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miércoles, 17 de septiembre de 2014

Zenana

Alejandro Magno es de esos caracteres históricos, que se prestan igualmente a severa censura y a hiperbólica alabanza. Atrae en virtud de un contraste vigoroso. Es ya luz, ya tinieblas, pero grande siempre. La complejidad de su alma extraordinaria se explica por antecedentes de familia y de educación. Era hijo de Filipo (que reunía a un valor de león una sensualidad de cerdo) y de Olimpias, reina de arrestos viriles, capaz de ajusticiar a sus enemigos por su propia mano y de mirar con tan despreciativa majestad a doscientos soldados encargados de asesinarla, que se volvieron sin hacerlo, declarando no poder resistir aquella mirada dominadora y terrible. Era alumno de Aristóteles, cuyo solo nombre lo dice todo, y durante ocho años había bebido de tal fuente la sabiduría, que sirve para templar y engrandecer el ánimo, y la ciencia política, que señala rumbos gloriosos a la ambición. Y en un espíritu donde la levadura de todas las pasiones humanas fermentaba al lado de las nociones de todos los ideales divinos, tenían que surgir, entre impulsos atroces y violentas concupiscencias, bellos rasgos de continencia, piedad y magnanimidad, y hasta poéticos romanticismos, semejantes al que da asunto a este cuento.
La casualidad ha traído a mi poder algunas monografías que dejó inéditas el doctísimo alemán Julius Tiefenlehrer y que forma parte de las doscientas setenta y cinco que este profesor de la Universidad de Gotinga consagró a esclarecer la biografía de Alejandro; las cuales consultan fructuosamente y rebañan sin escrúpulo los más recientes historiadores. Parece que la leyenda contenida en la monografía que hoy saco a luz es la misma que representa una tapicería gótica perteneciente al barón de Rothschild, y en la cual, con donoso anacronismo, Alejandro luce. una armadura de punta en blanco, del siglo XIV, y Zenana, el luengo corpiño, el brial y el ancho tocado de las damas contemporáneas de la Santa Sede en Aviñón.
Ha de saberse que Alejandro, después de aniquilar a Darío y hacerse dueño de Persia, fué corrompido por la muelle y refinada vida asiática y por el servilismo de aquellas razas, que, a diferencia de los griegos, se postraban ante el rey, tributándole honores divinos. Pero en los primeros tiempos, antes de que el vencedor se dejase vencer por las delicias que reblandecen el alma, luchó para sobreponerse y conservar sus energías morales, y esta lucha sostenida por un hombre omnipotente,   debe serle contada más gloriosa que la victoria de Arbelas.                  
Claro es que entre las tentaciones de que se veía asaltado Alejandro a cada instante, descollaba la tentación de la mujer, dulcísima asechanza en que caen las almas grandes, igual o acaso más hondo que las pequeñas. No son más hermosas que las griegas las hijas de la Susiana, y acaso sus formas no se prestan tanto a que el pincel las reproduzca; pero, en cambio, poseen un hechizo perturbador, que enciende la fantasía y subyuga potencias y sentidos. Los rostros pálidos y prolongados como la luna en su creciente (según la comparación del poeta Firdusi), donde se abren los labios sinuosos, color de cinabrio, parecidos a una flor de sangre; los ojos luengos, de negrísimas y pobladas pestañas, «lagos a la sombra», dice una canción persa; los cuerpos flexibles, delgados de cintura, y que en lo alto se ensanchan a manera de jarrón que contiene dos tersas magnolias; el cutis impregnado de aromas sabeos, el pie diminuto encerrado en la delicada babucha de piel de serpiente bordada de perlas, el vestir artificioso, las gasas que muestran y encubren hábilmente el tesoro de la beldad, los cabellos rizados con primor, los brazos lánguidos que saben ceñirse a guisa de anillos de culebra otros tantos anzuelos y redes para Alejandro, de los cuales no acertaba a desenvolverse. Y como quiera que a cada instante venían a su tienda o a su palacio damas persas a impetrar clemencia o justicia, Alejandro, conociéndose, o no queriendo prevaricar en sus funciones de árbitro del mundo, ideó un extraño preservativo: al acercarse una mujer, cubríase el rostro y los ojos con un paño de púrpura, y así las recibía y escuchaba, creyendo ellas que era misterio de la majestad real lo que sólo era prevención contra la humana flaqueza.
Acaeció, pues, que estando prisionero de un general de Alejandro el sátrapa Artasiro -y habiéndose resuelto que si el sátrapa no entregaba pingües tesoros que suponían ocultos, le matarían, cortándole en pedazos, la única hija del sátrapa, Zenana, se dio arte para llegar hasta el rey, con propósito de abrazar sus rodillas y librar a su padre del suplicio. El candor y la pureza de Zenana se revelaban en la sencillez no estudiada de su atavío; vestida ya de luto, sin adornos ni joyas, con el cabello suelto, sólo por natural efecto de la gracia juvenil podría agradar. Y es preciso que, a fuer de verídica, añada que Zenana no era tampoco lo que se llama una hermosura, ni menos poseía el hechizo malvado de las grandes cortesanas de Babilonia, que saben con añagazas y tretas enredar un albedrío. Sin embargo, Alejandro, al oír que una mujer moza solicitaba audiencia, se echó el paño por cara y hombros, y así la recibió.
El no ver la faz augusta prestó ánimo a la tímida Zenana: arrojóse a los pies del macedón y, bañándolos con muchas lágrimas, expuso el objeto de su venida. Notando que Alejandro la escuchaba atentísimo y al parecer con extraña, complacencia, explicó detenidamente el caso. Y así que hubo oído la promesa de que su padre tenía salva la vida, Zenana, después de estrechar otra vez las rodillas de Alejandro, desapareció, yendo a ocultarse con su nodriza en una cueva cercana a Babilonia, pues temía ser perseguida y ultrajada por los mismos que intentaban matar al sátrapa.

* * *
Pocos días después de este suceso, habiendo notado Higinio, el mayor amigo y confidente de Alejandro, que éste andaba asaz pensativo, cabizbajo y melancólico, le preguntó la causa, y Alejandro, exhalando un suspiro, respondió
-Es una cosa extraña, querido Higinio, lo que me sucede. Ya sabes que, para precaverme, recibo a las mujeres con el rostro cubierto, porque las hermosas persas hacen daño a los ojos[1]. ¡Ay! ¿De qué me ha servido? ¡Ya veo que el enemigo más allá de los ojos tiene su fortaleza! Recordarás que últimamente me pidió audiencia una dama, hija del sátrapa Artasiro, y yo, fiel a mi propósito, no alcé el trozo de púrpura que me impedía verla. Pero escuché su voz, y no hay arpa hebrea ni lira eolia que a la cadencia de esa voz pueda compararse. El corazón me salta al recordar la música de esa voz. A solas repito palabras que ella pronunció, por evocar mejor el recuerdo del tono con que las dijo. No sé cómo no atropellé por todo y no la detuve aquí cautiva, para seguir oyéndola; creo que fué efecto del mismo encanto que la voz me produjo. Estaba que ni me atrevía a respirar. Y ahora, de día, de noche, tengo aquella voz en lose oídos, sueño con ella y sólo puede aliviar mi mal oírla resonar otra vez. Ya lo sabes. Búscame a Zenana, tráemela aquí, porque si no conozco que perderé el juicio.
Obedeció Higinio prontamente, y puso en movimiento numerosa cohorte, a fin de descubrir a la misteriosa beldad; por tal la tenía. Bien escondida estaba Zenana; pero al fin se averiguó su refugio, e Higinio, antes de llevarla a la presencia de Alejandro, la enteró de cómo el rey, prendado de su voz, se moría por ella. La joven persa, al saber esto, murmuró dulcemente, con su voz melodiosa, que la emoción timbraba:
-Gloria es para mí haber causado tal impresión en el gran rey; pero la placa de plata bruñida en que contemplo mi rostro después del baño y el tocado me dice que no soy bella; Alejandro, al verme, perderá las ilusiones. Temo su indignación, y temo, ante todo, que recaiga su cólera sobre mi padre. ¿Por qué no le haces creer a Alejandro que estoy obligada por un voto a los dioses a presentarme cubierta la cara con un velo? Yo no he visto a Alejandro; él no me verá..., y así tal vez consiga evitar su enojo.
Pareció a Higinio tan excelente el ardid de la discreta Zenana, que estuvo conforme, y la misma noche la condujo a los jardines del gineceo de Alejandro. Embriagado éste con la divina voz de la joven persa, se resignó a la condición del velo, y hasta encontró en ella un misterio picante y un singular hechizo.
Le parecía que aquel amor velado y despojado del vulgar incentivo de unas facciones más o menos lindas, era algo delicado y original, que no había gustado nunca. El casto imán de aquel velo triunfó de las desnudeces y la licencia impúdica de las otras damas persas, obstinadas en requerir al héroe.
-Habla y no te descubras -murmuraba tiernamente Alejandro, sentado cerca de una fuente donde la luna fingía, en el agua de los surtidores, continuo desgrane de perlas; y las rosas del Gulistán, que después se llamaron de Alejandro, dejaban caer sobre las cabezas de los amantes perfumados pétalos.
Fué el amor de Zenana el más largo e intenso de cuantos disfrutó Alejandro en su corta vida.

Cuento antiguo

1.005. Pardo Bazan (Emilia)



[1] Histórico

Voz de la sangre

Si hubo matrimonios felices, pocos tanto como el de Sabino y Leonarda. Conformes en gustos, edad y hacienda; de alegre humor y rebosando salud, lo único que les faltaba -al decir de la gente, que anda siempre ocupadísima en perfeccionar la dicha ajena, mientras labra la desdicha propia- era un hijo. Es de advertir que los cónyuges no echaban de menos la sucesión pensando con buen juicio que, cuando Dios no se la otorgaba, Él sabría por qué. Ni una sola vez había tenido Leonarda que enjugar esas lágrimas furtivas de rabia y humillación que arrancan a las esposas ciertos reproches de los esposos.
Un día alteró la tranquilidad de Leonarda y Sabino la llegada intempestiva de la única hermana de Leonarda, que vivía en ciudad distante, al cuidado de una tía ya muy anciana, señora de severos principios religiosos. Venía la joven pálida, desfigurada, llorosa y triste, y apenas descansó del viaje, se encerró con sus hermanos, y la entrevista duró una hora larga.
A los tres o cuatro días salieron juntos la señorita y el matrimonio a pasar una temporada en la casa de campo de Sabino, posesión solitaria y amenísima. Nadie extrañó esta resolución porque a fines de abril la tal quinta es un oasis, y más explicable pareció todavía la excursión de recreo que en septiembre emprendieron los consortes, los cuales no regresaron de Francia y de Inglaterra hasta el año siguiente. Lo que se comentó bastante fue que al volver trajesen consigo una niña preciosa, con la cual se volvía loca Leonarda, que aseguraba haberla dado a luz en París. Como nunca faltan maliciosos, alguien encontró a la nena excesivamente desarrollada para la edad de cuatro meses que le atribuían sus padres; hubo chismes, murmuraciones, cuentas por los dedos, sonrisitas y hasta indagaciones y «tole tole» furioso. Pero corrió el tiempo, ejerciendo su oficio de aplicar el bálsamo de olvido bienhechor; la hermana de Leonarda se sepultó en un convento de Carmelitas; el retoño creció; los esposos le manifestaron cada día más amor paternal..., y las hablillas, cansadas de sí propias, se durmieron en brazos de la indiferencia.
La verdad es que cualquiera se enorgullecería de tener una hija como Aurora; este nombre pusieron Leonarda y Sabino a su vástago. Nunca se justificaron mejor las preocupaciones del vulgo respecto a las criaturas cuyo nacimiento rodean circunstancias misteriosas, dramas de amor y de honor. Una belleza singular, excesivamente delicada, tal vez; una inteligencia, una dulzura, una discreción que asombraban; suma habilidad, exquisito gusto, y sobre todo esto, que es concreto y puede expresarse con palabras, algo que no se define: el «ángel», el encanto, el don de atraer y de embelesar, de llevar consigo la animación, creando como dijo Byron de Haydea, «una atmósfera de vida»; esto poseía Aurora, y no es milagro que Sabino y Leonarda estuviesen literalmente chochitos con ella.
Pagábales la criatura en la mejor moneda del mundo. Su amor filial tenía caracteres de pasión, y solía decir Aurora que no pensaba casarse nunca, no por no abandonar a sus padres -que sería imposible ni pensar en ello, sino por no tener que repartir con nadie el ardiente cariño que les consagraba. Los que oían de tan rosada y linda boca estas paradojas e hipérboles del afecto, envidiaban a Leonarda y Sabino la hija hurtada.
Habían pasado años sin que Aurora aceptase los homenajes de ningún pretendiente, cuando apareció cierta mañana en casa de Sabino un caballero que podemos calificar de gallo con espolones, pero apuesto, elegante; con trazas de adinerado, aspecto muy simpático y ese aire de dominio peculiar de los hombres que han ocupado altos puestos o conseguido grandes triunfos de amor propio, viviendo siempre lisonjeados y felices. Solicitó el caballero hablar a solas con Sabino y Leonarda; pero como hubiesen salido, rogó se le permitiese ver un instante a la señorita Aurora. La muchacha le recibió en la sala, sin turbarse, y le dio conversación un rato, ruborizándose cuando el desconocido le dirigió alabanzas en las cuales se revelaba profundo, vivo y secreto interés. La entrevista duró poco; llegaron los padres de Aurora, y con ellos se encerró el galán, cuyas primeras palabras fueron para decir, inclinándose hasta el suelo, que allí tenían un gran culpable -al seductor de su hermana y padre de Aurora- dispuesto a reparar en lo posible sus yerros y delitos, recogiendo a la niña y ofreciéndole amparo, fortuna y nombre.
Sabino meditó algunos instantes antes de responder, luego cruzó con Leonarda una mirada expresiva, y volviéndose al recién llegado, pronunció serenamente:
-Queremos a Aurora bastante más que si la hubiésemos engendrado, es nuestro único hechizo, la alegría de nuestra vejez, que ya se acerca; pero le aseguro a usted que la dejaremos libre. Si ella quiere, con usted se irá. Si ella no quiere, prométanos que la niña se quedará con nosotros para toda la vida y usted no pensará en reclamarla. Y para que vea usted que no influimos en su determinación escóndase detrás de ese cortinaje y oirá cómo la interrogamos y lo que responde.
Accedió el caballero y se ocultó. De allí a pocos instantes entraba Aurora, y Sabino le dirigió el siguiente interrogatorio:
-¿Qué te ha parecido ese señor que vino a hablarnos?
-¿Digo la verdad, papá, como de costumbre? ¿La verdad enterita?
-¡Ya se sabe que sí!
-¡Pues me ha parecido muy bien! Me ha parecido la persona más..., más agradable... que he visto en mi vida, papá.
-¿Tanto como eso?
-Sí por cierto. Me ha fascinado... ¿No me mandas que hable con franqueza?
-¿Le preferirías a nosotros? Sigue siendo franca.
Es distinto lo que siento por vosotros, Él me gusta... de otra manera.
-¿Vivirías contenta con él?
-¡Mira, papá..., puede que sí!
-Piénsalo bien, niña.
-No hay que pensarlo. Es un sentimiento, y lo que de veras se siente no se piensa. Nunca he sentido así. Yo también he de preguntar; qué ¿este señor..., os ha pedido mi mano?
-¡Tu mano! ¡Tu mano! ¡No se trata de eso! -gritó con espanto Leonarda.
-¿Pues..., entonces? No entiendo -murmuró Aurora afligida.
-¡Figúrate... es una suposición..., que ese señor fuese... tu padre! ¡Tu verdadero padre!
-¿Mi padre? ¡Eso sí que no puedo figurármelo! ¡Como padre, ni le he mirado..., ni podría mirarle nunca! Ya os he dicho que es distinto; ¡que a vosotros os quiero de otro modo!
-Vete, hija mía -murmuró Sabino confuso y consternado, creyendo oír detrás de la cortina un gemido triste. Y así que se retiró Aurora, obediente, cabizbaja y muda, el desconocido salió, mostrando un rostro color de cera y unos ojos alocados.
-No les molesto a ustedes más -murmuró en ronco acento. Ya sé cuál es mi castigo. Procuré estudiar el modo de inspirar cierta clase de sentimientos... y los inspiro con una facilidad que ha llegado a infundirme tedio y horror. Midas todo lo convertía en oro... yo todo lo convierto en pecado. El cariño puro, el sagrado cariño de padre, veo que no lo mereceré nunca. Borren ustedes mi recuerdo de la imaginación de Aurora, ¡y que no sepa jamás mi nombre, ni lo que realmente soy para ella!
-Tal vez -indicó la compasiva Leonarda- el atractivo que ejerce usted sobre esa criatura, tan indiferente con los demás, sea la voz de la sangre.
-Si es voz de la sangre, es voz que maldice -respondió el tenorio saludando respetuosamente y saliendo abrumado por el dolor.

«El Imparcial», 29 julio 1895.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Vocacion

Román subía la escalera de casa de su novia con la alegre presteza habitual. Sus ágiles piernas de veintiséis años salvaban dos a dos los escalones,  cuando  gritos  salvajes de dolor, seguidos de otros agudísimos, que traducían infinito espanto, le hicieron dispararse en galope loco al descanso del inmediato piso. El cuadro que se le apareció le dejó petrificado un segundo. En el suelo, su Irene se retorcía, se revolcaba, envuelta en llamas; ardía su ligera ropa, ardían sus cabellos rubios. Alrededor de la víctima, un grupo: madre, hermana, criado  -hipnotizados,  inmóviles  a  fuerza  de horror,  dejándola  morir  en  aquel  suplicio.
Instantáneamente  Román  comprendió;  instantáneamente  se arrojó sobre la joven, revolcándose  a  su  vez  con  voluntaria  brutalidad, extinguiendo por medio del peso de su cuerpo las vivas llamas. Sus manos -para quienes  eran  sagradas  aquellas  vírgenes  formas- las palpaban ahora sin considera-ciones de  falso  pudor,  apagando  el  incendio  como podían, a puñados, arrancando a jirones telas y puntillas inflamadas aún. La madre y la hermana, a ejemplo de Román, desgarraban traje y enaguas, desnudaban a la mártir su túnica  de  Neso.  Al  fin,  consiguieron  recogerla desvanecida  -pero  respi-rando  aún-  y  transportarla  a  su  alcoba,  depositándola  sobre  la cama,  mientras  el  sirviente  corría  a  la  Casa de Socorro a buscar un médico.
La hermana, sollozando, explicó lo sucedido. Nada, un descuido; la maquinilla de alcohol donde calentaban los hierros de ondular, volcada; el líquido ardiente prendiendo en la flotante  manga  de  la  bata  de  muselina;  el sufrimiento y el terror, que inspiran lo contrario de lo que aconseja la prudencia, y lanzan a una carrera insensata hacia la puerta y hacia el aire libre; el aturdimiento de los espectadores, que no les da tiempo a hacer lo único indicado en casos tales, lo practicado por Román; y, al terminar el entrecortado relato, un abrazo confundía al novio y a la hermana, cuyas  lágrimas  mojaron  las  mejillas  de  Román, sus tiznados y chamuscados ojos.
Llegó el médico. Nadie se había atrevido a tocar a Irene, que, vuelta del desvanecimiento, se quejaba de un modo estremecedor.
Román ayudó; hizo de practicante, manejando las tijeras él mismo. Entre los circunstantes, ninguno se preocupó del extraño caso de aquel novio ante quien despojaban de sus últimos velos a la casta novia. La fraternidad y la indiferencia nacían del padecer. El cuerpo de  Irene  se  mostraba  como  en  la  mesa  del anfiteatro;  mas  la  hermosa  estatua  juvenil era una pura llaga.
Mientras  iban  a  la  botica  por  calmantes, por medicinas, por algodón hidrófilo, por vendas, Román, arrastraba al doctor a la antesala y le preguntaba ansiosamente:
-¿Vivirá?
 -Esperemos que sí. ¿Es usted su pariente?
-Soy su futuro esposo -contestó con sencillez Román. Me contento con que no muera. ¿Sufrirá mucho?
    -Torturas atroces, y que no podemos evitar. Avisen ustedes a su médico de confianza.
Acaso sobrevenga fiebre y delirio. ¡La han dejado  arder!  Si  usted  no  acierta  a  arrojarse sobre  ella,  apagando  mecánicamente  el  fuego, ahora estaría carbonizada. Su intervención de usted la ha salvado.
Verificáronse punto por punto los vaticinios del doctor. Irene osciló entre la vida y la muerte  bastante  tiempo.  Los  que  rodeaban  su lecho,  empe-zando  por  Román,  sólo  se  preocupaban  de  la  mejoría.  Ni  cruzaban  por  la mente del novio otros pensamientos. Siempre pendiente de la opinión del médico, el tumulto del amor, su apretada florescencia de rosas,  no  existía  desde  la  hora  en  que  apagó con su cuerpo las llamas. A decir verdad, ni pensaba en cambio alguno de su manera de sentir,  y  mucho  le  sorprendió  que la  misma enferma, una tarde, a la hora en que él solía visitarla y leer en alta voz, para distraerla, los periódicos, le dijese:
-Román, ¿no sabes que he quedado feísima?
El novio fijó los ojos en el semblante de la novia, cruzado aún por vendajes, y contestó sinceramente:
-¡Qué disparate! En cuanto te quiten esas tiras de gasa y esos algodones, estará mi nena igual que estaba: ¡muy guapa, guapísima!
Ella insistió con firmeza:
-Estoy desfigurada: la cara, llena de costurones;  el  pecho  con  cada  cicatriz...  Por  todo mi cuerpo señales... Román, no podemos casarnos. ¡Lo nuestro... se acabó!
Impaciente y enojado, protestó él:
-¡Qué manía te entra, Renita! Vamos, vamos, no te me pongas tonta; no quiero que seas así. ¡Chiquilla rara! Soy tu novio; soy tu enamorado;  soy  tu  futuro,  y  nos  echan  las bendiciones apenas te sueltes por ahí sana y buena. ¡No faltaba otra cosa!
La voz que salía de detrás de los vendajes se deshizo, se quebró en llanto.
-Muchas gracias, Román. Ya sabía yo que... que me contestarías eso. Es natural en ti.
-¿Que  si  es  natural  casarnos?  ¡Me  gusta!
No parece sino que se trata de algún fenómeno. ¡Ea, niña!, la mano.
Ella la alargó, enflaquecida y todavía áspera por la sequedad de la calentura. Román la besó piadosamente, como hubiese besado, a ser devoto, una reliquia.
-Escucha, Román... -pronunció hondamente  la  enferma.  Tú  te  portas  siempre  bien; demasiado  me  consta.  Valdría  más  que  te portaras peor. En vez de arrojarte sobre mí a apagar el fuego, debiste detenerte un minuto, lo bastante para que acabase de abrasarme.
Así  me  salvarías  de  una  suerte  bien  amarga..., sin hablar de los padecimientos, que no han sido pocos.
-¡Ea,  ea,  basta,  niña!  -exclamó  Román.
No  aguanto  que  continúes  por  tal  camino.
¿De  dónde  sacas  semejante  suerte  amarga, vamos a ver? Conmigo tu suerte será dulce; te  querré  mucho...  ¿Es  que  pensabas  hacer conquistas? A mí has de parecerme la mujer más bonita del mundo.
-¡A ti, no! -declaró con energía Irene.
-¿Tú qué sabes?
-Lo sé. Y te lo probaré... hasta la evidencia.
¡Ah! Si te pareciese a ti bonita, ¿qué me importaban los demás? Pero tú ni eres ciego ni eres de palo. Me detestarías; te avergonzarías de mí.
El novio se alzó en pie, entre desazonado y compadecido.
-¡A callar! -ordenó. Mi niña está hoy nerviosa, y no quiero que se me ponga peor con estas conversaciones sin sustancia. ¡A callar, a obedecer!
-¿Me  aseguras  que  sientes  por  mí  lo  que sentías  antes...  de  la  desgracia?  -interrogó Irene.
-¿Pues  quién  lo  duda?  ¡Exactamente,  boba!
 -¿Me lo jurarías?
 -Lo juro -contestó él sin titubear.
Hubo un instante de grave silencio entre la mujer que recibía tal prueba de ternura y el hombre que acababa de comprometer su porvenir. Román tenía asida la mano de la enferma y la estrechaba contra los labios. Y lo primero que se oyó fue la voz de la madre de Irene, que entró y vio la escena, y la aprobó sonriendo.
-No,  no  te  muevas,  Román...  Estás  bien ahí, hijo mío... He venido no más que a ver si ocurría  algo.  Quedáos  en  paz.  Antes,  ya  te acordarás, no me gustaba dejaros solos, ¿eh? Pero ahora..., ¡bah!, si eres como un hermano de  la  pobre...  Hazle  compañía;  entretenla.
Tengo que atender a mi agente de Bolsa, que me aguarda en la sala.
Apenas la madre hubo salido, Irene se alzó sobre un codo y dijo a Román, que estaba cabizbajo:
-Ahí  tienes  la  prueba  que  te  ofrecí.  ¡Mi madre nos deja solos!
Y  atajando  nuevas  protestas  de  Román, añadió:
-No  te  esfuerces.  Yo  estoy  resuelta:  así que  pueda  levantarme  y  andar,  irremisiblemente entraré en el Noviciado de los Paúles.

"Blanco y Negro", núm. 645, 1903.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Vivo retrato

Los sentimientos más nobles pueden pecar por exceso; lo malo es que esta verdad a duras penas la aprende el corazón..., y la razón sirve de poco en conflictos de orden sentimental. Oíd un caso..., no tan raro como parece.
Gonzalo de Acosta era modelo de hijos buenos, amantes, fanáticos. Huérfano de padre desde muy niño, se había criado en las faldas de su madre; ella le cuidó, le educó, le sacó al mundo; le formó, por decirlo así, a su imagen y semejanza. Entró en la vida Gonzalo dominado por una convicción arraigadísima: la de que todas las mujeres pueden ser débiles y falsas, salvo la que nos llevó en su seno. Lo que ayudaba a confirmar a Gonzalo en su idolatría filial era la aprobación, la simpatía de la gente. Por el hecho de respetar a su madre, el mundo le respetaba a él, y las niñas casaderas le ponían azucarado gesto, y las mamás le sonreían con más benevolencia. Cuando pasaba por la calle llevando a su madre del brazo, una atmósfera de aprobación y de consideración halagadora le acariciaba suavemente.
A la edad en que se asimilan los elementos de cultura y se forma el criterio propio, Gonzalo, a pesar de sus dudas sobre ciertas materias arduas, se mantuvo en buen terreno, confesando que lo hacía principalmente por no desconsolar y escandalizar a su santa madre. Con ella oía misa muchas veces; por ella llevaba al cuello un escapulario de los Dolores; y hasta cuando ella no estaba presente, por ella hacía Gonzalo, sin analizarlas, mil graciosas y dulces niñerías.
Frisaba ya Gonzalo en los veintiocho, y su madre comenzó a insinuarle que pensase en bodas. La casualidad le hizo conocer entonces a una señorita hermosa, discreta, bien educada, rica; un fénix que ni escogido con la mano. La misma madre de Gonzalo fue quien le obligó a observar las perfecciones de Casilda y le sugirió pretenderla. Casilda aceptó con franca alegría y expansión los obsequios de Gonzalo, y a los seis meses de conocerse los futuros, bendijo la iglesia su matrimonio.
En una de esas largas y trascendentales conversaciones que se entre-tejen durante el primer cuarto de la luna de miel, y que tanto descubren los caracteres y los pensamientos. Gonzalo habló largamente de su madre y del puesto que ocupaba en sus afectos y en su existencia. Casilda escuchaba, primero sonriente, después reflexiva y grave. Impulsado por la plenitud del corazón, Gonzalo confesó que había pretendido a Casilda atendiendo a las indicaciones maternales, y que por eso mismo creía segura la dicha, puesto que en su madre no cabía error. Al oír esto relampaguearon los preciosos ojos de Casilda; y apartando el brazo con que rodeaba el cuello de su esposo, dijo firmemente estas o parecidas razones:
-Has hecho mal en todo eso, Gonzalo; muy mal. No he de limitar el cariño que tu madre te inspira; pero creo que no te es lícito quererla más que a mí, y que en algo tan personal y tan íntimo como el lazo de unión entre esposos, la iniciativa no puede ser ajena, sino propia. A los padres no les escogemos; pero al que hemos de amar toda la vida, el dueño de nuestro albedrío, es un rey electivo, y somos responsables de la elección. Por lo que veo, tú no me elegiste. Para tu modo de entender el matrimonio, debiste buscar siquiera una niña apática, que se contentase con un amor reflejo de otro amor; yo soy una mujer que sabe amar y exige el pago; que quiere ser honrada y aspira a encontrar en su esposo toda la felicidad a que tiene derecho. Lo absurdo de tu modo de sentir engendra en mí otro absurdo semejante, y es que de hoy más sentiré celos de tu madre, celos del alma..., y ya no viviremos en paz nunca; lo conozco, porque me conozco.
Gonzalo, aunque sorprendido, no dio gran importancia a las expansiones de su mujer. Con halagos y ternezas probó a calmarla, y se creyó victorioso así que reconquistó el brazo de Casilda, aquel que se había desviado de su cuello. Pero un brazo no es un alma.
Desde el instante funesto, la luna de miel tuvo velo de nubes. No tardó en ver Gonzalo que Casilda buscaba las distracciones, la sociedad y el bullicio, como si quisiese aturdirse o explorase horizontes nuevos. Poco a poco, Gonzalo, en su pesimismo, comenzó a dudar, primero del cariño, y después, de la fidelidad de Casilda. Herido, ulcerado, rebosando humillación, fue a refugiarse en el único sitio donde creía poder desahogar sus penas: el seno de su madre. Y al abrazarla y al bañarle el rostro de lágrimas ardientes, exclamaba el hijo: «No hay más mujer buena que tú, mamá. Debí no repartir mi amor; debí conservarlo para ti sola. Perdóname y vivamos como si nada hubiese sucedido». En efecto, aquel mismo día se separaron los esposos. Casilda se fue a vivir a París.
De allí a un año o poco más recibió Gonzalo dos golpes terribles. Perdió a su madre... y supo que Casilda tenía una niña, nacida a los seis meses de la separación.
Pasado el primer estupor, una claridad repentina iluminó su espíritu haciéndole ver todo de distinta manera que antes. La muerte de su madre, le enseñaba cómo el amor filial, con ser tan puro y tan sagrado, no puede, por su esencia misma, acompañarnos hasta el sepulcro, de suerte que la «compañera» es únicamente la esposa; y el nacimiento de aquella niña le decía a las claras que el amor es antorcha que las generaciones se transmiten de mano en mano, y el que nos dieron nuestras madres se lo restituimos a nuestros hijos después.
Lo tremendo de la situación de Gonzalo consistía en que, a pesar de la agitación y la emoción profundísima que el nacimiento de la niña le causaba, su desconfianza mortal y las apariencias de última hora no le permitían creer que fuese realmente su sangre. Le enloquecía la idea de paternidad representada por aquella niña; pero faltábale la fe, primera virtud del padre, base de su felicidad inmensa. El silencio de Casilda, el tiempo que iba transcurriendo sin nuevas de París, ayudaron al convencimiento amargo y vergonzoso de Gonzalo. Solo, dolorido, misántropo, fue dejando correr su edad viril entre desabridas diversiones y trasnochadas aventuras.
Hacía quince años que arrastraba vivir tan intolerable, cuando una noche, en el teatro de la Comedia, mirando por casualidad a un palco entresuelo, se creyó víctima de un error de los sentidos: tal vuelco dio su sangre, viendo a la muchacha encantadora que acababa de dejar los gemelos sobre el antepecho y se inclinaba para mirar hacia las butacas, sonriente. La muchacha era el retrato vivo, animado, de la madre de Gonzalo, tal cual la representaba precioso lienzo de Madrazo, con la frescura de la primera juventud. Si la figura se hubiese bajado del cuadro, no podía ser más asombrosa la semejanza, ayudaba por el parecido de la moda actual con la moda de 1830. Trémulo, espantado, al mismo tiempo que frenético de alegría, Gonzalo entrevió, en el asiento de respeto del palco, otra cabeza de mujer que conoció, a pesar del estrago del tiempo transcurrido: su esposa Casilda. Y la conciencia de que aquella jovencita era su hija del corazón, le inundó como una ola que lo arrebata todo: dudas, penas, el pasado entero.
Habría que gastar muchas páginas en referir los pasos que dio Gonzalo, la suma de actividad que desplegó, para conseguir que le fuese permitido vivir cerca de la hija revelada y adorada en un minuto, el minuto divino de verla.
-¡Inútil esfuerzo, lucha estéril en que consumió sus últimas energías! Una carta decisiva, escrita por Casilda algunas horas antes de regresar a Francia, decía, sobre poco más o menos, lo siguiente: «Nuestra hija me quiere a mí como tú quisiste a tu madre. Si la separas de mí no lo resitirá. Es tarde para todo: resígnate, como yo me resigné en otra edad más difícil. Lo único que me dejaste es la niña: no la cedo».
Y Gonzalo, mordiendo de dolor el pañuelo con que enjugaba sus ojos, murmuró:
-Es justo.

«El Liberal», 23 octubre 1893.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Vitorio

-Sí, señores míos -dijo el viejo marqués, sorbiendo fina pulgarada de «cucarachero», golpeando con las yemas de los dedos la cajita de concha, lo mismo que si la acariciase. Yo fui, no sólo amigo, sino defensor y encubridor de un capitán de gavilla. ¿No lo creen ustedes? ¡Histórico, histórico! A mi ladrón le ahorcaron en Lugo, y consta en autos.
Lo que se ignoró siempre (los jueces, en ese punto, no consiguieron hacer ni tanto así de luz) es el verdadero nombre que llevaba el ladrón, allá en sus mocedades, antes de dedicarse a tan infamante oficio, cuando se educaba conmigo en el Colegio de Nobles de Monforte. Desde que se metió a capitán de forajidos le conocieron por Vitorio; así le llamaremos. ¡Líbreme Dios de echar baldón sobre una familia antigua e ilustre y deshacer lo que el pobrecillo llevó a cabo con el valor que ustedes verán, si me atienden.
Les aseguro que en el Colegio de Nobles no tuve compañero que me pareciese más simpático. De carácter vivo y vehemente, de inteligencia clara y feliz memoria, estudiaba con suma facilidad; los maestros estaban encantados de él. Al mismo tiempo, travesura que en el colegio se ejecutase, era sabido: ¿quién la discurrió? Vitorio. No sé qué maña se daba, que siempre era cabeza de motín, y todos nos poníamos a sus órdenes, reconociendo su iniciativa y su autoridad. Era en sus resoluciones tenacísimo y violento, pero pundonoroso hasta dejárselo de sobra, y si alguien me dice entonces que Vitorio pararía en ladrón, creo que al tal le deshago yo la cara a bofetones.
Como siempre fui enclenque y enfermizo, Vitorio me había tomado bajo su protección, y más de una vez escarmentó a los colegiales que me jugaban pasaditas. Esto, y el ascendiente que ejercía por su manera de ser, hicieron que yo fuese consagrando a Vitorio apasionada adhesión.
Un día recibió Vitorio cartas de su casa, y con ellas la amarguísima noticia de que su padre, que era viudo, se disponía a contraer segundas nupcias.
El paroxismo de ira del muchacho, que adoraba en el recuerdo de su madre, fue tremebundo; espumaba de rabia, se retorcía, se quería romper la cabeza contra la pared del dormitorio. Le consolé lo mejor que pude, y cuando ya le creía aplacado, he aquí que se levanta de noche y me propone que nos descolguemos por la ventana, atando las sábanas unas a otras, y que, andando diez leguas, lleguemos a tiempo de impedir la boda de su padre. La fascinación de Vitorio era tal, que al pronto consentí en el absurdo proyecto, y si invencibles dificultades materiales no nos lo estorbasen, creo que lo realizamos.
Poco tardé en salir del colegio, y en bastantes años nada supe de Vitorio. Estudié Derecho en Compostela, me casé, enviudé, y, teniendo que arreglar cuestiones de intereses, me establecí en mi casa de aldea de los Adrales, situada entre Monforte y Lugo, en país montuoso.
Hablábase mucho, en las veladas junto al fuego, de la gavilla que recorría aquellas inmediaciones, y de la original conducta de su jefe. Contábase que tenía prohibido matar y atormentar, a menos que le hiciesen resistencia; que jamás despojaba por completo una casa, sino que siempre cuidaba de dejar algún dinero a los robados, para que no careciesen de todo en los primeros instantes; que algunas veces sus robos llenaban el fin de reparar antojos de la suerte, pues daba al pobre lo del rico, al segundón lo del mayorazgo, al seminarista lo del racionero y al arrendatario lo del señor. Añadían que era galante con las damas, y que éstas, aunque robadas, no le querían mal, ni mucho menos. En resumen: la clásica silueta del «bandido generoso», y si de Vitorio no hubiese más que decir, se podía ahorrar el relato o sustituirlo por historias muy análogas, verbigracia, la de José María.
Aun cuando yo, por precisión, guardaba en casa dinero (entonces no era tan fácil como hoy ponerlo a buen recaudo), y aunque no alardeo de valiente, ello es que las noticias referentes a la gavilla me alarmaron poco, y seguí cenando siempre con las ventanas abiertas -era muy calurosa la estación- y quedándome entretenido en leer hasta que me entraba sueño, sin pensar en cerrarlas. Una noche, estando bien descuidado, cátate que, lo mismo que una bala, cae a mis pies un hombre, pálido, demacrado, con la ropa hecha trizas, y sin que yo tuviera tiempo a nada, exclama, cogiéndome de un hombro, en tono lastimero:
-¡Sálvame, Jerónimo! Soy fulano..., tu compañero, tu antiguo amigo. Me persiguen, mi vida está en tus manos.
Le hice señas de que no temiese; corrí a trancar la ventana con barra doble; cerré también las puertas, y tendí los brazos a Vitorio, porque ya le había reconocido. Aunque desfigurado y muy variado por la edad, reconstruí aquella cabeza hermosa, morena, de facciones tan delicadas y de tan viril expresión. No sin gran sorpresa mía, Vitorio se resistió a abrazarme, y murmuró fatigosamente:
-Dame algo...: hace tres días que no pruebo alimento.
Le serví de la cena que aún estaba allí sin recoger, y así que reparó sus fuerzas, me dijo:
-No me abraces, Jerónimo. Soy el capitán de gavilla de quien tanto habrás oído, y por milagro no estoy en poder de los que quieren ahorcarme. Si me conservas algún cariño, ocúltame y déjame dormir, si no, échame; pero no digas a nadie cómo y dónde me conociste...
Existía en los Adrales un precioso escondrijo antiguo, una especie de desván practicado bajo otro desván, oculto por un segundo tabique, y con salida a una escalerilla recatada en el hueco de la pared, y que moría al pie del bosque. Allí metí a Vitorio, y aunque la fuerza que le perseguía rodeó mi casa, y aunque se la dejé registrar sin oponer reparo, no encontraron al fugitivo, ni era posible, a no estar en el secreto, que sólo sabíamos el mayordomo y yo. Conjurado el peligro, no quise que se alejase Vitorio hasta que descansó bien, se lavó, se afeitó, se vistió con ropa mía y tuvo en el cinto dos ricas pistolas inglesas y en la bolsa oro. No le pregunté palabra, no le dirigí observaciones ni le di consejos, y esta delicadeza fue, sin duda, la que le movió a decirme poco antes de marchar:
-Jerónimo, ¿te acuerdas de la boda de mi padre y de aquel disparate que queríamos hacer en el colegio? Pues de no hacerlo vino mi perdición. Cuando llegué a mi casa encontré dueña de ella a una madrastra que obligaba a mi hermana a que la sirviese, y que hasta la pegaba delante de mí, ¡delante de mí! Tú me has conocido... Recordarás mi carácter... ¡Asómbrate! Yo, al pronto, supe reprimirme, y hablé a mi padre como un hombre habla a otro hombre. Le dije que quería llevarme a mi hermana, y que sólo le pedía algún auxilio en dinero para que ella no se muriese de hambre. Me contestó con desprecio, con enojo, y me ordenó que respetase a mi madrastra. Entonces, fuera de mí, le dije que mi madrastra no merecía respeto, y que se lo demostraría antes de un año. Y así fue, Jerónimo: a los pocos meses mi madrastra y yo... ¿Entiendes? ¡Me lo propuse y lo conseguí..., lo conseguí...! ¡Por «aquello», y no por «lo de ahora», merezco que me cojan y me ahorquen...! En fin: lo cierto es que mi padre no pudo dudar de su afrenta, y me echó de casa, maldiciéndome, apaleándome y prohibiéndome que usase su nombre jamás. El resto ya lo sabes... Adiós, voy a reunirme con mi gente, que andará esparcida por la montaña.
Desapareció y supe que la gavilla se había retirado de aquellos contornos, metiéndose sierra adentro, por sitios casi inaccesibles. Dos años después del imprevisto lance, se habló mucho de un robo cometido por Vitorio en casa de un señor canónigo de Lugo. Consistía la originalidad en que el robo lo había realizado Vitorio solo, en una ciudad y a las doce del día. Hallábanse juntos el buen canónigo y cierto clérigo de misa y olla, jugando al tute, por más señas, cuando vieron entrar a un caballero apersonado y galán que los saludo muy cortésmente.
-Soy Vitorio -dijo; pero no se asusten ustedes, que no traigo ánimo de hacerles ningún mal. Entendámonos como se entiende la gente de buena educación; vengo por los cinco mil duros en onzas de oro que el señor canónigo guarda ahí, debajo de esa arquilla; con levantar un ladrillo numerado, aparecerá el escondrijo.
-¡Cinco mil duros! -gritó el canónigo, más muerto que vivo-. Pero, señor de Vitorio, ¡si jamás he poseído esa suma!
Y el clérigo, oficiosamente, exclamaba:
-¡Ea!, señor canónigo, no haya más; dé usted al señor de Vitorio esos cuartos, siquiera por la gracia y la amabilidad con que los pide.
-Déselos usted, si los tiene, y no disponga de caudales ajenos -replicaba, afligido, el canónigo.
Y Vitorio, siempre afable, añadía:
-Bien dice el señor canónigo; este cura, mientras le aconseja a usted que se desprenda de tan gruesa suma, se está escondiendo en la pretina una tabaquera de plata, como si Vitorio fuese algún ratero que cogiese porquerías semejantes. Pero, señor canónigo, yo sé que los cinco mil duros ahí están; yo me veo en un grave apuro (que si no, no molestaría a persona tan respetable como usted). Buen ánimo; si puedo, he de restituírselos.
Y con gallardo ademán entreabrió su abrigo, viéndose relucir la culata de unas pistolas (quizás las mías). El trémulo canónigo y el abochornado clérigo alzaron el ladrillo y entregaron a Vitorio los talegones. El forajido se inclinó, hizo mil cortesías, y los hombres, que con un grito hubieran podido perderle, se quedaron más de diez minutos sin habla, mientras él, tranquilamente, bajaba las escaleras.
Sin embargo, el clérigo, que era sañudo y rencoroso, la tuvo guardada, como suele decirse. Un día de feria, saliendo de la catedral, creyó reconocer a Vitorio en un aldeano que llevaba a vender una pareja de bueyes, y le siguió con cautela. Notó que el aldeano tenía las manos blancas y finas, y corrió a delatarle. Hizo rodear la taberna donde había observado que entraba, y así cogieron en la ratonera al célebre capitán, a quien ya sin esperanzas de alcanzarle perseguían por montes y breñas.
La causa de Vitorio tardó mucho en fallarse. Se susurraba que, por ser de muy esclarecida y calificada familia, no se atrevían los jueces a mandarle ahorcar, y que si revelaba su verdadero nombre se le dejaría evadirse o le indultaría la Reina. Yo me encontraba entonces lejos de mi país, y las noticias en aquel tiempo no volaban como ahora. Por casualidad llegué a Lugo el mismo día en que pusieron en capilla a Vitorio. Corrí a verle, afectadísimo. Habíanme asegurado que la noche anterior una dama muy tapada, penetrando en la prisión, habló largo tiempo con Vitorio, y sospechando amoríos, compromisos, lazos que quedaban en el mundo, pregunté a mi antiguo compañero si tenía algo que encargarme para alguna mujer.
-No -respondió, sonriendo con calma; no tengo a nadie que me llore. La señora que estuvo a verme ocultando el rostro es mi hermana, a quien he prometido solemnemente dejarme ahorcar sin que me arranquen mi nombre de familia. Y este es el único favor que te pido, Jerónimo: ¡que nadie, nadie sepa nunca!... No he de deshonrar a mi padre dos veces.
En efecto, Vitorio murió callando; el clérigo de la tabaquera de plata acudió a presenciar cómo perneaba en la horca; pero el señor canónigo, que no podía olvidar los finos modales con que le habían quitado sus cinco mil duros aplicó muchas misas por el alma del infeliz.

«El Imparcial», 15 enero 1894.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Viernes santo

Fue el cura de Naya, hombre comunicativo, afable y de entrañas excelentes, quien me refirió el atroz sucedido, o por mejor decir, la serie de sucedidos atroces, que apenas creería yo, a no aclararse y explicarse perfectamente por el relato del párroco, las veladas indicaciones de la prensa y los rumores difundidos en el país. Respetaré la forma de la narración, sintiendo no poder reproducir la expresión peculiar de la fisonomía del que narraba.
-Ya sabe usted-dijo-que, así como en Andalucía crece la flor de la canela, en este rincón de Galicia podemos alabarnos de cultivar la flor de los caciques. No sé cómo serán los de otras partes; pero, vamos, que los de por aca son de patente. Bien se acordará usted de aquel Trampeta y aquel Barbacana que traían a Cebre convertido en un infierno. Trampeta ahora dice que se quiere meter en pocos belenes, porque ya no le ahorcan por treinta mil duros, y Barbacana, que está que no puede con los calzones, como se la tenían jurada unos cuantos y salvó milagrosamente de dos o tres asechanzas, al fin ha determinado irse a pasar la vejez a Pontevedra, porque desea morir en su cama, según conviene a los hombres honrados y a los cristianos viejos como él. ¡Ja, ja...!
Retirados o poco menos esos dos pejes, quedó el país en manos de otro, que usted también habrá oído de él: Lobeiro, que en confianza le llamábamos Lobo, y ¡a fe que le caía! Yo, si usted me pregunta en qué forma consiguió Lobeiro apoderarse de esta región y tenerla así, en un puño, que ni la hierba crecía sin su permiso, le contestaré que no lo entiendo; porque me parece increíble que en nuestro siglo, y cuando tanto cantan libertad, se pueda vivir más sujeto a un señor que en tiempos del conde Pedro Madruga. No, no hay que echar baladronadas; yo era el primerito que agachaba las orejas y callaba como un raposo. Uno estima la piel, y aún más que la piel, si a mano viene, la tranquilidad.
A veces me ponía a discurrir, y decía para mi sotana: «Este rayo de hombre, ¿en qué consiste que se nos ha montado a todos encima, y por fuerza hemos de vivir súbditos de él, haciendo cuanto se el antoja, pidiéndole permiso hasta para respirar? ¿Quién le instituyó dueño de nuestras vidas y haciendas? ¿No hay leyes? ¿No hay Tribunales de justicia?» Pero mire usted: todo eso de leyes es nada más que conversación. Los magistrados, suponiendo que sean justificadísimos, están lejos, y el cacique cerca. El Gobierno necesita tener asegurada la mecánica de las elecciones, y al que les amasa los votos le entregan desde Madrid la comarca en feudo. A los señores que se pasean allá por el Prado y por la Castellana, sin cuidado les tiene que aquí nos am... ¡Ay! Tente, lengua, que ya iba a soltar un disparate.
Pues volviendo al caso, Lobeiro, así para el trato de la conversación, era un hombre antipático, de pocas palabras, que cuando se veía comprometido, se reía regañando los dientes, muy callado, mirando de través. No se fíe usted nunca del que no ríe franco ni mira derecho: muy mala señal. La cara suya parecía el Pico Medelo, que siempre anda embozado en «brétemas». Lo único a que el diaño del hombre ponía un gesto como ponen las demás personas, era a su chiquilla, su hija única, que por cierto no se ha visto cosa más linda en todo este país. La madre fue en tiempos una buena moza; pero la rapaza..., ¡qué comparación! Un pelo como el oro, un cutis que parecía raso, un par de ojos azules con dos estrellas... ¡Micaeliña! ¡Lo que corrí tras ella en la robleda el día del patrón de Boán! Porque a la criatura le rebosaba la alegría, y Lobeiro, al oírla reír, cambiaba de aspecto, se volvía otro.
Sólo que, por desgracia, esta influencia no pasaba de los momentos en que tenía cerca a la criatura. El resto del año, Lobeiro se dedicaba a perseguir a Fulano, empapelar a Ciciano, sacarle el redaño a éste y echar a presidio a aquél. ¿Usted no ha leído el Catecismo del labriego, compuesto por el tío Marcos de Portela, doctor en teología campestre? Pues el tipo de secretario que allí pinta, el de Lobeiro clavadito: criado para infernar la vida del labriego infeliz, hartarle de vejaciones y disputar la triste corteza de pan amasada con su sudor, único alimento de que dispone para llevar a la boca. Y repare usted lo que sucedía con Lobeiro: hoy hace una picardía, y le obedecen como uno; mañana hace diez, y ya le rinden acatamiento como diez; al otro día un millón, y como un millón se impone. Empezó por chanchullos pequeñitos, de esos que se hacen en el Ayuntamiento a mansalva: trabucos de cuentas, recargos de contribución, reparto ab libitum y lo demás de rúbrica. Poco a poco, la gente aguantando y él apretando más, llega el caso de que me encuentro yo a un infeliz aldeano en un camino hondo, llevando de la cuerda su mejor ternero. «Andrés, ¿a dónde vas con el cuxo? Feria hoy no la hay.» «¿Qué feria ni feria, señor abad?» «¿Pues entonces...?» «Señor abad, por el alma de quien le parió, no diga nada. El cuxiño es para ese condenado de Lobeiro, que me lo mandó a pedir, y si no se lo entrego, me arruina, acaba conmigo, y hasta muero avergonzado en la cárcel.» Y el pobre hombre, cuando me lo decía, tenía los ojos como dos tomates, encarnizados de llorar. ¡Ya comprende usted lo que es para el labriego su ganado! Dar aquel ternero era, en plata, dar las telas del corazón.
Sólo una cosa estaba segura con Lobeiro: la honra de las mujeres; y no por virtud, sino porque no cojeaba de ese pie. Algunos de sus satélites, en cambio, bien se desquitaban. ¿Que si tenía satélites? ¡Madre querida!, una hueste organizada en toda regla. Usted no dejará de recordar que cuando apareció en un monte el mayordomo del marqués de Ulloa, hace ya algunos años, seco de un tiro, todo el mundo dijo que lo había mandado matar el cacique Barbacana, y que el instrumento era un bandido llamado el Tuerto de Castrodorna, que lo más del tiempo se lo pasaba en Portugal, huyendo de la Justicia. Pues esa joya del Tuerto la heredó Lobeiro, sólo que mejoró el procedimiento de Barbacana, y en vez de un forajido reclutó una cuadrilla perfectamente montada, con su santo y seña, con consignas, su secreto, sus estratagemas y su táctica para verificar las sorpresas y represalias de un modo expeditivo y seguro. Nosotros teníamos esperanza de que, al acabarse las trifulcas revolucionarias y las guerras civiles, mejoraría el estado del país y se afianzaría la seguridad personal. ¡Busca seguridad! ¡Busca mejoras! Lo mismo o peor anduvieron las cosas desde la restauración de Alfonso, y si me apuran, digo que la Regencia vino a darnos el cachete. Antes, unos gritaban: «¡Viva esto!»; los otros: «¡Viva aquéllo!»; que República, que don Carlos... Eran ideas generales, y parece que criaban menos saña entre unos y otros. Hoy únicamente estamos a quién gana las elecciones, a quién se hace árbitro de esta tierra..., y todos los medios son buenos, y caiga el que cayere. Total, como decimos aquí: salgo de un soto y métome en otro..., pero más oscuro.
Como íbamos contando, la pandilla de Lobeiro empezó a ser el terror del país. Tan pronto veíamos llamas..., ¿qué ocurre? Pues que le queman el pajar, y el alpendre, y el hórreo, y la casa misma, al Antón de Morlás o al Guillermo de la Fontela. Tan pronto aparece derrengado, molido a palos, uno que no se quiso someter a Lobeiro en esto o en lo de más allá..., y cuando le preguntan quién le puso así, responde una mentira: que rodó de un vallado o se cayó de una higuera cogiendo higos..., señal de que si revela la verdad, sentenciado está a pena más grave. Por último, un día se nota la desaparición de cierto sujeto, un tal Castañeda, alguacil; ni visto ni oído, como si se evaporase. La voz pública (muy bajito) susurra que ese hombre le estorbaba a Lobeiro o se le había opuesto en un amaño muy gordo. Se espera una semana, dos, tres, que parezca el cadáver, o el vivo, si vivo está aún; nada. La viuda hace registrar el Avieiro, incluso el pozo grande; mira debajo de los puentes, recorre los montes... Ni rastro. Igual que si se lo hubiese tragado la tierra. Y probablemente así sería. ¡Un hoyo es tan fácil de abrir!
Este Castañeda tenía un sobrino, muchacho templado, como que allá en sus mocedades proyectaba dedicarse a la carrera militar, y luego, por no separarse de su madre, que iba vieja, y de una hermana jovencita, prefirió quedarse en el país y vivir cuidando de unos bienecillos que le correspondían por su hijuela, y de los de la hermana y la madre. Él era así... un anfibio, medio señor y medio labrador, y en el país, como todo el mundo tiene su apodo, le conocían por el de Cristo. ¿Dice usted que un novelista de Francia llama Cristo a uno de sus personajes? Pues mire: ese, de fijo, lo inventará; yo, no; tan cierto es como que usted está ahí sentada oyendo este caso. En el susodicho apodo -atienda usted bien- está mucha parte del intríngulis de la historia. ¿Que por qué le pusieron ese alias? No lo sé a derechas; creo que por parecerse en la cara y la barba larguirucha a un Cristo muy grande y muy devoto que se venera en el santuario de Boán.
De modo que el bueno de Cristo, no bien supo la desaparición de su tío Castañeda, no se calló, como los demás, como la misma infeliz viuda, que temblaba que, después de suprimirle al marido, le pegasen fuego a la casita y la echasen en sus últimos años a pedir limosna. En las ferias y en las romerías, en el atrio de la iglesia y en la botica de Cebre, el muchacho alzó la voz cuanto pudo, clamando contra la tiranía de Lobeiro y diciendo que el país tenía que hacer un ejemplo con él: «¡Cazarle lo mismo que a un lobo, para que escarmentasen los demás lobos que se estaban criando en la madriguera, dispuestos a devorarnos!» Decía que estas cosas, no suceden sino en el país que las sufre; que donde los hombres tienen bragas no se consienten ciertos abusos; que en Aragón o en Castilla ya le habrían ajustado a Lobeiro la cuenta con el trabuco o la navaja; que si el cacique se le ponía delante, él, aunque se perdiese y dejase desamparadas madre y hermanita, era capaz de arrancarle los dientes a la fiera. Al pronto le oíamos asustados; pero como todo se pega, y el valor y el miedo, en particular, son contagiosos lo mismo que el cólera, iba formándose alrededor de Cristo un núcleo de gente que le daba la razón, diciendo que por todos los medios había que descartarse de Lobeiro y conjurar aquella plaga. Los gallegos no somos cobardes, ¡quia! Lo que nos falta, a veces, es la iniciativa del valor. Necesitamos uno que empiece, y, ¡zas!, allá seguimos de reata. Cristo iba sumando voluntades, y conforme pasaba el tiempo y veían que de hablar así no se le originaba perjuicio alguno, la algarada crecía, y el cacique intimidado, en nuestro concepto, por haber encontrado al fin quien le presentase la cara, andaba mansito y derecho: como que pasaron más de tres meses sin sabérsela ninguna fechoría mayor. ¡Respirábamos!
El día de la feria grande de Arnedo, que es en abril, antes de la Semana Santa, volvía yo a mi parroquia, después de pasar el rato bebiendo un poco de tostado y comiendo unas rosquillas, cuando a poca distancia del pueblo empareja con mi mula la yegüecilla de Ramón Limioso (usted le conoce: el señorito del pazo, un caballero cumplidísimo), y me pregunta, con no sé qué retintín: «Y Cristo, ¿le ha visto usted en la feria?» «¿Cristo? No, no le encontré... por ninguna parte.» «¿Tampoco en el mesón?» «Tampoco.» «¿A qué horas vino usted?» «Tempranito: a las siete ya andaba yo por Arnedo.» «¿Sabe que me choca?» «¿Y por qué ha de chocarle?» «Porque estábamos citados: él quería deshacerse de su jaco, y yo le vendía mi toro, o se lo cambalachaba; según.» «¡Bah! Cristo es un rapaz todavía; aún no ha cumplido los treinta... ¡Sabe Dios por dónde anda a estas horas!» «No, Eugenio; pues yo le digo que me choca, que me escama.» «Aún vendrá, hombre. Son las tres, y hasta las seis o siete de la tarde no se deshace la feria.»
Ramón Limioso meneó la cabeza, y sin hacer otra objeción, volvió grupas hacia Arnedo. Ni me fijé ni me acordé más del asunto, hasta que a las veinticuatro horas me llegó el primer runrún de la desaparición de Cristo. El mismo misterio que en lo de su tío Castañeda: ni rastro del muchacho por ninguna parte. La madre nadaba como loca, pregunta que te preguntarás, de casa en casa; la hermana salía de un ataque nervioso para caer en un síncope; la Justicia local, como de costumbre, se lavaba las manos -imposible parece que así y todo las tenga tan puercas-, y del chico, ni esto. Por fin, al cabo de una semana, lo que es aparecer, apareció... Pero ¿dónde? Metido en un hórreo, en descomposición, hecho una lástima... Son pormenores horribles; bueno, se trata de que se imponga usted de cómo había ocurrido la cosa. Yo vi el cadáver y me convencí de que no había exageración ninguna en lo que se refirió después. Debían de haberle atormentado mucho tiempo, porque estaba el cuerpo hecho una pura llaga: a mí se me figura que lo azotaron con cuerdas, o que lo tundieron a varazos: las señales eran a modo de rayas o verdugones en el pellejo. Para acabarlo, le dieron un corte así, en la garganta. El rostro desfiguradísimo; sólo una madre -¡pobre señora!- reconoce y se determina a besar un rostro semejante.
Sí, estoy conforme: es una infamia, un crimen que clama al Cielo, lo que usted guste... Pero usted también va a convenir conmigo. También va a decir que todo ello es moco de pavo en comparación del último refinamiento salvaje, de que no tiene noticia aún. Porque matar, atormentar, se llama así, atormentar y matar, y se acabó; pero cómo se llama el escarnio, la befa más inconcebible, el reto a Dios, que consiste en lo siguiente: elegir para dar tal género de muerte a ese hombre que la gente apodaba Cristo..., elegir..., ¿qué día del año piensa usted? ¡El Viernes Santo!
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Pecador soy como el que más -prosiguió el párroco de Naya con la voz y el gesto transformados por una seriedad profunda; pecador soy, indigno de que Dios baje a estas manos; no tengo vocación de santo, como el cura de Ulloa; ni me gusta echar sermones con requilorios, como el de Xabreñes; pero en semejante ocasión, al enterarme de la monstruosidad, no sé qué hormigueo me entró por el cuerpo, no sé qué vuelta me dio la sangre, ni qué luminarias me danzaron delante de los ojos..., que, vamos, al pino más alto del pinar de Morlán me subiría para gritar: «¡Maldición y anatema sobre Lobeiro!» ¡La plática que les encajé a mis feligreses el domingo! Ni Isaías..., «fuera el alma». Con un arrebato y un fuego que aún hoy me asombra, les dije que Dios, al parecer, se hace el ciego y el sordo; pero es como quien calla para enterarse mejor; que ningún crimen se le oculta, que la sangre de Abel siempre grita venganza, y que me creyesen a mí, que, a fe de Eugenio, nadie se quedaría sin su merecido, y por medios inescrutables, pero seguros, cuando estuviese más descuidado. «Quien fosa cava, en ella caerá», me acuerdo que grité como un energúmeno. Por supuesto, que era hablar por no callar: tanto sabía yo del castigo dichoso como de la primera camisa que vestí; sólo que en aquel entonces, de veras me parecía que así iba a suceder, que Lobeiro estaba emplazado, y que la inspiración hablaba por mi boca, Spiritus ejus in ore meo.
Poco a poco se fue acallando el rebumbio del asesinato de Cristo. La madre y la hermana, convertidas en dos sombras, flaquitas y de riguroso luto, eran el único recuerdo que quedaba de la tragedia. En la gente siempre fermentaba el odio contra el cacique, pero lo comprimía el temor. Es de advertir que por entonces «los» de Lobeiro cayeron, y necesariamente el maldito, no teniendo la sartén por el mango, se reportó en sus exacciones y sus iniquidades. El país revivió unas miajas. El bando de Trampeta aleteó. Lobeiro, en el interregno, se dedicó a una ocupación pacífica: construir su casa, que era muy vieja y ya mezquina para las exigencias de su nueva posición; porque la fortuna del cacique había crecido mucho y su mujer, amiga de lujos, de comilonas y de tirar de largo, le metió en la cabeza hacer vivienda nueva, la verdad, con todos sus perendengues: dos pisos de piedra sillar, magnífica, ventanas con unas rejas imponentes, puerta como la de un castillo, su gran escalera, su sala de recibir, su cocina hermosísima... ¡Una casa digna de Orense! En el país se hablaba mucho de tal edificio, y de la seguridad que ofrecía, y de las precauciones que revelaba aquel modo de edificar, precauciones tomadas para defensa contra lo que temía el cacique, que había hecho muchas, y no podía menos de andar prevenido.Enemigos, a miles se le podían contar; y, sin embargo, como el hombre se mantenía agachado, nadie se metía con él, temeroso de despertar a la fiera. El gran alboroto fue el que se armó cuando de repente -sin que lo barruntásemos- se volcó la tortilla y subió nuevamente al poder el partido de Lobeiro.
¡Madre mía, Virgen del Corpiño, el espanto que cayó sobre nosotros! ¡Lobeiro otra vez mandando, rey otra vez de la comarca; otra vez a su disposición la hacienda, la tranquilidad, la vida de todos; otra vez los cadáveres en los hórreos, o en el fondo del Avieiro, o en un hoyo profundo, allá por las asperezas de algún pinar! ¿Quién sosegaba?¿Quién dormía tranquilo?¿Quién estaba seguro de no perecer martirizado?
Usted se va a reír si le digo una cosa. No, no se reirá; al contrario, se hará cargo mejor que nadie, porque tiene costumbre de reflexionar sobre estas singularidades propias de la naturaleza humana. El miedo, a veces, es el mejor agente del valor. Sí; por miedo se cumplen actos de heroísmo; por canguelo se realizan determinaciones que en estado normal nos ponen los pelos de punta. Una persona que se ve rodeada de llamas, o teme que el incendio se propague y le pille encerrada en una habitación y el humo la asfixie, no se encomienda a Dios ni al diablo para arrojarse de un quinto piso a la calle, aunque se estrelle. Con esto quiero decirle cómo a las gentes de Cebre y sus cercanías, el propio terror de caer en las uñas de Lobeiro les infundió una resolución tremenda adoptada con cautela tal, que todo lo hicieron en el mismo secreto y unión que cuenta usted que profesan los nihilistas rusos. Verá, verá cómo ocurrió la cosa.
Llegado el día de la fiesta de la Virgen en el santuario de Boán, fui yo allá convidado por el cura, que es amigo. Se reunió un gentío, que era aquello un hormiguero: hubo sus cohetes, sus gaitas, sus bailas, sus calderadas de pulpo y su tonel de mosto; lo que sabe usted que nunca falta en tales romerías. También andaban algunas señoritas muy emperifolladas dando vueltas y luciendo los trapitos flamantes; y la más bonita de todas, Micaeliña, que paseaba con la madre por debajo de los robles, hecha un sol de guapa. Acababa de cumplir los trece años; se conoce que estrenaba vestido, y no cabía en sí de contenta; el vestido era blanco, con lazos de color de rosa, precioso, de seda riquísima, locura para una chiquilla así.
La madre: «Micaeliña, no te arrugues», por aquí, y «Micaeliña, no te manches», por allá; y la criatura, al principio, respetando mucho la gala; pero, ya se ve, luego se cansó de guardarle miramiento al vestido majo y vino, disparada, a tirarme del balandrán. «Eugenio, ¿corremos?» Al principio fui a remolque; pero, al fin -este pícaro genio gaitero que tengo yo...-, me hizo la rapaza pegar mil carreras por aquellas cuestas abajo, riendo los dos como locos. Y cuidado que me daba no sé qué por el cuerpo el divisar a Lobeiro allí, a dos pasos, con sus manos donde yo sabía que había manchas de sangre fresca.
El diantre del cacique, cuando me vio tan divertido con la hija, me llamó aparte, y, sin mirarme una vez siquiera, con los ojos torcidos para el suelo, me dijo:
-Hombre, Eugenio, hágame un favor: convenza a mi mujer y a la chiquilla de que va a estar muy bien Micaela en el colegio de Orense.
-¿Y usted se separa de ella? -pregunté con asombro.
-Sí, hombre... Cosas que uno discurre porque no tiene remedio -contestó él muy encapotado y a media habla.
Así que la familia de Lobeiro y los ad láteres que siempre le escoltaban se retiraron de la romería, pregunté al cura de Boán, extrañándome de la idea de enviar a Orense a la chiquilla, cuando precisamente era el encanto de su padre. Boán me dio una explicación plausible:
-Eso lo hace por no exponer a la rapaza a un lance cualquiera. Le tienen amenazado de muerte, y veinte veces ya le avisaron de que su casa ha de arder. Y aunque él dice que, según la construyó, no es tan fácil pegarle fuego, no quiere tener aquí a Micaeliña, porque recela alguna barbaridad.
Ya verá usted, señora, cómo, efectivamente, no ardió la casa de Lobeiro.
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Yo dormí en la rectoral de Boán aquella noche. Con el choyo de la fiesta se había empinado y engullido muy regularmente; de modo que el primer sueño fue de piedra. Estaba como una marmota, que si me sueltan un redoble de tambor en los mismos oídos, no doy a pie ni a mano. Conque figúrese lo que sería la explosión para que me incorporase en la cama de un brinco.
¡Puummm! ¡Boom! Nunca acababa de sonar. Yo, a oscuras, a tientas, buscando las cerillas y gritando por el criado:
-¡Eh! ¡Ave María Purísima! ¡Rosendo! Condenado, ¿duermes o qué haces? ¿Se cae la casa? ¡Jesús, Dios y Señor, misericordia!
Por fin encendí el fósforo, y cuando entró Rosendo, aturdido, tropezando, en ropas menores, no pude aguantar la risa. El muchacho casi se echó a llorar.
-Sí, ríase, que es para reír. Señor, no ría, que es pecado. Estoy que se me arrepian las carnes.
-Pero ¿qué hay? ¿Qué demonios pasa?
-¿Y quién lo sabe, a no ser un brujo? Parece que se ha hundido misma-mente el mundo todo de la tierra.
Escuché. Nada, silencio. Salí a la ventana. Ni señal de cosa alguna. Me palpé: estaba sano y bueno. El cura de Boán andaba por allí azorado, dando vueltas. Nos pusimos a hacer comentarios. Nadie se quiso volver a la cama. Cada uno defendía su conjetura, cuando, ¡tras, tras!, ¡a la puerta!... ¡Al señor cura de Boán, que vaya a dar los santos óleos y a confesar a Lobeiro, que se muere! Boán dista un cuarto de legua de la casa de Lobeiro. El que traía el recado nos enteró de todo.
Mientras Lobeiro, su hija y sus satélites estaban de parranda, con mucho tiento, al pie del balcón mayor, «habían» depositado veintiséis cartuchos de dinamita -lo bastante para volar una fortaleza- y su mecha correspondiente. Hecho esto, retiráronse con tranquilidad, pie ante pie. A la noche, recogida ya la familia, silencioso todo, «alguien» cogió el cabo de mecha, le prendió fuego y desvió con mucha calma. De los veintiséis cartuchos, sólo diez o doce se inflamaron. Pero fue más de lo preciso.
No se salvó alma viviente. Entre los escombros de la casa yacían el cadáver de la mujer de Lobeiro, el tronco mutilado del criado y el cuerpo de Micaeliña, muerta como una paloma que le dan un tiro, con su sangre en las sienes, tendida al lado de su padre. El lobo aún vivía; fue el único que no pereció en el acto. Antes de expirar tuvo disponible una hora larga para contemplar a su oveja difunta... Digan lo que quieran los sabios esos del materialismo..., ¡retaco!, yo juro que hay Dios, y un Dios que castiga sin palo ni piedra... Con dinamita, corriente, ¡Con lo que sale!
¿Quién fue el autor o autores de la hazaña? ¡Retaco! Dios... Digo, no; soy un bruto. Pues todos y nadie; la comarca. Llamen a declarar a Cebre entero, y respondo de que el juez no saca en limpio ni tanto así. Resultará que aquella noche nadie faltó de su casa, y que desde hace veinte años nadie compró dinamita ni pólvora más que para las bombas y las madamas de fuego de las romerías. ¿Quiere usted más? ¿A que no se atreve el Gobierno a llevar adelante la persecución? Ya ve usted, hoy mandan los de Lobeiro. ¿A que ni ocho días va nadie a la cárcel por lo que llamamos aquí «el cuento de la dinamita»?

«Nuevo Teatro Crítico», núm. 1, 1891, Arco Iris.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)