Fue ayer, 31 de Diciembre.
Acababa yo de almorzar con mi viejo amigo Jorge Garín.
El criado le pasó una carta con sellos extranjeros:
Jorge me dijo:
-¿Me permites?
-Naturalmente.
Se puso a leer ocho páginas cubiertas de úna grande
letra inglesa, con renglones cruzados en varias direcciones. Leía despacio, con
reconcentrada atención, con ese interés que uno pone en las cosas que le
atañen profundamente.
Puso la carta sobre la chimenea y me dijo:
Esta es una curiosa historia que nunca te he contado,
una historia sentimental que me sucedió. Fué un singular día primero de año aquél.
Hará veinte años de esto... Sí, yo tenía entonces treinta, y ahora tengo
cincuenta. Eso es.
Era entonces inspector de la Compañía de Seguros
Marítimos que hoy dirijo. Me disponía a pasar en París la fiesta de primero de
año, cuando recibí una carta del director, ordenándome partir inmediatamente
para la isla de Re, donde acababa de naufragar el buque de tres palos que
partió de Saint Nazaire, asegurado por nosotros. Eran las ocho de la mañana. Llegué a
las diez a la Compañía,
para recibir instrucciones; y aquella misma tarde tomaba el expreso que me
dejaba en la Rochela
al día siguiente, 31 de Diciembre.
Me quedaban dos horas antes de subir al barco de
Ré, el Jean-Guiton. Di una vuelta por
la ciudad. Muy
pintoresca y de mucho carácter es, en verdad, la ciudad de la Rochela, con sus calles en
laberinto, cuyas aceras se extienden bajo interminables galerías de arcos,
como las de la calle de Rívoli, pero , mucho más bajas, galerías y arcadas
aplastadas, misteriosas, que parecen haber sido construídas como una
decoración para conspiradores, la decoración antigua y subyugante de las
guerras de antaño, guerras de religión, heroicas y salvajes. Es la vieja ciudad
hugonota, seria, discreta, sin arte soberbio, sin ninguno de esos admirables
monumentos que hacen de Ruán una ciudad tan magnífica; pero es notable sobre
todo por su fisonomía severa, un poco cazurra, ciudad de guerreros obstinados
en la que deben brotar los fanatismos, la ciudad donde se exaltó la fe de los
calvinistas y donde nació la conspiración de los cuatro sargentos.
Después de andar errante, durante un rato,, por
aquellas singulares calles, subí a un vaporcillo negro y ventrudo, que debía
conducirme hasta la isla de Ré. Partió resoplando colérico, pasó entre las dos
viejas torres que guardan el puerto, atravesó la rada, salió del dique
construí do por Richelieu, en el que se ven a flor de agua las enormes piedras
que rodean a la ciudad como urn inmenso collar; luego torció hacia la derecha.
Era uno de esos días tristes que oprimen, aplastan
el pensamiento, constriñen el corazón y apagan en nosotros toda fuerza, toda
energía; un día gris, glacial, sucio, de bruma pesada, húmeda como lluvia,
fría como hielo, molesta de respirar como la emanación de una alcantarilla.
Bajo aquel techo de niebla baja y siniestra, el
mar amarillo, poco profundo y arenoso dé esas playas ilimitadas, permanecía sin
una arruga, sin un movimiento, sin vida; un mar de agua turbia, grasosa,
estancada. El Jean-Guiton lo
atravesaba cabeceando un poco, por costumbre, cortando aquella alfombra opaca
y lisa, dejando tras él unas leves olas, espumas sueltas, ondulaciones que muy
pronto se calmaban.
Me puse a hablar con el capitán, un hombrecillo
casi sin patas, redondo como su barco y balanceado como él. Deseaba yo saber
ciertos detalles del siniestro que iba a inspeccionar. Un gran "tres-palos"
de Saint Nazaire, el Marie-Joseph,
había encallado, una noche de huracán en las arenas de la isla de Ré.
La tempestad había arrojado tan lejos aquel navío,
escribía el armador, que había sido imposible volverlo a flotar, y habían
tenido que sacar a toda prisa todo lo que podía ser separado del casco. Tenía
yo que comprobar el estado del naufragio, juzgar si habían sido hechos todos
los esfuerzos para ponerlo de nuevo a flote. Iba como agente de la Compañía, para dar
testimonio en contra, si era necesario, durante el proceso.
Al recibir mi informe, el director tendría que tomar
las medidas que él juzgara convenientes para salvaguardar nuestros intereses.
El capitán del Jean-Guiton conocía perfectamente el asunto, por haber sido llamado
con su barco a tomar parte en las tentativas de salvamento.
Me contó el siniestro, muy sencillo, por lo
demás; el Marie-Joseph, empujado por
el viento furioso, perdido en la noche, navegando a la deriva en un mar de
espuma -"un mar de natillas", -decía el capitán- había ido a
estrellarse contra los inmensos bancos de arena que hacen de aquellas costas
unos ¡limitados Saharas a las horas de bajamar.
Mientras hablábamos, yo miraba en derredor. Entre
el océano y el cielo abrumador quedaba un espacio libre por el que se podía ver
a lo lejos. Costeábamos una tierra. Pregunté:
-¿Es esta la isla de Ré?
-Sí, señor.
Y de pronto el capitán, señalando con la mano
hacia adelante, me mostró en plena mar una cosa casi imperceptible, y me dijo
-Ahí tiene usted su barco.
-¿El Marie-Joseph?
-El mismo.
Me quedé estupefacto. Aquel punto negro, casi
invisible, que yo habría tomado por un escollo, me parecía estar por lo menos a
tres kilómetros de la
costa. Añadí:
-Pero, capitán: debe haber cien brazas de agua en
el sitio que usted rne indica.
El capitán se echó a reír.
-¡Cien brazas, amigo mío!...
Ni dos, se lo aseguro a usted.
Era un bordelés. Continuó:
-Estamos con marea alta a las nueve y cuarenta
minutos. Váyase usted por la playa, después del almuerzo, en el Hotel del
Delfín, y le aseguro que a las dos y cincuenta o a las tres, llegará usted al
buque náufrago, a pie enjuto. Y podrá usted estar allí una hora cuarenta y
cinco, o dos horas, a lo más. Después se quedará pillado, amigo mío. Es rasa
como una chinche esta costa. Vuelva a emprender camino a las cuatro y
cincuenta, créame; y a las siete, retorne al Jean-Guiton, que lo dejará sobre el mismo muelle de la Rochela.
Di las gracias al capitán y fuí a sentarme a
proa, para mirar el pueblecillo de Saint-Martin, al que nos acercábamos
rápidarnente. Se parecía a todos los puertos en miniatura que sirven de
capitales a las minúsculas islas diseminadas a lo largo de los continentes.
Aldea grande de pescadores, con un pie en el agua y otro en tierra, que vive
del pescado y de las aves de corral, de las legumbres y los mariscos, de
rábanos y de almejas. La isla es baja, poco cultivada, y sin embargo, muy
poblada, según dicen. Pero yo no llegué al interior.
Después de almorzar, subí a un pequeño promontorio;
luego, al ver que el mar bajaba rápidamente, me fuí por la arena hacia una
especie de roca negra que veía sobre el agua, allá lejos, lejos. Iba de prisa
por aquella llanura amarilla, elástica como carne, que parecía sudar bajo mi
pie. El mar estaba allí hacía poco rato, pero ahora lo veía lejos, cada vez
más lejos, hasta perderse de vista, huyendo y no podía distinguir la línea que
separaba la arena de las aguas. Me parecía presenciar una fantasía gigantesca
y sobrenatural. El Atlántico había estado junto a mí, un poco antes, y ahora
desapa-recía en la arena como una decoración por el escotillón de un teatro; y
ahora iba caminando por un desierto. Sólo permanecían en mí la sensación, el
hálito del agua salada. Sentía el olor a ovas, a espuma, el fuerte y grato olor
de las costas. Andaba a prisa; no tenía frío; miraba el barco encallado, que
crecía a medida que yo avanzaba, y que ahora parecía una enorme ballena,
varada.
Parecía salir del suelo y adquiría, sobre aquella
inmensa extensión plana y amarilla, unas proporciones sorprendentes. Llegué
junto a el después de una hora de marcha. Yacía sobre un costado, roto,
mostrando como las costillas de un animal, sus huesos quebrados, sus huesos de
madera embreada, atravesados por enormes clavos. La arena le había invadido
ya, penetrando por todas sus hendiduras, y lo dominaba, lo poseía, no le
dejaría nunca más. Parecía haber arraigado en él. La proa había entrado profundamente
en aquella playa suave y pérfida, en tanto que la popa, levantada, parecía
echar al cielo, como un grito desesperado, las dos palabras blancas sobre la
borda negra: Marie-Joseph.
Escalé aquel cadáver de navío por el lado, más bajo;
llegado al puente, pasé al interior. La luz, que entraba por las lucernas
descuajadas y por las heridas de los flancos, iluminaba tristemente aquellas
bodegas largas y sombrías, llenas de leños derrumbados. Por doquiera se veía
la arena que servía de suelo a aquel subterráneo de tablas.
Me puse a tomar notas sobre el estado del barco.
Me había sentado sobre un barril vacío y destrozado, y escribía a la lumbre de
una ancha hendidura, por la que podía ver la extensión ilimitada del arenal.
Un extraño tiritón de frío y de soledad me corría por la piel de tiempo en
tiempo; y a veces dejaba de escribir para escuchar el ruido vago y misterioso
del naufragio: ruido de cangrejos que rascaban las maderas con sus tenazas
ganchudas, ruido de miles de animalillos marinos, establecidos ya sobre aquel
muerto, y también el ruido dulce y regular de la carcoma que roe sin descanso,
con su chirriar de barrena, todas las viejas armazones, devorándolas.
Y de súbito oí voces humanas muy cerca de mí.
Salté, como ante una aparición. Creí, de verdad, durante un momento, que dos
ahogados iban a levantarse para contarme su muerte. Y por cierto que no perdí
tiempo para subir a cubierta, a fuerza de manos y pies. Y vi, por el lado de
proa, un alto señor con tres muchachas, o mejor dicho, un inglés con tres misses. Seguramente que ellos sintieron
más miedo que yo al verme surgir del antro abandonado, tan rápidamente, La más
joven de las muchachas salió corriendo. Las otras dos se agarraron a su padre.
En cuanto a él, se quedó boquiabierto: fué la única
señal que dejó ver su emoción.
Al cabo de pocos segundos, habló:
-¿Es usted, señor, el propietario de esta embarcación?
-Sí, señor.
-¿Y puedo visitarla?
-Sí, señor.
Pronunció entonces una larga frase inglesa en la
que yo distinguí sólo esta palabra, repetida varias veces: gracious.
Y como él buscara un lugar para subir, le indiqué
el mejor, tendiéndole la mano; luego ayudamos a las tres muchachillas, ya
tranquilizadas. Eran encantadoras, sobre todo la mayor, una rubita de diechocho
años, fresca como una flor, y tan fina, tan delicada... Hablaba francés un
poco mejor que su padre y nos sirvió de intérprete. Tuve que contar el
naufragio hasta en sus menores detalles, que inventé como si hubiera asistido
a la catástrofe.
Luego toda la familia bajó al interior del casco. Apenas
penetraron en aquella oscura galería, lanzaron gritos de extrañeza y
admiración; y de pronto el padre y las tres hijas mostraron en sus manos
álbumes que sin duda habían estado hasta entonces ocultos en sus imperm-meables,
y comenzaron a la vez cuatro croquis de aquel lugar triste y extraño.
Se habían sentado, juntos, sobre un madero saliente,
y los cuatro álbumes, sobre las ocho rodillas, se iban cubriendo de cortas
líneas negras que debían representar el vientre abierto del Marie-Joseph.
Mientras trabajaban, la mayor charlaba conmigo,
seguía yo inspeccionando el esqueleto del navío.
Supe que pasaban el invierno en Biarritz, y que
habían venido expresamente a la isla de Ré para contemplar el barco náufrago.
Ninguno de ellos tenían la seriedad inglesa; eran simplemente unos simpáticos
alocados, de esos eternos errantes con que Inglaterra cubre el mundo. El
padre, largo, seco, la roja cara encuadrada por blancas patillas como un verdadero
sandwich viviente, una lonja de jamón
cortada en forma de cabeza humana entre dos cojinetes de pelos; las hijas,
muy largas de piernas, como jóvenes zancudas en crecimiento, algo secas también,
excepto la mayor, y muy, monas las tres, pero sobre todo la más grande.
Tenía una manera tan rara de hablar, de contar,
de reír, de entender y de no entender, de levantar los ojos para interrogarme
con la mirada, unos ojos azules como agua profunda; de suspender su trabajo
para adivinar, de retornar a su dibujo y decir yes o no, que me hubiera pasado un tiempo indefinido oyéndola y
mirándola.
De pronto murmuró:
-Me parece oír un movimiento en el barco.
Escuché y advertí también un ruido ligero, raro,
continuado. ¿Qué era? Me levanté para ir a mirar por la hendidura, y lancé un
grito. ¡El mar había llegado hasta nosotros y empezaba a rodearnos!
Subimos inmediatamente a cubierta. Era demasiado
tarde. El agua nos ceñía y corría hacia la costa con una prodigiosa velocidad.
No, no corría; resbalaba, ascendía. Se alargaba como una mancha desmesurada.
Escasos centímetros de agua cubrían la arena, pero ya no se veía la línea
fugitiva de la onda imperceptible.
El inglés quiso precipitarse, pero le retuve. La
huída era imposible a causa de los charcos profundos que habíamos tenido que
bordear a la venida, y en los que caeríamos al regreso.
Fue un rninuto de liorrible, angustia para todos
nosotros. Luego, la inglesita sonrió y murmuró:
--Nosotros somos ahora los náufragos.
Traté de reír, pero el miedo me dominaba, un miedo
bajo, disimulado, feo; todos los peligros que corríamos se me aparecieron al
mismo tiempo. Tenía ganas de gritar: "¡Socorro!" Pero, ¿a quién?
Las dos inglesas más pequeñas se estrechaban contra
su padre, que miraba consternado el mar desmesurado en nuestro derredor. Y la
noche caía tan rápida como el océano se alzaba, una noche húmeda, pesada fría.
Dije:
-No nos queda otra cosa que permanecer en el
barco.
El inglés respondió:
-Oh,
yes!
Y allí permanecimos un cuarto de hora, media
hóra, no sé, en verdad, cuánto tiempo, mirando en torno de nosotros aquella
agua amarillenta que se espesaba, se revolvía, parecía hervir, jugar sobre la
inmensa planicie reconquistada.
Una de las chicas sintió frío, y se nos ocurrió
bajar, para ponernos al abrigo contra la brisa ligera, pero helada, que nos
entumía.
Me incliné sobre la abertura. El barco
estaba lleno de agua. Tuvimos que acurrucarnos contra la obra de popa, que nos
protegía un poco.
Ahora nos cercaban las tinieblas, y estábamos
unos apretados contra otros, rodeados de oscuridad y de agua. Sentí temblar
contra mi hombro, el hombro de la inglesita, a quien le castañeteaban los
dientes. Pero también sentí el suave calor de aquel cuerpo a través de la ropa,
y este calor era para mí delicioso como un beso. No hablábamos. Estábamos inmóviles,
mudos, amontonados como animales en una zanja para protegerse del huracán. Sin
embargo, a pesar de todo, a pesar de la noche, a pesar del peligro creciente y
amenazador, empezaba a sentirme feliz de estar allí, feliz con el frío y el
peligro, feliz con aquellas horas de oscuridad y de angustia que iba a pasar
sobre aquellas tablas, tan cerca de aquella muchachilla preciosa.
Me preguntaba a mí mismo por qué me invadía
aquella sensación de alegría y de bienestar...
¿Por qué? ¿Quién sabe? ¿Porque ella estaba allí?
¿Y quién era ella? ¿Una inglesita desconocida? Yo no la amaba, no la conocía, y
me sentía enternecido, conquistado. Hubiera querido salvarla, perderme por
ella, mil locuras. ¡Extraña cosa! ¿Cómo puede ser que la presencia de una mujer
nos transtorne de ese modo? ¿Es el poder de su gracia lo que nos envuelve? ¿La
seducción de la belleza y de la juventud que nos embriaga como un vino?
O tal vez es una especie de toque del amar, del misterioso
amor que sin cesar trata de unir a los seres, que intenta lucir su poder desde
el momento en que ha puesto frente a frente al hombre y la rnujer, y que nos
llena de emoción, de una emoción confusa, secreta, profunda, como se riega la
tierra para hacer quc broten flores de ella.
Pero el silencio de las tinieblas se iba haciendo
espantoso, el silencio del cielo, pues oíamos en nuestro derredor, vagamente,
un rumor ligero, infinito, el rumor del mar sordo que subía y los choquidos de
la corriente contra el navío.
De súbito oí sollozar. La más pequeña de las inglesas
lloraba. Su padre trató de consolarla, y empezaron a hablar en su idioma,
que yo no entendía. Supuse que la tranquilizaba, pero que no lograba quitarle
el miedo.
Pregunté a mi -vecina:
-¿Tiene usted mucho frío, miss?
-Sí, tengo frío mucho, -respondió.
Quise darle mi abrigo, ella rehusó, pero la
envolví a pesar suyo. En la breve lucha encontré su mano, que me hizo sentir un
encantador escalofrío por todo el cuerpo.
Desde hacía unos minutos, el viento aumentaba y
el chapoteo del agua contra el casco arreciaba. Me puse de pie; y un fuerte
viento me dio en el rostro. ¡El viento empezaba a levantarse!
El inglés se dió cuenta al mismo tiempo que yo y
dijo sencillamente:
-Malo para nosotros, este...
Por cierto que era malo. Era la muerte segura si
las olas, aun débiles, atacaban y sacudían el barco, tan resquebrajado que el
primer golpe un poco duro se lo llevaría rodando,
Creció nuestra angustia de segundo en segundo,
con las rachas cada vez más fuertes. Ahora el mar rompía un poco y yo podía
ver en la oscuridad, líneas blancas que aparecían y desaparecían, líneas de espuma;
cada ola que chocaba contra el esqueleto del Marie-Joseph lo agitaba con un corto
temblor que llegaba hasta nuestros corazones.
La inglesa temblaba. La sentía tiritar contra mí,
y sentía unas ganas locas de rodearla con mis brazos.
Allá, ante
nosotros a derecha, a izquierda, detrás de nosotros, brillaban los faros en las
costas, faros blancos, amarillos, rojos, giratorios, semejantes a enormes ojos,
a ojos de gigantes que nos miraban, nos espiaban, y esperaban ávidamente a que
des aparecié-ramos. Uno de ellos me irritaba particularmente. Se extinguía
cada treinta segundos, para volver
a iluminarme en seguida: aquél era un ojo, en verdad, que bajaba su párpado
sobre su mirada de fuego.
De vez en vez, el inglés encendía una cerilla
para mirar la hora. Luego
volvía a poner el reloj en su bolsillo. De repente me dijo, por encima de las
cabezas de sus hijas, con soberana seriedad y entereza:
-Le deseo un feliz año nuevo, señor.
Era la media noche. Le tendí mi mano, que él
estrechó. Luego pronunció una frase en Inglés, y las tres hijas empezaron a
cantar el God save the King, que
ascendió por el aire negro mudo y se evaporó a través del espacio.
Primero sentí ganas de reír: luego me invadió una
emoción extraña y poderosa.
Tenia algo de siniestro y soberbio aquel canto de
náufragos, de condena-dos, algo como una oración y también algo comparable al
antiguo y sublime Ave Caesar, morituri te
salutant.
Cuando terminaron, pedí a mi vecina que cantara
ella sola una balada, una leyenda, lo que ella quisiera, para hacernos olvidar
nuestras angustias. Accedió, y pronto una voz clara y juvenil se alzó en la noche. Cantaba, sin
duda, una cosa triste, pues las notas se arrastraban largo tiempo, salían
lentamente de su boca, revoloteaban como pájaros heridos sobre las ondas.
Crecía el mar golpeando nuestro navío. Yo no pensaba
sino en aquella voz. Y también pensaba
en las sirenas. Si hubiera pasado una barca cerca de nosotros, ¿qué habrían
dicho los marineros? Mi espíritu atormentado se extraviaba en el ensueño. ¿No
era en realidad una sirena, aquella hija del mar que me había retenido sobre
sobre aquel navío roído que, muy pronto, iba a hundirse conmigo en las ondas?
De pronto rodamos los cinco por cubierta, pues el
barco se había inclinado sobre el costado derecho. La inglesa había caído sobre
mí, yo la tomé en mis brazos y, locamente, sin comprender, sin saber nada,
creyendo llegado mi último instante, la besé en la mejilla, en la frente, en la cabellera. El barco
no se movió más. Nosotros tampoco.
El padre dijo: -¡Kate! La que yo tenía repondió: -Yes, hizo un
movimiento para soltarse. En aquel momento yo habría querido que el barco se
abriera en dos para caer con ella al agua.
El inglés añadió:
-Un pequeño golpe, nada más. Quería saber si mis
tres hijas estaban.
¡Como no veía a la mayor, la había creído perdida
por un momento!
Me levanté lentamente, y de pronto vi una luz
sobre el mar, muy cerca de nosotros. Grité. Respondieron. Era una barca que
nos buscaba. El dueño del hotel había tenido en cuenta nuestra imprudencia.
¡Estábámos a salvo! ¡Me sentí desolado! Nos llevaron
en la barca hasta Saint-Martin.
Ahora el inglés se frotaba las manos y decía:
-¡Una buena cena.... una buena cena!
Sí, cenamos espléndidamente. Pero yo no estuve
alegre; echaba de menos al Marie-Joseph.
Tuvimos que separarnos, al día siguiente, después
de muchos abrazos y promesas de escribirnos. Ellos partieron para Biarritz;
poco faltó para que yo le siguiera.
Estaba como loco. Estuve a punto de pedir a
aquella muchacha que se casara conmigo. Y si hubiéramos pasado ocho días
juntos, seguro que me hubiera casado con ella. ¡Qué débil e incomprensible es
a veces el hombre!
Pasaron dos años sin que oyera hablar de ellos.
Luego recibí una carta de Nueva York. Ella me decía que se había casado. Y
desde entonces, nos escribimos todos los años, el primero de enero. Ella me
cuenta, su vida, me habla de sus hijos, de sus hermanas, pero nunca de su
marido. ¿Por qué? Y yo no le hablo sino del Marie-Joseph...Tal
vez es la única mujer que he amado. No: que habría amado... Bueno, ¿quién
sabe?... Los acontecimientos nos arrastran, y luego... luego, todo pasa... Ella
debe ser vieja, ahora... No la reconocería... ¡Ah; aquella de antaño, la del Marie-Joseph... qué criatura... divina!... Me
escribe que sus cabellos están blancos, completamente blancos... ¡Dios mío!...
Esto me da una pena horrible. Sus rubios cabellos... No, la mía ya no existe...
Qué triste es todo esto!
1.042. Maupassant (Guy de) - 052