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miércoles, 7 de mayo de 2014

Restoran

El que atiende por este alias, sustitución del humilde nombre de Jacobo Expósito, es un golfo cuya edad no se aprecia a primera vista. Por el desarrollo representa de once a doce años lo más; pero si su cuerpo desmedrado parece de niño, sus facciones están ajadas por la miseria y su expresión es precozmente cauta y recelosa. Las criaturas desamparadas aprenden pronto la dura ley de la vida social; el candor de la infancia lo acaparan los ricos. Restorán no recordaba haber sido inocente.
Hay en Madrid gateras a quienes les sale el día bastante bien. Tienen una cara graciosa, un habla suelta, insinuante, labia, desparpajo; saben hacer útiles abriendo portezuelas, avisando simones o recogiendo el pañuelo que se cae; conocen el arte de mendigar, y cuando, al anochecer, repiten «con más hambre que un oso» o reclaman, cual si les debiese de derecho, la «perrilla». Ya en su mugrienta faltriquera danzan las monedas de cobre que les permitirán refocilarse en el bodegón de la calle de Toledo. Si, conmovidos por sus quejas famélicas, en vez de soltar dinero, los lleváis a una tienda y les compráis la libreta, diciéndoles majestuosamente: «Anda, hijo, come», es como si les dejaseis caer una teja de punta sobre la pelona. Lo que quieren es guita. Ya sabrán gastársela. Tanto para el guisote, tanto para el peñascaró, tanto para coser los zapatos, tanto para la partida de tute... El tabaco no entra en cuenta. Ahí están las colillas.
Restorán no era de estos vivos. Le infundía repugnancia pedir limosna. Solo y abandonado desde los nueve años, por muerte de la verdulera que le había sacado de la Inclusa, iba rodando, pretendiendo, instintivamente, hacer algo remunerable, y sin acertar qué. ¡Trabajar! ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Acaso le habían enseñado nunca? Tampoco le gustaba al Expósito cualquier oficio. Un limpiabotas le quiso tomar de aprendiz..., y él se negó. Lustrar el calzado sosteniéndolo en la mano, corriente; limpiar una bota puesta en un pie..., eso, ¡recontra!, es una grandísima indecencia. El chico no acertaba a explicar la razón; sólo afirmaba lo de la indecencia con tal energía y con tales pujos de altivez, que el limpiabotas, pegándole un puntillón brutal, le echó al arroyo, no sin gritarle:
-Vaya usía con Dios, señor marqués... ¡El demonio del renacuajo, y qué soberbia gasta!
Jacobo, tragándose las lágrimas -los golfos alardean de estoicismo, pensaba en lo de la soberbia. Como que ya se lo habían dicho sus compañeros de vagancia:
-Tu tiés muchos humos...
La convicción de ser soberbio le infundió cierta complacencia interna. ¿Quién es capaz de averiguar de qué linaje procedía el Expósito? Todos los incluseros se consideran nobles; un hospiciado puede ser hijo del mismo rey. Lo cierto es que Jacobo se juró que no mendigaría. Si le daban sin pedir, bueno...
Por desgracia, el estómago no entiende de dignidades, ni espera, ni transige; el Expósito padecía una enfermedad crónica; el hambre. La había contraído en la cuna, en el escurrido seno de la nodriza, compartida con otros dos críos y no pagada por la Diputación. Y ahora que el organismo exigía elementos para desarrollarse, que se acercaba la crisis de la adolescencia, que los huesos se estiraban, el hambre de Jacobo era gazuza; era un buitre que le roía las tripas sin descanso. Tímido y desfallecido, acercábase al mercado: las verduleras le conocían y le daban, cuál una naranja, cuál un mendrugo. Lo que hubiese... Caridad y voluntad no faltan allí nunca. Sólo que Jacobo ni por ésas salía de hambriento. Lo que él soñaba era un hartazgo, hasta saciarse; una comilona a discreción, mucha carne, vino, pasteles de postre... Los pasteles, ¡qué buenos serán! En los escaparates de las confiterías, ¡qué caras presentan tan doradas y tan simpáticas!
Como los demás golfos, el Expósito concurría a la puerta de los teatros, de los sitios en que algún espectáculo atrae a la multitud. En ese río revuelto pesca hasta el pescador más torpe. Hay caballeros que por un recado dan media peseta. ¡Quién sabe lo que va a caer! A veces una entrada que sobra, con la cual ve el pillete la función. Y una tarde, por cierto de primavera, calurosa ya, Jacobo, arrastrado por sus congéneres, se paró delante de la puerta de una especie de barraca, levantada sobre los solares donde acababan de derribar una iglesia, para ensanchar importante arteria de la población. Sin cesar entraban y salían los concurrentes al espectáculo, perdiéndose detrás de la mampara de tela bermeja que impedía ver desde la puerta lo que pasaba dentro. El Expósito quiso meter el cuezo, olfatear que monos danzaban allí, pero la mujerona gorda, rubia, repeinada en bucles, que despachaba los billetes, le dijo con voz melosa:
-¡Eh!... Jovencito, señorito..., la sua entrada, ¿eh?
Oyéndose llamar señorito, cosa tan fuera de su condición, el Expósito, en vez de sorprenderse, se sintió lisonjeado. Una comezón de nobleza y sinceridad le cosquilleó en la garganta, y exclamó con arranque:
-No tengo cuartos para la entrada, señora. ¡Ya me voy!
¡Oh sorpresa! La gordinflona sonrió, hizo una seña al chico, y le secreteó muy bajo:
-Viene manana a las dieci, si gosta. Verá lo spectacle, la funzione. Y si gosta, ganará uno douro. Mio sposo li da uno douro hermoso de argento. Vieni, voule?
¿Qué era aquello, Dios misericordioso? ¿Desvariaba? ¿Le ofrecían realmente un duro, a él, al Expósito, al hambrón? Desde las siete, al otro día, rondó la barraca misteriosa, donde se criaban douros de argento. A las diez menos cuarto se acercó, trémulo, a la gordinflona, que le hizo pasar, dándole palmaditas, entre cariñosos chapurreos. Un hombre pequeñillo, todo bigotazos, estaba dentro del recinto, empuñando una vara.
Jacobo sintió miedo, y estuvo a punto de echar a correr, cuando el bigotudo, en una especie de jerga, le ordenó que se quitase la chaqueta y la camisa... ¡La camisa! Facilillo es que se la quite quien no la gasta... Al observar el susto del muchacho, la gorda se acercó, le acarició, le tranquilizó a su manera, explicándole de qué se trataba, y cómo después del «trabajo» vendría el bel douro, la moneta, sai, carino... La voz femenil, mantecosa, persuasiva, hizo su efecto; Jacobo se dejó desnudar, mostrando el pecho canijo, los hombros flacos, la espalda con los omóplatos que parecían agujerear la piel... y el bigotudo abriendo la caja que contenía el enjambre de las pulgas sabias, exclamó jocosamente:
-Allons les petites artistes, voici le restaurant!
Sobre la blancura clorótica del brazo izquierdo, apareció un centenar de negros puntitos movibles. Los insectos trepaban, se rebullían, corrían, elegían el sitio preferido, el más sabroso trozo de carne para clavar su aguijón y chupar. Pronto, bajo la succión de las diminutas ventosas, se enrojeció la piel, se formaron ronchas y acudió la sangre, aquella sangre del Expósito -que acaso fuese muy azul, aunque parecía roja. El abdomen de las artistas crecía y se redondeaba. Ebrias de sangre, se volvían feroces; mordían a más y mejor. Jacobo, involuntariamente, probaba a sacudirlas, crucificado por la extraña tortura; pero la rubia de los bucles le decía dulcemente, sujetándole con sus blancos dedos, barajando el italiano y el español:
-¡Figliolo..., pazienza... Un douro, un bel douro, per il señorito! ¡E poi vanno danzare, questas artistas, e tu rie, tu rie mucho!
Hartas ya las pulgas, arrastrando el hidrópico vientre, bailaron con ardor un vals, Jacobo no reía, deseaba llorar, porque el hombro le escocía como una quemadura. Metiéronle el duro en la mano, y electrizado, fascinado, prometió volver a la mañana siguiente. Se lanzó a un cafetín de la calle de la Cruz, y pidió chuletas, tortilla de jamón..., lo mejorcito. ¿No le habían comido? Era justo que comiera él. Devoró a mordiscos la dorada faz de los pasteles de crema; pidió café y copa, como un sibarita. ¡Dios! ¡Qué bueno es no tener debilidad! ¡Vaya si pensaba dejarse picar! Venga un ejército de bichos... Y, en efecto, volvió al otro día a la hora fijada, ofreciendo el otro brazo, ganando el otro duro heroicamente. El escozor era insufrible... ¡Qué importa! Allí estaba el alimento, las golosinas, la almilla de algodón, la ropa, la cama...
¿Por dónde supieron los demás golfos la aventura? ¿Cómo sorprendieron y tradujeron, ellos que no habían tenido ayo francés, la frase del bigotudo, y con qué singular acierto le colgaron al Expósito el mote de Restorán?
Dondequiera que le encontrasen, ¡Restorán!, le llamaban a voces, con mofa impía; ¡Restorán!, chillaban a coro, haciendo con dos dedos y la uña del pulgar el ademán del que acogota un bichejo. ¡Restorán!, repetían ya las floristas, los fosforeros, las vendedoras de décimos y periódicos, los mendigos de oficio, toda la patulea callejera.
-Mia que tantos humos..., no querer pedir ná..., y venir a parar en bisté pa las pulgas de estranjis.
El Expósito, bien comido, vestido de nuevo, sentía inundársele el corazón de rabia y de vergüenza. ¿Qué? ¿Ni tan siquiera se podía trabajar, recontra? Pues había que vivir... El que sabe lo que es tener llena la andorga, ya no se aviene a hacerse una cruz sobre ella... Restorán comería; ¡vaya si comería!... Y si no aprobaban aquel modo...
Desapareció de la barraca Expósito. Quedáronse las artistas sin pitanza. La primera vez que, aprovechando la distracción de una dama que miraba el escaparate de una joyería, Restorán le sacó delicadamente del bolsillo el portamonedas, algo se agitó en su conciencia inculta, algo quiso decir la sangre; pero era sangre nueva, formada con chuletas y pasteles; la antigua, la que quizá fuese azul, se la habían chupado todas las negras artistas, sustentándose con sus jugos. Dios sabe qué sangre histórica, ilustre, nutrió a los parásitos sabios de la barraca. Y ahora, sus compañeros de vagancia no se burlan de Restorán.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Responsable

-Mira por todo, tú me entiendes -repitió la madre, antes de equilibrarse sobre la molida o retorcido circular de paja, el cestón del cual salían apagados cacareos y rebasaban, alzando la cubierta de estopa, cabezas cómicamente asustadas de gallos y gallinas, no sea que, mientras vendo en la feria esta pobreza, ande el demonio suelto. Cuidado me puso el cura por nombre... Atiende a tus hermanos... ¡Quedas responsable, Cerilo...!
El niño agachó la testa en que se envedijaban rizos color de mora madura, mates por el polvo que los velaba, y su gesto, ya semiviril, aceptó la responsabilidad completamente. Aquella misma mañana, Cirilo había cumplido once años, y la Vieja Sabidora, repertorio de historias, cuentos y patrañas de la aldea, le había bisbiseado la víspera al oído:
-¡Quién como tú, que eres hijo de un señor!
¡De un señor! No era la primera vez que lo escuchaba, y siempre la noticia alzaba ecos profundos en su alma precozmente despierta, superior a la condición humilde en que vivía... Cirilo no conocía en nada absolutamente que fuese hijo de un señor, ni se diferenciaba de sus hermanitos, retoños del difunto marido de su madre, el zuequero de Solgas... Descalzo, vestido de remiendos pingajosos, uncido ya al trabajo de la casa y de la tierra, como manso novillo destetado antes de sazón, Cirilo se parecía bien poco a los hijos de los señores, limpios y hartos, según él los había visto en la villita de Castro Real. Y con todo eso creía firmemente en lo del señorío. Dentro de su espíritu algo se elevaba; era un sentimiento, o, mejor dicho, un puro instinto de estimación hacia su propia persona, lo que, si Cirilo tuviese otra edad, se llamaría altivez.
Los demás chiquillos de la aldea le hacían burla, porque ni quería salir al camino real a mendigar la perriña, ni a los huertos a robar manzanas, ni al viñedo a hurtar racimos, ni a los corrales ajenos a cazar huevos, echándole la culpa al zorro... ¡Hijo de un señor! Sin duda, un señor muy majo, de tropa, como el que estaba retratado en el Ayuntamiento de Castro Real, con patillas y cruces... Fantaseaba que su padre habría vivido largo tiempo con su madre; que le habría tenido en brazos a él, Cirilo, muchas veces... Después, ¡sabe Dios!, se habría ido a América, o a servir al rey, de general... Desvanecerían sus ilusiones si le contasen la verdad, aquella casual distracción de un señorito a la vuelta de la caza, distracción de la cual ya no hacían memoria ni el seductor ni la víctima. Como que Cirilo daba por seguro que su padre, allá por donde anduviese, se añoraba de él con frecuencia, y se prometía venir el día menos pensado a recogerle, a llevarle consigo y a vestirle un uniforme militar, con muchos galones... ¡Así tenía que ser! Y el mirar de los grandes ojos negros del adolescente se perdía a lo lejos, en los montizuelos color de violeta que limitaban la cañada, en el trozo de ría de un azul hialino que se extendía más allá del castañar. Por allí llegaría su padre, a la hora crítica en que él más descuidado estuviese...
Un momento, hasta que se perdió la figura de su madre, cargada con la cesta, en la revuelta del camino, Cirilo permaneció pensativo, inmóvil, rumiando las palabras de la Sabidora. Después, precipitadamente volvió a entrar en la pobre casa; había oído llorar a una de las criaturas, Gustiña -Justa-, que era el mismo pecado, y de fijo habría hecho alguna maldad. Y, en efecto, arrastrándose, Gustiña pudo subir al hogar, y aterrada de tener tan cerca la lumbre, de oír el glu del pote, sin acertar a retroceder, se desgañitaba. El mayorcito, de cinco años, en camisa rota, de pie, miraba a la menor, absorto, metiéndose el pulgar en la boca rosada y sucia. Cirilo riñó, salvó a la traviesa, recebó la lumbre y corrió a ordeñar la vaca, para dar a los chicos buenas sopas de leche con pan de maíz desmigajado. Estos menesteres piden tiempo. Así que atracó de sopas a los rapaces y los vio con el vientre tenso, redondo, los arrulló, los acostó juntos sobre un lecho de poma, hojas de maíz seco, con las cuales rellenan en el país los jergones. Aguardó impaciente hasta que la respiración igual y dulce de las criaturas le indicó que por una hora, al menos, no necesitaban vigilancia; rebañó el puchero de las sopas, y despacio, hundidas las manos, a falta de bolsillos, en la cintura del astroso pantalón, se metió por los sembrados hacia el hórreo de la señora Eufemia, detrás del cual se extiende la linde del bosque del castillo de Castro. Bajo la bóveda de los castaños centenarios, las vigas magníficas que se yerguen a alturas de muchos metros, sobre el musgo enjuto y velloso y la delicada hierbecilla anémica que crece al sombrizo del follaje, Cirilo se tiende para continuar soñando... Su padre llega; viene jinete en un potro fiero, arrogante, haciendo corvetas y manejando un sable relucidor; le coge a él, a Cirilo, y le aúpa al mismo caballo, y allí le aprieta contra su pecho, y le incrusta en la carne los bordados del gran uniforme, el metal de las condecoraciones... Cirilo, herido, magullado, venturoso, suspira y se despierta... Porque realmente era que se había dormido agobiado por el calor, y al abrir los ojos, la conciencia de su responsabilidad le alarma y le hace saltar, salvar a brincos la linde del bosque, el hórreo, el seto... Mal despabilado aún, se frotaba los párpados... ¿Qué era lo que le nublaba la vista? Tardó unos segundos en comprender...
«¡Humo! pensó, al fin. ¡Humo! ¿De dónde sale? De casa... ¡Ay Virgen!... El humo, el humo sale de casa... ¡Fuego!... ¡Hay fuego!»
Aquello no era correr, era galopar. Los talones de Cirilo se juntaban con su grupa. Su boca, abierta, llena de un torbellino de aire, no podía formar sonidos ni gritar el ¡socorro! ¡socorro!, que le subía a los labios. En su cerebro no había ideas, sólo el retemblido, el zumbido sordo de una enorme masa próxima a desprenderse y envolverlo todo en su caída... Según se aproximaba a la casuca, entre la humareda densa y creciente, distinguía el rojo de la llama, la lengua vibrátil que salía de las fauces de sombra. Tan disparado iba el niño, que, para detenerse en seco ante la puerta, necesitó sentir que se asfixiaba con el humazo...
Un instante vaciló. La casa ardía rápidamente; sola, abandonada, tranquila, ni un alma había acudido; alrededor no existían vecinos, y como en la canícula suelen inflamarse pajares y rastrojos, la gente de los contornos no se preocupaba de humaredas. Dentro estaban las criaturas, las que, sin duda, despertándose y jugando tercamente con los tizones, habrían prendido el incendio... Se quemarían allí, como dos pichoncitos tostados en el mismo palomar. Pero Cirilo comprendía también que si entraba era para ganarse la muerte. Un sudor frío humedeció sus sienes, en donde latía la sangre, agitada por la carrera loca. ¡Perecer achicharrado! Al fin, los cativos ya estarían muertos; su llanto no se oía... El muchacho retrocedió.
«Quedas responsable, Cirilo», murmuraba dentro de él la voz materna.
Y la paterna, la de aquel apuesto general que tanto amaba a su hijo y se acordaba de él y vendría a buscarle, repetía:
«Anda, valiente, anda, que para eso tienes sangre mía...»
Cirilo hizo la señal de la cruz y se arrojó al horno, entre dos llamaradas, que le recibieron como dos brazos rojos de verdugo...

«Blanco y Negro», núm. 85, 1907.

Cuento de la tierra

Remordimiento

Conocí en su vejez a un famoso calaverón que vivía solitario, y al parecer tranquilo, en una soberbia casa, cuidándose mucho y con un criado para cada dedo, porque la fortuna -caprichosa a fuer de mujer, diría algún escritor de esos que están tan seguros del sexo de la fortuna como yo del del mosquito que me crucificó esta noche- había dispuesto (sigo refiriéndome a la fortuna) que aquel perdulario derrochase primero su legítima, después la de sus hermanos, que murieron jóvenes, luego la de una tía solterona, y al cabo la de un tío opulento y chocho por su sobrino. Y, por último, volvieron a ponerle a flote el juego u otras granjerías que se ignoran, cuando ya había penetrado en su cabeza la noción de que es bueno conservar algo para los años tristes. Desde que mi calvatrueno (llamábase el Vizconde de Tresmes) llegó a persuadirse de que interesaba a su felicidad no morirse en el hospital, cuidó de su hacienda con la perseverancia del egoísmo, y no hubo capital mejor regido y conservado. Por eso, al tiempo que yo conocí al vizconde -poco antes de que un reuma al corazón se lo llevase al otro barrio- era un viejo rico, y su casa -desmintiendo la opinión del vulgo respecto a las viviendas de los solteros- modelo de pulcritud y orden elegante.
Miraba yo al vizconde con interés curioso, buscando en su fisonomía la historia íntima del terrible traga corazones, por quien habitaba un manicomio una duquesa, y una infanta de España habían estado a punto de echar a rodar el infantazgo y cuanto echar a rodar se puede. Si no supiese que veía al más refinado epicúreo, creería estar mirando los restos de un poeta, de un artista de uno de esos hombres que fascinan porque su acción dominadora no se limita a la materia, sino que subyuga la imaginación. Las nobles facciones de su rostro recordaban las del Volfango Goethe, no en su gloriosa ancianidad, sino más bien en la época del famoso viaje a Italia; es decir, lo que serían si Goethe, al envejecer, conservase las líneas de la juventud. Aquella finura de trazo; aquella boca un tanto carnosa; aquella nariz de vara delgada, de griega pureza en su hechura; aquellas cejas negrísimas, sutiles, de arco gentil, que acentúan la expresión de los vivos y profundos ojos; aquellas mejillas pálidas, duras, de grandes planos, como talladas en mármol, mejillas viriles, pues las redondas son de mujer o niño; aquel cuello largo, que destaca de los bien derribados hombros la altiva cabeza... todo esto, aunque en ruinas ya, subsistía aún, y a la vez el cuerpo delataba en sus proporciones justas, en su musculosa esbeltez, algo recogida como de gimnasta, la robustez de acero del hombre a quien los excesos ni rinden ni consumen. Verdad que estas singulares condiciones del vizconde las adivinaba yo por la aptitud que tengo para restar los estragos de la vejez y reconstruir a las personas tal cual fueron en sus mejores años.
Gustaba el vizconde de charlar conmigo, y a veces me refería lances de su azarosa vida, que no serían para contados, si él no supiese salvar los detalles escabrosos con exquisito aticismo, y cubrir la inverecundia del fondo con lo escogido de la forma. No obstante, en las narraciones del vizconde había algo que me sublevaba, y era la absoluta carencia de sentido moral, el cinismo frío, visible bajo la delicada corteza del lenguaje. Punzábame una curiosidad, y pensaba para mí: «¿Será posible que este hombre, que para sus semejantes ha sido no sólo inútil, sino dañino; que ha libado el jugo de todas las flores sacando miel para embriagarse de ella, aunque la destilase con sangre y lágrimas; este corsario, este negrero del amor, repito, será posible que no haya conservado nada vivo y sano bajo los tejidos marchitos por el libertinaje? ¿No tendrá un remordimiento, no habrá realizado un acto de abnegación, una obra de caridad?»
Un día me resolví a preguntárselo directamente.
-Porque al fin -le dije-, en las batallas que usted solía ganar haya muertos y heridos; solo que, como en las heridas de estilete, la hemorragia es interna, pues el honor manda callar y sucumbir en silencio. ¡Cuántos maridos, cuántos hermanos, cuántos padres (sin hablar de las propias víctimas) habrán ardido por culpa de usted en un infierno de vergüenza!
-¡Bah! No lo crea usted -respondía el Don Juan sin alterarse en lo más mínimo. En estas cuestiones, los expertos somos un poquillo fatalistas. ¡Lo escrito se cumple! Y lo que yo, por escrúpulos más o menos justificados, desperdiciase, otro lo recogería, quizá con menos arte, tino y miramiento que yo. La pavía madura cuelga de la rama y va por instantes a desprenderse del tallo. El que pasa y la coge suavemente le ahorra el sonrojo de caer al suelo, de mancharse, de ser pisada...
Al ver que su extraño razonamiento me dejaba algo perplejo, el vizconde añadió:
-A pesar de todo, confieso que hice un acto de abnegación y que tengo un remordimiento...
Esperé, y el viejo, apoyando la barba en dos dedos de la mano izquierda, habló con lentitud y en tono menos irónico que de costumbre:
-Ha de saber usted que tuve una hermana que se casó y se murió casi en seguida (en mi casa todos murieron jóvenes y tísicos, excepto yo, que absorbí la fuerza que debía repartirse entre los demás). Mi cuñado, poco después, se cayó de un caballo y no sobrevivió a la caída. Quedó una niña, bonita como un serafín. Yo era su tutor, y aunque cuidé bien de su educación y de sus intereses, la veía poco, porque no me gustaban los chiquillos. Vino la pubertad, y entonces la criatura tomó formas menos angélicas y más apetecibles para los humanos. Y, cosa rara, si de chiquilla, al verme, se deshacía en fiestas y se volvía loca de gozo, ya de mujercita no parecía sino que la afligía mi presencia. y me acuerdo que hasta sufrió un síncope porque le di un beso paternal... Paternal (se lo afirmo a usted bajo palabra de honor), porque tenemos la tontería de figurarnos que los que conocimos niños no llegan nunca a personas mayores...
Con todo, ciertos errores pronto se disipan, y como los síntomas iban acentuándose, no tardé en conocer la índole de la enfermedad... La muchacha repito que era una hermosura. Le enseñaré a usted su retrato, y me dirá si exagero. Aparte de esto de la belleza, nunca vi mujer que más traspasada se mostrase. Rendida ya, vencida por fuerza superior a su albedrío, lejos de huirme me seguía y buscaba incesantemente, y se leía en sus ojos, en su voz y en sus menores acciones que era tan mía, tan mía, que podía yo marcarle en la frente la ese y el clavo. Mi edad era entonces la de las pasiones violentas; tenía treinta y ocho años...; pero ¡así y todo!...
-¿No se resolvió usted a coger la pavía?
-No era pavía, como usted verá -respondió el calaverón, frunciendo las cejas-. Lo que puedo decir a usted es que al comprender la realidad, huí de mi sobrina, viajé, y estuve ausente más de un año y al ver a mi regreso a la niña enferma de pasión y amartelada como nunca le hablé lo mismo que un padre, le pinté mi vida, y mi condición, y hasta mis vicios...
-Leña al fuego- interrumpí.
-¡Leña al fuego, sí, tal vez!... En fin; le dije redondamente que estaba resuelto a no casarme nunca; que no me casaría ni con Eugenia de Montijo, emperatriz de Francia...
-¿Y ella?
-Ella... Ella..., después de llorar y de ponerse más pálida y más roja y más temblorosa que una sentenciada.... acabó por decirme que..., soltero o casado, malo o bueno, rico o pobre...
-¡Comprendo!...
-Bien; pues yo..., no solo rehusé, desvié, contuve, sino que busqué marido, joven, guapo, bueno..., y con todo mi ascendiente, con mi mandato, lo hice aceptar...
¡Ya me parecía! -exclamé entusiasmado. Una acción generosa, bonita! ¡Si no podía menos!
-Una acción detestable -repuso el vizconde cuyos labios temblaron ligeramente. Así que se casó mi sobrina, se me cayeron a mi las escamas de los ojos, y me hice cargo de que me estaba muriendo por ella... Y la busqué, y la perseguí, y la asedié, y agoté los recursos, y sólo encontré repulsa, glacial desdén, rigor tan sistemático y tan perseverante, que me di por vencido, y me salieron las primeras canas...
-Vamos, la sobrinita se encontraba bien con el marido que usted eligió...
-Tan bien... -añadió el Don Juan sombriamente, que a los seis meses mi sobrina enfermó de pasión de ánimo, y a los diez, en la agonía, me llamó para despedirse de mí y decirme al oído que.... ¡como siempre!
Tresmes bajó la cabeza y me pareció ver que una nube cruzada por su frente olímpica.
-Ahí tiene usted -murmuró después de una pausa- mi remordimiento. Nadie debe salirse de su vocación, y la mía no era conducir a nadie al sendero del deber y de la virtud.

Cuento de amor

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Reina

No se recordaba, en la «histórica urbe» de Alcazargazul, acontecimiento igual, por lo menos desde que cesaron de ocuparla los moros y la conquistó el buen Alvar Mojino de los Mojinos, asaltando la muralla con sus hombres, cual banda de gatos monteses que trepan a un peñasco con las uñas.
Justamente, en conmemoración de tal acontecimiento (aunque en apariencia no existiese íntima relación entre ambas cosas) pensaron varios alcazar-gazuleños entusiastas en que se celebrasen unos Juegos florales, verdadera-mente solemnes. Una comisión constituida al efecto, y de que formaban parte todas las «fuerzas vivas», trabajó lo increíble, revolvió Roma con Santiago, y consiguió (no dando paz a diputados y senadores de la región) una subvencioncilla y varios premios, con la consiguiente designación de temas.
También jugaron influencias para que «mantuviese» el certamen el célebre orador don Propicio Meloso, el cual arañó un poco en Lafuente y Mariana, se empapó en las leyendas y fastos de Alcazargazul, y, llegado el momento de dejar fluir su elocuencia, hizo un relato de la proeza de Alvar Mojino, que ni que la hubiese estado presenciando la víspera. Enorme resonancia alcanzaron los Juegos florales, porque otro acierto de la Comisión fue señalar para la celebración de los Juegos, no el día en que se cumplían siglos de la hazaña, sino el mismo en que tradicionalmente se verifica la feria de Alcazargazul. Un arqueólogo de la localidad, don Senén Morquecho, los insultó en varios artículos de un periodiquito por esta libertad que con la historia se tomaban; pero el resto de la Prensa regional declaró que el tal don Senén era un majadero (como si esto no se supiese desde años hacía).
El mayor aliciente, sin embargo, de los Juegos, y la más feliz ocurrencia de la Comisión, consistió en disponer que presidiese el certamen, lo mismo que en tiempos de Clemencia Laura, una Corte de Amor, compuesta de una Reina, seis damas y siete pajecillos. Al difundirse la noticia de tan romántica novedad -entonces lo era, las posadas de Alcazargazul cobraron desde varios días antes de la solemnidad cinco duros diarios por tabucos indecentes, camastros con chinches, y asados de carnero.
No había sido tarea fácil la de reunir la Corte, porque al principio las familias distinguidas de Alcazargazul y sus contornos se negaban a que sus hijas saliesen al tablado «lo mismo que cómicas». Hubo que tocar resortes, hasta políticos y religiosos, para convencer a aquella gente atrasada. Y hubo también que transigir unas miajas en lo de la belleza. No fueron precisamente las más hermosas las que, engalanadas, se agruparon alrededor del trono. En cambio, la Reina, la hija del cacique liberal, era casualmente la muchacha más reputada de bonita en el pueblo y sus alrededores.
Requerido por el diputado, a quien interesaba el lucimiento de los festejos, el cacique no había tenido remedio sino acceder, un tanto a rastras, a la exhibición de su hija, y a encargar a Madrid un suntuoso traje blanco elegido por la madre del diputado, y con el cual Mari-Virginia, tal era el nombre de la Reina, lo parecía en efecto cuando ocupó el trono de sedas, flores y ramaje que le estaba destinado.
Iba Mari-Virginia pálida de emoción; pero el color de su cara se convirtió en rosa vivísima cuando estallaron los aplausos provocados por su presencia, cuando el rumor de la multitud subió a ella incensándola, cuando el diputado, el joven duque de la Morería, cual si nunca la hubiese visto antes, la envolvió en una ojeada que de puro admirativa tenía algo de insolente, y cuando el mantenedor, en un párrafo hecho a torno, declaró que en ella estaba representado todo el hechizo de la mujer de aquella comarca, de árabes ojos de gacela y talle de cimbreante lirio. Hubiese sorprendido mucho a la concurrencia y al orador quien les dijese que los lirios no se cimbrean más ni menos que otra planta.
Sin entrar en este género de análisis, Mari-Virginia sentía como si en su corazón derramasen un vino añejo y que embriaga dulcemente, con dorada embriaguez. Era una muchacha honesta, que se había pasado los cinco años que separan los quince de los veinte cosiendo, sentada en el patio de su casa, en conversación alegre con las sirvientas y las vecinas, comentando el gorjear del jilguero favorito y las gracias del hermanillo pequeño. Nunca se le había ocurrido pensar que los moros, en otro tiempo, lavaron su ropa en aquel riachuelo mismo que corría al pie del huerto de su casa. No sospechaba siquiera que hubiese habido un Alvar Mojino que realizó valentías, y menos que, en virtud de tal suceso, ella hubiese de subir al trono. ¡Reina! Enfáticamente pronunciaban la palabra las mozas del servicio, las comadres de la barriada y las amigas y los parientes viejos. ¡Reina, reina de la belleza! ¡Ella, Mari-Virginia Rosón! Pero ¡qué cosas suceden! ¡Quién lo pensara!
Entre las felicitaciones, venían los augurios. Ahora tenía que suceder: se casaría lo menos con un príncipe. Vamos, un príncipe no, porque nunca se han visto en Alcazargazul..., pero un señor de lo más alto, un señor que se la llevaría a Madrid, para que se les cayesen de envidia los ojos a todas las señoronas de por allá... Una o dos gitanas cobrizas, con peinas azules en el moño negro y aceitado, acudieron a «isí la buenaventura» a la «zeñita», vaticinándola lo propio: un casamiento que daría que «jablá» para seis años. Y Mari-Virginia subía a su trono con ilusiones de verdadera reinecita adorada, con esperanzas indefinidas de algo supremo, incomparable, que la tenía que suceder, y con alas en los hombros, alas invisibles, de plata y azul, como las de los angelines que cercan el trono de la Patrona de Alcazargazul, Nuestra Señora del Triunfo...
La noche que siguió al certamen, después del baile del Casino, la muchacha no pudo dormir. La desveló dulce fiebre. No cesaba de oír voces que la llamaban «reina, reina de la hermosura», y entre ellas, la del duque de la Morería, baja, timbrada, al parecer, por un sentimiento de amor, que murmuraba a su oído mil frases de sentido equívoco, interpretables en el más halagüeño. Tres veces el joven diputado bailó con la reinecita, y otras tantas la gente aplaudió, hasta que los socios del Casino, cogiendo las flores que adornaban las consolas, las habían arrojado a los pies de la pareja, a pesar de que el secretario de la Sociedad repetía, vigilante:
-Hombre, no hasé tonterías, que van a resbalá...
A la mañana siguiente hubo jira con almuerzo en honor de don Propicio, pero continuó la Reina siendo el gran atractivo de la función. Por la tarde, don Propicio salió en el tren, y con él partieron el joven duque y el poeta premiado con la flor natural, que era un canónigo de Plasencia. Mucha gente se marchó ya aquella tarde: el pueblo se quedó «sordo», al decir de las vecinas. Mari-Virginia, desde aquel punto, no concurrió a los festejos, que aún langui-decieron media semana. Al despedirse, el joven duque había ofrecido escribir desde Madrid, adonde le llamaban asuntos urgentísimos.
La crónica refiere que no escribió. No tenía afición al género epistolar. En Alcazargazul todavía por espacio de un año llamaron «Reina» a la linda hija de Rosón. La Reina practicaba un retraimiento que empezaron las gentes a definir como orgullo. Y, mortificadas, suprimieron lo de Reina y la nombraron como antes, familiarmente, Mari-Virginia.
No salía nunca. No quería ver a nadie. Mañana y tarde, silenciosa, cosía en su jardín, con la cara hermética, los ojos árabes perdidos a veces en las lejanías, cual si todo lo bueno que esperase tuviese que venir de gran distancia. El rumor del riachuelo y de la fuente rimaba sus horas con una melancolía musical. El hermanito chico y los jilgueros gorjeadores la eran indiferentes. A decir verdad, la era indiferente todo, menos lo que pasaba en su interior. Y en su interior pasaba siempre lo mismo. A los acordes de una marcha misteriosamente solemne, subía unas gradas mullidas de alfombra, y ocupaba un trono de damasco, ramaje y flores. Y la multitud, electrizada, gritaba, como si aclamase: «¡Viva la Reina!».
Dos o tres de los mejores partidos de la provincia, muchachos de algún porvenir, de hacienda suficiente, se presentaron a solicitar la mano de Mari-Virginia. El padre incitaba a la hija a casarse; deseaba tener en su yerno un lugarteniente para su política mezquina de campanario, y, además, las mocitas, llegadas a los veinte y pico, mejor que se establezcan; pero Mari Virginia rehusaba tenazmente. Y rehusando siguió, y los años transcurrieron, y el padre se fue de este mundo, y el hermano concluyó la carrera y se casó, y Mari-Virginia, solita en su casa del huerto, siguió cosiendo y mirando hacia lo lejos, sin esperar ya concretamente nada bueno, pero negándose a aceptar lo que pudiese venir, porque no quería dejar de ser «Reina».
No estaba triste; sólo estaba muda, cerrada, como los sepulcros. Y duró esta situación hasta que, por azares de la politiquilla local, el duque de la Morería, ya casado, protegió otros Juegos florales y fue nombrada otra Reina joven. Aquel día, Mari-Virginia se acostó quejándose de un dolor que la molestaba, no sabía dónde; acaso dentro; en el alma quizás. Anduvo enfermiza varios meses, y luego dio en frecuentar la iglesia. Y los que la ven pasar, todas las mañanas, cubierta la cabeza con el velillo, se dicen al oído:
-Pues no crea usted, fue la mujé má bonita de Alcasagasú... Como que ha sío la primé Reina de los Juegos florales... 

«La ilustración española y americana», núm. 41, 1911 

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Reconciliados

Al pasar por delante del cementerio de aldea, me detuve un instante, mirando con interés aquella tierra como hinchada de vida, de la vida natural, que nace de la muerte. Plantas lozanas y fresquísimas reían impregnadas aún del rocío nocturno, al sol que iba a bebérselo golosamente. Eran flores de jardín, plantadas allí sin inteligencia, pero con el respeto que a sus difuntos demuestra siempre la gente labriega. Azucenas, rosas, alhelíes, margaritas, medraban en el terruño relleno de elementos favorables a su desarrollo, de abono de cuerpos humanos, y transformaban en perfumes Y en colores las descomposiciones del sepulcro.
Pero, recientemente, el terreno había sido removido, y faltaban, en un espacio bastante grande, las gayas flores: la tierra aparecía desnuda. Se habían cavado allí sepulturas recientemente. Y el viejo Avelaneira, el curandero, que me acompañaba, me hizo saber que eran dos las sepulturas acabadas de abrir, y que los dos que allí se habían enterrado a un tiempo, unidos en muerte por el odio y no por el amor, eran los dos mayores enemigos de la parroquia.
Inmediatamente quise recoger los hilos de aquella psicología que condujo a yacer vecinos a dos enemigos, y acaso a tener, cuando el cementerio recibiese nuevos huéspedes y no cupiesen sin hacerles sitio, abrazados sus huesos, confundidos, indiscernibles; porque, cuando el hombre se reduce a su última expresión, es cuando resuelve el problema de la suprema igualdad, no habiendo diferencia de tibia a tibia y de fémur a fémur...
¿Qué odio de muerte, qué irreconciliable ofensa separaba a aquellos dos hombres, que les hizo bajar al sepulcro el mismo día, y el uno por la mano del otro?
Saqué la verdad, como se saca de la tierra un objeto que escondió un culpable porque probaría su delito, de las inconexas explicaciones del viejo Avelaniera, que, un tanto comprometido por aquel suceso, y temeroso de que la justicia se metiese «en lo que no le importaba», no tenía ganas de soltar mucho la lengua. Pero sabía yo un medio infalible de que el curandero la soltase, y aún más de la cuenta, si a mano venía. Era este remedio eficaz una botella de aguardiente del Rivero, de esas que parece que tiene aceite cuando llevan en la bodega algunos años. En cuanto se hubo echado por el embudo de la garganta un par de copas de aquel néctar peligroso, Avelaneira empezó a divagar unas miajas, y, últimamente, a espontanearse, sacando yo por el hilo de su alegría aguardentosa la realidad de un hecho que a los diez días estaría olvidado por su mismo misterio. El aldeano trata de no hablar de lo que puede acarrearle alguna desazón con alguien. Y no hablando de las cosas, se borran, como si no hubiesen sucedido jamás.
Ahora bien: tío Roque de Manteiga y tío Selmo de Vieites poseían tierras lindantes, que cultivaban con sus propias manos. Estaba deslindada la propiedad de cada uno cien veces y escrupulosamente, mata por mata y terrón por terrón; pero existía un arrecuncho, un retal de terreno, mal deslindado y que habían pleiteado ya en el Juzgado, camino de la Audiencia. Lo fatal de aquel rinconcete, que, según la gráfica frase del Avelaneiro, era «grande como una sepultura», consistía en que, a favor de la pretensión de poseerlo, cada uno quería aumentarlo, y tomaba pretexto del litigio para roerle al otro, al margen, unas raspillas de esa tierra, para el aldeano más preciada que el oro. Mil veces ya se habían encontrado frente a frente los dos viejos, puesto el pie sobre lo que cada uno de ellos creía su propiedad, y se miraron con ardientes ojos de codicia, saludándose entre encías, pues dientes no les quedaban. Las manos sarmentosas se estremecían empuñando el mango del azadón, y la cólera les hacía babear, aunque por el buen parecer murmurasen:
-Santos y buenos días nos dé Dios.
-Muy santos y buenos.
La discusión nacía en seguida, agria y empeñada.
Roque, el ganancioso del pleito en el Juzgado, había puesto patatas en el terreno que ya, según la ley, era suyo; y, por la mañana, encontraba que una mano aviesa se las había desenterrado todas, una por una.
-¡Si supiese yo quién fue el capón, el carina, que me desenterró mis patatas... malia para él! -rezongaba, cerrando el puño.
Y el capón estaba allí, a dos pasos, hipócritamente ocupado en cavar su heredad de maíz.
A la noche, poco después, la venganza no se hizo esperar mucho: apenas nacido el maíz, cuando era una tiernecita planta, poco más alta que una hierba, por la noche una mano airada los arrancó todos. Y fue el tío Selmo el que, jurando como un demonio, cerró los puños en dirección de la casa de su enemigo, que aquel día, con un disimulo revelador, no había querido venir a trabajar, haciéndose el enfermo y gimiendo mucho. Era, en parte, verdad cuanto de sus achaques y dolencias dijéranse los dos vejestorios, pues estaban ambos bastante averiados: el uno, no cumpliendo los sesenta y ocho; el otro, con los setenta a cuestas; pero sólo el anhelo de lucro, ese lucro tan humilde de la tierra labradía, bastara a moverlos, a apasionarlos de tal modo, que sus cuerpos usados y tomados de orín por la edad y las fatigas parecían recobrar un vigor juvenil cuando manejaban el sacho o, empeñados en no interrumpir sus amores con la tierra morena, la amada de toda su vida, y en fecundarla una vez más. ¿Y por qué tenían tanto afán de hacer producir a la tierra aquellos dos carcamales? Ni uno ni otro eran lo que en la aldea se dice pobres. El tío Roque era viudo y no tenía más familia que una sobrina, sirviente en Marineda. El tío Selmo había mandado a América dos hijos ya hombres, y desde allá le remitían a veces una letrita, con la cual compraba otro retazo de tierra, alguna heredad pequeña, un cacho de monte, un manchón de castaños. Poseer, poseer: he ahí el empeño loco de ambos ancianitos. Y todo lo que poseían les importaba menos que aquel retal grande como una tumba, que se disputaban con furor. Por ganar el pedazo hubiesen sacrificado con gusto el resto de lo que tenían, aun cuando luego hubiesen de mendigar por los caminos o pedir un jornal, que ya no les daría nadie.
No era ya el pedazo; era su honra, era su dignidad, era su amor propio, era, sobre todo, su odio insatisfecho lo que en ellos se lanzaba con la fuerza que adquieren en la vejez las manías, y les decía en sueños y despiertos que esto no se quedara así, que ya había alguien que tenía que pagarlas todas juntas... Caía la tarde del día de San Juan, cuando se rompieron las hostilidades ya a mano armada. Exasperado por la arrancadura de su maíz nuevo, el tío Selmo se emboscó al paso del tío Roque y le disparó un croyo, una piedra perlada y lisa, con filo, como una antigua hacha de sílex. Apuntaba el viejo a la cabeza; pero su mano caduca erró la puntería, y la peladilla fue a dar en el brazo. Al agudo dolor, Roque cayó en tierra, gimiente. Pensando haberle dado un buen golpe, huyó el agresor cuan ligero pudo. Al otro día, en virtud de unas fricciones de ruda, aceite y romero cocido que el curandero le administró, salió a su heredad el lesionado, sin mal de ninguna clase. Allí estaba ya Selmo trabajando el pedazo maldito, echando en él no se sabé qué simiente... La sangre, aún no helada, de Roque, dio una vuelta.
-Si no se va... largo...
La amenaza la acentuaba el movimiento de alzar la horquilla de puntas de hierro, que había sacado, no sabemos si para traer un haz de árgoma, o si para llevar arma defensiva y ofensiva. Selmo, por su parte, requirió la azada, reluciente por el uso. Avanzaron los dos, en vez de retirarse con prudencia, y sus labios sumidos murmuraban juramentos atroces, blasfemias bárbaras. Las piernas les temblaban a los dos; pero ni uno ni otro querían que se les notase la flaqueza, y suponían que jurando iban a parecer más fuertes, más recios. Al aproximarse, Selmo sacudió el primer golpe, un débil azadonazo, en el hombro de Roque. Este se hizo atrás, pero no sin esgrimir su horquilla, dirigiéndola contra el pecho del enemigo. Fue a clavarse en el estómago. Las puntas aguzadas penetraron en la carne. Aulló el herido, maldiciendo. Roque acababa de caer, arrastrado por la propia fuerza con que había querido asestar el golpe, consumiendo en tal arranque cuanto le restaba de energía. Y, al verle en tierra, el otro recogió del suelo su azada, y ya esta vez fue certero. La cabeza sonó como una olla que se parte. Luego, un azadonazo vigoroso quebró huesos y costillas...
Ambos contendientes, arrastrándose, se retiraron a su casa, mal como pudieron. Denuncia a la Justicia, no la hubo. El aldeano pleitea por la propiedad; por la vida, rarísima vez acude a los jueces. Ni aun al médico. Fue el bueno de Avelaneiras el que los vio a los dos. El del horquillazo en el estómago no conservaba la comida; la herida era poca cosa, pero el órgano se negó a funcionar, y ya se sabe lo que es esto para un viejo. El del azadonazo en los sesos, saltó a fiebre y delirio, y a coma mortal. Y el mismo día los depositaron en un espacio de terruño igual en dimensiones al que pleiteaban, pero donde, al menos, estuvieron en paz. No discutieron, no se agredieron, no se dijeron malas y feas palabras de denostación. Y las flores que después crecieron allí no hicieron diferencia entre los dos hombres que se odiaron.

«La Ilustración Española y Americana», núm. 18, 1914.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Reconciliacion

-Yo la aborrecía como el que más -dijo el semifilósofo, ¡y cuidado que la aborrecen los mortales! Pero se me figura que mi odio revestía un carácter especial de violencia y desprecio. No sólo me parecía horrible, sino antipáticamente ridícula, y me burlaba de sus gestos, del aparato que la rodea, de los versos y artículos que inspira, de las industrias que sostiene, de las carrozas figurando templetes, de los cocheros y lacayos «a la Federica»; de las coronas de siemprevivas y violetas de trapo que parecen roscones; de los pensamientos tamaños como berzas sobre cuyas negras hojas reluce, adherido con goma arábiga, un descomunal lagrimón de vidrio... Groseras representaciones simbólicas, que me inspiraban en vez de respeto, mofadora risa, y que me hacían exclamar al encontrarme por las calles un entierro: «Ahí va la última mascarada. Como «me lleven» así..., soy capaz de resucitar y de dar el disgusto magno a mis herederos.»
Quizá «ella» se enteró de que yo la detestaba tan seria y encarnizada-mente. Lo cierto es que una noche, de verano y muy apacible, encontrándome en perfecta salud y sin acordarme para nada de la desagradable acreedora de la Humanidad, como me entretuviese en el jardín respirando el suave aroma de los dondiegos y las madreselvas, y recreándome en la fantástica forma que presta la luna a los árboles y a las lejanías, de pronto vi a la Muerte, a la Muerte en persona, sentada a mi verita, en el mismo banco, y clavando en mí sus profundos ojos de esfinge.
¿Que cómo supe que era la Muerte? ¡Bah! Se la conoce en seguida, ni más ni menos que si la estuviésemos tratando a todas horas. No creáis, sin embargo, que la Muerte se me presentó como suelen pintarla, reducida al estado del mondo esqueleto, armado con una guadaña, sosteniendo un reloj de arena, enseñando los dientes amarillos y entrechocando pavorosamente los huesos. Ésas son fantasías de poetas y pintores. No se necesita reflexionar mucho para comprender que entre lo que llamamos «muerte» y el período en que el cuerpo se convierte en esqueleto pelado media una distancia grande, que sólo salva la imaginación, y que significar la Muerte por medio de una armazón óseo, es como si figurásemos el nacimiento con un poquillo de albúmina o un germen invisible.
La Muerte que se me apareció era una bella mujer con todas sus carnes, mórbidas y frescas aún, si bien descoloridas. A no ser por la palidez intensa de la cara y los brazos, que llevaba descubiertos, la Muerte parecería vivir. Sus pupilas grandes, fijas y dilatadas, miraban de un modo interrogador. Vestía -según pude distinguir a la clara luz de la luna- de una gasa color azul de cielo salpicada de puntitos menudos que relucían como estrellas. Desde que se presentó a mi lado, la templada atmósfera se enfrió, como si soplase una brisa húmeda y glacial.
Al pronto no me atreví a interrogarla. Estoy seguro de que a ti, lector, te sucedería lo mismo: la Muerte, vista de cerca, por más que se adorne, y componga, siempre infundirá una miaja de respeto..., es decir, de asco. Y advirtiendo ella lo que me sucedía, se adelantó a hablarme con voz sumamente dulce, insinuante y melodiosa, que suscitaba el presentimiento o el recuerdo del sonido delicadísimo de una flauta de plata.
-He venido -dijo blandamente- a que hagamos las paces. No me avengo a que todos me miren con repugnancia y a que sea mi nombre un espantajo. ¡Qué injusticia! De venir al mundo deberían espantarse los hombres; pero... ¿de salir de él? Y mira, será chiquillada: lo que más me duele es que me llamen fea. Dime sinceramente: ¿soy fea yo? ¿No es mucho más feo al nacer; no es más prosaico, más doloroso, más sucio, más difícil, hasta más ridículo? Piensa cómo se nace y cómo se muere, y manifiéstame tu opinión. Muertes bellas, heroicas, grandiosas, recordarás infinitas; nacimiento heroico no sé de ninguno. El hombre, cuando nace, sólo afirma su existencia orgánica. Al morir, en cambio, ¡cuántas cosas grandes se han afirmado generosamente: ideas altas y nobles, santas creencias, sentimientos ardientes y profundos! ¿No es cierto que hay vidas que no tienen más valor ni más significación que la que yo vengo a prestarles en un momento supremo? Hubo hombres -a centenares- que sólo viven porque murieron bien.
-Estoy enterado -contesté de mala gana. Un bel morir... como dijo no sé quién... Y a fe que no soy el único que ignora quién dijo esa sobada frase. Tu tienes razón, hermana Muerte; pero, mira, no lo podemos remediar; no nos haces gracia. Desde que estás ahí, ¡por ejemplo!, siento frío y se me ha encogido el corazón.
-Sin embargo, apostaré a que me vas encontrando menos fea, y, sobre todo, ya no te parezco risible. Estoy segura de llegar a agradarte, a conquistarte, si me sigues tratando. ¡Quién sabe! ¡Podrás amarme quizá! En eso me diferencio también de la Vida. A ésta se la recibe con alegría y alborozo; se espera de ella todo lo bueno, todo lo apetecible, las cosas más bonitas y seductoras... Y pregúntale a tus semejantes, pregúntate a ti mismo, si la insolente ladrona desuellacaras cumple lo que prometió. ¡Pregunta, sí, si alguien queda satisfecho de ella, si hay quien no la maldiga, si hay quien, después de arrancarle la máscara, se aviene a recibirla de nuevo con su secuela de dolores, berrinches y aburrimiento intolerable! En cambio, ¿quién se queja de mí? ¡Observa cómo los que yo me llevo dejan traslucir en sus facciones inexplicable alivio, expresión de conformidad, de sosiego dulce y plácido! Es que yo les colmo a todos las medidas. Doy a cada cual lo que soñó.
-Eres una elocuente abogada -respondí a la Muerte procurando desviarme de ella con disimulo-, y casi me vas persuadiendo; sin embargo, hay en ti algo difícil de soportar, y es eso de que no sepamos adónde nos conduces.
-¿Será a sitios peores que la Tierra?
-Imposible -respondí con gran fe.
-La palabra que acabas de pronunciar es la condena de la vida -respondió la mujer pálida, fascinándome con sus enigmáticos ojos y atrayéndome como atrae lo desconocido, hasta tal punto que, involuntariamente, me acerqué a ella; y notándolo, me sonrió, y me pasó por la cara unas flores marchitas que olían a cera y a incienso. Al respirarlas, empecé a sentir que la Muerte es una sirena.
-Lo que no te perdono -exclamé reaccionando- es tu maldad, tu impía y cruel acción de llevarte a los que amamos. Comprendo que si me llevas no resistiré ni protestaré; pero, ¡ay de ti si te acercas a los seres preferidos! ¿Cómo no quieres que te maldigan los que te ven llegar tranquila e inevitable, cuchillo en mano, para separarle el corazón en dos mitades, llevarte la una y dejar la otra aquí llorando gotas de sangre y hiel? Vamos, Muerte, ahora sí que no tienes nada que alegar en tu defensa. Jamás nos reconciliaremos contigo si tocas a un pelo de la cabeza sagrada. Por eso te llamamos tirana y odiosa; por eso tu aspecto nos crispa y nos indigna, y nunca nos habitua-remos a ti, maldición de Dios que pesa sobre nosotros.
La mujer del rostro pálido permaneció algún tiempo callada, sin contestar a mi invectiva. Al fin, lentamente, puso mano de hielo en mi hombro y dijo con acento que penetraba hasta las últimas capas del cerebro:
-Es cierto que separo a los que se aman, que desanudo los brazos, que aíslo las bocas, que pongo entre los cuerpos la valla de bronce del sepulcro, que traigo al espíritu la indiferencia, a la memoria el sopor, que me río irónicamente de los juramentos en que se invocó la eternidad, y que el llanto no me apiada, ni el dolor me importa... Pero ¡en cambio!...
-En cambio..., ¿qué? No hay beneficio que tanto daño pueda compensar.
-Sí lo hay. En cambio..., ¡óyeme bien!... Soy la vengadora segura, infalible, que nunca falta. Tarde o temprano cumplo los sacrílegos deseos y entrego al enemigo la cabeza del enemigo.
Y pasó por la faz de mármol de la muerte una vaga sonrisa de complicidad con la pasión, pasión que en aquel momento sentí con rubor que me subyugaba. Reconciliado enteramente con el espectro, le tendí los brazos en un transporte de rencor satisfactorio y de feroz alegría... Y no tuve tiempo de avergonzarme y arrepentirme de este anticristiano impulso, porque la Muerte había desaparecido y sólo quedaba a mi alrededor el silencio, el olor de las madreselvas, la luna convirtiendo en lago sin límites las lejanías y los términos del valle, y la majestad tranquila de la inmortal Naturaleza.

«El Imparcial», 11 febrero 1895.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Recompensa

Al pie del bosque consagrado a Apolo, allí donde una espesura de mirtos y adelfas en flor oculta el peñasco del cual mana un hilo transparente, se reunieron para lavar sus pies resecos por el polvo Demodeo y Evimio, que no se conocían, y habían venido por la mañana temprano, con ofrendas al numen.
Demodeo era arquitecto y escultor. Muchos de los blancos palacios que se alzaban en Atenas eran obra suya, y se esperaba de él un monumento magnífico en que revelase la altura y el arranque vigoroso de su genio.
Evimio era un opulento negociante establecido en Tiro, que expedía flotas enteras con cargamentos de lana teñida, polvo de oro, plumas de avestruz y perlas, traficando sólo en esos géneros de lujo en que es incalculable el beneficio. Contábase que en los subterráneos de su quinta guardaba tesoros suficientes para costear una guerra con los persas, si el patriotismo a tanto le indujese.
A pesar de su riqueza, Evimio había querido venir al santuario de Apolo sin séquito, como un navegante cualquiera, subiendo a pie la riente montaña, cuyos senderos estaban trillados por el paso de los devotos; y cual los demás peregrinos, había dejado pendientes de una rama sus sandalias, y trepado descalzo hasta el edículo, donde, sobre un ara de mármol amarillento ya, se alzaba la imagen del dios del arco de plata.
Ahora, el millonario y el artista bañaban con igual fruición sus plantas incrustadas de arenas -a cuya piel se habían adherido hojas de mirto- en el hialino raudal y, respirando la fragancia de los ardientes laureles, arrancada por el sol, se comunicaban sus impresiones. Se conocían de nombre y fama, y se miraban, buscándose en la faz la causa de la inspiración del uno y del fabuloso caudal del otro.
Evimio, sentándose en la peña, dando tiempo a que se enjugasen sus pies húmedos, se quejó del peso de los negocios, mostrando fatiga; y Demodeo, inclinando la cabeza y recostándola en la mano, se lamentó de las ansias incesantes de la profesión artística, de la lucha con los envidiosos rivales y los ignorantes censores, de la mezquindad de los atenienses, que sólo construían edificios sin desarrollo para vivir mediocremente, cuando la belleza reclama lo innecesario, lo que se hace sólo por la belleza misma. Evimio, pensativo, aprobaba. También él había notado la cortedad de espíritu de los atenienses, en contraste con la asiática suntuosidad. Si se reuniesen ambas condiciones, el buen gusto de la Hélade y la generosidad de los emperadores persas, se podría realizar algo que fuese asombro del mundo. Y de repente, como iluminado por la chispa de una idea, exclamó:
-Unamos nuestras fuerzas, ilustre Demodeo. Vamos a erigirle un templo a Helios, como no se haya visto ningún templo a ninguna deidad. Ese santuario en que acabamos de depositar nuestras ofrendas, es indigno del Gran Arquero. Edificado cuando no se conocían otras exigencias, en su angosto recinto apenas caben los que a diario vienen a rendir homenaje al hermano de Latona. Yo costearé el templo; no temas hacerlo demasiado espléndido: quiero que sea admiración de las edades. A tu genio confío lo que nos ha de inmortalizar.
Demodeo, transportado, abrazó al negociante, y convinieron en que al siguiente día el arquitecto diese principio a trazar los planos, y sin levantar mano se emprendiese la fábrica.
Antes de un año salían del suelo las primeras hiladas del suntuoso edificio. Rápidamente, que es gran constructor el oro, creció la maravilla. La base de la construcción era el mármol, ese mármol puro y nítido como el arquetipo de la hermosura, trabajado profundamente por el pico y el cincel; un influjo oriental, sin embargo, se revelaba en ciertos detalles ostentosos de ornamentación, en la cámara secreta que había de albergar la estatua de Dios, y que incrustaban y engalanaban metales y piedras preciosas. Alrededor, el artista había desarrollado el sacro jardín, no menos esplendoroso de lo que iba a ser el templo. Grutas, fuentes, cascadas, estanques, a los cuales tributaba agua un inmenso acueducto; bosquecillos, terrazas llenas de flores, reemplazaban a la selva antigua y ofrecían a los devotos el más deleitoso descanso. El pueblo entero de Atenas venía en caravanas a ver adelantar la obra de Demodeo. Se reconocía su gloria; su talento no era discutido ya por nadie. Se empezaba a hablar de erigirle una estatua si muriese. De la munificencia de Evimio se hacían lenguas todos.
Por las tardes, cuando el ruido armonioso del pico se extinguía, y las cuadrillas de esclavos picapedreros se alejaban para descansar en sus lechos duros, Demodeo y Evimio recorrían la obra, se sentaban a ver cómo el sol, el protocreador Helios, entre una gloria inflamada, purpúrea, descendía a reclinarse en el seno de Anfitrite, derramando melancolía majestuosa sobre las cosas y los lugares, y también en los corazones.
-A pesar de tanta grandeza -murmuraba el opulento, se diría que Apolo no es feliz; hay tristeza en su manera de recogerse, tristeza en su misma radiación triunfal. También nosotros frecuentemente estamos tristes, ahora que nuestro propósito se realiza y vamos a ver terminado el templo. ¿No te parece a ti ¡oh ilustre!, que Apolo nos estará agradecido? Ningún templo así le erigieron hasta el día. La fama de este portento se ha extendido por el Asia, y gente de los más remotos climas se prepara a visitarlo y a respetar el oráculo del Dios, ahora que tiene morada digna.
-Apolo -respondió el arquitecto- nos está agradecido seguramente, y no me sorprendería que se nos apareciese en su olímpica, augusta forma. A veces, en este bosquecillo de rosales, me ha parecido ver un vago nimbo de claridad, y escuchar unos pasos celestiales, ligeros. Quizá mientras nos parece que se duerme sobre la superficie del Ponto, está aquí, detrás de nosotros, y escucha los votos que formulamos.
-En ese caso -dijo Evimio-, yo le pido, como recompensa, un bien que sea el mayor, el verdadero, el soberano bien a que el hombre puede aspirar. Semejante bien, Demodeo, no será la riqueza, puesto que yo la poseo desde hace muchos años, y no por eso dejo de sentir esta inquietud, esta especie de interior desconsuelo, este vago terror a no sé qué desconocidos peligros, que me está poniendo el cabello cano y los ojos mortecinos y como velados por el humo de una hoguera.
-Semejante bien -asintió Demodeo- tampoco será la gloria artística, puesto que yo estoy seguro de haberla conquistado con la erección de un monumento que asombra a los presentes y que durará siglos y, sin embargo, lejos de bañarme en las ondas de oro de la alegría, tengo fiebre como si me hubiese dormido al borde de un pantano, y mi pensamiento, semejante a mosca negra que revolotease alrededor del cuerpo de un guerrero muerto de sus heridas, revolotea siempre alrededor de las cosas trágicas y amargas, embriagándose con su zumo. El Dios, cuya presencia siento, sabrá lo que a título de recompensa nos debe, y nos dará cumplido, colmado, ese bien que le pedimos.
-Sea como dices -respondió Demodeo, estremeciéndose, porque al desa-parecer Apolo, su blanca hermana aparecía rasando las olas y un soplo frío había acariciado los pétalos de las rosas y la desnudez de las estatuas.
Poco tiempo después, se dio el templo por terminado. La imagen del Numen sólo esperaba el primer sacrificio que le sería ofrecido, al amanecer, por los dos fundadores. Evimio y Demodeo inmolarían, con sus propias manos, un blanco toro. Acostáronse rendidos de fatiga en la antecámara del santuario, y no tardaron en dormirse. La luna filtraba sus rayos al través de la columnata del peristilo, y el simulacro de Apolo, de oro puro, se erguía gallardo, alzando su divina frente. Demodeo -el de mayor fantasía de los dos durmientes, creyó ver, al través de las paredes, que el Dios descendía de su pedestal, y regulando su armonioso andar por los sones de la lira que llevaba en la mano, se acercaba airoso, bello hasta la idealidad, al rincón en que dormían los fundadores del templo. Y con ansia invencible, con el impulso de toda su voluntad, clamó hacia la aparición:
-¡La recompensa!
El Dios inclinó la cabeza; sonrió con su sonrisa de luz, que lo ilumina todo; dejó su lira, se desciñó el arco y la aljaba, y con la gracia de movimientos que sólo él posee, envió de costados dos flechas agudas, silenciosas, que pasaron el corazón a los dos amigos.
A la mañana siguiente, la turba de madrugadores devotos, sacerdotes y sacrificadores, los pastores de la Hélade y los pescadores del golfo, vieron atónitos que Demodeo, el insigne arquitecto, y Evimio, el opulentísimo negociante, estaban muertos, bien muertos. La expresión de su cara era como la que da un sueño feliz.

«El Imparcial», 25 de julio de 1908.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Racimos

Desde que eran vides las que rojeaban en las laderas del Aviero, precipitándose como cascadas de púrpura y oro viejo hacia el hondo cauce del río, no se había visto cosecha más bendita que la del año..., bueno, el año no importa. Además de la abundancia, la uva estaba recocha y tenía su flor de miel, su pegajosidad de terciopelo. Cada grano era un repleto odrecillo, ni duro ni blando, reventando de zumo. Y los colores, en el tinto como en el blanco, intensos y muy iguales. No se conocieron racimos que así tentasen a vendimiarlos.
La vendimia se señaló para el 24 de septiembre. Y, como según dicen en el país, cuando Dios da no es migajero, mandó un sol de gloria y unos días de gusto mejores que los de verano, para aquella faena de otoño. Tampoco sería fácil recordar vendimiadura más alegre.
Ello no quita para que el trabajo sea caristoso. Subir a hombros los culeiros o cestones por las cuestas casi verticales de la ladera, hasta soltarlos en la bodega del antiguo pazo, que domina todo el paisaje, vamos, ¡que se suda! Las vendimiadoras echan la gota gorda de su pellejo, con el calor y el tráfago; pero los carretones se derriten al ascender con las cargas, magullados los hombros por el peso, anhelosa la respiración por la fatiga, y sin poder ni pasarse el revés de la mano por la frente, para recoger las lágrimas que de ella se desprenden y caen sobre el fornido y velludo pecho.
Porque son de empuje aquellos mocetones riberanos, hechos al laboreo recio, y también amigos del bailoteo y el jarro, de las mozas para requebrarlas y del palo y la navaja para repeler una injuria. Hombres capaces de subir, no diré los cestones colmos de uva, sino los calvos peñascos detenidos como por milagro en su caída inminente a las profundidades del río. Y la fuerza muscular emanaba de sus cuerpos atezados, de sus pies encallecidos, que parecían echar raíces donde se posaban, de sus voces desentonadas y fuertes, de sus manos anchas tendidas siempre hacia la faena.
Con todo eso -era la opinión de Corchudo, el mayordomo- no sería posible aquel choyo de la vendimia sin el mágico efecto del continuo beber sin tasa, sin límite, por cuencos, por ollas, por moyos... Obligación del dueño de las viñas era dárselo a su talante, y aún, por la mañana, añadir la parva de aguardiente al desayuno de pantrigo. Y todo el día, dijérase que otro río de sangre de Cristo corría por las gargantas abajo para transmitir su vigor a las venas y salir hecho secreción viva por los poros abiertos. De satisfacción tenía que ser la cosecha, a fe, para que no la desfalcasen con lo que trasegaban los sedientos perpetuos y no se advirtiese la merma en las cubas, las enormes cubas panzudas, gloria y orgullo de la bodega más renombrada de los términos comarcanos.
A la hora del anochecer, los cantos de las vendimiadoras hacíanse menos gozosos y provocantes de lo que eran durante el día: la queja clásica, regional, descubría el inevitable cansancio de la jornada. Había, sobre todo, una mocita vendimiadora que, al prolongar el alalaa, parecía diluir en el canto un lloro. Y es que todos lo sabían: aquella rapaza, de mala gana acudía a su labor: más le valiera quedarse en casa, al lado de su madre, encarnada y paralítica. Pero si ella no trabajaba, ¿quién las mantenía a las dos? Los racimos no caen del cielo, que piden mucho trabajo. Para comer buenos guisos de carne, el compango de la vendimia, buen bacalao con patatas, hay que menearse. Rosiña venía al jornal todo el año. Sólo que ganaba menos que otra jornalera. El llamarla era casi una caridad.
Y en los días de la vendimia estaban fijos en ella los ojos de sus compañeras y compañeros, sabedores de algo que picaba la curiosidad. Aquella rapaza -contábase- sentía una repugnancia inexplicable que le hacía aborrecer hasta la vista de las uvas; del vino, no digamos. El solo olor de los racimos maduros le causaba contracciones dolorosas en el estómago; la vista de un vaso donde el rico tinto refulgía como granate, la hacía palidecer. Cada moza emitía una opinión sobre esta singularidad.
-¡Bah, bah! ¡Milindres! -sentenciaba una altona, morena, bigotuda.
-Es el mismo mal que tiene que le sale por ahí -opinaban las compasivas.
Una vendimiadora ya vieja, la casera del pazo, que no se desdeñaba de echar mano ella también, emitía un parecer, acaso el más fundado de todos.
-¿Sabedes qué es ese escrupol que le da con el vino a Rosiña? Que el padre era un borrachón y se volvió tolo de la bebida y la quiso matar cuando era de siete años, y a la madre le dio una paliza que la tullió. Por eso no puede ver el vino...
Como la luna colgase ya en el cielo su gran perla redonda, vendimiadores y vendimiadoras se juntaron en la era. Salieron a plaza panderos, triángulos y conchas, y las coplas se enzarzaron, ya amorosas, ya irónicas y retadoras, y dos parejas esbozaron un baile, que bien quisiera ser la ribeirana, pero iba perdiendo su carácter genuino. Una de las improvisadoras al pandero dirigió la flecha de una copla a Rosiña, que, silenciosa y abatida, se había sentado en un poyo de piedra. Versaba la copla sobre las excelencias del vino, y afirmaba que el que no bebe es un pavo soso o una santa mocarda.
Habituada estaba la muchacha a estas pullas; pero sin duda se encontraba exhausta de cansancio y destemplada de nervios, porque rompió en sollozos, limpiándose la cara con el pico del pañolón. Y fue grande la sorpresa de las vendimiadoras cuando vieron que Amaro, uno de los carretones más animosos y robustos, que a cualquiera de ellas le convendría para darle fala, saltó indignado, exclamando:
-¡A ver si vos callades, eia! ¡Tenedes mal curazón pra metervos con quien no se mete con vosotras! Rosiña, ríete. Es invidia que te tienen...
Nadie chistó. ¿Entonces, el Amaro quería a Rosiña, o qué? Nadie se lo había notado; es más, nadie suponía que a Rosiña la pudiese querer nadie. ¡Fea, fea, no sería; pero con aquella color de leche hervida, con aquel cuerpo flaquito..., donde estaban tantas nenas como manzanas, rollizas, sanotas, metidas en carnes! ¡Y, sin embargo, media hora después del incidente, las vendimiadoras no podían dudar qué, en efecto, el carretón buscaba la fala a la mocita. Sentado cerca de ella, le parolaba tan bajo, que entre el estrépito del triángulo y los panderos y el piafar del baile, no se oía lo que le dijese con tal ahínco. Y ella, la mosca muerta, ¡cómo le atendía y le contestaba! No sollozaba ahora, no... Hasta la oyeron reír, por no se sabe qué gracejo de Amaro...
Y era verdad. Por primera vez, la alegría, la juventud, los fermentos del amor calentaban las venas de Rosiña. La luna iba descendiendo y apagándose en el agua sombría del río, cunado el carretón, al lado de la muchacha, se fue con ella sin volver siquiera la cara hacia las otras, que cuchicheaban y reían irónicamente. Amaro le aseguraba a Rosiña que ya, desde tiempo, teniále voluntad. Bien pudiera casarse allá para Nadal, si venía una letra que esperaba del hermano que marchó a las Américas de Buenos Aires y que le iba bien por aquellas tierras y mandaba cuartiños. Rosiña no saldría a trabajar: en casa, a cuidar della. Y el mozo, mientras recorrían la senda demasiado estrecha, de resbaladizas lages, pasaba el brazo alrededor de un talle delicado como un junco, y murmuraba enternecido:
-¡Qué cintura finiña!
Una caricia más atrevida rozó la mejilla de la moza. La boca de Amaro se acercó a la suya, golosa y ávida. Y ella saltó, se echó atrás, como si hubiese pisado una sierpe, en violenta rebelión de sus sentidos y su alma.
-¡Quitaday! ¡Quitaday! ¡Apestas al vino!
El carretón se apartó, atónito... ¡Pues ya se sabe! Rosiña no podía resistir el vino, no lo podía resistir. ¡El vino, la cosa más buena que Dios ha criado en este mundo! ¡Lo que da alma para trabajar, lo que consuela, lo que recrea; el vino tinto del Avieiro, que si los ángeles pudiesen bajarían del cielo a lo catar! Y dejando caer los brazos, como quien ve un imposible alzarse ante él, el mozo dio rápida vuelta en sentido contrario al que llevaban momentos antes Rosiña y él, tan juntos... ¿Cómo no había pensado en eso, corcia? ¡En buena se iba a meter, hom!...

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)