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domingo, 2 de febrero de 2014

Mansegura

Siempre que ocurría algo superior a la comprensión de los vecinos de Paramelle, preguntaban, como a un oráculo, al tío Manuel el Viajante, hoy traficante en ganado vacuno. ¡Sabía tantas cosas! ¡Había corrido tantas tierras! Así, cuando vieron al señorito Roberto Santomé en aquel condenado coche que sin caballos iba como alma que el diablo lleva, acosaron al viejo en la feria de la Lameiroa. El único que no preguntaba, y hasta ponía cara de fisga, era Jácome Fidalgo, alias Mansegura, cazador furtivo injerto en contrabandista y sabe Dios si algo más: ¡buen punto! Acababa el tal de mercar un rollo de alambre, para amañar sus jaulas de codorniz y perdiz, y con el rollo en la derecha, su chiquillo agarrado a la izquierda, la vetusta carabina terciada al hombro, contraída la cara en una mueca de escepticismo, aguardaba la sentencia relativa a la consabida endrómena. El viejo Viajante, ahuecando la voz, tomó la palabra.
-Parecéis parvosa. Os pasmáis de lo menos. ¡Como nunca somástedes el nariz fuera de este rincón del mundo! ¡Si hubiésedes cruzado a la otra banda del mar, allí sí que encontraríades invenciones! Para cada divina cosa, una mecánica diferente: ¡hasta para descalzar las hay!
Con estas noticias no se dio por enterado el grupo de preguntones. Quién se rascaba la oreja, quién meneaba la cabeza, caviloso. Fidalgo tuvo la desvergüenza de soltar una risilla insolente, que rasgó de oreja a oreja su boca de jimio. Con sorna, guardándose el alambre en el bolsillo de la gabardina, murmuró:
-Máquinas para se descalzar, ¿eh? ¿Y no las hay también para...?
Soltó la indecencia gorda, provocando en el compadrío una explosión de risotadas, y chuscando un ojo añadió socarronamente:
-¡A largas tierras, largos engaños! Si el Viajante no cierta a poner claro lo que es ese coche de Judas, vos lo aclararé yo, ¡careta!, vos lo aclararé yo. ¿Vístedes vos el camino de fierro?
-Yo, no... yo, no...
-Yo, sí, cuando me llamaron a declarar en Auriabella...
-Pues igual viene a ser. En trueco de caballos lleva dentro un maquinismo, a modo de reló... Y el maquinismo, ¡careta!, es lo que empuja.
A su vez el Viajante, con desprecio:
-Pero ¿tú no sabes que el tren va por carriles, y esta endrómena por todas las carreteras, hom? ¿Qué tiene que ver lo negro con lo blanco?
-Pues a ver entonces, ¡careta!, en qué consiste.
-En eso.
-Y eso..., ¿qué es?
-Que va, ¿estamos?, por onde se le entoja -declaró enfáticamente el tío Manuel, echando a andar en busca de su yegua.
No quería el tratante esperar a que atardeciese, que es mal negocio para quien lleva dinero en la faja; pero urgíale sobre todo evadirse de aquel interrogatorio comprometedor para su fama de sabiduría universal. Jácome, encogiéndose de hombros, mofándose, tiró de su pequeñuelo, su Rosendo, Sendiño, y se dispuso a emprender también la vuelta a la aldea. No tenía en el mundo más que aquella criatura: su mujer, hallándose recién parida, había muerto a consecuencia del susto de ver entrar a los civiles, que venían a prender al marido por sospechas de no sé qué alijo de tabaco y sal. Solo en la tierra con el chiquillo, Jácome le crió sabe Dios cómo; y ahora se le caía la baba viendo despuntar en Sendiño, a los seis años mal contados, otro cazador, otro merodeador, sin afición alguna al trabajo lento y metódico del labriego, fértil ya en ardides y tretas de salvaje para sorprender nidos y pajarillos nuevos, para descubrir dónde ponen las gallinas del prójimo y aun para engolosinarlas echándoles granos de maíz, hasta atraerlas a la boca del saco. El padre estaba embelesado con tal retoño, y le enseñaba nuevas habilidades cada día. Era la criatura lo único que despertaba en Jácome, bajo la dura coraza metálica que revestía su corazón, palpitaciones de humana ternura.
Apenas echaron carretera arriba, en dirección a las alturas de Sandiás, el chico, traveseando, corrió delante: saltaba sobre una pierna, haciéndose el cojo. El padre, con el instinto siempre vigilante del cazador, escrutaba sin proponérselo los espesos pinares, las madroñeras y los manchones de castaños, que revestían los escarpes pedregosos de la montaña. «Si volase una perdiz, si cruzase una liebre...» Pensaba en esta hipótesis, cuando un relámpago blanco y color canela lució entre un seto. Mansegura se echó la carabina a la cara y disparó casi sin apuntar. Sendiño, loco de alegría, brincó, tomó vuelo, se lanzó en dirección a la maleza. Era su encanto hacer de perro, portando la caza. A los dos minutos salió del matorral el chico, balanceando, agarrada de las patas traseras, una liebre poco menor que él. Padre e hijo se confundieron en un grupo, admirando la hermosa pieza. Caliente estaba aún el cuerpo del animal; la blanca y densa piel de su vientre relucía como seda manchada de sangre; sus enormes orejas pendían; sus ojos se vidriaban.
-¡Careta, lo que pesa! -balbució, gozoso, el cazador, sopesándola, babán-dose de vanidad paternal, porque Sendiño reía fanfarronamente columpiando su carga.
Y se entretuvieron así, padre e hijo, confundidos en la complacencia de la destrucción y la victoria, palpando la presa, distraídos. Tan distraídos, que el vigilante contrabandista, habituado al acecho, de sentidos despiertísimos, no oyó el ruido insólito, semejante al resuello y jadeo trepidante de alimaña fabulosa y despertó al tener encima ya al monstruo, ¡taf, taf, taf!, al desgarrarle los oídos el rugido de metal de su bocina. Jácome, instintiva-mente, saltó de costado, evitando la embestida furiosa; vio tendido a Sendo; a su lado, en el polvo, el cuerpo de la liebre... y ya del «coche de Judas» ni rastro, ni señal en el horizonte... Se arrojó fiero, loco, a recoger al niño, que yacía de bruces, la cara contra la hierba de la cuneta; le llamó con nombres amantes, le acarició... El niño le blandeaba en los brazos, inerte, tronchado, roto. Jácome conocía bien las formas que adopta la muerte... Soltó el cadáver y alzó los ojos atónitos, sin llanto, al cielo, que consentía aquella iniquidad... Después, sobre el padre que sufría se destacó el hombre de lucha, pronto a la acometida y a la emboscada, vengativo y feroz. Cerró los puños y amenazó en la dirección que llevaba el «coche de Judas». ¡No se reirá don Roberto! ¡Se lo prometo yo!... Él va a Paramelle... Allí no duerme... ¡Volverá!
Alzó otra vez a Sendiño, y con infinita delicadeza le transportó a lo más oculto del pinar, depositándole sobre un lecho de ramalla seca. Cerca del muerto colocó la carabina, y la liebre muerta, polvorienta, ¡vengada ella también! Volvió a la carretera, y recorrió un largo trecho estudiando el sitio a propósito para su intento. Una revuelta violenta se le ofreció. Ni de encargo. A derecha e izquierda, árboles añosos avanzaban sus ramas sobre el camino, como brazos fuertes que se brindasen a secundar a Mansegura. Él extrajo del bolsillo el rollo de alambre, desenrolló un trozo, midió, cortó con su navaja, retorció uno de los extremos, calculó alturas, lo afianzó a una rama sólidamente, ensayó la resistencia y, pasando al otro lado, probó si había rama que permitiese tender el hilo metálico recto al través del camino. Mientras practicaba estas operaciones, atendía, no fuera que pasase alguien y le viese. Nadie: la carretera desierta; por allí solo se iba a Sandías y al pazo de don Roberto... Por precaución, sin embargo, Jácome no sujetó el otro cabo del alambre. Tiempo tenía. Con él agarrado se tumbó en el pequeño resalte de la cuneta, y pegó la oreja a la tierra lisa, aguardando. Dos veces saltó y se ocultó en la maleza: eran transeúntes, «gente de a caballo», un cura, una pareja a estilo de Portugal, hombre y mujer sobre una misma yegua, apretados y contentos. La tarde caía, el rocío enfriaba y escarchaba la hierba, enmudecían los pájaros o piaban débilmente. Un sordo trueno, lejano, llenó con su mate redoblar el oído del contrabandista. Ágil, con la precisión de movimientos del impulsivo, se incorporó, amarró firme el otro cabo a la rama y se agachó entre el brabádigo espeso. Si se descuida, ¡careta! El trueno ya se venía encima, resollante y amenazador. ¡Taaf! Mansegura vio distintamente, un segundo, al señorito, su gorra blanca, su rostro guapo, desfigurado por los anteojos negros... «¡Ahora!», pensó. El rostro guapo se tambaleó violenta-mente, como cabeza de muñeco que se desencola; un alarido se ahogó en la catarata de sangre... Fue instantáneo; el automóvil, loco y sin dirección, corrió a despeñarse por la pendiente, arrastrando a su dueño, a quien el alambre había degollado, con la misma prontitud y limpieza que pudiera la mejor navaja de barbería...
Y Mansegura, después de cerciorarse de que el señorito quedaba bien amañado, se entró en el pinar, recobró su escopeta, echó una mirada de dolor y de triunfo a Sendiño, que parecía dormir, y dejando el camino real, se perdió en los montes, por atajos de él conocidos, en dirección de la frontera portuguesa.

«Blanco y Negro», núm. 636, 1903.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Maldicion de gitana

Siempre que se trata, entre gente con pretensiones de instruida, de agorerías y supersticiones, no hay nadie que no se declare exento de miedos pueriles, y punto menos desenfadado que Don Juan frente a las estatuas de sus víctimas. No obstante, transcurridos los diez minutos consagrados a alardear de espíritu fuerte, cada cual sabe alguna historia rara, algún sucedido inexplicable, una «coincidencia». (Las coincidencias hacen el gasto).
La ocasión más frecuente de hacer esta observación de superticiones la ofrecen los convites. De los catorce o quince invitados se excusan uno o dos. Al sentarse a la mesa, alguien nota que son trece los comensales, y al punto decae la animación, óyense forzadas risas y chanzas poco sinceras y los amos de la casa se ven precisados a buscar, aunque sea en los infiernos, un número catorce. Conjurado ya el mal sino renace el contento. Las risitas de las señoras tienen un sonido franco. Se ve que los pulmones respiran a gusto. ¿Quién no ha asistido a un episodio de esta índole?
En el último que presencié pude observar que Gustavo Lizana, mozo asaz despreocupado, era el más carilargo al contar trece y el que más desfrunció el gesto cuando fuimos catorce. No hacía yo tan supersticioso a aquel infatigable cazador y sportsman, y extrañándome verle hasta demudado en los primeros momentos, a la hora del café le llevé hacia un ángulo del saloncillo japonés, y le interrogué directamente:
-Una coincidencia -respondió, como era de presumir.
Y al ver que yo sonreía, me ofreció con un ademán el sofá bordado, en cuyos cojines una bandada de grullas blancas con patitas rosa volaba sobre un cañaveral de oro, nacido en fantástica laguna. Se sentó él en una silla de bambú y, rápidamente, entrecortando la narración con agitados movimientos, me refirió su «coincidencia» del número fatídico.
-Mis dos amigos íntimos, los de corazón, eran los dos chicos de Mayoral, de una familia extremeña antigua y pudiente. Habíamos estado juntos en el colegio de los jesuitas, y cuando salimos al mundo, la amistad se estrechó. Llamábanse el mayor Leoncio y el otro Santiago, y habrá usted visto pocas figuras más hermosas, pocos muchachos más simpáticos y pocos hermanos que tan entrañablemente se quisiesen. Huérfanos de padre y madre, y dueños de su hacienda, no conocían tuyo ni mío: bolsa común, confianza entera y, a pesar de la diferencia de caracteres (Leoncio, nervioso y vehemente hasta lo sumo, y Santiago, de un genio igual y pacífico), inalterable armonía. A mí me llamaban, en broma, su otro hermano, y la gente, a fuerza de vernos unidos, había llegado a pensar que éramos, cuando menos, próximos parientes los Mayoral y yo.
Apasionados cazadores los tres, nos íbamos semanas enteras a las dehesas y cotos que los Mayoral poseían en la Mancha y Extremadura, donde hay de cuanta alimaña Dios crió, desde perdices y conejos hasta corzos, venados, jabalíes, ginetas y gatos monteses.
Con buen refuerzo de escopetas negras y una jauría de excelentes podencos, hacíamos cada ojeo y cada batida, que eran el asombro de la comarca. De estas excursiones resolvimos una, cierto día de San Leoncio. No cabe olvidar la fecha. Nos había convidado juntos una tía de los de Mayoral, señora discretísima y madre de una muchacha encantadora, por quien Santiago bebía los vientos. Sutilizando mucho, creo que esta pasión de Santiago tuvo su parte de culpa en la desgracia que sucedió. Ya diré por qué.
Ello es que nos reunimos en la casa donde, con motivo de la fiesta, había otros varios convidados: amiguitas de la niña, señores formales, íntimos de la mamá... Y yo, que jamás contaba entonces los comensales, al pasar al comedor, involuntariamente, me fijo en los platos... ¡Eramos trece, trece justos!
Ni se me ocurrió chistar. Por otra parte, no sentía aprensión. Estaríamos a la mitad de la comida, cuando lo advirtió el ama de la casa, y dijo riéndose «¡Hola! ¡Pues con el resfriado de Julia, que la impidió venir, nos hemos quedado en la docena del fraile! No asustarse, señores, que aquí nadie ha cumplido los sesenta más que yo, y en todo caso seré la escogida.»
¿Qué habíamos de hacer? Lo echamos a broma también, y brindamos alegremente porque se desmintiese el augurio. Y había allí un señor que, presumiendo de gracioso, dijo con sorna: «Es muy malo comer trece..., cuando solo hay comida para doce.»
A la madrugada siguiente tomamos el tren y salimos hacia el cazadero. La expedición se presentaba magnífica. La temperatura era, como de mediados de septiembre, templada y deliciosa. Cada tarde, los zurrones volvían atestados de piezas, y, para mayor satisfacción, nos habían anunciado que andaban reses por el monte, y que el primer ojeo nos prometía rico botín. Decidimos que este ojeo principiase un miércoles por la mañana, y apenas despachadas las migas y el chocolate, salimos a cabalgar nuestros jacos, que nos esperaban a la puerta, entre el tropel de las escopetas negras y la gresca y alborozo de los perros. Como tengo tan presentes las menores circunstancias de aquel día, recuerdo que me extrañó mucho la furia con que los animales ladraban, y al asomarme fuera vi, apoyada en uno de los postes del emparrado que sombreaba la puerta, a una gitana atezada, escuálida, andrajosa.
Podría tener sus veinte años, y si la suciedad, la descalcez y las greñas no la afeasen, no carecería de cierto salvaje atractivo, porque los ojos brillaban en su faz cetrina como negros diamantes, los dientes eran piñones mondados, y el talle, un junco airoso. Los pingajos de su falda apenas cubrían sus desnudos y delgados tobillos, y al cuello tenía una sarta de vidrio, mezclada con no sé qué amuletos.
Dije que sus ojos brillaban, y era cierto. Brillaban de un modo raro, que no supe definir. Los tenía clavados en Santiago, que, lo repito, era un muchacho arrogante, rubio y blanco, y en aquel instante, subido al poyo de montar y con un pie en el estribo, con su sombrero de alas anchas, su bizarro capote hecho de una manta zamorana, de vuelto cuello de terciopelo verde, y sus altos zahones de caza, que marcaban la derechura de la pierna, aún parecía más apuesto y gallardo.
Y a Santiago fue a quien dirigió sus letanías la egipcia, soltándole esos requiebros raros que gastan ellas, y ofreciéndose a decirle la buenaventura. En aquel, momento, Santiago, de seguro, pensaba en el dulce rostro de su novia, y el contraste con el de la gitana debió de causarle una impresión de repugnancia hacia ésta; porque era galante con todas las mujeres y, sin embargo, soltó una frase dura y hasta cruel, una frase fatal...; yo así lo creo...
-¿Qué buenaventura vas a darme tú? -exclamó Santiago. ¡Para ti la quisieras! ¡Si tuvieses ventura, no serías tan fea y tan negra, chiquilla!
La gitana no se inmutó en apariencia, pero yo noté en sus ojos algo que parecía la sombra de un abismo, y fijándolos de nuevo en Santiago, que estaba a caballo ya, articuló despacio, con indiferencia atroz y en voz ronca:
-¿No quieres buenaventuras, jermoso? Pues toma mardisiones... Premita Dios.... premita Dios.... ¡que vayas montao y vuelvas tendío!
Yo no sé con qué tono pudo decirlo la malvada, que nos quedamos de hielo. Leoncio, en especial, como adoraba en su hermano, se demudó un poco y avanzó hacia la gitana en actitud amenazadora. Los perros, que conocen tan perfectamente las intenciones de sus amos, se abalanzaron ladrando con furia. Uno de ellos hincó los dientes en la pierna desnuda de la mujer, que dio un chillido. Esto bastó para que Leoncio y yo, y todos, incluso Santiago, nos distrajésemos de la maldición y pensásemos únicamente en salvar a la bruja moza, en riesgo inminente de ser destrozada por la jauría. Contenidos los perros, cuando volvimos la cabeza la gitana ya no parecía por allí. Sin duda se había puesto en cobro, aunque nadie supo por dónde.
Al llegar aquí de su narración Gustavo, me hirió de súbito un recuerdo:
-Espere, espere usted... -murmuré recapacitando. Creo que conozco el final de la historia... Cuando usted nombró a los Mayoral empezó a trabajar mi cabeza... El nombre «me sonaba»... Tengo idea de que conozco a los dos hermanos, y ya voy reconstruyendo su figura... Leoncio, vivo, moreno, delgado; Santiago, rubio y algo más grueso... ¿Fue en esa cacería donde...?
-Donde Leoncio, creyendo disparar a un corzo, mató a Santiago de un balazo en la cabeza -respondió lentamente Gustavo, cruzando las manos con involuntaria angustia. Santiago «volvió tendido»... Perdí a la vez mis dos amigos, porque el matador, si no enloqueció de repente, como pasa en las novelas y en las comedias, quedó en un estado de perturbación y de alelamiento que fue creciendo cada día. Y quizá por olvidar cortos instantes la horrible escena, se entregó, él que era tan formalillo que hasta le embromábamos, a mil excesos, acabando así de idiotizarse. Después de saber esta «coincidencia», ¿extrañará usted que me agrade poco sentarme a una mesa de trece? Por más que quiero dominarme, se me conoce el miedo... ¡El miedo, sí: hay que llamar a las cosas por su nombre!
-¿Y volvió a parecer la gitana? -pregunté con curiosidad.
-¡La gitana! ¡Quién sabe adónde vuelan esas cornejas agoreras! -exclamó Gustavo sombríamente. Los de esa casta no tienen poso ni paradero... Como dice Cervantes, a su ligereza no la impiden grillos, ni la detienen barrancos, ni la contrastan paredes... Cuando velábamos al pobre Santiago, y tratábamos de impedir que se suicidase el desesperado Leoncio, ya la bruja debía de estar entre breñas, camino de Huelva o de Portugal.

«El Liberal», 5 septiembre 1897.

Cuento de amor

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Mal de ojo

Aun sin pecar de timorato, había mo­tivo sobrado para escandalizarse con aquella conversación de última hora. Terminaba la magnífica fiesta del club, a bordo del vapor fletado expresamente para presenciar desde él las regata, donde corría el equipo de la Sociedad, y las señoras invitadas -lo mejor de la población- regresaban ya a tierra, al suave deslizar de esquifes y botes so­bre el agua oleosa y verde apenas pi­cada por la salitrosa brisa que se alza al anochecer. Los caballeros -al menos una parte de ellos, la más animada y jaranera- se habían quedado solos ante no pocas botellas intactas de excelente Clicquot y bandejas colmadas de empa­redados frescos, y aprove-chaban la oca­sión de alegrarse sin ordínariez, con cierto tono de ricos calaveras, aunque distasen mucho de serlo todos.
Había entre ellos no pocos padres de familia, excelentes y caseros; bastan­tes modestos empleados, oficiales de la guarnición, y, por excepción, algunos célibes y muchachos de humor, hijos de familia mímados y alegres. Lo mismo éstos que aquéllos, reían a carcajadas, rompían el gollete de las botellas, por no aguardar a que las descorchasen, contra las barras de hierro del puente, y discutían exagerando las opiniones bajo el influjo del espumoso.
La luna salía, roja e inflamada, y un misterio romántico, una voz extraña y sugestiva parecía ascender del oleaje denso, cuyo chapaleteo esparcía soplos salobres.
En el grupo más gárrulo y vocingle­ro se hacía abierta profesión de incre­dulidad religiosa. Las cabezas calientes se expansionaban con alarde de fran­queza. De los allí reunidos, ninguno ad­mitía ciertas cosas..., vamos..., eso que las mujeres se empeñan en que se ha de admitir y que repugna a la razón.
Una cosa es que no vaya uno por ahí buscando ruidos..., y otra que en lo interno... Y sonreían y alzaban los hombros. Nadie quería -entre los casa­dos-guerra en casa. Ante todo, ¡la buena armonía! Y además, los hijos, el ejemplo... Sólo el incorregible don Zó­simo Guijarro, concejal, personal ene­migo de Dios Nuestro Señor -amén de dueño de un bien surtido almacén de ferretería, no estaba conforme, y gri­taba que era preciso hablar muy claro y muy alto, acabar con las pamemas y las pamplinas, aunque chillasen las se­ñoras. ¡Ya callarían! Cada marido man­da en su hogar, manda en jefe..., y es un tío calzonazos si se deja arrollar por el cura. ¡A él con ésas!
-Pero usted es soltero, don Zósimo -arguyó el presidente del club, dándo­le en el hombro la clásica palmada de la confianza española. Usted no tiene que guardar respetos a nadie.
-Ni los guardaría.
-Eso se dice pronto, pero...
-Capaz soy de casarme dentro de un mes para enseñarles a ustedes cómo se llevan los pantalones. ¡Baraja!
Y una ristra de vocablos de los que no figuran en el Diccionario, a pesar de oírse a cada momento por doquiera, salió de la boca airada del almacenista, La cual, de pronto, quedó muda y abier ta, mientras en la cara rojiza se pin­taba una especie de terror, mezclado con extrañeza profunda. Se volvieron todos hacia donde miraba él, y entre la penumbra que empezaba a envolver el puente distinguieron algo que también les paralizó. Y no era basilisco ni dra­gón espantable ni viperina testa de Me­dusa, sino un ciudadano que a primera vista se confundiría con otro cualquie­ra; un vulgar burgués; que subía la es­calera del entrepuente y avanzaba con timidez, a paso receloso y zopo. Eran su andar y su actitud algo que recor­daba involuntariamente al insecto som­brío que al morir la luz sale de su gua­rida, temiendo que un pie lo aplaste; había en él cautela y disimulo, concien­cia de que no debía mostrarse y ansia de que se perdonase su importuna pre­sencia.
-¿Le ha convidado usted? -pregun­tó, al fin, por lo bajo, Mauro Pareja, uno de los más antiguos socios del club, al presidente, visiblemente con­trariado.
-¿Yo? ¡Líbreme Dios! Pero ya sabe usted lo que pasa en estas fiestas... Se cuela el que se le antoja...
-No se le ha visto antes... ¿Dónde estaría agazapado?
-¡Junto al carbón y como las cuca­rachas! -bramó don Zósimo. Y cerran­do enérgicamente el puño derecho, dejó asomar el pulgar entre el índice y el dedo corazón: la higa típica, po­pular.
Muchos del grupo le imitaron; otros presentaron los cuernos, a la napo­litana, con índice y meñique; y dos o tres muchachos jóvenes, afectando sonreír, pero fríos de emoción, mur­muraron bajo: «¡Lagarto!», repetidas veces..
Momentos después -habiendo sucedi­do un silencio profundo a la alborota­da charla, habiéndoseles quitado la sed a todos y revuéltoseles dentro del alma el poso de la embriaguez triste- se des­hizo el grupo y fué desfilando por la escalerilla, al costado del vapor, en de­manda de los botes, que aguardaban. Allí se quedaron las botellas llenas, las copas rebosantes de espumilla fina, los pasteles de fundente chocolate, la dul­ce posdata de la merienda. ¡Qué reme­dio! Se huía del que hace mal de ojo, del que trae consigo la negra sombra... Jamás se ha aproximado a nadie que no sobrevenga la desgracia... Y se em­pujaban impacientes, como si se tratase de salvarse de naufragio o incendio, porque el de la mala pata podía tener la ocurrencia de meterse en la misma embarcación... El incauto que se reza­gase no evitaría ir acompañado del mi­rar fatídico. En el apresuramiento de la desbandada, alguien queda atrás por fuerza, y tampoco es extraño que suce­dan atropellos, que haya encontrones involuntarios, máxime si las cabezas no van serenas y frescas del todo. Fué don Zósimo el que más empujaba, quien, sin poder evitarlo, resbaló en los pelda­ños estrechos y mojados de la escaleri­lla y se cayó pesadamente al agua, en­tre el remolino del oleaje alborotado por la maniobra de la embarcación chi­ca al acercarse al vapor.
Salvado, auxiliado, desembriagado, sentado ya en el bote, con la ropa cho­rreante, el profesional del descreimien­to y enemigo jurado de las supersticio­nes repetía bufando y escupiendo aún amarguras :
-¿Lo ven ustedes? ¡Si tenía que su­ceder! ¡Si donde entra ese demonio de hombre entra la fatalidad!
-Tanto como eso... -objetó el soca­rrón de Mauro Pareja.
-Tanto y no rebajo nada. Sabe Dios la enfermedad que me cuesta el bañitó. ¡Barajas, parece que se han olvidado ustedes de todo lo que sabemos perfec­tamente! Cuando ese tío acompaña a un estudiante a examinarse, salen las dos únicas papeletas, aquellas mismas, que el estudiante no se ha aprendido de memoria..., y, claro, le suspenden. Cuando asiste a una boda, al mes, di­vorcio. Si visita a un enfermo, que avi­sen.a la funeraria. Si va a vivir con un pariente suyo, en una casa feliz, le acompañan la muerte y la ruina. Si va en el tren, el tren descarrila. Si, se acer­ca a usted en la calle, a los dos segun­dos se le viene encima un automóvil. ¿Me lo van ustedes a negar? Hombre, ¡barajas!, bien escaparon, ustedes así que él apareció...
-Bueno, corriente... -confirmaron a coro los demás tripulantes. Los he­chos nadie los niega... Pero usted, don Zósimo, que es tan terne y no creo, en nada y puso verde a nuestro presidente porque nos decía que todos los mila­gros son invenciones...
-¡No tiene que ver! -tiritó el enso­pado concejal. ¡Esto es otra cosa! ¡Estos son hechos!
-Hechos que pueden explicarse, na­turalmente... -advirtió el presidente, con seriedad mezclada de escepticismo.
-Bueno, yo me entiendo -contestó don Zósimo. Y déjenme llegar a mi casa, que más he menester cama y frie­gas de espíritu de vino que discusiones. Lo que sabemos, lo sabemos.

*

Callaron todos. Era noche cerrada. Un terror a lo desconocido flotaba en el aire. El presidente del club, que aca­baba de combatir con la palabra las aprensiones de don Zósimo, tenía la mano derecha dentro del bolsillo de la americana, y sin ser visto hacía la higa.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Madrugueiro

Llamaban así en Baizás al cohetero, por su viveza de genio característica, por aquel adelantarse a todo, que unas veces degeneraba en precipitación peligrosa, en su arriesgado oficio, y otras, le había traído suerte, adelanto. En la pila le habían puesto Manuel, y era toda su familia una hijastra, Micaela, lunática, histérica, leve como una paja trigal, de anchos y negrísimos ojos escudriñadores, y que tenía fama de bruja y zahorí. Infundía en la aldea miedo, porque se suponía que adivinaba hasta las intenciones, y que sólo ella podría decir quién era el autor de tal oculto robo, de tal misteriosa muerte, y qué mujer de la parroquia abría, por las noches, la cancela de su casa a un mocetón, mientras el marido estaba allá en las Indias...
Además, descollaba Micaeliña en aplicar los evangelios, cosidos en una bolsita de tela roja, a la testuz de las vacas y ternerillos, previniéndolos contra el aojamiento y la envidia, y sabía de las encantaciones del famoso libro de San Cipriano, encontrado entre otros muy ratonados en una alacena vieja, en casa del cohetero. El oficio de éste se rozaba con la química elemental, que tenía sus ribetes de alquimia, y por tal camino se acercaba a la magia.
El único escéptico que había en Baizás, respecto a las artes de Micaeliña, era su padrastro... «A fe de Manoel, que un día agarro un palo de tojo y le saco del cuerpo las meiguerías».
Entre sus desvaríos, solía afirmar la moza que o poco había de vivir, o moriría rica.., ¡más rica que la mayorazga de Bouzas! Como que se encontraría, bajo la corteza de la tierra, en los huecos de las paredes so las vigas carcomidas de algún antiguo edificio, un tesoro: y, con las fórmulas de encantamiento que estudiaba un día tras otro, lo descubriría, lo haría suyo, se bañaría en oro, a oleadas.
Un día se supo en la parroquia que acababa de morir, súbitamente, el cura. Una hemoptisis fulminante se lo llevó, y la misma enfermedad había dado cabo, tres o cuatro años antes, del hermano del párroco que, desde Montevideo, vino a reponer sus fuerzas y a descansar de una vida de ímproba labor. Micaeliña solía ayudar en las faenas del menaje a la vieja Angustias, ama del sacerdote. Una idea tenaz la impulsaba a prestar estos servicios desinteresadamente, y con asiduo celo. Aprovechando todas las ocasiones, la bruja moza registraba sin cesar la casa, a pretexto de asearla y barrerla. El desván, sobre todo, era objeto de sus predilecciones. En él se guardaban los tres baúles, que trajo el indiano, de cuero de buey, con cantoneras de latón. Dos estaban vacíos, abiertos. El otro, con la llave puesta, sólo guardaba papeles, cuentas comerciales, periódicos viejos, botas, una bufanda... La moza no cesaba de percudar, esperando siempre el indicio. Y un día, como pasase su mano por el fondo de uno de los baúles, en un ángulo, sus uñas arrastraron un objeto menudo, circular... Lo miró a la escasa luz que entraba por la claraboya. Sus pupilas destellaron. Era una monedita de oro, una doblilla menuda, donde brillaba la grave faz paternal del pelucón Carlos III.
Ya no cabía dudar. ¡En esos baúles había venido la fortuna del indiano!
Con husmear de gata fina, con sigilo de vulpeja cazadora, con maña de ratoncillo que busca la entrada de una despensa, empezó Micaela a investigar. Angustias, interrogada capciosamente, fue soltando retazos de lo probable, mezclados con mil fábulas. Sí, ya estaba ella enterada de que en la aldea eran unos mentirosos; creían que el hermano del señor cura venía relleno de onzas..., y pensaban que toda esa riqueza la había escondido el párroco debajo del altar mayor... ¡Invencionistas del demonio, que armaban un cuento en el aro de una peneira!...
En su casa, mientras Manuel envolvía en sucias cartas de baraja la cabeza de los cohetes, sacaba Micaela la conversación del tesoro del párroco. ¿Sería verdad que estuviese escondido en la iglesia? El cohetero reía. ¡Buenas y gordas! El indiano traería..., ¡a ver!, unas cuantas pesetas roñosas; justamente había muerto de privaciones, de la miseria que pasó allá en Montevideo. La muchacha agachaba la cabeza y apretaba contra el pecho la monedita de oro, que llevaba colgada del cuello, en un saco. Dos o tres veces tuvo al borde de los labios la súplica: «Señor pá, aúdeme a buscare el tesoro...» Un inexplicable recelo la contuvo. Notaba en su padrastro algo de singular. Andaba como agitado, como fuera de sí. Para adquirir, según decía, los elementos del fuego artificial que había de arder el día de la fiesta del Patrón, hacía salidas frecuentes, viajes a Compostela, que duraban días. Y Micaela se quedaba sola frente al problema: averiguar dónde se ocultaba una riqueza de cuya existencia no le quedaba ni la menor duda, pero cuyo paradero sólo Dios... Porque en la casa del cura no estaba el tesoro. Y en el altar mayor... ¡Imposible! Otro era el escondrijo. ¿Cuál? Una hermosa noche de plenilunio, la bruja resolvió apelar a los encantos. Recitaba la fórmula del libro y, provista de una varita de avellano, salió de su casa, encaminándose a la del cura. No corría ni un soplo de viento: las madreselvas de los zarzales esparcían fragancia deliciosa y pura: a lo lejos, los canes lanzaban su triste ¡ouuu!, y la queja de un carro estridulaba muy distante también, como una despedida. Micaela desató el pañuelo, cuyas puntas le cruzaban la frente, y desenvolviéndolo, lo ató sobre los ojos, mientras con fuerza nerviosa apretaba la varita. Un temblor convulsivo agitaba su cuerpo. A ciegas, creía sentir mejor la corriente de esa extraña inspiración que se resuelve en adivinanza. No era ella la que avanzaba: era una virtud desconocida la que la impulsaba hacia un lado o hacia otro. Por allí se iba a la casa del cura y a la iglesia... ¿Adónde la guiaría la varita, que se estremecía entre sus dedos?
Impulsada por aquel temblor de la varita, andaba Micaela sin ver..., tropezando en los conocidos senderos. Sus pies, al fin, se hundieron en la tierra blanda de un huerto y por poco dan contra un muro... Alzó el pañuelo que le cubría los ojos, y reconoció dónde estaba. Ante ella alzábase el abandonado palomar del cura. Era una especie de torrecilla redonda, pequeña, cuyo tejado caía en ruina. La puerta, medio desvencijada, aparecía abierta de par en par. La moza, derechamente, se fue hacia el interior, donde penetraba la clara plata de la noche. Un instinto le decía que era allí, y no en otra parte, donde había que buscar la riqueza del indiano... Sus asombrados ojos miraban, miraban con ansia, recorrían el recinto, confusamente tapizado de viejos plumajes y de telarañas... A pique estuvo de hocicar un hoyo, no pequeño, recién abierto, al borde del cual un objeto oscuro yacía caído. Micaeliña miraba, fascinada, el agujero, la tierra de fresco removida, todas las señales de haber sido allí destripado y violado un secreto, su secreto. Otro se había adelantado, otro recogido el oro... Y no pudo la muchacha dudar ni un instante de quién fuese el ladrón; allí estaba el testimonio acusador, la rota y deformada caperuza de su padrastro...
Uno de los ataques nerviosos de que era acometida, atacó a la moza, haciéndola retorcerse y lanzar gritos y de arrojar espuma y, por último, provocando una crisis de lágrimas.
¡Aquel malvado! Aquel oro, en que ella fundaba sus esperanzas de otra vida diferente, hermosa, colmada, se lo llevaba el tunante, que ya le había robado, años antes, el amor de la madre, y acaso matándola a disgustos y a celos.
La crisis cesó. La bruja se alzó, quebrantada, dolorida, y esta vez sin venda en los ojos, con paso de autómata, zumbándole los oídos y sintiendo un raro deseo de morder alguna cosa, se encaminó a su casuca. En el umbral de la puerta vio ya a Madrugueiro despabilado y alerta. Reía con risa maliciosa e irónica, que se convirtió en carcajada cuando Micaela le metió casi por el rostro la caperuza perdida.
A las injurias, a los dicterios de la muchacha, el cohetero sólo respondía:
-Madrugaras, filla, madrugaras... Quien no madruga, no llega a la misa..., ¡je! Y dejáraste de meigallos y de encantaciones. La encantación es llegare antes y tenere el ojo abierto. Anda y tira al fuego las meiguerías y la uña de la Gran Bestia. A te acostar... Paciencia y dormire.
-No se ría tanto -rezongaba ella sombríamente. Mire que le puede salir cara la risa.
A partir de este momento, la incertidumbre envuelve el episodio... La aldea de Baizás sólo pudo saber que poco antes de la salida del sol un ruido espantoso estremeció las pocas casas de la aldea, la misma iglesia, que pareció tambolearse. La morada del cohetero acababa de saltar, como castaña en la hoguera. Al discurrir sobre las causas del caso atroz, opinaron los mejor enterados que Madrugueiro tenía preparado el fuego de la fiesta patronal y por descuido dejaría caer un ascua del fogón sobre tanta pólvora. Se encontró su cuerpo carbonizado, no lejos de Micaela. Y sólo un año después se averiguó que el cohetero era rico. Un sobrino descubrió los caudales, depositados en seguro en Compostela.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Madre gallega

Era el tiempo en que las víboras de la discordia, agasajadas en el cruento seno de la guerra civil, bullían en cada pueblo, en cada hogar tal vez. El negro encono, el odio lívido, la encendida saña encarnando en el cuerpo de aquellas horribles sierpes, relajaban los vínculos de la familia, separaban a los hermanos y les sembraban en el alma instintos fratricidas. Hoy nos cuesta trabajo comprender aquel estado de exasperación violenta, y quizá cuando la Historia, con voz serena y grave, narra escenas de tan luctuosos días, la acusamos de recargar el cuadro, sin ver que las mayores tragedias son precisamente las que suelen quedar ocultas...
Sin embargo, en algunas provincias españolas andaba más adormecida y apagada la pasión política, y una de éstas era el jardín de Galicia, Pontevedra la risueña y encantadora. En ella nació y se crió Luis María, y en el seminario de Orense estudió Teología y Moral, para ordenarse. Era hijo único de un pobre matrimonio; el padre, aragonés, vendedor ambulante de mantas y pañuelos de seda; la madre, aldeana, nacida cerca de Poyo, en las inmediaciones de la bella Helenes, mujer tan sencilla que ni sabía leer ni aún coser, pues se ganaba la vida con una rueca y un telar casero informe y primitivo si los hubo. Luis María salió aplicado, devoto, dulce, formal, gran ayudador de misas y despabilador de velas, y desde muy pequeño declaró que soñaba con cantar misa. La madre instigó al padre a fin de que implorase de cierto opulento y caritativo señor aragonés, don Ramón de Bolea, dinero para costear la carrera del muchacho; y tan bien cayó la súplica, que el señor no sólo costeó la carrera sino que, al ordenarse Luis María, le apadrinó, y poco después, muerto el padre del misacantano, el generoso protector llamó al joven para que fuese su capellán. Ejerció este cargo dos años el presbítero con gran satisfacción de su patrono, y como vacase el curato parroquial del pueblo, presentación de la mitra, el mismo don Ramón de Bolea lo solicitó y obtuvo para su ahijado, pues nada negaba el obispo de Teruel al pudiente señor.
Al verse investido con la cura de almas, dueño de lo que cabía llamar una «posición», Luis María se acordó, ante todo, de su madre, que vegetaba solita allá en su aldea, tascando, hilando y tejiendo lino. Realizó el viaje, entonces largo y penoso, y no se volvió a su parroquia sin la viejecita, que por humildad y abnegación empezó negándose a acompañarle. Fue preciso que el hijo demostrase a la madre cuánto la necesitaba para gobernar las haciendas de la casa, para poner la olla al fuego y para que no le murmurasen si tomaba a su servicio una moza. Al fin la anciana se dejó convencer, y siguió al hijo, en el fondo del alma loca de gozo y de orgullo.
Estableciéronse en el pueblo, deseosos de vivir tranquilos y arrimados el uno al otro, como aves en su nido humilde. Así que empezaron a enardecerse las luchas civiles, Luis María hizo especial estudio en abstraerse y apartarse de ellas. Terror y repulsión le causaban las escenas de crueldad y barbarie, los apaleamientos de «cristinos» y de «faiciosos», las coplas desvergonzadas e insultantes que de zaguán a zaguán se disparaban las muchachas de opuestos bandos, las noticias de encuentros en que perecían tantos infelices, los degüellos de religiosos que habían ensangrentado las gradas del altar mismo. Sentía el párroco que ni aun por espíritu de clase podía vencer su repugnancia a tales salvajadas y horrores; había salido a su madre: tímido, manso, indiferente en política, accesible sólo a la piedad y a la ternura; gallego, no aragonés, cristiano, pero no carlista. «Bienaventurados los pacíficos», solía repetir tristemente cuando oía alguna noticia espantable, el incendio de una villa, el sacrificio de unos prisioneros arcabuceados en represalias.
Es peculiar de estas épocas agitadas y febriles que nadie, por más que lo desee, pueda mantenerse neutral. En el pueblo, de los más divididos y engrescados de todo Aragón, no se le consentía al cura no tener opiniones. Dos circunstancias hicieron que la voz pública afiliase a Luis María entre los adictos al Pretendiente: la primera, que cumplía con fervor sus deberes, que era casto, mortificado, prudente en palabras y pacato en obras; la segunda, el de ser protegido, ahijado, capellán, hechura, en fin, de aquel don Ramón de Bolea, antaño el principal señorón del pueblo, hoy jefe de una partida facciosa. La gente aragonesa, ruda y lógica, que identifica el agradecimiento con la adhesión, contó, pues, a Luis María entre los «serviles»; pero no entre los declarados y francos, sino entre los solapados y vergonzantes, mil veces más aborrecidos. Y por los muchos «cristinos» de pelo en pecho que el pueblo albergaba, el cura fue mal mirado; se le atribuyeron inteligencias ocultas y confidencias y delaciones hechas a don Ramón de Bolea, cuya tropa rondaba a pocas leguas de allí, deseosa de ajustar cuentas a los «nacionales».
Luis María sintió la hostilidad en la atmósfera, y se encogió y retrajo cada vez más, pues era de los que no combaten ni en legítima defensa. Su ardor místico, ya intenso, se acrecentó, y cuanto más ascético y macilento le veían sus enemigos, más le creían entregado a conspirar para el triunfo del absolutismo y de los serviles. El odio del pueblo empezaba a traducirse en hechos: cada vez que la madre del párroco salía a la compra era denostada y llamada facciosa en voz en grito por las baturras; delante de sus ventanas se situaban grupos vociferando canciones patrióticas. Una tarde de día de fiesta, al volver los mozos rasgueando la guitarra y echando coplas con alusiones que levantaban ampolla, mano atrevida disparó una piedra que fue a estrellar un vidrio de la rectoral. La madre lloró silenciosamente al cerrar las maderas, mientras Luis María, arrodillado ante la imagen de Nuestra Señora, rezaba, sin volver la cabeza, sordo al choque de los cantos rodados, que seguían haciendo añicos los cristales.
Pocos días después difundióse por el pueblo la tremenda noticia de que Bolea había cogido a dos vecinos, «nacionales» exaltados y reos de apaleamiento de serviles, y los había arcabuceado contra una tapia; y al regresar del mercado, al día siguiente, encogida y recelosa, la madre del cura oyó a su paso, no ya injurias, pullas y cantaletas, sino amenazas siniestras, anuncios que daban frío en el tuétano. Temblando se encerró en su casa la infeliz, y allí encontró a Luis María en oración, pidiendo a Dios que perdonase a su protector Bolea la sangre derramada.
Cenaron madre e hijo, pálidos y mudos, abatidos, disimulando, y cuando se disponían a acostarse resonó en la calle gran estrépito y fuertes aldabonazos en la puerta. Corrió la madre a preguntar, sin atreverse a abrir, qué se ofrecía, y una voz bronca y mofadora respondió:
-Que se asome el cura y le diremos el nombre de un feligrés que está acabado y pide confesión.
Oír esto Luis María y lanzarse a la ventana fue todo uno; pero su madre, acaso por primera vez en su vida, se interpuso resuelta, le paró, agarrándole de la muñeca con inusitado vigor, con toda su fuerza aldeana, centuplicada por la angustia, y desviándole bruscamente se apoderó de la falleba.
-Tú no te asomes -ordenó en voz imperiosa, una voz diferente de la mansa y acariciadora voz con que siempre hablaba a su hijo. Apártate... quitaday... Me asomo yo, no te apures.
Y antes de que Luis María pudiera oponerse, apagando de un soplo el velón para no ser reconocida, abrió la ventana con ímpetu, sacó el busto fuera...
El bárbaro que ya tenía apuntada la escopeta, disparó, y la madre, con el pecho atravesado, se desplomó hacia adentro, en brazos del hijo por quien aceptaba la muerte.

«Blanco y Negro», núm. 263, 1896.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Madre

Cuando me enseñaron a la condesa de Serená, no pude creer que aquella señora fuese, hará cosa de cinco años, una hermosura de esas que en la calle obligan a volver la cabeza y en los salones abren surco. La dama a quien vi con un niño en brazos y vigilando los juegos de otro, tenía el semblante enteramente desfigurado, monstruoso, surcado en todas direcciones por repugnantes cicatrices blancuzcas, sobre una tez denegrecida y amoratada; un ala de la nariz era distinta de la compañera, y hasta los últimos labios los afeaba profundo costurón. Solo los ojos persistían magníficamente bellos, grandes, rasgados, húmedos, negrísimos; pero si cabía compararlos al sol, sería al sol en el momento de iluminar una comarca devastada y esterilizada por la tormenta.
Noté que el amigo que nos acompañaba, al pasar por delante de la condesa, se quitó el sombrero hasta los pies y saludó como únicamente se saluda a las reinas o a las santas, y mientras dábamos vueltas por el paseo casi solitario, el mismo amigo me refirió la historia o leyenda de las cicatrices y de la perdida hermosura, bajando la voz siempre que nos acercábamos al banco que ocupaba la heroína del relato siguiente:
-La condesa de Serena se casó muy niña, y enviudó a los veintiún años, quedándole una hija, a la cual se consagró con devoción idolátrica.
La hija tenía la enfermiza constitución del padre, y la condesa pasó años de angustia cuidando a su Irene lo mismo que a planta delicada en invernadero. Y sucedió lo natural: Irene salió antojadiza, voluntariosa, exigente, convencida de que su capricho y su gusto eran lo único importante en la tierra.
Desde el primer año de viudez rodearon a la condesa los pretendientes, acudiendo al cebo de una beldad espléndida y un envidiable caudal. De la beldad podemos hablar los que la conocimos en todo su brillo y -¿a qué negarlo?- también suspiramos por ella.
Para imaginarse lo que fue la cara de la condesa, hay que recordar las cabezas admirables de la Virgen, creadas por Guido Reni: facciones muy regulares y a la vez muy expresivas, tez ni morena ni blanca, sino como dorada por un reflejo solar; agregue usted la gallardía del cuerpo, la morbidez de las formas, la riqueza del pelo y de los dientes, y esos ojos que aún pueden verse ahora..., y comprenderá que tantos hombres de bien anduviesen vueltos tarumba por consolar a la dama.
Perdieron, digo, perdimos el tiempo lastimosamente; ella se zafó de sus adoradores, despachando a los tercos, convirtiendo en amigos desintere-sados a los demás, convenciendo a todos de que ni se volvía a casar ni pensaba en otra cosa sino en su hija, en fortalecerle la salud, en acrecentarle la hacienda. Vimos que era sincero el propósito; comprendimos que nada sacábamos en limpio; observamos que la condesa se vestía y peinaba de cierto modo que indica en la mujer desarme y neutralidad absoluta y nos conformamos con mirar a la hermosa lo mismo que se mira un cuadro o una estatua.
Y empleo la palabra mirar, porque hasta las palabras lisonjeras y galantes conocimos que no eran gratas a la condesa, sobre todo desde que Irene empezó a espigar y presumir. Quiso la mala suerte que la hija de tan guapa señora heredase, al par que el temperamento, los rasgos fisonómicos de su padre, por lo cual Irene, en la flor de la juventud, era una mocita delgada y pálida, sin más encantos que eso que suele llamarse belleza del diablo y yo comparo al saborete del agraz. Y la misma suerte caprichosa hizo que la condesa, acaso por efecto de la vida metódica y retirada en que economizó sus fuerzas vitales, entrase en el período de treinta a treinta y cinco luciendo tan asombrosa frescura, tal plenitud de todas sus gracias, que a su lado la chiquilla daba compasión.
De nada servía que su madre la emperejilase y se impusiese a sí propia la mayor modestia en trajes y adornos; los ojos de las gentes se fijaban en el soberano otoño, apartándose de la primavera mustia, y en la calle, en la iglesia, en el campo, en los baños, doquiera que la madre y la hija apareciesen juntas, indiscretas y francas exclamaciones humillaban a Irene en lo más delicado de su vanidad femenil y herían a la condesa en lo más íntimo de su ternura maternal.
Fue peor todavía cuando, llegado el momento de introducir a Irene en lo que por antonomasia se llama sociedad, la condesa, que no había de presentarse hecha la criada de su hija, tuvo que adornarse, escotarse y lucir otra vez joyas y galas. Por más que ajustase su vestir a reglas de severidad y seriedad que nunca infringía; por más que los colores oscuros, las hechuras sencillas, la proscripción de toda coquetería picante en el tocado dijesen bien a las claras que solo por decoro se engalanaba la condesa, lo cierto es que el marco de riqueza y distinción duplicaba su hermosura divina, y de nuevo la asediaban los hombres, engolosinados y locos. De Irene apenas sí hacía caso algún muchacho imberbe, y hubo ocasiones en que la madre, con piadosa astucia, toleró las asiduidades de apuesto galán para adquirir el derecho de que sacase a bailar a Irene o la llevase al comedor.
Lo triste era que ya Irene, mortificada, ulcerado su amor propio, se mostraba desabrida con su madre y pasaba semanas enteras sin hablarle. Notaba también la condesa que los párpados de la muchacha estaban enrojecidos y varias veces, al animarla a que se vistiese para alguna fiesta, Irene había respondido: «Ve tú; yo no voy, no me divierto.» De estas señales infería la condesa que roían a Irene la envidia y el despecho, y en vez de enojo, sentía la madre lástima infinita. Con vida y alma se hubiese quitado -a ser posible- aquella tez de alabastro y nácar, aquellos ojos de sol, y poniéndolos en una bandeja, como los de Santa Lucía, se los hubiese ofrecido a su niña, al ídolo de toda su honrada y noble existencia.
No pudiendo regalar su beldad a Irene, pensó que resolvía el conflicto buscándole novio. Satisfecha con el amor de su esposo, pudiendo ir con él a todas partes y retirada la condesa en su hogar, cesaba la tirante situación de madre e hija.
Encontrar marido para la rica Irene no era difícil, pero la condesa aspiraba a un hombre de mérito y su instinto de madre la guió para descubrirle y para aproximarle a Irene, preparando los sucesos. El elegido -Enrique de Acuña- era uno de los muchos admiradores y veneradores de la condesa, y puede asegurarse que influyó en él ese sentimiento que nos lleva a preferir para esposas a las hijas de las mujeres a quienes profesamos estimación altísima, y a quienes no hemos amado, pura y simplemente, porque sabemos que no se dejarían amar. Persuadida la condesa de que Enrique reunía prendas no comunes de talento y corazón; viéndole tan guapo, tan digno de ser querido, tan hombre y tan caballero, en suma, trabajó con inocente diplomacia y triunfó, pues no tardaron Irene y Enrique en ser amartelados prometidos.
Casáronse pronto y salieron a hacer el acostumbrado viaje de luna de miel, que fue un siglo de dolor para la condesa. Acostumbrada a absorber su vida en la de su hija, a existir por ella y para ella solamente, ni sabía qué hacer del tiempo, ni podía habituarse a no ver a Irene apenas despertaba, a no besarla dormida. Ya se sentía enferma de nostalgia, cuando regresaron a Madrid los novios.
La condesa notó con alegría que su yerno le demostraba vivo cariño, gran deferencia y familiaridad como de hermano. Le consultaba todo; juntos trabajaban en el arreglo de las cuestiones de interés, y en broma solía repetir Enrique que, solo por tener tal suegra, cien veces volvería a casarse con Irene Serená. La satisfacción de la condesa, no obstante, duró poco, pues advirtió que, según Enrique extremaba los halagos y el afecto, Irene reincidía en la antigua sequedad y dureza y en los desplantes y murrias. Delante de su marido conteníase; pero apenas él volvía la espalda, ella daba suelta al mal humor y a la acritud de su genio.
Cierto día, saliendo la condesa a ver unos solares que deseaba adquirir, encontró en la puerta a Enrique, que se ofreció a acompañarla. A la mesa, por la noche, Enrique habló de la excursión, y dijo, riendo, que por poco le cuesta un lance acompañar a su suegra, pues todos le decían flores y hasta un necio la siguió, requebrándola...
-¿No sabes? -añadió Enrique, dirigiéndose a Irene. Tuve que llamarle al orden al caballerito... Lo gracioso es que me tomó por marido de tu mamá, y yo, para hacerle rabiar, le dije que sí lo era...
Al oír esto, Irene se levantó de la mesa, arrojando la servilleta al suelo; corriendo salió del comedor y la oyeron cerrar con estrépito la puerta de su cuarto. Miráronse la madre y el esposo, y aquella mirada todo lo reveló; no necesitaron hablar. Enrique, ceñudo, siguió a su mujer y se encerró con ella. Al cabo de media hora vino inmutadísimo a decir a la condesa que Irene no quería vivir más en la casa materna, y que era tal su empeño de irse, que si no se realizaba la separación, amenazaba con hacer cualquier disparate.
-Pero tranquilícese usted -añadió en amargo tono de reconcentrada cólera, he sabido imponerme y la he tratado con severidad, porque lo merece su locura.
Y como la condesa, más pálida que un difunto, se apoyase en un mueble por no caer, exclamó Enrique:
-¡Señora, el carácter de su hija de usted preveo que nos costará muchas penas a todos!...
Estas interioridades se supieron, según costumbre, por los criados, que las cazaron al vuelo entre cortinas y puertas; y ellos, los enemigos domésticos, fueron también los que divulgaron que el día del disgusto la señora condesa se acostó dolorida y preocupada y no se fijó en que quedaba la luz ardiendo cerca de las cortinas; de modo que, a media noche, despertó envuelta en llamas, y aunque pudo evitar la desgracia mayor de perder la vida, no evitó que la cara padeciese quemaduras terribles.
Con el susto y la impresión y la asistencia, Irene olvidó su enfado, y desde aquel día vivieron en paz: el señorito Enrique, muy metido en sí; la señora, cada vez más retirada del mundo, pensando solo en cuidar a los niños que le fueron naciendo a la señorita.
-¿Qué opina usted de las quemaduras de la condesa? -preguntó al llegar aquí el narrador.
-Que esta María Coronel vale más que la otra -respondí, inclinándome a mi vez ante la madre de Irene, la cual, sospechando que hablábamos de ella, se levantó y se retiró del paseo con sus nietecillos de la mano.

«Nuevo Teatro Crítico», núm. 30, 1893.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Lumbrarada

En el mismo lindero del monte se encontraron, mirándose con sorpresa, porque no se conocían... Y en la aldea, eso de no conocer a un cristiano es cosa que pasma.
A la extrañeza iba unida cierta hostilidad, el mal temple del que, dirigiéndose a un sitio dado para un fin concreto, tropieza con otra persona que va al propio sitio llevando idéntico fin. No cabía duda; armados ambos de un hacha corta, en día tan señalado como aquel, sólo podían proponerse picar leña al objeto de encender la lumbrarada de San Juan... Así es que prontamente, desechando el pasajero enojo, su juventud estalló en risa. Ella reía con un torongueo de paloma que arrulla, columpiando el talle y el seno; él reía enseñando los dientes de lobo entre el oro retostado del bigote.
-Entonces, ¿viene por rama? -preguntó ella, así que la risa le permitió formar palabras.
-¿Y por qué había de venir, aserrana, no siendo por eso?
-¿Yo qué sé? También se podía venir paseando.
-¿Paseando con la macheta?
-Bueno, cada persona tiene su gusto...
Mientras tocaban estas dicherías se examinaban, ya medio reconciliados, llenos de curiosidad, creyendo reconocerse y no lográndolo. ¿Dónde había visto ella aquellos ojos color del mar cuando está bravo y se quiere tragar las lanchas pescadoras? ¿Dónde habían reído otra vez para él aquellos labios de cereza partida, infladitos, bermejos y pequeños? ¿Dónde, dónde?
-¿Tienes la casa muy lejos?
-¿Por qué me lo pregunta? -articuló ella súbitamente recelosa. ¡Hay tanto pillo capaz de burlarse de las mozas si las topa solitas en un monte cubierto de pinos, cuando no se oye más ruido que el del viento zumbando en la copas y no se ve más cosa viviente que las pegas blanquinegras saltando entre la hojarasca podrida!
-Lo preguntaba al tenor de que le pesará el fajo para carretarlo allá a cuestas.
-Ayudando Dios, bien lo carretaré hasta la era del tío Miñobre.
-¿El tío Miñobre? ¿El zapatero? ¡Qué de medias suelas me echó a los zapatos siendo yo chiquillo, mujer! ¿Y qué eres tú del tío Miñobre?
-Su hija, ¡vaya! ¿Qué había de ser?
El mozo, asombrado, se quedó pensativo. Su figura esbelta, bien plantada, lucía con el traje de marinero, que le descubría el cuello robusto, atezado, hendido en la nuca por enérgica expresión. Al fin castañeó los dedos triunfalmente.
-¡Camila! ¡Camila! ¿No te alcuerdas de mí?
Soltó la rapaza el hacha de leñadora y juntando las manos en señal de admiración, exclamó placentera:
-¡Félise! ¡Ya lo estaba cavilando: este, o es Félise o es el mismo demonio en su figura!
-¡Vaya, mujer! ¡Conque Camila!
-¡Vaya, hombre! ¡Conque Félise! ¡Tantos años que largaste de aquí! Y luego, ¿viéneste a quedar en la aldea?
-A eso vengo. Serví, cumplí, traigo unos pesos y hay salú. Mientras mi madre viviere, aquí me ha de sostener la tierra.
-Por muchos años... -deseó ella, bajando la vista, con el dulce mohín vergonzoso de las vírgenes aldeanas.
-Y entonces, ahora que nos conocemos, ¿cortamos la ramalla de una vez? Porque yo falto de la aldea desde que era pequeño como un botón, y tengo ganas de armar la lumbrarada, como en aquel tiempo, ¿oyes, mujer?
Cada uno de los dos interlocutores rompió a esgrimir con ánimo el hacha. Había, en el movimiento de cortas ramas y hasta pinos menudos, una especie de porfía de vigor y de fanfarronada juvenil; tratábase de reunir pronto más leña, para avergonzar al compañero. Era ese pugilato de fuerzas físicas entre el varón y la hembra, que es uno de los atavismos de la raza, en la cual las hembras no han sido vencidas por los hombres, ni en caletre ni en musculatura. Y aunque Camila Moñobre tuviese poco de virago, y sintiese que el sudor brotaba de cada onda de su pelo negro, alisado con agua e indómito ya, se daba prisa, incansable, apilando madera verde, envuelta en el vaho de resina y cubierta por el espesiallo de finas púas, que caía a cada golpe. Las mariposas forestales de alas de terciopelo castaño huían despavoridas; los pájaros monteses se disparaban revolando, alarmados ante aquel estropicio; una liebre salió por pies de entre las uces. Félix sintió una compasión irónica.
-Deja, mujer, que ya tienes ahí para dos fogueras. ¿De qué te vale tanto cortar? Luego no puedes cargarlo a lomos.
-Si puedo o no puedo, se verá... ¿Tú cortaste ya lo que te cumplía?
-Paréceme que sí
-Pues ¡hala!
Y, con resolución furibunda, atropelladamente, la moza, desciñéndose una cuerda que llevaba arrollada al talle, empezó a liar el haz. Otro tanto hizo Félix, también provisto de soga. Después, galantemente, se ofreció a erguir y cargar el haz de Camila: él ya se las arreglaría para echarse a cuestas el suyo. Y lo hizo, apoyándose en el vallado, hinchándosele un poco las venas del cuello. Los haces eran enormes; el ramaje barría el suelo y cubría a los portadores que, al romper a andar trabajosamente, agobiados, parecían un matorral ambulante. Avanzaban dando traspiés, cegados, y del fondo del matorral salía a veces una risada, violenta por la fatiga y el esfuerzo.
Ninguno de los dos, ni por el valor de una onza de oro, hubiese confesado que aquello pesaba de más. Al resistir el peso significaban, con bizarra vanidad, ella: «Soy hembra de labor, capaz de ayudar a mi hombre», y él «Aunque me ves de marinero, sigo siendo un mozo de aldea, y lo que otro haga, a fe, hágolo yo». Y continuaban, habiendo salido ya a la carretera vecinal, que ocupaban de cuneta a cuneta, con el desbordamiento del fajo reventón. De pronto, el haz de Camila pareció aplastarse en tierra: era que la rapaza se había caído de rodillas. No podía Félix ayudarla... Se irguió como supo, y de entre las ramas tupidas brotó una protesta.
-Fue que di contra un croyo... Velo ahí, ¿ves?
Félix desvió con el pie la piedra, y siguieron marchando, mudos, jadeantes. La tarde caía, y el lucero tembloroso como una perla colgaba en pendentivo, titilaba en el cielo pálido. En la revuelta, el crucero abría sus brazos de piedra ruda donde, toscamente esculpido, moría el Redentor. El sol no quería acabar de ocultarse: estaba quieto, rendido de tanto haber bailado al salir en la mañana mañanera del señor San Juan. El crepúsculo era infinitamente largo y dulce. Los dos mozos se habían detenido a la vez, soltando el haz y pasándose la mano por la frente inundada, en que latían las arterias.
-¿Aquí? -murmuró él, transigiendo.
-Bueno, aquí... -contestó ella, hipócrita, como quien se deja obligar.
Emprendieron a desliar el fajo, y él, echando de soslayo una ojeada a la rapaza sofocadísima, propuso:
-¿Armamos dos lumbraradas..., o una sola, Camiliña de azúcar?
-Según sea tu gusto, Félise.
Sin más, autorizado, juntó el marinero los dos haces en enorme pira y, restallando un fósforo, les prendió fuego. Camila ayudaba, soplaba, activaba. Chasquearon las ramas, se alzó humo denso, y el olor a manzanilla y saúco que venía del prado vecino quedó ahogado entre el vaho a trementina del pino frescal... Félix, con agilidad de marino, saltó la hoguera, alzando torbellinos de centellas menudas, y al tomar vuelo fue a caer contra Camila, que reía otra vez y que le amparó.
Y como la hoguera iba terminando -¡qué pronto arde tanta rama!- se miraron, y enganchados del dedo meñique alejáronse lentamente del crucero, entre la apacible penumbra del crepúsculo, que no terminaba nunca. Félix, a la oreja de Camila susurraba:
-Buena lumbrarada la que hemos armado, mujer.

«El Liberal», 5 agosto, 1907.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)