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martes, 16 de septiembre de 2014

Vampiro

No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de quince?
Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo -distante tres leguas de Vilamorta- bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo. ¡Buen paso de risa!
Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como también en los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos a ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de carrillos como rosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el de don Fortunato no se encuentra otro en toda la provincia. Él sería bien ganado o mal ganado, porque esos que vuelven del otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan entre las dos tapas de la maleta; solo que.... ¡pchs!, ¿quién se mete a investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.
Que el señor Gayoso se había traído un platal, constaba por referencias muy auténticas y fidedignas; solo en la sucursal del Banco de Auriabella dejaba depositados, esperando ocasión de invertirlos, cerca de dos millones de reales (en Cebre y Vilamorta se cuenta por reales aún). Cuantos pedazos de tierra se vendían en el país, sin regatear los compraba Gayoso; en la misma plaza de la Constitución de Vilamorta había adquirido un grupo de tres casas, derribándolas y alzando sobre los solares nuevo y suntuoso edificio.
-¿No le bastarían a ese viejo chocho siete pies de tierra? -preguntaban entre burlones e indignos los concurrentes al Casino.
Júzguese lo que añadirían al difundirse la extraña noticia de la boda, y al saberse que don Fortunato, no sólo dotaba espléndida-mente a la sobrina del cura, sino que la instituía heredera universal. Los berridos de los parientes, más o menos próximos, del ricachón, llegaron al cielo: hablóse de tribunales, de locura senil, de encierro en el manicomio. Mas como don Fortunato, aunque muy acabadito y hecho una pasa seca, conservaba íntegras sus facultades y discurría y gobernaba perfectamente, fue preciso dejarle, encomendando su castigo a su propia locura.
Lo que no se evitó fue la cencerrada monstruo. Ante la casa nueva, decorada y amueblada sin reparar en gastos, donde se habían recogido ya los esposos, juntáronse, armados de sartenes, cazos, trípodes, latas, cuernos y pitos, más de quinientos bárbaros. Alborotaron cuanto quisieron sin que nadie les pusiese coto; en el edificio no se entreabrió una ventana, no se filtró luz por las rendijas: cansados y desilusionados, los cen-cerreadores se retiraron a dormir ellos también. Aun cuando estaban conchavados para cencerrar una semana entera, es lo cierto que la noche de tornaboda ya dejaron en paz a los cónyuges y en soledad la plaza.
Entre tanto, allá dentro de la hermosa mansión, abarrotada de ricos muebles y de cuanto pueden exigir la comodidad y el regalo, la novia creía soñar; por poco, y a sus solas, capaz se sentía de bailar de gusto. El temor, más instintivo que razonado, con que fue al altar de Nuestra Señora del Plomo, se había disipado ante los dulces y paternales razonamientos del anciano marido, el cual sólo pedía a la tierna esposa un poco de cariño y de calor, los incesantes cuidados que necesita la extrema vejez. Ahora se explicaba Inesiña los reiterados «No tengas miedo, boba»; los «Cásate tranquila», de su tío el abad de Gondelle. Era un oficio piadoso, era un papel de enfermera y de hija el que le tocaba desempeñar por algún tiempo..., acaso por muy poco. La prueba de que seguiría siendo chiquilla, eran las dos muñecas enormes, vestidas de sedas y encajes, que encontró en su tocador, muy graves, con caras de tontas, sentadas en el confidente de raso. Allí no se concebía, ni en hipótesis, ni por soñación, que pudiesen venir otras criaturas más que aquellas de fina porcelana.
¡Asistir al viejecito! Vaya: eso sí que lo haría de muy buen grado Inés. Día y noche -la noche sobre todo, porque era cuando necesitaba a su lado, pegado a su cuerpo, un abrigo dulce- se comprometía a atenderle, a no abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan simpático y tenía ya tan metido el pie derecho en la sepultura! El corazón de Inesiña se conmovió: no habiendo conocido padre, se figuró que Dios le deparaba uno. Se portaría como hija, y aún más, porque las hijas no prestan cuidados tan íntimos, no ofrecen su calor juvenil, los tibios efluvios de su cuerpo; y en eso justamente creía don Fortunato encontrar algún remedio a la decrepitud. «Lo que tengo es frío -repetía-, mucho frío, querida; la nieve de tantos años cuajada ya en las venas. Te he buscado como se busca el sol; me arrimo a ti como si me arrimase a la llama bienhechora en mitad del invierno. Acércate, échame los brazos; si no, tiritaré y me quedaré helado inmediatamente. Por Dios, abrígame; no te pido más».
Lo que se callaba el viejo, lo que se mantenía secreto entre él y el especialista curandero inglés a quien ya como en último recurso había consultado, era el convencimiento de que, puesta en contacto su ancianidad con la fresca primavera de Inesiña, se verificaría un misterioso trueque. Si las energías vitales de la muchacha, la flor de su robustez, su intacta provisión de fuerzas debían reanimar a don Fortunato, la decrepitud y el agotamiento de éste se comunicarían a aquélla, transmitidos por la mezcla y cambio de los alientos, recogiendo el anciano un aura viva, ardiente y pura y absorbiendo la doncella un vaho sepulcral. Sabía Gayoso que Inesiña era la víctima, la oveja traída al matadero; y con el feroz egoísmo de los últimos años de la existencia, en que todo se sacrifica al afán de prolongarla, aunque sólo sea horas, no sentía ni rastro de compasión. Agarrábase a Inés, absorbiendo su respiración sana, su hálito perfumado, delicioso, preso en la urna de cristal de los blancos dientes; aquel era el postrer licor generoso, caro, que compraba y que bebía para sostenerse; y si creyese que haciendo una incisión en el cuello de la niña y chupando la sangre en la misma vena se remozaba, sentíase capaz de realizarlo. ¿No había pagado? Pues Inés era suya.
Grande fue el asombro de Vilamorta -mayor que el causado por la boda aún- cuando notaron que don Fortunato, a quien tenían pronosticada a los ocho días la sepultura, daba indicios de mejorar, hasta de rejuvenecerse. Ya salía a pie un ratito, apoyado primero en el brazo de su mujer, después en un bastón, a cada paso más derecho, con menos temblequeteo de piernas. A los dos o tres meses de casado se permitió ir al casino, y al medio año, ¡oh maravilla!, jugó su partida de billar, quitándose la levita, hecho un hombre. Diríase que le soplaban la piel, que le inyectaban jugos: sus mejillas perdían las hondas arrugas, su cabeza se erguía, sus ojos no eran ya los muertos ojos que se sumen hacia el cráneo. Y el médico de Vilamorta, el célebre Tropiezo, repetía con una especie de cómico terror:
-Mala rabia me coma si no tenemos aquí un centenario de esos de quienes hablan los periódicos.
El mismo Tropiezo hubo de asistir en su larga y lenta enfermedad a Inesiña, la cual murió -¡lástima de muchacha!- antes de cumplir los veinte. Consunción, fiebre hética, algo que expresaba del modo más significativo la ruina de un organismo que había regalado a otro su capital. Buen entierro y buen mausoleo no le faltaron a la sobrina del cura; pero don Fortunato busca novia. De esta vez, o se marcha del pueblo, o la cencerrada termina en quemarle la casa y sacarle arrastrando para matarle de una paliza tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos veces! Y don Fortunato sonríe, mascando con los dientes postizos el rabo de un puro.

«Blanco y Negro», núm. 539, 1901.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Una voz

No se sabía nada de aquel atrevido hidalgo aventurero que, con propósito de mejorar de fortuna, emprendió viaje a las Indias, dejándose en el dormido poblachón castellano a su mujer, doña Claudia, hermosa y moza, y a dos hijos, muy pequeños entonces, pero que irían creciendo y sería preciso establecer. Y la esposa, desamparada, se marchitaba en la soledad tétrica del caserón solariego, labrando e hilando, en compañía no más de una dueña caduca, que daba vueltas al huso entre sus dedos secos como sarmientos negruzcos, y gemía bajito, porque la acuciaba el reuma, metido en los huesos y mal cuidado.
Los niños pudieran ser la única alegría de la abandonada; pero como nunca un mal viene solo, los niños antes daban pena que gusto, por ser el mayor corcovado, y la segunda una especie de pájaro antojadizo, que no guardaba el recato indispensable desde la niñez a las damas, y escapándose de casa todo el día, por la noche volvía rota y cubierta de polvo y briznas de paja, pues se pasaba las horas jugando al toro y a la rayuela con la chiquillería en las eras del trigo. Era inútil que su madre la reprendiese y aun la castigase; era tiempo perdido el intentar encerrarla. El mismo afán de libertad vagabunda y de horizontes anchos que realmente había arrebatado al padre del hogar, sacaba a la hija de su morada grave y llena de nostalgias, empujándola al correteo, a la actividad, a la travesura. Tenía ya diez años y no acataba a su madre.
Y no venían noticias. Doña Claudia, poco a poco, desmerecía; su cara de rosa mañanera se había vuelto del color de los ciriales. Sentimientos extraños, indefinibles, la obligaban a suspirar por la tarde, a la misma hora en que don Juan de Meneses, su dueño y señor, había partido. ¡Siete años sin escribir, sin dar razón de sí! Probablemente ya no estaba en este mundo... Y ante la hipótesis, no sabía la esposa si era pena, si era un incomprensible alivio lo que experimentaba allá dentro... ¡Y no existía manera de cerciorarse! Aquellos países tan lejanos, todavía semifantásticos, se tragaban a la gente; la huella se perdía; podía ser el mar, podía ser la macana del salvaje... Ninguno de los que regresaban había oído hablar de don Juan de Meneses. La señora, cada día más descolorida, cada día más cansada, hilaba lentamente, lentamente, cual si la lana merina que iba retorciendo fuese su propia vida, gris, dolorosa, sombría, como los aposentos de desconchadas paredes y carcomido mobiliario.
Cuando salía a misa temprano, muy rebozada en su manto de tafetancillo, raído y gastado en los dobleces, notó doña Claudia que un hombre la seguía, la miraba, buscaba sus ojos, la ofrecía el agua bendita. Y era garrido; era el hermano del cura, muchacho galán, bachiller de Salamanca... El corazón de la dama se sobresaltó de inquietud, de miedo a querer, a esperar felicidades.
Por efecto de este mismo terror, desde el anochecer atrancaba la puerta y cerraba las maderas de las ventanas, defendidas por rejas de curiosa labor, como si las tales rejas la atrajesen, y evitase la tentación de asomarse a ellas a la hora en que la luna arranca esencias a las flores y desasosiega las almas solitarias y melancólicas...
Algunas noches creía oír que una pedrezuela rebotaba contra los hierros. Entonces se arrebujaba en las sábanas. Mas fue lo peor que por las tardes una canción enamorada, entonada por una voz juvenil, empezó a venir de las verdes eras, a espaldas del caserón; y no sería gañán el cantor, porque nada se diferencia como las voces de los gañanes y las de los caballeros... Caballero y enamorado debía de ser quien así cantaba, y doña Claudia, temblorosa, escuchaba aquellas finezas, quejas y conceptos... Escuchar no es pecado; y, por otra parte, ¡si su señor no viviese ya! Si allá, en las malsanas regiones, una cuartana, un mal pernicioso, una herida...
Fue la vieja quien acabó de quitar escrúpulos. No se sabe por qué, tal vez por guisar lo que ya no pueden comer, las viejas adoban untos de amor, del amor que es para ellas paraíso perdido...
-Salí a la reja, mi señora, que está el galán, que habrá que valerle con la Santa Unción si vos no le valéis...
Y como doña Claudia alegase una vez más sus deberes, afirmó la dueña:
-Muerto es mi señor, tan muerto como mi abuelo, que Dios haya... A fe que su alma se me ha aparecido ya dos o tres veces pidiendo misas... Sí, para misas estamos; así tuviésemos que yantar en abundancia...
Quedó la bruja en concertar la entrevista en la reja. La tarde de aquel día doña Claudia pareció animarse, como si tuviese fiebre de gozo. Se rizó el pelo y se colgó una patena de oro, puliéndose las manos y esparciéndose esencia de clavo en las ropas. Su hijo, el corcovadito, que tenía muy despejado entendimiento y comenzaba a estudiar latín, la miró con admiración y recelo. Las ánimas soñaron en la iglesia mayor. Y, al mismo tiempo que el toque solemne, se oyeron las rebotadas de un caballo, el choque de sus herraduras sobre los desiguales guijarros de la calle, y en el portón, que la dueña acababa de cerrar, sonó un aldabonazo grave, violento, enérgico, de amo de casa...
Doña Claudia palideció y juntó las manos... No se sorprendió, sin embargo, poco ni mucho. Lo encontraba natural: algo allá, en lo recóndito de su conciencia, no cesaba de repetir que don Juan vivía. Bajó las escaleras con piernas trémulas y ordenó a la dueña que alumbrase, que abriese. Despavorida, la vieja obedeció. El candelero de azófar oscilaba en sus rugosas manos.
-¡Válgame Nuestra Señora! ¿Y quién es que así aporrea? -preguntó malignamente.
Porque don Juan venía desfigurado, era otro. Moreno como un puchero de barro, grises las barbas y asimismo el cabello, cubierto un ojo con una viserilla a lo Éboli -se lo había vaciado una flecha, apenas le reconocía su esposa, sublevada de pronto, ansiosa de negar que aquel pudiese ser su dueño... Pero don Juan habló..., y la voz... ¡la voz!, ¡lo que perturba, lo que cautiva, lo que engendra odio o ternura, confirmó la identidad del marido!...
-Seáis bien hallada, doña Claudia... Marché sin dineros y vuelvo rico. Nuestra casa va a recobrar su esplendor. ¡Hermosa os encuentro! ¿Y mis hijos?
-Viven, señor, están sanos; subid -murmuró la dama, dejándose estrechar por el recién llegado.
Subieron. Detrás del hidalgo venía un escudero sobre una mula, y en pos otra mula de bagaje, abrumada de cajas y cofres atestados de riquezas, oro, plata y pedrería.
-Si me avisaseis, hubiese ido a Sevilla a recibiros.
-¿Avisar? No es de cuerdos. ¡Conviene a todo varón prudente llegar sin que le aguarden!
Y sonrió un poco, porque veía satisfecho que todo estaba bien en orden, y su casa al anochecer cerrada y muda, como conviene al decoro y al recogimiento. La virtud se mostraba en todo, hasta en la humilde y escasa cena que poco después le sirvieron, excusándose... Carnero, una ensalada...
-Ahora tendréis más rica mesa, doña Claudia, y vestiréis terciopelos, y os colgaré arracadas y patenas mejores que esa mísera. Y habrá servidumbre, y plata en que comer y tapices para las paredes, y mi hijo será un gran señor, como cumple a su linaje. A mocedad trabajosa, honrada vejez. A descansar vengo, y a disfrutar de lo ganado...
Al otro día no se hablaba en todo el pueblo sino de la gran suerte de doña Claudia. ¡Tales magnificencias traía el indiano! Y la envidia sustituyó a la lástima.
¡Bien se podía aguardar y sufrir, a trueque...!
Sólo ella misma sabía por qué su espíritu andaba más acongojado todavía que antes... Era que echaba de menos una voz y una canción.

 «La ilustración española y americana», núm. 21, 1909

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Una pasion

Siempre que nos reuníamos en Madrid o en Galicia mi amigo Federico Bruck y yo, echábamos un párrafo o varios párrafos sobre su ciencia predilecta, la geología; pues aunque Bruck es hombre de bastantes conocimientos y en alto grado posee esto que hoy llaman cultura general, inclínase a hablar de lo que mejor conoce y más ama, por instinto tan natural como el de las aguas al buscar su nivel.
De origen anglosajón, según revela el apellido, soltero, independiente y no pesándole los años, Bruck se consagró en cuerpo y alma al culto de la gran diosa Demeter, la Tierra madre. Esa ciencia erizada de dificultades, inaccesible a los profanos, le cautivó, gracias al feliz y sabio reparto que Dios hace de las aficiones y gustos, para que ningún altar se quede sin devotos y ningún santo sin su velita de cera. Yo confieso ingenuamente el error en que caí. Al pronto, juzgando con arreglo a mis sentimientos propios, pensé que lo que interesaba a Bruck eran los ejemplares de mineralogía, los pedruscos bonitos; pero vi con sorpresa que mi colección, distribuida en las primorosas casillas del estante como joyas en sus estuches, no despertaba en él sino la curiosidad que produciría en cualquier aficionado a ciencias naturales, mientras las piedras de construcción, el vulgarísimo granito esparcido en la calle, fijaba sus miradas y le sumía en reflexiones profundas.
Desde entonces tuvimos asunto para discutir. Con mi doble instinto de mujer y de colorista, yo prefería, en el vasto reino mineral, los productos mágicos que sirven al adorno, a la industria y al arte humano, y describía con entusiasmo la eflorescencia rosa del cobalto, el intenso anaranjado del oropimente, la misteriosa fluorescencia de los espatos, que exhalan lucecitas como de Bengala, verdes y azules, los tornasolados visos del labradorito, semejantes al reflejo metálico del cuello de las palomas; la fina red de oro sobre fondo turquí del lapislázuli, las irisaciones sombrías de la pirita marcial y de la marcasita; coloridos nocturnos, vistos en mi imaginación como al través de la roja luz de un agua caldeada por las fraguas y hornos de Vulcano. Con la exigencia refinada del gusto moderno, que se prenda de lo exótico, ponderaba hasta las ponzoñosas descomposiciones del color, el moho verdoso del níquel, el verde manzana de los arseniatos, los extraños cambiantes del cobre; encarecía después el amarillo de miel del ámbar, las gotas de leche incrustadas en la roja faz del jaspe, la transparencia vaya y suave de las calizas, que parecen nieve mineral. Yo argüía, y para mí era argumento definitivo, que los colores más vivos, más brillantes, la mayor cantidad de luz atesorada en un cuerpo, no se encontraba ni en el cáliz de la flor, ni en el ala de la mariposa, ni en la pluma del pájaro, sino que era preciso buscarla allá en las entrañas del globo serpenteando por sus rocas, clavada en ellas, hasta que la inteligencia humana la extraía, tallando la piedra preciosa o refinando el petróleo para descubrir los matices espléndidos de la anilina.
Además de estas hermosuras incomparables del color de los minerales, me cautivaban y excitaban mi fantasía los peregrinos caprichos que en ellos satisface la naturaleza; citaba la luz fosfórica del cuarzo cambiante u ojo de gato, las arenillas doradas de la venturina, los curiosos listones del ónice y sardónice, las vetas y dibujos varios de la familia de las calcedonias. ¿Dónde hay cosa más linda que el ópalo, con sus diafanidades boreales, como el lago al amanecer; que el hidrófano, que sólo brilla y se irisa cuando lo mojan, lo mismo que una mirada cariñosa refulge al humedecerla el llanto; o la límpida hialita, tan parecida a lágrimas congeladas? ¿Pues no es digna de admiración la singular birrefringencia del espato de Islandia, la figura de X que se encuentra dentro de la macla o chiastolita, los magníficos dodecaedros del granate y las cruces prismáticas de la armotoma? Filigranas de la creación, caladas y alicatadas por el buril de los gnomos o geniecillos de las cavernas subterráneas, se me figuraban todos estos minerales, y así los alababa con sumo calor, haciendo sonreírse a Federico Bruck. Pero donde empezaban mis herejías anticientíficas era al declarar que tamaños portentos me parecían mucho más asombrosos después que la mano del hombre completaba en ellos, con la forma artística, el trabajo oculto y paciente de las fuerzas creadoras.
Para mí, por ejemplo, el mármol de Paros no adquiría pureza y excelsitud hasta considerarlo labrado por Fidias; el caolín era barro grosero, y sólo me enamoraba convertido en porcelana sajona; el zafiro había nacido para rodearse de brillantes y adornar un menudo dedo; el brillante, para temblar en un pelo negro; el basalto rosa, para que en él esculpiesen los egipcios el coloso de Ramsés; el ágata, para que Cellini excavase aquellas copas encantadoras en torno de las cuales retuerce su escamoso cuerpo una sirena de plata. El arte, señor de la naturaleza, tal fue mi divisa.
Bruck afirmaba que estos gustos míos tenían cierta afinidad con los del salvaje que se prenda de unas cuentas de vidrio más que del oro nativo recogido en sus remotas cordilleras; y que lo verdaderamente grandioso y bello, con severa belleza clásica, en la tierra, no son esos caprichos del color ni esos jugueteos de la línea, sino las formas internas de las rocas, el plano arquitectónico, regular y majestuoso, de tan vasto edificio. Encarecía la magnitud de las anchas estratificaciones, que se extienden como ondas petrificadas del Océano de la materia; los macizos y valientes pilares graníticos, fundamentos del globo, colocados con simetría solemne; las columnatas de pórfido y basalto, más elegantes que las de ninguna catedral de la Edad Media. Sobre todo, y aparte del especial deleite estético que encontraba en esa disposición sorprendente de las rocas, decía Bruck que le enamoraba ver escrita en ellas la historia del globo, de su formación, del desarrollo de sus montañas y hundimiento de sus valles.
A simple vista, con una ojeada rápida, discernía la estructura de un terreno cualquiera, su yacimiento y su origen. Distinguía al punto las rocas eruptivas -que parecen conservar en sus formas coaguladas indicios del misterioso hervor que las arrancó de los abismos del globo y las hizo rasgar su superficie, a manera de colmillos enormes- de los terrenos de sedimento, cubiertos de capas y más capas lo mismo que de fajas la momia. Sabía por cual secreta ley las rocas alpestres se levantan y parten en agujas tan atrevidas, puntiagudas y escuetas, mientras las sierras del mediodía de España se aplanan en chatos mamelones, figurando que una mano fuerte les impidió ascender y las redondeó con las redondeces de un seno turgente, henchido de licor vital.
Y cuando pudiese engañarse la vista, tenía Bruck para conocer, sin metáfora, el terreno que pisaba, una señal infalible, la presencia o ausencia, en la roca, de ciertos restos fósiles, valvas menudas de moluscos, el carbonizado tronco de una planta, la huella de un helecho o de un licopodio. De estos restos se encontraban muchos en los terrenos de sedimento, que son a manera de museo donde puede estudiarse la flora y fauna del tiempo -digámoslo así- del rey que rabió, mientras las rocas eruptivas se hallan vacías, ajenas a toda vida, sin rasgos de organismos en sus mudas profundidades. Y aquí Bruck y yo volvíamos a disputar; porque mientras a mí me parecía digno de superior atención el terreno donde se tropiezan fósiles, él hablaba con el mayor respeto de esas rocas muertas, las primeras y más antiguas, verdaderos cimientos del planeta. Las otras eran unas rocas de ayer acá, que contarían, a lo sumo, algunos cientos de miles de años.
Yo no comprendía la preferencia de Bruck, porque siempre me agrada encontrar vida e indicios de ella. Los fósiles me hacían soñar con paisajes antediluvianos, con animalazos gigantescos, medio lagartos y medio peces. Bruck, al contrario, se remontaba a los tiempos en que el mundo, dejando de ser una bola de gas incandescente, comenzaba a enfriarse, y sus queridas rocas emergían, rompiendo la película delgada, la corteza del gran esferoide. En resumen, a Bruck le importaban poco las plantas, que son vestidura de la tierra; los minerales preciosos, que son sus joyas, y los fósiles, que son sus archivos y relicarios; sólo se sentía atraído por la anatomía de su monstruoso esqueleto.
Valía la pena de oírle defender esta afición. Extasiábase hablando de la unidad que preside a las formaciones de las rocas, y del poderoso y visible imperio que ejerce la ley en los dominios de la verdadera geología o «geognosia». Ahí es nada eso de que la corteza terrestre sea igual en el Polo que en la zona tórrida, y que mientras los infelices naturalistas y botánicos se encuentran, en cada clima, con especies diferentes, el martillo del geólogo en todas partes rompa la propia piedra. La piedra inmóvil, grave, uniforme, idéntica a sí misma, figurábasele a Bruck majestuosa. A mí me daba frío, y... así como sueño. Pero que no lo sepa ningún geólogo, por todos los santos de la corte celestial.
Bruck no era un sabio de gabinete, ni se conformaba con ver los fragmentos y láminas de roca en las ajenas colecciones o en los museos, con su etiqueta pegada. Por valles, montañas y cerros, allí donde trazaban un camino, perforaban un túnel o excavaban una mina, andaba Bruck con su caja de instrumentos, inclinándose ávidamente para ver, al través de la rota epidermis y de la morena carne de la gran Diosa, su osamenta formidable. Quería crear la geología ibérica, estudiar el terreno español tan a fondo como lo ha sido ya el francés, inglés y americano. Así es que cuando delante de Bruck nombraban alguna región de nuestra patria, Asturias, Galicia, Málaga, Sevilla, no se le ocurría nunca exclamar: «¡Hermoso país!», «¡Costa pintoresca!», «¡Cielo azul!», «¡Qué poéticas son las Delicias!», o «¡Qué bonito el Alcázar!», como nos sucede a cada hijo de vecino, sino que las ideas que acudían a su mente y brotarían de sus labios si Bruck fuese locuaz, eran, sobre poco más o menos, del tenor siguiente: «Terreno hullero», «Buen yacimiento de gneiss», «Terreno triásico», «Formación cuaternaria».
He dicho que Bruck no pecaba de locuaz; pero, fiel a su oriundez anglosajona, era tenacísimo. Jamás se cansaba, ni se desalentaba, ni variaba de rumbo. Todos amamos nuestras aficiones, y, sin embargo, cometemos infidelidades; tenemos nuestras horas de inconstancia, y volvemos luego a abrazarlas con mayor cariño. Hay días contados en que yo no quiero que me nombren un libro, en que lo negro sobre lo blanco me aburre y en que diera todo el papel impreso y manuscrito por un rayo de sol, un momento de alegría, la sombra de un árbol, la luz de la luna y el olor de las madreselvas. Bruck no conocía semejantes alternativas; su amor por las rocas era, como ella, firme, perenne, invariable.
Dos o tres años hacía que no aportaba Bruck por mi país, y yo le suponía entregado a trascendentales investigaciones allá por las cuencas mineras de Extremadura o por las alturas imponentes de los Pirineos, cuando una tarde se me presentó de la manera más impensada, enfundado en su traje habitual de «hacer geología». El paño de su chaquet caía flojo y desmañado sobre su vasto cuerpo; una camiseta de color le ahorraba la molestia de ocupar el baúl con camisas planchadas; su sombrero, abollado, lucía una capa de polvo a medio estratificar; y como le vi que traía calzados los guantes, comprendí al punto que estaba de excursión, pues Bruck no usa guantes sino para el monte, dado que en la ciudad no hay peligro de estropearse las manos.
Preguntele el motivo de su viaje. La vez anterior vino a examinar, en persona, la dirección de los estratos del gneiss en esta parte de la costa cantábrica; y ahora, con voz reposada, me dijo que el objeto de su expedición era verle el pie.... ¡honni soit qui mal y pense!, a la sierra de los Castros.
-Pero ¡cuidado que sólo a usted se le ocurre!... Estamos en diciembre, se chupa uno los dedos de frío, y luego el viaje en diligencia es entretenido de verdad. ¿Cómo no aguardó usted a la inauguración del ferrocarril, al verano, etcétera?
Explicó que no podía ser de otro modo, porque ya había llegado a un punto tal, que sin ver la base de la sierra inmediatamente no haría cosa de provecho. Bruck apuntaba metódicamente en cuadernos los resultados de sus observaciones, y luego los daba al público, no en una obra extensa y monumental, sino de modo más conforme al espíritu analítico y positivo de la ciencia moderna, en breves monografías de esas que por Inglaterra y los Estados Unidos se llaman «contribuciones al estudio de tal o cual materia», folletitos concretos, atestados de hechos y labrados y cortados con precisión matemática, como sillares dispuestos ya para un edificio futuro. Cuando en mitad de uno de sus trabajos le ocurría a Bruck la más leve duda, la necesidad de exactitud rigurosa y veracidad estricta en sus asertos no le dejaba pasar más adelante; y no cociéndosele, como suele decirse, el pan en el cuerpo, tomaba el tren, la diligencia, lo que hubiese, y se iba a comprobar sobre el terreno sus datos. No se cuidaba de si las circunstancias eran favorables; lo mismo hacía rumbo a Extremadura durante la canícula, que a Burgos en el corazón del invierno.
Aunque Galicia no es tan fría como Burgos, ni muchísimo menos, el plan de verle el pie a la sierra de los Castros en diciembre no dejó de parecerme descabellado. La lluvia, incesante en tal época; la nieve, la escasez de recursos, la falta de esos hoteles diseminados por las cordilleras de otros países, donde el viajero se restaura, y mil y mil inconvenientes, se me ofrecieron al punto y los comuniqué a Bruck. Sin haber llegado nunca a sentarme en las faldas de la abrupta sierra, conocía mucho de oídas el país, y sabía que a veces, en tres o cuatro leguas de circuito, no se encontraba punto para condimentar el caldo de pote ni una arena de sal para sazonarlo. Mas vi al geólogo tan firme en su propósito, que lo único que pude hacer en beneficio suyo fue darle una carta de recomendación para el cura de los Castros. Justamente este buen señor había sido algunos meses capellán de nuestra casa.
Dos epístolas recibidas algún tiempo después completarán la historia del episodio que refiero. La primera, de Bruck; del cura, la segunda. Aquí las copio, para conocimiento y solaz del que leyere:

«Las Engrovas, 1.º de enero
»Mi distinguida amiga: No pensé empezar el año escribiendo a usted desde estas montañas, pero el hombre propone y las circunstancias -ya sabe usted que soy algo determinista- disponen. Heme aquí en las Engrovas: ¿ha estado usted por acá alguna vez? Parece mentira, cuando uno se acuerda de esas Mariñas tan risueñas, tan alegres hasta en la peor estación del año, que Galicia encierre sitios tan agrestes y salvajes.
»Por supuesto que para mí son los mejores. Esa parte donde usted vive, es una tierra blanda, deshuesada, sin consistencia. Aquí encuentro magníficas rocas metamórficas, terrenos de transición, con todas sus curiosas variedades. Sólo me estorba mucho la vegetación feraz y compacta, que me impide reconocer bien el terreno. Espero que en el corazón de la sierra las rocas se me presentarán en su noble y augusta desnudez.
»Me han asegurado que, si me meto más en la montaña, me expongo a tropezar con manadas de lobos, a no encontrar donde dormir. No me importaría si no estuviese calado; pero es tanta la lluvia que ha caído por mí, que el traje se me pudre encima. Dirá usted: «¿Y el impermeable?». ¡El impermeable! Hecho jirones, señora: los escajos, los espinos, las zarzas han puesto fin a su vida. Cuando llegue a la hospitalaria mansión del cura de los Castros, voy a pedirle que me ceda un balandrán o cosa por el estilo, porque andar desnudo en diciembre no es agradable.
»De la comida poco puedo decir a usted; yo suelo pasarme diez o doce horas sin recordar que es preciso dar pasto al estómago; y cuando se lo doy, al cuarto de hora ya no sé lo que he mascado. No obstante, aquí noto que me falta lastre. Creo que hay días en que me alimento con un plato de puches de harina de maíz. Gracias si puedo regarlos con leche de vaca.
»En resumen: hambre, frío, sed de vino y café (de agua no es posible, pues el cielo la vierte a jarras); pero yo contentísimo, porque estas rocas valen un Perú, y su estudio arroja clarísima luz sobre diversos problemas que me preocupaban.
»Mañana me internaré en lo más despoblado y agrio de la región. Aprovecho la coyuntura de enviar a El Ferrol esta carta, para que la echen al correo. Siempre a sus órdenes su amigo afectísimo,
Federico Bruck.»
«Parroquia de S. Remigio de los Castros, 27 febrero
»Estimada señorita: Le escribo para darle razón del señor forastero que usted se sirvió recomendarme en el mes de diciembre del pasado año. Ese señor salió de las Engrovas el 2 de enero, muy tempranito, a caballo, pensando llegar a los Castros a ''la mediodía''. Yo nunca vi tanto frío, que mismo cortaba; hasta al consagrar parece que se me caía la partícula de los dedos; la noche antes heló mucho, y los caminos resbalaban como si estuviesen untados con sebo. Ese señor traía un chiquillo para tenerle cuenta de la caballería y llevarle una caja y no sé qué más lotes; y el chiquillo, que es hijo de mi compadre Antón de Reigal, me ha contado cómo pasó el lance. El señor se bajó del caballo a medio camino, en el sitio que llaman ''Codo-torto'', y sacando un martillo comenzó a arrancar pedacitos de piedras, que se conoce que los ingleses, sabiendo que aquí hay oro, quieren buscarlo y acaso hacer minas. Piedras fueron, que se pasó así toda la mañana, hasta que el chiquillo, cansado de esperar y no viéndolo por ninguna parte, y muriéndose de ganas de comer, tuvo la debilidad de venirse a los Castros solo, y el caballo detrás, muy pacífico. Luego, cuando el rapaz vio que se hacía de noche y que no parecía su amo, vino llorando a contarme el lance.
»Como, según el chiquillo, ese señor se encaminaba a mi casa, en seguida me dio la espina de que sería algún amigo o pariente de usted; llamé a tres feligreses, les hice encender ''fachucos'' de paja bien retorcidos para que durasen, y nos metimos por la sierra, busca que te buscarás al viajero. ¿Dónde le fuimos a encontrar? En el despeñadero de ''Codo-torto'', que lo rodó de una vez, señorita, y, pásmese, no se mató, sólo se rompió una pierna. Le trajimos en brazos como se pudo, y gracias al ''algebrista'' de Gondás, ¿no sabe usted?, aquel hombre que cura toda rotura y dislocación sin reglas ni sabiduría, con unas tablillas, unos cordeles y siete avemarías con sus ''Gloria Patris'', no tendrá que gastar muleta el señor de ''Brus'' o como se llame, aunque siempre al andar se le conocerá un poquito.
»Yo y mi hermana la viuda lo cuidamos lo mejorcito que supimos, que nos dio mucha lástima; es un señor llano y parece un infeliz. Lo peor de las horas que pasó solito, dice él que fueron unos lobos que le salieron y que los espantó encendiendo fósforos. A pesar de la desgracia, asegura que no le pesó venir a la sierra. Se conoce que la mina de oro promete. Tendrá la bondad de dar un besito a los niños y de saludar con la más fina atención a los señores y mandar a éste su reconocido servidor y capellán, q.s.m.b.,
José Taboada Rey.»

MORALEJA.- De cómo por verle los huesos a la tierra, rompió Bruck sus huesos propios.

La dama joven, 1885

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Un solo cabello

Mil gracias, condesa -pronunció en tono respetuoso y visiblemente conmovido el embajador. No sabe usted qué reconocido quedo a sus bondades, no conmigo, sino con este muchacho. Leoncio, da las gracias a nuestra buena amiga, que ha tenido la amabilidad de ponerte en relación con la señorita de Uribarri, a quien tanto deseabas tratar.
Correcto, sonriente, Leoncio, entre una reverencia y un murmurio de veneración, tomó la mano de la condesa de Morla, cuya piel, ya arrugada, se traslucía por un mitón de rico encaje blanco, y la besó con ahínco y gratitud. Un ligero tinte de rubor se esparció por las mejillas marchitas de la señora, que para ocultar la turbación repentina, se puso a charlar vivamente.
-Yo sí que me alegro de haber hecho esta presentación, y no sé por qué espero mucho bueno de ella. ¡Sarita Uribarri reúne tantas cualidades! En primer lugar, y digan lo que quieran las envidiosas, es muy bonita, y su inmensa fortuna, circunstancia no despreciable...
El joven hizo un ademán, como el que desvía una importuna mosca, y recogió sólo la primera parte de la conversación.
-Es una mujer encantadora. Sentado a su lado, por bondades de usted, en la mesa, he podido apreciar que tiene talento, ilustración. Salgo..., ¿a qué negarlo?, un poco impresionado, condesa.
-Pues no nos haga usted el cumplido: váyase corriendo al Real, donde volverá usted a encontrarla. Hoy cantan Walkyria, ópera muy larga; todavía tiene usted tiempo... Y usted, amigo mío, acompáñele si gusta...
-Si usted no pensaba retirarse, me quedaré un instante, condesa -murmuró el diplomático.
-No suelo acostarme antes de la una... Acaso venga todavía alguien desde algún teatro a concluir la noche.
Leoncio se despidió con igual rendimiento, y apenas su elegante silueta hubo desaparecido detrás del biombo de seda brochada, el embajador, acercándose familiarmente a la condesa, exclamó:
-Clotilde, ¡si viese usted qué gozo me da el volver a verla! ¡Después de tantos años, de tanto viajar, de tantas cosas como han sucedido! ¿No se alegra usted, ingrata?
-Sí que me alegro... Para mí siempre será usted aquel Bruno, aquel amigo incomparable...
-Perdone usted...; algo más que amigo, algo más que amigo...
-¡Bien sabe usted que... nada más!
Él frunció el ceño, y sentándose frente a la dama, al otro lado de la alegre chimenea de leña que empezaba a decaer, suspiró como si todo lo recordado, lo esfumado por el tiempo, hubiese sucedido la víspera. En efecto, siempre le había mortificado un poco, en su vanidad de hombre habituado a triunfos, la memoria de su fracaso con Clotilde Ayala, probablemente la mujer que más le había interesado en el mundo... Y lo cierto es que no se lo explicaba. Era indudable que Clotilde estaba con él frecuentemente muy tierna; otras, es cierto, arisca y hasta enojada, burlona y desdeñosa... Como que la mitad de las veces no sabía él qué actitud adoptar, desconcertado por lo que juzgaba tramitación de coqueta o defensa de una virtud que no quiere sucumbir. Y en esta lucha, en este afán, habían transcurrido dos años, dos años mortales de zozobras, esperanzas, locos arrobamientos, imprudencias cometidas a la faz del mundo..., hasta que descorazonado se precipitó a salir de España, tomando la ausencia como remedio supremo... y heroico... Desde entonces habíanle ocurrido mil lances; pero el amor propio dolorido y la curiosidad insatisfecha punzaban todavía... ¿Por qué, por qué no había sucedido lo que debía, lo que tenía más remedio que suceder?
-¿Quiere usted decírmelo, Clotilde? Será una tontería, ¡pero si supiese usted que no me he podido resignar a ignorarlo! ¿Por qué no fuimos otra cosa que amigos?
-Un poco tarde es, Bruno, para pensar en semejantes tonterías; los dos podríamos ser abuelos, y Leoncio parece que se propone que usted lo sea a corto plazo, si se arregla lo de Sarita, que haré lo posible a fin de que se arregle... ¡Ea!, ya que usted me lo pide con tanto empeño, por lo mismo que no nos queda el consuelo de suponer que corremos ningún peligro..., le diré lo que una mujer en mi caso dice raras veces: la verdad entera, sin disimulos ni veladuras. Hace provecho desahogar el corazón, y se diría que al abrirlo dejamos escapar la pena y el dolor de lo fallido de todas las esperanzas y los deseos que pasaron. Atice usted un poco esa chimenea; nos estamos quedando fríos... y no quiero llamar al criado ahora.
El diplomático obedeció agitado y torpe.
-Sepa usted, ante todo, que yo estaba tan interesada, cuando menos, por usted, como usted por mí...
-¡Ah! ¡Lo juraría! -exclamó él.
-Lo estaba locamente... Tuve una señal para saberlo de fijo -prosiguió Clotilde. Una señal que a mí misma me aterró por lo clara y evidente; era algo que impresionaba. Usted recordará que venía mucha gente a casa y que generalmente los hombres me besaban la mano. Jamás sentí, cuando realizaban esta fórmula de cortesía, otra cosa que lo que puede sentir una imagen de palo al besarla los devotos. Y cuando usted me la besó, a través del guante noté la impresión de una quemadura y temblé toda por dentro. Ahora, al besármela su hijo de usted, como se le parece tanto, me acordé de lo pasado, y le advierto que me emocioné.
-¡Qué ceguera la mía! ¡Todo eso debí observarlo! ¡Necio de mí! -exclamaba el grave diplomático, olvidándose de que nuestros lamentos no hacen volver atrás al tiempo y que el río no lleva dos veces seguidas la misma agua. De modo que usted hubiese..., usted querría... ¡No sé cómo decir...!
-No, Bruno; le advierto a usted que yo estaba resuelta a no caer... Mejor dicho..., yo lo estaba siempre..., excepto un día, día memorable.
-¿Qué día? ¿Pero ese día existió?
-¡Ya lo creo que existió! Si no puedo comprender que usted no acertase lo que pasaba en mí. Fue el día de una fiesta en casa de Altacruz. ¿Se acuerda usted que representamos aquel bonito proverbio francés? Si me pregunta usted por qué ese día, no se lo sabré decir; pero lo cierto es que, como por una operación interior misteriosa, habían desaparecido mis virtudes, mis resistencias, y estaba tan entregada, tan rendida, que no hubiese usted necesitado esfuerzo alguno... En toda alma enamorada de mujer hay una hora así. En esa hora ella misma quita los obstáculos, lo dispone todo, lo allana todo, lo precipita todo... Parece que dentro de ella hay alguien, otra persona, que la hace marchar como si fuese un autómata y la diesen cuerda con un resorte. Yo hice así. Como iba usted a retirarse, le dije: «Tengo ahí mi coche. ¿Quiere usted que le acerque a su casa o le deje en el camino?».
-¡Ciego, ciego! -repitió Bruno desesperadamente. ¡Sí, es cierto que me lo dijo usted! Pero yo no vi en ello la ocasión: ¡al contrario!, lo que vi fue un alarde de usted, que me declaraba insignificante, desdeñable, sin peligro alguno..., y en vez de aceptar, quise darla a usted celos..., ¡necio!, ¡ciego!, ¡y fui a acompañar por la escalera, a dar el brazo a no sé qué muchacha!
-Y yo sollocé de rabia dentro del coche... Y juré, juré que ¡nunca!, y cumplí mi juramento...
El grave diplomático se echó las manos a la cabeza para arrancarse el pelo... ¡Pero tenía ya tan pocos! Así lo hizo notar burlándose de sí mismo...
-¡Ser un viejo calvo! ¡Ser un viejo! ¡Clotilde!
-Más calva era la ocasión -respondió dulcemente ella señalando hacia el biombo, detrás del cual avanzaban, muy peripuestas, dos señoras.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Un sistema

Los que sostienen que no existe la felicidad deben fijarse en don Olimpio, canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Antiquis.
En primer lugar, nadie suponga que repito el lugar común de personificar la bienandanza en un canónigo. Nada de eso. Hoy los canónigos son funcio­narios modestísimamente retribuídos, que para sostener el decoro de sus fún­ciones necesitan echar muchas cuentas. Hay zapatos de lustre y manteos de reluz que escatimaron tocino al puche­ro. Pero en todo caben excepciones, y don Olimpio, que «tiene algo por su casa», o mejor dicho, por la de un pa­riente oportuno en morir habiéndose acordado antes (claro está) de don Olimpio en sus disposiciones testamen­tarias, puede comer ópimamente con lo propio, guardando la canonjía para la regalada cena.
El primer elemento de dicha de don Olimpio no es, sin embargo, el dinero, sino la tontería... Entendamonos: don Olimpio goza de una de esas tonterías relativas que no vacilo en proclamar infinitamente más útiles y cómodas que las brillantes inteligencias inadaptadas. La tontería de don Olimpio se asemeja a un paraguas de algodón. ¿Conocéis nada más deslucido que un paraguas de algodón? Pero en lucha con la in­temperie, el paraguas de algodón pres­ta doble servicio que el de seda rica. Don Olimpio, tonto de capirote en cuanto no le interesa directamente, es, en lo que puede convenirle, uno de los seres más sagaces que he conocido.
Confieso que, al pronto, no lo crefa. Fué necesario que otro canónigo me lo demostrase, refiriéndome cómo había logrado don Olimpío su puesto en el coro de la Catedral de Antiquis, una de las ciudades más apacibles, sanas, baratas y de grata residencia en Es­paña toda.
Den Gervasio -el canónigo que me informó- es un viejo en cuyas faccio­nes, chupadas y amarillentas, resplan­dece el entendimiento más claro. Su afán de leer le pone al corriente de cuanto ocurre y sus opiniones llevan siempre el sello de una penetración singular. Agresivo y combativo, había nacido don Gervasio para dedicarse a la política y descollar en ella; pero en la carrera eclesiástica le perjudicaba este modo de ser. Espíritu inquieto, ca­rácter difícil de amoldar en las cosas pequeñas, las que a menudo determi­nan asperezas y rozamientos, don Ger­vasio está siempre en guerra con sus compañeros, con el provisor, con el se­Iior obispo, con el superior de los Cal­zados, con los sacristanes, y ha logrado enajenarse las simpatías, mientras don Olimpio las disfruta plenamente, pues ni se mete con nadie, ni profesa opi­nión alguna de ningún género, ni lleva la contraria, hallándose dispuesto a re­conocer que la misma nube figura o un camello o una cigüeña, según plazca a su interlocutor. El único ser humano que no puede aguantar a don Olimpio es don Gervasio precisamente; no por­que exista ningún agravio o rencilla, sino por una de esas antipatías de na­turaleza, que radican en lo más hondo del instinto. Es una antipatía mezclada de asombro.
-Imagínese usted -habla don Gervasio- lo más bobo y lo más eficaz; ima­gínese el cálculo más astuto, de puro simple..., y podrá usted inferir cómo agenció don Olimpio la prebenda que hoy disfruta tan sibaríticamente. Por­que él se trata y se las arregla como un verdadero sabio, y éste es uno de los aspectos que hacen envidiable la sublime estulticia de ese gran tonto. No tiene un vicio, no cae en un exceso, no come sino lo que puede contribuir a hacerle buena sangre y prepararle larga vida; en fin, es comparable a un vegetal capaz de goces humanos muy morigerados, y; por consecuencia, muy filosóficos... Pero vamos a lo de la ca­nonjía.
Ha de saberse que este don Olimpio era coadjutor en una parroquia de al­dea, y que en los términos de esa pa­rroquia y de varias circunvecinas vera­nea en su quinta (aparte de otras per­sonas de cuenta y viso) el famoso don Juan Menares Córveda, que ha sido mi­nistro seis veces: una de Instrucción, dos o tres de Hacienda, y de Gracia y Justicia las restantes.
Don Olimpio, sin previa presenta­ción, sin más antecedentes que la ve­cindad, se coló en la quinta. Hizo pri­mero la visita de cumplido, y adoptó una actitud atónita, maravillándose dé las frases que se cruzaban entre el per­sonaje y su mujer, que regularmente serían observaciones sobre la madurez de las alcachofas o sobre el tiempo en que no daña el marisco. Volvió a los tres días y se entretuvo más, sacando conversaciones insulsas que nadie se­guía; y luego menudeó las visitas, hasta que, cotidianamente, a la hora en que el personaje, deseoso de tranquilidad, de gozar el fresco, se sentaba en la terraza a mirar la ría azul, y los montecillos rosados por el ocaso, aparecía la lacia figura de don Olimpio, enfundada en su sotana color de ala de mosca, dando una nota ridícula en me­dio de tanta belleza. Y apenas se tra­baba entre don Juan y su familia algún diálogo confidencial, terciaba en él don Olimpio, lanzando aforismos de esta fuerza:
-Tienen ustedes muchísima razón..., En verano hace más calor que en in­vierno.
Todavía don Juan, su señora y sus sobrinas se hubiesen resignado a la presencia de don Olimpio si éste imi­tase a esos falderillos que se enroscan en una esquina, y dejándoles dormir en paz, ni se rebullen; pero don Olim­pio, que ignora el uso de los cepillos de dientes, opiatas, elixires y otros refi­namientos, no vive si no se acerca mu­cho a aquellos con quienes conversa, y la familia de don Juan empezó a pro­testar, a chillar que era indispensable zafarse de una vez de pelma semejante.
-Echadle indirectas para que no venga tanto -indicó tímidamente, la menor de las sobrinas.
Se le echaron las indirectas, y fué igual que pasar suavemente las barbas de una pluma sobre la caparazón de un galápago. Don Olimpio no faltó un día a la terraza.
-Decidle que por las tardes salimos -discurrió la sobrina mayor.
Se le dijo, efectivamente, y desde en­tonces vino por las mañanas, sin per­juicio de alguna noche, en que se pre­sentaba trayendo regalos; cestos de huevos, un par de pollos, un lomo fres­co de cerdo, una empanada de robaliza.
-Esto ya no se puede aguntar, Jua­nito -dijo al personaje su señora. Re­vístete de energía y cántale claro a este buen señor que sus visitas tan simpáticas, ganarán mucho con el to­que de la rareza.
-Mujer... -murmuró don Juan-. Me da fatiga. ¿Cómo se dice eso? Harto me tiene; pero una descortesía tan clara...
-¿Y no sabes lo mejor? -Añadió la señora. Quiere este curato en propie­dad.
Don Juan dió un salto en la poltrp­na de mimbres.
-¡Este curato! ¡Nunca! ¡Entonces, aquí le tendríamos toda la vida! ¡Pri­mero se lo doy a un presidiario!
Como las mujeres cazan siempre más largo que los hombres, la señora, des­pués de reflexionar, exclamó:
-Una idea, una idea... ¿Sabes lo que podemos hacer, Juanito? ¿Sabes lo que podemos hacer?
-¿Soltarle el mastín que llegó ayer de Extremadura?
-Darle una canonjía..., una buena canonjía allá muy lejos. ¿Entiendes? ¡Al otro extremo de España!
-Pero, criatura, si están esperando «eso», desde hace siglos, Julio Pesque­ra, un sacerdote tan estudioso; don Reinaldo Guemes, un hombre virtuosí­simo; y don, y don... -lista de candi­datos meritorios.
-¿Qué nos importa? Esos no han de venir a aburrirnos... Mira que yo no puedo más. Si esto continúa, el año pró­ximo, ¡a veranear a Biarritz!...
Y don Juan, que está encantado, de su quinta, ante la amenaza, agachó la cabeza...
Ya sabe usted cómo es canónigo- en Antiquis don Olimpio.
-Dios nos dé -agregó don Gerva­sio- una buena imbecilidad de regadío, abonada y lindando con tierras de po­derosos.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Un destripador de antaño - Cap. I

La leyenda del «destripador», asesino medio sabio y medio brujo, es muy antigua en mi tierra. La oí en tiernos años, susurrada o salmodiada en terroríficas estrofas, quizá al borde de mi cuna, por la vieja criada, quizá en la cocina aldeana, en la tertulia de los gañanes, que la comentaban con estremecimientos de temor o risotadas oscuras. Volvió a aparecérseme, como fantasmagórica creación de Hoffmann, en las sombrías y retorcidas callejuelas de un pueblo que hasta hace poco permaneció teñido de colores medievales, lo mismo que si todavía hubiese peregrinos en el mundo y resonase aún bajo las bóvedas de la catedral el himno de Ultreja. Más tarde, el clamoreo de los periódicos, el pánico vil de la ignorante multitud, hacen surgir de nuevo en mi fantasía el cuento, trágico y ridículo como Quasimodo, jorobado con todas las jorobas que afean al ciego Terror y a la Superstición infame. Voy a contarlo. Entrad conmigo valerosamente en la zona de sombra del alma.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Un destripador de antaño - Cap. II

Un paisajista sería capaz de quedarse embelesado si viese aquel molino de la aldea de Tornelos. Caído en la vertiente de una montañuela, dábale alimento una represa que formaba lindo estanque natural, festoneado de canas y poas, puesto, como espejillo de mano sobre falda verde, encima del terciopelo de un prado donde crecían áureos ranúnculos y en otoño abrían sus corolas moradas y elegantes lirios. Al otro lado de la represa habían trillado sendero el pie del hombre y el casco de los asnos que iban y volvían cargados de sacas, a la venida con maíz, trigo y centeno en grano, al regreso, con harina oscura, blanca o amarillenta. ¡Y qué bien «componía», coronando el rústico molino y la pobre casuca de los molineros, el gran castaño de horizontales ramas y frondosa copa, cubierto en verano de pálida y desmelenada flor; en octubre de picantes y reventones erizos! ¡Cuán gallardo y majestuoso se perfilaba sobre la azulada cresta del monte, medio velado entre la cortina gris del humo que salía, no por la chimenea -pues no la tenía la casa del molinero, ni aun hoy la tienen muchas casas de aldeanos de Galicia-, sino por todas partes; puertas, ventanas, resquicios del tejado y grietas de las desmanteladas paredes!
El complemento del asunto -gentil, lleno de poesía, digno de que lo fijase un artista genial en algún cuadro idílico- era una niña como de trece a catorce años, que sacaba a pastar una vaca por aquellos ribazos siempre tan floridos y frescos, hasta en el rigor del estío, cuando el ganado languidece por falta de hierba. Minia encarnaba el tipo de la pastora: armonizaba con el fondo. En la aldea la llamaba roxa, pero en sentido de rubia, pues tenía el pelo del color del cerro que a veces hilaba, de un rubio pálido, lacio, que, a manera de vago reflejo lumínico, rodeaba la carita, algo tostada por el sol, oval y descolorida, donde sólo brillaban los ojos con un toque celeste, como el azul que a veces se entrevé al través de las brumas del montañés celaje. Minia cubría sus carnes con un refajo colorado, desteñido ya por el uso; recia camisa de estopa velaba su seno, mal desarrollado aún; iba descalza, y el pelito lo llevaba envedijado y revuelto y a veces mezclado -sin asomo de ofeliana coquetería- con briznas de paja o tallos de los que segaba para la vaca en los linderos de las heredades. Y así y todo, estaba bonita, bonita como un ángel, o, por mejor decir, como la patrona del santuario próximo, con la cual ofrecía -al decir de las gentes- singular parecido.
La célebre patrona, objeto de fervorosa devoción para los aldeanos de aquellos contornos, era un «cuerpo santo», traído de Roma por cierto industrioso gallego, especie de Gil Blas, que, habiendo llegado, por azares de la fortuna a servidor de un cardenal romano, no pidió otra recompensa, al terminar, por muerte de su amo, diez años de buenos y leales servicios, que la urna y efigie que adornaban el oratorio del cardenal. Diéronselas y las trajo a su aldea, no sin aparato. Con sus ahorrillos y alguna ayuda del arzobispo, elevó modesta capilla, que a los pocos años de su muerte las limosnas de los fieles, la súbita devoción despertada en muchas leguas a la redonda, transformaron en rico santuario, con su gran iglesia barroca y su buena vivienda para el santero, cargo que desde luego asumió el párroco, viniendo así a convertirse aquella olvidada parroquia de montaña en pingue canonjía. No era fácil averiguar con rigurosa exactitud histórica, ni apoyándose en documentos fehacientes e incontrovertibles, a quién habría pertenecido el huesecillo del cráneo humano incrustado en la cabeza de cera de la Santa. Solo un papel amarillento, escrito con letra menuda y firme y pegado en el fondo de la urna, afirmaba ser aquellas las reliquias de la bienaventurada Herminia, noble virgen que padeció martirio bajo Diocleciano. Inútil parece buscar en las actas de los mártires el nombre y género de muerte de la bienaventurada Herminia. Los aldeanos tampoco lo preguntaban, ni ganas de meterse en tales honduras. Para ellos, la Santa no era figura de cera, sino el mismo cuerpo incorrupto; del nombre germánico de la mártir hicieron el gracioso y familiar de Minia, y a fin de apropiárselo mejor, le añadieron el de la parroquia, llamándola Santa Minia de Tornelos. Poco les importaba a los devotos montañeses el cómo ni el cuándo de su Santa; veneraban en ella la Inocencia y el Martirio, el heroísmo de la debilidad; cosa sublime.
A la rapaza del molino le habían puesto Minia en la pila bautismal, y todos los años, el día de la fiesta de su patrona, arrodillábase la chiquilla delante de la urna tan embelesada con la contemplación de la Santa, que ni acertaba a mover los labios rezando. La fascinaba la efigie, que para ella también era un cuerpo real, un verdadero cadáver. Ello es que la Santa estaba preciosa; preciosa y terrible a la vez. Representaba la cérea figura a una jovencita como de quince años, de perfectas facciones pálidas. Al través de sus párpados cerrados por la muerte, pero ligeramente revulsos por la contracción de la agonía, veíanse brillar los ojos de cristal con misterioso brillo. La boca, también entreabierta, tenía los labios lívidos, y transparecía el esmalte de la dentadura. La cabeza, inclinada sobre el almohadón de seda carmesí que cubría un encaje de oro ya deslucido, ostentaba encima del pelo rubio una corona de rosas de plata; y la postura permitía ver perfectamente la herida de la garganta, estudiada con clínica exactitud; las cortadas arterias, la laringe, la sangre, de la cual algunas gotas negreaban sobre el cuello. Vestía la Santa dalmática de brocado verde sobre túnica de tafetán color de caramelo, atavío más teatral que romano en el cual entraban como elemento ornamental bastantes lentejuelas e hilillos de oro. Sus manos, finísimamente modeladas y exangües, se cruzaban sobre la palma de su triunfo. Al través de los vidrios de la urna, al reflejo de los cirios, la polvorienta imagen y sus ropas, ajadas por el transcurso del tiempo, adquirían vida sobrenatural. Diríase que la herida iba a derramar sangre fresca.
La chiquilla volvía de la iglesia ensimismada y absorta. Era siempre de pocas palabras; pero un mes después de la fiesta patronal, difícilmente salía de su mutismo, ni se veía en sus labios la sonrisa, a no ser que los vecinos le dijesen que «se parecía mucho con la Santa».
Los aldeanos no son blandos de corazón; al revés, suelen tenerlo tan duro y callado como las palmas de las manos; pero cuando no esta en juego su interés propio, poseen cierto instinto de justicia que los induce a tomar el partido del débil oprimido por el fuerte. Por eso miraban a Minia con profunda lástima. Huérfana de padre y madre, la chiquilla vivía con sus tíos. El padre de Minia era molinero, y se había muerto de intermitentes palúdicas, mal frecuente en los de su oficio; la madre le siguió al sepulcro, no arrebatada de pena, que en una aldeana sería extraño género de muerte, sino a poder de un dolor de costado que tomó saliendo sudorosa de cocer la hornada de maíz. Minia quedó solita a la edad de año y medio, recién destetada. Su tío, Juan Ramón -que se ganaba la vida trabajosamente en el oficio de albañil, pues no era amigo de labranza, entró en el molino como en casa propia, y, encontrando la industria ya fundada, la clientela establecida, el negocio entretenido y cómodo, ascendió a molinero, que en la aldea es ascender a personaje. No tardó en ser su consorte la moza con quien tenía trato, y de quien poseía ya dos frutos de maldición: varón y hembra. Minia y estos retoños crecieron mezclados, sin más diferencia aparente sino que los chiquitines decían al molinero y a la molinera papai y mamai, mientras Minia, aunque nadie se lo hubiese enseñado, no los llamó nunca de otro modo que «señor tío» y «señora tía».
Si se estudiase a fondo la situación de la familia, se verían diferencias más graves. Minia vivía relegada a la condición de criada o moza de faena. No es decir que sus primos no trabajasen, porque el trabajo a nadie perdona en casa del labriego; pero las labores más viles, las tareas más duras, guardábanse para Minia. Su prima Melia, destinada por su madre a costurera, que es entre las campesinas profesión aristocrática, daba a la aguja en una sillita, y se divertía oyendo los requiebros bárbaros y las picardihuelas de los mozos y mozas que acudían al molino y se pasaban allí la noche en vela y broma, con notoria ventaja del diablo y no sin frecuente e ilegal acrecentamiento de nuestra especie. Minia era quien ayudaba a cargar el carro de tojo; la que, con sus manos diminutas, amasaba el pan; la que echaba de comer al becerro, al cerdo y a las gallinas; la que llevaba a pastar la vaca, y, encorvada y fatigosa, traía del monte el haz de leña, o del soto el saco de castañas, o el cesto de hierba del prado. Andrés, el mozuelo, no la ayudaba poco ni mucho; pasábase la vida en el molino, ayudando a la molienda y al maquileo, y de riola, fiesta, canto y repiqueteo de panderetas con los demás rapaces y rapazas. De esta temprana escuela de corrupción sacaba el muchacho pullas, dichos y barrabasadas que a veces molestaban a Minia, sin que ella supiese por qué ni tratase de comprenderlo.
El molino, durante varios años, produjo lo suficiente para proporcionar a la familia cierto desahogo. Juan Ramón tomaba el negocio con interés, estaba siempre a punto aguardando por la parroquia, era activo, vigilante y exacto. Poco a poco, con el desgaste de la vida que corre insensible y grata, resurgieron sus aficiones a la holgazanería y al bienestar, y empezaron los descuidos, parientes tan próximos de la ruina. ¡El bienestar! Para un labriego estriba en poca cosa: algo más del torrezno y unto en el pote, carne de vez en cuando, pantrigo a discreción, leche cuajada o fresca, esto distingue al labrador acomodado del desvalido. Después viene el lujo de la indumentaria: el buen traje de rizo, las polainas de prolijo pespunte, la camisa labrada, la faja que esmaltan flores de seda, el pañuelo majo y la botonadura de plata en el rojo chaleco. Juan Ramón tenía de estas exigencias, y acaso no fuesen ni la comida ni el traje lo que introducía desequilibrio en su presupuesto, sino la pícara costumbre, que iba arraigándose, de «echar una pinga» en la taberna del Canelo, primero, todos los domingos; luego, las fiestas de guardar; por último muchos días en que la Santa Madre Iglesia no impone precepto de misa a los fieles. Después de las libaciones, el molinero regresaba a su molino, ya alegre como unas pascuas, ya tétrico, renegando de su suerte y con ganas de arrimar a alguien un sopapo. Melia, al verle volver así, se escondía. Andrés, la primera vez que su padre le descargó un palo con la tranca de la puerta, se revolvió como una fiera, le sujetó y no le dejó ganas de nuevas agresiones; Pepona, la molinera, más fuerte, huesuda y recia que su marido, también era capaz de pagar en buena moneda el cachete; sólo quedaba Minia, víctima sufrida y constante. La niña recibía los golpes con estoicismo, palideciendo a veces cuando sentía vivo dolor -cuando, por ejemplo, la hería en la espinilla o en la cadera la punta de un zueco de palo, pero no llorando jamás. La parroquia no ignoraba estos tratamientos, y algunas mujeres compadecían bastante a Minia. En las tertulias del atrio, después de misa; en las deshojas del maíz, en la romería del santuario, en las ferias, comenzaba a susurrarse que el molinero se empeñaba, que el molino se hundía, que en las maquilas robaban sin temor de Dios, y que no tardaría la rueda en pararse y los alguaciles en entrar allí para embargarles hasta la camisa que llevaban sobre los lomos.
Una persona luchaba contra la desorganización creciente de aquella humilde industria y aquel pobre hogar. Era Pepona, la molinera, mujer avara, codiciosa, ahorrona hasta de un ochavo, tenaz, vehemente y áspera. Levantada antes que rayase el día, incansable en el trabajo, siempre se la veía, ya inclinada labrando la tierra, ya en el molino regateando la maquila, ya trotando, descalza, por el camino de Santiago adelante con una cesta de huevos, aves y verduras en la cabeza, para ir a venderla al mercado. Mas ¿qué valen el cuidado y el celo, la economía sórdida de una mujer, contra el vicio y la pereza de dos hombres? En una mañana se bebía Juan Ramón, en una noche de tuna despilfarraba Andrés el fruto de la semana de Pepona.
Mal andaban los negocios de la casa, y peor humorada la molinera, cuando vino a complicar la situación un año fatal, año de miseria y sequía, en que, perdiéndose la cosecha del maíz y trigo, la gente vivió de averiadas habichuelas, de secos habones, de pobres y héticas hortalizas, de algún centeno de la cosecha anterior, roído ya por el cornezuelo y el gorgojo. Lo más encogido y apretado que se puede imaginar en el mundo, no acierta a dar idea del grado de reducción que consigue el estómago de un labrador gallego y la vacuidad a que se sujetan sus elásticas tripas en años así. Berzas espesadas con harina y suavizadas con una corteza de tocino rancio; y esto un día y otro día, sin sustancia de carne, sin gota de vino para reforzar un poco los espíritus vitales y devolver vigor al cuerpo. La patata, el pan del pobre, entonces apenas se conocía, porque no sé si dije que lo que voy contando ocurrió en los primeros lustros del siglo décimonono.
Considérese cuál andaría con semejante añada el molino de Juan Ramón. Perdida la cosecha, descansaba forzosamente la muela. El rodezno, parado y silencioso, infundía tristeza; semejaba el brazo de un paralítico. Los ratones, furiosos de no encontrar grano que roer, famélicos también ellos, correteaban alrededor de la piedra, exhalando agrios chillidos. Andrés, aburrido por la falta de la acostumbrada tertulia, se metía cada vez más en danzas y aventuras amorosas, volviendo a casa como su padre, rendido y enojado, con las manos que le hormigueaban por zurrar. Zurraba a Minia con mezcla de galantería rústica y de brutalidad, y enseñaba los dientes a su madre porque la pitanza era escasa y desabrida. Vago ya de profesión, andaba de feria en feria buscando lances, pendencias y copas. Por fortuna, en primavera cayó soldado y se fue con el chopo camino de la ciudad. Hablando como la dura verdad nos impone, confesaremos que la mayor satisfacción que pudo dar a su madre fue quitársele de la vista: ningún pedazo de pan traía a casa, y en ella solo sabía derrochar y gruñir, confirmando la sentencia: «Donde no hay harina, todo es mohína».
La víctima propiciatoria, la que expiaba todos los sinsabores y desengaños de Pepona, era..., ¿quién había de ser? Siempre había tratado Pepona a Minia con hostil indiferencia; ahora, con odio sañudo de impía madrastra. Para Minia los harapos; para Melia los refajos de grana; para Minia la cama en el duro suelo; para Melia un leito igual al de sus padres; a Minia se le arrojaba la corteza de pan de borona enmohecido, mientras el resto de la familia despachaba el caldo calentito y el compango de cerdo. Minia no se quejaba jamás. Estaba un poco más descolorida y perpetuamente absorta, y su cabeza se inclinaba a veces lánguidamente sobre el hombro, aumentándose entonces su parecido con la Santa. Callada, exteriormente insensible, la muchacha sufría en secreto angustia mortal, inexplicables mareos, ansias de llorar, dolores en lo más profundo y delicado de su organismo, misteriosa pena, y, sobre todo, unas ganas constantes de morirse para descansar yéndose al cielo... Y el paisajista o el poeta que cruzase ante el molino y viese el frondoso castaño, la represa con su agua durmiente y su orla de cañas, la pastorcilla rubia, que, pensativa, dejaba a la vaca saciarse libremente por el lindero orlado de flores, soñaría con idilios y haría una descripción apacible y encantadora de la infeliz niña golpeada y hambrienta, medio idiota ya a fuerza de desamores y crueldades.

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Un destripador de antaño - Cap. III

Un día descendió mayor consternación que nunca sobre la choza de los molineros. Era llegado el plazo fatal para el colono: vencía el término del arriendo, y, o pagaba al dueño del lugar, o se verían arrojados de él y sin techo que los cobijase, ni tierra donde cultivar las berzas para el caldo. Y lo mismo el holgazán Juan Ramón que Pepona la diligente, profesaban a aquel quiñón de tierra el cariño insensato que apenas profesarían a un hijo pedazo de sus entrañas. Salir de allí se les figuraba peor que ir para la sepultura: que esto, al fin, tiene que suceder a los mortales, mientras lo otro no ocurre sino por impensados rigores de la suerte negra. ¿Dónde encontrarían dinero? Probablemente no había en toda la comarca las dos onzas que importaba la renta del lugar. Aquel año de miseria -calculó Pepona, dos onzas no podían hallarse sino en la boeta o cepillo de Santa Minia. El cura si que tendría dos onzas, y bastantes más, cosidas en el jergón o enterradas en el huerto... Esta probabilidad fue asunto de la conversación de los esposos, tendidos boca a boca en el lecho conyugal, especie de cajón con una abertura al exterior, y dentro un relleno de hojas de maíz y una raída manta. En honor de la verdad, hay que decir que a Juan Ramón, alegrillo con los cuatro tragos que había echado al anochecer para confortar el estómago casi vacío, no se le ocurría siquiera aquello de las onzas del cura hasta que se lo sugirió, cual verdadera Eva, su cónyuge; y es justo observar también que contestó a la tentación con palabras muy discretas, como si no hablase por su boca el espíritu parral.
-Oyes, tú, Juan Ramón... El clérigo sí que tendrá a rabiar lo que aquí nos falta... Ricas onciñas tendrá el clérigo.
-¿Tú roncas, o me oyes, o qué haces?
-Bueno, ¡rayo!, y si las tiene, ¿qué rayos nos interesa? Dar, no nos las ha de dar.
-Darlas, ya se sabe; pero... emprestadas...
-¡Emprestadas! Sí, ve a que te empresten...
-Yo digo emprestadas así, medio a la fuerza... ¡Malditos!... No sois hombres, no tenéis de hombres sino la parola... Si estuviese aquí Andresiño..., un día..., al oscurecer...
-Como vuelvas a mentar eso, los diaños lleven si no te saco las muelas del bofetón...
-Cochinos de cobardes; aún las mujeres tenemos más riñones...
-Loba, calla; tú quieres perderme. El clérigo tiene escopeta... y a más quieres que Santa Minia mande una centella que mismamente nos destrice...
-Santa Minia es el miedo que te come...
-¡Toma, malvada!...
-¡Pellejo, borranchón!...
Estaba echada Minia sobre un haz de paja, a poca distancia de sus tíos, en esa promiscuidad de las cabañas gallegas, donde irracionales y racionales, padres e hijos, yacen confundidos y mezclados. Aterida de frío bajo su ropa, que había amontonado para cubrirse -pues manta Dios la diese-, entreoyó algunas frases sospechosas y confusas, las excitaciones sordas de la mujer, los gruñidos y chanzas vinosas del hombre. Tratábase de la Santa... Pero la niña no comprendió. Sin embargo, aquello le sonaba mal; le sonaba a ofensa, a lo que ella, si tuviese nociones de lo que tal palabra significa, hubiese llamado desacato. Movió los labios para rezar la única oración que sabía, y así rezando, se quedó traspuesta. Apenas le salteó el sueño, le pareció que una luz dorada y azulada llenaba el recinto de la choza. En medio de aquella luz, o formando aquella luz, semejante a la que despedía la «madama de fuego» que presentaba el cohetero en la fiesta patronal, estaba la Santa, no reclinada, sino de pie, y blandiendo su palma como si blandiese un arma terrible. Minia creía oír distintamente estas palabras. «¿Ves? Los mato». Y mirando hacia el lecho de sus tíos, los vio cadáveres, negros, carbonizados, con la boca torcida y la lengua de fuera. En este momento se dejó oír el sonoro cántico del gallo; la becerrilla mugió en el establo, reclamando el pezón de su madre... Amanecía.
Si pudiese la niña hacer su gusto, se quedaría acurrucada entre la paja la mañana que siguió a su visión. Sentía gran dolor en los huesos, quebran-tamiento general, sed ardiente. Pero la hicieron levantar, tirándola del pelo y llamándola holgazana, y, según costumbre, hubo de sacar el ganado. Con su habitual pasividad no replicó; agarró la cuerda y echó hacia el pradillo. La Pepona, por su parte, habiéndose lavado primero los pies y luego la cara en el charco más próximo a la represa del molino, y puéstose el dengue y el mantelo de los días grandes y también -lujo inaudito- los zapatos, colocó en una cesta hasta dos docenas de manzanas, una pella de manteca envuelta en una hoja de col, algunos huevos y la mejor gallina ponedora, y, cargando la cesta en la cabeza, salió del lugar y tomó el camino de Compostela con aire resuelto. Iba a implorar, a pedir un plazo, una prórroga, un perdón de renta, algo que les permitiese salir de aquel año terrible sin abandonar el lugar querido, fertilizado con su sudor... Porque las dos onzas del arriendo..., ¡quia! en la boeta de Santa Minia o en el jergón del clérigo seguirían guardadas, por ser un calzonazos Juan Ramón y faltar de la casa Andresiño..., y no usar ella, en lugar de refajos, las mal llevadas bragas del esposo.
No abrigaba Pepona grandes esperanzas de obtener la menor concesión, el más pequeño respiro. Así se lo decía a su vecina y comadre Jacoba de Alberte, con la cual se reunió en el crucero, enterándose de que iba a hacer la misma jornada, pues Jacoba tenía que traer de la ciudad medicina para su hombre, afligido con un asma de todos los demonios, que no le dejaba estar acostado, ni por las mañanas casi respirar. Resolvieron las dos comadres ir juntas para tener menos miedo a los lobos o a los aparecidos, si al volver se les echaba la noche encima; y pie ante pie, haciendo votos porque no lloviese, pues Pepona llevaba a cuestas el fondito del arca, emprendieron su caminata charlando.
-Mi matanza -dijo la Pepona- es que no podré hablar cara a cara con el señor marqués, y al apoderado tendré que arrodillarme. Los señores de mayor señorío son siempre los más compadecidos del pobre. Los peores, los señoritos hechos a puñetazos, como don Mauricio, el apoderado; esos tienen el corazón duro como las piedras y le tratan a uno peor que a la suela del zapato. Le digo que voy allá como el buey al matadero.
La Jacoba, que era una mujercilla pequeña, de ojos ribeteados, de apergaminadas facciones, con dos toques, cual de ladrillos en los pómulos, contestó en voz plañidera:
-¡Ay comadre! Iba yo cien veces a donde va, y no quería ir una a donde voy. ¡Santa Minia nos valga! Bien sabe el Señor Nuestro Dios que me lleva la salud del hombre, porque la salud vale más que las riquezas. No siendo por amor de la salud, ¿quién tiene valor de pisar la botica de don Custodio?
Al oír este nombre, viva expresión de curiosidad azorada se pintó en el rostro de la Pepona y arrugóse su frente, corta y chata, donde el pelo nacía casi a un dedo de las tupidas cejas.
-¡Ay! Sí, mujer... Yo nunca allá fui. Hasta por delante de la botica no me da gusto pasar. Andan no sé qué dichos, de que el boticario hace «meigallos».
-Eso de no pasar, bien se dice; pero cuando uno tiene la salud en sus manos... La salud vale más que todos los bienes de este mundo; y el pobre que no tiene otro caudal sino la salud, ¿qué no hará por conseguirla? Al demonio era yo capaz de ir a pedirle en el infierno la buena untura para mi hombre. Un peso y doce reales llevamos gastados este año en botica, y nada; como si fuese agua de la fuente; que hasta es un pecado derrochar los cuartos así, cuando no hay una triste corteza para llevar a la boca. De manera es que ayer por la noche, mi hombre, que tosía que casi arreventaba, me dijo, dice: «¡Ei!, Jacoba: o tú vas a pedirle a don Custodio la untura, o yo espicho. No hagas caso del médico; no hagas caso, si a manos viene, ni de Cristo Nuestro Señor; a don Custodio has de ir; que si él quiere, del apuro me saca con sólo dos cucharaditas de los remedios que sabe hacer. Y no repares en dinero, mujer, no siendo que quiéraste quedar viuda.» Así es que... -Jacoba metió misteriosamente la mano en el seno y extrajo, envuelto en un papelito, un objeto muy chico- aquí llevo el corazón del arca... ¡un dobloncillo de a cuatro! Se me van los «espíritus» detrás de él; me cumplía para mercar ropa, que casi desnuda en carnes ando; pero primero es la vida del hombre, mi comadre..., y aquí lo llevo para el ladro de don Custodio. Asús me perdone.
La Pepona reflexionaba, deslumbrada por la vista del doblón y sintiendo en el alma una oleada tal de codicia que la sofocaba casi.
-Pero diga, mi comadre -murmuró con ahínco, apretando sus grandes dientes de caballo y echando chispas por los ojuelos. Diga: ¿cómo hará don Custodio para ganar tantos cuartos? ¿Sabe qué se cuenta por ahí? Que mercó este año muchos lugares del marqués. Lugares de los más riquísimos. Dicen que ya tiene mercados dos mil ferrados de trigo de renta.
-¡Ay, mi comadre! ¿Y cómo quiere que no gane cuartos ese hombre que cura todos los males que el Señor inventó? Miedo da el entrar allí; pero cuando uno sale con la salud en la mano... Ascuche: ¿quién piensa que le quitó la reúma al cura de Morlán? Cinco años llevaba en la cama, baldado, imposibilitado..., y de repente un día se levanta, bueno, andando como usté y como yo. Pues, ¿qué fue? La untura que le dieron en los cuadriles, y que le costó media onza en casa de don Custodio. ¿Y el tío Gorio, el posadero de Silleda? Ese fue mismo cosa de milagro. Ya le tenían puesto los santolios, y traerle un agua blanca de don Custodio... y como si resucitara.
-¡Qué cosas hace Dios!
-¿Dios? -contestó la Jacoba. A saber si las hace Dios o el diaño... Comadre, le pido de favor que me ha de acompañar cuando entre en la botica...
-Acompañaré.
Cotorreando así, se les hizo llevadero el camino a las dos comadres. Llegaron a Compostela a tiempo que las campanas de la catedral y de numerosas iglesias tocaban a misa, y entraron a oírla en las Ánimas, templo muy favorito de los aldeanos, y, por tanto, muy gargajoso, sucio y maloliente. De allí, atravesando la plaza llamada del pan, inundada de vendedoras de molletes y cacharros, atestada de labriegos y de caballerías, se metieron bajo los soportales, sustentados por columnas de bizantinos capiteles, y llegaron a la temerosa madriguera de don Custodio.
Bajábase a ella por dos escalones, y entre esto y que los soportales roban luz, encontrábase siempre la botica sumergida en vaga penumbra, resultado a que cooperaban también los vidrios azules, colorados y verdes, innovación entonces flamante y rara. La anaquelería ostentaba aún esos pintorescos botes que hoy se estiman como objeto de arte, y sobre los cuales se leían, en letras góticas, rótulos que parecen fórmulas de alquimia: «Rad. Polip. Q.», «Ra, Su. Eboris», «Stirac. Cala», y otros letreros de no menos siniestro cariz. En un sillón de vaqueta, reluciente ya por el uso, ante una mesa, donde un atril abierto sostenía voluminoso libro, hallábase el boticario, que leía cuando entraron las dos aldeanas, y que al verlas entrar se levantó. Parecía hombre de unos cuarenta y tantos años; era de rostro chupado, de hundidos ojos y sumidos carrillos, de barba picuda y gris, de calva primeriza y ya lustrosa, y con aureola de largas melenas, que empezaban a encanecer: una cabeza macerada y simpática de santo penitente o de doctor alemán emparedado en su laboratorio. Al plantarse delante de las dos mujeres, caía sobre su cara el reflejo de uno de los vidrios azules, y realmente se la podía tomar por efigie de escultura. No habló palabra, contentándose con mirar fijamente a las comadres. Jacoba temblaba cual si tuviese azogue en las venas y la Pepona, más atrevida, fue la que echó todo el relato del asma, y de la untura, y del compadre enfermo, y del doblón. Don Custodio asintió, inclinando gravemente la cabeza: desapareció tres minutos tras la cortina de sarga roja que ocultaba la entrada de la rebotica; volvió con un frasquito cuidadosamente lacrado; tomó el doblón, sepultólo en el cajón de la mesa, y volviendo a la Jacoba un peso duro, contentóse con decir:
-Úntele con esto el pecho por la mañana y por la noche -y sin más se volvió a su libro.
Miráronse las comadres, y salieron de la botica como alma que lleva el diablo; Jacoba, fuera ya se persignó.
Serían las tres de la tarde cuando volvieron a reunirse en la taberna, a la entrada de la carretera donde comieron un «taco» de pan y una corteza de queso duro, y echaron al cuerpo el consuelo de dos deditos de aguardiente. Luego emprendieron el retorno. La Jacoba iba alegre como unas pascuas; poseía el remedio para su hombre; había vendido bien medio ferrado de habas, y de su caro doblón un peso quedaba aún por misericordia de don Custodio. Pepona, en cambio, tenía la voz ronca y encendidos los ojos; sus cejas se juntaban más que nunca; su cuerpo, grande y tosco, se doblaba al andar, cual si le hubiesen administrado alguna soberana paliza. No bien salieron a la carretera, desahogó sus cuitas en amargos lamentos; el ladrón de don Mauricio, como si fuese sordo de nacimiento o verdugo de los infelices:
-«La renta, o salen del lugar.» ¡Comadre! Allí lloré, grité, me puse de rodillas, me arranqué los pelos, le pedí por el alma de su madre y de quien tiene en el otro mundo. Él, tieso: «La renta, o salen del lugar. El atraso de ustedes ya no viene de este año, ni es culpa de la mala cosecha... Su marido bebe, y su hijo es otro que bien baila... El señor marqués le diría lo mismo... Quemado está con ustedes... Al marqués no le gustan borrachos en sus lugares.» Yo repliquéle: «Señor, venderemos los bueyes y la vaquiña..., y luego, ¿con qué labramos? Nos venderemos por esclavos nosotros...» «La renta, les digo... y lárguese ya.» Mismo así, empurrando, empurrando..., echóme por la puerta. ¡Ay! Hace bien en cuidar a su hombre, señora Jacoba... ¡Un hombre que no bebe! A mí me ha de llevar a la sepultura aquel pellejo... Si le da por enfermarse, con medicina que yo le compre no sanará.
En tales pláticas iban entreteniendo las dos comadres el camino. Como en invierno anochece pronto, hicieron por atajar, internándose hacia el monte, entre espesos pinares. Oíase el toque del Ángelus en algún campanario distante, y la niebla, subiendo del río, empezaba a velar y confundir los objetos. Los pinos y los zarzales se esfumaban entre aquella vaguedad gris, con espectral apariencia. A las labradoras les costaba trabajo encontrar el sendero.
-Comadre -advirtió, de pronto y con inquietud, Jacoba-, por Dios le encargo que no cuente en la aldea lo del unto...
-No tenga miedo, comadre... Un pozo es mi boca.
-Porque si lo sabe el señor cura, es capaz de echarnos en misa una pauliña...
-¿Y a él qué le interesa?
-Pues como dicen que esta untura «es de lo que es»...
-¿De qué?
-¡Ave María de gracia, comadre! -susurró Jacoba, deteniéndose y bajando la voz, como si los pinos pudiesen oírla y delatarla. ¿De veras no lo sabe? Me pasmo. Pues hoy, en el mercado, no tenían las mujeres otra cosa que decir, y las mozas primero se dejaban hacer trizas que llegarse al soportal. Yo, si entré allí, es porque de moza ya he pasado; pero vieja y todo, si usté no me acompaña, no pongo el pie en la botica. ¡La gloriosa Santa Minia nos valga!
-A fe, comadre, que no sé ni esto... Cuente, comadre, cuente... Callaré lo mismo que si muriera.
-¡Pues si no hay más de qué hablar, señora! ¡Asús querido! Estos remedios tan milagrosos, que resucitan a los difuntos, hácelos don Custodio con «unto de moza».
-¿Unto de moza...?
-De moza soltera, rojiña, que ya esté en sazón de poder casar. Con un cuchillo le saca las mantecas, y va y las derrite, y prepara los medicamentos. Dos criadas mozas tuvo, y ninguna se sabe qué fue de ella, sino que, como si la tierra se las tragase, que desaparecieron y nadie las volvió a ver. Dice que ninguna persona humana ha entrado en la trasbotica; que allí tiene una «trapela», y que muchacha que entre y pone el pie en la «trapela»..., ¡plas!, cae en un pozo muy hondo, muy hondísimo, que no se puede medir la profundidad que tiene..., y allí el boticario le arranca el unto.
Sería cosa de haberle preguntado a la Jacoba a cuántas brazas bajo tierra estaba situado el laboratorio del destripador de antaño; pero las facultades analíticas de la Pepona eran menos profundas que el pozo, y limitóse a preguntar con ansia mal definida:
-¿Y para «eso» sólo sirve el unto de las mozas?
-Sólo. Las viejas no valemos ni para que nos saquen el unto siquiera.
Pepona guardó silencio. La niebla era húmeda: en aquel lugar montañoso convertíase en «brétema», e imperceptible y menudísima llovizna calaba a las dos comadres, transidas de frío y ya asustadas por la oscuridad. Como se internasen en la escueta gándara que precede al lindo vallecito de Tornelos, y desde la cual ya se divisa la torre del santuario, Jacoba murmuró con apagada voz:
-Mi comadre..., ¿no es un lobo eso que por ahí va?
-¿Un lobo? -dijo, estremeciéndose, Pepona.
-Por allí..., detrás de aquellas piedras... dicen que estos días ya llevan comida mucha gente. De un rapaz de Morlán sólo dejaron la cabeza y los zapatos. ¡Asús!
El susto del lobo se repitió dos o tres veces antes de que las comadres llegasen a avistar la aldea. Nada, sin embargo, confirmó sus temores, ningún lobo se les vino encima. A la puerta de la casucha de Jacoba despidiéronse, y Pepona entró sola en su miserable hogar. Lo primero con que tropezó en el umbral de la puerta fue con el cuerpo de Juan Ramón, borracho como una cuba, y al cual fue preciso levantar entre maldiciones y reniegos, llevándole en peso a la cama. A eso de medianoche, el borracho salió de su sopor, y con estropajosas palabras acertó a preguntar a su mujer qué teníamos de la renta. A esta pregunta, y a su desconsoladora contestación, siguieron reconvenciones, amenazas, blasfemias, un cuchicheo raro, acalorado, furioso. Minia, tendida sobre la paja, prestaba oído; latíale el corazón; el pecho se le oprimía; no respiraba; pero llegó un momento en que Pepona, arrojándose del lecho, le ordenó que se trasladase al otro lado de la cabaña, a la parte donde dormía el ganado. Minia cargó con su brazado de paja, y se acurrucó no lejos del establo, temblando de frío y susto. Estaba muy cansada aquel día; la ausencia de Pepona la había obligado a cuidar de todo, a hacer el caldo, a coger hierba, a lavar, a cuantos menesteres y faenas exigía la casa... Rendida de fatiga y atormentada por las singulares desazones de costumbre, por aquel desasosiego que la molestaba, aquella opresión indecible, ni acababa de venir el sueño a sus párpados ni de aquietarse su espíritu. Rezó maquinalmente, pensó en la Santa, y dijo entre sí, sin mover los labios: «Santa Minia querida, llévame pronto al Cielo; pronto, pronto...» Al fin se quedó, si no precisamente dormida, al menos en ese estado mixto propicio a las visiones, a las revelaciones psicológicas y hasta a las revoluciones físicas. Entonces le pareció, como la noche anterior, que veía la efigie de la mártir; solo que, ¡cosa rara!, no era la Santa; era ella misma, la pobre rapaza huérfana de todo amparo, quien estaba allí tendida en la urna de cristal, entre los cirios, en la iglesia. Ella tenía la corona de rosas; la dalmática de brocado verde cubría sus hombros; la palma la agarraban sus manos pálidas y frías; la herida sangrienta se abría en su propio pescuezo, y por allí se la iba la vida, dulce, insensiblemente, en oleaditas de sangre muy suaves, que al salir la dejaban tranquila, extática, venturosa... Un suspiro se escapó del pecho de la niña; puso los ojos en blanco, se estremeció..., y quedóse completamente inerte. Su última impresión confusa fue que ya había llegado al cielo, en compañía de la Patrona.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)