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miércoles, 17 de diciembre de 2014

El astrologo y la hechicera

En tiempos ya remotos hubo en Granada un rey moro que se llamaba Aben Habuz. Era muy famoso y también había sido muy temido por todos los soberanos de los reinos vecinos. Siendo joven, llevó una vida de constantes pillajes y carreras, realizando continuas incursiones en los países que rodeaban el suyo, consiguiendo así aumentar sus territorios y acumular innumerables riquezas y tesoros. Pero llegado ya a la ancianidad, sólo deseaba vivir tranquilamente, gozando en paz de lo que sus anteriores pillajes le habían proporcionado, y administrando apaciblemente las posesiones usurpadas a sus vecinos. Sin embargo, no podía realizar tranquilamente sus deseos.
Los jóvenes príncipes de los reinos vecinos, hijos de los reyes a los que en años anteriores robara y usurpara tierras y tesoros, se mostraban dispuestos a pedirle cuentas de aquellas fechorías y por eso sus fronteras estaban constantemente amenazadas.
También algunas provincias, las más alejadas de la capital y que no había recibido en herencia de sus padres, sino que las había conquistado y dominado por la fuerza de las armas, estaban siempre dispuestas a rebelarse contra su dominio y obtener de nuevo su propia independencia.
Por todo eso era continua la zozobra y el miedo del anciano rey. Además, como que Granada se halla rodeada por todas partes por agrestes y escarpadas montañas, era imposible advertir la llegada del enemigo, y así Aben Habuz vivía constantemente alarmado y desvelado, y una sola pregunta torturaba día y noche su cerebro:
-¿Por qué lado llegará el enemigo?
Construyó atalayas en los montes más altos y apostó guardias y vigías por todos los pasos y senderos, con la orden de señalar por medio de hogueras por la noche y columnas de humo durante el día, la proximidad del enemigo.
Pero nada conseguía vencer la audacia y la astucia de sus enemigos. Estos se burlaban de todas aquellas precauciones, surgiendo de improviso por un desfiladero en el que nadie había pensado, o cruzando un monte en el que no existía sendero alguno. Y antes de que el rey tuviera conocimiento de ello y pudiera enviar a su ejército, los enemigos ya habían asolado los campos y regresado de nuevo a las montañas, llevándose consigo un rico botín y también muchos prisioneros por los que después pedirían fuerte rescate.
Aben Habuz estaba cada día más preocupado. Hasta que un día, estando como de costumbre con la vista fija en el horizonte, esperando ver surgir alguna columna de humo que le avisara de un nuevo peligro, le anunciaron la llegada a la corte de un viejo médico árabe, que venía precedido de mucha fama. Se llamaba Ibrahim Eben Abú Ajib y se decía que era hijo del famoso Abú Ajib, el que fue compañero de Mahoma. De niño había marchado a Egipto y allí permaneció largos años completamente dedicado al estudio de las ciencias y las artes, habiendo aprendido también la magia de los astrólogos egipcios.
-Ha descubierto el secreto de prolongar la vida -aseguraban las gentes.
Y añadían que su propia persona era la prueba de esa realidad, asegurando que tenía más de doscientos años. Sin embargo, habiendo descubierto ese secreto cuando ya era anciano, sólo pudo perpetuar canas y arrugas.
Cuando el rey le vio, quedó muy impresionado. Su larga y blanca barba le daba un aspecto majestuoso que infundía respeto, a pesar de los harapos que cubrían su cuerpo, todavía erguido y fuerte. Le ofreció su hospitalidad, rogándole que se quedase a vivir en el palacio. Pero el astrólogo no se encontraba a gusto en aquel palacio, en el que siempre reinaba mucho bullicio, y prefirió ir a vivir a una cueva, situada en la ladera de la colina que se alza como cima de la ciudad de Granada, la misma en la que más tarde se edificó la Alhambra. Bajo sus órdenes, los albañiles reales ensancharon la cueva, hasta conseguir un salón amplio y alto, con un agujero redondo en el techo a través del cual podía contemplar el firmamento y seguir estudiando los movimientos de las estrellas.
Las paredes de la cueva las adornó con extraños jeroglíficos y signos egipcios, y también con papiros y documentos de gran antigüedad. Y por doquier colocó extraños objetos, cuyas ocultas propiedades sólo él conocía, algunos de los cuales hizo construir por los mismos artífices de Granada, pero como que jamás explicó a nadie para qué servían, todos le admiraban y respetaban profundamente.
Muy pronto el sabio astrólogo Ibrahim se convirtió en el consejero del rey que, a todas horas quería conocer sus opiniones sobre cuanto le sucedía, por lo que casi a diario se trasladaba desde su palacio a la cueva del astrólogo.
Una tarde en la que, como ya era costumbre en él, se quejaba de las continuas incursiones que los príncipes de los reinos vecinos efectuaban en sus tierras, incursiones que ni una constante vigilancia podía evitar, el sabio guardó silencio durante unos minutos y, al fin, dijo:
-Cuando yo vivía en Egipto, ¡oh, rey!, tuve ocasión de ver, admirar y estudiar un prodigioso invento ideado por una sacerdotisa de la antigüedad. Se halla colocado en una montaña que domina el gran valle del Nilo, sobre la ciudad de Borsa, y está formado por dos figuras de bronce: un carnero y un gallo, fabricadas en bronce fundido y girando sobre un mismo eje. Y cuando un peligro amenazaba la ciudad, el carnero giraba en la dirección en que el enemigo venía, mientras el gallo lanzaba su canto. De esa forma prevenían los habitantes de la ciudad de cualquier sorpresa desagradable.
-¡Maravilloso! -exclamó el rey. ¡Qué no daría yo para tener un carnero semejante que vigilase mis dominios y un gallo que lanzara su canto al menor peligro! Si ese tesoro fuese mío, recuperaría al fin la tranquilidad. ¡Cómo deseo poseer uno semejante!
Cuando el rey se calmó por fin, el astrólogo prosiguió:
-Ya sabéis, ¡oh, rey!, que viví muchos años en Egipto, junto a los sacerdotes que me enseñaron todos los ritos y ceremonias de su religión y también algunas de sus artes ocultas. Un día, encontrándome sentado junto al más anciano de mis maestros, éste me dijo, señalándome las pirámides que se levantan en el desierto, desafiando el paso de los siglos:»
-Todo cuanto nosotros podamos enseñarte, es sólo polvo comparado con los conocimientos del gran "Libro de la Sabiduría" que se halla enterrado junto al gran sacerdote cuyo consejo ayudó a levantar la Pirámide principal. Este libro le fue entregado a Adán al ser expulsado del Paraíso y fue pasando de generación en generación, hasta llegar a las manos de Salomón, el cual, gracias a los conocimientos que él aprendió, Pudo construir el gran templo de Jerusalén. Y más tarde, llegó a poder de ese gran sacerdote egipcio del que te hablo.
Tras una pausa, Ibrahim prosiguió:
- Al conocer la existencia de tal libro, mi corazón deseó llegar a poseerlo. Pedí la ayuda de algunos soldados compatriotas y con ellos y un crecido número de obreros egipcios, puse manos a la obra. Les ordené que cavaran en la pared de la mayor de las pirámides, hasta que, tras muchos esfuerzos, descubrimos un pasadizo interior. Penetré en él y a través de un laberinto de pasillos misteriosos pude llegar hasta la cámara mortuoria del gran sacerdote. ¡Y allí encontré por fin el maravilloso «Libro de la Sabiduría»!
-Eres un gran astrólogo y un hombre sabio, mi buen Ibrahim. Pero, dime, ¿de qué me sirve a mí que pudieras llegar a poseer ese libro del que con tanto entusiasmo hablas? -exclamó el rey.
-Sed paciente, mi gran señor. Y sabed que, gracias a ese, «Libro de la Sabiduría», entre otros grandes misterios, pude conocer también el de la estatua que se levanta sobre la ciudad de Borsa y así ahora puedo, si lo deseáis, mandaros construir una semejante y aún mejor -explicó el astrólogo, acariciándose su larga barba.
-¡Qué gran sabio eres, hijo de Abú Ajib! -gritó Aben Habuz, entusiasmado. 
-¡Si tal estatua llegas a construir, todos mis tesoros estarán a tu disposición, de ahora en adelante! Ponte a trabajar al instante, te lo ruego. Todos mis hombres quedan a tus órdenes.
Y así, a los pocos días, se inició aquella importante construcción. En la parte más alta del palacio, se elevó una torre muy alta, sobre la cual el sabio astrólogo fijó un eje y en él, en lugar del gallo y el carnero del que había hablado, apareció un soldado moro a caballo, con el escudo al brazo y la lanza apuntando hacia el cielo.
Debajo mismo de la figura se abría una sala circular, con cuatro amplias ventanas orientadas a los cuatro puntos cardinales, y ante cada una de ellas dispuso el astrólogo una mesa sobre la cual, como sobre un tablero de ajedrez, colocó una serie de figuras a pie y a caballo. Formaban como un minúsculo ejército, entre las cuales destacaba una que tenía la cara del rey Aben-Habuz.
Junto a las figuras puso también el gran sabio una minúscula lanza, en cuyo mango podían verse unos extraños signos cabalísticos. Todo eso lo preparó Ibrahim con sumo cuidado y murmurando extrañas frases. Cuando terminó, mandó colocar una fuerte puerta de bronce y acero, cuya llave entregó al rey.
En cuanto el anciano rey recibió esa llave y el sabio le dijo que ya estaba todo terminado, comenzó a sentir impaciencia, por comprobar las virtudes de aquella construcción. Pero sus enemigos se mostraban pacíficos y tranquilos.
-Antes me molestaban casi a diario -se lamentaba. Ahora, en cambio, hace semanas que nadie habla de ellos.
-Paciencia, gran señor. No tardarán -decía una y otra vez el sabio, tratando de calmar al rey.
Un día, por fin, llegó el momento. Al amanecer, el guardia de la torre corrió al encuentro del rey para decirle que la figura del moro había girado sobre su eje, en dirección a Sierra Elvira, y que su lanza dejaba de apuntar al cielo, para señalar hacia el llamado Paso de Lope.
-¡Que todas las trompetas llamen a nuestros hombres a las armas! El grueso de mi ejército debe estar preparado antes de media hora -gritó el anciano rey.
Pero el astrólogo salió a su encuentro:
-Deteneos, ¡oh, rey! No necesitáis ejército alguno para vencer a ese enemigo que se acerca. Acompañadme a la sala circular que mandé construir en la torre, debajo de la figura del moro.
Una vez en la sala, el rey, con gran asombro, advirtió que todas las ventanas estaban cerradas, excepto la que miraba hacia el Paso de Lope, que estaba abierta de par en par.
-Ahora, fijaos en lo que ocurre encima de esa mesa -dijo el sabio astrólogo.
El asombro del rey aumentó aún más al ver que las figurillas de madera, que estaban colocadas sobre la mesa frente a aquella ventana, se movían. Los caballos hacían cabriolas y los jinetes, al igual que los guerreros que iban a pie, blandían sus armas y al mismo tiempo se oía un débil ruido de trompetas, entrechocar de armas, gritos y relinchos.
-Esto demuestra que vuestros enemigos siguen avanzando, -¡oh, rey! Pero no temáis -afirmó el sabio. Si queréis que se retiren, tocad las figuras con el mango de esta pequeña lanza. Pero si deseáis destrozar sus ejércitos, tocadlas con la punta.
El rey reflexionó unos instantes. Pero al fin, resentido como estaba por los daños que sus enemigos le habían causado, tomó la lanza y con su punta tocó algunas de las figuras, que al punto cayeron en tierra como heridas por un rayo, y a otras las tocó con el mango, con lo cual hizo que se volvieran las unas contra las otras.
-¡Es necesario que escarmienten! -dijo el rey, entusiasmado.
Y si el sabio astrólogo no hubiera intervenido, quizá habría seguido con aquel juego, hasta destruir por completo todas las figuritas. Por fin consiguió hacerle abandonar la torre, indicándole la conveniencia de enviar algunos soldados hacia el Paso de Lope, para que informasen de lo sucedido en el campo.
Cuando los soldados regresaron dijeron que un poderoso ejército había llegado hasta cerca de Granada, pero que, de pronto, había surgido una discusión entre dos jefes rivales, discusión que terminó con la muerte de uno de ellos. Iniciada entonces una lucha entre los guerreros, tuvieron que retirarse de nuevo a sus propios reinos, con muchas bajas.
-¡Al fin podré vivir tranquilo! -exclamó Aben Habuz, entusiasmado. Pídeme, ¡oh, sabio Ibrahim!, la recompensa que prefieras.
-Los sabios apenas tenemos necesidades. Sólo deseo que me facilites los medios para mejorar en algo mi humilde vivienda.
El rey pensó que era muy poco lo que el sabio le pedía y se apresuró a dar órdenes a su tesorero, para que le facilitara todo cuanto pidiese.
El tesorero, sin embargo, se escandalizó cuando Ibrahim pidió que se abriesen varias salas más, encargando para su adorno ricos tapices de Arabia y lujosos divanes y otomanas, así como preciosas alfombras traídas de Persia.
-A mis años los huesos se resienten, si duermen sobre las duras piedras y el cuerpo siente la humedad de las paredes desnudas y de los suelos sin alfombras -decía el sabio.
También, en una de las salas, se hizo construir un lujoso baño de mármol, en el que una serie de fuentecillas vertían sales aromáticas, perfumes de Arabia, aceites balsámicos...
-El baño también es necesario a mis años, para devolver a los músculos su agilidad, perdida en horas de estudio y meditación.
Después ordenó también que por todas partes colocaran lámparas de oro y cristal fino, que llenó con un aceite especial cuya composición había aprendido en él maravilloso «Libro de la Sabiduría», según dijo, y que proporcionaba una luz blanca y delicada,
-Apenas entra luz en esa cueva -afirmaba. Y necesito una claridad, si deseo seguir estudiando y aprendiendo.
Por fin, el tesorero, cada vez más escandalizado, habló con el soberano, informándole de tales derroches.
-Ya nadie podría llamar cueva a la morada del sabio astrólogo -afirmó. La ha convertido en un verdadero palacio subterráneo, capaz de competir con el más lujoso entre los más lujosos de todo el reino de Granada.
-Ten paciencia -contestó el rey. Es un anciano y los ancianos son caprichosos como niños. Algún día terminará de arreglarla y dejará de pedirte dinero. Entretanto, no puedo olvidar que gracias a él tengo completa tranquilidad.
Tal y como el rey decía, un día el astrólogo dio por terminado el arreglo de lo que él seguía llamando «humilde» morada. Y durante una semana permaneció encerrado en ella, dedicado por completo al estudio de sus libros.
Pero cuando ya el tesorero respiraba tranquilo, el sabio volvió a visitarle.
-Necesito otra cosa más -le dijo. Algo que me distraiga de las muchas horas que dedico al trabajo y al estudio.
-El rey me ha ordenado proporcionarte todo cuanto pidas. Dime, ¿qué deseas ahora?
-Quisiera algunas danzarinas, que también supieran cantar.
-¿Danzarinas, dices...? -se sorprendió el tesorero.
-Sí. El estudio de los libros y de las estrellas es algo muy duro. Las danzas y los cantos, podrán distraerme de vez en cuando, haciéndome más agradable mis últimos días.
El tesorero cumplió también ese deseo del sabio, y ya, por fin, pudo respirar tranquilo, porque nunca más volvió a pedirle nada. Encerrado en su maravilloso palacio subterráneo continuó entregándose al estudio y, de vez en cuando, se oían desde lejos los melodiosos cantos de las danzarinas que le distraían y alegraban.
El rey, por su parte, se entretenía provocando a sus adversarios. Estaba tan seguro de que cuando le atacasen, podría destruirles con la mayor facilidad, que incluso llegó a provocar motines y a escarnecer e insultar a sus vecinos. Y, en efecto, cuando algún ejército penetraba en su reino, al punto se lo anunciaba el guerrero moro y a él le bastaba con encerrarse en la sala circular, para hacerle retroceder o destruirle, a su antojo.
Así pronto ganó fama de invencible y cada día fueron menos frecuentes los ataques de sus enemigos, hasta que, al fin, cesaron por completo. Por espacio de largos meses, el rey esperó que el jinete moro cambiara de posición, pero esperó inútilmente. Y eso le tenía malhumorado y aburrido.
-Llamaré al sabio astrólogo y le pediré que me busque alguna distracción -se dijo una noche.
Pero no llegó a hacerlo. El guardia de la torre irrumpió en sus aposentos, para anunciarle que el jinete moro habla girado y agitaba su lanza en dirección a Guadix.
Aben Habuz, muy contento, corrió hacia la torre, pero, con gran asombro, descubrió que la mesa mágica que se encontraba debajo de la ventana que miraba hacia las montañas de Guadix permanecía completamente en paz. Ni un solo jinete se movía. Ni un solo guerrero blandía su lanza. El rey, perplejo, sin saber a qué atribuir tan extraño fenómeno, mandó que un destacamento de su ejército saliera en aquella dirección y explorara aquellos montes. Durante tres días estuvo esperando impaciente el regreso de los soldados. Por fin le anunciaron su regreso y mandó que el jefe acudiera inmediatamente a su presencia para informarle.
-Podéis estar tranquilo, señor -le dijo. Hemos registrado todos los pasos y senderos de las montañas, sin haber encontrado el menor rastro de guerreros. Sólo hemos hallado a una muchacha de extraordinaria belleza, tranquilamente dormida junto a una fuente cristalina.
-¡Sólo una joven de extraordinaria belleza! ¡Qué raro! -exclamó el rey. ¿La habéis traído con vosotros...?
-Naturalmente, señor.
-¡Traedla inmediatamente a mi presencia!
La orden del rey fue cumplida y a los pocos instantes tuvo ante sí a una joven bellísima. No sólo el soberano, sino también todos sus cortesanos, quedaron maravillados al verla. Poseía el andar más grácil que jamás habían contemplado y su cabellera, negrísima y adornada con perlas, al estilo de las princesas cristianas, encuadraba un rostro perfecto, en el que brillaban unos ojos grandes, sombreados de largas y espesas pestañas. Sus dientes eran más blancos que las más bellas perlas del Oriente y sus mejillas parecían dos rosas. Aben Habuz la admiró durante unos instantes. Por fin, habló:
-Dime, bellísima joven, ¿cómo has llegado hasta mi reino?
La voz de la doncella, dulce y melodiosa, aumentó la admiración del rey. ¡Jamás voz tan armoniosa se había escuchado entre aquellas paredes y sólo podía compararse con el canto de los pájaros, cuando llega la primavera!
-He llegado a vuestro reino, ¡oh, poderoso señor!, huyendo de los enemigos de mi padre, un príncipe cristiano cuyos ejércitos han sido destruidos...
-Tened cuidado, señor -susurró a su oído el sabio Ibrahim Eben Abú Ajib. Esa muchacha es, a no dudar, el enemigo que anunciaba el jinete moro. Y sus ojos tienen un brillo maléfico. ¡Bien pudiera ser alguna hechicera, transformada en doncella para vencernos!
Pero el rey se burló de sus palabras, sin querer prestarle la menor atención.
-Eres un gran sabio, Ibrahim, pero, sin duda, comienzas a hacerte viejo. ¿Cómo, si no, podrías confundir a tan hermosa joven con una hechicera peligrosa?
-Os he ayudado a vencer a vuestros enemigos, señor, y podéis estar seguro de mi lealtad -insistió el sabio. Permitidme que ahora os pida una merced. Cededme a esa joven. Advierto que lleva consigo un laúd de plata y adivino que sabe tocarlo con singular maestría; distraerá algunas de mis horas y al mismo tiempo la estudiaré hasta descubrir si es o no una hechicera. Si no me equivoco en mis suposiciones, mi poder terminará venciendo al suyo.
-¡Estás loco! -exclamó el rey. Mi tesorero te proporcionará danzarinas y cantantes para distraerle. ¿Para qué quieres más?
-Ninguna sabe tocar un laúd de plata. Además, temo que si se queda en vuestro palacio, atraiga sobre él la desgracia.
-Esa joven es mía y se quedará a vivir en mi palacio. ¡Y seré yo, y no tú, quien se distraiga con la música de su laúd de plata!
El sabio quiso insistir. Pero el soberano le despachó al fin, de mal talante, rogándole que volviera a su palacio subterráneo y que le dejara en paz. Ibrahim se marchó muy disgustado.
En el palacio se empezaron a celebrar fiestas maravillosas en honor de la hermosa cautiva. Y no pasaba día sin que el rey le regalase las más fantásticas joyas y le hiciera traer de Asia y Africa, las más preciadas sedas y los más exóticos perfumes. La princesa, sin embargo, jamás parecía conmovida, ni siquiera agradecida.
Regalos y fiestas, adulaciones y agasajos, todo parecía serle completamente indiferente. Nunca se enojaba con el anciano rey, claro está, pero tampoco le sonreía ni le miraba con benevolencia. Y cuando él le pedía que consintiera en ser su esposa, cogía su laúd de plata y, al instante, el soberano comenzaba a cabecear, hasta caer en un sueño profundo, del que sólo despertaba varias horas más tarde y habiendo olvidado por completo su deseo de casarse con la princesa.
Cualquier observador hubiera podido afirmar que la princesa se estaba burlando del anciano rey y que sus continuos caprichos, no tenían otro objeto que arruinarle, pues en cuanto tenía la seda, la joya o el perfume que le habla pedido, al punto lo olvidaba junto a los que ya poseía, sin hacerle el menor caso. ¡Y esos caprichos se multiplicaban día a día, y tenían en constante estado de alarma al tesorero! Pero el rey parecía no advertir nada. Y, pendiente de la princesa, llegó a descuidar todos sus deberes como soberano.
El malestar comenzó a cundir entre el pueblo y al fin, un día, un grupo de exaltados intentó asaltar el palacio, para matar a la princesa, a la que achacaban y con razón, la culpa de cuanto sucedía. La creciente pobreza en la que el rey sumía a su pueblo, a fin de satisfacer tantos y tan costosos caprichos, desesperaba a las gentes.
La guardia real sofocó rápidamente aquella sublevación. Pero el soberano no se quedó tranquilo y mandó llamar al sabio astrólogo, que permanecía en su morada, sin olvidar las ofensas que había recibido.
-Tú me vaticinaste muchos peligros, si guardaba a la princesa en mi palacio -le dijo Aben Habuz en tono conciliador, en cuanto le tuvo en su presencia-. ¡Cuánta razón tenías! Dame ahora, te lo ruego, algún consejo para librarme de futuros peligros.
-Alejad de vuestro lado a esa joven -respondió Ibrahim.
-¡Oh, no! Eso no, jamás -replicó el rey. Prefiero perder mi reino a perderla a ella.
-Quizá perdáis ambas cosas -le respondió el sabio, filosóficamente.
-No, no puedo apartarla de mi lado. Ayúdame, por favor a encontrar algún retiro oculto en el que poder refugiarme, lejos de las intrigas de la corte. Quiero un retiro tranquilo, en el que poder vivir en paz...
El sabio astrólogo meditó unos momentos y al fin preguntó: 
-¿Qué me darás, si consigo proporcionarte ese retiro que deseas?
-Tú mismo señalarás la recompensa. ¡Te doy mi palabra de rey!
-Bien. ¿Habéis oído hablar del jardín del Irán, uno de los maravillosos prodigios de la Arabia Feliz?
-Sé lo que de él dice el Corán. Y también los peregrinos, que vienen de la Meca, me han hablado de él, pero siempre pensé que era pura, fantasía...
-¡No seáis incrédulo, señor! -le interrumpió el sabio. El jardín maravilloso existe. Yo pude verle con mis propios ojos. Escuchad:
»En una ocasión, siendo yo joven, cuando era sólo un muchacho que cuidaba de los camellos de mi padre, atravesaba un día el desierto de Aden cuando uno de ellos se extravió por las dunas. Fui en su búsqueda, pero no conseguí hallarle y al fin, cansado, me tumbé a dormir bajo una palmera, en un pequeño oasis. Al despertar, me encontré a las puertas de una hermosa ciudad. Entré en ella y pude contemplar magníficos edificios, jardines bellísimos... pero sus calles y sus plazas estaban completamente desiertas. Nadie vivía en ellas. Sentí un gran temor, ante aquella impresionante soledad, y me apresuré a cruzar de nuevo su puerta para volver al desierto. Pero en cuanto de nuevo pisé la arena, al otro lado de las murallas y me volví para contemplarla por última vez.... ¡la ciudad había desaparecido y me encontré de nuevo junto a la palmera del pequeño oasis, en el que la noche antes me había detenido para descansar!»
Creí que se trataba de un sueño y resolví abandonar la búsqueda del camello extraviado y tratar de reunirme de nuevo con el resto de la caravana. Pero, por el camino, tropecé con un anciano sacerdote mahometano, a quien relaté lo que yo creía un sueño. Y el anciano, versado en las tradiciones y las leyendas de sus país, afirmó que aquella ciudad maravillosa no era fruto de mi imaginación ni de mis sueños, sino que era ese Jardín del Irán, tan cantado por los poetas. «Su origen se remonta a los tiempos en que esas tierras eran habitadas por los additas -me explicó. Les gobernaba el rey Sheddad, bisnieto de Noé, que fue quien mandó construir esa espléndida ciudad, adornándola con vergeles y jardines maravillosos, más hermosos que los mismos que adornan el paraíso del que nos habla el Corán. Y, después, admirado de su propia obra, se mandó construir en el centro un palacio suntuoso, digno de un dios. Pero tanta presunción fue castigada. Alá barrió la ciudad de la superficie de la tierra y con ella todos aquellos jardines de ensueño. Y desde entonces permanece oculta a los ojos de los mortales y sólo en algunas ocasiones se manifiesta, como ejemplo del castigo que espera a los vanidosos.»
-Esta es la historia, ¡oh, rey! Pero he de añadir que aquellos palacios suntuosos, y principalmente aquellos jardines y vergeles de ensueño, permanecieron grabados en mi imaginación, sin que ya nunca más llegara a olvidarlos. Por eso, cuando años más tarde conseguí apoderarme del «Libro de la Sabiduría», marché a aquel mismo lugar y allí, gracias a los conocimientos que ahora poseía, conseguí que de nuevo apareciesen a mi vista aquellas maravillas. Y los genios que las habitan, obedeciendo también a mi mágico poder, me revelaron todos los secretos de aquellos jardines. Por eso, si lo deseáis, puedo construir para vos, un palacio y un jardín superiores incluso en belleza a esos de los que os hablo. E igualmente invisibles a los ojos de los mortales.
-¡Qué gran sabio eres, hijo de Abú Ajib! exclamó el rey, que había escuchado atentamente todo cuanto el sabio astrólogo le había explicado-. Si me construyes un palacio y unos jardines como esos, te recompensaré regalándote la mitad de mi reino.
-¿Para qué necesito riquezas, si poseo el «Libro de la Sabiduría?» -contestó el astrólogo despectivo. Sólo te pido que, como recompónsa por mi obra, me regales el primer animal, con su carga, que pase por la puerta mágica del palacio.
«¡Qué tontos e ingenuos son todos los sabios!», pensó el rey, apresurándose a aceptar aquella humilde petición.
Aquel mismo día se inició la obra. En la cumbre de la colina, encima de su propia vivienda subterránea, hizo construir el sabio un patio rodeado de gruesos muros y, en el centro, una torre con una puerta muy fuerte, encima de la cual grabó una mano gigantesca y a uno de los lados, una llave de enormes proporciones. Esos signos los esculpió él personalmente y, mientras hacía ese trabajo, murmuraba frases en lengua desconocida.
Después se encerró en sus aposentos durante dos días y dos noches, entregado a sus secretos encantamientos. El tercer día volvió a la cumbre de la colina, donde permaneció, completamente solo, por espacio de varias horas hasta que, cuando era ya noche cerrada, se presentó ante Aben Habuz.
-Mi obra ya está terminada, ¡oh, rey! -le dijo. Sobre la cumbre de la colina se levanta el más suntuoso palacio, que jamás ojos humanos han contemplado. Sus jardines son los más bellos que imaginación alguna pueda soñar. En el palacio encontraréis salones, baños, cámaras, galerías suntuosas..., en el jardín, los mejores árboles frutales, las flores más exóticas y raras. Y, al igual que el mágico jardín del Irán, está protegido por un encanto que lo hace invisible a los ojos de los mortales, excepto, claro está de los que poseen el secreto de tales encantos.
-¡Maravilloso! -exclamó el rey, entusiasmado. Mañana mismo, en cuanto el sol apunte en el horizonte, me instalaré en ese palacio.
¡Qué nerviosismo el del rey durante toda la noche! Le parecía que las horas transcurrían con mayor lentitud que nunca, en su impaciencia por verse ya instalado en el mágico palacio. Se levantó por el alba y antes de una hora ya estaba dispuesto para la partida, montado en su brioso corcel árabe. A su lado, más hermosa y también más misteriosa que nunca, la princesa cabalgaba un caballo completamente blanco, y los rayos del sol se reflejaban en las esmeraldas y los brillantes que adornaban su traje de seda fina, y el laúd de plata, que jamás abandonaba.
Al otro lado del rey se colocó el sabio astrólogo Ibrahim, pero a pie, porque no le gustaba cabalgar y apoyándose en su bastón, inició la marcha hacia la cumbre de la colina.
Ya casi habían llegado y Aben Habuz aún no conseguía ver el maravilloso palacio que su astrólogo le había prometido.
-Paciencia, señor -dijo Ibrahim. Ya os expliqué que se trata de un palacio mágico. Nadie puede verlo, mientras no haya traspuesto los muros que lo rodean. Esa es precisamente su salvaguarda.
Por fin llegaron a la puerta.
-Fijaos en esa llave gigantesca y en la mano, no menos gigantesca, labradas encima y a uno de los lados de la puerta ­dijo el sabio, dirigiéndose al rey. En tanto esa mano no llegue a apoderarse de la llave, nadie en el mundo podrá atentar contra vuestra seguridad.
El rey contempló con asombro aquellos signos y tan embebido estaba en esa contemplación, que no advirtió cómo el caballo blanco de la princesa se adelantaba y pasaba por la puerta, hasta llegar al centro del patio. El grito alborozado del sabio astrólogo, le hizo volver a la realidad.
-¡Esa es la recompensa que me prometisteis!, ¡oh, poderoso señor, soberano de Granada! -exclamó Ibrahim. El caballo blanco de la princesa ha sido el primer animal que ha pasado por la puerta. Mío es, con su carga.
Al principio Aben Habuz creyó que se trataba de una broma del sabio. Pero cuando advirtió que no era así, se enojó terriblemente:
-¡No te consiento esa impertinencia! -le dijo. Prometí regalarte el primer animal con su carga, que atravesara esa puerta. Toma pues la más robusta de mis mulas o el mejor de mis caballos árabes, cárgalo con cuantas joyas o tesoros desees, y hazlo pasar por esa puerta. Y tuyo será. Pero no pretendas, ni aún en broma quedarte con la que es la luz de mi corazón.
-¡Bah! ¿Para qué quiero tesoros, si mi «Libro de la Sabiduría» puede proporcionarme todas las riquezas de la tierra? ­contestó Ibrahim. Entregadme a la princesa, poderoso señor. Me pertenece por derecho.
La princesa, inmóvil encima de su blanca cabalgadura, escuchaba aquella discusión que mantenían los dos ancianos, erguida y orgullosa.
Por fin Aben Habuz ya no pudo contener por más tiempo su indignación y sin medir sus palabras, gritó:
-¡Eres un miserable, hijo del desierto! No niego tu gran saber, pero debes reconocerme como a tu señor, y respetarme como a tu rey soberano. ¡De lo contrario te castigaré!
-¡Mi señor...! ¡Mi rey...! ¿De verdad pretendéis castigarme si no os respeto? -replicó con burla el sabio astrólogo. ¡Sois muy imprudente, señor! ¿Olvidáis acaso que vuestro reino es sólo una pobre madriguera, comparada con los palacios que yo puedo poseer en cuanto lo desee? ¡Adiós, Aben Habuz! Seguid gobernando vuestras pobres tierras y gozad del halago de vuestros cortesanos. Yo me retiro para siempre a mi morada, desde donde me divertiré viendo las desdichas que, por vuestra imprudencia y vuestro orgullo, desencadenáis sobre vuestra propia cabeza.
Y dichas esas palabras, el sabio Ibrahim tomó con su mano las riendas del caballo blanco de la princesa y dio tres golpes en el suelo, con su bastón. Y, al punto, la tierra se abrió bajo sus pies, tragándoselo a él y también a la princesa, sin que quedase ni una huella suya en la superficie.
El rey se quedó mudo de asombro durante unos instantes. Pero no tardó en reaccionar, ordenando a sus hombres que cavasen la tierra, por donde el astrólogo había desaparecido. Pero aun cuando cavaron y cavaron durante horas, sólo encontraron tierra que de nuevo volvía a caer en el hoyo, tapándolo. Cuando el rey se convenció de la inutilidad de estos esfuerzos, mandó buscar la entrada que, en la ladera, conducía a los aposentos que ocupaba el sabio astrólogo. Pero incluso la entrada había desaparecido y tampoco pudieron encontrarla, porque por aquellos parajes la piedra era tan fuerte, que todas las herramientas se rompían, antes de conseguir horadarla.
El pesar del rey no conoció límites. No sólo había perdido a la princesa, sino que en cuanto Ibrahim hubo desaparecido, el jinete moro perdió todo su poder mágico y permaneció inmóvil, para siempre, apuntando con su lanza el lugar por donde se habla hundido el sabio astrólogo.
Y su tortura era aún mayor porque, de vez en cuando, oía en la lejanía el dulce y armonioso sonar del laúd de plata de la princesa y a pesar de oírse muy débil, le impedía por completo conciliar el sueño.
Por fin, un día, un pobre pastor pidió ser conducido a su presencia y cuando lo consiguió le dijo que la noche antes había encontrado una grieta en la montaña. Penetró por ella y llegó a ver un gran salón subterráneo, decorado y adornado con tal suntuosidad y riqueza, como jamás viera otro igual en su vida. Y, tendido en uno de los divanes, se hallaba el anciano sabio Ibrahim, dormitando al son del laúd de plata, que la princesa tocaba con singular maestría.
El rey mandó buscar la grieta de la que hablaba el pastor. Pero también ese último intento fue inútil. Como el propio Ibrahim le dijera al rey, el hechizo de la llave y la mano, era demasiado grande y poderoso para que ningún humano pudiera vencerlo. Por eso la cumbre de la montaña siguió estando siempre desnuda a los ojos de los mortales, por lo que los habitantes de Granada terminaron llamándole «La locura del Rey» o «El Paraíso del loco».
En cuanto al desdichado Aben Habuz, ya nunca más pudo gozar de un sólo día de paz y tranquilidad. Vivía atormentado, no sólo pensando en la princesa que el sabio astrólogo mantenía cautiva en el interior de la montaña, sino también por las continuas incursiones de sus enemigos, que, al ver que ya no le protegía ningún poder mágico, pronto comenzaron a asolar de nuevo sus tierras, robándole riquezas y hombres.
Hasta que al fin murió.
Desde entonces han transcurrido muchos siglos. Y sobre aquella montaña se ha construido La Alhambra, una maravilla comparable sin duda al magnífico jardín del Irán, del que el sabio astrólogo habló al rey.
Pero las sencillas gentes, que tan fácilmente creen en leyendas, aún hoy aseguran oír, en ocasiones, lejano y dulce, el melodioso sonido del laúd de plata, con el cual la bella princesa hechicera mantiene preso al astrólogo árabe Ibrahim Eben Abú Ajib, cuya magia la encerró en el interior de aquella montaña.
Cuando vayáis a Granada preguntad por él. A lo mejor también vosotros conseguís escuchar las maravillosas notas del laúd encantado.

Cuento de la alhambra

1.025. Irving (Washington) - 058

Un buen fin

En casa del jefe de conductores Stichkin, en uno de sus días libres, está sentada Liubof Grigo­rievna, señora alta y gruesa, como de cuarenta años, que tiene varias ocupaciones y entre ellas la de arreglar casamientos. Stichkin, algo confuso, pero, a pesar de esto, muy serio y grave como siempre, pasea a lo largo de la habitación con un cigarro en la boca, diciendo:
-Me alegro mucho de conocerla. Un amigo me ha hablado de usted desde el punto de vista de la ayuda que puede usted prestarme en un asunto delicado, asunto del cual depende la felicidad de mi vida. Yo, señora mía, tengo cincuenta y dos años. Hay gentes que a esta edad son padres de hijos mayores. Ejerzo un buen empleo. No poseo gran fortuna, pero sí lo bastante para sostener una familia. Le confieso que, además de mi suel­do, tengo en el Banco dinero que ahorré gracias a mi vida morigerada y sobria. Soy un hombre tran­quilo, serio; no soy bebedor; me gusta el orden, y mi vida puede servir de modelo a muchoii. Lo úni­co que me falta es un hogar y una compañera fiel. Llevo una vida de gitano, sin alegrías, sin tener a nadie que me dé un consejo. Cuando estoy en­fermo, no tengo quien me dé un vaso de agua... Le diré también que en sociedad un hombre ca­sado tiene más importancia que un soltero... Soy hombre culto; pero, con todo, ¿qué represento? Nada. Por lo dicho notará usted que me animan deseos de contraer matrimonio con una persona digna.
-Esto es perfectamente natural -suspiró la casamentera.
-No conozco a nadie en este pueblo. ¿Adónde dirigirme si toda la gente me es desconocida? He ahí la causa de qué mi amigo me haya aconsejado que me dirigiese a una persona especialista en estas cuestiones, que esté consagrada a forjar la felicidad humana. Por lo tanto, le ruego, respeta­ble Liubof Grigorievna, que tome este asunto en sus manos y dé nuevo rumbo a mi vida solitaria. Usted sin duda conocerá todas las señoritas de este pueblo y no le será difícil complacerme.
-No es difícil...
-Haga el favor... una copita...
La casamentera tomó una copita y la vació de un golpe.
-No es difícil -repitió. Pero, ¿qué clase de novia desea usted, Nicolai Nicolaivitch?
-¿Yo? La que la suerte me depare.
-Lo cierto que esto depende de la suerte; pero unos prefieren las morenas, a otros les placen las rubias... Cada hombre tiene su gusto.
-En este concepto tengo que advertirla -dijo Stichkin suspirando- que soy hombre serio y po­sitivo; para mí la hermosura y el exterior son co­sas secundarias. Usted misma comprenderá que una cara bonita y una mujer guapa dan mucho que hacer. Yo supongo que en una mujer lo prin­cipal no es el exterior, sino las cualidades de su interior, es decir, el alma. Una copita, le ruego... Naturalmente, sería muy agradable tener una mujer regordeta, pero ello no es indis-pensable pa­ra la felicidad conyugal. Lo primero es el talento. O, mejor dicho, ni siquiera el talento, porque con éste una mujer suele darse demasiada importan­cia y va en pos de muchos ideales. De lo que no se puede prescindir en estos tiempos es de la instruc­ción. Es muy agradable si la esposa conoce el fran­cés, el alemán; pero aviado estaría uno si ella, con todo su saber, no supiera coser un botón. Yo soy de clase culta. Con el príncipe Canitelen hablo como ahora con usted, con toda confianza, lo cual no impide que sea de costumbres sencillas. Me hace falta una joven que me acomode y, sobre todo, que me respete y que sepa agradecerme el honor que la dispenso.
-¡Es natural!
-Ahora hablemos de lo práctico. No busco una rica; no me permitiría nunca la bajeza de casarme por el dinero. No quiero comer el pan de mi mu­jer; quiero que ella coma el mío y que se dé cuenta de ello; empero, una pobre no me conviene. A pesar de que soy hombre acomodado y no me caso por interés, sino por amor, no puedo tomar una pobre. ¿Usted misma comprende? Todo se ha pues­to tan caro... y tendremos hijos.
-La encontraremos, y con dote -dijo la casa­mentera.
-¡Una copita... hágame el favor!
Ambos quedáronse callados. La casamentera suspiró, observó al conductor de reojo y le dijo:
-¿En punto de distracción? Dispongo de seño­ritas de gran valía... una francesa y otra griega.
El conductor reflexionó un momento y meneó negativamente la cabeza:
-No, se lo agradezco... Ahora, en vista de sus atenciones, permítame que me entere. ¿Cuál es el precio que me llevará usted para buscarme una novia?
-No pediré mucho... Si me da usted* veinti­cinco rublos y género para un traje, como es de costumbre, me quedaré satisfecha. Por lo del dote, la gratificación varía según su cuantía.
-Es muy caro. ..
-¡No es caro, Nicolai Nicolaivitch! Antes, cuando los casamientos eran más fáciles de arre­glar, tomaba menos. Pero en los tiempos que co­rremos ganamos muy poco... Si el mes reporta unos cincuenta rublos podemos estar satisfechos... y no son los casamientos los que los procuran ...
Stichkin miró a la casamentera con estupefac­ción y se encogió de hombros.
-¿Cómo? -exclamó. ¿Cincuenta rublos le parecen pocos?
-¡Naturalmente, es poco! Antes me ganaba cien rublos mensuales, y a veces más.
-¡Hum!... Nunca hubiera sospechado que este negocio fuera tan lucrativo... ¡Cincuenta rublos! Pocos hombres hay que ganen tanto... Pero ¡una copita hágame el favor!
La casamentera trasegó otra copita sin pesta­riear... Stichkin la observó atentamente de la cabeza a los pies, y declaró:
-¡Cincuenta rublos!... Eso hace seiscientos rublos al año... ¡Una copita, hágame el favor! Con unos dividendos semejantes, puede usted, Liu­bof Grigorievna, encontrar un buen partido...
-¿Yo?... -echóse a reír la casamentera. Soy una vieja...
-¡Por ningún concepto!... Tiene usted una fi­gura... y una cara... blanca... llena...
La casamentera se turbó; Stichkin también, pero vino a sentarse a su lado.
-Usted puede gustar a cualquiera -le dijo. Si encontrara usted un hombre serio, positivo, cuidadoso, aquí entre nosotros, ganaría usted bas­tante para convenirse mutuamente y contraer un matrimonio muy ventajoso...
-¡Por Dios! ¿ Qué es lo que me cuenta usted, Nicolai Nicolaivitch?
-Nada... es natural...
Otra vez quedáronse callados. Stichkin sonóse ruidosamente; la casamentera ruborizóse y, mi­rándole confusa, le interrogó:
-¿Y usted, Nicolai Nicolaivitch, cuánto gana? -Setenta y cinco rublos, sin contar las gratifi­caciones... Además, tenemos los beneficios de las bujías y de las liebres.
-¿Le gusta la caza?
-No; llamamos liebres a los pasajeros sin billetes.
Pasaron otros momentos en silencio. Stichkin levantóse agitado y emprendió un paseo por la habitación.
-Una esposa joven no me conviene -pronun­ció por fin; tengo cierta edad... y deseo una... así... por el estilo de usted..., tranquila, razo­nable, y con figura semejante...
-iPor Dios! ¿Qué es lo que dice? -balbuceó la casamentera, tapándose el arrebolado rostro con el pañuelo.
-¡No hay que pensarlo mucho! Usted me gusta y me conviene por sus cualidades. Soy un hombre tranquilo, sobrio, y si le gusto... ¿qué puede ser mejor? ¡Permítame que le pida su mano!
La casamentera reía y lloraba, y en señal de asentimiento brindó con Stichkin.
-Y ahora -dijo Stichkin, contento y feliz, permítame que le explique la conducta y el modo de vida que deseo verla llevar... Soy un hombre serio, positivo y severo; tengo sentimientos nobles, y deseo que mi mujer los tenga iguales y compren­da que soy sú bienhechor y su dueño.
Se sentó, y empezó a explicar a su novia sus gustos de vida doméstica y los deberes de esposa.

1.014. Chejov (Anton) - 071

Medidas preventivas

Trátase de una pequeña capital de distrito, que, según la expresión del celador de la cárcel, no se encuentra ni con telescopio en los mapas. Todo está silencioso y tranquilo bajo el sol ardiente del mediodía.
Desde el Ayuntamiento, y hacia la fila de tien­das del mercado, se dirige lentamente la comisión sanitaria compuesta del médico, del inspector de policía, de dos procuradores del Ayuntamiento y de un diputado comercial. Detrás de ellos caminan respetuosamente los municipales... La ruta de la comisión, como la del infierno, está sembrada de buenos propósitos; los señores sanitarios andan hablando de la sociedad, de los malos olores, de medidas preventivas y de otras materias semejan­tes, propias del tiempo del cólera. Las conversacio­nes son tan instructivas, que el inspector de po­licía se entusiasma y, volviéndose hacia los otros, declara:
-Así es como tendríamos que reunirnos y dis­cutir las cuestiones de interés público con más fre­cuencia. Además, da gusto; se siente uno en socie­dad, en vez de dedicarnos al chismorreo y a las querellas. ¿No le parece justo lo que digo?
-¿Por quién vamos a empezar? -pregunta el diputado comercial volviéndose hacia el médico y hablando con un aire de verdugo escogiendo su víc­tima-. ¿No le parece conveniente ir primeramen­te a la tienda de Ocheinikef? Es un bribón..., y además es hora que le llamemos al orden. El otro día me trajeron de su tienda sémola que estaba llena de... ustedes dispensarán, de inmundicias de ratones ... Mi esposa no se atrevió a comerla.
-¿Por qué no? Si quiere usted ir a la tienda de Ocheinikef, que sea así -replica el médico con in­diferencia.
Los señores de la comisión entran en la tienda de «té, café, azúcar y otros comestibles, de A. M. Ocheinikef» y, sin gastar más palabras, empiezan la inspección.
-¡Muy bien! -dice el médico, contemplando las hermosas pirámides de jabón. ¡Qué torres Eiffel has construido! ¡Mirad qué inventos!... ¡Hum!..., pero ¿qué significa esto? Miren uste­des, señores ¡Demian Gavrilovitch corta el jabón y el pan con el mismo cuchillo!
-¡Esto no traerá el cólera! -interviene el due­ño de la tienda.
-¡Tienes razón; pero es asqueroso!... ¡Yo también te compro el pan!
-No se incomode usted. Para los clientes de más importancia tenemos un cuchillo especial. Puede usted comerlo tranquilamente..., se lo juro...
El inspector de policía pestañea largo rato con sus ojos miopes mirando el jamón; lo raspa con la uña, lo huele, soplando, y luego, palpándolo, in­terroga:
-¿Es con trichina?
-¿Qué me dice? ¡Por Dios! ¡Puede usted su­ponerlo!
El inspector se turba, se aparta del jamón y se fija en la lista de los precios de tés de la casa Asmalof &.
El diputado comercial mete la mano en el barril con sémola y su mano tropieza allí con algo blan­do, velludo y caliente... Mira adentro, y la ad­miración y la ternura resplandecen en su sem­blante:
-¡Minino!... Minino!... -balbucea. Se han hecho un nidito en la sémola, y duermen... están blanditos... Mándame, Demian Gavrilo­vitch, un gatito a mi casa.
-Con mucho gusto... Señores: sírvanse ins­peccionar los entre-meses, los embutidos, el que­so... Aquí está el balik[1]. El balik lo recibí el jueves pasado; es de lo mejor... Michka, ¡trae el cuchillo!...
Los presentes cortan trozos del balik, lo huelen y lo saborean.
-Tomaré yo también un bocadito -dice como hablando consigo mismo el dueño de la tienda, De­mian Gavrilovitch. Tenía yo por ahí una bote­llita... Bebiendo un trago la comida sabe mejor... Michka, ¡venga la botella!...
Michka, con los carrillos hinchados y los ojos dilatados, descorcha la botella y la coloca en el mostrador.
-Beber en ayunas... -observa el inspector de policía rascándose la nuca. En tal caso, una solaxnente, y que sea pronto, Demian Gavrilovitch; es que no tenemos tiempo.
Un cuarto de hora después, los sanitarios, en­jugándose los labios y mondándose los dientes con cerillas, se encaminan hacia la tienda de Golori­benko. Pero, como si fuera a propósito, la entrada está obstruida... Unos cinco mocetones están ata­reados sacando un gran barril de manteca,
-¡Hacia la derecha!... ¡Déjalo rodar!... ¡Ti­ra, tira de este lado!... ¡Pon una viga por de­bajo!... ¡Qué diablo! ¡Señores, apártense; les aplastaremos los pies!
El barril se encaja en la puerta y no hay quien lo saque... Los mozos lo empujan con toda la fuerza, soplan y se injurian mutuamente.
Cuando, a consecuencia de tantos esfuerzos, el aire pierde su pureza, el barril sale por fin; pero inmediatamente torna, y rodando vuelve a enca­jarse sólidamente en el dintel de la puerta.
-¡Diablo! -exclama el inspector. Vamos a casa de Schibukin; estos demonios se quedarán aquí hasta la noche.
Pero la tienda de Schibukin está cerrada.
-¡Si estaba abierta hace poco! -dicen asom­brados los sanitarios. Cuando entrábamos en casa de Ocheinikef, Schibukin estaba delante de su puerta enjuagando una tetera de cobre. ¿Dón­de está? -preguntan a un mendigo que está sen­tado al lado de la tienda cerrada.
-¡Una limosnita por el amor de Dios! -ento­na el mendigo con voz ronca. ¡Tengan piedad de un lisiado, por el amor de Dios!¡Por el des­canso de las almas de sus padres!...
Los sanitarios le manifiestan con la mano su impaciencia y se alejan todos, excepto el procura­dor del Ayuntamiento, Pliumin, que le da al men­digo un copec, y luego, como asustado, se persigna y corriendo alcanza a los demás.
Al cabo de dos horas, la comisión regresa; todos tienen el aspecto cansado y fatigado; pero no han ido en balde: un municipal lleva triunfalmente detrás de ellos una cesta con manzanas podridas.
-Ahora, después de haber trabajado, conviene tomar una copita -declara el inspector de poli­cía guiñando el ojo y señalando a una taberna. ¡Vamos a reponernos! ¡Sí; no estaría mal! En­tremos si les parece.
Los sanitarios entran en la taberna y siéntanse alrededor de una mesa coja. El inspector hace una señal al dependiente, y varias botellas aparecen en la mesa.
-¡Qué fastidio que no haya nada para tomar un bocadito! -dice el diputado comercial tragan­do de un golpe el contenido de una copa y haciendo una mueca. ¿No tendrías tú siquiera algunos pepinos?... ¡Cualquier cosa! ...
El diputado se vuelve hacia el municipal y es­coge una manzana, menos podrida que las demás.
-¡Vaya!... ¡Si hay aquí algunas que no están del todo echadas a perder! -advierte el inspector. ¡Escogeré también una! Puedes dejar la cesta en la mesa y elegiremos las mejores. En cuanto a las demás, podrás destruirlas después. ¡Anikita Ivanovitch, eche usted vino! Convendría reunirnos más frecuentemente y discutir sobre las medidas necesarias...; pero vivimos como en un desierto; no hay ni vida social, ni casinos, ni instrucción... ¡Como si viviéramos en Australia! ¡Una copita más! ¡Échense, señores! ¡Doctor! Esta manzana la escogí para usted.

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-¡Señor inspector! ¿ Qué hago con esta cesta? -le dice al inspector de Policía el municipal, cuando la comisión sale de la taberna.
-¿La cesta?... ¿Cuál de ellas? ¡Ah..., ya!... Destruirla al mismo tiempo que las manzanas ... ¿Comprendes? Está contagiada...
-Las manzanas se las han comido ustedes.
-¡Ah!..., pues me alegro mucho. Vete a mi casa y dile a mi señora que no se enfade... que me voy una horita... a casa de Pliumin, a dormir... ¿Comprendes? A dormir un ratito... en los bra­zos de Morfeo.
Y lanzando miradas al cielo, el inspector mueve tristemente la cabeza, levanta los brazos y dice:
-¡Así se pasa la vida!...

1.014. Chejov (Anton) - 071

[1] Filete de pescado ahumado.

Los nervios

El arquitecto Dmitri Osipovitch Vaksin, que ha regresado de la ciudad a su casa de campo, há­llase impresionado por la sesión espiritista a que ha asistido. Al desnudarse para acostarse en su lecho solitario (pues su mujer ha ido al santuario de San Sergio), Va.ksin va recordando todo lo que acaba de ver y oír. Hablando claro, ésta no fué una verdadera sesión espiritista; la velada pasó en conversaciones tétricas. Una señorita em­pezó por hablar de la adivinación del pensamiento; de esto pasaron a los espíritus, a los fantasmas; de los fantasmas, a los enterrados vivos... Un señor leyó la historia de un muerto que se revolvió en el ataúd. Vaksin pidió un platillo y demostró a las señoritas cómo se procede para comunicarse con los esn~íritus. Llamó a su tío Klavdi Mirono­vitch y le preguntó mentalmente si no sería pro­picio en este tiempo poner la casa a nombre de su mujer. A lo que el tío contestó: «Prever siem­pre está bien.»
-En la Naturaleza hay muchas cosas misterio­sas... y temibles -reflexiona Vaksin tapándose con la manta. No son los muertos los que asus­tan; es la incertidumbre...
Suena la una de la noche. Vaksin vuélvese del otro lado y echa una mirada a la lucecita azul de la mariposa. La lucecita centellea y apenas alum­bra los rincones y el retrato del tío Klavdi Mirono­vitch, colgado en la pared, frente a la cama.
-¿Qué haré si ahora en esta penumbra se me aparece la sombra del tío? -pensó Vaksin.
¡No, son tonterías; esto no puede ser! Los fantas­mas son producto de cabezas incultas ...
Sin embargo, Vaksin se tapa la cabeza con la manta y cierra los ojos. En su imaginación se le aparecen el muerto que se revolvió en el ataúd, su difunta suegra, un compañero ahorcado, una jo­ven ahogada... Vaksin procura pensar en otras cosas; pero todos sus esfuerzos resultan vanos; sus pensamientos se hacen más temibles y más embro­llados. El temor le oprime.
-¡Qué diablo! ¡Tengo miedo como un chiqui­llo!... ¡Es absurda!
Tic tac, tic tac, óyese el sonido del reloj detrás de la pared. En la iglesia lugareña suenan las campanas; el toque es lento... triste... Vaksin siente un frío en la espalda y en la nuca. Le pa­rece que alguien respira al lado suyo; que el tío sale del marco y se inclina sobre él. .. Tiene un miedo invencible. Aprieta los dientes y contiene la respiración. En fin, cuando por la ventana abierta entra zumbando un moscardón, no puede más y toca desesperadamente el timbre.
-Dmitri Osipovitch, ¿qué quiere usted? -di­ce al cabo de unos minutos la voz de la institutriz alemana.
-¿Es usted, Rosalía Carlovna? -dice con ale­gría Vaksin. ¿Por qué se molesta usted? Ga­vrile hubiera podido...
-A Gavrile le dió usted permiso para que se fuera al pueblo; la chica ha salido también... No hay nadie en casa... Pero, ¿qué es lo que necesita?
-Es que yo quería... Pero entre usted..., no se avergüence, está obscuro...
La gorda y sonrosada alemana entra en el dor­mitorio y se para en espera de la explicación.
-Siéntese un momento... Verá usted de qué se trata... «¿Sobre qué la puedo interrogar?» -reflexiona Vaksin, mirando de reojo el retrato del tío y sintiendo cómo sus nervios se tranquilizan.)
Le quería pedir... que mañana, cuando el criado vaya a la ciudad... le recuerde que me traiga... cigarrillos... ¡Pero siéntese!
-¿Quiere usted algo más?
-Sí; quiero... no quiero nada... Pero, ¿por qué no se sienta usted? (Pensaré todavía otra cosa.)
-No es decente que una señorita permanezca en la alcoba de un caballero... Veo que usted, Dmitri Osipovitch, es un travieso..., un burlón... lo comprendo... Por los cigarrillos no se despierta a la gente..., lo comprendo ...
Rosalía Carlovna sale de la habitación. Vaksin, algo tranquilizado por la conversación y avergon­zado de su cobardía, se tapa la cabeza con la sá­bina y cierra los ojos. Pasan unos diez minutos relativa-mente soportables; pero luego se repiten las mismas cosas. Saca la mano a tientas, busca los fósforos y enciende la vela sin abrir los ojos. Pero la claridad no le alivia. Su imaginación tur­bada ve que su tío guiña los ojos y que alguien le contempla desde un rincón...
-¡La llamaré otra vez! ¡Que el demonio se la lleve!... -se dice Vaksin. Diré que estoy ma­lo... Pediré gotas...
Vaksin toca el timbre. No obtiene contestación. Llama otra vez, y solamente responden las cam­panas de la iglesia. Presa de un temor ciego, sale corno loco de la alcoba, y persignándose, echa a correr por el pasillo hacia el cuarto de la institu­triz. Está descalzo y en paños menores.
-¡Rosalía Carlovna! -llama con voz temblo­rosa. ¡Rosalía Carlovna! ¿Duerme usted? Es­toy... estoy enfermo.
Nadie le contesta. El silencio es completo.
-Se lo ruega..., ¿comprende usted?; se lo rue­go. ¿Para qué tantos... melindres? No lo entien­do..., y sobre todo si uno está enfermo... A su edad y tan escrupulosa...
-Se lo diré a su señora... ¡Déjeme en paz! ¡Soy una muchacha honrada!... Cuando yo ser­vía en casa del barón Anzig y el barón quiso en­trar en mi cuarto en busca de fósforos, lo com­prendí todo... Inmediatamente comprendí qué fósforos buscaba y se lo advertí a la baronesa... Soy una muchacha honesta...
-¡Qué diablos tengo que ver con su honesti­dad! Estoy enfermo... y quiero unas gotas..., ¿entiende usted? Estoy malo...
-Su señora es una mujer buena, honorable; usted debe amarla. ¡Sí! ¡Es una persona noble! No tengo intención de ser su rival.
-¡Estúpida! ¡Es usted una estúpida! ¿Me com­prende usted?
Vaksin se apoya en el dintel de la puerta, cruza los brazos y quédase así, esperando que el miedo se le pase. No tiene fuerzas para volver a su cuar­to y ver aquella lucecita centelleante y el retrato del tío. Tampoco le es posible quedarse medio des­nudo en el pasillo. ¿Qué determinación tomar? Suenan las dos. El miedo no le abandona. El pasi­llo está obscuro; le parece que en cada rincón algo tenebroso le aguarda. Vuélvese de cara a la pared, pero en el mismo momento se le antoja que le tiran de la camisa y que le tocan en el hombro.
-¡Demonio!... ¡Rosalía Carlovna!
Ninguna respuesta. Vaksin, indeciso, entreabre la puerta y echa una mirada al cuarto. La virtuosa alemana duerme tranquilamente. Una lamparita ilumina los relieves de su cuerpo macizo. Vaksin entra en el cuarto y se sienta en el baúl al lado de la puerta. La presencia de un ser vivo, aunque dormido, le tranquiliza; siéntese aliviado.
-¡Que duerma la tonta! Me quedaré aquí has­ta que amanezca y me iré... Ahora amanece tem­prano...
Esperando la luz del día, Vaksin encoge los pies, pone la mano bajo la cabeza y quédase refle­xionando: «¡Cuidado con los nervios!... Yo, hom­bre culto, instruido, y tengo miedo... miedo como un niño... ¡Qué vergüenza!... »
Poquito a poco, oyendo la respiración monótona de Rosalía Carlovna, tranquilízase completamen­te...
A las seis de la mañana, la señora Vaksin, de vuelta de su peregrinación, entra en el dormitorio y, no encontrando allí a su marido, va al cuarto de la alemana a pedirle dinero suelto para pagar el coche. Al entrar ve el siguiente cuadro: Rosalía Carlovna, sofocada de calor, duerme en su cama, y a un metro de ella, acurrucado en el baúl, su marido ronca dulcemente. Está descalzo y en pa­ños menores. Qué hizo la mujer y cuál fué la cara del marido al despertarse, que lo describan otros. Estoy agotado y entrego las armas.

1.014. Chejov (Anton) - 071