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lunes, 20 de octubre de 2014

Una vendetta

La viuda de Paolo Saverini vivía sola con su hijo en una pobre casucha junto a las murallas de Boni­facio. La ciudad, construida sobre una saliente de la montaña, y en algunos sitios colgada encima del mar, mira, sobre el estrecho erizado de escollos, hacia la más baja costa de Cerdeña. A sus pies, por el otro la­do, rodeándola casi por completo, un corte del acan­tilado, que parece un gigantesco corredor, le sirve de puerto y conduce hasta las primeras casas, des­pués de un largo circuito entre dos abruptas paredes, los barquichuelos de pesca italianos o sardos; y ca­da semana, el viejo vapor asmático que hace el ser­vicio desde Ajaccio.
Sobre la blanca montaña, el amontonamiento de casas pone una mancha aún más blanca. Parecen nidos de pájaros silvestres, aferrados a la roca, do­minando aquel paso terrible por el que apenas se aventuran los navíos. El viento, sin descanso, fatiga la desnuda costa, la roe, apenas deja brotar la yerba; se hunde en el estrecho cuyos bordes azota. Las man­chas de pálida espuma que rodean las negras puntas de las innumerables rocas que atraviesan por doquie­ra las olas, parecen jirones de velamen flotando y palpitando en la superficie del agua.
La casa de la viuda de Saverini, agarfiada al mis­mo borde del acantilado, abría sus tres ventanas -a este horizonte salvaje y desolado.
Allí vivía ella sola, con su hijo Antonio y su pe­rra, la Vivaracha, animal grande y delgado, de hirsu­tos pelos, de la casta de los mastines. Servía para ir de caza, al muchacho.
Una noche, después de una disputa, Antonio Sa­verini fué traidoramente matado, de una puñalada, por Nicolás Ravolati, quien, aquella misma noche, huyó y llegó a Cerdeña.
Cuando la anciana madre recibió el cuerpo de su hijo, que unos caminantes le llevaron, no lloró, pero permaneció largo tiempo inmóvil, mirándolo; y lue­go, tendiendo su mano arrugada sobre el cadáver, le prometió la vendetta. No quiso que nadie se quedara con ella, y se encerró junto al muerto, en compañía de la perra que aullaba. Aullaba este animal de una manera continuada, de pie, al lado del lecho, vuelta la cabeza hacia su amo y con la cola apretada entre las patas. No se movía más que la madre que, incli­nada ahora sobre el cuerpo, fija la mirada, lloraba grandes lágrimas silenciosas contemplándolo.
El muchacho, tendido de espaldas, con su chaque­tón de paño grueso, desgarrado y agujereado el pe­cho, parecía dormir; pero tenía sangre por todas par­tes: en la camisa arrancada para los primeros auxi­lios; en el chalero, en los pantalones, en la cara, en las manos. Coágulos de sangre se habían cuajado en la barba y los cabellos.
La vieja se puso a hablarle, y al oír esta voz, la pe­rra calló.
-Sí, sí: tú serás vengado, pequeño niño mío, mi pobre hijo. Duerme, duerme, que serás vengado, ¿me oyes ? Es la madre la qúe te lo promete, y ella nunca ha faltado a su palabra, bien lo sabes tú.
Y lentamente se inclinó sobre él, poniendo sus la­bios fríos sore los labios muertos.
Entonces, Vivaracha se puso a gemir otra vez. Lanzaba una larga queja monótona, desgarradora, horrible.
Allí se quedaron ambas, la mujer y el animal, has­ta el amanecer.
Antonio Saverini fué enterrado al día siguiente, y muy pronto nadie volvió a hablar de él en Bonifacio.
No había dejado hermanos ni primos carnales; ningún hombre que pudiera llevar a cabo la vendetta. Sólo la madre pensaba en ello.
Al otro lado del estrecho, la vieja veía de mañana a tarde un punto blanco en la costa. Era un villorio de Cerdeña, llamado Longosardo, donde se refugiaban los bandidos corsos perseguidos. Aldehuela ha­bitada casi exclusivamente por esos bandidos, fren­te a las costas dé su patria; allí esperaban el momen­to de regresar, de retornar a la espesura[1]. En ese caserío, ella lo sabía, se había refugiado Nicolás Ra­volati.
Completamente sola durante todo el día, sentada a su ventana, ella miraba allá lejos, pensando en la venganza. ¿Cómo se las arregláría, sin nadie, enfer­ma, tan cercana a la müerte? Pero había prometido, había jurado sobre el cadáver. No podía olvidar, ni podía esperar. ¿Qué haría? Pasaba las noches en vela: no tenía reposo ni tranquilidad; buscaba, obstinada. La perra, a sus pies, dormitaba y, a veces levantan­do la cabeza, aullaba a la lejanía. Desde que su amo no estaba allí, aullaba con frecuencia de ese modo, co­mo si lo llamara, como si su alma de animal, descon­solada, guardara así un recuerdo imborrable.
Pues bien, una noche, en tanto que Vivaracha se ponía a gemir, la madre de súbito tuvo una idea, una idea feroz y vengativa. La meditó hasta la ma­ñana; levantándose al alborear, se fue a la ig!esia. Oró, prosternada, inclinada ante Dios, suplicándole que le ayudara y que diera a su pobre cuerpo gasta­do la fuerza que necesitaba para vengar al hijo.
Luego regresó a la casa. Había en el patio un viejo barril desencajado, que recogía el agua de las goteras; lo volcó, vaciándolo, lo sujetó al suelo con tarugos y piedras; luego encadenó a Vivaracha a esta casucha y entró a su habitación. Andaba de un lado a otro, sin descanso, fija la mirada en las costas de Cerdeña. Allá lejos estaba el asesino.
La perra aulló todo el día y toda la noche. Al ama­necer, la vieja le llevó agua en una jofaina; pero nada más; ni sopa ni pan.
Pasó el día. hivaracha, extenuada, dormía. Al día siguiente tenía los pelos erizados, los ojos relucientes y tiraba desesperadamente de su cadena. La vieja no le dió tampoco de comer. El animal furioso, ahora, ladraba con voz ronca. Pasó la noche.
Entonces, al levantar del día; la vieja Saverini fue a ver a su vecino y le rogó que le diera dos haces de paja; tomó las vestiduras harapientas que otrora ha­bía llevado su marido, las rellenó de paja para simu­lar un cuerpo humano.
Y clavando un palo en el suelo, ante la guarida de Vivaracha, ató sobre él aquel monigote, que parecía mantenerse de pie. Luego hizo una cabeza con un paquete de vieja ropa blanca.
La perra, sorprendida, miraba aquel hombre de paja, y se callaba, aunque estaba devorada por el hambre.
Entonces la vieja fue a comprar en la carnicería un largo pedazo de fnorcilla negra. Al llegar a su casa, encendió una candela de leña en el patio, junto al ba­rril y tostó su morcilla. Vivaracha, trastornada, sal­taba, babeando, clavados los ojos en la morcilla, cuyo humo le entraba por los hocicos hasta el vientre. Lue­go la vieja hizo con aquella carnaza humeante una corbata para el hombre de paja. Se la amarró por largo rato en torno al cuello, como para hacerla pe­netrar en el espantajo. Y cuando hubo concluído, des­ató a la perra.
De un salto formidable, el animal alcanz6 la gar­ganta del muñeco y, con la patas sobre los hombros, se puso a desgarrarla. Caía, con un trozo de su presa entre los dientes, luego se lanzaba de nuevo, hundía sus dientes en las cuerdas, arrancaba algunos pedazos de comida, volvía a caer, tornaba a saltar encarni­zada. Arrancaba el rostro con fuertes dentelladas y hacía pedazos todo el cuello,
La vieja, inmóvil y muda, miraba, chispeantes los ojos. Después tornó a encadenar al animal, la hizo ayunar por dos días y recomenzó el extraño ejercicio.
Durante tres meses la acostumbró a esta especie de lucha, a estas comidas conquistadas a fuerza de dentelladas. Ya no la encadenaba, sino que la arro­jaba, con un ademán, sobre el maniquí.
Le había enseñado a desgarrar, a devorarlo, aun cuando no hubiera ningún alimento escondido en su garganta. Luego, como recompensa, le daba la mor­cilla asada para ella.
Desde que advertía la presencia del hombre, Vi­varacha temblaba; luego volvía los ojos hacia su ama, que le gritaba "¡Sus!" con voz silbante, alzando un dedo.
Cuando juzgó que había llegado la hora, la madre Saverini fué a confesarse y a comulgar un domingo temprano, con un fervor estático; luego, habiéndose vestido con traje de hombre, parecida a un viejo men­digo andrajoso, hizo trato con un viejo pescador sar­do, que la condujo, acompañada de su perra, a la otra banda del estrecho.
Llevaba en un saco un gran trozo de morcilla. Vi­varacha ayunaba desde dos días atrás. La vieja a cada momento, le hacía oler la apetitosa presa, y la excitaba.
Entraron a Longosardo. La corsa andaba a coje­tadas. Se presento en casa de un panadero y preguntó dónde vivía Nicolás Ravolati. Este había vuelto a su antiguo oficio de carpintero. Trabajaba solo al fondo de su tenducho.
La vieja empujó la puerta y le llamó:
-¡Eh! ¡Nicolás!
El hombre se volvió. La vieja azuzando a su perra, y soltándola, gritó.
-¡Anda, anda! ¡Devora! ¡Devora!
El animal frenético, se lanzó y atrapó al hombre por la garganta. El extendió los brazos, luchó, rodó por tierra. Durante unos cuantos segundos se retor­ció, golpeando el suelo con los pies; luego se quedó inmóvil, mientras Vivaracha le despedazaba. el cuello, arrancando jirones. Dos vecinos, sentados a su puer­ta, recordaban perfecta-mente haber visto salir a un viejo mendigo con un perro negro que comía mien­tras andaba, algo que su amo le iba dando.
Aquella noche la vieja volvió a su casa. Y esa no­che durmió tranquila.

1.042. Maupassant (Guy de) - 052




[1] Retourner au maquis, en el texto original. Frase con que se expresa en Córcega la salida de los bandoleros o vengadores a campo libre, a ocultarse en las zarzas, esperando la ocasión y es­quivando en su escondrijo a la policía. De ahí viene la denomi­nación de "maquis" que se dió a los que formaban, en partidas ocultas o individualmente escondidos, las fuerzas de resistencia contra los alemanes, durante la ocupación de Francia en la se­gunda Guerra Mundial. (N. del T.)

Pierrot

A Henry Rouzon.

La señora Lefevre era una dama campesina, viu­da, una de esas palurdas a medias, que usan muchos cintajos y complicados sombreretes, que hablan con rudeza, toman en público aires de importancia y ocultan un alma burda y vanidosa bajo aspectos cómicos y currutacos, como disimulan sus bastas manos bajo guantes de seda cruda.
Tenía como sirvienta a una buena y sencilla cam­pesina llamada Rosa.
Ambas habitaban una casita de verdes persianas, junto a un camino, en Normandía, en el centro de la región de Caux.
Como tenían ante su vivienda un estrecho jar­dín, cultivaban algunas legumbres.
Una noche les robaron media docena de cebollas.
Cuando Rosa se dio cuenta del robo, corrió a avi­sarle a la señora, que bajó en refajo de lana. Fué aquello una desolación, un terror. ¡Le habían roba­do, robado a la señora Lefevre! ¡Así pues, en el país había ladrones y la cosa podría repetirse!
Y las dos mujeres, horrorizadas, contemplaban las huellas, suponían cosas: "Mire, han pasado por aquí. Han puesto los pies sobre el muro. Han saltado al reborde".
Y se espantaban ante el porvenir. ¿Cómo iban a dormir tranquilas ahora?
El rumor del robo se extendió. Los vecinos llega­ron, comprobaron, discútieron a su vez; y las dos mu­jeres explicaban a cada recién llegado sus observa­ciones y sus ideas.
Un granjero vecino les dió este consejo: "Sería muy conveniente que tuvieran ustedes un perro".
Era verdad eso. Debían tener un perro, aun cuan­do no fuera más que para dar la alarma. No un pe­rro demasiado grande, no. ¿Qué harían ellas con un perrazo en la casa? Se arruinarían alimentándolo, Pero un perrillo, un gozque ladrador, eso sí serviría.
Cuando la gente hubo partido, la señora Lefevre discutió por largo tiempo la idea de tener un perro. Después de reflexionar, hacía mil objeciones, ate­rrorizada por el pensamiento de un lebrillo lleno de comida. Era ella una de esas señoras campesinas que llevan siempre unos céntimos en el bolso para darlos como limosna, ostensiblemente, a los pobres de los caminos, y para contribuir a las colectas del domingo.
Rosa, que tenía afección por los animales, expuso sus razones y las defendió con astucia. Y se decidió adquirir un perro, un perrito.
Empezaron a buscarlo, pero no se podía encon­trar sino perros de gran tamaño, tragadores de sopa hasta más no poder. El tendero de Rolleville tenía un perro pequeñín. Pero exigía que se le pagaran dos francos, para reponerse de los gastos de crianza. La señora Lefevre afirmó que estaba dispuesta a alimen­tar un perro, pero que no lo compraría.
El panadero, que sabía de los acontecimientos, llevó una mañana, en su carretela, un extraño ani­malito pajizo, casi sin patas, con un cuerpo de co­codrilo, cabeza de zorro y rabo en trompeta, un ver­dadero penacho tan grande como todo el resto de su persona. Un cliente quería deshacerse del ani­malillo. La señora Lefevre encontró bastante hermo­so aquel gozquejo inmundo, que no le costaba nada. Rosa lo besó y preguntó cómo lo llamaban. El pa­nadero respondió que lo llamaban "Pierrot".
Fué colocado en un viejo cajón de jabón y le die­ron a beber agua. Bebió. En seguida le presentaron un pedazo de pan. Comió. La señora Lefevre, inquie­ta, tuvo una idea. "Cuando esté acostumbrado a la casa, le dejaremos en libertad, y él mismo se busca­rá su comida por ahí".
Y le dejaron libre, lo que no impidió que estuvie­ra hambriento. No ladraba, por lo demás, sino para reclamar su comida. Pero en este caso ladraba insis­tentemente. Todo el mundo podía entrar en el jar­dín; Pierrot iba a acariciar a quienquiera que llegase, y permanecía absolutamente mudo.
Entre tanto, la señora Lefevre se había acostum­brado al animal; hasta había llegado a quererlo, y a pasarle con su mano, de vez en vez, mendrugos mo­jados en salsa.
Pero no había pensado en el impuesto, y cuando le pidieron ocho francos -¡ocho francos, señora! ­por aquel gozquejo insignificante que ni siqaiera la­drabá, estuvo a punto de desmayarse.
Se decidió inmediatamente que había que desem­barazarse del perrillo. Nadie lo quiso y en diez le­guas a la redonda, todos los campesinos se negaron a "darle la morcilla". Esto es, a envenenarlo, para quitarlo de en medio.
En medio de una llanura espaciosa se ve una es­pecie de choza o, mejor dicho, un techadillo de bá­lago colocado sobre el suelo. Es la entrada de la man­tillera. Un gran pozo, derecho, se hunde hasta vein­te metros bajo tierra, para llegar a una serie de lar­gas galerías subterráneas. Se baja una vez al año a esta mina, en la época en que se echa el mantillo so­bre los campos. El resto del tiempo sirve de cemen­terio a los perros que se quiere abandonar; y a veces cuando se pasa cerca del orificio, se oyen quejumbro­sos aullidos, furiosos ladridos desesperados, lamenta­bles llamadas.
Los perros de los cazadores y de los pastores, hu­yen con espanto de las cercanías de aquel boquete gemebundo; y cuando uno se asoma, percibe un abo­minable hedor a podredumbre.
Dramas terribles se llevan a cabo en aquella os­curidad.
Cuando un animal agoniza desde hace diez o doce días en el fondo, alimentado por los restos inmundos de sus predecesores, un nuevo animal, más grande, más vigoroso sin duda, es arrojado allí de súbito. Allí quedan los dos solos, hambrientos, relucientes los ojos. Se miran, se siguen, titubean ansiosos. Pe­ro el hambre los impulsa; se atacan, luchan encar­nizadamente por largo tiempo; y el más fuerte de. vora al más débil, lo devora vivo.
Se decidió a echar allí a Pierrot, y se buscó un eje­cutor. El peón caminero pidió cinco francos por la gestión. Esto pareció locamente exagerado a la se­ñora Lefevre. Un vecino se contentaba con dos fran­cos; pero aun era demasiado; y habiendo opinado Rosa que era mejor que lo llevaran ellas mismas, puesto que así nadie lo martirizaría de camino, se decidió que irían juntas al caer la noche.
Aquella tarde le dieron una buena sopa con un poco de manteca. Se la tomó hasta la última gota, y, cuando meneaba la cola de contento, Rosa le cogió y lo envolvió en su delantal. Iban a largos pasos, co­mo merodeadores, por la llanura. Pronto vieron la mantillera y se acercaron. La señora Lefevre se aso­mó para saber si había algún animal que gimiera allí abajo. No, no había ninguno.° Entonces Rosa llo­rando besó a Pierrot y lo arrojó al boquete. Ambas se inclinaron, aguzando los oídos.
Al principio oyeron un ruido sordo; luego la queja aguda, desgarradora, de un animal herido; luego una sucesión de cortos gritos de dolor; luego llamadas desesperadas, súplicas del perro que imploraba con la cabeza levantada hacia la abertura.
¡Ladraba!, ¡oh, ladraba!
Y se fueron llenas de remordimientos, de espanto, de un terror inexplicable; huyeron a todo correr. Y como Rosa iba más deprisa, la señora Lefevre le gritaba: "¡Espéreme, Rosa, espéreme!"
Pasaron la noche atormentadas por pesadillas.
La señora Lefevre soñó que se sentaba a la mesa para tomar su sopa, pero cuando destapaba la sope­ra, Pierrot estaba dentro, saltaba y la mordía en la nariz.
Se despertó y creyó oír ladrar el perrillo todavía. Escuchó; se había engañado.
Durmióse de nuevo y se encontró sobre una ca­rretera, interminable, y de súbito, en medio vio un canasto, un gran canasto abandonado; este canasto le daba miedo.
Terminó empero, por abrirlo, y Pierrot que esta­ba dentro, acurrucado, le atrapó la mano y no se la soltaba; ella se sabía perdida, llevando así en el ex­tremo de su brazo al perro, colgando con los dien­tes apretados.
Se levantó al amanecer, medio loca, y corrió hacia la mina.
Pierrot ladraba, todavía ladraba, había pasado la noche ladrando. La mujer empezó a sollozar y le llamó con mil palabrillas cariñosas. El respondió con todas las inflexiones tiernas de su voz de perro.
Entonces ella quiso volverle a ver, prometiéndo­se hacerlo feliz hasta su muerte.
Corrió a casa del pocero encargado de extraer el mantillo y le contó su caso. El hombre oía sin decir palabra. Cuando ella terminó, dijo el hombre: "¿Quie­re usted su perro? Eso costará cuatro francos".
Ella dio un respingo y todo su dolor desapareció como por ensalmo.
-¿Cuatro francos? ¿Está usted loco? ¿Cuatro francos?
Y él respondió:
-¿Cree usted que voy a llevar hasta allí mis cuer­das, mis manivelas, y colocarlo todo, y bajar con mi muchacho a riesgo de que su perrillo me muerda, por el gusto de devolvérselo? No haberlo echado, en ese caso.
Ella se fue indignada. -¡Cuatro francos!
Apenas llegada a su casa, llamó a Rosa y le expu­so las aspiraciones del pocero. Rosa, siempre resigna­da, repetía "¡Cuatro francos! Es mucho dinero, se­ñora!". Y añadió: "¿Y si le echáramos de comer, al pobre perro, para que no se muera de hambre?"
La señora Lefevre aprobó feliz. Y allá se encami­naron con un gran pedazo de pan untado en mante­ca.
Lo cortaron en trozos que fueron echando uno tras otro; hablando a Pierrot al mismo tiempo. Y apenas el perro se habla comido un trozo, ladraba para pedir otro.
Volvieron por la tarde, y al otro y todos los días. Pero no hacían sino un viaje.
Y una mañana, en el momento de echar el primer bocado, oyeron de pronto un ladrido formidable en el pozo. ¡Había dos! ¡Hablan echado otro perro, uno grande!
Rosa gritó: -¡Pierrot!
Y Pierrot ladró, ladró. Entonces se pusieron a echar más comida. Pero, cada vez oían un empujón terri­ble y luego los quejidos de Pierrot mordido por su compañero que, siendo más fuerte, se lo comía todo.
Inútil era que ellas especificaran: "¡Eso va para ti, Pierrot!" "Pierrot, evidentemente, no conseguía nada.
Sin saber qué hacer, las dos mujeres se miraban. Y la señora Lefevre dijo con voz agria:
-Yo no puedo estar alimentando a todos los pe­rros que echen ahí dentro. Hay. que renunciar a venir.
Y sofocada por la idea de tantos perros alimenta­dos a sus expensas, se fue, llevándose lo que aún que­daba de pan; y de camino se puso a comer de aquél.
Rosa la seguía, enjugándose los ojos con una pun­ta del delantal.

1.042. Maupassant (Guy de) - 052

Naufragio

Fue ayer, 31 de Diciembre.
Acababa yo de almorzar con mi viejo amigo Jorge Garín. El criado le pasó una carta con sellos extran­jeros:
Jorge me dijo:
-¿Me permites?
-Naturalmente.
Se puso a leer ocho páginas cubiertas de úna gran­de letra inglesa, con renglones cruzados en varias direcciones. Leía despacio, con reconcentrada aten­ción, con ese interés que uno pone en las cosas que le atañen profundamente.
Puso la carta sobre la chimenea y me dijo:
Esta es una curiosa historia que nunca te he con­tado, una historia sentimental que me sucedió. Fué un singular día primero de año aquél. Hará veinte años de esto... Sí, yo tenía entonces treinta, y aho­ra tengo cincuenta. Eso es.
Era entonces inspector de la Compañía de Segu­ros Marítimos que hoy dirijo. Me disponía a pasar en París la fiesta de primero de año, cuando recibí una carta del director, ordenándome partir inmedia­tamente para la isla de Re, donde acababa de naufra­gar el buque de tres palos que partió de Saint Na­zaire, asegurado por nosotros. Eran las ocho de la mañana. Llegué a las diez a la Compañía, para reci­bir instrucciones; y aquella misma tarde tomaba el expreso que me dejaba en la Rochela al día siguien­te, 31 de Diciembre.
Me quedaban dos horas antes de subir al barco de Ré, el Jean-Guiton. Di una vuelta por la ciudad. Muy pintoresca y de mucho carácter es, en verdad, la ciudad de la Rochela, con sus calles en labe­rinto, cuyas aceras se extienden bajo interminables galerías de arcos, como las de la calle de Rívoli, pero , mucho más bajas, galerías y arcadas aplastadas, mis­teriosas, que parecen haber sido construídas como una decoración para conspiradores, la decoración antigua y subyugante de las guerras de antaño, gue­rras de religión, heroicas y salvajes. Es la vieja ciu­dad hugonota, seria, discreta, sin arte soberbio, sin ninguno de esos admirables monumentos que hacen de Ruán una ciudad tan magnífica; pero es notable sobre todo por su fisonomía severa, un poco cazurra, ciudad de guerreros obstinados en la que deben bro­tar los fanatismos, la ciudad donde se exaltó la fe de los calvinistas y donde nació la conspiración de los cuatro sargentos[1].
Después de andar errante, durante un rato,, por aquellas singulares calles, subí a un vaporcillo ne­gro y ventrudo, que debía conducirme hasta la isla de Ré. Partió resoplando colérico, pasó entre las dos viejas torres que guardan el puerto, atravesó la ra­da, salió del dique construí do por Richelieu, en el que se ven a flor de agua las enormes piedras que rodean a la ciudad como urn inmenso collar; luego torció hacia la derecha[2].
Era uno de esos días tristes que oprimen, aplas­tan el pensamiento, constriñen el corazón y apagan en nosotros toda fuerza, toda energía; un día gris, glacial, sucio, de bruma pesada, húmeda como llu­via, fría como hielo, molesta de respirar como la emanación de una alcantarilla.
Bajo aquel techo de niebla baja y siniestra, el mar amarillo, poco profundo y arenoso dé esas playas ilimitadas, permanecía sin una arruga, sin un mo­vimiento, sin vida; un mar de agua turbia, grasosa, estancada. El Jean-Guiton lo atravesaba cabeceando un poco, por costumbre, cortando aquella alfom­bra opaca y lisa, dejando tras él unas leves olas, es­pumas sueltas, ondulaciones que muy pronto se cal­maban.
Me puse a hablar con el capitán, un hombrecillo casi sin patas, redondo como su barco y balanceado como él. Deseaba yo saber ciertos detalles del si­niestro que iba a inspeccionar. Un gran "tres-palos" de Saint Nazaire, el Marie-Joseph, había encallado, una noche de huracán en las arenas de la isla de Ré.
La tempestad había arrojado tan lejos aquel na­vío, escribía el armador, que había sido imposible volverlo a flotar, y habían tenido que sacar a toda prisa todo lo que podía ser separado del casco. Tenía yo que comprobar el estado del naufragio, juzgar si ha­bían sido hechos todos los esfuerzos para ponerlo de nuevo a flote. Iba como agente de la Compañía, para dar testimonio en contra, si era necesario, durante el proceso.
Al recibir mi informe, el director tendría que to­mar las medidas que él juzgara convenientes para salvaguardar nuestros intereses.
El capitán del Jean-Guiton conocía perfectamente el asunto, por haber sido llamado con su barco a tomar parte en las tentativas de salvamento.
Me contó el siniestro, muy sencillo, por lo demás; el Marie-Joseph, empujado por el viento furioso, perdido en la noche, navegando a la deriva en un mar de espuma -"un mar de natillas", -decía el ca­pitán- había ido a estrellarse contra los inmensos bancos de arena que hacen de aquellas costas unos ¡limitados Saharas a las horas de bajamar.
Mientras hablábamos, yo miraba en derredor. Entre el océano y el cielo abrumador quedaba un espacio libre por el que se podía ver a lo lejos. Cos­teábamos una tierra. Pregunté:
-¿Es esta la isla de Ré?
-Sí, señor.
Y de pronto el capitán, señalando con la mano hacia adelante, me mostró en plena mar una cosa casi imperceptible, y me dijo­
-Ahí tiene usted su barco.
-¿El Marie-Joseph?
-El mismo.
Me quedé estupefacto. Aquel punto negro, casi invisible, que yo habría tomado por un escollo, me parecía estar por lo menos a tres kilómetros de la costa. Añadí:
-Pero, capitán: debe haber cien brazas de agua en el sitio que usted rne indica.
El capitán se echó a reír.
-¡Cien brazas, amigo mío!...
Ni dos, se lo aseguro a usted.
Era un bordelés. Continuó:
-Estamos con marea alta a las nueve y cuaren­ta minutos. Váyase usted por la playa, después del almuerzo, en el Hotel del Delfín, y le aseguro que a las dos y cincuenta o a las tres, llegará usted al buque náufrago, a pie enjuto. Y podrá usted estar allí una hora cuarenta y cinco, o dos horas, a lo más. Des­pués se quedará pillado, amigo mío. Es rasa como una chinche esta costa. Vuelva a emprender cami­no a las cuatro y cincuenta, créame; y a las siete, retorne al Jean-Guiton, que lo dejará sobre el mismo muelle de la Rochela.
Di las gracias al capitán y fuí a sentarme a proa, para mirar el pueblecillo de Saint-Martin, al que nos acercábamos rápidarnente. Se parecía a todos los puertos en miniatura que sirven de capitales a las minúsculas islas diseminadas a lo largo de los con­tinentes. Aldea grande de pescadores, con un pie en el agua y otro en tierra, que vive del pescado y de las aves de corral, de las legumbres y los mariscos, de rábanos y de almejas. La isla es baja, poco cultiva­da, y sin embargo, muy poblada, según dicen. Pero yo no llegué al interior.
Después de almorzar, subí a un pequeño promon­torio; luego, al ver que el mar bajaba rápidamente, me fuí por la arena hacia una especie de roca ne­gra que veía sobre el agua, allá lejos, lejos. Iba de prisa por aquella llanura amarilla, elástica como car­ne, que parecía sudar bajo mi pie. El mar estaba allí hacía poco rato, pero ahora lo veía lejos, cada vez más lejos, hasta perderse de vista, huyendo y no po­día distinguir la línea que separaba la arena de las aguas. Me parecía presenciar una fantasía gigantes­ca y sobrenatural. El Atlántico había estado junto a mí, un poco antes, y ahora desapa-recía en la arena como una decoración por el escotillón de un teatro; y ahora iba caminando por un desierto. Sólo per­manecían en mí la sensación, el hálito del agua salada. Sentía el olor a ovas, a espuma, el fuerte y grato olor de las costas. Andaba a prisa; no tenía frío; miraba el barco encallado, que crecía a medida que yo avanzaba, y que ahora parecía una enorme ballena, varada.
Parecía salir del suelo y adquiría, sobre aquella inmensa extensión plana y amarilla, unas proporcio­nes sorprendentes. Llegué junto a el después de una hora de marcha. Yacía sobre un costado, roto, mostrando como las costillas de un animal, sus hue­sos quebrados, sus huesos de madera embreada, atra­vesados por enormes clavos. La arena le había inva­dido ya, penetrando por todas sus hendiduras, y lo dominaba, lo poseía, no le dejaría nunca más. Parecía haber arraigado en él. La proa había entrado pro­fundamente en aquella playa suave y pérfida, en tanto que la popa, levantada, parecía echar al cielo, como un grito desesperado, las dos palabras blancas sobre la borda negra: Marie-Joseph.
Escalé aquel cadáver de navío por el lado, más ba­jo; llegado al puente, pasé al interior. La luz, que en­traba por las lucernas descuajadas y por las he­ridas de los flancos, iluminaba tristemente aquellas bodegas largas y sombrías, llenas de leños derrum­bados. Por doquiera se veía la arena que servía de suelo a aquel subterráneo de tablas.
Me puse a tomar notas sobre el estado del barco. Me había sentado sobre un barril vacío y destroza­do, y escribía a la lumbre de una ancha hendidura, por la que podía ver la extensión ilimitada del are­nal. Un extraño tiritón de frío y de soledad me corría por la piel de tiempo en tiempo; y a veces dejaba de escribir para escuchar el ruido vago y misterioso del naufragio: ruido de cangrejos que rascaban las ma­deras con sus tenazas ganchudas, ruido de miles de animalillos marinos, establecidos ya sobre aquel muerto, y también el ruido dulce y regular de la car­coma que roe sin descanso, con su chirriar de barre­na, todas las viejas armazones, devorándolas.
Y de súbito oí voces humanas muy cerca de mí. Salté, como ante una aparición. Creí, de verdad, du­rante un momento, que dos ahogados iban a levan­tarse para contarme su muerte. Y por cierto que no perdí tiempo para subir a cubierta, a fuerza de manos y pies. Y vi, por el lado de proa, un alto señor con tres muchachas, o mejor dicho, un inglés con tres misses. Seguramente que ellos sintieron más miedo que yo al verme surgir del antro abandonado, tan rápidamente, La más joven de las muchachas salió corriendo. Las otras dos se agarraron a su padre.
En cuanto a él, se quedó boquiabierto: fué la única señal que dejó ver su emoción.
Al cabo de pocos segundos, habló:
-¿Es usted, señor, el propietario de esta embar­cación?
-Sí, señor.
-¿Y puedo visitarla?
-Sí, señor.
Pronunció entonces una larga frase inglesa en la que yo distinguí sólo esta palabra, repetida varias veces: gracious.
Y como él buscara un lugar para subir, le indiqué el mejor, tendiéndole la mano; luego ayudamos a las tres muchachillas, ya tranquilizadas. Eran encan­tadoras, sobre todo la mayor, una rubita de diecho­cho años, fresca como una flor, y tan fina, tan deli­cada... Hablaba francés un poco mejor que su pa­dre y nos sirvió de intérprete. Tuve que contar el naufragio hasta en sus menores detalles, que inven­té como si hubiera asistido a la catástrofe. Luego to­da la familia bajó al interior del casco. Apenas pene­traron en aquella oscura galería, lanzaron gritos de extrañeza y admiración; y de pronto el padre y las tres hijas mostraron en sus manos álbumes que sin duda habían estado hasta entonces ocultos en sus imperm-meables, y comenzaron a la vez cuatro croquis de aquel lugar triste y extraño.
Se habían sentado, juntos, sobre un madero sa­liente, y los cuatro álbumes, sobre las ocho rodillas, se iban cubriendo de cortas líneas negras que debían representar el vientre abierto del Marie-Joseph.
Mientras trabajaban, la mayor charlaba conmigo, seguía yo inspeccionando el esqueleto del navío.
Supe que pasaban el invierno en Biarritz, y que ha­bían venido expresamente a la isla de Ré para con­templar el barco náufrago. Ninguno de ellos tenían la seriedad inglesa; eran simplemente unos simpáti­cos alocados, de esos eternos errantes con que In­glaterra cubre el mundo. El padre, largo, seco, la ro­ja cara encuadrada por blancas patillas como un ver­dadero sandwich viviente, una lonja de jamón cor­tada en forma de cabeza humana entre dos cojine­tes de pelos; las hijas, muy largas de piernas, como jóvenes zancudas en crecimiento, algo secas tam­bién, excepto la mayor, y muy, monas las tres, pero sobre todo la más grande.
Tenía una manera tan rara de hablar, de contar, de reír, de entender y de no entender, de levantar los ojos para interrogarme con la mirada, unos ojos azules como agua profunda; de suspender su traba­jo para adivinar, de retornar a su dibujo y decir yes o no, que me hubiera pasado un tiempo indefinido oyéndola y mirándola.
De pronto murmuró:
-Me parece oír un movimiento en el barco.
Escuché y advertí también un ruido ligero, raro, continuado. ¿Qué era? Me levanté para ir a mirar por la hendidura, y lancé un grito. ¡El mar había llegado hasta nosotros y empezaba a rodearnos!
Subimos inmediatamente a cubierta. Era dema­siado tarde. El agua nos ceñía y corría hacia la costa con una prodigiosa velocidad. No, no corría; resba­laba, ascendía. Se alargaba como una mancha des­mesurada. Escasos centímetros de agua cubrían la arena, pero ya no se veía la línea fugitiva de la onda imperceptible.
El inglés quiso precipitarse, pero le retuve. La huída era imposible a causa de los charcos profun­dos que habíamos tenido que bordear a la venida, y en los que caeríamos al regreso.
Fue un rninuto de liorrible, angustia para todos nosotros. Luego, la inglesita sonrió y murmuró:
--Nosotros somos ahora los náufragos.
Traté de reír, pero el miedo me dominaba, un mie­do bajo, disimulado, feo; todos los peligros que corría­mos se me aparecieron al mismo tiempo. Tenía ga­nas de gritar: "¡Socorro!" Pero, ¿a quién?
Las dos inglesas más pequeñas se estrechaban con­tra su padre, que miraba consternado el mar desme­surado en nuestro derredor. Y la noche caía tan rá­pida como el océano se alzaba, una noche húmeda, pesada fría.
Dije:
-No nos queda otra cosa que permanecer en el barco.
El inglés respondió:
-Oh, yes!
Y allí permanecimos un cuarto de hora, media hóra, no sé, en verdad, cuánto tiempo, mirando en torno de nosotros aquella agua amarillenta que se espesaba, se revolvía, parecía hervir, jugar sobre la inmensa planicie reconquistada.
Una de las chicas sintió frío, y se nos ocurrió ba­jar, para ponernos al abrigo contra la brisa ligera, pero helada, que nos entumía.
Me incliné sobre la abertura. El barco estaba lle­no de agua. Tuvimos que acurrucarnos contra la obra de popa, que nos protegía un poco.
Ahora nos cercaban las tinieblas, y estábamos unos apretados contra otros, rodeados de oscuridad y de agua. Sentí temblar contra mi hombro, el hombro de la inglesita, a quien le castañeteaban los dientes. Pero también sentí el suave calor de aquel cuerpo a través de la ropa, y este calor era para mí delicioso como un beso. No hablábamos. Estábamos inmó­viles, mudos, amontonados como animales en una zanja para protegerse del huracán. Sin embargo, a pesar de todo, a pesar de la noche, a pesar del peli­gro creciente y amenazador, empezaba a sentirme feliz de estar allí, feliz con el frío y el peligro, feliz con aquellas horas de oscuridad y de angustia que iba a pasar sobre aquellas tablas, tan cerca de aquella muchachilla preciosa.
Me preguntaba a mí mismo por qué me invadía aquella sensación de alegría y de bienestar...
¿Por qué? ¿Quién sabe? ¿Porque ella estaba allí? ¿Y quién era ella? ¿Una inglesita desconocida? Yo no la amaba, no la conocía, y me sentía enternecido, conquistado. Hubiera querido salvarla, perderme por ella, mil locuras. ¡Extraña cosa! ¿Cómo puede ser que la presencia de una mujer nos transtorne de ese modo? ¿Es el poder de su gracia lo que nos en­vuelve? ¿La seducción de la belleza y de la juventud que nos embriaga como un vino?
O tal vez es una especie de toque del amar, del misterioso amor que sin cesar trata de unir a los se­res, que intenta lucir su poder desde el momento en que ha puesto frente a frente al hombre y la rnujer, y que nos llena de emoción, de una emoción confusa, secreta, profunda, como se riega la tierra para hacer quc broten flores de ella.
Pero el silencio de las tinieblas se iba haciendo es­pantoso, el silencio del cielo, pues oíamos en nuestro derredor, vagamente, un rumor ligero, infinito, el rumor del mar sordo que subía y los choquidos de la corriente contra el navío.
De súbito oí sollozar. La más pequeña de las in­glesas lloraba. Su padre trató de consolarla, y em­pezaron a hablar en su idioma, que yo no entendía. Supuse que la tranquilizaba, pero que no lograba quitarle el miedo.
Pregunté a mi -vecina:
-¿Tiene usted mucho frío, miss?
-Sí, tengo frío mucho, -respondió.
Quise darle mi abrigo, ella rehusó, pero la envolví a pesar suyo. En la breve lucha encontré su mano, que me hizo sentir un encantador escalofrío por todo el cuerpo.
Desde hacía unos minutos, el viento aumentaba y el chapoteo del agua contra el casco arreciaba. Me puse de pie; y un fuerte viento me dio en el rostro. ¡El viento empezaba a levantarse!
El inglés se dió cuenta al mismo tiempo que yo y dijo sencillamente:
-Malo para nosotros, este...
Por cierto que era malo. Era la muerte segura si las olas, aun débiles, atacaban y sacudían el barco, tan resquebrajado que el primer golpe un poco duro se lo llevaría rodando,
Creció nuestra angustia de segundo en segundo, con las rachas cada vez más fuertes. Ahora el mar rom­pía un poco y yo podía ver en la oscuridad, líneas blancas que aparecían y desaparecían, líneas de espuma; cada ola que chocaba contra el esqueleto del Marie-Joseph lo agitaba con un corto temblor que llegaba hasta nuestros corazones.        
La inglesa temblaba. La sentía tiritar contra mí, y sentía unas ganas locas de rodearla con mis brazos.
 Allá, ante nosotros a derecha, a izquierda, detrás de nosotros, brillaban los faros en las costas, faros blancos, amarillos, rojos, giratorios, semejantes a enormes ojos, a ojos de gigantes que nos miraban, nos espiaban, y esperaban ávidamente a que des­ aparecié-ramos. Uno de ellos me irritaba particu­larmente. Se extinguía cada treinta segundos, para volver a iluminarme en seguida: aquél era un ojo, en verdad, que bajaba su párpado sobre su mirada de fuego.
De vez en vez, el inglés encendía una cerilla para mirar la hora. Luego volvía a poner el reloj en su bol­sillo. De repente me dijo, por encima de las cabezas de sus hijas, con soberana seriedad y entereza:                              
-Le deseo un feliz año nuevo, señor.           
Era la media noche. Le tendí mi mano, que él estrechó. Luego pronunció una frase en Inglés, y las tres hijas empezaron a cantar el God save the King, que ascendió por el aire negro mudo y se evaporó a través del espacio.  
Primero sentí ganas de reír: luego me invadió una emoción extraña y poderosa.
Tenia algo de siniestro y soberbio aquel canto de náufragos, de condena-dos, algo como una oración y también algo comparable al antiguo y sublime Ave Caesar, morituri te salutant.
Cuando terminaron, pedí a mi vecina que canta­ra ella sola una balada, una leyenda, lo que ella qui­siera, para hacernos olvidar nuestras angustias. Ac­cedió, y pronto una voz clara y juvenil se alzó en la noche. Cantaba, sin duda, una cosa triste, pues las notas se arrastraban largo tiempo, salían lentamen­te de su boca, revoloteaban como pájaros heridos sobre las ondas.
Crecía el mar golpeando nuestro navío. Yo no pensaba sino en aquella voz. Y también            pensaba en las sirenas. Si hubiera pasado una barca cerca de nosotros, ¿qué habrían dicho los marineros? Mi es­píritu atormentado se extraviaba en el ensueño. ¿No era en realidad una sirena, aquella hija del mar que me había retenido sobre sobre aquel navío roído que, muy pronto, iba a hundirse conmigo en las ondas?
De pronto rodamos los cinco por cubierta, pues el barco se había inclinado sobre el costado derecho. La inglesa había caído sobre mí, yo la tomé en mis brazos y, locamente, sin comprender, sin saber na­da, creyendo llegado mi último instante, la besé en la mejilla, en la frente, en la cabellera. El barco no se movió más. Nosotros tampoco.
El padre dijo: -¡Kate! La que yo tenía repondió: -Yes, hizo un movimiento para soltarse. En aquel momento yo habría querido que el barco se abriera en dos para caer con ella al agua.
El inglés añadió:
-Un pequeño golpe, nada más. Quería saber si mis tres hijas estaban.
¡Como no veía a la mayor, la había creído perdi­da por un momento!
Me levanté lentamente, y de pronto vi una luz sobre el mar, muy cerca de nosotros. Grité. Respon­dieron. Era una barca que nos buscaba. El dueño del hotel había tenido en cuenta nuestra imprudencia.
¡Estábámos a salvo! ¡Me sentí desolado! Nos lle­varon en la barca hasta Saint-Martin.
Ahora el inglés se frotaba las manos y decía:
-¡Una buena cena.... una buena cena!
Sí, cenamos espléndidamente. Pero yo no estuve alegre; echaba de menos al Marie-Joseph.
Tuvimos que separarnos, al día siguiente, después de muchos abrazos y promesas de escribirnos. Ellos par­tieron para Biarritz; poco faltó para que yo le siguiera.
Estaba como loco. Estuve a punto de pedir a aquella muchacha que se casara conmigo. Y si hu­biéramos pasado ocho días juntos, seguro que me hubiera casado con ella. ¡Qué débil e incomprensi­ble es a veces el hombre!
Pasaron dos años sin que oyera hablar de ellos. Luego recibí una carta de Nueva York. Ella me de­cía que se había casado. Y desde entonces, nos escri­bimos todos los años, el primero de enero. Ella me cuenta, su vida, me habla de sus hijos, de sus her­manas, pero nunca de su marido. ¿Por qué? Y yo no le hablo sino del Marie-Joseph...Tal vez es la úni­ca mujer que he amado. No: que habría amado... Bueno, ¿quién sabe?... Los acontecimientos nos arrastran, y luego... luego, todo pasa... Ella debe ser vieja, ahora... No la reconocería... ¡Ah; aque­lla de antaño, la del Marie-Joseph... qué criatura... divina!... Me escribe que sus cabellos están blan­cos, completamente blancos... ¡Dios mío!... Esto me da una pena horrible. Sus rubios cabellos... No, la mía ya no existe... Qué triste es todo esto!

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[1] Goubin, Bories, Raoulx y Pomier, suboficiales de un regi­miento de infantería acantonado en la Rochela, pertenecían a los "carbonarios" y propagaban sus ideas entre los soldados. Fueron denunciados por un agente provocador y decapitados en París en 1822. Por la dureza del proceso, por la gallardía de los acusados ante el tribunal y la muerte, y por lo seductor de sus ideas en las masas revolucionarias de aquel tiempo, los cuatro sargentos de la Rochela pasaron a ser un símbolo libertario. (N. del T.)
[2] El dique fué construido por Richelieu, al sitiar la Rochela para terminar con las discordias políticas y religiosas. El alcalde de la ciudad, Jean Guiton (cuyo nombre lleva el barco del cuen­to) animó a la resistencia, que duró más de un año, pereciendo de hambre muchos ciudadanos que no pudieron recibirlos víve­res y armas que la escuadra inglesa, en dos intentos, trató de lle­varles, sin conseguir vencer el dique a cuyas ruinas se refiere el autor. (N. del T.)

Minue

A Paul Bourget.

-Las grandes desdichas no me entristecen -dijo Juan Bridelle, un solterón que pasaba por escéptico.
-He visto la guerra muy de cerca, y saltaba sobre los cadáveres sin compadecerme. Las fuertes bruta­lidades de la naturaleza o de los hombres pueden ha­cer que lancemos gritos de horror o de indignación, pero no nos dan ese pellizco en el corazón, ese esca­lofrío que recorre la espalda al ver algunas dolorosas menudencias.
El más violento dolor que se pueda experimentar, es cierto, es la pérdida de un hijo por una madre, y la pérdida de la madre por un hombre. Esto es terrible, violento, transtorna y desgarra; pero se cura de es­tas catástrofes como de anchas, profundas heridas sangrientas. Empero, ciertas circuns-tancias, ciertas cosas entrevistas, adivinadas, algunas penas secre­tas, algunas perfidias de la suerte, que remueven en nosotros un mundo de dolorosos pensamientos, que entreabren bruscamente ante nosotros la puerta mis­teriosa de los sufrimientos morales, complicados, in­curables, tanto más profundos cuanto más benignos parecen, tan más agudos cuanto más inaprensibles se antojan, tanto más tenaces cuanto más ficticios aparentan ser, nos dejan en el alma como una estela de tristeza, un sabor de amargura, una sensación de desencanto de la que tardamos mucho tiempo en desembarazamos.
Siempre tengo ante mis ojos dos o tres cosas que otros no habrían observado, seguramente, y que han entrado en mí como largos y delgado pinchazos incu­rables.
Ustedes no comprenderán quizás la emoción que me han dejado esas rápidas impresiones. No les ha­blaré sino de una de ellas. Es muy antigua, pero es­tá viva, como si fuera de ayer. Puede ser que mi ima­ginación haya fraguado por sí sola este enterneci­miento mío.
Tengo cincuenta años. En aquel entonces era jo­ven y estudiaba Derecho. Un poco triste, algo so­ñador, impregnado de una filosofía melancólica, no me atraían los cafés bulliciosos, ni los camaradas gritones, ni las mujeres estúpidas. Me levantaba temprano y uno de mis placeres más queridos era pasearme solo, a eso de las ocho de la mañana, por el vivero del Jardín del Luxemburgo.
¿No han conocido ustedes ese vivero? Era como un jardín olvidado del otro siglo, un jardín lindo co­mo una dulce sonrisa de anciana. Cercos apretados separaban las avenidas estrechas y regulares, tran­quilas sendas entre dos muros de follaje, tallados cuidadosamente; las grandes tijeras del jardinero alineaban constantemente aquellos tabiques de ra­maje; y de vez en vez se encontraban parterres, cuadros y macizos de flores, grupos de arbolillos dispuestos como colegiales de paseo, magníficas ro­saledas o regimientos de frutales.
Un rincón de aquel maravilloso bosquecillo estaba habitado por las abejas. Sus casas de paja, sabia­mente espaciadas sobre tablas, abrían al sol sus puer­tas del tamaño de un dedal; y por todo el camino se encontraban los dorados insectos zumbadores, ver­daderos dueños de aquel lugar pacífico, paseantes absolutos de aquellas tranquilas sendas.
Yo iba casi todas las mañanas. Allí me sentaba en un banco, y leía. A veces dejaba caer el libro so­bre mis rodillas, para pensar, para oír vivir París en mi derredor y gozar del reposo infinito de aquel jar­dincillo al antiguo estilo.
Pero pronto me di cuenta de que yo era el único que frecuentaba aquel lugar, y a veces me encontra­ba frente a frente, al revolver un macizo, con un extraño viejecillo.
Llevaba zapatos con hebilla de plata, un redingote color tabaco, un encaje a guisa de corbata y un in­verosímil sombrero gris de grandes alas y largos pe­los, que hacía pensar en el diluvio. Era delgado el viejecillo, muy delgado, anguloso, lleno de mohines y sonriente. Sus vivaces ojos palpitaban, se agita­ban bajo un continuo movimiento de los párpados; y llevaba siempre en la mano un soberbio bastón con puño de oro que debía ser para él algún recuer­do magnífico.
Este hombre me causó extrañeza, al principio y luego me interesó extraordinariamente. Lo obser­vaba a través de las paredes de hojas, lo seguía de lejos, deteniéndome al doblar los boscajes para no ser visto.
Pues bien, una mañana, creyendo que nadie le veía, el viejecilló se puso a hacer unos singulares movimientos: primero, unos saltitos, luego una re­verencia; luego, con su pierna delgada, hizo una ca­briola bastante ágil, y comenzó a girar elegantemen­te, dando saltos leves, balanceándose de un modo extraño, sonriendo como ante un publico, agrade­ciendo, dando vueltas, dirigiendo al vacío ligeros sa­ludos ridículos y enternecedores. ¡Estaba bailando!
Me quedé petrificado de extrañeza, preguntán­dome cuál de los dos era el loco: si él o yo.
Pero él se detuvo de pronto, se adelantó, como ha­cen los actores en escena, se inclinó, retrocediendo con sonrisas graciosas y besos de comedianta que echaba con su mano temblorosa a las dos filas de re­cortados arbolillos.
Y continuó seriamente su paseo.
A partir de este día, no lo perdí de vista; y cada mañana recomenzaba su ejercicio inexplicable. Sentía yo unas ganas locas de hablarle. Me arries­gué y habiéndole saludado, le dije:
-Hace un día hermosísimo, señor.
El se inclinó:
-Sí, señor, hace un tiempo como el de antaño.
Ocho días después, éramos amigos, y conocí su historia. Había sido maestro de danza en la Opera, en tiempos del rey Luis XV. Su hermoso bastón era un regalo del conde de Clermont. Y cuando se le habla­ba de baile, no cesaba de hablar. Así, un día me dijo:
-Yo me casé con la Castris, señor. Se la presen­taré, si usted quiere, pero ella no viene acá tan tem­prano. Este jardín que usted ve es"nuestro placer y nuestra vida. Es todo lo que nos queda de antaño. Nos parece que no podríamos subsistir si no lo tu­viéramos. Esto es antiguo y distinguido. ¿Verdad? Aquí creo respirar un aire que no ha cambiado desde mi juventud. Mi mujer y yo pasarnos aquí todas las tardes, pero yo vengo también por las mañanas, pues me levanto temprano.
Apenas almorcé, volví al Luxemburgo y pronto vi a mi amigo que daba el brazo ceremoniosamente a una viejecita vestida de negro, a la que fuí presen­tado. Era la Castris, la gran bailarina amada de los príncipes, amada del rey, amada de todo aquel si­glo galante que parece haber dejado en el mundo un olor de amor.
Nos sentamos en un banco. Era por mayo. Un perfume de flores revoloteaba en los limpios sende­ros; un grato sol se deslizaba entre las hojas y dise­minaba sobre nosotros anchas gotas de luz. El ves­tido negro de la Castris parecía empapado de claridad.
El jardín estaba vacío. A lo lejos, se oía el rodar de los fiacres.
-Explíqueme usted -dije al viejo bailarín- ­lo que era el minué.
Tembló.
-El minué, señor, es el rey de los bailes, y el bai­le de los reyes. ¿Comprende usted? Desde que no hay reyes, no hay minué.
Y comenzó, con estilo pomposo, un largo elogio ditirámbico del que no entendí nada. Quise hacerme describir los pasos, todos los movimientos, lás pos­turas. El se embarullaba, desesperándose con su im­potencia, nervioso y desolado.
De pronto, volviéndose hacia su antigua compa­ñera, siempre silenciosa, le dijo:
-Elisa, ¿quieres, serás tan buena que... que mos­tremos a este señor lo que era el minué?
Ella miró inquieta hacia todas partes; luego, sin decir palabra, se levantó y fue a colocarse frente a él.
Y entonces vi algo inolvidable.
Ambos iban y venían con movimientos infantiles, se sonreían, se balanceaban, se inclinaban, daban saltitos como dos viejas muñecas a las que hiciera danzar un antiguo mecanismo, un poco estropeado, construída antaño por algún experto obrero, a la manera de su tiempo.
Y yo los miraba, con el corazón lleno de sensacio­nes extraordinarias y el alma conmovida por una indecible melancolía. Me parecía ver una aparición lamentable y cómica, la sombra pasada de moda de un siglo. Tenía a la vez ganas de reír y de llorar.
De pronto se detuvieron; habían terminado las figuras de la danza. Por unos cuantos segundos per­manecieron de pie, uno frente a otro, haciendo mo­hines sorprendentes; luego se besaron sollozando.
Tres días después partí para mi provincia. No los volví. a ver. Cuando regresé a París, dos años más tarde, habían destruido el vivero ¿Qué se han hecho sin el querido jardín de otrora, con sus laberintos, su olor del pasado y las revueltas graciosas de sus botes? ¿Han muerto? ¿Andan errantes por las calles modernas, como desterrados sin esperanza? ¿O están danzando como grotescos espectros, un minué fantás­tico entre los cipreses de algún cementerio, a lo largo de los senderos bordeados de tumbas al claro de luna?
Su recuerdo me persigue, me obsesiona, me tortura, permanece en mí como una herida. ¿Por qué? No lo sé.
¿Encuentran ustedes que todo esto es ridículo, no es verdad?

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