En tiempos muy lejanos, reinaba en Granada un
rey moro que se llamaba Mohamed y al cual sus súbditos apodaban "El
Hayzari", que significa "El Zurdo". Algunos cronistas opinan que
ese apodo se debía a que era, en realidad, zurdo, es decir, mucho más diestro
con su mano izquierda que con la derecha; pero otros, en cambio, afirman que se
lo habían adjudicado porque jamás conseguía hacer nada a derechas y su reinado
fue un cúmulo de desastres y contrariedades.
Lo cierto es que un día, mientras cabalgaba
seguido por su séquito por las estribaciones de la Sierra, se tropezó con uno
de sus destacamentos, que regresaba de una incursión fronteriza trayendo
consigo un buen número de prisioneros.
El Rey, naturalmente, se interesó por los
cautivos y pronto le llamó la atención la belleza de una joven cristiana que,
inconsolable, lloraba angustiada en los brazos de su dueña. Preguntó quién era
y le contestaron que la hija del alcaide de una fortaleza que habían atacado y
saqueado, a lo largo de su incursión.
Mohamed, muy interesado, mandó que fuese
llevada inmediata-mente a su propio palacio y, una vez allí, fue alojada no
como una prisionera, sino como una huésped de honor, reservándole las mejores
habitaciones y poniendo a su disposición un enjambre de sirvientes. Y a los
pocos días, la pidió en matrimonio.
La joven cautiva rechazó al principio aquella
oferta. ¡No, ella jamás podría casarse con un enemigo!, afirmó una y otra vez.
Pero el rey, mostrándose cauto por primera y quizá también por última vez en
toda su vida, consiguió atraerse a su dueña con regalos y promesas,
convenciéndola de que aconsejase a la joven de acuerdo con sus deseos.
Y la dueña, que era también una muchacha
joven y de tempera-mento vivo e inquieto, habló con su señora, diciéndole:
-¿Por qué os negáis, señora, a convertiros en
la esposa del rey moro? Es, en efecto, un enemigo de nuestro pueblo, pero,
decidme, ¿Qué conseguís negandoos...? En lugar de reina y señora, os veréis
convertida en una pobre cautiva y toda vuestra vida se deslizará entre rejas.
El Rey Mohamed es un hombre cortés y ha prometido que os permitirá seguir
practicando vuestra religión. Aceptad, pues, mi señora. Vuestro padre muerto,
no tenéis familia alguna, ¡nadie vendrá a socorrernos! No tenéis más
alternativa que ser reina, poseer cuantiosas riquezas y palacios de ensueño,
ser servida por cientos de criados o convertiros en una pobre cautiva durante
el resto de vuestra vida.
Al fin la joven se dejó convencer. Y a los
pocos días se convertía en la esposa de Mohamed "El Zurdo". Su dueña
se quedó naturalmente a su servicio particular y desde entonces la llamaron con
el nombre moro de Kadiga.
Pasó algún tiempo y, al año de la boda, les
nacieron tres niñas preciosas. El monarca hubiera preferido que fuesen niños,
pero como amaba mucho a su esposa, ese nacimiento le llenó de satisfacción. Y
como es costumbre entre los árabes, mandó llamar a los astrólogos del reino,
para que predijeran el destino de las recién nacidas princesas.
Y los astrólogos contestaron:
-Estas princesas serán célebres por su
extraordinaria belleza, ¡oh rey! Pero debéis tener mucho cuidado cuando llegue
el momento de casarlas. Vigílalas personalmente, si no deseas que hagan un
matrimonio que no ha de ser de tu agrado.
Al Rey aquella predicción no le preocupó gran
cosa. Pasarían aún muchos años antes de que llegase el momento de casar a las
princesas. Y cuando ese momento llegase por fin, él tenía a su disposición
soldados, sirvientes y guardianes, para vigilarlas y evitar que pudieran hacer
un matrimonio indigno de su rango de princesas.
El real matrimonio ya no tuvo más hijos y la
reina murió a los pocos años, encomendando a las niñas al amor de su esposo y
los cuidados de la fiel Kadiga.
Siguió pasando el tiempo. Hasta que, un día,
el monarca recordó las palabras de los astrólogos y a pesar de que las
princesas eran todavía niñas, se dijo que era mejor prevenir con tiempo los
acontecimientos y decidió enviarlas a un castillo alejado de la corte. Su
nombre en el castillo real de Salobreña y estaba situado en el interior de una
fortaleza mora, casi totalmente inexpugnable.
Y allí vivieron las princesas durante tres
años, rodeadas de toda clase de lujos y comodidades, en compañía de la fiel
Kadiga, y servidas y cuidadas por criadas y sirvientes que se anticipaban a
todos sus caprichos, para satisfacerlos al instante. Tenían también algunos
maestros, entre los más sabios del país, pues su padre deseaba que recibieran
una educación inmejorable. Pero aún cuando las tres recibían las mismas
enseñanzas pronto descubrieron que sus caracteres eran totalmente distintos.
La mayor (habían nacido con tres minutos de
diferencia la una de la otra) se llamaba Zaida y era muy inquieta e intrépida,
así como también sumamente curiosa y amiga de conocer hasta el fondo todas las
cosas. Le gustaban mucho los libros y era particularmente estudiosa.
La segunda se llama Zoraida y era amante de
la belleza. Por eso, sin duda, sabiéndose hermosa, gustaba de contemplarse
durante largos ratos en el espejo de su habitación, o en las tranquilas aguas
de los estanques que adornaban los jardines del palacio. Y se interesaba
enormemente por las joyas y por los adornos, así como también por el arreglo de
las salas que les estaban reservadas y por la confección de sus vestidos.
La pequeña, llamada Zorahaida, era
extraordinariamente tímida y dulce. Tenía una personalidad mucho menos definida
que la de sus hermanas y gustaba de cuidar a los pájaros, así como también a
las flores que crecían bajo su ventana. Era muy reposada y a menudo dejaba
pasar las horas escuchando el trino de los pájaros o la música de la flauta de
un pastor, o el eco de las canciones de los pescadores que, al anochecer,
regresaban a sus casas con las redes llenas de peces.
Claro que, precisamente por su naturaleza
tímida y dulce, todo la conmovía y llenaba de temor, incluso el simple retumbar
de un trueno en la montaña o el rumor de una tormenta desencadenada en las
costas, frente a las cuales se levantaba el castillo.
Y así transcurría, apacible y tranquila, la
vida de las tres princesas recluidas en aquel castillo inexpugnable. Hasta que
un día...
Un día, cuando las princesas, para
refrescarse durante las calurosas horas del mediodía, bajaron como de costumbre
hasta una torre que recibía directamente la brisa del mar, llegó a la costa una
galera llena de hombres armados.
Zoraida y Zorahaida dormitaban entre
almohadones, pero Zaida, siempre inquieta, siempre curiosa, advirtió que de la
galera desem-barcaba un buen número de moros armados, conduciendo varios
cautivos cristianos. Se apresuró a despertar a sus hermanas y las tres
siguieron atisbando entre las celosías de su ventana, que las ocultaban por
completo a cualquier mirada del exterior.
Al momento, tres de los cautivos llamaron
poderosamente la atención de las princesas. Acostumbradas como estaban a que
todos sus sirvientes fuesen ancianos, sus guardianes rudos y de físico poco
agradable, se sintieron atraídas por la apostura, la gallardía y también la
juventud de aquellos tres caballeros.
-¡Jamás había pisado esa costa un caballero
tan apuesto como ese que lleva el traje de color carmesí! -exclamó Zaida,
siempre la más impulsiva de las tres.
-¡Fijaos en aquél que viste de verde! ¡Qué
elegante, a pesar de que su traje demuestra que sostuvo una fuerte lucha antes
de ser apresado! ¡Jamás vi otro más gallardo! -exclamó después Zoraida.
La pequeña no dijo nada. Su timidez le
impedía expresar en voz alta sus pensamientos, aún delante de sus propias
hermanas. Pero a su vez se sintió atraída por el tercer caballero, que vestía
de azul.
Cuando Kadiga fue a buscarlas, porque debían
dar su lección de música, las encontró con aspecto abatido, melancólicamente
sentadas en las otomanas cubiertas con ricos almohadones de seda.
-¿Qué os sucede? -les preguntó, asustada.
Y ellas, que no tenían secretos para la buena
mujer, le contaron lo que habían visto.
-¡Pobres muchachos! -exclamó.
-Estoy segura que más de una dama, en su
país, sentirá llenarse de angustia su corazón al tener noticia de su
cautiverio. Porque si es cierto lo que decís de su gallardía y apostura, seguro
que suelen participar en brillantes torneos. ¡Ay, queridas princesas, qué
hermosos son los torneos de los cristianos!
Zaida, siempre curiosa, se interesó al punto
por saber cómo se desarrollaban aquellos torneos, de los que con tanto
entusiasmo hablaba Kadiga. Y la mujer no se hizo rogar para explicárselo con
todo lujo de detalles, porque la conversación había traído a su memoria los
tiempos ya lejanos, en que vivía en el país que la vio nacer.
Las conversaciones eran interminables, pues
las niñas no se cansaban de escuchar y la fiel aya de explicar. Y cuanto más
hablaban, mayor curiosidad sentían las princesitas por conocer los usos y
costumbres, que habían sido los de la dulce mujer que les dio el ser.
A partir de aquel día, a menudo se
interesaban las princesas por conocer nuevas historias de caballeros
cristianos. Y, naturalmente, era siempre Zaida quien hacía las preguntas, pero
Zoraida, por su parte, cuando Kadiga les hablaba de la belleza de las damas,
lanzaba furtivas miradas al espejo, que le devolvía su imagen, como si deseara
convencerse de que ella podría muy bien competir en hermosura con tales damas,
mientras Zorahaida suspiraba melancóli-camente cuando hablaba de las serenatas
que, terminados los banquetes y las fiestas, ofrecen los caballeros a sus damas
a la luz de la luna.
Al fin Kadiga se dio cuenta de que aquellas
historias hacían daño a sus jóvenes princesas, porque las hacían soñar en
contra de las órdenes de su padre el Rey. "Se han convertido en jóvenes
casaderas -se dijo.
-Avisaré a Mohamed".
Y a través de un emisario de confianza le
envió un mensaje en el que, después de felicitarle por el cumpleaños de sus
hijas, le decía que las princesas se alegrarían mucho de verle. Y también le
envió un cofre delicadamente cincelado, dentro del cual el soberano encontró,
reposando en un lecho de hojas frescas, tres frutos muy hermosos: un melocotón,
un albaricoque y un prisco.
El Rey, que como todos los orientales
comprendía el lenguaje de las flores y los frutos, entendió al instante el
mensaje oculto de la sagaz Kadiga.
"Ha llegado el momento crítico, predicho
por los astrólogos -pensó.
-Mis hijas han llegado a la edad en que han
de contraer matrimonio. Y yo, personalmente, debo cuidar de que elijan marido
de acuerdo con su rango".
Pocos días después, el Rey, al frente de una
brillante comitiva, partía en dirección al castillo de Salobreña, para recoger
personalmente a sus hijas y traerlas consigo a la corte para lo cual ya había
dispuesto fuese preparada una torre en la Alhambra, donde serían alojadas con
todo lujo y riqueza.
Mohamed se sorprendió mucho al ver a las
princesas. Hacía ya tres años que no las había visto y advirtió que se habían
convertido de jóvenes de gran belleza.
Zaida era alta y de porte majestuoso. Zoraida
tenía menos estatura, pero sus ojos eran muy bellos y tenía una sonrisa
cautivadora, y también su andar era grácil y suave como el de una corza.
Zorahaida no tenía el porte de su hermana mayor, ni tampoco la belleza
cautivadora de la segunda, pero su mirada era tan dulce, su expresión tan
tímida y vacilante, siempre en busca de apoyo y protección, que resultaba
encantadora. Al igual que sus hermanas, se acercó a saludar a su padre,
disponiéndose a besarle la mano, pero, al mirarle a los ojos y ver el cariño
con que el monarca la observaba, su ternura salió a la superficie y, con un
gesto impulsivo, le echó los brazos al cuello.
"Me siento orgulloso de mis hijas -se
dijo el monarca. -Cuidaré celosamente de que no se cumplan los horóscopos de
los astrólogos, porque a las tres deseo verlas casadas a mi gusto, con hombres
dignos de su belleza y de mi poder".
Se preparó el regreso a Granada. Y para
evitar que nadie pudiera ver a las princesas, el rey mandó emisarios con el
encargo de despejar por completo los caminos por los que la cabalgata debía
pasar, ordenando que todas las casas de los pueblos que atravesaban
permaneciesen con las puertas y las ventanas totalmente cerradas.
Se inició la marcha. Las tres princesas, siempre
seguidas de su fiel Kadiga, montaban tres alazanes blancos de bella estampa,
ricamente enjaezados con bridas y estribos de oro adornados con perlas y
piedras preciosas. Y a su alrededor, la guardia negra de su padre les prestaba
brillante escolta.
Casi habían llegado ya a las puertas de
Granada, sin haber tenido el menor tropiezo, cuando, en dirección contraria,
vieron acercarse un grupo de soldados moros que conducían a unos prisioneros.
No había tiempo para que se apartaran, y así, el jefe del destacamento ordenó a
sus hombres que se echasen al suelo, con el rostro oculto, amenazándoles con
terribles castigos si se atrevían a lanzar una sola mirada hacia la comitiva
real.
Todos los soldados se apresuraron a cumplir
la orden, y también los prisioneros...
Pero entre éstos se encontraban precisamente
los tres caballeros cristianos, que llamaran la atención de las princesas
cuando les vieron desembarcar en la costa. Y estos tres caballeros, quizá
porque no entendieron la orden, quizá porque eran demasiado altivos para
obedecerla, permanecieron de pie, viendo cómo se acercaba el lujoso cortejo.
¡Qué indignación la del monarca! Desenvainó
su cimitarra y personalmente hubiese dado muerte a los tres rebeldes, si el
jefe del destacamento al que habían sido confiados no hubiera intercedido en su
favor, haciéndole comprender al rey que se trataba de caballeros muy
principales, por los que sus familias pagarían sin duda elevados rescates. Y
también las princesas, que habían contemplado toda la escena, se acercaron a su
padre y le suplicaron que les perdonase la vida.
-Bien, les perdono -afirmó el rey, envainando
de nuevo su cimitarra.
-Pero serán castigados. Ordeno que sean
llevados a la Torre Bermeja y obligados a realizar duros trabajos.
Mohamed, llevado de su indignación, había
olvidado la prudencia y así no advirtió que las princesas, en su afán de salvar
la vida de los tres cautivos, se habían levantado los velos que, como es
costumbre entre las mujeres moras, les cubrían por completo el rostro. Con lo
cual dejaron al descubierto su radiante hermosura, que causó honda impresión en
los corazones de los jóvenes caballeros cristianos. Mientras que ellas, a su
vez, al oír cómo el jefe del destacamento hablaba de sus prisioneros con
respeto y consideración, sintieron que crecía la admiración que ya les
profesaban.
La comitiva reanudó por fin su marcha. Pero
Zaida, Zoraida y Zorahaida, se quedaron pensativas durante largo rato
Y una vez instaladas en su nueva residencia,
demostraron al paso de los días una melancolía y una tristeza que cada vez iba
en aumento. La torre de la Alhambra que su padre les había destinado era, sin
embargo, una de las más lujosas y maravillosas que la más sorprendente
imaginación pueda soñar. Comunicaba con el palacio real a través de la muralla
que rodea toda la cima de la colina, pero quedaba algo apartada, poseyendo un
jardín en el que crecían los mejores árboles frutales y las más hermosas y
exóticas flores, destinado al exclusivo recreo de las tres princesas.
En su interior, la torre estaba amueblada con
exquisito gusto, todas las habitaciones eran del más puro estilo árabe y se
abrían sobre un patio interior, en el que siempre reinaba una agradable
temperatura, incluso en las horas más calurosas de los días de verano. En el
centro se alzaba una fuente de alabastro, adornada con figuras de oro y
diversas jaulas primorosas, en cuyo interior cantaban los pájaros más alegres y
hermosos, que contribuían a dar un maravilloso encanto a aquel lugar.
Sin embargo, la melancolía de las princesas
era cada día mayor, con gran sorpresa por parte del monarca, que sabía que en
el castillo de Salobreña vivían felices y contentas. Incluso pensó que aquello
podía deberse a que, siendo ya muchachas casaderas, necesitaban interesarse por
los vestidos, las sedas y las joyas. Y mandó a la torre a los mejores joyeros y
artífices de la ciudad, como también a costureras y comerciantes, dejando a sus
hijas en completa libertad para adquirir o encargar todo cuanto desearan.
Pero todo fue en vano. Las princesas apenas prestaron
ninguna atención a los brocados, las telas preciosas, los anillos de
brillantes, los collares de perlas, las diademas de raras pedrerías orientales
o los objetos preciosos. Y el rey no sabía qué hacer. Por fin, decidió
consultar con Kadiga.
-Tú has cuidado a las princesas desde su más
tierna infancia y tengo plena confianza en tu discreción y buen juicio -le dijo
cuando llegó a su presencia.
-Te ruego que averigües la causa de la
extraña melancolía que las aflige, porque es preciso que veamos cómo podemos
curarlas.
Kadiga prometió cumplir lo que se le ordenaba
y se apresuró a reunirse de nuevo con las princesas. Y así, aunque su
experiencia y sus años le hacían ver con toda claridad qué era lo que afligía a
las muchachas, aparentó completa ignorancia y les preguntó:
-¿Qué os sucede? ¿Cómo es posible que viváis
tan tristes y abatidas, en una residencia tan hermosa como esta que vuestro
padre os ha ofrecido...?
Las princesas miraron con indiferencia el
lujo que las rodeaba y suspiraron, pero ninguna palabra salió de sus labios.
-¿Os gustaría, acaso, que ordenara traeros el
maravilloso papagayo, del que dicen que posee un vocabulario más completo que
el de ningún mortal?
-¡Qué horrible sería tener que escuchar
continuamente las palabras, sin sentido, de un animal que no sabe lo que se
dice! -exclamó Zaida, sin vacilar.
-¿Queréis que haga traeros un mono? Quizá sus
travesuras os distrajesen y alegrasen...
-¿Un mono...? ¡Bah! -contestó Zoraida,
desdeñosa.
-¿Os distraería, quizá, escuchar las
canciones del negro Casem, el más famoso de todo Marruecos...?
-Tiene un aspecto muy desagradable -afirmó
Zorahaida.
-Además, por mi parte, he perdido por
completo la afición musical.
Entonces Kadiga, que como ya dijimos era
sumamente astuta, afirmó:
-No dirías eso, princesa Zorahaida, si
hubieras oído, como yo, las canciones que entonan los tres prisioneros
cristianos, encerrados en la Torre Bermeja. Uno de ellos toca la guitarra con
singular maestría y los otros dos entonan canciones muy bellas. ¡Ay, cómo
despertaron los recuerdos de mi infancia y de mi juventud, que transcurrieron
allá, en el lejano país de mis padres!
-Tal vez nos distrajese oír a esos tres
caballeros -afirmó Zaida que, al igual que sus dos hermanas, había enrojecido
primero y palidecido después, al oír hablar a Kadiga de los tres prisioneros.
-Sin duda su música podría animarnos mucho
-corroboró Zoraida.
Como de costumbre, Zorahaida no dijo nada,
pero su mirada fue tan suplicante, que la buena Kadiga se sintió emocionada. Y
les prometió que haría cuanto estuviera de su parte para complacerlas.
Kadiga sabía que al hacerlo se exponía a la
cólera del rey, pero era tanto el afecto que profesaba a las jóvenes princesas,
que era capaz de cualquier sacrificio por alegrarlas. Además, también ella
estaba emocionada, porque, como no había ocultado, las canciones de los tres
caballeros le habían traído a la memoria antiguos recuerdos de infancia y
juventud. Y también se preguntaba: "¿Qué mal puede haber en que las
princesas oigan el rasgueo de la guitarra y las canciones de esos
caballeros?".
Decidió hablar con Hussein Baba, el barbudo
carcelero a cuya custodia habían sido confiados los tres prisioneros.
Deslizándole en la mano una moneda de oro, le dijo:
-Mis señoras, las tres princesas que viven
encerradas en la Torre de la Alhambra, han oído hablar de la singular ciencia
musical que poseen los cautivos cristianos y desean oírles.
-¡El rey puede enojarse y hasta incluso
castigarme con la muerte! -exclamó Hussein Baba, asustado ante lo que se le
proponía.
-¡Oh, no! El rey ni siquiera lo sabrá.
Bastará con que mañana al mediodía lleves a los prisioneros a trabajar al
barranco que separa la Torre Bermeja de la colina en la que se levanta la
Alhambra, precisamente por el lado de la torre que habitan las tres princesas.
Y en los descansos de su trabajo, permíteles que canten las canciones de su
tierra. Desde allí, sólo mis señoras pueden oirles..., ¡y te pagarán bien tu
amabilidad, no lo dudes!
Y como que al decir esas palabras la astuta
Kadiga deslizó una nueva moneda en la mano del barbudo carcelero, Hussein
aceptó por fin.
Al día siguiente las tres princesas se
pasaron toda la mañana llenas de impaciencia, esperando que llegase la hora del
mediodía. Y en efecto, a esa hora, mientras sus compañeros de trabajo reposaban
bajo los árboles y sus guardianes estaban sentados tranquilamente, gozando
también de un rato de descanso, los tres caballeros cristianos, al pie mismo de
la torre de las princesas, entonaron algunas de sus mejores canciones
españolas, acompañándose con el rasgueo de la guitarra.
En la tranquilidad de aquellas horas, sus
voces llegaron con claridad desde lo profundo del barranco hasta lo alto de la
ventana en la que se encontraban las princesas. Y al punto se llenaron de
animación sus ojos, mientras desaparecía de sus mejillas la palidez que durante
tantas semanas había llenado de preocupación a su padre.
Kadiga, en el fondo, estaba asustada,
temiendo que alguien pudiera sorprenderles. Pero también a ella la emocionaban
las bellas canciones españolas. Al fin, cuando la guitarra enmudeció y también
dejaron de oírse las voces bien timbradas de los caballeros, Zoraida tomó un
laúd y, con voz dulce, entonó a su vez una canción, cuyo estribillo era
extraordinariamente significativo:
"Aunque oculta
está la flor,
con deleite escucha
al galante ruiseñor..."
La voz de la princesita era dulce y juvenil y
no podía por menos de producir impresión en los que la oyeran, máxime si estos
eran unos jóvenes ansiosos de libertad y de amor.
Y así se fueron tejiendo los hilos de aquel
romance entre unos caballeros cautivos y tres niñas moras, que casi no se
conocían.
Gracias a las monedas de oro que Kadiga iba
deslizando periódicamente en la mano del barbudo Hussein Baba, los caballeros
eran llevados diariamente al barranco. Y también a diario podían oír las
princesas sus canciones, a las que contestaban, manteniéndose así una especie
de comunicación que a todos satisfacía.
Pero un día ninguna canción subió desde el
barranco. Ni al siguiente, ni al otro... Las princesas se angustiaron. ¿Qué
podía haberles sucedido a los tres caballeros cautivos?
Kadiga salió en busca de noticias y regresó
muy apenada.
-¡Es el fin de vuestro sueño, mis hermosas
princesas! -les dijo, a su regreso. Los tres caballeros españoles han sido
rescatados por sus familias y ahora se encuentran en Granada, disponiendo el
regreso a su patria. Consolaos pensando que, sin duda, otras damas les esperan
en Sevilla o en Córdoba.
Las palabras llenas de buen sentido de
Kadiga, no consiguieron calmar a las tres princesas. Zaida estaba indignada;
consideraba que los caballeros, al partir, les hacían objeto de un desaire que
su altivez y su dignidad no podían permitir.
Zoraida lloraba, pero temiendo que las
lágrimas estropeasen su belleza, se apresuraba a enjugárselas después..., para
volver a llorar un segundo más tarde, tan grande era el pesar que sentía en el
corazón.
Y Zorahaida, suspiraba melancólicamente y
lloraba en silencio, mientras su mirada se posaba, con gran tristeza, en el
barranco por el que tantas veces subieron hasta ellas las canciones de los
caballe-ros.
Y así transcurrieron tres días, sin que ni
por un instante se mitigara el dolor y la tristeza de las hermosas princesas.
Por fin, a la mañana del cuarto, Kadiga entró
en su cámara, simulando una gran indignación:
-¡Qué desfachatez la de esos caballeros! ¡Qué
insolencia la suya! ¡Qué atrevimiento! ¡No quiero que volváis a hablarme de
esos caballeros españoles ¡Si vuestro padre llegara a enterarse...!
-¿Qué sucede, buena Kadiga? -inquirió Zaida,
preocupada ante todas aquellas exclamaciones.
-Me han propuesto nada menos que hacer
traición al rey, vuestro padre.
-Explícate, por favor -le pidieron Zoraida y
Zorahaida.
-Sí, os lo diré. ¡Vaya si os lo diré! Pues
veréis, los caballeros cristianos se han atrevido a pedirme que os convenza
para que aceptéis marchar con ellos a su patria, Córdoba y allí os convirtáis
en sus esposas. Es terrible, terrible... ¡Qué insolencia!
Las tres princesas se miraron la una a la
otra, perplejas..., pero sintiéndose también muy contentas, en el fondo de sus
corazones. Por fin, fue Zaida quien, como de costumbre, rompió a hablar:
-Y eso, ¿sería posible...? En el supuesto,
naturalmente, que aceptáramos la proposición.
Kadiga respondió rápidamente:
-¡Claro que sería posible! ¡Todo lo tienen ya
dispuesto, sólo falta vuestro consentimiento! ¡Son unos insolentes y unos
atrevidos, ya os lo dije!. Hussein Baba ha sido comprado con sus promesas y ha
elaborado un plan muy bien organizado. ¡Se han atrevido a pedirme que engañe a
vuestro padre, que ha depositado en mí su confianza!
-Ha depositado su confianza en ti, en efecto
-replicó Zaida, pero no en nosotras. Por el contrario, desde hace años nos
mantiene encerradas como prisioneras.
-Sí, tienes razón -corroboró Kadiga. Y por
otra parte, la tierra de esos caballeros es también la de vuestra madre y su fe
la que ella tuvo desde su niñez hasta el día de su muerte. ¡Si supierais cuánto
sufrió al advertir que iba a morir, pensando que vosotras seríais educadas en
la religión de vuestro padre y jamás conoceríais el cristianismo!
Las tres princesas se miraron de nuevo. La
decisión iba afirmándose en sus espíritus.
-Kadiga tiene razón -afirmó Zaida. Y en el
país de nuestra madre viviríamos en libertad, junto a un esposo joven y
enamorado, mientras que aquí vivimos prisioneras de un padre intransigente y
severo.
Después, dirigiéndose a Kadiga y
comprendiendo que la pobre mujer temía que la dejasen sola y a capricho de la
cólera del rey, siguió diciendo:
-En cuanto a ti, no temas. También tú vendrás
con nosotras y podrás regresar a tu ciudad natal o bien quedarte a vivir a
nuestro lado. ¡Has sido siempre muy buena y nos has querido y ayudado en todo
momento!
-También los caballeros cristianos me han
propuesto que marche con vosotras. Dicen que así tendréis quien cuide de
vosotras durante el viaje, en tanto llegáis a sus palacios y os convertís, en
sus esposas. Y como que también Hussein Baba huirá con ellos de Granada, él se
encargará de llevarme a la grupa de su caballo.
Y así quedó todo decidido. Claro que
Zorahaida, como de costumbre, sintió temor, pero el ejemplo y las palabras de
sus hermanas mayores la ayudaron a decidirse. Terminó diciendo que también ella
estaba dispuesta a huir.
La colina sobre la que se levanta la
Alhambra, está llena de pasadizos secretos y pasillos que sólo algunos conocen.
Y por uno de esos pasadizos, que Hussein Baba conocía bien gracias a las
confidencias de un capitán de la guardia real, el barbudo carcelero se había
comprometido a sacar de su torre a las princesas y a su dueña, y llevarlas al
otro lado de las murallas que rodeaban la ciudad, donde ya las aguardarían los
caballeros españoles, con caballos fuertes, resistentes y veloces, con los
cuales llegarían a la frontera en poco tiempo.
Por fin llegó la noche señalada para la
huida. Como de costumbre, la guardia negra custodiaba la torre de las princesas
y la puerta estaba bien cerrada con varios candados y fuertes cerrojos. Pero la
fiel Kadiga estaba al acecho y llegada la medianoche, oyó que Hussein Baba
llegaba al pie de la ventana que daba a los aposentos de las princesas y hacía
la señal que de antemano habían convenido. Era el momento.
La buena mujer tomó la escalera de cuerda que
desde el día antes tenía guardada, oculta a posibles miradas indiscretas, la
ató al alféizar de la ventana, y haciéndoles una seña a las princesas para que
la siguieran, comenzó a bajar la primera, para evitarles a las jóvenes
cualquier tropiezo o contratiempo inesperado que pudiera surgir.
Zaida y Zoraida la siguieron sin la menor
vacilación. Pero cuando Zorahaida se dispuso a poner el pie sobre la escala de
cuerda, sintió un escalofrío de temor. Su mirada se dirigió a la habitación que
iba a abandonar. Desde su infancia había permanecido prisionera, en efecto,
pero entre los muros del castillo de Salobreña primero y en esta Torre de la
Alhambra después, había vivido segura. ¿Qué era lo que el Destino le reservaba
allá en Córdoba, en aquel país desconocido...? Claro que al punto recordó a su
valiente caballero, el que vestía de azul y sintió que la decisión de partir
sin más demora la invadía de nuevo. Pero, al instante siguiente, pensó en su
padre y de nuevo se sintió vacilar, a efectos de su cariño filial y de la
ternura que, a pesar de su aspecto rudo, le inspiraba el rey.
Desde abajo sus hermanas insistían, mientras
Kadiga, preocupada, afirmaba que tantas vacilaciones podían dar al traste con
todos sus proyectos. Hussein Baba se impacientaba y amenazaba con partir,
abandonándolas. Pero todo era inútil. La dulce y tímida Zorahaida vacilaba y
sus vacilaciones no terminaban.
Minuto a minuto crecía el peligro. De pronto,
se oyeron pasos.
-La patrulla de vigilancia inicia su ronda
-afirmó Kadiga. Princesa Zorahaida, si no bajas inmediatamente pondrás peligro
la seguridad de tus hermanas. Decídete de una vez, o nos marcharemos sin ti.
La joven princesa sintió aumentar su temor. Y
por fin, soltó la escalera que fue a caer a los pies de sus dos hermanas,
asustadas al ver que ya nada podían hacer por ella.
-Me quedo -afirmó Zorahaida. ¡Que el Destino
sea benigno con vosotras, mis muy amadas hermanas! Os deseo toda suerte de
venturas. Sed vosotras felices, ya que yo jamás llegaré a serlo.
Al momento, Zaida y Zoraida pensaron que no
podían abandonar a su hermana, pero pronto comprendieron que habiendo ella
soltado la escalera, no les quedaba otra solución que marchar. Además, la
patrulla avanzaba y lo mismo Kadiga que Hussein advirtiendo el gran peligro que
corrían si eran descubiertos, las empujaban hacia el pasadizo subterráneo.
A tientas, se deslizaron por el laberinto
abierto en la roca viva y por fin lograron llegar, sin ser vistos, hasta el
otro lado de las murallas, donde ya les esperaban los tres caballeros,
disfrazados de moros.
Naturalmente, el enamorado de Zorahaida
experimentó una grandísima contrariedad al saber que la más joven de las tres
princesas había decidido quedarse en el palacio. Y a toda costa quería ir
personalmente en su busca.
Pero Kadiga le hizo comprender que no
tardaran los criados, o la guardia, en advertir su huida, si no la habían
advertido ya, y el monarca se apresuraría a enviar en su persecución fuertes
destacamentos. El joven cristiano comprendió que la buena mujer tenía razón.
¡No podían perder tiempo en lamentaciones, ni mucho menos poner en peligro a
las otras princesas!
Y a los pocos minutos, cuatro caballos
partían veloces en dirección al Paso de Lope, en su viaje hacia Córdoba. Kadiga
iba montada en la grupa del caballo de Hussein Baba y Zaida y Zoraida en las de
sus respectivos caballeros. Sólo el enamorado de Zorahaida no llevaba a nadie,
y el recuerdo de la dulce y tímida princesa, le hacía lanzar continuas
exclamaciones de pesar y hondos suspiros se escapaban a cada instante de su
corazón.
De pronto, oyeron fuerte sonar de trompetas y
tambores, que el eco de los valles parecía difundir a muchas leguas a la
redonda y que provenían de las murallas de la Alhambra.
-¡Han descubierto nuestra fuga! Debemos
apresurarnos gritó Hussein.
Todos picaron espuelas a sus caballos y la
carrera se hizo aún más veloz. Al llegar al pie de Sierra Elvira se detuvieron
un momento para escuchar. Felizmente para ellos, no se oía nada. ¡Sin duda
todavía no habían encontrado su pista!
-¡Podremos escapar! -exclamaron a coro los
tres caballeros.
Pero apenas habían pronunciado estas
palabras, cuando se encendió una luz en el punto más alto de la Alhambra.
-¡Esa luz pondrá sobre aviso a los guardianes
de todos los pasos que cruzan la montaña! -exclamó Hussein. Corramos,
corramos...
Los cuatro caballos aumentaron aún más la
velocidad de su carrera. Pero pronto advirtieron que las luces de todas las
atalayas, colocadas sobre las montañas, iban encendiéndose a su vez contestando
así al aviso de la que se había encendido en la Alhambra.
-¡Si no conseguimos cruzar el puente antes de
que la alarma llegue hasta allí, estamos perdidos! -exclamó Hussein.
Y todos picaron de nuevo espuelas a sus
caballos.
Pero cuando llegaron a las inmediaciones del
puente de los Pinos, advirtieron que estaba poblado de luces y de gran número
de soldados a pie y a caballo.
Jamás podrían cruzar el puente. Hussein, sin
embargo, tenía recursos para todo. Haciendo una señal a los caballeros, para
que le siguiesen, remontó el río, siguiendo la orilla, hasta llegar a un punto
donde las aguas parecían bajar con menos furia. Y, entonces, sin dudarlo un
solo instante, se metió en el agua.
Lo mismo hicieron los tres caballeros, no sin
antes recomendar a Zaida y a Zoraida que se agarrasen fuertemente a sus
cinturones. Y aunque la corriente era fuerte, fuertes eran también los brazos que
sujetaban las bridas de los caballos y grande la valentía de los jinetes. Por
eso pudieron por fin llegar felizmente al otro lado. Desde allí, siguiendo unos
caminos muy ocultos entre las peñas, que Hussein conocía perfectamente,
llegaron sin nuevos contra-tiempos hasta Córdoba
¡Cuántos festejos se celebraron en la ciudad,
para celebrar el retorno a la patria de los tres gallardos caballeros, así como
también la llegada de las dos princesas! Las nobles familias a las que
pertenecían los jóvenes, acogieron con gran cariño a Zaida y a Zoraida, las
cuales, después de ser bautizadas por el obispo, se convirtieron en las felices
esposas de sus dos enamorados caballeros.
La leyenda nada, o casi nada, dice acerca de
la reacción del monarca al enterarse, de la huida de sus dos hijas mayores.
Sólo se sabe que, a partir de entonces, redobló la vigilancia cerca de la más
pequeña, la tímida y dulce Zorahaida, la que no tuvo valor para acompañar a sus
hermanas.
Y hay quien asegura que la joven se
arrepintió de no haberlo hecho. Todos los habitantes de Granada podían verla, a
menudo, melancólicamente reclinada en el alféizar de las altas ventanas de la
torre en la que día y noche permanecía encerrada, mirando a lo lejos, en
dirección a Córdoba. Siempre estaba suspirando y algunas veces se oían las
notas de su laúd, acompañando a las canciones que cantaba, tristes y
melancólicas.
Murió muy joven y, según cuenta la tradición,
fue enterrada en uno de los jardines que se encuentran debajo de la torre. Allí
creció un rosal que siempre florecía con una rosa única.
Su muerte en la flor de la vida, dio origen a
muchas leyendas, pero ésta, llamada "la rosa de la Alhambra", es la
que más ligada está a la dulce princesita, que no tuvo valor para seguir el
destino que los astrólogos habían previsto para ella.
De lo que sí se habla todavía en la ciudad de
los califas es de que su padre solía pasear junto al rosal y sus miradas
entristecidas se posaban sobre las flores, mientras decía suspirando:
-¡Mi rosa preferida! ¿Por qué te marchaste de
la Alhambra, que tanto suspira por ti?
Pero a esta pregunta la princesita no habría
podido responder sin explicar su gran tragedia de libertad que no supo
reconquistar en un momento de su vida.
1.025. Irving (Washington) - 058