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sábado, 24 de mayo de 2014

El diablo en semana santa

Como un león en su jaula, bostezaba el diablo en su trono; y he observado que todas las potestades, así en la tierra como en el cielo y en el infierno, tienen gran afición al aparato majestuoso y solemne de sus prerrogativas, sin duda porque la vanidad es flaqueza natural y sobrenatural que llena los mundos con sus vientos, y acaso los mueve y rige. Bostezaba el diablo del hambre que tenía de picardías que por aquellos días le faltaban, y eran los de Semana Santa.
Tal como se muere de inanición el cómico en esta época del año, así el diablo expiraba de aburrido; y no bastaban las invenciones de sus palaciegos para divertirle el ánimo, alicaído y triste con la ausencia de bellaquerías, infamias y demás proezas de su gusto.
Según bostezaba y se aburría, ocurriósele de pronto una idea, como suya, diabólica en extremo; y como no peca S. M. in feris de irresoluta, dando un brinco como los que dan los monos, pero mucho más grande, saltó fuera de sus reales, y se quedó en el aire muy cerca de la tierra, donde es huésped agasajado y bienquisto por sus frecuentes visitas.
Fue la idea que se le ocurrió al demonio, que por entonces comenzaba la tierra madre a hincharse con la comezón de dar frutos, yéndosele los antojos en flores, que lo llenaban todo de aromas y de alegres pinturas, ora echadas al aire, y eran las alas de las mariposas, ora sujetas al misterioso capullo, y eran los pétalos.
Bien entiende el diablo lo que es la primavera, que antes de ser diablo fue ángel y se llamó luz bella, que es la luz de la aurora, o la luz triste de la tarde, que es la luz de la melancolía y de las aspiraciones sin nombre que buscan lo infinito. Lo que sabe el diablo de argucias, díganlo San Antonio y otros varones benditos, que lucharon con fatiga y sudor entre las tentaciones del enemigo malo y las inefables y austeras delicias de la gracia. Claro es que al atractivo celestial, nada hay comparable, ni de lejos, y que soñar con tales comparaciones es pecar mortalmente; pero también es cierto que, aparte de Dios, nada hay tan poderoso y amable, a su manera, como el diablo; siendo todo lo que queda por el medio, insulso, tibio y de menos precio, sea bueno o malo. Para todo corazón grande, el bien, como no sea el supremo, que es Dios mismo, vale menos que el mal cuando es el supremo, que es el demonio.
Al ver que brotaba la primavera en los botones de las plantas y en la sangre bulliciosa de los animales jóvenes, se dijo «esta es la mía», el diablo, gran conocedor de las inclinaciones naturales. Aunque le teme y huye, no quiere el diablo mal a Dios, y mucho menos desconoce su fuerza omnipotente, su sabiduría y amor infinito, que a él no le alcanza, por misterioso motivo, cuyo secreto el mismísimo demonio respeta, más reverente que algunos apologistas cristianos. Y así, mirando al cielo, que estaba todo azul al Oriente y al Poniente se engalanaba con ligeras nubecillas de amaranto, decía el diablo con acento plañidero, pero no rencoroso, digan lo que quieran las beatas, que hasta del diablo murmuran y le calumnian; digo que decía el diablo: «Señor, de tu propia obra me valgo y aprovecho: tú fuiste, y sólo tú, quien produjo esta maravilla de las primaveras en los mundos, en una divina inspiración de amor dulcísimo y expansivo, que jamas comprenderán los hombres que son religiosos por manera ascética; ¿y qué es la primavera, Señor? Un beso caliente y muy largo que se dan el sol y la tierra, de frente, cara a cara, sin miedo. ¡Pobres mortales! Los malos, los que saben algo de la verdad del buen vivir, están en mi poder, y los buenos, los que vuelven a Ti los ojos, Dios Eterno, quiérente de soslayo, no con el alma entera; no entienden lo que es besar de frente y cara a cara, como besa el sol a la tierra, y tiemblan, vacilan y gozan de tibias delicias, más ideadas que sentidas; y acaso es mayor el placer que les causa la tentación con que yo les mojo los labios, que el alabado gozo del deliquio místico, mitad enfermedad, mitad buen deseo...»
Comprendió el diablo que se iba embrollando en su discurso, y calló de repente, prefiriendo las obras a las palabras, como suelen hacer los malvados, que son más activos y menos habladores que la gente bonachona y aficionada al verbo.
Sonrió S. M. infernal con una sonrisa que hubiera hecho temblar de pavor a cualquier hombre que le hubiese visto: y varios ángeles que de vuelta del mundo pasaban volando cerca de aquellas nubes pardas donde Satanás estaba escondido, cambiaron por instinto la dirección del vuelo, como bandada de palomas que vuelan atolondradas con distinto rumbo al oír el estrépito que hace un disparo cuando retumba por los aires. Mira el diablo a los ángeles con desprecio, y volviendo en seguida los ojos a la tierra, que a sus pies se iba deslizando como el agua de un arroyo, dejó que pasara el Mediterráneo, que era el que a la sazón corría hacia Oriente por debajo, y cuando tuvo debajo de sí a España, dejóse caer sobre la llanura, y como si fuera por resorte, redújose con el choque de la caída, la estatura del diablo, que era de leguas, un escaso kilómetro.
El sol se escondía en los lejanos términos, y sus encendidos colores reflejábanse en el diablo de medio cuerpo arriba, dándole ese tinte mefistofélico con que solemos verle en las óperas, merced a la lámpara Drumont o a las luces de bengala. Puso el Señor de los Abismos la mano derecha sobre los ojos y miró en tomo, y no vio nada a la investigación primera, mas luego distinguió de la otra parte del sol como la punta de una lanza enrojecida al fuego. Era la veleta de una torre muy lejana. En unos doce pasos que anduvo, viose el diablo muy cerca de aquella torre, que era la de la catedral de una ciudad muy antigua, triste y vieja, pero no exenta de aires señoriales y de elegancia majestuosa. Tendióse cuan largo era por la ribera de un río que al pie de la ciudad corría (como contando con las quejas de su murmullo la historia de su tierra), y estirando un tanto el cuello, con postura violenta, pudo Satanás mirar por las ventanas de la catedral lo que pasaba dentro. Es de advertir que los habitantes de aquella ciudad no veían al diablo tal como era, sino parte en forma de niebla que se arrastraba al lado del río perezosa, y parte como nubarrón negro y bajo que amenaza tormenta y que iba en dirección de la catedral desde las afueras. Verdad es que el nubarrón tenía la figura de un avechucho raro, así como cigüeña con gorro de dormir; pero esto no lo veían todos, y los niños, que eran los que mejor determinaban el parecido de la nube, no merecían el crédito de nadie. Un acólito de muy tiernos años, que había subido en compañía del campanero a tocar las oraciones, le decía: -Señor Paco, mire usted este nubarrajo que está tan cerca, parece un aguilucho que vuelve a la torre, pero trae una alcuza en el pico; vendrá por aceite para las brujas. Pero el compañero, sin contestar palabra ni mirar al cielo, daba la primer campanada, que despertaba a muchos vencejos y lechuzas dormidos en la torre. Sonaba la segunda campanada solemne y melancólica, y los pajarracos revolaban cerca de las veletas de la catedral; el chico, el acólito, continuaba mirando al nubarrón, que era el diablo; y a la campanada tercera seguía un repique lento, acompasado y grave, mientras que los otros campanarios de la ciudad vetusta comenzaban a despertarse y a su vez bostezaban con las tres campanadas primeras de las oraciones.
Cerró la noche, el nubarrón se puso negro del todo, y nadie vio las ascuas con que el diablo miraba al interior de la catedral por unos vidrios rotos de una ventana que caía sobre el altar mayor, muy alumbrado con lámparas que colgaban de la alta bóveda y con velas de cera que chisporroteaban allá abajo.
El aliento del diablo, entrando por la ventana de los vidrios rotos, bajaba hasta el altar mayor en remolinos, y movía el pesado lienzo negro que tapaba por aquellos días el retablo de nogal labrado. A los lados del altar, dos canónigos, apoyados en sendos reclinatorios, sumidos los pliegues del manteo en ampuloso almohadón carmesí, meditaban a ratos, y a ratos leían la pasión de Cristo. En el recinto del altar mayor, hasta la altísima verja de metal dorado con que se cerraba, nadie más había que los dos canónigos; detrás de la verja, el pueblo devoto, sumido en la sombra, oía con religiosa atención las voces que cantaban las Lamentaciones, los inmortales trenos de Jeremías. Cuando el monótono cántico de los clérigos cesaba, tras breve pausa, los violines volvían a quejarse, acompañando a los niños de coro, tiples y contraltos, que parecían llegar a las nubes con los ayes del Miserere. Diríase que cantaban en el aire, que se cernían las notas aladas en la bóveda, y que de pronto, volando, volando, subían hasta desvanecerse en el espacio. Después las voces del violín y las voces del colegial tiple emprendían juntas el vuelo, jugaban, como las mariposas, alrededor de las flores o de la luz, y ora bajaban las unas en pos de las otras hasta tocarse cerca del suelo, ora, persiguiéndose también, salían en rápida fuga por los altos florones de las ventanas, a través de las cortinas cenicientas y de los vidrios de colores. Nuevo silencio; cerca del altar mayor se extinguía una luz, de varias colocadas en alto, sobre un triángulo de madera sostenido por un mástil de nogal pintado. Entonces como risas contenidas, pero risas lanzadas por bocas de madera, se oían algunos chasquidos; a veces los chasquidos formaban serie, las risas eran carcajadas; eran las carcajadas de las carracas que los niños ocultaban, como si fueran armas prohibidas preparadas para el crimen. El incipiente motín de las carracas se desvanecía al resonar otra vez por la anchurosa nave el cántico pesado, estrepitoso y lúgubre de los clérigos del coro.
El diablo seguía allá arriba alentando con mucha fuerza, y llenaba el templo de un calor pegajoso y sofocante: cuando oyó el preludio inseguro y contenido de las carracas, no pudo contener la risa, y movió las fauces y la lengua de un modo que los fieles se dijeron unos a otros: «¿Será el carracón de la torre? ¿Pero por qué le tocan ahora?» Un canónigo, mientras se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo de hierbas, decía para sí: «¡Ese Perico es el diablo, el mismo diablo! ¡Pues no se ha puesto a tocar el carracón del campanario!» Y todo era que el diablo, no Perico, sino el diablo de veras, se había reído. El canónigo, que sudaba, miró hacia el retablo y vio el lienzo negro que se movía; volvió los ojos a su compañero, sumido en la meditación, y le dijo en voz muy baja y sin moverse: «¿Qué será? ¿No ve usted cómo se menea eso?»
El otro canónigo era muy pálido. No sudaba ni con el calor que hacía allí dentro. Era joven; tenía las facciones hermosas y de un atrevido relieve; la nariz era acaso demasiado larga, demasiado inclinada sobre los labios y demasiado carnosa; aunque aguda, tenía las ventanas muy anchas, y por ellas alentaba el canónigo fuertemente, como el diablo de allá arriba. -No es nada -contestó sin apartar los ojos del libro que tenía delante-; es el viento que penetra por los cristales rotos. En aquel momento todos los fieles pensaban en lo mismo y miraban al mismo sitio; miraban al altar y al lienzo que se movía, y pensaban: «¿qué será esto?». Las luces del triángulo puesto en alto se movían también, inclinándose de un lado a otro alrededor del pabilo, y brillaban cada vez más rojas, pero como envueltas en una atmósfera que hiciera difícil la combustión. El canónigo viejo se fue quedando aletargado o dormido; la misma torpeza de los sentidos pareció invadir a los fieles, que oían como en sueños a los que en el coro cantaban con perezoso compás y enronquecidas voces. El diablo seguía alentando por la ventana de los vidrios rotos. El canónigo joven estaba muy despierto y sentía una comezón que no pudo dominar al cabo; pasó una mano por los ojos, anduvo en los registros del libro, compuso los pliegues del manteo, hizo mil movimientos para entretener el ansia de no sabía qué, que le iba entrando por el corazón y los sentidos; respiró con fuerza inusitada, levantando mucho la cabeza... y en aquel momento volvió a cantar el colegial que subía a las nubes con su voz de tiple. Era aquella voz para los oídos del canónigo inquieto de una extraña naturaleza, que él se figuraba así, en aquel mismo instante en que estaba luchando con sus angustias; era aquella voz de una pasta muy suave, tenue y blanquecina; vagaba en el aire, y al chocar con sus ondas, que la labraban como si fueran finísimos cinceles, iba adquiriendo graciosas curvas que parecían, más que líneas, sutiles y vagarosas ideas, que suspiraban entusiasmo y amor; al cabo, la fina labor de las ondas del aire sobre la masa de aquella voz, que era, aunque muy delicada, materia, daba por maravilloso producto los contornos de una mujer que no acababan de modelarse con precisa forma; pero que, semejando todo lo curvilíneo de Venus, no paraban en ser nada, sino que lo iban siendo todo por momentos. Y según eran las notas, agudas o graves, así el canónigo veía aquellas líneas que son símbolo en la mujer de la idealidad más alta, o aquellas otras que toman sus encantos del ser ellas incentivo de más corpóreos apetitos
Toda nota grave era, en fin, algo turgente, y entonces el canónigo cerraba los ojos, hundía en el pecho la cabeza y sentía pasar fuego por las hinchadas venas del robusto cuello; cuando sonaban las notas agudas, el joven Magistral (que esta era su dignidad) erguía su cabeza apolínea, abría los ojos, miraba a lo alto y respiraba aquel aire de fuego con que se estaba envenenando, gozoso, anhelante, mientras rodaban lágrimas lentas de sus azules ojos, llenos de luz y de vida.
Aunque la voz del colegial cantaba en latín los dolores del Profeta, el magistral creía oír palabras de tentación que en claro español le decían:«Mientras lloras y gimes por los dolores de edades enterradas después de muchos siglos, las golondrinas preparan sus nidos para albergar el fruto del amor.
»Mientras cantas en el coro tristezas que no sientes, corre loca la savia por las entrañas de las plantas y se amontona en los pétalos colorados de la flor como la sangre se transparenta en las mejillas de la virgen hermosa.
»El olor del incienso te enerva el espíritu; en el campo huele a tomillo, y la espinera y el laurel real embalsaman el ambiente libre.
»Tus ayes y los míos son la voz del deseo encadenado; rompamos estos lazos, y volemos juntos; la primavera nos convida; cada hoja que nace es una lengua que dice: «ven: el misterio dionisíaco te espera.»

»Soy la voz del amor, soy la ilusión que acaricias en sueños; tú me arrojas de ti, pero yo vuelo en la callada noche, y muchas veces, al huir en la oscuridad, enredo entre tus manos mis cabellos; yo te besé los ojos, que estaban llenos de lágrimas que durmiendo vertías.
»Yo soy la bien amada, que te llama por última vez: ahora o nunca. Mira hacia atrás: ¿no oyes que me acerco? ¿Quieres ver mis ojos y morir de amor? ¡Mira hacia atrás, mírame, mírame!...»
Por supuesto, que todo esto era el diablo quien lo decía, y no el niño del coro, como el Magistral pensaba. La voz, al cantar lo de «¡mírame, mírame!», se había acercado tanto, que el canónigo creyó sentir en la nuca el aliento de una mujer (según él se figuraba que eran esta clase de alientos).
No pudo menos de volver los ojos, y vio con espanto detrás de la verja, tocando casi con la frente en las rejas doradas, un rostro de mujer, del cual partía una mirada dividida en dos rayos que venían derechos a herirle en sitios del corazón deshabitados. Púsose en pie el Magistral sin poder contenerse, y por instinto anduvo en dirección de la verja cerrada. A nadie extrañó el caso, porque en aquel momento otro canónigo vino de relevo y se arrodilló ante el reclinatorio.
Aquella imagen que asomaba entre las rejas era de la jueza (que así llamaban a doña Fe, por ser esposa del magistrado de mayor categoría del pueblo).
Bien la conocía el Magistral, y aun sabía no pocos de sus pecados, pues ella se los había referido; pero jamás hasta entonces había notado la acabadísima hermosura de aquel rostro moreno. Claro es que al Magistral, sin las artes del diablo, jamás se le hubiera ocurrido mirar a aquella devota dama, famosa por sus virtudes y acendrada piedad.
Cuando el canónigo, sin saber lo que hacía, se iba acercando a ella, un caballero de elegante porte, vestido con esmerada riqueza y gusto, y ni más ni menos hermoso que el Magistral mismo, pues se le parecía como una gota a otra gota, se acercó a la jueza, se arrodilló a su lado, y acercando la cabeza al oído de un niño que la señora tenía también arrodillado en su falda, le dijo algo que oyó el niño sólo, y que le hizo sonreír con suma picardía. Miró la madre al caballero, y no pudo menos de sonreír a su vez cuando le vio posar los labios sobre la melena abundosa y crespa de su hijo, diciendo: «¡Hermoso arcángel!» El niño, con cautela y a espaldas de la madre, sacó de entre los pliegues de su vestido una carraca de tamaño descomunal, en cuanto carraca, y sin más miramientos, en cuanto vio que otra luz de las del triángulo se apagaba, trazó en el viento un círculo con la estrepitosa máquina y dio horrísono comienzo a la revolución de las carracas. No había llegado, ni con mucho, el momento señalado por el rito para el barullo infantil, pero ya era imposible contener el torrente; estalló la furia acorralada, y de todos los ángulos del templo, como gritos de las euménides, salieron de las fauces de madera los discordantes ruidos, sofocados antes, rompiendo al fin la cárcel estrecha y llenando los aires, en desesperada lucha unos con otros, y todos contra los tímpanos de los escandalizados fieles.
Y era lo que más sonaba y más horrísono estrépito movía la carcajada del diablo, que tenía en sus brazos al hijo de la jueza y le decía entre la risa: «¡Bien, bravo, ja, ja, ja, toca; eso, ra, ra, ra, ra!...»
El niño, orgulloso de la revolución que había iniciado, manejaba la carraca como una honda, y gritaba frenético: «¡Mamá, mamá, he sido yo el primero! ¡Qué gusto, qué gusto! ¡Ra, ra, ra!» La jueza bien quisiera ponerse seria, a fuer de severa madre; pero no podía, y callaba y miraba al hermoso arcángel y al caballero que le sostenía en sus brazos; y oía el estrépito de las carracas como el ruido de la lluvia de primavera, que refresca el ambiente y el alma. Porque precisamente en aquel día había esta señora sentido grandes antojos de algo extraordinario, sin saber qué; algo, en fin, que no fuera el juez del distrito; algo que estuviera fuera del orden; algo que hiciese mucho ruido, como los besos que ella daba al arcángel de la melena; más todavía, como los latidos de su corazón, que se le saltaba del pecho pidiendo alegría, locuras, libertad, aire, amores... carracas. El Magistral, que había acudido con sus compañeros de capítulo a poner dique a la inundación del estrépito, pero en vano, fingía, también en balde, tomar a mal la diablura irreverente de los muchachos, porque su conciencia le decía que aquella revolución le había ensanchado el ánimo, le había abierto no sabía qué válvulas que debía de tener en el pecho, que al fin respiraba libre, gozoso. Ni el Magistral volvió a pensar en la jueza, ni la jueza miró sino con agradecimiento de madre al caballero que se parecía al Magistral, a quien había mirado la espalda aquella noche antes de que entrase el caballero.
Los demás devotos, que al principio se habían indignado, dejaron al cabo que los diablejos se despacharan a su gusto; en todas las caras había frescura, alegría; parecíales a todos que despertaban de un letargo; que un peso se les había quitado de encima, que la atmósfera estaba antes llena de plomo, azufre y fuego, y que ahora con el ruido, se llenaba el aire de brisas, de fresco aliento que rejuvenecía y alegraba las almas. -Y ¡ra, ra, ra, ra!- los chicos tocaban como desesperados. Perico hacía sonar el carracón de la torre, y el diablo reía, reía como cien mil carracas.

* * *

Lo cierto es que el demonio tenía un plan como suyo; que la jueza y el Magistral estuvieron a punto de perderse, allá en lo recóndito de la intención por lo menos; pero, como al diablo lo que más le agrada son las diabluras, en cuanto le infundió al chico de la jueza la tentación de tocar la carraca a deshora, todo lo demás se le olvidó por completo, y dejando en paz, por aquella noche, las almas de los justos, gozó como un niño con la tentación de los inocentes.
Cuando Satanás, a la hora del alba, envuelto por oscuras nubes, volvía a sus reales, encontró en el camino del aire a los ángeles de la víspera. Oyeron que iba hablando solo, frotándose las manos y riendo a carcajadas todavía.
-¡Es un pobre diablo! -dijo uno de los ángeles.
-¡Y ríe! -exclamó otro. Y ríe en la condenación eterna...
Y callaron todos, y siguieron cabizbajos su camino.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

El cristo de la vega de ribadeo

Nació Facundo Cocañín, tan rollizo como hermoso, en la Vega de Ribadeo. Su padre tenía una fábrica de manteca, y parecía que Facundo había sido confeccionado en la fábrica: parecía un rollo de manteca destinado a sonsacar un premio, una medalla de oro en una exposición. Andando el tiempo. Facundo se pasó la vida, en efecto, presentándose en concursos, más industriales que otra cosa, y solicitando medallas de oro y de plata y diplomas, y cuanto puede acreditar oficialmente competencia académica, científica, moral y religiosa.
Prosperaba la industria de los Cocañines que era una bendición del cielo. A Dios, principalmente, atribuía aquella piadosa familia la corriente de plata que se les entraba por las puertas de la fábrica. Así como la India antigua creyó muy de veras que la Ganga, el Ganges, bajaba del cielo a fecundar la privilegiada tierra de los creyentes. Cocañín padre, y su esposa y el hermano de Cocañín, don Ambrosio, rector del seminario de Lugo, creían firmemente que toda aquella manteca, tan bien pagada, era gracia del Señor, que así premiaba las virtudes de varias generaciones de Cocañiques, siempre mantequeros y siempre llenos de la fe del carbonero. Sí, tenían la fe del carbonero decían, sin temor de manchar la manteca. Les iba muy bien creyendo así, y además, el negocio no hubiera dado siempre para otra cosa. ¡Creer! -Poco les faltaba para poner en la tienda de Ribadeo, donde vendían algo al pormenor, un rótulo que dijera: La Nata. Fábrica de mantecas. Proveedores de S. D. M. Lo consultaron con varios teólogos y resultó que sería un sacrilegio. Que si no...
Facundo prosperó también, desde los primeros meses, tanto como el producto industrial de sus mayores.
-Mire usted, decía la madre muy hueca: parece que lo han hecho abajo (en la fábrica); y enseñaba al mundo entero los muslos, los brazos y los lomos del futuro neo escolástico. Porque Facundo paró en eso, sin adelgazar nunca, ni perder el color. Todo él era de rosa. Y todo en él redondo con hoyos que eran redundancias de argollas de carne. Era un angelote de Murillo retocado por un repostero. Por esto, no daban ganas de ponerlo en un cuadro, sino en el escaparate de Lhardy.
Eso parecía principalmente, un gran bocado. Lo mismo al año de nacer, que cuando ganó una canonjía, digo una cátedra, en público certamen al grito de ¡Santiago y a ellos, que son pocos! (los jueces liberales).
La religiosidad de los Cocañines era tradicional y estaba enlazada, como una yedra, a las sólidas murallas de la Iglesia... que servían también de fortaleza al crédito del negocio. Porque, valga la verdad, eran unos mercaderes, para quien ya no había un Cristo que los arrojase del templo.
La clientela de frailes, cabildos, obispos, monjas, clero suelto y familias timoratas, había venido poco a poco, al principio, por la buena opinión ortodoxa de que gozaban los Cocañines; y había aumentado y se conservaba gracias al piadoso temor de Dios y de esa clientela que era el dogma de la fábrica. El más pequeño conato, no ya de herejía, de liberalismo, que hubiera podido arrancar a la casa un solo parroquiano escrupuloso en materia de fe, les hubiera parecido pecado que no se purgaría con todas las penas del infierno.
¡El infierno! Esa era la gran guardia civil en que los Cocañines, velan garantía eterna de las abundantes salidas.
Por un sórites, que inventó el Cocañín del seminario, pero que ya había hecho su hermano, sin llamarlo así, llegaban desde el mercado de su producto hasta el dogma de las penas eternas. La cosa era fácil de entender; y cuando creció Facundo y fue filósofo escolástico, pero ya de los que usan macferlan y prescinden de las formas silogísticas, el chico se explicaba, y explicaba a los suyos, la necesidad... para la vida de la fábrica, del dogma, del gran dogma del fuego eterno, diciendo algo por el estilo.
-«Son habas contadas: (le gustaban mucho las cosas contadas y las habas contadas o no, pero con morcilla). Nuestro crédito se funda en nuestra religiosidad completamente correcta (hablaba con los barbarismos que leía en los periódicos neos, puristas que no practicaban). Todo Galicia y parte de Asturias, la de Occidente, y no poca parte de León y algo de Portugal, se surten infaliblemente de manteca en nuestra casa; además, contamos con la exportación para la Verde Erin, la católica Irlanda y para la Bretaña siempre fiel. Los que nos compran no nos comprarían 1º: si dejáramos de ser ortodoxos; 2.º si la fe se entibiara en los pueblos leales y esas dignísimas personas que viven del altar y de otras cosas santas, no recaudaran lo mucho que cobran, gracias a la piedad de pueblos y gobiernos. Pero ¿por qué se conserva la fe en muchos  pueblos, a pesar de la peste de la incredulidad que infesta el mundo? ¡Ay! Preciso es confesarlo: por la atrición; por miedo a los castigos terribles del infierno; por la eternidad de las penas. Suprimid el infierno y la sociedad se viene abajo, y con ella la Nata, la mejor fábrica de manteca.

II

¿A qué destinarían los Cocañines aquel vástago tan rollizo? No había que dudar. Había nacido canónigo. Aunque la fábrica ocupaba territorio de Asturias, la familia tenía su abolengo, sus amores de terruño, del otro lado del río, en Ribadeo. Además, las relaciones eclesiásticas de los mantequeros ilustres eran principalmente gallegas. -Facundo, como buen rayano, era más gallego que uno de la Coruña, aunque civil y geográficamente era hijo de Pelayo. El siempre invocaba al apóstol: ¡Santiago y a ellos! -Fue, muy niño todavía, al lado de su tío el rector del seminario de Lugo, que dejó este oficio por el de magistral de aquel ilustre cabildo, -Facundo fue colegial, niño de coro, interno en el seminario. Aprendió muy bien latín; de memoria, se echó al cuerpo una porción de filosofía de Balmes, Fray Ceferino González, todo en latín, y entró triunfante en la teología desempedrando Santos Padres y doctores de la Iglesia, como si dijéramos; y hasta los PP. griegos citaba de memoria, sin entender una palabra. Uno de sus principales cuidados en estos estudios de retentiva era estar al quite, como decía él, de las citas que se hicieran pretendiendo demostrar que de la Patrología se reciben grandes argumentos de autoridad en pro de las ideas socialistas y aún de las comunistas. Facundo deslumbraba al Verbo con las contras teológicas, citando textos menos vulgares de los mismos santos autores en los que se deshacía el efecto disolvente de las citas incendiarias. Para mayor seguridad, añadía todo de memoria, por supuesto, los artificiosos comentarios con que el clero burgués y sabio de nuestros días retorcía y mellaba las armas temibles de aquellos textos alarmantes, convirtiéndolos en espadas de Bernardo. ¡No faltaba más! «La Iglesia no podía morir... ¡Pero La Nata tampoco!»
Cuando ya Facundo era redactor vergonzante de La Atalaya espiritual, y desde ella, y desde seguro, despreciaba la ciencia de todo liberal a partir de Kant y Fichte y el frenético Hegel (pronunciado como se escribe) hasta Castelar y Pi; cuando ya había adquirido estilo propio, que consistía en insultar y calumniar al enemigo, leerle, y condenarle al fuego eterno, siempre con textos del Dante;  cuando en fin, era ya una maza de Fraga de todo sospechoso de relajamiento en materia de fe, moral o disciplina, se consideró, y le consideraron los suyos, en punto de caramelo para entrar en el sacerdocio de una religión de paz y misericordia, por los pasos contados del derecho canónico.
Pero quiso Dios, o quien fuera que illo tempore, por aquel tiempo, heredara una prima de Facundo un fortunón en prados y vacas de leche. ¡Leche para la Nata! -No había más que hablar. El matrimonio también era un sacramento. El caso era no ir a la cópula por concupiscencia, sino para procreación y educación de los hijos y mutuo auxilio de los cónyuges.
Facundo puso el cerco a la plaza y la tomó, por el valor del propio mérito plástico, en parte, y con la ayuda de dos párrocos, un coadjutor y un cabecilla carlista. Estas influencias consiguieron que Facundo pudiera criar hijos para el cielo y miles de vacas para las primeras materias de la Nata.
¡Cuánta leche!

«Lacteos, virgíneos candores
gusto Bernardo ¡oh portento!
ya no es extraño lo dulce,
pues tan melifluo fue el premio».
     
Así dice una cuarteta, inscripción de una iglesia de Madrid, aludiendo a la Virgen María y a San [58] Bernardo. Pues, si no fuera profanación, se podría decir que la Nata y sus propietarios, gozaron lacteos candores gracias al matrimonio de Facundo.

III

Pero él no podía contentarse con dirigir una fábrica de manteca. Aquella filosofía escolástica; aquella teología de perro rabirabiado, aquel anhelo de dictar sentencias en primera instancia para mandar precitos a los profundísimos Infiernos, necesitaban horizontes más anchos de los que ofrece la raya de Asturias y Galicia.
Voló Facundo. Fue periodista en Valladolid Neo caliente hasta el blanco. Allí empezó a vestir con elegancia y a usar un macferlan que ya no abandonó nunca.
¡Le parecía a él tan chic, tan picante, pensar y sentir como un Torquemada y vestir como un currutaco de Valladolid! Acudió, calada la visera y con cartas de recomendación subrepticias, a multitud de certámenes de la Unión católica, de cofradías y del gay saber... ultramontano. En prosa o en verso siempre triunfó, gracias a su intransigencia; el argumento Aquiles que siempre arrojaba sobre el enemigo, las penas eternas. Calumniaba, insultaba, demostraba que el impío está fuera de la ley y que vale todo contra el réprobo... y se le llenaba la casa de pensamientos de oro, de escribanías de plata, jarrones e imágenes sagradas. Pero a todos aquellos crucifijos que le regalaban y que tenía tasados en lo mucho que valían, pesando el metal precioso, sin menoscabo de la religiosidad; a todos, prefería un Cristo, que le había regalado su padre, antiguo recuerdo de familia. Era una tosca imagen de talla, pero no era escultura; repitiéndose aquí el milagro de otro Crucifijo que un célebre poeta español heredó de sus mayores también; Crucifijo que tampoco es escultural, pero es de talla. Milagro.
Cuando en la academia de Jurisprudencia, (pues Facundo pasaba meses en Madrid) discutía contra los liberales, nuestro paladín divino, y los injuriaba y levantaba falsos testimonios como chichones, siempre imaginaba él que su arma de combate era el crucifijo de tosca madera, que él, Hércules cristiano, manejaba como una maza santa para aplastar hidras, domesticar leones y acabar con otras calamidades liberales.
También hizo oposición a una cátedra y la ganó, como pudo haber ganado un Jubileo o Indulgencia plenaria. Los ejercicios fueron unos fervorines, varias novenas, y casi casi las misas de San Gregorio. Esto en la parte positiva; en la negativa, que era su fuerte, aquello fue las Navas de Tolosa, o la batalla de Lepanto. ¡Pobre Kant! ¡Pobre Voltaire! (¡todavía!) Pobre Hegel, pobre Jovellanos, pobre Sanz del Río, pobre Pi y Margall ¡y pobre humanidad libre-pensadora o por lo menos liberal, o amiga de la desamortización por lo mínimo! Con todos aquellos cientos de pensadores, estadistas, literatos, etc., etc. Facundo se portó como un Vargas Machuca. El Cristo, el Crucifijo de encina, chorreaba sangre y tenía incrustaciones de hueso, de esquirlas, adornadas con piel humeante de liberal y heterodoxo.
De los contrincantes, sospechosos de filosofía alemana siquiera, no hay que hablar. Un portero tuvo que barrer sus restos. El salón de actos quedó hecho un spollarium. Había dos jueces de la cáscara amarga, y como eran minoría... se quedaron sin cáscara; Facundo les hundió el Cristo en el cráneo ochenta veces. Era el diablo. Por lo menos, disponía del infierno como si él mandase allí.

IV

Pasó mucho tiempo. Tanto, que el día en que volvemos a ver a nuestro héroe es... el día del Juicio por la tarde.
Cocañín se presenta en el valle de Josafat, triunfante,  alegre, seguro de sí mismo, con el mismo cuerpo que tuvo y con el mismo macferlan de siempre. Sigue pareciendo un bocado exquisito del escaparate de Lhardy; fresco, rechoncho, sonrosado. Avanza impaciente, dando codazos y pisotones, como cuando iba a recoger un premio, por haber aplastado a media docena de apóstatas o réprobos. No duda ni un instante de que en el cielo le pondrán muy cerca de los tronos y dominaciones, que son sus predilectos. El juicio supremo para él es una ceremonia, como la de hacerse doctor. Está convencido de que se salva, con los más favorables pronunciamientos.
Por fin, le llega la vez... «Facundo Cocañín». Adelante... Saluda con cierto aire de confianza... ¿Qué ve enfrente de sí? Un crucifijo clavado en una pared, cubierta de paño negro. El crucifijo es el suyo, el de sus mayores; el Cristo de la Vega... de Rivadeo... Pero ha crecido. Es de tamaño natural. De repente... sobre la encina de la cruz, la encina del crucificado empieza a transformarse en carne... ¡pero, qué carne! Carne macerada, carne atormentada... Todas las llagas a que reza la piedad, están sangrando, pero además ¡cuántas otras! ¡Y qué de huesos rotos! Un fémur quebrado; la frente con diez agujeros, una mandíbula desencajada, un ojo colgando... ¡Y sangre... sangre brotando de todo el cuerpo! ¡De sangre, un río!
-¡Facundo, mira como me has puesto! -exclama una voz de agonía.
Un minuto después, Cocañín ingresaba, entre cuatro del orden celestial... en el infierno. En el infierno, que no existía antes, pero que se inventó, para Facundo, que tanto lo había deseado... para los demás. 

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

El centauro

Violeta Pagés, hija de un librepensador catalán, opulento industrial, se educó, si aquello fue educarse, hasta los quince años, como el diablo quiso, y de los quince años en adelante como quiso ella. Anduvo por muchos colegios extranjeros, aprendió muchas lenguas vivas, en todas las cuales sabía expresar correctamente las herejías de su señor padre, dogmas en casa. Sabía más que un bachiller y menos que una joven recatada. Era hermosísima; su cabeza parecía destacarse en una medalla antigua, como aquellas sicilianas de que nos habla el poeta de los Trofeos; su indumentaria, su figura, sus posturas, hablaban de Grecia al menos versado en las delicadezas del arte helénico; en su tocador, de gusto arqueológico, sencillo, noble, poético, Violeta parecía una pintura mural clásica, recogida en alguna excavación de las que nos descubrieron la elegancia antigua. En el Manual de arqueología de Guhl y Koner, por ejemplo, podréis ver grabados que parecen retratos de Violeta componiendo su tocado.
Era pagana, no con el corazón, que no lo tenía, sino con el instinto imitativo, que le hacía remedar en sus ensueños las locuras de sus poetas favoritos, los modernos, los franceses, que acidaban a vueltas con sus recuerdos de cátedra, para convertirlos en creencia poética y en inspiración de su musa plástica y afectadamente sensualista.
A fuerza de creerse pagana y leer libros de esta clase de caballe-rías, llegó Violeta a sentir, y, sobre todo, a imaginar con cierta sinceridad y fuerza, su manía seudoclásica.
Como, al fin, era catalana, no le faltaba el necesario buen sentido para ocultar sus caprichosas ideas, algunas demasiado extra-vagantes, ante la mayor parte de sus relaciones sociales, que no podían servirle de público adecuado, por lo poco bachilleras que son las señoritas en España, y lo poco eruditos que son la mayor parte de los bachilleres.
A mí, no sé por qué, a los pocos días de tratarme creyome digno de oír las intimidades de su locura pagana. No fue porque yo hiciera ante ella alarde de conocimientos que no poseo; más bien debió de haber sido por haber notado la sincera y callada admiración con que yo contemplaba a hurtadillas, siempre que podía, su hermosura soberana, los divinos pliegues de su túnica, las graciosas líneas de su cuerpo, el resplandor tranquilo e ideal de sus ojos garzos. ¡Oh, en aquella cabecita peinada por Praxiteles, había el fósforo necesario para hacer un poeta parnasiano de tercer orden; pero, qué templo el que albergaba aquellos pobres dioses falsos, recalentados y enfermizos! ¡Qué divino molde, qué elocuente estatuaria!
Violeta, como todas las mujeres de su clase, creería que por gustarme tanto su cuerpo, yo admiraba su talento, su imaginación, sus caprichos, traducidos de sus imprudentes lecturas...
Ello fue que una noche, en un baile, después de cenar, a la hora de la fatiga voluptuosa en que las vírgenes escotadas y excitadas parece que olfatean en el ambiente perfumado los misterios nupciales con que suena la insinuante vigilia, Violeta, a solas conmigo en un rincón de un jardín, transformado en estancia palatina, me contó su secreto, que empezaba como el de cualquier romántica despreciable, diciendo:
«Yo estoy enamorada de un imposible». Pero seguía de esta suerte:
«Yo estoy enamorada de un Centauro. Este sueño de la mitología clásica es el mío; para mí todo hombre es poco fuerte, poco rápido y tiene pocos pies. Antes de saber yo de la fábula del hombre-caballo, desde muy niña sentí vagas inclinaciones absurdas y una afición loca por las cuadras, las dehesas, las ferias de ganado caballar, las carreras y todo lo que tuviera relación con el caballo. Mi padre tenía muchos, de silla y de tiro, y cuadras como palacios, y a su servicio media docena de robustos mozos, buenos jinetes y excelentes cocheros. Muy de madrugada, yo bajaba, y no levantaría un metro del suelo, a perderme entre las patas de mis bestias queridas, bosque de columnas movibles de un templo vivo de mi adoración idolátrica. No sin miedo, pero con deleite, pasaba horas enteras entre los cascos de los nobles brutos, cuyos botes, relinchos, temblores de la piel, me imponían una especie de pavor religioso y cierta precoz humildad femenil voluptuosa, que conocen todas las mujeres que aman al que temen. Me embriagaba el extraño perfume picante de la cuadra, que me sacaba lágrimas de los ojos y me hacía soñar, como el mijo a los espectadores del teatro persa.
»Soñaba con carreras locas por breñales y precipicios, saltando colinas y rompiendo vallas, tendida, como las amazonas de circo, sobre la reluciente espalda de mis héroes fogosos, fuertes y sin conciencia, como yo los quería. Fui creciendo y no menguó mi afición, ni yo traté de ocultarla; los primeros hombres que empezaron a ser para mí rivales de mis caballos fueron mis lacayos y mis cocheros, los hombres de mis cuadras. Bien lo conoció alguno de ellos, pero me libraron de su malicia mis desdenes, que al ver de cerca el amor humano lo encontraron ridículo por pobre, por débil, por hablador y sutil. El caballo no bastaba a mis ansias, pero el hombre tampoco. ¡Oh, qué dicha la mía, cuando mis estudios me hicieron conocer al Centauro! Como una mística se entrega al esposo ideal, y desprecia por mezquinos y deleznables los amores terrenos, yo me entregué a mis ensueños, desprecié a mis adoradores, y día y noche vi, y aún veo, ante mis ojos, la imagen del hombre bruto, que tiene cabeza humana y brazos que me abrazan con amor, pero tiene también la crin fuerte y negra, a que se agarran mis manos crispadas por la pasión salvaje; y tiene los robustos humeantes lomos, mezcla de luz y de sombra, de graciosa curva, de músculo amplio y férreo, lecho de mi amor en la carrera de nuestro frenesí, que nos lleva a través de montes y valles, bosques, desiertos y playas, por el ancho mundo. En el corazón me resuenan los golpes de los terribles cascos del animal, al azotar y dominar la tierra, de que su rapidez me da el imperio; y es dulce, con voluptuosidad infinita, el contraste de su vigor de bruto, de su energía de macho feroz, fiel en su instinto, con la suavidad apasionada de las caricias de sus manos y de los halagos de sus ojos...».
Calló un momento Violeta, entusiasmada de veras, y hermosísima en su exaltación; mirome en silencio, miró con sonrisa de lástima burlona a un grupo de muchachos elegantes que pasaban, y siguió diciendo:
«¡Qué ridículos me parecen esos buenos mozos con su frac y sus pantalones!... Son para mí espectáculo cómico, y hasta repugnante, si insisto en mirarlos; les falta la mitad de lo que yo necesito en el hombre... en el macho a quien yo he de querer y he de entregarme... Si me quieren robar, ¿cómo me roban? ¿Cómo me llevan a la soledad, lejos de todo peligro?... En ferrocarril o en brazos... ¡Absurdo! Mi Centauro, sin dejar de estrecharme contra su pecho, vuelto el tronco humano hacia mí, galoparía al arrebatarme, y el furor de su carrera encendería más y más la pasión de nuestro amor, con el ritmo de los cascos al batir el suelo... ¡Cuántos viajes de novios hizo así mi fantasía! ¡La de tierras desconocidas que yo crucé, tendida sobre la espalda de mi Centauro volador!... ¡Qué delicia respirar el aire que corta la piel en el vertiginoso escape!... ¡Qué delicia amar entre el torbellino de las cosas que pasan y se desvanecen mientras la caricia dura!... El mundo escapa, desaparece, y el beso queda, persiste...».
Como aquello del beso me pareció un poco fuerte, aunque fuese dicho por una señorita pagana, Violeta, que conoció en mi gesto mi extrañeza, suspendió el relato de sus locuras, y cerrando los ojos se quedó sola con su Centauro, entregándome a mí al brazo secular de su desprecio.
Un poco avergonzado, dejé mi asiento y salí del rincón de muestra confidencia, contento con que ella, per tener cerrados los ojos, como he dicho, no contemplara mi ridícula manera de andar como el bípedo menos mitológico, como un gallo; por ejemplo.

* * *
Pasaron algunos años y he vuelto a ver a Violeta. Está hermosa, a la griega, como siempre, aunque más gruesa que antes. Hace días me presentó a su marido, el Conde de La Pita, capitán de caballería, hombrachón como un roble, hirsuto, de inteligencia de cerrojo, brutal, grosero, jinete insigne, enamorado exclusivamente del arma, como él dice, pero equivocándose, porque al decir el arma, alude a su caballo. También se equivoca cuando jura (¡y jura bien!), que para él no hay más creencia que el espíritu de cuerpo; porque también entonces alude al cuerpo de su tordo, que sería su Pílades, si hubiera Pílades de cuatro patas, y si hombres como el Conde de La Pita pudieran ser Orestes. El tiempo que no pasa a caballo lo da La Pita por perdido; y, en su misantropía de animal perdido en una forma cuasi humana, declama, suspirando o relinchando, que no tiene más amigo verdadero que su tordo.
Violeta, al preguntarle si era feliz con su marido, me contestaba ayer, disimulando un suspiro: «Sí, soy feliz... en lo que cabe... Me quiere... le quiero... Pero... el ideal no se realiza jamás en este mundo. Basta con soñarlo y acercarse a él en lo posible. Entre el Conde y su tordo... ¡Ah! Pero el ideal jamás se cumple en la tierra».
¡Pobre Violeta; le parece poco Centauro su marido!

 1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

Doña berta - Cap. I

Hay un lugar en el norte de España adonde no llegaron nunca ni los romanos ni los moros; y si doña Berta de Rondaliego, propietaria de este escondite verde y silencioso, supiera algo más de historia, juraría que jamás Agripa,* ni Augusto,* ni Muza, ni Tarick* habían puesto la osada planta sobre el suelo, mullido siempre con tupida hierba fresca, jugosa, oscura, aterciopelada y reluciente, de aquel rincón suyo, todo suyo, sordo, como ella, a los rumores del mundo, empaquetado en verdura espesa de árboles infinitos y de lozanos prados, como ella lo está en franela amarilla, por culpa de sus achaques.
Pertenece el rincón de hojas y hierbas de doña Berta a la parroquia de Pie del Oro, concejo de Carreño, partido judicial de Gijón; y dentro de la parroquia. se distingue el barrio de doña Berta con el nombre de Zaornín, y dentro del barrio se llama Susacasa la hondonada* frondosa, en medio de la cual hay un gran prado que tiene por nombre Aren. Al extremo noroeste del prado pasa un arroyo orlado* de altos álamos, abedules y cónicos humeros* de hoja oscura que comienza a rodear en espiral el tronco desde el suelo, tropezando con la hierba y con las flores de las márgenes del agua.
El arroyo no tiene allí nombre, ni lo merece, ni apenas agua para el bautizo; pero la vanidad geográfica de los dueños de Susacasa lo llamó desde siglos atrás el río, y los vecinos de otros lugares del mismo barrio, por desprecio al señorío* de Rondaliego, llaman al tal río el regatu,* y lo humillan cuanto pueden, manteniendo incólumes capciosas servidumbres* que atraviesan la corriente del cristalino huésped fugitivo del Aren y de la llosa;* y la atraviesan ¡oh sarcasmo! sin necesidad de puentes, no ya romanos, pues queda dicho que por allí los romanos no anduvieron; ni siquiera con puentes que fueran troncos huecos y medio podridos de verdores redivivos* al contacto de la tierra húmeda de las orillas. De estas servidumbres tiranas, de ignorado y sospechoso origen, democráticas victorias sancionadas por el tiempo,* se queja amargamente doña Berta, no tanto porque humillen el río, cruzándole sin puente (sin más que una piedra grande en medio del cauce, islote de sílice, gastado por el roce secular de pies desnudos y zapatos con tachuelas), cuanto porque marchitan las más lozanas* flores campestres y matan, al brotar, la más fresca hierba del Aren fecundo, señalando su verdura inmaculada con cicatrices que lo cruzan como bandas un pecho; cicatrices hechas a patadas. Pero dejando estas tristezas para luego, seguiré diciendo que más allá y más arriba, pues aquí empieza la cuesta, más allá del río que se salta sin puentes ni vados,* está la llosa, nombre genérico de las vegas de maíz que reúnen tales y cuales condiciones, que no hay para qué puntualizar ahora; ello es que cuando las cañas crecen, y sus hojas, lanzas flexibles, se columpian ya sobre el tallo, inclinadas en graciosa curva, parece la llosa verde mar agitado por las brisas. Pues a la otra orilla de ese mar está el palacio, una casa blanca, no muy grande, solariega de los Rondaliegos, y ella y su corral, quintana,* y sus dependencias, que son: capilla, pegada al palacio, lagar (hoy con vertido en pajar), hórreo* de castaño con pies de piedra, pegollos,* y un palomar blanco y cuadrado, todo aquello junto, más una cabaña con honores de casa de labranza, que hay en la misma falda de la loma en que se apoya el palacio, a treinta pasos del mismo; todo eso, digo, se llama Posadorio.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

Doña berta - Cap. II

Viven solas en el palacio doña Berta y Sabelona. Ellas y el gato, que, como el arroyo del Aren, no tiene nombre porque es único, el gato, su género. En la casa de labor vive el casero,* un viejo, sordo como doña Berta, con una hija casi imbécil que, sin embargo, le ayuda en sus faenas como un gañán* forzudo, y un criado, zafio* siempre, que cada pocos días es otro; porque el viejo sordo es de mal genio, y despide a su gente por culpas leves. La casería la lleva a medias. Aun entera valdría bien poco; el terreno tan verde, tan fresco, no es de primera clase, produce casi nada: doña Berta es pobre, pero limpia, y la dignidad de su señorío casi imaginario consiste en parte en aquella pulcritud que nace del alma. Doña Berta mezcla y confunde en sus adentros la idea de limpieza y la de soledad, de aislamiento; con una cara de pascua hace la vida de un muni...* que hilara y lavara la ropa, mucha ropa, blanca, en casa, y que amasara el pan en casa también. Se amasa cada cinco o seis días; y en esta tarea, que pide músculos más fuertes que los suyos y aún los de la decadente Sabel, las ayuda la imbécil hija del casero; pero hilar, ellas solas, las dos viejas: y cuidar de la colada,* en cuanto vuelve la ropa del río, ellas solas también. La huerta de arriba se cubre de blanco con la ropa puesta a secar, y desde la caseta del recuesto, que todo lo domina, doña Berta, sorda, callada, contempla risueña, y dando gracias a Dios, la nieve de lino inmaculado que tiene a los pies, y la verdura, que también parece lavada, que sirve de marco a la ropa, extendiéndose por el bosque de casa, y bajando hasta la llosa y hasta el Aren; el cual parece segado por un peluquero muy fino, y casi tiene aires de una persona muy afeitada, muy jabonada y muy olorosa. Sí. Parece que le cortan la hierba con tijeras y luego lo jabonan y lo pulen: no es llano del todo, es algo convexo, se hunde misteriosamente allá hacia los humeros, al besar el arroyo, y doña Berta mil veces deseó tener manos de gigante, de un día de bueyes* cada una, para pasárselas por el lomo al Aren, ni más ni menos que se las pasa al gato. Cuando está de mal humor, sus ojos, al contemplar el prado, se detienen en las dos sendas que lo cruzan; manchas infames, huellas de la plebe, de los malditos destripa-terrones* que, por envidia, por moler, por pura malicia, mantienen sin necesidad, sin por qué ni para qué, aquellas servidumbres públicas, deshonra de los Rondaliegos.
Por aquí no se va a ninguna parte; en Zaornín se acaba el mundo; por Susacasa jamás atravesaron cazadores, ejércitos, bandidos, ni pícaros delincuentes; carreteras y ferrocarriles quédanse allá lejos; hasta los caminos vecinales pasan haciendo respetuosas eses por los confines de aquella mansión embutida en hierba y follaje; el rechino de los carros se oye siempre lejano, doña Berta ni lo oye... y los empecatados* vecinos se empeñan* en turbar tanta paz, en manchar aquellas alfombras con senderos que parecen la podre* de aquella frescura, senderos en que dejan la huellas de los zapatones y de los pies desnudos y sucios, como grosero sello de una usurpación del dominio absoluto de los Rondaliegos. ¿Desde cuándo puede la chusma pasar por allí? «Desde tiempo inmemorial», han dicho cien veces los testigos. «¡Mentira!, replica doña Berta. ¡Buenos eran los Rondaliegos de antaño para consentir a los sarnosos* marchitarles con los calcaños* puercos la hierba del Aren!» Los Rondaliegos no querían nada con nadie; se casaban unos con otros, siempre con parientes, y no mezclaban la sangre ni la herencia, no se dejaban manchar el linaje ni los prados. Ella, doña Berta, no podía recordar, es claro, desde cuándo había sendas públicas que cruzaban sus propiedades; pero el corazón le daba que todo aquello debía de ser desde la caída del antiguo régimen, desde que había liberales y cosas así por el mundo.
«Por aquí no se va a ninguna parte, éste es el finibusterre* del mundo», dice doña Berta, que tiene caprichosas nociones geográficas; un mapa-mundi homérico, por lo soñado; y piensa que la tierra acaba en punta, y que la punta es Zaornín, con Susacasa, el prado Aren y Posadorio.
«Ni los moros ni los romanos pisaron jamás la hierba del Aren», dice ella un día y otro día a su fidelísima Sabelona (Isabel grande), criada de los Rondaliegos desde los diez años, y por la cual tampoco pasaron moros ni cristianos, pues aún es tan virgen como la parió su madre, y hace de esto setenta inviernos.
«¡Ni los moros ni los romanos! », repite por la noche doña Berta a la luz del candil, junto al rescoldo* de la cocina, que tiene el hogar en el suelo; y Sabelona inclina la cabeza, en señal de asentimiento, con la misma credulidad ciega con que poco después repite arrodillada los actos de fe que su ama va recitando delante. Ni doña Berta ni Isabel saben de romanos y moros cosa mayor, fuera de aquella noticia negativa de que nunca pasaron por allí; tal vez no tienen seguridad completa de la total ruina del Imperio de Occidente ni de la toma de Granada, que doña Berta, al fin más versada en ciencias humanas, confunde un poco con la gloriosa guerra de África, y especialmente con la toma de Tetuán:* de todas suertes, no creen ni una ni otra tan remotas, como lo son, en efecto, las respectivas dominaciones de agarenos* y romanos; y en definitiva, romanos y moros vienen a representar para ambas, como en símbolo, todo lo extraño, todo lo lejano, todo lo enemigo; y así, cuando algún raro interlocutor osó decirles que los franceses tampoco llegaron jamás, ni había para qué, a Susacasa, ellas se encogieron de hombros como diciendo: --Bueno, todo eso quiere decir lo de moros y romanos-- Y es que esta manía, hereditaria en los Rondaliegos, le viene a doña Berta de tradición anterior a la invasión francesa.*

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

Doña berta - Cap. III

¡Ay, los liberales! Esos sí habían llegado a Posadorio. Se ha hablado antes de la virginidad intacta de Sabelona. El lector habrá supuesto que doña Berta era viuda, o que su virtud se callaba por elipsis. Virtuosa era.... pero virgen no; soltera sí. Si Sabel se hubiera visto en el caso de su ama, no estaría tan entera. Bien lo comprendía, y por eso no mostraba ningún género de superioridad moral respecto de su señora. Había sido una desgracia, y bien cara se había pagado, desgracia y todo. Eran los Rondaliegos cuatro hermanos y una hermana, Berta, huérfanos desde niños. El mayorazgo,* don Claudio, hacía de padre. La limpieza de la sangre era entre ellos un culto. Todos buenos, afables, como Berta, que era una sonrisa andando, hacían obras de caridad... desde lejos. Temían al vulgo, a quien amaban como hermano en Cristo, no en Rondaliego; su soledad aristocrática tenía tanto de ascetismo* risueño y resignado, como de preocupación de linaje. La librería de la casa era símbolo de esas tendencias; apenas había allí más que libros religiosos, de devoción recogida y desengañada, y libros de blasones;* por todas partes la cruz; y el oro, y la plata, y los gules* de los escudos estampados en vitela.* Un Rondaliego, tres o cuatro generaciones atrás, había aparecido muerto en un bosque, en la Matiella, a media legua de Posadorio, asesinado por un vecino, según todas las sospechas. Desde entonces toda la familia guardaba la espalda hasta al repartir limosna. El mayor pecado de los Rondaliegos era pensar mal de la plebe a quien protegían. Por su parte, los villanos, tal vez un día dependientes de Posadorio, recogían con gesto de humillación servil los beneficios, y a solapo* se burlaban de la decadencia de aquel señorío, y mostraban, siempre que no hubiese que dar la cara, su falta de respeto en todas las formas posibles. Para esto, los ayudaban un poco las nuevas leyes, y la nueva política* especialmente. El símbolo de las libertades públicas (que ellos no llamaban así, por supuesto) era para los vecinos de Pie del Oro el desprecio creciente a los Rondaliegos, y la sanción legal que a tal desprecio los alentaba; mediante recargo de contribución al distribuirse la del concejo, trabajo forzoso y desproporcionado en las sextaferias,* abandono de la policía rural en los límites de Zaornín, y singularmente de Susacasa, con otros cien alfilerazos* disimulados, que iban siempre a cuenta del Ayuntamiento, de la ley, de los nuevos usos, de los pícaros tiempos.
En cuanto al despojo* de fruta, hierba, leña, etc., ya no se podía culpar directamente a la ley, que no llegaba a tanto como autorizar que se robase de noche y con escalamiento a los Rondaliegos; pero si no la ley, sus representantes, el alcalde, el juez, el pedáneo,* según los casos, ayudaban al vecindario con su torpeza y apatía, que no les con sentía tropezar jamás con los culpables. Todo esto había sido años atrás; la buena suerte de los Rondaliegos fue la esquivez topográfica de su dominio: si su carácter, el de la familia, los alejaba del vulgo, la situación de su casa también parecía una huida del mundo; los pliegues del terreno y las espesuras del contorno, y el no ser aquello camino para ninguna parte, fueron causa del olvido que, con ser un desprecio, era también la paz anhelada. «Bueno, se decían para sus adentros los hermanos de Posadorio; el siglo,* el populacho aldeano, nos desprecia, y nosotros a él, en paz.» Sin embargo, siempre que había ocasión, los Rondaliegos ejercían su caridad por aquellos contornos.
Todos los hermanos permanecían solteros; eran fríos, apáticos, aunque bondadosos y risueños. El ídolo era el honor limpio, la sangre noble inmaculada. En Berta, la hermana, debía estar el santuario de aquella pureza. Pero Berta, aunque de la misma apariencia que sus hermanos, blanca, gruesa, dulce, reposada de gesto, voz y andares, tenía dentro ternuras que ellos no tenían. El hermano segundo, algo literato, traía a casa novelas de la época, traducidas del francés. Las leían todos. En los varones no dejaban huella; en Berta hacían estragos interiores. El romanticismo, que en tantos vecinos y vecinas de las ciudades y villas era pura conversación, a lo más, pretexto para viciucos,* en Posadorio tenía una sacerdotisa verdadera, aunque llegaba hasta allí en ecos de ecos, en folletines apelmazados.* Jamás pudieron sospechar los hermanos la hoguera de idealidad y puro sentimentalismo que tenían en Posadorio. Ni aun después de la desgracia dieron en la causa de ella, pensando en el romanticismo, la atribuyeron al azar, a la ocasión, a la traición, que culpa tuvieron también; tal vez el peor pensador llegó hasta pensar en la concupiscencia,* que por parte de Berta no hubo; sólo no se acordó nadie del amor inocente, de un corazón que se derrite al contacto del fuego que adora. Berta se dejó engañar con todas las veras de su alma. La historia fue bien sencilla; como las de sus libros: todo pasó lo mismo. Llegó el capitán, un capitán de los cristinos;* venía herido; fugitivo; cayó desmayado delante de la portilla de la quintana; ladró el perro; llegó Berta, vio la sangre, la palidez, el uniforme, y unos ojos dulces, azules, que pedían piedad, tal vez cariño; ella recogió al desgraciado, le escondió en la capilla de la casa, abandonada, hasta pensar si haría bien en avisar a sus hermanos, que eran, como ella, carlistas,* y acaso entregarían a los suyos al fugitivo si los suyos pasaban por allí y le buscaban. Al fin era un liberal, un negro.* Pensó bien, y acertó. Reveló su secreto, los hermanos aprobaron su conducta, el herido pasó de la tarima de la capilla a las plumas del mejor lecho que había en la casa; todos callaron. La facción,* que pasó por allí, no supo que tenía tan cerca a tal enemigo, que había sido azote de los blancos.* Dos meses cuidó Berta al liberal con sus propias manos, solícita, enamorada ya desde el primer día; los hermanos la dejaban cuidar y enamorarse; la dejaban hacer servicios de amante esposa que tiene al esposo moribundo; y esperaban que ¡naturalmente! el día en que el enfermo pudiera abandonar a Posadorio, todo afecto se acabaría; la señorita de Rondaliego sería una extraña para el capitán garrido, que todas las noches lloraba de agradecimiento, mientras los hermanos roncaban y la hermana velaba, no lejos del lecho, acompañada de una vieja y de Sabel, entonces lozana doncella.
Cuando el capitán pudo levantarse y pasear por la huerta, dos de los hermanos, entonces presentes en Posadorio (los otros dos, el mayor y el último, habían ido a la ciudad por algunos días), vieron en el negro un excelente amigo, capaz de distraerlos de su resignado aburrimiento; la simpatía entre los carlistas y el liberal creció de día en día; el capitán era expansivo,* tierno, de imaginación viva y fuerte; quería, y se hacía querer; y a más de eso, animaba a los linfáticos* Rondaliegos a inocentes diversiones, como asaltos de armas, que él dirigía, sin tomar en ellos parte muy activa, juegos de ajedrez y de naipes, y leía en voz alta, con hermosa entonación, blanda y rítmica, que los adormecía dulcemente, después de la cena, a la luz del velón vetusto del salón de Posadorio, que resonaba con las palabras y con los pasos.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

Doña berta - Cap. IV

Llegó el día en que el liberal se creyó obligado por delicadeza a anunciar su marcha, porque las fuerzas, recobradas ya, le permitían volver al campo de batalla en busca de sus compañeros. Dejaba allí el alma, que era Berta; pero debía partir. Los hermanos no se lo consintieron;* le dieron a entender con mil rodeos que cuanto más tardara en volver a luchar contra los carlistas, mejor pagaría aquella hospitalidad y aquella vida que decía deber a los Rondaliegos. Además, y sobre todo, ¡les era tan grata su compañía! Vivían unos y otros en una deliciosa interinidad,* olvidados de los rencores políticos, de todo lo que estaba más allá de aquellos, bosques, marco verde del cuadro idílico de Susacasa. El capitán se dejó vencer; permaneció en Posadorio más tiempo del que debiera; y un día, cuando las fuerzas de su cuerpo y la fuerza de su amor habían llegado a un grado de intensidad que producía en él una armonía deliciosa y de mucho peligro, cayó, sin poder remediarlo, a los pies de Berta, en cuanto la ocasión de verla sola vino a tentarle. Y ella, que no entendía palabra de aquellas cosas, se echó a llorar; y cuando un beso loco vino a quemarle los labios y el alma, no pudo protestar sino llorando, llorando de amor y miedo, todo mezclado y confuso. No fue aquel día cuando perdió el honor sino más adelante; en la huerta, bajo un laurel real que olía a gloria; fue al anochecer; los hermanos, ciegos, los habían dejado solos en casa, a ella y al capitán; se habían ido a cazar, ejercicio todavía demasiado penoso para el convaleciente que quería ir a la guerra antes de tiempo.
Cantaba un ruiseñor solitario en la vecina carbayeda;* un ruiseñor como el que oía arrobada de amor la sublime santa Dulcelina,* la hermana del venerable obispo Hugues de Dignes. «¡Oh, qué canto solitario el de ese pájaro!», dijo la Santa, y en seguida se quedó en éxtasis absorta en Dios por el canto de aquel ave. --Así habla Salimbeno*-- Así se quedo Berta; el ruiseñor la hizo desfallecer, perder las fuerzas con que se resiste, que son desabridas,* frías; una infinita poesía que lo llena todo de amor y de indulgencia le inundó el alma; perdió la idea del bien y el mal; no había mal; y absorta por el canto de aquel ave, cayó en los brazos de su capitán, que hizo allí de Tenorio sin trazas de malicia. Tal vez si no hubiese estado presente el liberal, que le debía la vida a ella, Berta, escuchando aquella tarde al solitario ruiseñor, se hubiera jurado ser otra Dulcelina, y amar a Dios, y sólo a Dios, con el dulce nombre de Jesús, en la soledad del claustro, o como Santa Dulcelina, en el mundo, en el siglo,* pero en aquel siglo de Susacasa, que era más solitario que un convento; de todas suertes, de seguro aquel día, a tal hora, bajo aquel laurel, ante aquel canto, Berta habría llorado de amor infinito, hubiera consagrado su vida a su culto. Cuando las circunstancias permitieron ya al capitán pensar en el aspecto civil de su felicidad suprema, se ofreció a sí mismo, a fuer de* amante y caballero, volver cuanto antes a Posadorio, renunciar a sus armas y pedir la mano de su esposa a los hermanos, que a un guerrero liberal no se la darían. Berta, inocente en absoluto, comprendió que había pasado algo grave, pero no lo irreparable. Calló, más por la dulzura del misterio que por terror de las consecuencias de sus revelaciones. El capitán prometió volver a casarse. Estaba bien. No estaba de más eso; pero la dicha ya la tenía ella en el alma. Esperaría cien años. El capitán, como un cobarde, huye el peligro de la muerte; vuelve a sus banderas por ceremonia, por cumplir, dispuesto a salvar el cuerpo y pedir la absoluta,* su vida no es suya, piensa él, es del honor de Berta.
Pero el hombre propone y el héroe dispone.* Una tarde, a la misma hora en que cantaba el ruiseñor de Berta y de Santa Dulcelina, el capitán liberal oye cantar al bronce* el himno de la guerra; como un amor supremo; la muerte gloriosa le llama desde una trinchera; sus soldados esperan el ejemplo, y el capitán lo da; y en un deliquio* de santa valentía entrega el cuerpo a las balas, y el alma a Dios, aquel bravo que sólo fue feliz dos veces en la vida, y ambas para causar una desgracia y engendrar un desgraciado. Todo esto, traducido al único lenguaje que quisieron entender los hermanos Rondaliegos, quiso que un infame* liberal, mancillando* la hospitalidad, la gratitud, la amistad, la confianza, la ley, la virtud, todo lo santo, les había robado el honor y había huido.
Jamás supieron de él. Berta tampoco. No supo que el elegido de su alma no había podido volver a buscarla para cumplir con la Iglesia y con el mundo, porque un instinto indomable* le había obligado a cumplir antes con su bandera. El capitán había salido de Zaornín al día siguiente de su ventura; de la deshonra que allí dejaba no se supo, hasta que, con pasmo y terror de los hermanos, con pasmo y sin terror de Berta, la infeliz cayó enferma de un mal que acabó en un bautizo misterioso y oculto, en lo que cabía, como una ignominia.* Berta comenzó a comprender su falta por su castigo. Se le robó el hijo, y los hermanos, los ladrones, la dejaron sola en Posadorio con Isabel y otros criados. La herencia, que permanecía sin dividir, se partió, y a Berta se le dejó, además de lo poco que le tocaba, el usufructo* de todo Susacasa, Posadorio inclusive: ya que había manchado la casa solariega* pecando allí, se le dejaba el lugar de su deshonra, donde estaría más escondida que en parte alguna. Bien comprendió ella, cuando renunció a la esperanza de que volviera su capitán, que el mundo debía en adelante ser para la joven deshonrada aquel rincón perdido, oculto por la verdura que lo rodeaba y casi sumergía. Muchos años pasaron antes que los Rondaliegos empezasen, si no a perdonar, a olvidar; dos murieron con sus rencores, uno en la guerra, a la que se arrojó desesperado; otro en la emigración, meses adelante. Ambos habían gastado todo su patrimonio en servicio de la causa que defendían. Los otros dos también contribuyeron con su hacienda en pro de don Carlos,* pero no expusieron el cuerpo a las balas; llegaron a viejos, y estos eran los que, de cuando en cuando, volvían a visitar el teatro de su deshonra. Ya no lo llamaban así. El secreto que habían sabido guardar había quitado a la deshonra mucho de su amargura; después, los años, pasando, habían vertido sobre la caída de Berta esa prescripción* que el tiempo tiende, como un manto de indulgencia hecho de capas de polvo, sobre todo lo convencional. La muerte, acercándose, traía a los Rondaliegos pensamientos de más positiva seriedad; la vejez perdonaba en silencio a la juventud lejanos extravíos de que ella, por su mal, no era capaz siquiera; Berta se había perdonado a sí propia también, sin pensar apenas en ello; pero seguía en el retiro que le habían impuesto, y que había aceptado por gusto, por costumbre, como el ave del soneto de Lope, aquella que se volvió a la jaula por no ver llorar a una mujer.* Berta llegó a no comprender la vida fuera de Posadorio. A la preocupación de su aventura, poco a poco olvidada, en lo que tenía de mancha y pecado, no como poético recuerdo, que subsistió y se acentuó y sutilizó en la vejez, sucedieron las preocupaciones de familia, aquella lucha con toda sociedad y con todo contacto plebeyo. Pero si Berta se había perdonado su falta, no perdonaba en el fondo del alma a sus hermanos el robo de su hijo, que mientras ella fue joven, aunque le dolía infinito, la parecía legítimo; mas cuando la madurez del juicio le trajo la indulgencia para el pecado horroroso de que antes se acusaba, la conciencia de la madre recobró sus fuerzas, y no sólo no perdonaba a sus hermanos, sino que tampoco se perdonaba a sí misma. «Sí, se decía; yo debí protestar, yo debí reclamar el fruto de mi amor; yo debí después buscarlo a toda costa, no creer a mis hermanos cuando me aseguraron que había muerto.»
Cuando a Berta se le ocurrió sublevarse, indagar el paradero de su hijo, averiguar sí se la engañaba anunciándole su muerte, ya era tarde. O en efecto había muerto, o por lo menos se había perdido. Los Rondaliegos se habían portado en este punto con la crueldad especial de los fanatismos que sacrifican a las abstracciones absolutas las realidades relativas que llegan a las entrañas. Aquellos hombres buenos, bondadosos, dulces, suaves, caballeros sin tacha,* fueron cuatro Herodes* contra una sola criatura, que a ellos se les antojó baldón de su linaje. Era el hijo del liberal, del traidor, del infame. Conservarle cerca, cuidarle y exponerse con estos cuidados a que se descubrieran sus relaciones con el sobrino bastardo, les parecía a los Rondaliegos tanta locura, como fundir una campana con metal de escándalo y colgarla de una azotea* de Posadorio para que de día y de noche estuviera tocando a vuelo la ignominia de su raza, la vergüenza eterna, irreparable, de los suyos. ¡Absurdo! El hijo maldito fue entregado a unos mercenarios, sin garantías de seguridad, precipitadamente, sin más precauciones que las que apartaban para siempre las sospechas que pudieran ir en busca del origen de aquella criatura: lo único que se procuró fue rodearle de dinero, asegurarle el pan; y esto contribuyó para que desapareciera. Desapareció. Borrando huellas, unos por un lado, por el punto de honor, y otros por otro, por interés y codicia, todo rastro se hizo imposible. Cuando la conciencia acusó a los Rondaliegos que quedaban vivos, y les pidió que buscasen al niño perdido, ya no había remedio. El interés, el egoísmo de estas buenas gentes se alegró de haber ideado tiempo atrás aquella patraña* de la muerte del pobre niño. Primero se había mentido para castigar a la infame que aún se atrevía a pedir el fruto de su enorme pecado; después se mintió para que ella no se desesperase de dolor, maldiciendo a los verdugos de su felicidad de madre. Los dos últimos Rondaliegos murieron en Posadorio, con dos años de intervalo. Al primero, que era el hermano mayor, nada se atrevió a preguntarle Berta a la hora de la muerte: cerca del lecho, mientras él agonizaba, despejada la cabeza, expedita la palabra, Berta, en pie, le miraba con mirada profunda, sin preguntar ni con los ojos, pero pensando en el hijo. El hermano moribundo miraba también a veces a los ojos de Berta; pero nada decía de aquella respuesta que debía dar sin necesidad de pregunta; nada decía ni con labios ni con ojos. Y, sin embargo, Berta adivinaba que él también pensaba en el niño muerto o perdido. Y poco después cerraba ella misma, anegada en llanto, aquellos ojos que se llevaban un secreto. Cuando moría el último hermano, Berta, que se quedaba sola en el mundo, se arrojó sobre el pecho flaco del que expiraba, y sin compasión más que para su propia angustia, preguntó desolada, invocando a Dios y el recuerdo de sus padres, que ni él ni ella habían conocido; preguntó por su hijo. «¿Murió? ¿Murió? ¿Lo sabes de fijo? ¡Júramelo, Agustín; júramelo por el Señor, a quien vas a ver cara a cara!» Y Agustín, el menor de los Rondaliegos, miró a su hermana ya sin verla, y lloró la lágrima con que suelen las almas despedirse del mundo.

Berta se quedó sola con Sabel y el gato, y empezó a envejecer de prisa, hasta que se hizo de pergamino,* y comenzó a vivir la vida de la corteza de un roble seco. Por dentro también se apergaminaba; pero como dos cristalizaciones de diamante, quedaban entre tanta sequedad dos sentimientos, que tomaron en ella el carácter automático de la manía que se mueve en el espíritu con el tic-tac de un péndulo. La soledad, el aislamiento, la pureza y limpieza de Posadorio, de Susacasa, del Aren.... por aquí subía el péndulo a la actividad ratonil de aquella anciana flaca, amarillenta (ella, que era tan blanca y redonda), que, sorda y ligera de pies, iba y venía llosa arriba, llosa abajo, tendiendo ropa, dando órdenes para segar los prados, podar los árboles, limpiar las seves.* Pero, en medio de esta actividad, al contemplar la verdura inmaculada de sus tierras, la soledad y apartamiento de Susacasa, la sorprendía el recuerdo del liberal, de su capitán, traidor o no, de su hijo muerto o perdido...; y la pobre setentona lloraba a su niño, a quien siempre había querido con un amor algo abstracto, sin fuerza de imaginación para figurárselo; lloraba y amaba a su hijo con un tibio cariño de abuela; tibio, pero obstinado. Y por aquí bajaba el péndulo del pensar automático a la tristeza del desfallecimiento, de las sombras y frialdades del espíritu, quejosa del mundo, del destino, de sus hermanos, de sí misma. De este vaivén de su existencia sólo conocía Sabelona la mitad: lo notorio, lo activo, lo material. Como en tiempos de sus hermanos, Berta seguía condenada a soledad absoluta para lo más delicado, poético, fino y triste de su alma. Las viejas, hilando a la luz del candil en la cocina de campana, que tenía el hogar en el suelo, parecían dos momias, y lo eran; pero la una, Sabel dormía en paz; la otra, Berta, tenía un ratoncillo, un espíritu loco dentro del pellejo. A veces, Berta, después de haber estado hablando de la colada una hora, callaba un rato, no contestaba a las observaciones de Sabel, y después, en el silencio, miraba a la criada con ojillos que reventaban* con el tormento de las ideas..., y se le figuraba que aquella otra mujer, que nada adivinaba de su pena, de la rueda de ideas dolorosas que le andaba a ella por la cabeza, no era una mujer... era una hilandera de marfil viejo.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)