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jueves, 15 de mayo de 2014

Cristales

Si el alma un cristal tuviera...

Mi amigo Cristóbal siempre estaba triste... no, no es esa la palabra; era aquello una frialdad, una indiferencia, una abstinencia de toda emoción fuerte, confiada, entusiástica... No sé cómo explicarlo... Hacía daño la vida junto a él. Sus ojos, de un azul muy claro y de pupilas muy brillantes, brillantes desde una oscuridad misteriosa y preguntona, pare­cían el doctor Pedro Recio de toda expansión, de toda admiración, de todo optimismo; amar, admirar, confiar, en presencia de aque­llos ojos, era imposible; a todo oponían el veto del desencanto previo. Y lo peor era que todo lo decían con modestia, casi con temor; la mirada de Cristóbal era humilde, jamás prolongada. Podría decirse que destilaba hielo y echaba a correr.
¿Por qué era así Cristóbal, por qué miraba así? Un día lo supe por casualidad
...
«El mejor amigo, un duro» -dijo delante de nosotros no sé quién.
-Me irritan -dije a Cristóbal en cuanto que­damos solos, me irritan estos vanos aforis­mos de la falsa sabiduría escéptica, plebeya y superficial; creo que el mundo debe en gran parte sus tristezas morales a este grosero y limitado positivismo callejero que con un re­frán mata un ideal...
«Sin embargo», dijeron a su modo los ojos de Cristóbal, y sus labios sonrieron y por fin rompieron a hablar:
-Un duro... no será gran amigo; pero acaso no hay otro mejor.
Otros lloran la perfidia de una mujer... Yo me había enamorado de la amistad; había nacido para ella. Encontré un amigo en la adolescencia; partimos el pan del entusiasmo, el maná de la fe en el porvenir. Juntos em­prendimos la conquista del ensueño. Cuando la bufera infernal del desengaño nos azotó el rostro, no separamos nuestras manos que se estrechaban; como a Paolo y Francesca, abra­zados nos arrebató el viento.... Los dos vi­víamos para el arte, para la poesía, para la meditación; pero yo era autor dramático, y él no. Menos el don del teatro, que niega Zola, tal vez porque no lo tiene, todo lo dividíamos Fernando y yo. Nuestra gloria y nuestro dine­ro eran bienes comunes para los dos. El mun­do, con su opinión autoritaria, vino a sancio­nar estos lazos; se nos consideró unidos por una cadena de hierro inquebrantable. Así sea, dijimos. Y en nuestro espíritu nació uno de esos dogmas cerrados en falso con que la humanidad se engaña tantas veces.
Yo había notado que Femando era muy egoísta; de la terrible clase de los inconscien­tes, era egoísta como rumia el rumiante; te­nía el estómago así. Pero había notado tam­bién que yo, aunque más refinado y lleno de complicaciones, era otro egoísta. «Cómo puede vivir nuestra amistad entre estos ego­ísmos? Vive en su atmósfera», pensaba yo; observando que mi amigo tenía vanidad por mí, preocupaciones, antipatías y odios por mí. Yo también me sentía ofendido cuando otros censuraban a Femando; este derecho de en­contrarle defectos me lo reservaba; pero no veía en ello malicia, porque también, y con cierta voluptuosidad, examinaba yo mis pro­pias máculas y deficiencias, creyéndome humilde. Uno de los disfraces que el diablo se pone con más gusto para sus tentaciones, es el de santo.
...
Cierta noche se estrenó un drama mío; era de esos en que se rompen moldes y se apura la paciencia del público adocenado, pero no tan malévolo como supone el autor. En resu­midas cuentas, y desde el punto de vista del mundanal ruido, el éxito fue un descalabro. Una minoría tan selecta como poco numerosa me defendía con paradojas insostenibles, con hipérboles que equivalían a subirme en vilo por os aires, para dejarme caer y aplastarme. En el saloncillo bramaba una verdadera tem­pestad crítica. La fórmula era darme la en­horabuena, pero con las de Caín. En cuanto yo daba la vuelta, se discutía el género, la tendencia, y por último, se me desollaba a mí. Entonces acudían los amigos; me ensalzaban a mí y le echaban una mano protectora al género, a la tendencia.
Yo recibía los parabienes con cara de Pas­cua, pero en calidad de cordero protagonista.
Lo que nadie decía, pero lo que pensaban todos, era esto: «La culpa no es del género, no es de los moldes nuevos, es del repostero este, es del ingenio mezquino que se ha meti­do en moldes de once varas. Se ha equivoca­do. Esta es la fija. Se ha equivocado.»
Así pensaban los enemigos; y aun lo insi­nuaban, atacándome de soslayo. Y así pensa­ban los amigos, defendiéndome de frente e insinuándolo más con esta franca defensa.
¿Y Fernando? Fernando me defendía casi a puñetazos. En poco estuvo que no tuviese dos o tres lances personales. Yo le oía de ejos; no le veía.
Él no pensaba que yo le oía. Su defensa, apasionada; furiosa, era ingenua, leal. iQué entusiasmo el suyo! Era ordinariamente mo­derado, casi frío; pero aquella noche, iqué exaltación!
Le ciega la amistad -se oía por todos los rincones.
¡Qué no me hubiera cegado aquella noche a mí!
Como se recogen los restos gloriosos de una bandera salvada en una derrota, Fernan­do me recogió a mí, me sacó del teatro y me llevó a nuestra tertulia de última hora, en un gabinete reservado de un café elegante.
Al entrar allí me fijé, por primera vez en aquella noche, en el rostro de mi amigo, que vi reflejado en un espejo. Sentí un escalofrío. Me atreví a mirarle a él cara a cara. Y en efec­to, estaba como su imagen. Aún había en el amigo no sé qué de pasión que no había en el espejo. Estaba radiante. En sus ojos brillaba la dicha suprema con rayos que sólo son de la dicha, que no cabe confundir con otros. Fer­nando, muy diferente de mí en esto, era un amador de mucha fuerza y de buena suerte; para él la mujer era lo que para mí la amis­tad: su buena fortuna en galanteos le hacía feliz. Su rostro, generalmente frío, soso, de poca expresión, se animaba con destellos dia­bólicos, de pasión intensa, cuando conseguía su amor propio grandes triunfos de amor aje­no. Pero tan hermosamente transfigurado por las emociones fuertes y placenteras, como le vi aquella noche en aquel gabinete del café, no le había visto ni siquiera en la ocasión solemne en que vino a pedirme que le dejara solo en casa con su conquista más preciosa: la mujer de un amigo.
Mientras cenábamos, me fijé en los ojos de Fernando. Allí se concentraba la cifra del mis­terio. Allí se leía, como clave del enigma: «iFelicidad! iLa mayor felicidad que cabe en este cuerpo y en este espíritu de artista de egoísta, de hombre sin fe, sin vínculos fuertes con el deber y el sacrificio!»
iSi el alma un cristal tuviera!... i0h! iSí; lo tenía! Yo leía en el alma de Fernando, a tra­vés de sus ojos, como en un libro de psicolo­gía moderna, como en páginas de Bourget.
Fernando era feliz aquella noche de una manera feroz; sin saberlo, sí, como las fieras. Sabía él por experiencia propia, que a quin­taesencia del sentimiento de un artista, de lo que este cree su corazón, tal vez porque no tiene otro mejor, y no es más que una burbu­ja delicada y finísima, un coágulo de vanidad enferma, estaba padeciendo dentro de mí, dolores indecibles; sabía que el público y los falsos amigos me habían dado tormento en la flor del alma artificiosa del poeta... pero no sabía que él, su vanidad, su egoísmo, su en­vidia, se estaban dando un banquete de cha­cales con los despojos del pobre orgullo mío triturado.
iQué luz mística, del misticismo infernal de las pasiones fuertes pero mundanas, en sus ojos! iCómo se quedaba en éxtasis de placer, sin sospecharlo! iY qué decidor, qué genero­so, qué expansivo! Lo amaba todo aquella noche. Hubiera sido caritativo hasta el hero­ísmo. Su dicha de egoísta le inspiraba este espejismo de abnegación. Sin duda creía que el mundo seguía siendo él. Oía las armonías de los astros. Y para mí, iqué cuidados, qué atenciones!
iQué hermano tenía en él! Se hubiera bati­do, puedo jurarlo, por mi fama. iY el infeliz, sin sospechar siquiera que estaba gozando una dicha de salvaje civilizado, de carnívoro espiritual, y que esa dicha se alimentaba con sangre de mi alma, con el meollo de mis huesos duros de vanidoso incurable, de escritor de oficio!
Aquel espectáculo que me irritó al princi­pio, que fue supremamente doloroso, fue convirtiéndose poco a poco en melancólica voluptuosidad. El examen, lleno de amargura, del alma de Fernando, que yo veía en sus ojos, se fue trocando en interesante labor finísima; no tardó mi vanidad, tan herida, en rehacerse con el placer íntimo, recóndito, de analizar aquella miseria ajena. ¡Cuánta filoso­fía en pocos minutos! A los postres de la tal cena, en que el único apóstol comensal era un Judas, sin saberlo, a los postres, ya recordaba yo mi obrita del teatro como una desgracia lejana, de poética perspectiva. Mi descalabro, el martirio oculto de mi amor propio, la perfi­dia de los falsos amigos y compañeros, todo eso quedaba allá, confundido con la común miseria humana, entre las lacerías fatales necesarias de la vida... En mi cerebro, como un sol de justicia, brillaba mi resignación, mi frío análisis del alma ajena, mi honda filosofía, ni pesimista ni optimista, que no otorga a los datos históricos, al fin empíricos, siempre pocos, más valor del que tienen... Y lo que más me confortó fue el sentimiento íntimo de que el dolor intenso que me producía la traición inconsciente de
Fernando, no me inspiraba odio para él, ni siquiera desprecio, sino lástima cariñosa. «Le perdonaba, porque no sabía lo que hacía».
«Mi dogma, la amistad, me dije, no se de­rrumba esta noche como mi pobre drama; Fernando no me quiere de veras, no es mi amigo, ¿y qué?, lo seré yo suyo, le querré yo a él. Su amistad no existía, la mía sí.»
...
En tal estado, llegué a mi casa. Entré en mi cuarto. Comencé a des-vestirme, siempre con la imagen de Femando, radiante de dicha ín­tima, apasionada, ante los ojos de la fantasía. Mi espíritu nadaba en la felicidad austera de la conciencia satisfecha, de la superioridad ra­cional, mística, del alma resignada y humil­de... iQué importaba el drama, qué importaba la vanidad, qué importaba todo lo munda­no.... qué importaba la feroz envidia satisfecha del que se creía amigo!... Lo serio, lo im­portante, lo noble, lo grande, lo eterno, era la satisfacción propia, estar contento de sí mis­mo, elevarse sobre el vulgo, sobre las tristes pasiones de Femando...
Antes de apagar la luz del lavabo me vi en el espejo. iVi mis ojos!
iOh, mis ojos! iQué expresión la suya! iQué cristales! iQué orgullo infinito! iQué di­cha satánica! Yo estaba pálido, pero, iqué ojos!
iQué hoguera de vanidad, de egoísmo! Allí dentro ardía Fernando, reducido a polvo vil... Era una pobre víctima ante el altar de mi or­gullo... de mi orgullo, infierno abreviado. ¿Y la amistad? ¿La mía? iAy! Detrás de los cristales de mis ojos yo no vi ningún ángel, como la amistad lo sería si existiese; sólo vi demo­nios; y yo, el autor del drama, era el diablo mayor... tal vez por razón de perspectiva...

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

Canovas - Cap I. Canovas transeunte

Mientras yo relato el cuento de cómo vos conocí.

 (N. SERRA).

No recuerdo si corrían los últimos días de Abril o los floridos de Mayo, ni del año podré decir sino que era uno de los cinco primeros de la restauración de Alfonso XII.
Sobre la calle de Alcalá volaban nubecillas tenues como una espuma de las olas de azul de allá arriba. Madrid alegre, salía a paseo y se parecía un poco al Madrid que soñó Musset, con sus marquesas a l'Å“il luttin, sus toros... embolados, sus serenatas, sus escaleras azules y demás adornos imaginarios. Cuando Madrid toma cierto aire andaluz en los días de sol y de corrida, parece lo que no es, y el que ha vivido allí algunos años se abandona a cierta ternura patriótica puramente madrileña, que no se explica bien, pero que se siente con intensidad. Eran las tres o las cuatro de la tarde; atravesaba el que esto escribe la calle, yendo de Fornos al Suizo, y en la ancha acera, debajo de los balcones de La Gran Peña, vio de cerca, por primera vez en la vida, a D. Antonio Cánovas del Castillo; el cual, olvidado al parecer de cuanto le rodeaba, ponía el alma entera en su íntima plática con una de las mujeres más hermosas que podían pasearse por la corte. Aunque la comparación esté muy manoseada, parecía una virgen de las más bellas del Museo, que había saltado de su cuadro y había salido a tomar el sol por las calles alegres de la villa. Era rubia, más bien alta que baja, muy esbelta, de cabeza pequeña y modelada a lo divino; cabeza en que el oro tomaba un reflejo de aureola. Era una mujer de ambiente espiritual; y tanto, que metido en su zona D. Antonio, que se acercaba bastante, también tomaba sus tintes ideales, y a pesar del bigote de blanco sucio y de púas tiesas, y a pesar de los ojos que bifurcan, y a pesar del mal torneado torso, y del pantalón prosaico, muy holgado y con rodilleras, no desentonaba el grupo por completo, ni mucho menos pasaba a la categoría de chillón contraste.
Como la dama no sé quién era, y en todo caso el ser amado no deshonra, y como el señor Cánovas es libre y puede contraer justas nupcias, y por tanto, usar de todos los derechos que para el ejercicio de ese son necesarios, no habrá indiscreción en decir que a mí se me figuró ver en los ojos del expresidente del Consejo de Ministros algo muy semejante al amor, si no era el amor mismo. Y tal como la bien avenida pareja de palomas se esponja al sol, o bañando las erizadas plumas en las gotas de lluvia fresca y sutil, y en tanto el macho arrastra la cola, caracolea y sacude ondulante el cuello hinchado, de donde salen suaves murmullos de pasión perezosa, así Cánovas y la virgen del Museo se esponjaban al sol de la calle de Alcalá, ella, coqueta a la inglesa, él, galán como el más pintado de Lope.
Como el palomo del símil, D. Antonio llegó al extremo de girar en redor de su desconocida (es decir, de mi desconocida), no sin tomarla antes una mano, como quien hace que se despide y se queda. No sacudía aquella mano, según la moda grosera de entonces, sino que entre las dos suyas la sustentaba con disimuladas caricias... Y la conversación seguía en tanto animada, pienso que espiritual, pues lo era la sonrisa en ambos. No había allí escándalo ni con cien leguas, que esto tiene el saber hacer las cosas; ningún transeúnte paraba la atención en el grupo, ni mucho menos los del grupo en los transeúntes. Sólo yo era allí atento espectador, sin cuidarme de disimular mi curiosidad, pues ni la dama ni el galán veían cosa que no fuera ellos mismos. Llegó el momento de separarse; don Antonio habló al oído de su amiga, hubo un apretón de manos, callado, serio, sentimental por lo fuerte; y prolongando el roce de los guantes con la carne al separarse los dedos, al fin se fue cada cual por su lado, sin volver ninguno la cabeza. El rostro de la hermosa cambió de expresión enseguida, en cuanto dio ella el primer paso calle abajo; la sonrisa ideal había desaparecido; en aquellos ojos y en aquella frente sólo se vio la seriedad prosaica, hasta donde puede ser prosaica una divinidad, de la reflexión fría y atenta. La virgen del Museo se convirtió como por encanto en la Musa de la aritmética. A lo menos tal me pareció. Pero no pude seguirla, porque el personaje principal para mí era el otro, Cánovas, que tomó por la calle de Sevilla. Él seguía sonriendo a sus imágenes, llevaba la cabeza erguida, miraba al cielo, y de puro distraído no contestaba a los saludos exagerados de tal cual transeúnte que le reconocía. Algunos, después de pasar a su lado, se volvían para admirar no sé si al grande hombre o al gran Presidente del Consejo.
Al llegar a la Carrera de San Jerónimo, torció  a la derecha, camino de la Puerta del Sol. Era su andar como el de azotacalles distraído que no sabe a dónde va, ni le importa ir a un lado o a otro. A los pocos pasos atravesó la calle y se detuvo ante el escaparate de la que es hoy librería de Fe, y que entonces era, si mal no me acuerdo, de Durán todavía.
Con la atención codiciosa de una dama que registra detrás de los cristales las joyas acostadas en muelle cama de terciopelo, Cánovas, torciendo un poco la cabeza, gesto de miope, leía los rótulos de los libros nuevos, y tal vez olvidaba un punto las dulces emociones que desde el Suizo venía saboreando. Después que leyó todos los letreros que quiso, dio un paso hacia la puerta de la librería, echó mano al picaporte..., pero lo soltó en seguida, cambió de idea, y siguió andando. Iba como antes, sonriendo; pero su sonrisa era ya más complicada.
No cabía duda; el presidente saboreaba con deleite la vida aquella tarde: me precio de observador mediano, y aquella mirada vaga y alegre, aquel andar ondulante y otros signos que se ven y no se describen, me revelaban el pensamiento del grande hombre, es decir, del gran Ministro.
Cánovas tiene bastante imaginación para gozar de esa perspectiva espiritual en que hay como una síntesis de los placeres, de la alegría,  de los bienes que nos han tocado en suerte. Suele provocar este delicioso espectáculo del panorama de nuestra dicha la feliz conjunción de algunos fenómenos halagüeños que, como en la obra de arte, en la novela, en el drama, se juntan a veces en la vida de tal forma, que se hacen transparentes, significativos y sugestivos a la par; y convertidos en símbolos, y sugiriendo mil ideas de color de rosa, nos llevan al éxtasis egoísta, tal vez el más intenso, que nos tiene amarrados por horas o por días al engaño de ver el mundo como hecho para nosotros, bueno, suave, risueño, preparado por Dios como el escenario de un drama para el interesante espectáculo de nuestra feliz existencia.
Cánovas, sin duda, se contemplaba con deleite aquella tarde en que se daba asueto, y a pie, como cualquiera, recorría las calles, y ora tropezaba con el amor, ora con el arte, con la poesía; es decir, con sus aficiones más intensas, según él, aunque en esto haya ilusión probablemente.
También, para mí, el paseo de Cánovas tenía algo de simbólico, en el sentido más alto en que el símbolo significa tal vez la forma más pura y esencial de las cosas.
Era aquella una escapatoria del hombre de Estado, del ser oficial, abstracto según la ley, que representa, como un maniquí, personificaciones  acaso falsas aun en idea; era la escapatoria del jefe de un Gobierno, que se reconocía hombre en un rato de buen humor.
No todos los jefes de gobierno son capaces de ser hombres además. Por supuesto, dando al homo un valor que no alcanzan la mayor parte de los que, por ser bimanos e implumes, ya quieren entrar en tan rara y elevada categoría. Haced a Romero Robledo presidente del Consejo, y será incapaz de ser ya otra cosa en su vida.
Cánovas sí; Cánovas es algo más que un político, es decir, más que un artefacto de palo con juego en las manos, en los pies, en el espinazo y en la lengua; Cánovas es además un hombre. Aunque llegara el tiempo fabuloso en que se encargaran de la cosa pública las personas, las verdaderas personas exclusivamente, Cánovas podría continuar siendo político.
Pues bien, aquella tarde sacaba a paseo al hombre que lleva dentro del uniforme de ministro, y a los pocos pasos encontraba a la mujer, sanción de todo mérito, único premio cierto de toda ambición grande.
No se haría la ilusión D. Antonio de que le querían por su cara bonita, como se dice familiarmente; pero no padecería su amor propio aunque le quisieran por su grandeza, por el brillo de su posición y por la gracia de su talento, de su donosura mundana. Ser amado por lo mismo porque se sirve para modelo de un pintor, podrá ser halagüeño; pero la mujer también sabe apreciar otras bellezas, especialmente la mujer más digna de ser amada, la que piensa y siente con originalidad y delicadeza, un tanto desprendida de los groseros instintos, superior en parte a la tendencia animal del sexo.
Legítimamente podía D. Antonio ir satisfecho de sí mismo, como un D. Juan espiritual, por lo menos... Además, la dicha no se analiza tanto. Todas las cosas, descomponiéndolas demasiado, se reducen a átomos insípidos, incoloros e inodoros. El átomo es una cosa que, de puro insustancial, quizá no existe. D. Antonio no tenía para qué valerse de esa química psicológica que han inventado los taciturnos, los misántropos, buscando la fórmula probable del amor que inspiraba. En parte se le querría por poeta, en parte por hombre rico, en parte por hombre influyente, en gran parte por caballero cumplido, en otra no menor por galán de ameno trato, de conversación chispeante, por perfecto hombre de mundo, que es además hombre de Estado, por orador del Parlamento, por autor del prólogo a Los dramáticos contemporáneos de Novo y Colson... ¡Sabe Dios! ¡Se le podría querer por tantas cosas!... El hecho era que se le amaba. No: no tenía cara de analizar en aquellos momentos el ilustre transeúnte.
Primero la mujer... después las letras...

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

Canovas - Cap II. Intermezzo lirico

Pero antes de meterme en honduras, quiero hacer algunas advertencias que importan a mi crédito de hombre serio, sincero, cabalmente honrado y libre de toda pasión vil y pequeña.
Por estas advertencias debí haber empezado; pero el natural deseo de halagar el gusto dominante, que no puede ver las introducciones, me hizo tal vez prescindir hasta de mi fama para comenzar hablando cuanto antes de mi hombre, o, mejor diré, del hombre de su siglo.
Además, tan acostumbrados nos tiene Cánovas a hablar casi exclusiva-mente de su persona importantísima, hasta en los momentos en que más prisa corre hablar de cualquier otro, que acaso yo, por equivocación, habiéndome propuesto empezar tratando de mí mismo, la tomé con D. Antonio, como él hubiera hecho de fijo en situación análoga.
Entre el capítulo anterior y este han mediado algunos días; los más de ellos, por motivos que no importan a mis lectores, los he dedicado yo a meditaciones filosóficas y lecturas graves. Después de estar pensando en si el mundo es esto o lo otro, en si esto acabará como el rosario de la aurora, o por enfriamiento, como el teatro español, ¡quién se acuerda de querer mal al señor Cánovas!
Yo nunca le he querido mal ni bien, de ninguna manera; me encuentro con que muchos de mis contemporáneos y conciudadanos, la mayor parte con sueldo, le admiran, a veces le adoran, y resulta al cabo que es un hombre encombrant en francés, y en español insoportable.
Pero esto no me autoriza a mí para pretender burlarme del Sr. Cánovas como cualquier mequetrefe. Podré ser vulgar, superficial, insignificante en mis escritos, pero hoy no quiero serlo a sabiendas, y sé y siento que la materia que he escogido para este folleto literario ofrece el peligro de la vulgaridad más odiosa: la murmuración frívola, vanamente injusta, la maledicencia ridículamente pedantesca. Vade retro!
¿Por qué engañarme a mí mismo? Si mi espíritu no está ahora para bromas ligeras, no debo dejar que la pluma resbale por la corriente de los lugares comunes de la ironía. ¡Cuántas veces, por cumplir un compromiso, por entregar a tiempo la obra del jornalero acabada, me sorprendo en la ingrata faena de hacerme inferior a mí mismo, de escribir peor que sé, de decir lo que sé que no vale nada, que no importa, que sólo sirve para llenar un hueco y justificar un salario!... Mas ahora no ha de ser así; acabo de leer no sé qué de Schopenhauer, de ese Schopenhauer que ya fastidia a los revisteros de París, que tal vez no le han leído; y de tristeza en tristeza, de ternura en ternura, de pudor en pudor, he venido a parar en un estado de ánimo ante el cual Cánovas vale tanto como cualquiera; y en su calidad de hombre, despojado de todos sus paramentos, reales o imaginarios, merece más que respeto, amor, el amor que se deben los hermanos, aunque resulte cierto que no todos venimos del mismo padre.
Por todo lo cual, y por otros muchos motivos no menos dignos de ser puestos en verso por lo que tienen de líricos, protesto contra la maliciosa suposición de que «este trabajo» pretenda molestar al Sr. Cánovas o a sus admiradores. Aquí no hay apasionamiento: voy a hablar del autor de La Campana de Huesca, o de Velilla, o lo que sea, tal como es, o a mí me parece por lo menos; y voy a hablar de él comparándole con su tiempo, que es lo que corresponde, pues en los siglos pasados no se sabía de Cánovas diga lo que quiera La Época, o a lo sumo se sabría de él que estaba haciendo mucha falta; sería un deseo vago, una aspiración al no sé qué de las generaciones ya muertas. Bueno, ahora resulta que ese no sé qué era Cánovas; pero nuestros antepasados no podían adivinarlo. De lo que podemos estar seguros todos es de que, una vez nacido, ya hay Cánovas para rato. Comienzo, pues, a tratar de él y de algunas de sus obras como Spinoza quería: sub specie æternitatis.
Y, por supuesto, sin despojarme de este aire melancólico y filosófico, que nos hace medir todas las cosas por un rasero, y exclamar con Carlos V en el Ernani de Verdi: perdono a tutti.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

Canovas - Cap III. Canovas poeta

Aquí es donde yo, si tuviera mala intención, podría cargar la mano. Pero decidido a proceder con la nobleza a que dejo hecha referencia, prescindiré de todo, o de casi todo lo que pudiera ser desfavorable al Sr. Cánovas, y me limitaré a considerar su vida poética sólo en cuanto nos sirva de documento, como hoy se dice, para el estudio psicológico de nuestro personaje. Porque dejo advertir que es un estudio psicológico principalmente lo que estoy haciendo, aunque hasta ahora no se haya conocido.
Si Cánovas se hubiera contentado con ser poeta allá en sus mocedades, hablar hoy de sus versos hubiese sido una imperti-nencia. Muchos hombres que después han figurado como lumbreras en la Administración, llegando a cobrar sueldos episcopales, han comenzado por ahí, por la poesía, general-mente la erótica y la heroica; de veinte consejeros de Estado o magistrados del Supremo, diez por lo menos han comenzado su carrera escribiendo odas patrióticas y poniendo en relación al Moncayo con el mes de las flores, por razón de lo que llamaban antiguas retóricas el similiter desinens y el similiter cadens. El furor pimpleo y aquellos arrestos pindáricos de la desordenada fantasía eran un modo inconsciente y disfrazado de anhelar los más altos puestos que puede ofrecer una burocracia bien servida.
Con un poco de experiencia en el arte espinoso de la crítica al pormenor, se puede adivinar en la más fantástica y aun vaga poesía, si todas aquellas

aguas corrientes, puras, cristalinas

de Castalia irán a desembocar en una oficina. Yo conozco muchos jefes de negociado, o cosa así, que hace apenas diez años estaban empeñados  en restaurar el teatro de Lope y de Tirso, o la égloga de Garci-Lasso. ¡Qué Lasso ni qué Garci! Todo aquello era una secreta comezón de nómina.
Pues bien; en los versos antiguos de Cánovas se ve eso mismo: aquel suspirar por todo, aquel adorar al universo en una mujer (creo que llamada Elisa o Luisa, de esto no estoy seguro),2 y aquel respeto a las creencias de nuestros mayores, en medio de tanto arrebato lírico, parecían anuncio seguro de la brillante carrera política y administrativa de nuestro AUTOR (como escribe Sedano, el del Parnaso Español). En no sé qué libro viejo, tal vez una colección de alguna Revista trasnochada, vi, ya hace años, versos de Cánovas, versos auténticos. Recuerdo que la impresión era mala; el papel, delgado y amarillento, daba a aquel romanticismo manido un aspecto repugnante. Pues a pesar de tan desfavorable catadura, yo adivinaba al leer aquello -verdad es que adivinar a posteriori es fácil- el porvenir glorioso y lucrativo que aguardaba al poeta. Daba gana de gritarle: Macte animo, generose puer! ¡Sus y a ellos! deja a esa melindrosa y empréndela con los expedientes; agárrate a un periódico, después a un ministro,  más tarde a una bandera política, enseguida a una poltrona... medra, sube, crece... y olvida a la Elisa de tus pecados, y esos otros tormentos de que hablas, que son puro flato; ya llegará el día en que todas las Elisas de este mundo se mueran por tus pedazos y sus consecuencias; y en que esa desdeñosa, esa Marcela relamida cifre todo su orgullo, como la Federica Brion de Goëthe, en haber sido amada, si no por el Gran Pagano de Weimar, por el Gran Cobrador de Málaga.
En suma, aquellos versos de Cánovas no eran mejores ni peores que los que habrán escrito en igual caso Retes, Rodríguez Rubí, Catalina, Casa Valencia, Casa Sedano, y tantos y tantos otros ilustrados oficinistas y hombres políticos que han escrito o deben de haber escrito versos.
Sin embargo, advertiré que ya en aquellos primeros ensayos se nota la tendencia que más tarde ha de caracterizar poderosamente el estilo de Cánovas; ya allí se nota, digo, el prurito de decir las cosas de modo que el diablo que las entienda. Más adelante alambicó su manera nuestro Autor, hasta tal punto, que lo corriente en él ya no fue ser oscuro, sino decir lo contrario de lo que se había propuesto.
De todas suertes, de la primera época poética de Cánovas, de los años de aprendizaje, como si dijéramos, no hay para qué hablar; todos aquellos delitos han prescrito, le han sido perdonados, porque ha ascendido mucho, y el sacarlos a plaza es digna hazaña de algún gacetillero despechado a quien D. Antonio no haya querido dar un destino.
Creí yo largo tiempo que no había más versos de mi Autor que aquellos, los antiguos; y ¡cuál fue mi sorpresa cuando supe que el Sr. Cánovas insistía en que él tenía algo allí (donde lo tenía Chenier), y algo que debía brotar, no en forma de vegetación cutánea, sino en forma métrica, más o menos decimal.
Esto era ya poca formalidad. ¿Hace versos Sagasta? ¿Los hace López Domínguez? ¿Los hacía Posada Herrera? ¿Los hicieron Mon, Arrazola, Negrete? No, no los hicieron.
Mucho tiempo estuve creyendo que las poesías canovísticas que sacaba a relucir, para sacudirles el polvo, Venancio González, o sea un saladísimo escritor carlista, eran invenciones del crítico o antiguallas de que D. Antonio renegaría. No, no era así. Los versos eran recientes, acababan de salir del horno; de modo que el mal genio de Cánovas todavía podía explicarse por aquello de la naturaleza irascible de los poetas, por el manoseado genus irritabile vatum.
¡Quién había de decir que cuando D. Antonio vociferaba su constitución interna, como si la estuviera pariendo con dolores, allá en el banco  azul, y daba puñetazos a diestro y siniestro, y perdía el hilo, y echaba espuma por la boca, había que ver en él al mantés, al profeta, al vate inspirado, en sus horas de calentura!
Pero ¿qué clase de versos salían de aquellas irritaciones?... ¡Horror causa recordarlo! Los versos peores que se han escrito en España en todo el siglo.
Sí, es preciso decirlo muy bajo: los versos de Cánovas son hoy peores que ayer, mañana peores que hoy.
El Sr. Cánovas, en muchos de sus escritos, ha dejado y sigue dejando a la posteridad períodos y más períodos de tamaña sintaxis, que ni con la mejor buena fe del mundo se pueden entender, ni aun ayudada la buena fe con mucha perspicacia. Pues bien; si en prosa es Cánovas a menudo laberíntico, en el verso se crece y cultiva un dieciseisismo, como él diría (que otros barbarismos ha dicho), un gongorismo de su invención, que consiste en no poner un solo vocablo en su sitio y hacer que las palabras quieran significar lo que no pueden. Añádase a esto un arte exquisito para llenar de flato los versos mediante hiatos sin cuento, y la habilidad de convertir en granito los endecasílabos, haciendo brotar en ellos, por milagro de la musa, una vegetación tropical de cacofonías, y se tendrá una idea de lo que es la manera moderna de este demonio de parnasiano español, que a lo mejor es el que manda en todos los españoles que no somos parnasianos.
Por lo que respecta al fondo, el Sr. Cánovas, en poesía, es un cubo de las Danaides, como diría el difunto D. Pedro Mata. El Sr. Cánovas no tiene fondo poético.
Y esto es ya más serio. Sí; el Sr. Cánovas es el hombre más prosaico del mundo. Ha ido a la poesía, como a todo, por vanidad. Leyendo sus versos, lo primero que se advierte es el fuelle del orgullo. Versifica con soplete. Él cree que ha llenado hojas y más hojas con delirios poéticos, con pensamientos, confesiones del alma, sueños de la fantasía... y nunca ha podido más que hincharse con aire de vanidad, pompas de jabón... de cocina. Su alma da de sí lo que tiene: un viento desencadenado de satisfacción interior, como diría la Ordenanza. El espíritu de este poeta es el simoun del orgullo, soplando eternamente sobre la aridez sentimental de las entrañas.
Sin saber de pronto por qué, muchas veces, al leer poesías de Cánovas, me he acordado de Otero y de Oliva, que murieron en garrote.
Cánovas ripia la vida como los versos. El ripio es, a su modo, una falsedad. Es lo opaco pasando plaza de transparente; es la piedra haciendo veces de pensamiento, la nada dándose  aires de Creador. Ripiar la vida es llenar el alma de cascajo para hacerse hombre de peso; es llegar a cierta estatura añadiéndose un suplemento de cal y canto; es ser un lisiado y convertirse en un hombre completo de palo. Cánovas, a pesar de su egoísmo, está lleno de cuerpos extraños. El estilo es el hombre; pero cuando el hombre es un barro cocido, el estilo es terroso.
Todo esto es importante para mi asunto, porque he llegado ahora al quicio de este folleto, tratando, como de paso, esta cuestión de las entrañas poéticas del cantor de Luisa o de Elisa.
Difícilmente se podría idear ironía más triste que el empeño de Cánovas de ser poeta. Es el peñasco que hace alarde de resistir el empuje de las olas y tiene la pretensión de criar en su ruda superficie las flores más delicadas.
En prólogos, en brindis, siempre que ha tenido que hablar en público de alguien que no fuera él, ha sabido aprovechar la ocasión para olvidarse del otro y contarnos algo de lo que al jefe de los conservadores le pasa por dentro o le ha pasado por fuera. Nunca habla ni escribe D. Antonio, que no nos diga que es presidente de cien cosas, o que hizo tal o cual maravilla política; y si no esto, si olvida sus grandezas terrenales, vuelve con nostalgia los ojos al limbo de los recuerdos y de las ilusiones muertas; y maldiciendo su suerte, aunque sin la espontaneidad de D. Felipe Ducazcal, se queja del hado, fatum, ananke, en griego, que le condena a tener que salvar al país un día sí y otro no, y que no le permite consagrarse, con todo el ardor que le pide el cuerpo, a sus aficiones favoritas, al servicio de las Musas en uno u otro ramo del furor pimpleo.
Así como D. Quijote decía que, si se lo permitieran sus caballerías, capaz sería de hacer, no sólo versos, sino jaulas y palillos de dientes, D. Antonio, que también sabe hacer jaulas y hasta criar pájaros (que a lo mejor le sacan los ojos); D. Antonio viene a indicar que él sería un Dante o un Homero si no le llamasen a cada momento para salvar la nación. No hay más remedio, pues, que tomarle en serio lo de la poesía.
Su alma, a lo menos lo más recóndito y exquisito de ella, está en sus versos. Sea.
Pero yo entrego al brazo secular de Venancio González la poesía canovística por lo que toca a la retórica y a la poética, y para estudiar su alma de poeta, no tengo más remedio que remitirme a los capítulos en que trato de Cánovas en prosa. Y entonces iremos viendo cómo ripia la vida, cuáles son los grandes ripios de la prosa de su existencia, digna de ser estudiada por una comisión de la Academia de Ciencias morales y políticas. ¡Ay, sí! El espíritu de Cánovas  es tan árido como el concepto del Estado de Colmeiro, ¡qué tiene que ver! o las lucubraciones de D. José Barzanallana acerca del impuesto indirecto sobre los consumos.
Entremos en ese espartal por cualquier lado.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

Canovas - Cap IV. Canovas... «latente pensante»

El latente pensante es un libro del señor Conde o Marqués de Seoane, del cual hay traducciones en chino (no del Marqués, por supuesto), en alemán y en otra porción de idiomas. Yo no he leído el latente ese, como el lector supondrá, ni sé lo que es a punto fijo; pero creo, por conjeturas filológicas nada difíciles, que se trata en la Pentanomia pantanómica del latente pensante (título del libro de Seoane), de algún pensamiento oculto. Pues bien; yo voy a aplicar al estudio de la filosofía del Sr. Cánovas, si no el sistema de Seoane, el nombre del sistema.
¿Qué es Cánovas en cuanto latente pensante? Este es el problema.
De Cánovas se puede decir lo que Gibbon decía de Leibnitz, al compararle con uno de esos grandes conquistadores que ambicionan un dominio universal. Leibnitz escribía lo mismo sobre cálculo infinitesimal, que un código para los diplomáticos. Pues Cánovas entiende también de todo, y si no vuela como el sacre, ni corre como el galgo, es capaz lo mismo de ponerle un prólogo a lord Byron que de escribir el programa del Manzanares o de presidir un Congreso africano, describiendo las regiones del Congo, a guisa de Estrabón moderno (y no se crea que hay un equívoco arcaico en eso de Estrabón, pues sería de mal gusto semejante juego de palabras). Cánovas sirve para todo... pero por temporadas; es decir, que en invierno es paraguas y en verano quitasol. Cuando le hacen Presidente del Ateneo, se acuerda de que es filósofo, y saca a relucir el latente pensante. Una de las aficiones verdaderas de Cánovas, no de las que él se imagina tener y no tiene, es la bibliografía. Es bibliógrafo con algunas de las ventajas del oficio y todas las desventajas de la manía. Si se trata de historia de la literatura, piensa que lo principal es tener él en casa libros que no haya visto nadie ni por el forro. Cánovas, en esto de libros viejos y de crítica, tiene salidas como las de Carulla en Teología; y va de cuento. Discutíase hace bastantes años en el Ateneo si Cristo era Dios, y de una en otra, es decir, del Padre Sánchez en Carulla, se vino a parar a lo que era o no era el catolicismo puro, sin mezcla. «La verdadera doctrina sobre este  punto concreto (no recuerdo cuál), gritaba el padre Sánchez, es esta: el Papa infalible lo acaba de declarar así en su Encíclica tal, en el Breve cual». Y el padre Sánchez vomitaba latín muy satisfecho y se sentaba poco menos que envuelto en luz increada. Pero... ¡tate, tate, folloncicos! Del lado opuesto surgía la figura (que ya he olvidado, y lo siento) de Carulla, el cual debe de haber envejecido mucho con eso de la Biblia en verso; y el exzuavo, con una sonrisa entre burlona y benévola, seguro de sí mismo y del Vaticano, exclamaba, palabra arriba o abajo: «La doctrina que el señor Sánchez sostiene, no es a estas horas la verdadera doctrina ortodoxa; mal puede saber el señor padre Sánchez cuál es la última declaración pontificia, cuando en carta que Su Santidad se digna escribirme con fecha de anteayer, me dice lo siguiente, y carta canta». Y de los bolsillos de los pantalones sacaba Carulla un papel arrugado, que debía de ser breve o cosa así; y leía y dejaba bizco al preopinante.
Algo por el estilo hace Cánovas. Piensa él que los libros que tiene en casa son la última palabra acerca de la ciencia respectiva. No cabe negar, porque lo afirman los inteligentes, que posee libros raros, y que tiene muchos. ¡Buen provecho le hagan! Semejante mérito ya me guardaré yo de negárselo, y estoy dispuesto a  reconocerle todo el tamaño que quiera en cuanto biblioteca, y si se quiere comparar con la de Alejandría, que se compare. Pero los libros no basta tenerlos. El ricachón aquel de Iriarte era más discreto con su biblioteca pintada, que muchos prenderos bibliófilos que no ven en el libro más que el forro. Es preciso leer. Y no basta eso tampoco. Hay que entender lo que se lee, y leer a tiempo y con orden. Pues Cánovas no lee así. Lo declara él mismo. Es pensador y filósofo en sus ratos de ocio, según confesión que nos hace en la Introducción de sus Problemas contemporáneos (según se verá más despacio). De aquí proceden lamentables equivocaciones. Por ejemplo: Cánovas cree que son raros todos sus libros, y así como está seguro de que no hay más ejemplar que uno que tiene él bajo llave, y que no enseña a nadie, de tal o cual epístola de Zabaleta o de un Sánchez o Fernández, más o menos benedictinos o franciscanos, cree estarlo también de que la última palabra de la ciencia moderna la tiene él en la Revista que ha leído la noche anterior o en el libro todavía intonso que le acaba de mandar el librero. Cánovas piensa que los escritores hacen hoy ediciones de un solo ejemplar, o a un solo ejemplar, como diría algún clásico nuevo, para regalárselas a él y para que los demás no se enteren. Así habla y escribe Cánovas de las teorías  nuevas, ya filosóficas, ya políticas, como si no las conociera nadie más que él. Confunde esto con las cartas eruditas de D. Serafín Estévanez y con los libros viejos de nuestra literatura, que el señor Cánovas saca a relucir, vengan o no vengan a cuento, como se verá más adelante.
Demás de esto, como él diría, por esa afición idolátrica a los libros, por ese fetiquismo de la encuadernación, Cánovas viene a coincidir con los estudiantillos aplicados, que creen que la ciencia de la verdad más pura viene siempre por el correo, y que el último libro es el mejor, y el que los corrige y eclipsa todos. Sí; Cánovas, a pesar de ser tan reaccionario, es de esos espíritus pobres que tienen la superstición del último libro. Como no piensa con originalidad, como no está preocupado de veras y motu proprio con los grandes problemas, como él dice, de la vida, como es pensador de azar (palabras casi suyas), como es filósofo de parada, de revista oficial y de uniforme, toma el asunto que le da el vaivén de la vulgaridad pensante, se apodera del lugar común del día, de los tópicos de la plaza pública, y lee discursos y más discursos, dignos de cualquier secretario de sección del Ateneo o de la Academia de Jurisprudencia.
Cánovas no tiene bastante vigor intelectual para pensar en las ideas mismas, no pasa de pensar en las letras de molde en que suele aparecer algo de las ideas. Aquella falta de sinceridad y de íntima convicción que se nota en las obras de Cánovas, nace en parte de la sequedad de su espíritu, como ya dije, de su prurito de ripiar la vida; pero nace también en parte de ese mezquino fetiquismo en que se adora la imprenta por la imprenta.
Como no es fácil a pluma inexperta como la mía explicar todas las reconditeces de este análisis psicológico, reconditeces en cuya clara y minuciosa exposición estaría la prueba más evidente de su profunda verdad, déjome por ahora de tanteos de descripción dificilísima, y voy a ser menos oscuro refiriéndome a los textos del mismo Sr. Cánovas.
Cánovas, en cuanto filósofo, está representado principalmente por su obra titulada Problemas contemporáneos.
No consta que en parte alguna haya sido más filósofo que allí. Se trata de la colección de los discursos con que inauguró los cursos del Ateneo, las muchas veces que fue presidente de aquella sociedad científica. ¿Sabe alguno de mejor ni más filosofía de Cánovas?
Pues de esta dice él mismo: «Estos volúmenes no encierran sino estudios, por lo común en  forma de discursos, casi siempre escritos fortuitamente...».
Ya lo oye el lector: Cánovas escribe o habla casi siempre fortuitamente cuando se trata de los problemas contemporáneos, de las cuestiones más arduas, de las doctrinas filosóficas y de los varios fenómenos sociales, como dice él mismo.
Y ¿qué es escribir fortuitamente? Véase el Diccionario, de que es colaborador Cánovas mismo:
«Fortuitamente = Casualmente, sin prevención, sin premedita-ción».
Es decir, que Cánovas habla de filosofía por casualidad, como el otro tocaba la flauta.
Sin premeditación. Esto debe agradecérsele, y es bueno que lo diga. No hay premeditación en los discursos científicos de Cánovas; menos mal.
Pero aclaremos más el concepto. ¿Qué es casualmente?
Dice el Diccionario: «Casualmente. -Por casualidad, impensadamente».
Bueno: otro dato. Cánovas escribe de filosofía impensadamente, sin pensar lo que escribe. También esto algún día puede ser circunstancia atenuante, si no se trata de un vicio habitual.
Pero aclaremos más el concepto todavía.
¿Qué es casualidad?

El Diccionario: «Casualidad. = Combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar, y cuyas causas se ignoran».
Luego tenemos que Cánovas ha escrito sus discursos científicos fortuitamente; es decir, sin poder preverlo ni evitarlo, y por causas que se ignoran.
No sabía por qué los escribía. No se puede saber menos.
Y lo peor no es que diga esto, sino que lo pruebe. No necesitaba insistir en afirmar que son sus trabajos filosóficos «fruto no bien maduro de las inquietas horas consagradas al estudio de las doctrinas filosóficas». Harto se ve después que sus estudios científicos están verdes, y que hace mal en consagrar a la meditación horas inquietas.
El autor se disculpa teniendo en cuenta la necesidad que hay de hacer que pasen a la posteridad, por vía de documentos biográficos, sus ideas, porque la posteridad (todo lo subrayado está copiado al pie de la letra) tiene la obligación de oír con atención a los que influyen notablemente en los destinos de sus conciudadanos y de inquirir los motivos porque obraran.
Y aún mayor que esta obligación de los venideros es la que tienen los hombres influyentes de hacer públicos sus pensamientos. ¿Por qué? «Porque no hay derecho para intervenir en las cosas de los demás hombres sin deliberadas y formales doctrinas».
Vamos, vamos, Sr. Cánovas, que ahora se me contradice usted. Y si no se contradice, es que no ha cumplido con su obligación de grande hombre. Para intervenir en las cosas de los demás hay que tener doctrinas deliberadas y formales, y por esto usted expone las suyas. Pero las suyas, según lo antes copiado, son casi siempre fortuitas, casuales, poco maduras, etc., etc. ¡Vaya una formalidad!
A seguida se alaba el Sr. Cánovas de que él siempre ha pensado lo mismo desde que comenzó a publicar sus ideas en corta edad, sin tener que hacer ninguna modificación, absolutamente ninguna, en sus opiniones religiosas, filosóficas o sociológicas.
Tal creo; Cánovas, a pesar de leer muchas revistas y algunos libros, es hoy el mismo que publicaba, siendo estudiantil autor, la Historia de la decadencia (no dice la decadencia de qué, porque supone que todos lo sabemos y no pensamos en otra cosa). Amigo, esa es la ventaja de pasar la vida en un ripio perpetuo. No dudo que el Sr. Cánovas, pensando siempre lo mismo y no modificando absolutamente en nada sus pensamientos religiosos, filosóficos y políticos, se habrá ahorrado muchos dolores de cabeza; pero eso lo consigue el que puede, no el que quiere. Los hombres de esta índole nacen, no se hacen. ¡Lástima grande para el Sr. Cánovas que esta su manera de ser, ya que no por la fuerza intelectual y grandeza de espíritu, no se distinga a lo menos por lo rara! No, no se distingue. Lo general es eso. Ruiz Gómez, Jove y Hevia, Toreno y otros filósofos que no quiero nombrar, son así también, tan inquebrantables, y tan... ¿por qué no decirlo? tan inmuebles como el señor Cánovas, que es un fundo filosófico, un pensador de la clase de raíces... quod solo tenetur. El Sr. Cánovas acaso no ha pensado bien en lo corriente que es esa perseverancia en materias metafísicas; algo más dificililla suele ser la constancia política. No cambiar de Dios ni de sistema filosófico, y aun sociológico, es fácil para gente como el Sr. Cánovas y Ruiz Gómez; lo peliagudo para esta clase de personas consiste en no cambiar de partido. No se puede negar que aun en política Cánovas es consecuente y ortodoxo como él solo, desde que en su partido no manda nadie más que él. Pero dejemos esto, que nos aparta de la pura región de las ideas del Sr. Cánovas, y volvamos a la gracia que le encuentra él a eso de haber pensado siempre lo mismo.
Cuando Moreno Nieto declamaba en el Ateneo en aquellos inolvidables discursos que daban a la filosofía una fuerza dramática que no le viene  mal y que tan pocos filósofos consiguen, multitud de personas formales, de la derecha y de la izquierda, conservadores y aun retrógrados, individualistas liberales y hasta socialistas de poco pelo (la formalidad y la seriedad sistemáticas no son patrimonio de un partido, ni siquiera de la especie humana); digo que al oír a Moreno Nieto las personas más metódicamente formales e incapaces de cambiar de opinión aunque los aspen, salían de la sala de sesiones sonriendo con lástima y compadeciendo al pobre D. José, que no sabía a qué carta quedarse, y que no hacía más que poner a servicio de la sinceridad del pensamiento un corazón todo amor, caridad verdadera, un cerebro iluminado por el amor mismo, y una visión artística evangélica de las ideas, que indicaba muy poca formalidad. No se podía contar con él para nada. ¿Qué hombre era aquel que no vestía ni de azul ni de colorado, que no era de por vida y sujeto por alguna póliza, o ultramontano, o liberal, o cristiano A, o católico B, o deísta C, o panteísta H..., en fin, algo de lo que eran aquellos señores tan serios y tan invariables?
El Sr. Cánovas no presenciaba jamás estas escenas, ni oía nunca los discursos de D. José; porque ¿qué iba a enseñarle a él aquel pobre señor que ni siquiera había sido ministro? No, no lo había sido ni lo sería mientras Cánovas mandase. De modo que si D. Antonio no podía ayudar a sus compañeros en seriedad y consecuencia filosófica a murmurar y compadecer a Moreno Nieto, de lejos implícitamente les daba la razón, absteniéndose sistemáticamente de convertir en ministro de Fomento al orador ilustre; porque para fomentarnos servían Toreno, D. Fermín Lasala y otros Tales... de Mileto, o de Cangas de Tineo; pero no servía el bueno de D. José, que... ¿por qué no decirlo, verdad, señor Cánovas? que adoleció, como filósofo, del ligero modo de ser contemporáneo.
Esta frase de Cánovas, que ya analizaremos después, porque tiene mucha miga y muy poca gramática, no obedece sólo al natural antagonismo entre un pensador inmueble como Cánovas, y un hombre de corazón y de discurso fuerte y sutil como Moreno, que no se aferra de por vida a ideas profesadas en la edad en que el juicio propio vale menos; no sólo a esta oposición y antipatía natural y desinteresada se deben las duras palabras que he copiado. Al Sr. Cánovas el que se la hace se la paga, y en esto de ser rencoroso es todavía más constante que en creer en un Dios todo misericordia, y tan separado del universo como D. Antonio de sus humildes súbditos. Moreno Nieto había dicho mil veces, en el seno de la confianza, que Cánovas era un semisabio, que había leído muchos libritos franceses de esos que sirven para propagar la ciencia entre los burgueses ilustrados; pero que no era un pensador serio y profundo, ni un verdadero hombre de ciencia en materias filosóficas. Esto lo decía Moreno Nieto sin mala intención, ingenuamente, sin querer mal a Cánovas, únicamente porque era verdad. Porque podría Cánovas envidiarle algo a Moreno Nieto; pero Moreno Nieto no podía envidiarle nada a Cánovas. En la vida de Moreno Nieto no había un solo ripio; era un hombre de verdad por todos lados. En cambio Cánovas... dadle golpecitos en la cabeza (salva venia) en la protuberancia filosófica, y veréis cómo suena a Revista de Ambos Mundos, y a traducciones económicas de Büchner y Moleschott, con otras parecidas hojarascas.
Cánovas supo lo que de él decía Moreno Nieto, y se la guardó; ¿para cuándo? Como dijo el poeta:

Mejor los contarás después de muertos.

Y en efecto, murió D. José entre bendiciones de todo un pueblo inspirado por intuiciones del amor y de la gran justicia plebeya, y entre las frases compasivas de los filósofos más o menos administrativos y raíces de inquebrantables convicciones; y Cánovas le cantó ese responso del ligero modo de ser contemporáneo.
   
¡Venciste, malagueño!
Ahora, veamos eso del modo ligero. La frase, que se encuentra en la pág. 516 del tomo II de los Problemas contemporáneos, es así: -«Que adoleció (M. Nieto), como filósofo y como sociólogo, del ligero modo de ser contemporáneo».
Antes de penetrar en la intención, estudiemos la frase.
A primera vista, parece que fue M. Nieto contemporáneo de un modo ligero, como si dijéramos, que no fue bastante contemporáneo.
Pero este disparate no es el de la interpretación más probable.
Mirándolo mejor, parece que Cánovas quiera decir que D. José, como filósofo y sociólogo, adoleció del ligero modo de ser que es propio de nuestro tiempo.
Es decir, que ahora lo corriente es ser de un modo más ligero que antes. Nego suppositum! Porque ahí está Cánovas, que, con ser quien es, es contemporáneo, y, sin embargo, no adolece de un ligero modo de ser, sino que es de un modo de ser tan pesado como pudiera serlo el hombre terciario, si lo hubo, que es el menos contemporáneo que cabe imaginarse.
Y aparte de esto, D. Antonio, ¿qué decir el ligero modo de ser? ¿Es que ahora somos menos que eran nuestros antepasados? Para comprender toda la profundidad del disparate de D. Antonio, se necesita haber estudiado metafísica; ligero modo de ser, es decir, ser menos esencia, ser menos ser... ¡el absurdo absoluto!
Pero ¡ah! que lo que quiere decir Cánovas no es nada de eso; su propósito es devolverle al difunto la píldora y llamarle semisabio y superficial. Y que conteste el muerto.
Veamos el texto, para mayor claridad. Abro el citado tomo II por la pág. 318, y leo... Aquí una advertencia que quiero que sirva para mis digresiones de más abajo. Siguiendo a Cánovas en su texto para analizar sus ideas, es casi imposible prescindir de estos episodios gramaticales que retrasan el trabajo y embrollan el asunto. Escribe Cánovas tan mal a menudo -¡testigos Dios y Antonio Valbuena!- que es imposible pasar por alto la forma para llegar al fondo. Ejemplo, esto que ahora veo. En el párrafo que debía yo citar para convencer a ustedes de que la intención que atribuyo a Cánovas es la que tiene, me encuentro con unos hombres que tienen cerebros, así, en plural. Bien, dejémosles en paz y oigamos a Cánovas. Habla este de los hombres que por no emplear en una de sus obras todo el tiempo que su índole peculiar pide, «crean únicamente cosas que valen menos de lo que ellos por sí valen. Siempre, añade, se ha visto esto en el mundo en realidad (y va de ripios: ¿si creerá que está hablando en verso?); pero nuestra época de controversias diarias, de espontáneos discursos, y mucho más que de libros, de artículos de periódicos y revistas (ahí te duele) apenas conoce otros hombres que los de este linaje, así dentro como fuera de España». Y... «y de este modo de ser contemporáneo, no cabe duda que adoleció en gran parte Moreno Nieto».
Moreno Nieto, Sr. Cánovas, le llamaba a usted semisabio, pero no ligero, porque sabía que era usted más pesado que los derechos individuales de Sagasta. Y sobre todo, sabía que si usted era así, hay por el mundo, en España y aún más fuera de ella, sabios verdaderos, que han estudiado tanto como el que más haya estudiado en otras épocas. ¿Conque era ese el ligero modo de ser contemporáneo? ¿Conque es así la ciencia de ahora? Esto no necesita refutación. Claro que hay eruditos a la violeta, Cánovas lo puede saber; pero justamente muchos se quejan del excesivo especialismo de la ciencia contemporánea. D. Antonio se figura que monsieur Valvert (Cherbuliez), su amigo, redactor de la Revue des Deux Mondes, es el tipo del sabio contemporáneo. No es tonto Cherbuliez, ni mucho menos, ni un ignorante; pero ¡hay más, D. Antonio, hay más!
¿Se le figura al biógrafo de Estévanez Calderón que todo lo que ha trabajado el siglo en Ciencias naturales, en Derecho, en Historia y Filología no supone muchos sabios verdaderos, tan constantes y laboriosos como hacen falta para llevar a término feliz obras cual las de Claudio Bernard, Renan, Strariss, Littré, Spencer, Wundt, Mommsen, Ranke, Max Müller, Max Dunker, Curtius, Grote, Thylor, Savigny, Ibering, Gervinus y... la mayor parte de los autores notables en todas las ciencias citadas y otras muchas? Que las obras de Cherbuliez y de Cánovas no son más que trabajos de revista, ya lo sé yo...; pero lo repito:
Antón, en el mundo hay más.

De esto es de lo que no puede convencerse nuestro ilustre malagueño: de que haya una región de la ciencia adonde él no alcanza ni levantando los puños en actitud de desafiar al cielo.
Lo más antipático que hay en las filosofías de Cánovas, después de la sequedad de espíritu que revelan y de los alardes de convicción, que trascienden a falsedad oficial y académica; lo más antipático después de esto es la constante alusión, ora explícita, ora implícita, a sus grandezas terrenales. Siempre nos está diciendo Cánovas, ya en el texto, ya entre líneas: ¡Ojo! que quien os habla es el autor de la Restauración española, el tutor y curador de la política reinante, el árbitro andaluz de vuestros destinos; fijaos en la gracia de que yo, que no debía tener tiempo ni para rascarme, me digne consagrar algunos ratos perdidos a resolver, de una vez para siempre, los grandes problemas que en vano estudian pléyades de sabios que en su vida han sido presidentes del Consejo de Ministros.
Ya veremos en otro capítulo que D. Antonio lleva esta vanidad a sus escritos puramente literarios, y que en ellos todavía insiste más en el contraste interesante que hay en ser él tan grande hombre y tan lleno de responsabilidades y en saber, sin embargo, menudencias de la vida artística actual, de esas que suelen parecer interesantísimas a los adolescentes enamorados con fe viva de la literatura de última hora. Ya veremos, digo, a D. Antonio discutiendo con los parnasianos y citando a Richepin y a los gacetilleros del Fígaro; ni más ni menos que Dios, sin desatender al cumplimiento de las leyes de Keplero y otras en la fábrica de la inmensa arquitectura que dijo el poeta, cuida también de los pajarillos del aire y de los mismísimos microbios.
A Cánovas lo que le importa más es probar que él está en todo, que él es omnium rerum causa immanes, non vero transiens, como Espinoza, equivocando los personajes, decía de Dios.
¡Oh, si Cánovas escribiera sus confesiones! ¡Quién sabe, quién sabe si allí nos describiría cómo una noche, en el cacumen del orgullo y de su gloria, pensó que el mundo pudo haberse hecho de otra manera, de un modo más conservador! ¡Quién sabe si a Cánovas, que es en religión antropomorfista, se le ocurrió alguna vez tener envidia a Dios, como positivamente se la tuvo a Moreno Nieto y se la tiene a Castelar y Menéndez Pelayo!
«La ventaja que me lleva Dios, le dirá Cánovas a La Época en el seno de la confianza, es haber venido antes. Cuando yo nací, el mundo ya estaba creado: ¿que iba yo a hacerle? Únicamente cambiarlo».
Y en eso se ocupa.
Y como yo no digo las cosas a humo de pajas, allá van textos que lo prueban.
No hace mucho tiempo que D. Antonio, ese demiurgo, ese metátronos, decía delante de un público casi dormido, y, si mal no recuerdo, en presencia de un rey, poco después difunto... pero dejemos que hable el mismo filósofo. Así resume él las ideas que expuso en la ocasión a que me refiero:
«Necesidad de hacer alto de vez en cuando en el importantísimo, pero poco fecundo examen de los primeros principios, para estudiar otros conceptos de más inmediato y universal (!!) interés...».
Despachemos, en dos plumadas la cuestión gramatical, que viene a estorbarnos, como casi siempre que se copian textos canovísticos.
Dice Cánovas: «para estudiar otros conceptos»; y eso prueba que para él los primeros principios son conceptos también. De modo que la primera causa, Dios, lo Indivisible, la Fuerza, lo que sea, es un concepto para Cánovas. O Cánovas no sabe lo que se quiere decir cuando se habla de primeros principios, o no sabe lo que significa concepto. O no sabe ni uno ni otro.
Además, ¿dónde habrá cosa más universal que los primeros principios? Hablando con la mayor formalidad posible, ¿no comprende Cánovas y no lo comprende casi La Época, que eso es un disparate? ¿Que no pueden estudiarse conceptos más universales que los primeros principios? Pero dejemos la letra y vamos al espíritu.
«Necesidad de hacer alto de vez en cuando en el importantísimo, pero poco fecundo examen de los primeros principios...».
Es decir, señores, no hablemos tanto de Su Divina Majestad (para Cánovas, según él declara, el principio primero es Dios, Dios Padre, Dios Trino y Uno), y estudiemos otras cosas más universales y más inmediatas... por ejemplo:  Cánovas y sus gestas, que son tan inmediatos conceptos y tan universales.
Sí; Cánovas quiere decir eso: «hablemos menos de Dios y un poco más de mí y de mi familia».
Y en efecto, mientras consagra a la materia metafísica y teológica cuatro o cinco cuartillas escritas en horas inquietas, dedica dos tomos como dos quintales a D. Serafín Estévanez Calderón, que tuvo la gloria, no de nacer tío de Cánovas, pero de llegar a serlo.
Y si La Época, el presbuteros Joannes de Cánovas, quiere que dejemos estas regiones mitológicas y estudiemos el parrafito copiado, como si su autor no fuera más que un simple mortal incapaz de rivalidades divinas, vamos allá.
Cánovas opina, ¡qué digo opina! asegura que es necesario hacer alto de vez en cuando en el examen de los primeros principios.
Prescindiendo de si lo que se puede hacer con los primeros principios es examinarlos, o algo menos, se ve que para nuestro autor hay épocas en que debe darse de mano a la metafísica y a la teología. ¡El privilegio en todo! ¿Por qué? ¿Por qué ha de ser necesario que la ciencia deje de estudiar los más altos asuntos en algunas épocas? ¿Qué menos tienen unas épocas que otras? Que creyente, ni siquiera filósofo, es Cánovas, que piensa que la ciencia de un tiempo determinado puede prescindir de abarcar el problema científico en su armónica totalidad, para admitir como buenas ideas anteriores (¿cuáles?), en lo más importante, y concretarse a ser original y propiamente conscia, o como usted quiera decirlo, en especulaciones inferiores de asuntos más inmediatos (!!).
¡Más inmediatos! Sr. Cánovas (y esto es un paréntesis) para el que cree en lo transcendental, ¿hay nada más inmediato que lo que es fundamento de todo? En todo ser, ¿hay algo que le sea más inmediato que el ser mismo? Y ese ser, ¿de quién lo tiene sino es del Ser Sumo, de Dios? ¿O es que usted no cree en estas metafísicas?
Más inmediatos... y más universales, añadía el Sr. Cánovas. Aquí ya no se trata de gramáticas, sino de ideas. Al decir más universales, da a entender Cánovas que él en estas cuestiones de primeros principios, es decir, de filosofía primera, entra con la imaginación y no con la razón; sólo así se comprende que por medio de un antropomorfismo, o un fetiquisimo acaso, grosero y primitivo, se figure los primeros principios, la causa del mundo, como más lejanos y menos universales (este disparate menos universales es consecuencia necesaria del disparate del texto, que dice más universales); menos universales que lo finito, contingente, temporal y de apariencia engañosa tal vez, que constituye todo lo creado. -De lo que dice Cánovas, a decir que los dioses están lejos, no hay más que un paso, mejor no hay ninguno, y poco lo falta para dar por bueno quod sine summo scelere dare nequit, según Grocio, non esse Deum (esto no) aut non curabi ab eo negotia humana (esto sí).
Y volviendo a lo principal. ¿Qué filosofía de la historia es esa, y qué historia de la filosofía, y qué concepto del sistema de la ciencia y de todas las ideas de lógica, según los cuales puede Cánovas suponer que hay épocas en que el ser racional necesita prescindir de fundar su ciencia en lo fundamental, sea para declararlo asequible o no, de tratar, en suma, los primeros problemas, sea para negar, afirmar o dudar?
Y a todas estas preguntas retóricas podría contestarme a mí cualquiera, con esta otra:
¿Y quién le manda a usted ponerse tan serio y discutir con el Sr. Cánovas materias que exigen tanta sinceridad, tanto interés, tanto olvido de vanidades y libros raros, y cruces, y presidencias, y Estévanez y Calderón?
Es verdad. Perdóneseme esta fuga metafísica.
¿Me he puesto serio? Pues no lo volveré a hacer.
Sobre todo, consideremos que en el texto que he comentado tan detenidamente, acaso Cánovas no quiso decir nada de lo que dijo, consecuente en ello con ese estilo que se está formando poco a poco, cuyo carácter principal consiste en no decir nunca lo que se quería decir.
Anhelo de este capítulo: una voz me grita que es inútil hablar de Cánovas y de la filosofía a un tiempo. Una convicción íntima, fortísima, me hace ver que nuestro sabio andaluz es un espíritu limitado, de relumbrón, bueno para ser admirado por el vulgo de levita, ese vulgo lleno de preocupaciones como el vulgo de chaqueta; y además frío y seco, débil de voluntad, perezoso de entendimiento y útil sólo para admirar y seguir a la medianía que se pone de puntillas y habla hueco y se hace obedecer por la flaqueza de la ignorancia.
Nada más fácil, teniendo un poco de sinceridad dentro del cuerpo y siendo algo nervioso, que pasar, con motivo de Cánovas, a las declaraciones, a las palabras gordas y al cabo a ponerse serio y tocar asuntos trágicos, ideas profundamente tristes.
Cánovas y la filosofía no tienen nada que ver entre sí, decía: es verdad, en algún aspecto; pero ¡cuánto podría decirse de la filosofía de Cánovas; esto es, de lo que supone Cánovas, influyendo en la España actual, como influye, siendo lo admirado y respetado y temido que es por muchos! ¡Qué estado de voluntad y de inteligencia revela en el país este fenómeno innegable!
 
Por ahí, por ahí se iría a la tristeza, a los recuerdos melancólicos, a las reflexiones pesimistas. Non se ne parle piu.
Sólo diré sobre este punto, que con este folleto sé que me pongo en ridículo a los ojos de muchos, los cuales me creerán poco menos que un loco, porque siendo yo un pobre gacetillero, me atrevo a tratar de este modo al grande hombre. Ya lo sé, señores, ya lo sé; pero con ese juicio de ustedes ya contaba desde el principio. Y sin embargo, publico el folleto y no retiro ni una palabra.
Lo que no haré será seguir a D. Antonio en sus lucubraciones una por una. Esto sería darle la razón a él que pretende revolver tierra y cielo en pocas páginas, escritas en horas inquietas, para dar esplendor a fiestas oficiales, para lucir un uniforme o una dinastía.
Mi propósito no puede ser aquí rebatir las doctrinas canovísticas, ni siquiera examinarlas para ir viendo una por una las ideas, buenas o malas en sí, transformadas en vulgaridades, o en caprichos, o en imposiciones sentimentales; todo esto sería obra muy larga. Además, a mi asunto no corresponde ver si hay Dios, ni cómo es, ni si existe la libertad, ni lo que se debe entender por Estado y Nación, con tantos y tantos problemas graves como Cánovas maneja. Quédese por él traer a colación tan difíciles y complicadas y hondas materias científicas en lugares  profanos, o en tiempo inoportuno y sin preparación suficiente ni espacio bastante. El índice de los Problemas contemporáneos basta para hacer ver las pretensiones de Pandecias que tienen los discursos canovísticos. Parece que se dijo a sí propio: «Digamos lo que es el Universo... y demás, de una vez para siempre».
Vea el pío lector:
Índice, tomo I, discurso primero del Ateneo: El Ateneo en sus relaciones con la cultura española.
-Las transformaciones europeas en 1870.
-Cuestión de Roma bajo su aspecto universal.
-La guerra franco-prusiana.
-Epílogo. =Discurso segundo del Ateneo.
-El pesimismo y el optimismo.
-Concepto de la Teodicea popular.
-El Estado en sí mismo y en sus relaciones con los derechos individuales y corporativos.
-De las formas políticas en general, etc., etc. =Discurso tercero del Ateneo.
-El problema religioso (¿en sí mismo?) y sus relaciones con el político.
-El problema religioso y la economía política.
-La economía, el socialismo y el cristianismo.
-Errores de las escuelas modernas en orden al concepto de Humanidad y de Estado.
-Ineficacia de las soluciones propuestas hasta ahora para los problemas sociales.
-El cristianismo y el problema social.
-El materialismo y el socialismo científico. (No crean ustedes que los socialistas científicos son los Wagner, los Brentano, etc., no; eran Büchner,  Molleschott... y Leroux y Proudhon... ¡Y Cánovas escribía esto al acabarse el año 1872! (!)
-La moral independiente.
-El cristianismo como fundamento del orden social.
-Lo sobrenatural y el ateísmo.
-Importancia de los problemas contemporáneos y método aplicable a su estudio. (Basta este epígrafe para juzgar a un erudito a la violeta). =Discurso cuarto del Ateneo. (Hagan ustedes el favor de sentarse, que esto va largo y todavía no hemos recorrido todo el Universo).
-La libertad y el progreso en el mundo moderno.
-El concepto de libertad en las escuelas modernas.
-El determinismo y la libertad humana.
-La libertad humana y sus manifestaciones.
-La idea de progreso en los sistemas de Spencer y Hækel y el cristianismo... (Voy a suprimir algo, porque si no, no acabaremos nunca).
-La filosofía de Kant y el escepticismo y determinismo actuales...
-Los Arbitristas.
-Otro precursor de Malthus.
-La Internacional. =Tomo II: Discurso en el Ateneo.
-Estado actual de la investigación filosófica (1882).
-La nacionalidad y la raza.
-El concepto de nación en la Historia.
-El concepto de nación totalmente contemplado en sí mismo y sin distinguirlo del de patria.
-Tendencias comunes hoy a todas las naciones civilizadas.
-Historia de las cosas y hombres del Ateneo.
-La sociología moderna y el socialismo.
-Los  nuevos conceptos de la sustancia y de la fuerza.
-Las leyes del progreso.
-Moreno Nieto.
-Revilla.
-Los oradores griegos y latinos.
-Sebastián Elcano.
-Congreso geográfico.
-El libre cambio... y ¡puf! nada más.
No; nada más, aunque parezca mentira.
Todo eso sabe el Sr. Cánovas; imposible seguirle en tantos conceptos en sí mismos y en sus relaciones y en todas esas fatalidades modernas y antiguas, y demás anagnórisis, catástrofes y epanadiplosis. Ha creado usted el mundo, D. Antonio, corriente; ¡pero descansemos al séptimo día!
Así como D. Leandro nos hizo conocer a su D. Hermógenes, opositor a cátedras, sin dejarle exponer sus teorías, y sólo con unos cuantos esdrújulos griegos, así D. Antonio se nos retrata en ese índice.
Por lo demás, yo he penetrado en aquel laberinto de síntesis y grandes puntos de vista, como diría La Época, y he salido de allí también bastante sintético, por lo cual puedo decir sin engaño y en pocas palabras lo que sigue:
Cánovas ha leído deprisa y mal lo moderno, y no conoce ni por el forro lo modernísimo. Cánovas no tiene una sola idea original, aunque en la expresión de las ajenas suele ser originalísimo, hasta el punto de no saber él mismo, ni nadie, lo que dice.
Jamás discurre, y menos prueba; sólo declama.
En vez de razones, alega postulados de la voluntad. Y esto es lo más grave. Hagámosle la justicia, aunque le mortifique, de reconocer que en este punto no hace más que seguir a otros muchos que pretenden ser filósofos. Es muy corriente entre cierta clase de pensadores preferir a la verdad verdadera, la verdad cómoda, y nada más que aparente.
Para estos señores, un principio cierto, un hecho evidente, son algo peor que nada; son huéspedes inoportunos que vienen a turbar por lo pronto la paz de la conciencia o la paz del mundo. Cánovas es de los que quieren demostrar la realidad de lo ideal con argumentos ad terrorem, pintando, mejor o peor, las consecuencias de que el vulgo llegue a olvidarse de Dios. Hay algo peor que post hoc ergo propter hoc, y es lo que pudiera formularse así: oportet hoc, ergo propter hoc. Es claro que cabe una filosofía en que la razón teleológica o de la finalidad racional sea un argumento, y algo de esto hay, por ejemplo, en el optimismo de Leibnitz; pero aparte de que tal filosofía es hoy débil, en rigor inadmisible, y sólo podrá volver a ser fuerte el día en que la evidencia alumbre con claridad divina todo lo metafísico; aparte de esto, no hay que ver en la filosofía de Cánovas cosa semejante,   sino el utilitarismo imponiéndose como prueba racional. No es él solo, repito, quien discurre así. Hoy, por ejemplo, es muy común combatir el pesimismo por sus frutos amargos. La realidad no debe ser el dolor... porque lastima. ¡Vaya un argumento! Pues en síntesis, como él diría, tal es el sistema de Cánovas. «Hay Dios, porque si no, los socialistas se nos meten en casa. -El hombre es libre, porque si no, no se explica la sociedad actual», etc., etc. Estos no son argumentos. La única razón sólida de Cánovas contra el pesimismo, no se atreve D. Antonio a darla, por modestia. Dice así: «¿Cómo ha de ser malo un mundo donde nace un Cánovas, si bien uno solo, porque estas cosas no son para repetidas?».
Con semejante modo de discurrir y demostrar se desacreditan, hasta donde cabe, las ideas mejores. Así sucede muchas veces que, en lo esencial, está uno conforme con Cánovas. Es claro, ¡cuántas veces! Pero aquel aire de suficiencia, aquella falta de caridad, aquel tono de acrimonia y de pedantería, aquella argumentación imperativa, interesada, seca, llena de pasión pequeña, repugnan, hieren en lo más íntimo de lo humano, y nos hacen pasarnos al enemigo, o por lo menos defender a este, que al fin es un hermano que piensa y siente. Homo sacra res homini, dijo hace muchos siglos Séneca; y en nombre de este principio nos rebelamos contra el dogmatismo sin entrañas de esos Cánovas y demás celotas morales que creen defender a Dios aborreciendo a los ateos o a los que se lo parecen.
Escritores como Cánovas son los peores enemigos del ideal, de lo santo, de lo divino. Predican el Evangelio a son de tambor, y lo publican como ley marcial. Si Cánovas hubiese habitado a orillas del lago Tiberíades con la pretensión de enseñar la buena nueva a aquellos humildes pescadores, hubiera empezado por convertirlos en soldados de marina y armarlos en corso. Si Cánovas alguna vez llega a ser Redentor (que Dios no lo quiera) el crucificado es Pilatos.
Si Dios existe, Sr. Cánovas, tiene que ser el Dios bueno. Y el Dios bueno no admite esos discursos biliosos y escritos deprisa y corriendo.
Para seguir la causa de Dios, lo primero es la sinceridad. Y lo primero que la sinceridad exige, es saber lo que se trae entre manos. Y cuando lo que se trae entre manos son los grandes problemas contemporáneos (y antiguos también), hay que estudiar mucho, mucho, mucho, y sentir mucho, mucho, mucho...; y, créalo V. E., no queda tiempo para ser presidente del Consejo de Ministros, de la Academia de la Historia, del  Ateneo, de África, y, en suma, presidente hasta de los charcos, como lo es el presidente de los terremotos de Andalucía.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)