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domingo, 25 de mayo de 2014

Las dos cajas - Cap. VI

Como iba diciendo, una noche Carmen miraba desde su banco, apoyada en la mesa, a su querido mártir, como ella para sí le llamaba siempre. El público empezaba a acudir.
Suppé, interpretado, como decía Betegón, por Ventura, adquiría nueva gracia y dulzura.
Los ojos del violinista apenas se fijaban algunos segundos en el papel que tenía delante; miraba más a su mujer, con amor inagotable, tan puro y grande, como el primer día de novios. Se diría que de los ojos de Carmen una corriente eléctrica iba hasta los ojos de Ventura, y le llevaba consigo la inspiración, la habilidad artística, aquella manera sublime de interpretar, según el pianista.
Otras veces el violinista miraba a su hijo, que al pie de la plataforma iba y venía, ora procurando coger una pierna de su padre, para lo que metía su mano de muñeca entre los balaustres, ora saltando alrededor del piano, como si fuera mariposa, y la música luz que le atraía. Para seguir los movimientos del niño el padre vigilante necesitaba hacer mil contorsiones, sin dejar de tocar con aquella suavidad y elegancia exquisita de siempre: daba vueltas en redondo; se inclinaba, se ponía sobre las puntas de los pies... parecía un músico excéntrico que lucía su habilidad entre piruetas.
Después del Poeta y aldeano hubo un descanso de cinco minutos.
Don Ramón y Ventura fueron a sentarse junto a Carmen. Con la finura del mundo tomó Betegón media copa de anís doble. Roberto se había subido a las rodillas de su padre, que le acariciaba con la barba y la mejilla, como si fuera su violín, inclinando sobre el niño la cabeza, con los ojos medio cerrados, pálido y triste con una tristeza que estaba ya petrificada en las arrugas de su rostro. Podía Ventura sonreír, hasta reír a carcajadas; allí estaban las arrugas para protestar, como una fe de muerto de aquel espíritu que se vio adulado con el apodo de genio.
Don Ramón se levantó y volvió al piano. Le siguió poco después Rodríguez. Comenzaron la Stella confidente.
Entonces entró en el café un subteniente de caballería. Se sentó en una mesa que estaba enfrente de la mesa de Carmen. Pidió café, distraído. Tardó en notar que tocaban el piano y el violín. Atendió. Le gustaba aquello. Se sentó en otra mesa, más cerca del piano. Miró en derredor y echó de ver que allí no había más personas regulares que él y aquella señora... debía de ser la de uno de los músicos.
-¡Demonio!, qué bien toca ese hombre -pensó, y llamó al mozo.
-Es el señor Rodríguez, un músico de Madrid.
-¿Rodríguez? Rodríguez... ¡Ah!, sí, creo haber oído...
El subteniente se puso el sable entre las piernas y clavó los ojos en el violinista. Positivamente estaba entusiasmado. A los pocos compases le hizo acordarse de su madre, que estaba en el otro mundo, y de su novia, que le había dado calabazas. Era forastero, estaba muy solo y muy triste, tenía mucha nostalgia, según él llamaba a su aburrimiento, y aquella música le estaba llegando al alma. ¡Qué modo de tocar! ¡Y no hay aquí más que plebe!... Él también había tocado algo. Era la flauta, pero todo es tocar. Además era poeta. Sentía muy bien.
-¡Pues no se me saltan las lágrimas! Mozo, una copa del Mono... Y aquella señora debe de ser la suya... es guapa. ¡Canario ya lo creo, muy guapa!
También él era guapo. Alto, rubio, muy esbelto, de aspecto marcial como un dragón, pero de ojos dulces como un ángel. Y el bigote fino y bien peinado. Era muy guapo. Carmen le había visto desde el momento en que entró.
Había observado su atención, su asombro, su entusiasmo, su enter-necimiento. Pero cuando él la miró, ella separó los ojos y los fijó en su marido. Y así estuvieron: el militar yendo con la vista y el alma del violinista a Carmen, de Carmen al violinista.
Carmen mirando a su esposo con fijeza y viendo al subteniente.  
Ventura arrebatado por la música y la contemplación de sus amores, Roberto y Carmen, no veía al de caballería. Terminó la Stella y los músicos volvieron a la mesa. El público, que no quería repetir, no aplaudió; el subteniente abrió las manos, pero al ver aquella frialdad, se las metió intactas en los bolsillos.
-¡Qué lástima!, tenía que marcharse sin remedio. Era tarde, le esperaba el coronel. Pagó y salió visiblemente disgustado, según observación de Carmen.
-Tendrá una ocupación urgente -pensó- ¡esos militares!...
A la noche siguiente el de caballería se presentó a las nueve menos cuarto. Se trataba del Non tornó.
El sentimentalismo del amo del café, se imponía hasta a los músicos que cobraban cinco duros nominales, tres en efectivo. Ventura vio entrar al subteniente, y no le cayó en saco roto aquel extraño consumidor de café y música. En una de las vueltas que daba con el violín en el brazo para seguir los juegos de Roberto, vio Rodríguez al simpático alférez, que tenía los ojos inflamados por la admiración, la boca entreabierta, la mirada fija en el músico. Dio otra vuelta y vio lo mismo. El alférez, no cabía duda, era un admirador. Ventura se lo agradeció en el alma: le echó mil bendiciones con el arco; y aunque haciéndose el desentendido, con una coquetería de artista, se esforzó cuanto pudo, tocó lo mejor que supo; y todo aquello iba dedicado al subteniente, a quien aparentaba no ver siquiera. Carmen notó que su marido se acercaba radiante, como si viniera de un gran triunfo; pero él no dijo nada.
-Está V. hoy contento -dijo D. Ramón, que siempre estaba triste, y sólo simpatizaba con los desconsolados.
-Sí, me siento bien hoy. Y además el médico me ha dicho que lo de Roberto no es nada.
-Sin embargo, yo recomiendo el aceite de hígado de bacalao... ese niño crece poco; mire V., parece un tapón.
-Pobrecito mío -exclamó la madre- te llaman tapón.
-Un tapón muy bonito, pero un tapón, señora... Mire V., apostaría a que cabe en la caja del violín de su padre. Se le podría enterrar en ella.  
Jesús! -gritó Carmen estremeciéndose, no tanto... y no lo quiera Dios.
Mientras la madre apretaba al niño contra su corazón, Ventura tembló reparando en la caja del violín; en efecto parecía un ataúd para un angelito... como un violín. Era de madera negra con chapas de plata.
-Stradella... Pietà signore... -dijo don Ramón, y puso con solemnidad las manos sobre el teclado.
Ventura tocaba con una tristeza religiosa, que llegaba a las entrañas al subteniente. Pensó este que aquello del infierno era muy verosímil. Pidió otra media copa de anís del Mono, y se abismó en reflexiones religiosas. La existencia de Dios era evidente. Pero, a Dios gracias, era un Señor infinitamente justo y misericordioso, que no había de incomodarse porque un subteniente aburrido se enamorase platónicamente de la mujer de un notable violinista. Porque, no había para qué ocultárselo a sí mismo, él se iba enamorando de aquella señora. ¡Su posición y su postura eran tan interesantes! Además, él veía en ella un reflejo del talento de su marido. Él había empezado, y seguía, admirando al  músico como tal, pero no era cosa de enamorarse de él... y... naturalmente, se enamoraba de su mujer... por lo platónico.
Carmen se confesaba en aquel instante a sí misma que toda la noche había pensado en el subteniente, que le era muy simpático, aparte de ser buen mozo; porque se le veía que admiraba a Ventura, que sentía aquella manera, que ella comprendía también, y muy a su costa, por cierto.
La casta esposa notó al cabo que las miradas del alférez se repartían entre ambos cónyuges... Pero no lo tomó a mala parte. Con no mirarle ella a él bastaba. Y precisamente para verle no necesitaba mirarle. Ventura volvió a tocar para su admirador; ya le quería, sin saber por qué.
-¡Qué vueltas da el mundo! -pensaba, yo desprecié a un público de inteligentes, de maestros... ¡y ahora me sabe a miel agradar a un alférez que no sabrá ni tocar la corneta!...
Ventura hacía prodigios de habilidad, de gracia, de elegancia; el violín lloraba, gemía, blasfemaba, imprecaba, deprecaba... todo lo que quería el brazo. El entusiasmo y el enternecimiento del militar eran sinceros. Pero le gustaba la mujer del violinista, sin menoscabo del arte. La música le cargaba de electricidad, pero la electricidad se le escapaba al depósito común de las pasiones terrenas por los ojos de aquella señora.
Pasaron días y días. El subteniente debía de estar de guarnición, porque no se marchaba. No faltaba ni una noche al Iris. También Ventura le veía en sueños. Le veía, vestido de capitán general, acercarse a él, que estaba en un trono; y después de muchos saludos con el tricornio, le entregaba una corona de laurel y oro, y se marchaba, andando hacia atrás y con grandes reverencias. Rodríguez ya se atrevía a sonreír frente al alférez, y a dedicarle sus saludos cuando había aplausos.
Una noche, que se pidió la jota, le agradeció mucho que impusiera silencio a un baturro, que gritaba:
-¡Otra, otra, pues!
Pero no quería hablarle. Prefería tener aquel admirador a distancia. Acaso sería un majadero -aunque no lo encontraba probable- y era preferible no conocerle. Así se podía figurar en él al mismo Wagner disfrazado.
El subteniente tampoco deseaba acercarse. Se le antojaba indigno de su nobleza valerse de la amistad para probar fortuna; todo quería deberlo al poder de sus ojos, nada a la falsedad de una estratagema.
Ventura dijo una noche a su mujer:
-¿No te has fijado en aquel subteniente?
-¿Cuál?
-Aquel, no hay más que ese. Viene todas las noches. Creo que le gusta lo que toco.
-No tendría nada de particular -contestó ella.
Siempre había sido Carmen muy fiel esposa. Amaba y admiraba a su Ventura. Pero hacía muchos años que en las caricias, en los cuidados, en las confidencias del músico había una profunda tristeza, una desesperación resignada, atónita, humilde, casi servil, que daba frío y sombra en derredor: parecía el contacto de aquel dolor mudo, el contacto de la muerte; no era posible respirar mucho tiempo la atmósfera de desconsuelo en que Ventura vivía: todo organismo debía de sentir repugnancia cerca de aquella frialdad pegajosa... la intimidad del músico amenazaba con una especie de asfixia moral.

 1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

Las dos cajas - Cap. VII

Una noche, en Semana Santa, ideó don Ramón Betegón una especie de concierto sacro, y después de otras cosas se tocó el Stabat Mater, de Rossini. La música religiosa le daba a Ventura escalofríos. Un sacerdote de esos que tiemblan con la hostia en la mano, puesta toda el alma en el misterio, no consume con mayor unción y pureza de espíritu que las que había en el alma de Ventura al hacer llorar a los ángeles y gemir a María en los sonidos de su violín, su sagrario.
Aquella noche, hasta los baturros entendían algo, y había en el café un silencio de iglesia. El subteniente estaba en su sitio; Carmen en el suyo, toda de negro. Ventura, en el momento en que hablaba con el violín de la soledad de la Virgen al pie de la Cruz, fija la mirada en su esposa, notó en el rostro de ella una dulcísima sonrisa que no iba hacía él; volviose, y tuvo tiempo de ver llegar aquella corriente de amor triste y lánguido al rostro del alférez, que recibió la sonrisa besándola con otra... Dum pendebat filium, decía el violín a su manera, mientras Ventura se ahogaba. Tuvo valor para seguir espiando miradas y sonrisas... Iban y venían, y él las sorprendía, no en el camino, que allí eran invisibles, sino al llegar a Carmen, o al llegar al alférez. ¡Qué sonreír, qué mirar! Y ellos, ¡qué ciegos!, no veían que él los observaba. Ya se ve, el éxtasis los tenía esclavos; la música sencilla, sincera, que sonaba allí en toda su grandeza, en el lamento religioso... los arrastraba a regiones de luz, al mundo invisible de la poesía. ¡Era él quien les facilitaba aquel palacio encantado del sueño del amor!... ¡Infames, infames!, debió de decir el violín también, porque se puso ronco de repente, desafinó de manera terrible. Betegón volvió la cabeza... y vio a Ventura con la suya hundida entre las manos y las manos apoyadas en el antepecho de la plataforma. El violín estaba en el suelo, roto bajo los pies del Sr. Rodríguez.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

Las dos cajas - Cap. VIII

Cuando aquella noche, suspendido el concierto, por indisposición del violinista, volvieron a casa Carmen y Ventura, Roberto, que se había quedado en casa muy dormidito, despertó con dolor en la garganta. Otro tenía, en la garganta también, su padre; pero al ver al niño calenturiento, medio ahogado, Ventura se sintió bien de repente, o mejor, no volvió a sentirse. Ocho días duró la enfermedad del niño, y en todo ese tiempo el padre no pensó en sus propios males. Carmen nada sabía de las nuevas penas de su esposo, pues creía que era un secreto para él y para el mundo entero su debilidad, que ella misma maldecía. Velaba al pie de la cuna, queriendo satisfacer con la penitencia del amor de madre puesto en tortura las culpas de pensamiento de la esposa infiel.
Ni una palabra de Ventura pudo hacerle sospechar que su falta estaba descubierta.
Roberto murió a los ocho días. Carmen  estuvo enferma de peligro. Ya convaleciente, Ventura le dijo:
-Carmen, tu madre podría cuidarte muy bien, mejor que yo. Allá en tu pueblo hay otros aires... Allí la salud vendrá de prisa.
-Sí, vamos... -contestó ella.
-No, yo no. Vas tú sola.
-¿Y tú?
-¡Yo me quedo... con mi hijo!

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)


Las dos cajas - Cap. IX

Bien se acordaba; a Roberto le habían metido en una caja estrecha y larga, es decir, no muy larga; ¡el pobre niño era tan chiquitín! Había crecido poco. ¿Qué importaba ya? La caja tenía chapas de metal blanco y estaba pintada de azul...
Ventura se vio solo en su casa. Ya podía hacer lo que quisiera. Si era una extravagancia, que fuese... Demasiadas veces se había sometido a los caprichos de los demás. Y ahora iba él a hacer su gusto. Ya estaba de acuerdo con el guarda del cementerio. Su dinero le había costado. Salió a las doce de la noche; debajo de la capa llevaba un bulto, que no debía de pesar mucho. Ventura corría por la carretera; después dejó el camino real; tomó a la izquierda... allí era... aquella masa negra. Llegó a una verja... dio tres golpes en el hierro. Abrieron.
-¿Es V., señorito?
-Sí, Ventura.
El guarda se llamaba como él. Era un viejo con cara risueña.
-Venga V. por aquí. Cuidado no tropiece V. con las cruces. No haga el menor ruido, no se despierten los perros... ¡Ya están aquí! ¿Ve usted? ¡Silencio, Canelo; chito, Ney!...
La luna se asomó para ver la extraña ceremonia.
-Con franqueza, señorito; yo me fío de usted... pero... la verdad... en esa caja cabe un recién nacido y algo más gordo... Yo no digo que haya trampa... pero... la verdad... ver y creer.
Ventura respondió:
-¿Dice V. que es aquí?
-Sí, señor, debajo de esa cruz amarilla está el chiquitín.  
Ventura se sentó en el suelo. Apoyó un codo en el bulto que puso a su lado sobre la tierra y dijo:
-Cave V., Ventura.
Cavó el otro Ventura, y pronto tropezó el hierro con la madera.
-Ya está ahí.
-Limpie V. otro poco, que se vea la tapa...
Se vio la tapa azul, ya muy sucia y raída... El músico se tendió a lo largo en el camposanto.
-Ahora meta V. eso ahí dentro.
-Señorito, yo quisiera...
-Abra V. con esa llave.
Ventura cogió el bulto que había traído Rodríguez. Era una caja negra, parecida a un ataúd de niño, y tenía chapas de plata. El guarda abrió y vio dentro un violín con las cuerdas rotas.
-Ahora haga V. lo convenido.
La caja negra cayó sobre la azul, y encima fue cayendo la tierra. Ventura Rodríguez se había puesto en pie, al borde de la sepultura. El enterrador, que trabajaba inclinado, se irguió de repente y miró con miedo al músico... ¡Un hombre que enterraba un violín!... ¡Si sería!...
Rodríguez adivinó el pensamiento, y sonriente dijo:
-No tema V.; no estoy loco.

Madrid, Junio 1883.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

La rosa de oro

Una vez era un Papa que a los ochenta años tenía la tez como una virgen rubia de veinte, los ojos azules y dulces con toda la juventud del amor eterno, y las manos pequeñas, de afiladísimos dedos, de uñas sonrosadas, como las de un niño en estatua de Paros, esculpida por un escultor griego. Estas manos, que jamás habían intervenido en un pecado, las juntaba por hábito en cuanto se distraía, uniéndolas por las palmas, y acercándolas al pecho como santo bizantino. Como un santo bizantino en pintura, llevaba la vida este Papa esmaltada moro, pues el mundo que le rodeaba era materia preciosa para él, por ser obra de Dios. El tiempo y el espacio parecíanle sagrados, y como eran hieráticas sus humildes actitudes y posturas, lo eran los actos suyos de cada día, movidos siempre por regla invariable de piadosa humildad, de pureza trasparente. Aborrecía el pecado por lo que tenía de mancha, de profanación de la santidad de lo creado. Sus virtudes eran pulcritud.
Cuando supo que le habían elegido para sucesor de San Pedro, se desmayó. Se desmayó en el jardín de su palacio de obispo, en una diócesis italiana, entre ciudad y aldea, en cuyas campiñas todo hablaba de Cristo y de Virgilio.
Como si fuera pecado suyo, de orgullo, tenía una especie de remordimiento el ver su humildad sincera elevada al honor más alto. «¿Qué habrán visto en mí, se decía? ¿Con qué engaño les habrá atraído mi vanidad para hacerles poner en mí los ojos?». Y sólo pensando que el verdadero pecado estaría en suponer engañados a los que le habían escogido, se decidía, por obediencia y fe, a no considerarse indigno de la supremacía.
Para este Papa no había parientes, ni amigos, ni grandes de la tierra, ni intrigas palatinas, ni seducción del poder; gobernaba con la justicia como con una luz, como con una fuente: hacía justicia iluminándolo todo, lavándolo todo. No había de haber manchas, no había de haber obscuridades.
Comía legumbres y fruta: bebía agua con azúcar y un poco de canela. Pero amaba el oro. Amaba el oro por lo que se parecía al sol; por sus reflejos, por su pureza. El oro le parecía la imagen de la virtud. Perseguía terriblemente la simonía, la avaricia del clero, más que por el pecado, que por sí mismas eran, porque el oro guardado en monedas, escondido, se les robaba a los santos del altar, al Sacramento, a los vasos sagrados, a los ornamentos y a las vestiduras de los ministros del Señor. El oro era el color de la Iglesia. En cálices, patenas, custodias, incensarios, casullas, capas pluviales, mitras, palios del altar, y mantos de la Virgen, y molduras del tabernáculo, y aureolas de los santos, debían emplearse los resplandores del metal precioso; y el usarlo para vender y comprar cosas profanas, miserias y vicios de los hombres, le parecía terrible profanación, un robo al culto.
El Papa era, sin saberlo, porque entonces no se llamaban así, un socialista más, un soñador utopista que no quería que hubiese dinero: sus bienes, sus servicios, los hombres debían cambiarlos por caridad y sin moneda.
La moneda debía fundirse, llevarse en arroyo ardiente de oro líquido a los pies del Padre Santo, para que este lo distribuyera entre todos los obispos del mundo, que lo emplearían en dorar el culto, en iluminar con sus rayos amarillos el templo y sus imágenes y sus ministros. «Dad el oro a la Iglesia y quedaos con la caridad», predicaba. Y el santo bizantino que comía legumbres y bebía agua con canela, atraía a sus manos puras, sin pecado, toda la riqueza que podía, no por medios prohibidos, sino por la persuación, por la solicitud en procurar las donaciones piadosas, cobrando los derechos de la Iglesia sin usura ni simonía, pero sin mengua, sin perdonar nada; porque la ambición oculta del Pontífice era acabar con el dinero y convertirlo en cosa sagrada.
Y porque no se dijera que quería el oro para sí, sólo para su Iglesia, repartía los objetos preciosos que hacía fabricar, a los cuatro vientos de la cristiandad, regalando a los príncipes, a las iglesias y monasterios, y a las damas ilustres por su piedad y alcurnia, riquísimas preseas, que él bendecía, y cuya confección había presidido como artista enamorado del vil metal, en cuanto material de las artes.
Al comenzar el año, enviaba a los altos dignatarios, a los príncipes ilustres, sombreros y capas de honor; cuando nombraba un cardenal, le regalaba el correspondiente anillo de oro puro y bien macizo; mas su mayor delicia, en punto a esta liberalidad, consistía en bendecir, antes de las Pascuas, el domingo de Laetare, el domingo de las Rosas, las de oro, cuajadas de piedras ricas, que, montadas en tallos de oro, también, dirigía, con sendas embajadas, a las reinas y otras damas ilustres; a las iglesias predilectas y a las ciudades amigas. Tampoco de los guerreros cristianos se olvidaba, y el buen pastor enviaba a los ilustres caudillos de la fe, estandartes bordados, que ostentaban, con riquísimos destellos de oro, las armas de la Iglesia y las del Papa, la efigie de algún santo.
La única pena que tenía el Papa, a veces, al desprenderse de estas riquezas, de tantas joyas, era el considerar que acaso, acaso, iban a parar a manos indignas, a hombres y mujeres cuyo contacto mancharía la pureza del oro.
¡Las rosas de oro, sobre todo! Cada vez que se separaba de una de estas maravillas del arte florentino, suspiraba pensando que las grandezas de la cuna, el oro de la cuna, no siempre servían para inspirar a los corazones femeniles la pureza del oro.
«¡En fin, la diplomacia...!» exclamaba el Papa, volviendo a suspirar, y despidiéndose con una mirada larga y triste del amarillo foco de luz, sol con manchas de topacios y esmeraldas que imitaban un rocío.
Y a sus solas, con cierta comezón en la conciencia, se decía, dando vueltas en su lecho de anacoreta:
«¡En rigor, el oro tal vez debiera ser nada más para el Santísimo Sacramento!».

* * *
Una tarde de Abril se paseaba el Papa, como solía siempre que hacía bueno, por su jardín del Vaticano, un rincón de verdura que él había escogido, apoyado en el brazo de su familiar predilecto, un joven a quien prefería, sólo porque en muchos años de trato no le había encontrado idea ni acción pecaminosa, al menos en materia grave. Iba ya a retirarse, porque sentía frío, cuando se le acercó el jardinero, anciano que se le parecía, con un ramo de florecillas en la mano. Era la ofrenda de cada día.
El jardinero, de las flores que daba la estación, que daba el día, presentaba al Padre Santo las más frescas y alegres cada tarde que bajaba a su jardín el amo querido y venerado. Después el Papa depositaba las flores en su capilla, ante una imagen de la Virgen.
-Tarde te presentas hoy, Bernardino -dijo el Pontífice al tomar las flores.
-¡Señor, temía la presencia de Vuestra Santidad... porque... tal vez he pecado!
-¿Qué es ello?
-Que por débil, ante lágrimas y súplicas, contra las órdenes que tengo... he permitido que entrase en los jardines una extranjera, una joven que escondida, de rodillas, detrás de aquellos árboles, espía al Padre Santo, le contempla, y yo creo que le adora, llorando en silencio.
-¡Una mujer aquí!
-Pidiome el secreto, pero no quiero dos pecados; confieso el primero; descargo mi conciencia... Allí está, detrás de aquella espesura... es hermosa, de unos veinte años; viste el traje de las Oblatas, que creo que la han acogido, y viene de muy lejos... de Alemania creo...
-Pero, ¿qué quiere esa niña? ¿No sabe que hay modo de verme y hablarme... de otra manera?
-Sí; pero es el caso... que no se atreve. Dice que a Vuestra Santidad la recomienda en un pergamino, que guarda en el pecho, nada menos que la santa matrona romana que toda la ciudad venera; más la niña no se atreve con vuestra presencia, segura de su irremediable cobardía, dice que enviará a Vuestra Santidad, por tercera persona, un sagrado objeto que se os ha de entregar, Beatísimo Padre, sin falta. «Yo me vuelvo a mi tierra -me dijo- sin osar mirarle cara a cara, sin osar hablarle, ni oírle... sin implorar mi perdón... Pero lo que es de lejos... a hurtadillas... no quisiera morir sin verle. Su presencia lejana sería una bendición para mi espíritu».
-Y desde allí mira la Santidad de vuestra persona.
Y el jardinero se puso de rodillas, implorando el perdón de su imprudencia.
No le vio siquiera el Papa, que, volviéndose a Esteban, su familiar, le dijo: «Ve, acércate con suavidad y buen talante a esa pobre criatura; haz que salga de su escondite y que venga a verme y a hablarme. Por ella y por quien la recomienda, me interesa la aventura.
A poco, una doncella rubia y pálida, disfrazando mal su hermosura con el traje triste y obscuro que le vistieran las Oblatas, estaba a los pies del Pontífice, empeñada en besarle los pies y limpiarle el polvo de las sandalias, con el oro de sus cabellos, que parecían como ola dorada por el sol que se ponía.
Sin aludir a la imprudencia inocente de la emboscada, por no turbarla más que estaba, el Papa dijo con suavísima voz, entrando desde luego en materia:
-Levántate, pobre niña, y dime qué es lo que me traes de tu Alemania, que estando en tus manos, puede ser tan sagrado como cuentas.
-Señor, traigo una rosa de oro.

* * *
María Blumengold, en la capilla del Papa, ante la Virgen, de rodillas, sin levantar la mirada del pavimento, confesaba aquella misma tarde, ya casi de noche, la historia de su pecado al Sumo Pontífice, que la oía arrimado al altar, sonriendo, y con las manos, unidas por las palmas, apretadas al pecho.
En la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena, en Hall, guardábase, como un tesoro que era, una rosa de oro (gemacht vonn golde, dice un antiguo código) regalo de León X (Herr Leo... der zehnde Babst dess nahamens...). Jamás había visto María aquella joya, pues en su idea éralo, y digna de la Santísima Virgen.
Vivía ella, humilde aldeana, en los alrededores de Hall, y tenía un novio sin más defecto que quererla demasiado y de manera que el cura del lugar aseguraba ser idolatría; y aun los padres de María se quejaban de lo mismo. María, al verle embebecido contemplándola, besándola el delantal en cuanto ella se distraía, de rodillas a veces y con las manos en cruz, o como las tenía casi siempre el mismo Papa, sentía grandes remordimientos y grandes delicias. ¡Qué no hubiera dado ella porque su novio no la adorase así! Pero imposible corregirle. ¿Qué castigo se le podía aplicar, como no fuera abandonarle? y esto no podía ser. Se hubiera muerto. Pero el cura y los padres llegaron a ver tan loco de amor al muchacho, que barruntaron un peligro en el exceso de su cariño, y el cura acabó por notar una herejía. Todos ellos se opusieron a la boda; negósele a María permiso para hablar con su adorador; y por ser ella obediente, él, despechado, huyó del pueblo, aborreciendo a los que le impedían arrodillarse delante de su ídolo, y jurando profanarlo todos puesto que no se le permitía a su corazón el culto de sus amores. Pasó a Bohemia, donde la casualidad le hizo tropezar con otros aldeanos, como él, furiosos contra la Iglesia, los chales por causas mezcladas de religión y política se sublevaban contra las autoridades y eran perseguidos y se vengaban cómo y cuándo podían. Pasaron años. A María le faltó su madre, y su padre enfermo, desvalido, vivía de lo que su hija ganaba vendiendo leche y legumbres, lavando ropa, hilando de noche. Y una tarde, cuando el hambre y la pena le arrancaban lágrimas, en el huerto contiguo a su choza, junto al pozo, donde en otro tiempo mejor tenían sus citas, se le apareció su Guillermo, que así se llamaba el amante. Venía fugitivo; le perseguían; para una guerra sin cuartel le esperaban allá lejos, muy lejos; pero había hecho un voto, un voto a la imagen que él adoraba, que era ella, su María; herido en campaña, próximo a morir, había jurado presentarse a su novia, desafiando todos los peligros, si la vida no se le escapaba en aquel trance. Y había de venir con una rica ofrenda. Y allí estaba por un momento, para huir otra vez, para salvar la vida y volver un día vencedor a buscar a su amada y hacerla suya, pesare a quien pesare. La ofrenda es esta, dijo, mostrando una caja de metal, larga y estrecha.
-No abras la caja hasta que yo me ausente, y tenla siempre oculta. No me preguntes cómo gané ese tesoro; es mío, es tuyo. Tú lo mereces todo, yo... bien merecí ganarlo por el esfuerzo de mi valor y por la fuerza con que te quiero. Huyó Guillermo; María abrió la caja al otro día, a solas en su alcoba, y vio dentro... una rosa de oro con piedras preciosas en los pétalos, como gotas de rocío, y con tallo de oro macizo también. Una piedra de aquellas estaba casi desprendida de la hoja sobre que brillaba; un golpe muy pequeño la haría caer. El padre de la infeliz lavandera nada supo. María no acertaba a explicarse, ni la procedencia, ni el valor de aquel tesoro, ni lo que debía hacer con él para obrar en conciencia. ¿Sería un robo? Le pareció pecado pensar de su amante tal cosa. Pasó tiempo, y un día recibió la joven una carta que le entregó un viajero. Guillermo le decía en ella que tardaría en volver, que iba cada vez más lejos, huyendo de enemigos vencedores y de la miseria, a buscar fortuna. Que si en tanto, añadía, ella carecía de algo, si la necesidad la apuraba, vendiera las piedras de la rosa, que le darían bastante para vivir... «Pero si la necesidad no te rinde, no la toques; guárdala como te la di, por ser ofrenda de mi amor». Y el hambre, sí, apuraba; el padre se moría, la miseria precipitaba la desgracia; iba a quedarse sola en el mundo. Trabajaba más y más la pobre María, hasta consumirse, hasta matar el sueño; pero no tocaba a la flor. La piedra preciosa que se meneaba sobre el pétalo de oro al menor choque, parecía invitarla a desgajarla por completo, y a utilizarla para dar caldo al padre, y un lecho y un abrigo... Pero María no tocaba a la rosa más que para besarla. El oro, las piedras ricas, allí no eran riqueza, no eran más que una señal del amor. Y en los días de más angustia, de más hambre, pasó por la aldea un peregrino, el cual entregó a la niña otro pliego. Venía de Jerusalén, donde había muerto penitente el infeliz Guillermo, que acosado por mil desgracias, horrorizado por su crimen, confesaba a su amada que aquella rosa de oro era el fruto de un horrible sacrilegio. Un ladrón la había robado a la iglesia de San Mauricio, de Hall; y él, Guillermo, que encontró a ese ladrón, cuando iba por el mundo buscando una ofrenda para su ídolo humano, para ella, había adquirido la rosa de manos del infame a cambio de salvarle la vida. Y terminaba Guillermo pidiendo a su amada que para librarle del infierno, que por tanto amarla a ella había merecido, cumpliera la promesa que él desde Jerusalén hacía al Señor agraviado: había de ir María hasta Roma y a pie, en peregrinación austera, a dejar la rosa de oro en poder del Padre Santo para que otra vez la bendijera, si estaba profanada, y la restituyera, si lo creía justo, a la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena.
-Mientras viviera mi padre enfermo, la peregrinación era imposible. Yo no podía abandonarle. Para la rosa de oro hice, en tanto, en mi propia alcoba, una especie de altarito oculto tras una cortina. Por no profanar con mi presencia aquel santuario, procuré que mi alma y mi cuerpo fuesen cada día menos indignos de vivir allí; cada día más puros, más semejantes a lo santo. Un día en que la miseria era horrible, los dolores de mi enfermo intolerables, un físico, un sabio, brujo, o no sé qué, llegó a mi puerta, reconoció la enfermedad y me ofreció un remedio para mi triste padre, para aliviarle los dolores y dejarle casi sano. ¡Con qué no compraría yo la salud, o por lo menos el reposo de aquel anciano querido, que fijos los ojos en mí, sin habla, me pedía con tanto derecho consuelos, ayuda, como los que tantas veces le había debido yo en mi niñez! La medicina era cara, muy cara; como que, según decía el médico extranjero, se hacía con oro y con mezclas de materias sutiles y delicadas, que escaseaban tanto en el mundo, que valían como piedras preciosas.
«-Yo no doy de balde mis drogas, decía, a solas él y yo. O lo pagas a su precio, y no tendrás con qué... o lo pagas con tus labios, que te haré la caridad de estimar como el oro y las piedras finas». Dejar a mi padre morir padeciendo infinito, imposible... Me acordé de la piedra que por sí sola se desprendía, de la rosa de oro... Me acordé de mi virtud... de mi pureza, que también se me antojaba cosa de Dios, y bien agarrada a mi alma, piedra preciosa que no se desprendía... Me acordé de mi madre, de Guillermo que había muerto, tal vez condenado,  sin gozar del beso que el diabólico médico me pedía...
-Y... ¿qué hiciste? -preguntó el Papa inclinando la cabeza sobre María Blumengold. Ya no sonreía Su Santidad; le temblaban los labios. La ansiedad se le asomaba a los dulces ojos azules. ¿Qué hiciste?... ¿Un sacrilegio?
-Le di un beso al demonio.
-Sí... sería el demonio.
Hubo un silencio. El Papa volvió la mirada a la Virgen del altar suspirando y murmuró algo en latín. María lloraba; pero como si con su confesión se hubiese librado de un peso la purísima frente, ahora miraba al Papa cara a cara, humilde, pero sin miedo.
-Un beso -dijo el sucesor de Pedro. Pero... ¿qué es... un beso? ¡Habla claro!
-Nada más que un beso.
-Entonces... no era el diablo.
El Papa dio a besar su mano a María, la bendijo, y al despedirla, habló así:
-Mañana irá a las Oblatas mi querido Sebastián a recoger la rosa de oro... y a llevarte el viático necesario para que vuelvas a tu tierra. Y... ¿vive tu padre? ¿Le curó aquel físico?
-Vive mi padre, pero impedido. Durante mi ausencia le cuida una vecina, pues hoy ya no exige su enfermedad que yo le asista sin cesar como antes.
-Bueno. Pensaremos también en tu padre. Al día siguiente el Papa tenía en su poder la rosa de oro de la iglesia de San Mauricio y Santa María Magdalena, de Hall, y María Blumengold volvía a su tierra con una abundante limosna del Pontífice.

* * *
Cuando llegó la Pascua de aquel año la diplomacia se puso en movimiento, a fin de que la rosa de oro fuera esta vez para una famosa reina de Occidente, de quien se sabía que era una Mesalina devota, fanática, capaz de quemar a todos sus vasallos por herejes, si se oponían a sus caprichos amorosos o a los mandatos del Obispo que la confesaba.
Por penuria del tesoro pontificio o por piadosa malicia del Papa, aquel año no se había fabricado rosa alguna del metal precioso. El apuro era grande; el rey de Occidente, poderoso, se daba por desairado, por injuriado, si su esposa no obtenía el regalo del Pontífice. ¿Qué hacer?
El Papa, muy asustado, confesó que tenía una rosa de oro, antigua, de origen misterioso. La reina devota, y lúbrica contó con ella.
Pero llegó el domingo de Laetare y no se bendijo rosa alguna. Porque aquella noche el Papa lo había pensado mejor, y sucediera lo que Dios fuera servido, se negaba a regalar la rosa de oro que María Blumengold había guardado, como santo depósito, a una Mesalina hipócrita, devota y fanática, que no se libraría del infierno por tostar a los herejes de su reino.
Lo que hizo el Papa fue despertar muy temprano, y al ser de día, despachar en secreto al familiar predilecto, cansino de Hall, con el encargo, no de restituir a la iglesia de San Mauricio la rica presea mística, sino con el de buscar por los alrededores de la ciudad la choza humilde de María y entregarle, de parte del Sumo Pontífice, la rosa de oro.
Y el Papa, a solas, si el remordimiento quería asaltarle, se decía, sacudiendo la cabeza:
-«Dama por dama, para Dios y para mí es mujer más ilustre María, la acogida de las Oblatas, que esa reina de Occidente. Por esta vez perdone la diplomacia».
Ya saben los habitantes de Hall por qué les falta la rosa de oro, regalo de León X a la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

La ronca

Serrano, pero además era otra doncella de Petra, aunque de más categoría que la que oficialmente desempeñaba el cargo. Más que deberes taxativa-mente estipulados, obligaba a Juana, en ciertos servicios que tocaban en domésticos, su cariño, su gratitud hacia Petra, su protectora y la que la había hecho feliz casándola con Pepe Noval, un segundo galán cómico, muy pálido, muy triste en el siglo, y muy alegre, ocurrente y gracioso en las tablas.
Noval había trabajado años y años en provincias sin honra ni provecho, y cuando se vio, como en un asilo, en la famosa compañía de la corte, a que daba el tono y el crédito Petra Serrano, se creyó feliz cuanto cabía, sin ver que iba a serlo mucho más al enamorarse de Juana, conseguir su mano y encontrar, más que su media naranja, su medio piñón; porque el grupo de marido y mujer, humildes, modestos, siempre muy unidos, callados, menudillo él, delgada y no de mucho bulto ella, no podía compararse a cosa tan grande, en su género, como la naranja. En todas partes se les veía juntos, procurando ocupar entre los dos el lugar que apenas bastaría para una persona de buen tamaño; y en todo era lo mismo: comía cada cual media ración, hablaban entre los dos nada más tanto como hablaría un solo taciturno; y en lo que cabía, cada cual suplía los quehaceres del otro, llegado el caso. Así, Noval, sin descender a pormenores ridículos, era algo criado de Petra también, por seguir a su mujer.
El tiempo que Juana tenía que estar separada de su marido, procuraba estar al lado de la Serrano. En el teatro, en el cuarto de la primera dama, se veía casi siempre a su humilde compañera y casi criada, la González. La última mano al tocado de Petra siempre la daba Juana; y en cuanto no se la necesitaba iba a sentarse, casi acurrucada, en un rincón de un diván, a oír y callar, a observar, sobre todo; que era su pasión aprender en el mundo y en los libros todo lo que podía. Leía mucho, juzgaba a su manera, sentía mucho y bien; pero de todas estas gracias sólo sabía Pepe Noval, su marido, su confidente, único ser del mundo ante el cual no le daba a ella mucha vergüenza ser una mujer ingeniosa, instruida, elocuente y soñadora. A solas, en casa, se lucían el uno ante el otro; porque también Noval tenía sus habilidades: era un gran trágico y un gran cómico; pero delante del público y de los compañeros no se atrevía a desenvolver sus facultades, que eran extrañas, que chocaban con la rutina dominante. Profesaba Noval, sin grandes teorías, una escuela de naturalidad escénica, de sinceridad patética, de jovialidad artística, que exigía, para ser apreciada, condiciones muy diferentes de las que existían en el gusto y las costumbres del público, de los autores, de los demás cómicos y de los críticos. Ni el marido de Juana tenía la pretensión de sacar a relucir su arte recóndito, ni Juana mostraba interés en que la gente se enterase de que ella era lista, ingeniosa, perspicaz, capaz de sentir y ver rancho. Las pocas veces que Noval había ensayado representar a su manera, separándose de la rutina, en que se le tenía por un galán cómico muy aceptable, había recogido sendos desengaños: ni el público ni los compañeros apreciaban ni entendían aquella clase de naturalidad en lo cómico. Noval, sin odio ni hiel, se volvía a su concha, a su humilde cáscara de actor de segunda fila. En casa se desquitaba haciendo desternillarse de risa a su mujer, o aterrándola con el Otelo de su invención y entristeciéndola con el Hamlet que él había ideado. Ella también era mejor cómica en casa que en las tablas. En el teatro y ante el mando entero, menos ante su marido, a solas, tenía un defecto que venía a hacer de ella una lisiada del arte, una sacerdotisa irregular de Talía. Era el caso que, en cuanto tenía que hablar a varias personas que se dignaban callar para escucharla, a Juana se le ponía una telilla en la garganta y la voz le salía, como por un cendal, velada, tenue; una voz de modestia histérica, de un timbre singular, que tenía una especie de gracia inexplicable, para muy pocos, y que el público en general sólo apreciaba en rarísimas ocasiones. A veces el papel, en determinados momentos, se amoldaba al defecto fonético de la González, y en la sala había un rumor de sorpresa, de agrado, que el público no se quería confesar, y que despertaba leve murmullo de vergonzante admiración. Pasaba aquella ráfaga, que daba a Juana más pena que alegría, y todo volvía a su estado; la González seguía siendo una discreta actriz de las más modestas, excelente amiga, nada envidiosa, servicial, agradecida, pero casi, casi imposibilitada para medrar y llamar la atención de veras. Juana por sí, por sus pobres habilidades de la escena, no sentía aquel desvío, aquel menosprecio compasivo; pero en cuanto al desdén con que se miraba el arte de su marido, era otra cosa. En silencio, sin decírselo a él siquiera, la González sentía como una espina la ceguera del público, que, por rutina, era injusto con Noval; por no ser lince.

* * *
Una noche entró en el cuarto de la Serrano el crítico a quien Juana, a sus solas, consideraba como el único que sabía comprender y sentir lo bueno y mirar su oficio con toda la honradez escrupulosa que requiere. Era D. Ramón Baluarte, que frisaba en los cuarenta y cinco, uno de los pocos ídolos literarios a quien Juana tributaba culto secreto, tan secreto, que ni siquiera sabía de él su marido. Juana había descubierto en Baluarte la absoluta sinceridad literaria, que consiste en identificar nuestra moralidad con nuestra pluma, gracia suprema que supone el verdadero dominio del arte, cuando este es reflexivo, o un candor primitivo, que sólo tuvo la poesía cuando todavía no era cosa de literatura. No escandalizar jamás, no mentir jamás, no engañarse ni engañar a los demás, tenía que ser el lema de aquella sinceridad literaria que tan pocos consiguen y que los más ni siquiera procuran. Baluarte, con tales condiciones, que Juana había adivinado a fuerza de admiración, tenía pocos amigos verdaderos, aunque sí muchos admiradores, no pocos envidiosos e infinitos partidarios, por temor a su imparcialidad terrible. Aquella impar-cialidad había sido negada, combatida, hasta vituperada, pero se había ido imponiendo; en el fondo, todos creían en ella y la acataban de grado o por fuerza: esta era la gran ventaja de Baluarte; otros le habían superado en ciencia, en habilidad de estilo, en amenidad y original inventiva; pero los juicios de D. Ramón continuaban siendo los definitivos. Aparentemente se le hacía poco caso; no era académico, ni figuraba en la lista de eminencias que suelen tener estereotipadas los periódicos, y a pesar de todo, su voto era el de más calidad para todos.
Iba poco a los teatros, y rara vez entraba en los saloncillos y en los cuartos de los cómicos. No le gustaban cierta clase de intimidades, que haría dificilísima su tarea infalible de justiciero. Todo esto encantaba a Juana, que le oía como a un oráculo, que devoraba sus artículos... y que nunca había hablado con él, de miedo; por no encontrar nada digno de que lo oyera aquel señor. Baluarte, que visitaba a la Serrano más que a otros artistas, porque era una de las pocas eminencias del teatro a quien tenía en mucho y a quien elogiaba con la conciencia tranquila, Baluarte jamás se había fijado en aquella joven que oía, siempre callada, desde un rincón del cuarto, ocupando el menor espacio posible.
La noche de que se trata, D. Ramón entró muy alegre, más decidor que otras veces, y apretó con efusión la mano que Petra, radiante de expresión y alegría, le tendió en busca de una enhorabuena que iba a estimar mucho más que todos los regalos que tenía esparcidos sobre las mesas de la sala contigua.
-Muy bien, Petrica, muy bien; de veras bien. Se ha querido usted lucir en su beneficio. Eso es naturalidad, fuerza, frescura, gracia, vida; muy bien.
No dijo más Baluarte. Pero bastante era. Petra no veía su imagen en el espejo, de puro orgullo; de orgullo no, de vanidad, casi convertida de vicio en virtud por el agradecimiento. No había que esperar más elogios; D. Ramón no se repetía; pero la Serrano se puso a rumiar despacio lo que había oído.
A poco rato, D. Ramón añadió:
-¡Ah! Pero entendámonos; no es usted sola quien está de enhorabuena: he visto ahí un muchacho, uno pequeño, muy modesto, el que tiene con usted aquella escena incidental de la limosna...
-Pepito, Pepe Noval...
-No sé cómo se llama. Ha estado admirable. Me ha hecho ver todo un teatro como debía haberlo y no lo hay... El chico tal vez no sabrá lo que hizo... pero estuvo de veras inspirado. Se le aplaudió, pero fue poco. ¡Oh! Cosa soberbia. Como no le echen a perder con elogios tontos y malos ejemplos, ese chico tal vez sea una maravilla... Petra, a quien la alegría deslumbraba de modo que la hacía buena y no la dejaba sentir la envidia, se volvió sonriente hacia el rincón de Juana, que estaba como la grana, con la mirada extática, fija en D. Ramón Baluarte.
-Ya lo oyes, Juana; y cuenta que el señor Baluarte no adula.
-¿Esta señorita?...
-Esta señora es la esposa de Pepito Noval, a quien usted tan justamente elogia. Don Ramón se puso algo encarnado, temeroso de que se creyera en un ardid suyo para halagar vanidades. Miró a Juana, y dijo con voz algo seca:
-He dicho la pura verdad.
Juana sintió mucho, después, no haber podido dar las gracias.
Pero, amigo, la ronquera ordinaria se había convertido en afonía.
No le salía la voz de la garganta. Pensó, de puro agradecida y entusiasmada, algo así como aquello de «Hágase en mí según tu palabra»; pero decir, no dijo nada. Se inclinó, se puso pálida, saludó muy a lo zurdo; por poco se cae del diván... Murmuró no se sabe qué gorjeos roncos... pero lo que se llama hablar, ni pizca. ¡Su D. Ramón, el de sus idolatrías solitarias de lectora, admirando a su Pepe, a su marido de su alma! ¿Había felicidad mayor posible? No, no la había.
Baluarte, en noches posteriores, reparó varias veces en un joven que entre bastidores le saludaba y sonreía como adorándole era Pepe Noval, a quien su mujer se lo había contado todo. El chico sintió el mismo placer que su esposa, más el incomunicable del amor propio satisfecho; pero tampoco dio las gracias al crítico, porque le pareció una impertinencia. ¡Buena falta le hace a Baluarte, pensaba él, mi agradecimiento! Además, le tenía miedo. Saludarle, adorarle al paso, bien; pero hablarle, ¡quiá!

* * *
Murió Pepe Noval de viruelas, y su viuda se retiró del teatro, creyendo que para lo poco que habría de vivir, faltándole Pepe, le bastaba con sus mezquinos ahorrillos. Pero no fue así; la vida, aunque tristísima, se prolongaba; el hambre venía, y hubo que volver al trabajo. Pero ¡cuán otra volvió! El dolor, la tristeza, la soledad, habían impreso en el rostro, en los gestos, en el ademán, y hasta en toda la figura de aquella mujer, la solemne pátina de la pena moral, invencible, como fatal, trágica; sus atractivos de modesta y taciturna, se mezclaban ahora en graciosa armonía con este reflejo exterior y melancólico de las amarguras de su alma. Parecía, además, como que todo su talento se había trasladado a la acción; parecía también que había heredado la habilidad recóndita de su marido. La voz era la misma de siempre. Por eso el público, que al verla ahora al lado de Petra Serrano otra vez se fijó más, y desde luego, en Juana González, empezó a llamarla y aun a alabarla con este apodo: La Ronca. La Ronca fue en adelante para público, actores y críticos. Aquella voz velada, en los momentos de pasión concentrada, como pudorosa, era de efecto mágico; en las circuns-tancias ordinarias constituía un defecto que tenía cierta gracia, pero un defecto. A la pobre le faltaba el pito, decían los compañeros en la jerga brutal de bastidores.
Don Ramón Baluarte fue desde luego el principal mantenedor del gran mérito que había mostrado Juana en su segunda época. Ella se lo agradeció como él no podía sospechar: en el corazón de la sentimental y noble viuda, la gratitud al hombre admirado, que había sabido admirar a su vez al pobre Noval, al adorado esposo perdido, tal gratitud fue en adelante una especie de monumento que ella conservaba, y al pie del cual velaba, consagrándole al recuerdo del cómico ya olvidado por el mundo. Juana, en secreto, pagaba a Baluarte el bien que le había hecho leyendo mucho sus obras, pensando sobre ellas, llorando sobre ellas, viviendo según el espíritu de una especie de evangelismo estético, que se desprendía, como un aroma, de las doctrinas y de las frases del crítico artista, del crítico apóstol. Se Hablaron, se trataron; fueron amigos. La Serrano los miraba y se sonreía; estaba enterada; conocía el entusiasmo de Juana por Baluarte; un entusiasmo que, en su opinión, iba mucho más lejos de lo que sospechaba Juana misma... Si al principio los triunfos de la González la alarmaron un poco, ella, que también progresaba, que también aprendía, no tardó mucho en tranquilizarse; y de aquí que, si la envidia había nacido en su alma, se había secado con un desinfectante prodigioso: el amor propio, la vanidad satisfecha; Juana, pensaba Petra, siempre tendrá la irremediable inferioridad de la voz, siempre será La Ronca; el capricho, el alambicamiento podrán encontrar gracia a ratos en ese defecto... pero es una placa resquebrajada, suena mal, no me igualará nunca.
En tanto la González procuraba aprender, progresar; quería subir mucho en el arte, para desagraviar en su persona a su marido olvidado; seguía las huellas de su ejemplo; ponía en práctica las doctrinas ocultas de Pepe, y además se esmeraba en seguir los consejos de Baluarte, de su ídolo estético; y por agradarle a él lo hacía todo; y hasta que llegaba la hora de su juicio, no venía para Juana el momento de la recompensa que merecían sus esfuerzos y su talento. En esta vida llegó a sentirse hasta feliz, con un poco de remordimiento. En su alma juntaba el amor del muerto, el amor del arte y el amor del maestro amigo. Verle casi todas las noches, oírle de tarde en tarde una frase de elogio, de animación, ¡qué dicha!

* * *
Una noche se trataba con toda solemnidad en el saloncillo de la Serrano la ardua cuestión de quiénes debían ser los pocos artistas del teatro Español a quien el Gobierno había de designar para representar dignamente nuestra escena en una especie de certamen teatral que celebraba una gran corte extranjera. Había que escoger con mucho cuidado; no habían de ir más que las eminencias que fuera de España pudieran parecerlo también. Baluarte era el designado por el Ministro de Fomento para la elección, aunque oficialmente la cosa parecía encargada a una Comisión de varios. En realidad, Baluarte era el árbitro. De esto se trataba;  en otra compañía ya había escogido; ahora había que escoger en la de Petra.
Se había convenido ya, es claro, en que iría al certamen, exposición o lo que fuese, Petra Serrano. Baluarte, en pocas palabras, dio a entender la sinceridad con que proclamaba el sólido mérito de la actriz ilustre. Después, no con tanta facilidad, se decidió que la acompañara Fernando, galán joven que a su lado se había hecho eminente de veras. En el saloncillo estaban las principales partes de la compañía; Baluarte y otros dos o tres literatos, íntimos de la casa. Hubo un momento de silencio embarazoso. En el rincón de siempre, de antaño, Juana González, como en capilla, con la frente humillada, ardiendo de ansiedad, esperaba una sentencia en palabras o en una preterición dolorosa. «¡Baluarte no se acordaba de ella!». Los ojos de Petra brillaban con el sublime y satánico esplendor del egoísmo en el paroxismo. Pero callaba. Un infame, un envidioso, un cómico envidioso, se atrevió a decir:
-Y... ¿no va La Ronca?
Baluarte, sin miedo, tranquilo, sin vacilar, como si en el mundo no hubiera más que una balanza y una espada, y no hubiera corazones, ni amor propio, ni nervios de artista, dijo al punto, con el tono más natural y sencillo:
-¿Quién, Juanita? No; Juana ya sabe donde llega su mérito. Su talento es grande, pero... no es a propósito para el empero de que se trata. No puede ir más que lo primero de lo primero.
Y sonriendo, añadió:
-Esa voz que a mí me encanta muchas veces... en arte, en puro arte, en arte de exposición, de rivalidad, la perjudica. Lo absoluto es lo absoluto.
No se habló más. El silencio se hizo insoportable, y se disolvió la reunión. Todos comprendieron que allí, con la apariencia más tranquila, había pasado algo grave.
Quedaron solos Petra y Baluarte. Juana había desaparecido. La Serrano, radiante, llena de gratitud por aquel triunfo, que sólo se podía deber a un Baluarte, le dijo, por ver si le hacía feliz también halagando su vanidad:
-¡Buena la ha hecho usted! Estos sacerdotes de la crítica son implacables. Pero criatura, ¿usted no sabe que le ha dado un golpe mortal a la pobre Juana? ¿No sabe usted... que ese desaire... la mata?
Y volviéndose al crítico con ojos de pasión, y tocándole casi el rostro con el suyo, añadió con misterio:
-¿Usted no sabe, no ha comprendido que Juana está enamorada... loca... perdida por su Baluarte, por su ídolo; que todas las noches duerme con un libro de usted entre sus manos; que le adora?

* * *
Al día siguiente se supo que La Ronca había salido de Madrid, dejando la compañía, dejándolo todo. No se la volvió a ver en un teatro hasta que años después el hambre la echó otra vez a los de provincias, como echa al lobo a poblado en el invierno.
Don Ramón Baluarte era un hombre que había nacido para el amor, y envejecía soltero, porque nunca le había amado una mujer como él quería ser amado. El corazón le dijo entonces que la mujer que le amaba como él quería era La Ronca, la de la fuga. ¡A buena hora!
Y decía suspirando el crítico al acostarse:
-¡El demonio del sacerdocio!

 1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

La mosca sabia - Cap I

Don Eufrasio Macrocéfalo me permitió una noche penetrar en el sancta sanctorum, en su gabinete de estudio, que era, más bien que gabinete, salón biblioteca: las paredes estaban guarnecidas de gruesos y muy respetables volúmenes, cuyo valor en venta había de subir a un precio fabuloso el día en que don Eufrasio cerrase el ojo y se vendiera aquel tesoro de ciencia en pública almoneda; pues si mucho vale Aristóteles por su propia cuenta, un Aristóteles propiedad del sabio Macrocéfalo tenía que valer mucho más para cualquier bibliómano capaz de comprender a mi ilustre amigo. Era mi objeto, al visitar la biblioteca de don Eufrasio, verificar notas en no importa qué autor, cuyo libro no era fácil encontrar en otra parte; y llegó a tanto la amabilidad insólita del erudito, que me dejó solo en aquel santuario de la sabiduría mientras él iba a no sé qué Academia a negar un premio a cierta Memoria en que se le llamaba animal, no por llamárselo, sino por demostrar que no hay solución de continuidad en la escala de los seres.
La biblioteca de don Eufrasio era una habitación tan abrigada, tan herméticamente cerrada a todo airecillo indiscreto por lo colado, que no había recuerdo de que jamás allí se hubiera tosido ni hecho manifestación alguna de las que anuncian constipado: don Eufrasio no quería constiparse, porque su propia tos le hubiera distraído de sus profundas meditaciones. Era, en fin, aquella una habitación en que bien podría cocer pan un panadero, como dice Campoamor. Junto a la mesa escritorio estaba un brasero todo ascuas, y al extremo de la sala, en una chimenea de construcción anticuada, ardían troncos de encina, que se quejaban al quemarse. Mullida alfombra cubría el pavimento, cortinones de tela pesada colgaban en los huecos, y no había rendija sin tapar, ni por lado alguno pretexto para que el aire frío del exterior penetrase atropelladamente, sino por sus pasos contados y bajo palabra de ir calentándose poco a poco.
Largo rato pasé gozando de aquel agradable calorcillo, que yo juzgaba tan ajeno a la ciencia, siempre tenida por fría y casi helada. Creíame solo, porque de ratones no había que hablar en casa de Macrocéfalo, químico excelente, especie de Borgia de los mures. Yo callaba, y los libros también; pues aunque me decían muchas cosas con lo que tenían escrito sobre el lomo, decíanlo sin hacer ruido; y sólo allá en la chimenea alborotaban todo lo que podían, que no era mucho, porque iban ya de vencida, los abrasados troncos.
En vez de evacuar las citas que llevaba apuntadas, arrellanéme en una mecedora, cerca del brasero, y en dulce somnolencia dejé a la perezosa fantasía vagar a su antojo, llevando el pensamiento por donde ella fuere. Pero la fantasía se quejaba de que la faltaba espacio entre aquellas paredes de sabiduría, que no podía romper, como si fuesen de piedra. ¿Cómo atravesar con holgura aquellos tomos que sabían todo lo que Platón dijo, y que gritaban aquí ¡Leibnitz! más allá ¡Descartes! ¡San Agustín! ¡Enciclopedia! ¡Sistema del mundo! ¡Crítica de la razón pura! ¡Novum organum! Todo el mundo de la inteligencia se interponía entre mi pobre imaginación y el libre ambiente. No podía volar. ¡Ea! -le dije; busca materia para tus locuras dentro del estrecho recinto en que te ves encerrada. Estás en la casa de un sabio; este silencio, ¿nada te dice? ¿No hay aquí algo que hable del misterioso vivir del filósofo? ¿No quedó en el aire, perceptible a tus ojos, algún rastro que sea indicio de los pensamientos de don Eufrasio, o de sus pesares, o de sus esperanzas, o de sus pasiones, que tal vez, con saber tanto, Macrocéfalo las tenga? Nada respondió mi fantasía; pero en aquel instante oí a mi espalda un zumbido muy débil y de muy extraña naturaleza; parecía en algo el zumbido de una mosca, y en algo parecía el rumor de palabras que sonaban lejos, muy apagadas y confusas.
Entonces dijo la fantasía: «¿Oyes? ¡Aquí está el misterio! Ese rumor es de un espíritu acaso; acaso va a hablar el genio de don Eufrasio, algún demonio, en el buen sentido de la palabra, que Macrocéfalo tendrá metido en algún frasco.» Sobre la pantalla de transparentes que casi tapaba por completo el quinqué colocado sobre la mesa, que yo tenía muy cerca, se vino a posar una mosca de muy triste aspecto, porque tenía las alas sucias, caídas y algo rotas, el cuerpo muy delgado y de color... de ala de mosca; faltábale alguna de las extremidades, y parecía al andar sobre la pantalla baldada y canija. Repitióse el zumbido y esta vez ya sonaba más a palabras; la mosca decía algo, aunque no podía yo distinguir lo que decía. Acerqué más a la mesa la mecedora, y aplicando el oído al borde de la pantalla, oí que la mosca, sin esquivar mi indiscreta presencia, decía con muy bien entonada voz, que para sí quisieran muchos actores de fama:

-Sucedió en la suprema monarquía
de la Mosquea un rey, que aunque valiente,
la suma de riquezas que tenía
su pecho afeminaron fácilmente.

-¿Quién anda ahí? ¿Hospes, quis es? -gritó la mosquita estremecida, interrumpiendo el canto de Villaviciosa, que tan entusiasmada estaba declamando; y fue que sintió como estrépito horrísono el ligero roce de mis barbas con la pantalla en que ella se paseaba con toda la majestad que le consentía la cojera-. Dispense usted caballero -continuó reportándose-, me ha dado usted un buen susto; soy nerviosa, sumamente nerviosa, y además soy miope y distraída, por todo lo cual no había notado su presencia.
Yo estaba perplejo; no sabía qué tratamiento dar a aquella mosca que hablaba con tanta corrección y propiedad, y recitaba versos clásicos.
-Usted es quien ha de dispensar -dije al fin, saludando cortésmente-: yo ignoraba que hubiese en el mundo dípteros capaces de expresarse con tanta claridad y de aprender de memoria poemas que no han leído muchos literatos primates.
-Yo soy políglota, caballero; si usted quiere, le recito en griego la Batracomiomaquia lo mismo que le recitaría toda la Mosquea. Estos son mis poemas favoritos; para ustedes son poemas burlescos, para mí son epopeyas grandiosas, porque un ratón y una rana son a mis ojos verdaderos gigantes cuyas batallas asombran y no pueden tomarse a risa. Yo leo la Batracomiomaquia como Alejandro leía La Iliada...

Arjómenos proton Mouson joron ex Heliconos...

¡Ay! Ahora me consagro a esta amena literatura que refresca la imaginación, porque harto he cultivado las ciencias exactas y naturales que secan toda fuente de poesía; harto he vivido entre el polvo de los pergaminos descifrando caracteres rúnicos, cuneiformes, signos hieráticos, jeroglíficos, etc.; harto he pensado y sufrido con el desengaño que engendra siempre la filosofía; pasé mi juventud buscando la verdad, y ahora que lo mejor de la vida se acaba, busco afanosa cualquier mentira agradable que me sirva de Leteo para olvidar las verdades que sé.
Permítame usted, caballero, que siga yo hablando sin dejarle a usted meter baza, porque esta es la costumbre de todos los sabios del mundo, sean moscas o mosquitos. Yo nací en no sé qué rincón de esta biblioteca; mis próximos ascendientes y otros de la tribu volaron muy lejos de aquí en cuanto llegó la amable primavera de las moscas y en cuanto vieron una ventana abierta; yo no pude seguir a los míos, porque don Eufrasio me cogió un día que, con otros mosquitos inexpertos, le estaba yo sorbiendo el seso que por la espaciosa calva sudaba el pobre señor; guardóme debajo de una copa de cristal, y allí viví días y días, los mejores de mi infancia. Servíle en numerosos experimentos científicos; pero como el resultado de ellos no fuera satisfactorio, porque demostraba todo lo contrario de lo que Macrocéfalo quería probar, que era la teoría cartesiana, que considera como máquinas a los animales, el pobre sabio quiso matarme cegado por el orgullo, tan mal herido en aquella lucha con la realidad.
Pero en la misma filosofía que iba a ser causa de mi muerte hallé la salvación, porque en el momento de prepararme el suplicio, que era un alfiler que debía atravesarme las entrañas, don Eufrasio se rascó la cabeza, señal de que dudaba; y dudaba, en efecto, si tenía o no tenía derecho para matarme. Ante todo, ¿es legítima a los ojos de la razón la pena de muerte? Y dado que no lo sea, ¿los animales tienen derecho? Esto le llevó a pensar lo que sería el derecho, y vio que era propiedad; pero ¿propiedad de qué? Y de cuestión en cuestión, don Eufrasio llegó al punto de partida necesario para dar un solo paso en firme. Todo esto le ocupó muchos meses, que fueron dilatando el plazo de mi muerte. Por fin, analíticamente, Macrocéfalo llegó a considerar que era derecho suyo el quitarme de en medio; pero como le faltaba el rabo por desollar, o sea la sintética que hace falta para conocer el fundamento, el porqué, don Eufrasio no se decidió a matarme por ahora, y está esperando el día en que llegue al primer principio, y desde allí descienda por todo el sistema real de la ciencia, para acabar conmigo sin mengua del imperativo categórico. Entretanto fue, sin conocerlo, tomándome cariño, y al fin me dio la libertad relativa de volar por esta habitación; aquí el aire caliente me guarda de los furores del invierno, y vivo, y vivo, mientras mis compañeras habrán muerto por esos mundos, víctimas del frío que debe hacer por ahí fuera. ¡Mas, con todo, yo envidio su suerte! Medir la vida por el tiempo, ¡qué necedad! La vida no tiene otra medida que el placer, la pasión desenfrenada, los accidentes infinitos que vienen sin que se sepa cómo ni por qué, la incertidumbre de todas las horas, el peligro de cada momento, la variedad de las impresiones siempre intensas. ¡Esa es la vida verdadera!
Calló la mosca para lanzar profundo suspiro, y yo aproveché la ocasión y dije:
-Todo eso está muy bien, pero todavía no me ha dicho usted cómo se las compone para hablar mejor que algunos literatos...
-Un día -continuó la mosca, leyó don Eufrasio en la Revista de Westminster, que dentro de veinte mil años, acaso, los perros hablarían, y, preocupado con esta idea, se empeñó en demostrar lo contrario; compró un perro, un podenco, y aquí, en mi presencia, comenzó a darle lecciones de lenguaje hablado; el perro, quizá porque era podenco, no pudo aprender, pero yo, en cambio, fui recogiendo todas las enseñanzas que él perdía, y una noche, posándome en la calva de don Eufrasio, le dije:
-Buenas noches, maestro, no sea usted animal; los animales sí pueden hablar, siempre que tengan regular disposición; los que no hablan son los podencos y los hombres que lo parecen.
Don Eufrasio se puso furioso conmigo. Otra vez había echado yo por tierra sus teorías, pero yo no tenía la culpa. Procuré tranquilizarle, y al fin creí que me perdonaba el delito de contradecir todas sus doctrinas, cumpliendo las leyes de mi naturaleza. Perdido por uno, perdido por ciento y uno, se dijo don Eufrasio, y accedió a mi deseo de que me enseñara lenguas sabias y a leer y escribir. En poco tiempo supe yo tanto chino y sánscrito como cualquier sabio español; leí todos los libros de la biblioteca, pues para leer me basta pasearme por encima de las letras, y en punto a escribir, seguí el sistema nuevo de hacerlo con los pies; ya escribo regulares patas de mosca.
Yo creía al principio ¡incauta! que Macrocéfalo había olvidado sus rencores: mas hoy comprendo que me hizo sabia para mi martirio. ¡Bien supo lo que hacía!
Ni él ni yo somos felices. Tarde los dos echamos de menos el placer, y daríamos todo lo que sabemos por una aventurilla de un estudiante él, yo de un mosquito.
-¡Ay! una tarde -prosiguió la mosca- me dijo el tirano: «Ea, hoy sales a paseo».
Y me llevó consigo.
Yo iba loca de contenta. ¡El aire libre! ¡El espacio sin fin! Toda aquella inmensidad azul me parecía poco trecho para volar. «No vayas lejos», me advirtió el sabio cuando me vio apartarme de su lado. Yo tenía el propósito de huir, de huir por siempre. Llegamos al campo: don Eufrasio se tendió sobre el césped, sacó un pastel y otras golosinas, y se puso a merendar como un ignorante. Después se quedó dormido. Yo, con un poco de miedo a aquella soledad, me planté sobre la nariz del sabio, como en una atalaya, dispuesta a meterme en la boca entreabierta a la menor señal de peligro. Había vuelto el verano, y el calor era sofocante. Los restos del festín estaban por el suelo, y al olor apetitoso acudieron bien pronto numerosos insectos de muchos géneros, que yo teóricamente conocía por la zoología que había estudiado. Después llegó el bando zumbón de los moscones y de las moscas mis hermanas. ¡Ay! en vez de la alegría que yo esperaba tener al verlas, sentí pavor y envidia; los moscones me asustaban con sus gigantescos corpachones, y sus zumbidos rimbombantes; las moscas me encantaban con la gracia de sus movimientos, con el brillo de sus alas; pero al comprender que mi figura raquítica era objeto de sus burlas, al ver que me miraban con desprecio, yo, mosca macho, sentí la mayor amargura de la vida.
El sabio es el más capaz de amar a la mujer; pero la mujer es incapaz de estimar al sabio. Lo que digo de la mujer es también aplicable a las moscas. ¡Qué envidia, qué envidia sentí al contemplar los fecundos juegos aéreos de aquellas coquetas enlutadas, todas con mantilla, que huían de sus respectivos amantes, todos más gallardos que yo, para tener el placer, y darlo, de encontrarse a lo mejor en el aire y caer juntos a la tierra en apretado abrazo!
Volvió a callar la mosca infeliz; temblaron sus alas rotas, y continuó tras larga pausa:

-Nessun maggior dolore
Che ricordarsi del tempo felice
Nella misseria...

Mientras yo devoraba la envidia y la vergüenza de tenerla y de sentir miedo, una mosca, un ángel diré mejor, abatió el vuelo y se posó a mi lado, sobre la nariz aguileña del sabio. Era hermosa como la Venus negra, y en sus alas tenía todos los colores del iris; verde y dorado era su cuerpo airoso; las extremidades eran robustas, bien modeladas, y de movimientos tan seductores, que equivalían a los seis pies de las Gracias aquellas patas de la mosca gentil. Sobre la nariz de don Eufrasio, la hermosa aparecida se me antojaba Safo en el salto de Leucade. Yo, inmóvil, la contemplé sin decir nada. ¿Con qué lenguaje se hablaría a aquella diosa? Yo lo ignoraba. ¡Saber tantos idiomas, de qué me servía no sabiendo el del amor! La mosca dorada se acercó a mí, anduvo alrededor, por fin se detuvo enfrente, casi tocando mi cabeza con su cabeza. ¡Ya no vi más que sus ojos! Allí estaba todo el universo. Kalé, dije en griego, creyendo que era aquella lengua la más digna de la diosa de las alas de verde y oro. La mosca me entendió no porque entendiera el griego, sino porque leyó el amor en mis ojos.
-Ven -me respondió hablando en el lenguaje de mi madre, ven al festín de las migajas, serás tú mi pareja; yo soy la más hermosa y a ti te escojo, porque el amor para mí es el capricho; no sé amar, sólo sé agradecer que me amen; ven y volaremos juntos; yo fingiré que huyo de ti...
-Sí, como Galatea, ya sé -dije neciamente. Yo no entiendo de Galateas, pero te advierto que no hables en latín; vuela en pos de mis alas, y en los aires encontrarás mis besos... Como las velas de púrpura se extendían sobre las aguas jónicas de color de vino tinto, que dijo Homero, así extendió sus alas aquella hechicera, y se fue por el aire zumbando: ¡Ven, ven!... Quise seguirla, mas no pude. El amor me había hecho vivir siglos en un minuto, no tuve fuerzas, y en vez de volar, caí en la sima, en las fauces de don Eufrasio, que despertó despavorido, me sacó como pudo de la boca, y no me dio muerte, porque aún no había llegado a la metafísica sintética.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)