cuando, en dirección contraria, vieron acercarse un grupo de soldados moros que conducían a unos prisioneros. No había tiempo para que se apartaran, y así, el jefe del destacamento ordenó a sus hombres que se echasen al suelo, con el rostro oculto, amenazándoles con terribles castigos si se atrevían a lanzar una sola mirada hacia la comitiva real.
Todos los soldados se apresuraron a cumplir la orden, y también los prisioneros...
Pero entre éstos se encontraban precisamente los tres caballeros cristianos, que llamaran la atención de las princesas cuando les vieron desembarcar en la costa. Y estos tres caballeros, quizá porque no entendieron la orden, quizá porque eran demasiado altivos para obedecerla, permanecieron de pie, viendo cómo se acercaba el lujoso cortejo.
¡Qué indignación la del monarca! Desenvainó su cimitarra y personalmente hubiese dado muerte a los tres rebeldes, si el jefe del destacamento al que habían sido confiados no hubiera intercedido en su favor, haciéndole comprender al rey que se trataba de caballeros muy principales, por los que sus familias pagarían sin duda elevados rescates. Y también las princesas, que habían contemplado toda la escena, se acercaron a su padre y le suplicaron que les perdonase la vida.
-Bien, les perdono -afirmó el rey, envainando de nuevo su cimitarra.
-Pero serán castigados. Ordeno que sean llevados a la Torre Bermeja y obligados a realizar duros trabajos.
Mohamed, llevado de su indignación, había olvidado la prudencia y así no advirtió que las princesas, en su afán de salvar la vida de los tres cautivos, se habían levantado los velos que, como es costumbre entre las mujeres moras, les cubrían por completo el rostro. Con lo cual dejaron al descubierto su radiante hermosura, que causó honda impresión en los corazones de los jóvenes caballeros cristianos. Mientras que ellas, a su vez, al oír cómo el jefe del destacamento hablaba de sus prisioneros con respeto y consideración, sintieron que crecía la admiración que ya les profesaban.
La comitiva reanudó por fin su marcha. Pero Zaida, Zoraida y Zorahaida, se quedaron pensativas durante largo rato
Y una vez instaladas en su nueva residencia, demostraron al paso de los días una melancolía y una tristeza que cada vez iba en aumento. La torre de la Alhambra que su padre les había destinado era, sin embargo, una de las más lujosas y maravillosas que la más sorprendente imaginación pueda soñar. Comunicaba con el palacio real a través de la muralla que rodea toda la cima de la colina, pero quedaba algo apartada, poseyendo un jardín en el que crecían los mejores árboles frutales y las más hermosas y exóticas flores, destinado al exclusivo recreo de las tres princesas.
En su interior, la torre estaba amueblada con exquisito gusto, todas las habitaciones eran del más puro estilo árabe y se abrían sobre un patio interior, en el que siempre reinaba una agradable temperatura, incluso en las horas más calurosas de los días de verano. En el centro se alzaba una fuente de alabastro, adornada con figuras de oro y diversas jaulas primorosas, en cuyo interior cantaban los pájaros más alegres y hermosos, que contribuían a dar un maravilloso encanto a aquel lugar.
Sin embargo, la melancolía de las princesas era cada día mayor, con gran sorpresa por parte del monarca, que sabía que en el castillo de Salobreña vivían felices y contentas. Incluso pensó que aquello podía deberse a que, siendo ya muchachas casaderas, necesitaban interesarse por los vestidos, las sedas y las joyas. Y mandó a la torre a los mejores joyeros y artífices de la ciudad, como también a costureras y comerciantes, dejando a sus hijas en completa libertad para adquirir o encargar todo cuanto desearan.
Pero todo fue en vano. Las princesas apenas prestaron ninguna atención a los brocados, las telas preciosas, los anillos de brillantes, los collares de perlas, las diademas de raras pedrerías orientales o los objetos preciosos. Y el rey no sabía qué hacer. Por fin, decidió consultar con Kadiga.
-Tú has cuidado a las princesas desde su más tierna infancia y tengo plena confianza en tu discreción y buen juicio -le dijo cuando llegó a su presencia.
-Te ruego que averigües la causa de la extraña melancolía que las aflige, porque es preciso que veamos cómo podemos curarlas.
Kadiga prometió cumplir lo que se le ordenaba y se apresuró a reunirse de nuevo con las princesas. Y así, aunque su experiencia y sus años le hacían ver con toda claridad qué era lo que afligía a las muchachas, aparentó completa ignorancia y les preguntó:
-¿Qué os sucede? ¿Cómo es posible que viváis tan tristes y abatidas, en una residencia tan hermosa como esta que vuestro padre os ha ofrecido...?
Las princesas miraron con indiferencia el lujo que las rodeaba y suspiraron, pero ninguna palabra salió de sus labios.
-¿Os gustaría, acaso, que ordenara traeros el maravilloso papagayo, del que dicen que posee un vocabulario más completo que el de ningún mortal?
-¡Qué horrible sería tener que escuchar continuamente las palabras, sin sentido, de un animal que no sabe lo que se dice! -exclamó Zaida, sin vacilar.
-¿Queréis que haga traeros un mono? Quizá sus travesuras os distrajesen y alegrasen...
-¿Un mono...? ¡Bah! -contestó Zoraida, desdeñosa.
-¿Os distraería, quizá, escuchar las canciones del negro Casem, el más famoso de todo Marruecos...?
-Tiene un aspecto muy desagradable -afirmó Zorahaida.
-Además, por mi parte, he perdido por completo la afición musical.
Entonces Kadiga, que como ya dijimos era sumamente astuta, afirmó:
-No dirías eso, princesa Zorahaida, si hubieras oído, como yo, las canciones que entonan los tres prisioneros cristianos, encerrados en la Torre Bermeja. Uno de ellos toca la guitarra con singular maestría y los otros dos entonan canciones muy bellas. ¡Ay, cómo despertaron los recuerdos de mi infancia y de mi juventud, que transcurrieron allá, en el lejano país de mis padres!
-Tal vez nos distrajese oír a esos tres caballeros -afirmó Zaida que, al igual que sus dos hermanas, había enrojecido primero y palidecido después, al oír hablar a Kadiga de los tres prisioneros.
-Sin duda su música podría animarnos mucho -corroboró Zoraida.
Como de costumbre, Zorahaida no dijo nada, pero su mirada fue tan suplicante, que la buena Kadiga se sintió emocionada. Y les prometió que haría cuanto estuviera de su parte para complacerlas.
Kadiga sabía que al hacerlo se exponía a la cólera del rey, pero era tanto el afecto que profesaba a las jóvenes princesas, que era capaz de cualquier sacrificio por alegrarlas. Además, también ella estaba emocionada, porque, como no había ocultado, las canciones de los tres caballeros le habían traído a la memoria antiguos recuerdos de infancia y juventud. Y también se preguntaba: "¿Qué mal puede haber en que las princesas oigan el rasgueo de la guitarra y las canciones de esos caballeros?".
Decidió hablar con Hussein Baba, el barbudo carcelero a cuya custodia habían sido confiados los tres prisioneros. Deslizándole en la mano una moneda de oro, le dijo:
-Mis señoras, las tres princesas que viven encerradas en la Torre de la Alhambra, han oído hablar de la singular ciencia musical que poseen los cautivos cristianos y desean oírles.
-¡El rey puede enojarse y hasta incluso castigarme con la muerte! -exclamó Hussein Baba, asustado ante lo que se le proponía.
-¡Oh, no! El rey ni siquiera lo sabrá. Bastará con que mañana al mediodía lleves a los prisioneros a trabajar al barranco que separa la Torre Bermeja de la colina en la que se levanta la Alhambra, precisamente por el lado de la torre que habitan las tres princesas. Y en los descansos de su trabajo, permíteles que canten las canciones de su tierra. Desde allí, sólo mis señoras pueden oirles..., ¡y te pagarán bien tu amabilidad, no lo dudes!
Y como que al decir esas palabras la astuta Kadiga deslizó una nueva moneda en la mano del barbudo carcelero, Hussein aceptó por fin.
Al día siguiente las tres princesas se pasaron toda la mañana llenas de impaciencia, esperando que llegase la hora del mediodía. Y en efecto, a esa hora, mientras sus compañeros de trabajo reposaban bajo los árboles y sus guardianes estaban sentados tranquilamente, gozando también de un rato de descanso, los tres caballeros cristianos, al pie mismo de la torre de las princesas, entonaron algunas de sus mejores canciones españolas, acompañándose con el rasgueo de la guitarra.
En la tranquilidad de aquellas horas, sus voces llegaron con claridad desde lo profundo del barranco hasta lo alto de la ventana en la que se encontraban las princesas. Y al punto se llenaron de animación sus ojos, mientras desaparecía de sus mejillas la palidez que durante tantas semanas había llenado de preocupación a su padre.
Kadiga, en el fondo, estaba asustada, temiendo que alguien pudiera sorprenderles. Pero también a ella la emocionaban las bellas canciones españolas. Al fin, cuando la guitarra enmudeció y también dejaron de oírse las voces bien timbradas de los caballeros, Zoraida tomó un laúd y, con voz dulce, entonó a su vez una canción, cuyo estribillo era extraordinariamente significativo:

"Aunque oculta está la flor,
con deleite escucha al galante ruiseñor..."

La voz de la princesita era dulce y juvenil y no podía por menos de producir impresión en los que la oyeran, máxime si estos eran unos jóvenes ansiosos de libertad y de amor.
Y así se fueron tejiendo los hilos de aquel romance entre unos caballeros cautivos y tres niñas moras, que casi no se conocían.
Gracias a las monedas de oro que Kadiga iba deslizando periódicamente en la mano del barbudo Hussein Baba, los caballeros eran llevados diariamente al barranco. Y también a diario podían oír las princesas sus canciones, a las que contestaban, manteniéndose así una especie de comunicación que a todos satisfacía.
Pero un día ninguna canción subió desde el barranco. Ni al siguiente, ni al otro... Las princesas se angustiaron. ¿Qué podía haberles sucedido a los tres caballeros cautivos?
Kadiga salió en busca de noticias y regresó muy apenada.
-¡Es el fin de vuestro sueño, mis hermosas princesas! -les dijo, a su regreso. Los tres caballeros españoles han sido rescatados por sus familias y ahora se encuentran en Granada, disponiendo el regreso a su patria. Consolaos pensando que, sin duda, otras damas les esperan en Sevilla o en Córdoba.
Las palabras llenas de buen sentido de Kadiga, no consiguieron calmar a las tres princesas. Zaida estaba indignada; consideraba que los caballeros, al partir, les hacían objeto de un desaire que su altivez y su dignidad no podían permitir.
Zoraida lloraba, pero temiendo que las lágrimas estropeasen su belleza, se apresuraba a enjugárselas después..., para volver a llorar un segundo más tarde, tan grande era el pesar que sentía en el corazón.
Y Zorahaida, suspiraba melancólicamente y lloraba en silencio, mientras su mirada se posaba, con gran tristeza, en el barranco por el que tantas veces subieron hasta ellas las canciones de los caballe-ros.
Y así transcurrieron tres días, sin que ni por un instante se mitigara el dolor y la tristeza de las hermosas princesas.
Por fin, a la mañana del cuarto, Kadiga entró en su cámara, simulando una gran indignación:
-¡Qué desfachatez la de esos caballeros! ¡Qué insolencia la suya! ¡Qué atrevimiento! ¡No quiero que volváis a hablarme de esos caballeros españoles ¡Si vuestro padre llegara a enterarse...!
-¿Qué sucede, buena Kadiga? -inquirió Zaida, preocupada ante todas aquellas exclamaciones.
-Me han propuesto nada menos que hacer traición al rey, vuestro padre.
-Explícate, por favor -le pidieron Zoraida y Zorahaida.
-Sí, os lo diré. ¡Vaya si os lo diré! Pues veréis, los caballeros cristianos se han atrevido a pedirme que os convenza para que aceptéis marchar con ellos a su patria, Córdoba y allí os convirtáis en sus esposas. Es terrible, terrible... ¡Qué insolencia!
Las tres princesas se miraron la una a la otra, perplejas..., pero sintiéndose también muy contentas, en el fondo de sus corazones. Por fin, fue Zaida quien, como de costumbre, rompió a hablar:
-Y eso, ¿sería posible...? En el supuesto, naturalmente, que aceptáramos la proposición.
Kadiga respondió rápidamente:
-¡Claro que sería posible! ¡Todo lo tienen ya dispuesto, sólo falta vuestro consentimiento! ¡Son unos insolentes y unos atrevidos, ya os lo dije!. Hussein Baba ha sido comprado con sus promesas y ha elaborado un plan muy bien organizado. ¡Se han atrevido a pedirme que engañe a vuestro padre, que ha depositado en mí su confianza!
-Ha depositado su confianza en ti, en efecto -replicó Zaida, pero no en nosotras. Por el contrario, desde hace años nos mantiene encerradas como prisioneras.
-Sí, tienes razón -corroboró Kadiga. Y por otra parte, la tierra de esos caballeros es también la de vuestra madre y su fe la que ella tuvo desde su niñez hasta el día de su muerte. ¡Si supierais cuánto sufrió al advertir que iba a morir, pensando que vosotras seríais educadas en la religión de vuestro padre y jamás conoceríais el cristianismo!
Las tres princesas se miraron de nuevo. La decisión iba afirmándose en sus espíritus.
-Kadiga tiene razón -afirmó Zaida. Y en el país de nuestra madre viviríamos en libertad, junto a un esposo joven y enamorado, mientras que aquí vivimos prisioneras de un padre intransigente y severo.
Después, dirigiéndose a Kadiga y comprendiendo que la pobre mujer temía que la dejasen sola y a capricho de la cólera del rey, siguió diciendo:

-En cuanto a ti, no temas. También tú vendrás con nosotras y podrás regresar a tu ciudad natal o bien quedarte a vivir a nuestro lado. ¡Has sido siempre muy buena y nos has querido y ayudado en todo momento!
-También los caballeros cristianos me han propuesto que marche con vosotras. Dicen que así tendréis quien cuide de vosotras durante el viaje, en tanto llegáis a sus palacios y os convertís, en sus esposas. Y como que también Hussein Baba huirá con ellos de Granada, él se encargará de llevarme a la grupa de su caballo.
Y así quedó todo decidido. Claro que Zorahaida, como de costumbre, sintió temor, pero el ejemplo y las palabras de sus hermanas mayores la ayudaron a decidirse. Terminó diciendo que también ella estaba dispuesta a huir.
La colina sobre la que se levanta la Alhambra, está llena de pasadizos secretos y pasillos que sólo algunos conocen. Y por uno de esos pasadizos, que Hussein Baba conocía bien gracias a las confidencias de un capitán de la guardia real, el barbudo carcelero se había comprometido a sacar de su torre a las princesas y a su dueña, y llevarlas al otro lado de las murallas que rodeaban la ciudad, donde ya las aguardarían los caballeros españoles, con caballos fuertes, resistentes y veloces, con los cuales llegarían a la frontera en poco tiempo.
Por fin llegó la noche señalada para la huida. Como de costumbre, la guardia negra custodiaba la torre de las princesas y la puerta estaba bien cerrada con varios candados y fuertes cerrojos. Pero la fiel Kadiga estaba al acecho y llegada la medianoche, oyó que Hussein Baba llegaba al pie de la ventana que daba a los aposentos de las princesas y hacía la señal que de antemano habían convenido. Era el momento.
La buena mujer tomó la escalera de cuerda que desde el día antes tenía guardada, oculta a posibles miradas indiscretas, la ató al alféizar de la ventana, y haciéndoles una seña a las princesas para que la siguieran, comenzó a bajar la primera, para evitarles a las jóvenes cualquier tropiezo o contratiempo inesperado que pudiera surgir.
Zaida y Zoraida la siguieron sin la menor vacilación. Pero cuando Zorahaida se dispuso a poner el pie sobre la escala de cuerda, sintió un escalofrío de temor. Su mirada se dirigió a la habitación que iba a abandonar. Desde su infancia había permanecido prisionera, en efecto, pero entre los muros del castillo de Salobreña primero y en esta Torre de la Alhambra después, había vivido segura. ¿Qué era lo que el Destino le reservaba allá en Córdoba, en aquel país desconocido...? Claro que al punto recordó a su valiente caballero, el que vestía de azul y sintió que la decisión de partir sin más demora la invadía de nuevo. Pero, al instante siguiente, pensó en su padre y de nuevo se sintió vacilar, a efectos de su cariño filial y de la ternura que, a pesar de su aspecto rudo, le inspiraba el rey.
Desde abajo sus hermanas insistían, mientras Kadiga, preocupada, afirmaba que tantas vacilaciones podían dar al traste con todos sus proyectos. Hussein Baba se impacientaba y amenazaba con partir, abandonándolas. Pero todo era inútil. La dulce y tímida Zorahaida vacilaba y sus vacilaciones no terminaban.
Minuto a minuto crecía el peligro. De pronto, se oyeron pasos.
-La patrulla de vigilancia inicia su ronda -afirmó Kadiga. Princesa Zorahaida, si no bajas inmediatamente pondrás peligro la seguridad de tus hermanas. Decídete de una vez, o nos marcharemos sin ti.
La joven princesa sintió aumentar su temor. Y por fin, soltó la escalera que fue a caer a los pies de sus dos hermanas, asustadas al ver que ya nada podían hacer por ella.
-Me quedo -afirmó Zorahaida. ¡Que el Destino sea benigno con vosotras, mis muy amadas hermanas! Os deseo toda suerte de venturas. Sed vosotras felices, ya que yo jamás llegaré a serlo.
Al momento, Zaida y Zoraida pensaron que no podían abandonar a su hermana, pero pronto comprendieron que habiendo ella soltado la escalera, no les quedaba otra solución que marchar. Además, la patrulla avanzaba y lo mismo Kadiga que Hussein advirtiendo el gran peligro que corrían si eran descubiertos, las empujaban hacia el pasadizo subterráneo.
A tientas, se deslizaron por el laberinto abierto en la roca viva y por fin lograron llegar, sin ser vistos, hasta el otro lado de las murallas, donde ya les esperaban los tres caballeros, disfrazados de moros.
Naturalmente, el enamorado de Zorahaida experimentó una grandísima contrariedad al saber que la más joven de las tres princesas había decidido quedarse en el palacio. Y a toda costa quería ir personalmente en su busca.
Pero Kadiga le hizo comprender que no tardaran los criados, o la guardia, en advertir su huida, si no la habían advertido ya, y el monarca se apresuraría a enviar en su persecución fuertes destacamentos. El joven cristiano comprendió que la buena mujer tenía razón. ¡No podían perder tiempo en lamentaciones, ni mucho menos poner en peligro a las otras princesas!
Y a los pocos minutos, cuatro caballos partían veloces en dirección al Paso de Lope, en su viaje hacia Córdoba. Kadiga iba montada en la grupa del caballo de Hussein Baba y Zaida y Zoraida en las de sus respectivos caballeros. Sólo el enamorado de Zorahaida no llevaba a nadie, y el recuerdo de la dulce y tímida princesa, le hacía lanzar continuas exclamaciones de pesar y hondos suspiros se escapaban a cada instante de su corazón.
De pronto, oyeron fuerte sonar de trompetas y tambores, que el eco de los valles parecía difundir a muchas leguas a la redonda y que provenían de las murallas de la Alhambra.
-¡Han descubierto nuestra fuga! Debemos apresurarnos gritó Hussein.
Todos picaron espuelas a sus caballos y la carrera se hizo aún más veloz. Al llegar al pie de Sierra Elvira se detuvieron un momento para escuchar. Felizmente para ellos, no se oía nada. ¡Sin duda todavía no habían encontrado su pista!
-¡Podremos escapar! -exclamaron a coro los tres caballeros.
Pero apenas habían pronunciado estas palabras, cuando se encendió una luz en el punto más alto de la Alhambra.
-¡Esa luz pondrá sobre aviso a los guardianes de todos los pasos que cruzan la montaña! -exclamó Hussein. Corramos, corramos...
Los cuatro caballos aumentaron aún más la velocidad de su carrera. Pero pronto advirtieron que las luces de todas las atalayas, colocadas sobre las montañas, iban encendiéndose a su vez contestando así al aviso de la que se había encendido en la Alhambra.
-¡Si no conseguimos cruzar el puente antes de que la alarma llegue hasta allí, estamos perdidos! -exclamó Hussein.
Y todos picaron de nuevo espuelas a sus caballos.
Pero cuando llegaron a las inmediaciones del puente de los Pinos, advirtieron que estaba poblado de luces y de gran número de soldados a pie y a caballo.
Jamás podrían cruzar el puente. Hussein, sin embargo, tenía recursos para todo. Haciendo una señal a los caballeros, para que le siguiesen, remontó el río, siguiendo la orilla, hasta llegar a un punto donde las aguas parecían bajar con menos furia. Y, entonces, sin dudarlo un solo instante, se metió en el agua.
Lo mismo hicieron los tres caballeros, no sin antes recomendar a Zaida y a Zoraida que se agarrasen fuertemente a sus cinturones. Y aunque la corriente era fuerte, fuertes eran también los brazos que sujetaban las bridas de los caballos y grande la valentía de los jinetes. Por eso pudieron por fin llegar felizmente al otro lado. Desde allí, siguiendo unos caminos muy ocultos entre las peñas, que Hussein conocía perfectamente, llegaron sin nuevos contra-tiempos hasta Córdoba
¡Cuántos festejos se celebraron en la ciudad, para celebrar el retorno a la patria de los tres gallardos caballeros, así como también la llegada de las dos princesas! Las nobles familias a las que pertenecían los jóvenes, acogieron con gran cariño a Zaida y a Zoraida, las cuales, después de ser bautizadas por el obispo, se convirtieron en las felices esposas de sus dos enamorados caballeros.

La leyenda nada, o casi nada, dice acerca de la reacción del monarca al enterarse, de la huida de sus dos hijas mayores. Sólo se sabe que, a partir de entonces, redobló la vigilancia cerca de la más pequeña, la tímida y dulce Zorahaida, la que no tuvo valor para acompañar a sus hermanas.
Y hay quien asegura que la joven se arrepintió de no haberlo hecho. Todos los habitantes de Granada podían verla, a menudo, melancólicamente reclinada en el alféizar de las altas ventanas de la torre en la que día y noche permanecía encerrada, mirando a lo lejos, en dirección a Córdoba. Siempre estaba suspirando y algunas veces se oían las notas de su laúd, acompañando a las canciones que cantaba, tristes y melancólicas.
Murió muy joven y, según cuenta la tradición, fue enterrada en uno de los jardines que se encuentran debajo de la torre. Allí creció un rosal que siempre florecía con una rosa única.
Su muerte en la flor de la vida, dio origen a muchas leyendas, pero ésta, llamada "la rosa de la Alhambra", es la que más ligada está a la dulce princesita, que no tuvo valor para seguir el destino que los astrólogos habían previsto para ella.
De lo que sí se habla todavía en la ciudad de los califas es de que su padre solía pasear junto al rosal y sus miradas entristecidas se posaban sobre las flores, mientras decía suspirando:
-¡Mi rosa preferida! ¿Por qué te marchaste de la Alhambra, que tanto suspira por ti?
Pero a esta pregunta la princesita no habría podido responder sin explicar su gran tragedia de libertad que no supo reconquistar en un momento de su vida.

1.025. Irving (Washington) - 058