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lunes, 27 de enero de 2014

Una invernada entre los hielos - Cap I. La bandera negra

El día 12 de mayo de 18... despertóse el cura de la vieja iglesia de Dunkerque a las cinco de la madrugada e inmediatamente abandonó el lecho para decir, según su costumbre, la primera misa rezada, a la que asistían algunos piadosos pescadores.
Revestido con los hábitos sacerdotales, iba a dirigirse al altar cuando entró en la sacristia un hombre, alegre y despavorido al mismo tiempo. Era un marinero de unos sesenta años de edad, pero vigoroso y fuerte todavia, de aspecto bondadoso y honrado.
‑¡Señor cura, señor cura! ‑exclamó. ¡Deténgase, haga el favor!
‑¿Qué le ocurre tan temprano, Juan Cornbutte? ‑replicó el cura.
‑¿Qué me ocurre? Que tengo un deseo loco de abrazarlo, quiera usted o no.
‑Pues bien, después de la misa a que va a asistir...
‑¡La misal ‑respondió, riéndose, el viejo marino‑. Pero ¿cree usted que yo voy a permitirle que diga ahora misa?
‑¿Y por qué no he de decir misa? Explíquese. Ya se ha dado el tercer toque de campana.
‑Que se haya dado o no el tercer toque, poco importa ‑replicó Juan Cornbutte. Otros toques de campanas sonarán hoy, señor cura, porque usted me ha prometido bendecir con sus propias manos el matrimonio de mi hijo Luis y de mi sobrina María.
‑Luego, ¿ha llegado? ‑interrogó alegremente el cura.
‑No tardará mucho ‑contestó Cornbutte, frotándose las manos‑, porque el vigía ha señalado, al salir el sol, nuestro bergantín, el que usted bautizó imponiéndole el bonito nombre de La Joven Audaz.
‑Le felicito con todo mi corazón, amigo Cornbutte ‑dijo el cura, despojándose de la casulla y de la estola. Recuerdo nuestro convenio. El señor vicario me va a remplazar y estaré a la disposición de usted para la llegada de su querido hijo.
‑Le prometo que no le tendrá a usted en ayunas demasiado tiempo ‑respondió el marinero‑. Como usted mismo ha publicado ya las amonestaciones, sólo necesitará absolverlo de los pecados que baya podido cometer entre el agua y el cielo en los mares del Norte. ¡Ha sido una hermosa idea la que se me ha ocurrido, al disponer que la boda se celebre el mismo día de la llegada de mi hijo Luis, quien, al salir del bergantín, se dirigirá a la iglesia!
‑Vaya, entonces, a disponerlo todo, Cornbutte.
‑Voy corriendo, señor cura. ¡Hasta muy pronto!
El marinero volvió apresuradamente a su casa, situada en el muelle del puerto mercante, desde la que se veía el mar del Norte, cosa de la que estaba Cornbutte muy ufano.
Juan Cornbutte había hecho alguna fortuna con su profesión. Después de haber mandado durante largo tiempo los navíos de un rico armador de El Havre, fijó su residencia en su ciudad natal e hizo construir por su cuenta el bergantín La Joven Audaz.
En este barco hizo varios viajes al Norte, y en todos ellos tuvo la suerte de vender a buen precio sus cargamentos de madera, de hierro y de alquitrán. Después, cedió el mando a su hijo Luis, bravo mozo de treinta años de edad, que, según la opinión de los capitanes de cabotaje, era el marinero más valiente de Dunkerque.
Luis Cornbutte había partido, profundamente enamorado de María, la sobrina de su padre, a quien parecían muy largos los días de la ausencia.
María, que apenas tenía veinte años de edad, era una hermosa flamenca, por cuyas venas corrian algunas gotas de sangre holandesa. Su madre, al morir, la había confiado a su hermano Juan Cornbutte, y este bravo marino, que la amaba como si fuera hija propia, veía en el proyectado matrimonio un manantial de verdadera y durable felicidad.
La llegada del bergantín, señalado en alta mar, ponía término a una importante operación comercial, que debía producir a Juan Cornbutte gran provecho. La Joven Audaz, que había partido tres meses antes, volvía de Bodö, último puerto que había tocado, en la costa occidental de Noruega, habiendo hecho rapi amente su viaje.
Al regresar Juan Cornbutte a su casa, la encontró toda revuelta.
María, radiante de júbilo, poníase a la sazón su traje de boda.
‑¡Con tal que el bergantín no llegue antes que nosotros...! ‑decía.
¡Apresúrate, híja mía ‑respondió Juan Cornbutte, porque los vientos vienen del Norte y La Joven Audaz corre mucho cuando navega a todo trapo!
‑Tío, ¿están prevenidos nuestros amigos? -preguntó María.
‑Sí, ya están prevenidos.
‑¿Y el notario y el cura?
‑Estáte tranquila. ¡Sólo a ti tendremos que esperar!
En aquel momento entró el compadre Clerbaut, diciendo:
‑¡Ésta sí que es gran suerte, amigo Cornbutte! Tu navío llega precisamente en la época en que el Gobierno acaba de sacar a subasta grandes suministros de madera para la Marina.
‑¿Qué me importa eso a mí? ‑respondió Juan Cornbutte. Ahora no se trata del Gobierno.
‑Efectivamente, señor Clerbaut ‑agregó María, en este momento sólo nos preocupa una cosa: el regreso de Luis.
‑No lo pongo en duda ‑respondió el compadre; pero, en fin, esos suministros
‑Usted asistirá a la boda ‑dijo Juan Cornbutte interrumpiendo al negociante, a quien estrechó la mano de tal manera que estuvo a punto de partírsela.
‑Esos suministros de madera...
‑Usted vendrá con todos nuestros amigos de mar y tierra, Clerbaut. Todos están prevenidos, y sólo me falta invitar a la tripulación del bergantín.
‑¿Iremos a esperarle al malecón? ‑preguntó María.
‑¡Naturalmente! ‑respondió Juan Cornbutte
Desfilaremos de dos en dos, con los violines en cabeza.
Los invitados de Juan Cornbutte no se hicieron esperar, sin que faltara ninguno de ellos a pesar de ser tan temprano, y todos, conforme iban llegando, se apresuraron a felicitar al bravo marino, a quien profesaban tanto cariño como respeto.
Mientras tanto, María, arrodillada, daba gracias a Dios por el feliz regreso de su prometido; pero esta piadosa ocupación no la entretuvo mucho tiempo, porque no tardó en presentarse, hermosa y engalanada, en la sala común, donde fue besuqueada por todas las comadres y saludada con un vigoroso apretón de manos por todos los hombres allí reunidos.
Juan Cornbutte dio la señal de partida, y el alegre cortejo nupcial se puso en marcha con dirección al mar, precisamente en el momento de salir el sol.
Como la noticia de la llegada del bergantín había circulado en el puerto, fueron muchas las cabezas que, tocadas aún con gorros de dormir, aparecieron en las ventanas y en las puertas entreabiertas de las casas, de cada una de las cuales salía un cumplimiento, un saludo o una frase lisonjera.
El cortejo nupcial llegó al malecón en medio de un concierto de alabanzas y bendiciones, y, como si el sol quisiera tomar parte en la fiesta, brillaba en el espacio con todo su esplendor.
El tiempo era magnífico. Un agradable viento del Norte rizaba las olas espumosas, y algunas barcas pesqueras surcaban la superficie líquida dejando tras de sí su rápida estela.
Las dos escolleras de Dunkerque, que prolongan el muelle del puerto, avanzan mucho, mar adentro, y el cortejo nupcial ocupaba toda la anchura de una de ellas, la del Norte, hasta una pequeña casa situada en su extremo, donde velaba el capitán del puerto.
El bergantín de Juan Cornbutte era, a cada momento que transcurría, más visible, porque el viento arreciaba y La Joven Audaz corría impulsada por las velas de todos sus palos. Indudablemente, a bordo debía de reinar la misma alegría que en tierra.
Juan Cornbutte, con un anteojo de larga vista en la mano, respondía a todas las preguntas de sus amigos.
‑¡He ahí mi hermoso bergantín ‑exclarriaba, limpio y bien aparejado como si acabara de ser botado al agua! ¡Sin una avería! ¡Sin una sola cuerda de menos!
‑¿Ve usted a su hijo, el capitán? ‑le preguntaron,
‑No; todavía no. ¡Ah! Estará, sin duda, haciendo alguna faena.
‑¿Por qué no iza su bandera? ‑preguntó Clerbaut.
‑No lo sé, querido amigo, pero seguramente tendrá algún motivo para ello.
‑Déme su anteojo, querido tío ‑dijo María arrebatando a su futuro suegro, de las manos, el instrumento ¡Quiero verlo antes que nadie!
¡Es mi hijo, muchacha!
Cierto; pero hace treinta años que es su hijo, y sólo hace dos que es mi novio ‑respondió, riéndose, la joven.
La Joven Audaz veíase ya claramente. La tripulación hacía ya los preparativos necesarios para atracar, las velas altas habían sido recogidas, y podían reconocerse los marineros que maniobraban, pero ni María ni Juan Cornbutte habían podido aún saludar con la mano al capitán del bergantín.
‑¡Voto al chápiro! ‑exclamó Clerbaut. ¡Aquél es el segundo, Andrés Vasling!
¡Y aquél otro es Fidel Misonne, el carpintero! ‑dijo otro de los que estaban en el muelle.
‑¡Y nuestro amigo Penellán! ‑agregó un tercero, haciendo señas al marinero a quien acababa de nombrar.
La Joven Audaz sólo se encontraba a tres cables de distancia del puerto, cuando apareció una bandera negra en el pico de la vela cangreja... ¡Había duelo a bordo!
Todos los ánimos se sobrecogieron de terror, y especialmente la novia.
El bergantín llegaba con tristeza al puerto, y un silencio glacial reinaba en su puente.
Tan pronto como el barco hubo rebasado el extremo del malecón, María, Juan Cornbutte y todos los amigos se precipitaron hacia el muelle en que iba a atracar, y, en un instante, se encontraron todos a bordo.
‑¡Mí hijo! ‑exclamó Juan Cornbutte, que no pudo articular más palabras.
Los marineros del bergantín, con la cabeza descubierta, le mostraron la bandera negra.
María exhaló un grito de angustia y cayó en los brazos del viejo Cornbutte.
Andrés Vasling había traído al puerto a La Joven Audaz; pero Luis Cornbutte, el novio de María, no estaba a bordo.

1.016. Verne (Julio)

Una invernada entre los hielos - Cap II. El proyecto de juan cornbutte

Inmediatamente después que la joven, confiada a los cuidados de amigos caritativos, fue sacada del bergantín, el segundo de a bordo, Andrés Vasling, refirió a Juan Cornbutte el horroroso acontecimiento que le privaba de volver a ver a su hijo.
Este suceso infausto estaba consignado en el diario de a bordo en los siguientes términos:

"Encontrándose el navío, el 26 de abril, a la altura del Maelström, al pairo a causa del borrascoso temporal reinante y de los vientos del Sudoeste, distinguiéronse las señales que en demanda de socorro hacía una goleta a sotavento.
"Esta goleta, desprovista de su trinquete, corría hacia el remolino con las velas recogidas, y, viendo el capitán Luis Cornbutte que la pérdida del barco era inminente, resolvió ir a bordo para prestarle auxilio, a pesar de las observaciones que le hicieron los hombres de la tripulación.
"Mandó echar la chalupa al mar y se embarcó en ella con el marinero Cortrois y el timonel Pedro Nouquet. La tripulación los siguió con la vista hasta el momento en que desaparecieron envueltos en la bruma.
"Llegó la noche, el estado del mar empeoraba más a cada momento que transcurría, y, como La Joven Audaz, atraída por las violentas corrientes que hay en aquellos parajes, corría el riesgo de ser engullida por la vorágine del Maelström, tuvo que huir, viento en popa.
"Durante algunos días recorrió inútilmente el lugar del siniestro: la chalupa del bergantín, la goleta, el capitán Luis Cornbutte y los dos marineros no volvieron a aparecer.
"Andrés Vasling reunió entonces a la tripulación, tomó el mando del navío e hizo vela hacia Dunkerque.”

Juan Cornbutte, después de haber leído este relato, tan escueto como el del suceso más sencillo de a bordo, lloró durante largo rato, sin que sirviera de lenitivo a su dolor otra cosa que la satisfacción de que su hijo hubiera hallado la muerte por socorrer a sus semejantes.
Después, el infortunado padre salió del bergantín, cuya vista le mortificaba, y regresó a su casa abismado en profundo desconsuelo.
La triste noticia de la desaparición del capitán y de dos marineros de La Joven Audaz se supo pronto en todo Dunkerque, y los amigos del viejo marino Juan Cornbutte se apresuraron a testimoniarle su sentimiento.
Los tripulantes del bergantín refirieron más tarde todos los detalles del desgraciado acontecimiento, y Andrés Vasling explicó a María todas las circunstancias que habían concurrido en el acto de heroismo realizado por su infeliz novió.
Juan Cornbutte, después de haber llorado amargamente, reflexionó con detenimiento, Y el resultado de estas reflexiones fue que, cuando al día siguiente de su llegada lo visitó Andrés Vasling, se apresuró a preguntarle:
‑¿Tiene completa seguridad de que mi hijo ha muerto?
‑¡Ay! Desgraciadamente, sí, señor Juan ‑respondió el interpelado.
 ¿Se hizo todo lo necesario para volver a encon­trarlo? Absolutamente todo lo que se podía hacer, se hizo señor Cornbutte; pero, por desgracia, no nos cabe la menor duda de que los dos marineros y él fueron engullidos por la vorágine del Maelström.
Andrés, ¿le interesa continuar siendo el segundo del bergantín?
Eso depende de quién sea el capitán, señor Cornbutte.
‑El capitán seré yo, Andrés ‑dijo el viejo marino. Voy a proceder inmediatamente a la descarga de mi barco y, luego, organizaré la tripulación y saldré a buscar a mi hijo.
‑Su hijo ha muerto ‑insistió Andrés Vasling.
‑Sí, es posible, Andrés ‑repuso Juan Cornbutte; pero, como también es probable que esté vivo, quiero registrar todos los puertos de Noruega a los que haya podido ser impulsado, para ver si lo encuentro. Cuando adquiera la convicción de que no he de volver a verlo, vendré a morir aquí.
Andrés Vasling, comprediendo que no haría desistir de su propósito al viejo, se retiró sin insistir.
Juan Cornbutte se apresuro a notificar su proyecto a su sobrina, quien vio brillar entre sus lágrimas un destello de esperanza. A la joven no se le había ocurrido poner en duda la muerte de su amado; pero, apenas entrevió la probabilidad de que se hubiera salvado, se aferró a esta esperanza, abandonándose a ella por completo.
Como La Joven Audaz era un bergantín sólidamente construido y no había necesidad de hacerle reparaciones por no haber sufrido avería alguna, Juan Cornbutte decidió emprender inmediatamente el viaje, a cuyo efecto hizo publicar que, si a sus marineros les interesaba volver a embarcarse, la tripulación no sufriría otra modificación que la de encargarse él del mando del buque en remplazo de su hijo.
Como era de esperar, ninguno de los compañeros de Luis Cornbutte faltó al llamamiento, y entre ellos los había muy valientes. Alain Turquiette, el carpintero Fidel Misonne, el bretón Penellán, que reemplazó a Pedro Nouquet en las funciones de timonel de La Joven Audaz, y los bravos y experimentados marinos Grandlin, Aupic y Gervique, todos se apresuraron a ponerse a las órdenes del nuevo capitán.
El único que vaciló durante algún tiempo fue Andrés Vasling, quien, al proponerle de nuevo Juan Cornbutte que recobrara su puesto, opuso algunas dificultades y pidió que se le permitiera reflexionar antes de decidirse.
El segundo del bergantín era un marino inteligente y que maniobraba con mucha habilidad, como lo había demostrado conduciendo a La Joven Audaz a buen puerto, después de la muerte del capitán Luis.
‑Como guste, Andrés Vasling ‑respondió Juan Cornbutte, algo sorprendido de las vacilaciones del segundo. No olvide que, si al fin acepta, será muy bien acogido por todos nosotros.
El viejo marino contaba para todo con el bretón Penellán, persona que le era completa-mente adicta y que durante mucho tiempo había sido su compañero de viajes. Antiguamente, cuando el timonel estaba en tierra, María, siendo niña, había, pasado muchas horas en sus brazos, durante las largas veladas de invierno. Por eso, sin duda, le profesaba gran cariño paternal, al que la joven correspondía con acendrado afecto de hija.
Penellán, pues, activó cuanto le fue posible el armamento del bergantín para que pudiera emprender elviaje cuanto antes, especialmente por la creencia en que el timonel estaba de que Andrés Vasling no había hecho todas las investigaciones que debió hacer para encontrar a los náufragos, aunque lo excusaba la responsabilidad que, como capitán, pesaba sobre él.
Antes de que hubieran transcurrido ocho días, La Joven Audaz encontrábase ya dispuesta para hacerse a la vela; pero, esta vez, en lugar de mercancías, fue abastecida de carnes saladas, galletas, barriles de harina, patatas, tocino, vino, aguardiente, café, tabaco y de todas aquellas cosas que se consideran necesarias para emprender un viaje de ¡limitada duración.
Al fin se decidió emprender la marcha el día 22 de mayo, y la víspera, por la tarde, Andrés Vasling, que no había respondido aún a la proposición que le había hecho Juan Cornbutte, se presentó en casa de éste.
Todavía estaba indeciso y no sabía qué partido adoptar.
Aunque la puerta de la casa de Juan Cornbutte estaba abierta, el viejo marinero no se encontraba allí; pero Andrés Vasling no se detuvo, sino que, por lo contrario, se encaminó directamente a la sala común, que, por cierto, comunicaba con el aposento de María.
A los oídos de Vasling llegó el rumor de una conversación muy animada, sostenida en la habitación de la joven. Prestó atención y reconoció las voces de Penellán y de María.
Debía de hacer ya largo rato que duraba la discusión, porque la joven parecía oponer gran firmeza a las observaciones del marino bretón.
‑¿Qué edad tiene mi tío Juan Cornbutte? ‑preguntaba María.
‑Unos sesenta años ‑respondía Penellán.
‑Pues bien, ¿no va a afrontar toda clase de peligros por encontrar a su hijo?
Nuestro capitán está muy fuerte todavía -replicaba el marinero. Tiene cuerpo de roble y músculos de acero, y nada de extraño es que vuelva de nuevo al mar.
Mi buen Penellán ‑repuso María, se es muy fuerte cuando se ama. Además, tengo mucha confianza en Dios y no dudo que me prestará ayuda. Usted me comprende y también me ayudará.
‑No ‑protestaba Penllán; es imposible, María. ¡Quién sabe adónde iremos y qué peligros tendrémos que afrontar! ¡He visto a muchos hombres vigorosos dejar su vida en los mares!
‑Penellán ‑rearguyó la joven, no desistiré de ningún modo, y, si usted me contraria, creeré que no me ama ya.
Andrés Vasling comprendió, por lo que acababa de oír, cuál era el propósito de la joven; reflexionó un momento y adoptó su partido.
‑Juan Cornbutte ‑dijo avanzando hacia el viejo marino, que entró entonces‑. Voy con usted. Las causas que me impedían embarcar han desapare-cido y puede usted contar conmigo.
‑Jamás lo puse en duda, Andrés Vasling -respondió Juan Cornbutte, estrechándole la mano. ¡María, hija mía! ‑dijo luego con voz alta.
María y Penellán acudieron inmediatamente.
‑Aparejaremos mañana, al despuntar el día, cuando descienda la marea ‑dijo el viejo marino. ¡Mi pobre María, ésta es la última noche que pasaremos juntos!
‑¡Querido tío! ‑exclamó la joven, cayendo en los brazos de Juan Cornbutte.
‑¡María, con la ayuda de Dios te traeré a tu prometido!
‑Sí, traeremos a Luis ‑agregó Andrés Vasling.
‑Entonces, ¿es usted de los nuestros? -preguntó vivamente Penellán.
‑Sí, Penellán; Andrés Vasling será mi segundo respondió Juan Cornbutte.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó el bretón de un modo singular.
‑Sus consejos nos serán muy útiles, porque es hábil y empren-dedor.
‑Es usted, capitán, quien nos enseñará a todos ‑repuso Andrés Vasling, porque todavía tiene usted tanto vigor como sabiduría.
‑Bien, amigos míos, hasta mañana. ¡Hasta la vista, Andrés! ¡Hasta la vista, Penellán!
El segundo y el marinero salieron juntos, quedándose María y Juan Cornbutte frente a frente. ¡Cuántas lágrimas derramaron ambos durante aquella triste nochel
Juan Cornbutte, al ver tan desolada a María, resolvió separarse de ella bruscamente, abandonando la casa por la mañana temprano sin prevenirla.
Con este propósito, diole aquella noche su último beso, y a las tres de la madrugada abandonó el lecho.
Esta partida del bergantín había llevado al muelle a todos los amigos del viejo marino. El cura, que debía consagrar la unión de María y de Luis, acudió también a bendecir nuevamente el barco. Se cambiaron en silencio fuertes apretones de manos, y Juan Cornbutte subió a bordo.
La tripulación estaba en su puesto; Andrés Vasling dio las últimas órdenes; se largaron las velas, y el bergantín se alejó rápidamente, impulsado por una buena brisa Nordeste, mientras que el cura, de pie en medio de los espectadores arrodillados, confiaba el buque a la protección de Dios.
¿A dónde va ese bergantín? ¿Sigue el rumbo peligroso en que perecieron tantos náufragos? ¡No tiene destino cierto! ¡Debe arrostrar todos los peligros y saberlos dominar sin vacilación! ¡Sólo Dios sabe el lugar en que podrá abordar! ¡Que la Providencia le guíe!

1.016. Verne (Julio)

Una invernada entre los hielos - Cap III. Destello de esperanza

Como la época en que el bergantín emprendió el viaje era la estación más favorable para navegar, la tripulación iba confiada en llegar pronto al lugar del naufragio.
El plan de Juan Cornbutte estaba, naturalmente, trazado. Confiaba arribar a las islas Feroe, adonde el viento del Norte podía haber impelido a los náufragos, y, si adquiría la certidumbre de que no habían sido recogidos en puerto alguno de aquellos parajes, llevaría sus investigaciones más allá del mar del Norte, y registraría toda la costa occidental de Noruega, hasta Bodö, que era el lugar más próximo al naufragio, y, si era preciso, iría más lejos aún.
Andrés Vasling creía, por el contrario, que debían explorarse las costas de Islandia; pero Penellán le recordó que, cuando ocurrió la catástrofe, venía del Oeste la borrasca, lo que, además de dar la esperanza de que los desgraciados no hubieran sido arrastrados hacia la vorágine del Maelström, permitía suponer que hubieran sido arrojados a la costa de Noruega.
Y se resolvió, al fin, seguir el litoral todo lo más cerca posible para reconocer, si los había, los vestigios de su paso.
Estaba Juan Cornbutte, al día siguiente de la partida, abismado en profundas reflexiones, con la cabeza inclinada sobre un mapa, cuando advirtió que se apoyaba en su espalda una manecita, al mismo tiempo que una voz dulce le decía a su oído:
¡Tenga mucho ánimo, querido tío!
El viejo marino volvióse inmediatamente y quedóse estupefacto al ver a María que le rodeaba el cuerpo con los brazos.
¡María! ¡Mi hija a bordo! ‑exclamó.
Bien puede la mujer ir a buscar a su marido, cuando el padre se embarca para salvar a su hijo.
‑¡Desgraciada! ¿Cómo es posible que puedas soportar nuestras fatigas? ¿Sabes que tu presencia puede dificultar nuestras explora-ciones?
‑No las entorpecerá, querido tío, porque soy fuerte.
‑¡Quién sabe adónde seremos arrastrados, María! Mira este mapa. Nos acercamos a parajes que son muy peligrosos hasta para los marinos endurecidos en las fatigas del mar. ¿Qué va a ser de ti, débil criatura?
‑Pero, querido tío, tenga en cuenta que pertenezco a una familia de marinos, que estoy acostumbrada a oír los relatos de luchas y de tempestades, y que estoy al lado de usted y de mi viejo amigo Penellán.
‑¡Penellán! Él es quien te ha ocultado a bordo.
‑Sí, querido tío, pero solamente lo ha hecho cuando se convenció de que yo estaba dispuesta a pasarme sin su ayuda.
‑¡Penellán! ‑gritó Juan Cornbutte.
El bretón acudió en seguida.
‑Penellán, es imposible deshacer lo hecho; pero no olvides que eres responsable de la vida de María.
‑Esté usted tranquilo, capitán ‑dijo el Marinero. La muchacha es fuerte y valerosa y será nuestro ángel guardián. Y, además, mi capitán, ya conoce usted mi opinión: cuanto en el mundo ocurre es lo mejor que puede ocurrir.
La joven se instaló en un camarote que la tripulación dispuso inmediatamente para ella, esforzándose por hacerlo lo más cómodo posible.
Ocho días después, llegó La Joven Audaz a las islas Feroe, donde se hicieron minuciosas investigaciones que resultaron inútiles. En aquella costa no sólo no había sido recogido ningún náufrago ni se había visto resto alguno de buque, sino que hasta la noticia del suceso era completamente desconocida.
En su consecuencia, el 10 de junio prosiguió su viaje el bergantín, después de haber permanecido diez días en la citada costa.
Como el estado de la mar era bueno y el viento firme, La Joven Audaz fue rápidamente impelida a las costas de Noruega, donde se hicieron exploraciones, que también resultaron infructuosas.
En vista de ello, resolvió Juan Cornbutte dirigirse a Bodö, donde esperaba, por lo menos, avenguar el nombre del buque naufragado, en cuyo auxilio habían acudido el capitán Luis y sus dos marineros.
Efectivamente, el bergantín ancló el 30 de junio en dicho puerto, donde las autoridades entregaron a Juan Cornbutte una botella recogida en aquella costa.
Dentro de esta botella fue hallado un documento, redactado del modo siguiente:

"Hoy, 26 de abril, a bordo del Frooern, después de haber sido alcanzados por una chalupa de La Joven Audaz, somos arrastrados por las corrientes hacia los hielos. ¡Que Dios se apiade de nosotros!"

Leído el documento, Juan Cornbutte cayó de rodillas para dar gracias a Dios, que lo había puesto en camino de encontrar a su hijo.
El Frooern era una goleta noruega, de la que no se tenían ya noticias y que evidentemente había sido arrastrada hacia el Norte.
Era necesario apresurarse, por lo que, hechos los preparativos necesarios, La Joven Audaz quedó pronto en disposición de arrostrar los innumerables peligros que los mares polares ofrecen. El carpintero Fidel Misonne examinó escrupulosa y detenidamente el bergantín, para asegurarse de que estaba sólidamente construido y podía resistir el choque de las masas de hielo.
Penellán, que había sido pescador de ballenas en los mares árticos, se cuidó de la provisión de mantas de lana, ropas forradas de pieles, zapatillas de piel de foca y la madera necesaria para construir trineos cuando hubiera que correr sobre las llanuras de hielo.
Además, para el caso de que hubiese necesidad de invernar en algún punto de la costa groenlandesa, se adquirieron grandes cantidades de alcohol y de hulla; se consiguió reunir, a costa de grandes esfuerzos, cierta cantidad de limones para evitar y curar el escorbuto, esa enfermedad terrible que suele diezmar las tripulaciones en las regiones glaciales, y se aumentaron en tal proporción las provisiones de carnes saladas, galletas y aguardiente, que, llena completamente la despensa, ocuparon parte de la bodega, donde también se guardó mucho pemmican, preparación india que contiene muchos alimentos nutritivos concentrados en poco volumen.
No se olvidó Juan Cornbutte de proveer a La Joven Audaz de sierras para cortar el hielo, y de picos y cuñas para separar los trozos, reservándose el cuidado de adquirir en la costa de Groenlandia los perros que se necesitaran para arrastrar los trineos.
La tripulación desplegó gran actividad en hacer todos estos preparativos, al mismo tiempo que seguían escrupulosamente los consejos de Penellán, quien los decidió a no usar ropa de lana, a pesar de que la temperatura era muy baja en aquellas latitudes situadas más allá del círculo polar.
Pero el timonel no se limitaba a dar consejos, sino que, además, observaba muy atentamente los actos más insignificantes de Andrés Vasling, holandés que, aunque era excelente marino y había hecho ya dos viajes a bordo de La Joven Audaz, no se sabía de dónde había venido. En realidad de verdad, no podía censurársele todavía nada, a no ser lo solícito que se mostraba con la joven María; pero, esto no obstante, Penellán lo vigilaba muy de cerca.
Con tanta actividad trabajó la tripulación, que el 16 de julio, quince días después de haber llegado a Bodö, el bergantín estaba armado y en disposición de emprender el viaje, precisamente en la época favorable para intentar hacer exploraciones en los mares polares.
Hacía dos meses que había empezado el deshielo, y Juan Cornbutte podía llevar las investigaciones más allá.
La Joven Audaz, pues, aparejó y emprendió la marcha hacia el cabo Brewster, que se encuentra en la costa oriental de Groenlandia, a los setenta grados de latitud.

1.016. Verne (Julio)

Una invernada entre los hielos - Cap IV. En los pasos

Hacia el 23 de julio divisóse en la lejanía, por encima del mar, un reflejo que anunció los primeros bancos de hielo, que salían entonces del estrecho de Davis para precipitarse en el océano. En seguida se recomendó a. los vigías que no descuidasen un solo momento la vigilancia, para evitar que el bergantín chocara con alguna de aquellas enormes masas.
A este efecto, se dividió la tripulación en dos cuartos, el primero de los cuales estaba compuesto por Fidel Misonne, Grandlin y Gervique, y el segundo por Andrés Vasling, Aupic y Penellán; pero, como en aquellas frías regiones las fuerzas del hombre disminuyen tanto que casi quedan reducidas a la mitad, estos cuartos sólo debían durar dos horas cada uno.
El termómetro señalaba ya nueve grados centígrados bajo cero, aunque La Joven Audaz no estaba aún sino a los setenta y tres grados de latitud.
Llovía y nevaba copiosamente con frecuencia; pero, cuando el horizonte se despejaba y el viento no soplaba con mucha violencia, María subía al puente y su vista iba, poco a poco, familiarizándose con las rudas escenas de los mares polares.
El 1º de agosto fue un día claro, en el que ni una sola nube empañaba el azul purísimo del cielo, y la joven, que había abandonado su camarote, empezó a pasear a popa del bergantín, entablando conversación con su tío, con Andrés Vasling y con Penellán.
La joven Audaz acababa de entrar en un paso de tres millas de anchura, por el que descendían rápidamente hacia el Sur innume-rables grupos de carámbanos despedazados.
‑¿Cuándo veremos tierra? ‑inquirió la joven.
‑Dentro de tres o cuatro días, a lo sumo ‑contestó Juan Cornbutte.
‑¿Y encontraremos nuevos indicios de mi pobre Luis?
‑Quizá los encontremos, hija mía; pero temo mucho que estemos todavía muy lejos del término de nuestro viaje. Es muy probable que el Frooern haya sido arrastrado más al Norte.
‑Seguramente lo ha sido ‑agregó Andrés Vasling, porque la borrasca que nos alejó del buque noruego duró tres días, y en ese tiempo corre mucho un barco cuando está tan desamparado que no puede resistir el viento.
‑Permítame que le diga, señor Vasling ‑objetó Penellán, que, como eso ocurrió en el mes de abril, cuando todavía no había empezado el deshielo, el Frooern debió de quedar pronto detenido por los carámbanos.
‑Y seguramente hecho añicos ‑replicó el segundo, porque la tripulación no podía maniobrar.
‑Pero las llanuras de hielo ‑dijo Penellán‑ le facilitaban el acceso a la tierra, de la que no podía estar muy lejos.
‑Esperemos ‑dijo Juan Cornbutte para poner término a la discusión que el segundo y el timonel renovaban diariamente. Creo que pronto veremos tierra.
‑¡Allí está! ‑exclamó María. Miren las montañas.
‑No, hija mía ‑dijo Juan Cornbutte, no son montañas de tierra, sino de hielo, las que tú ves. Son las primeras que encontramos, y nos triturarían como vidrio si tuviéramos la desgracia de que nos cogieran.
¡Penellán! ¡Vasling! Cuiden ustedes de la maniobra.
Poco a poco fueron acercándose al bergantín aquellas enormes masas flotantes, de las que aparecían en aquel momento en el horizonte más de cincuenta. Penellán agarró el timón y Juan Cornbutte, que subió a los baos del juanete de proa, indicó la dirección que se debía seguir.
Por la tarde, el bergantín estaba completamente rodeado de escollos movedizos de irresistible potencia destructora. Tratábase, a la sazón, de atravesar por entre aquella serie de montañas, porque la prudencia aconsejaba caminar hacia delante. Pero no era ésta la única dificultad con que se tropezaba entonces, porque, además, había que luchar con la que oponía la imposibilidad de reconocer la dirección del bergantín, pues, como todos los puntos circundantes no cesaban de variar de dirección, se carecía de perspectiva estable.
A estas dificultades vino a sumarse la oscuridad, que aumentó pronto con la niebla.
María bajó a su camarote, y los ocho hombres de la tripulación, cumpliendo la orden dada por el capitán, quedaron sobre el puente. Todos estaban armados con largos bicheros guarnecidos con puntas de hierro para apartar las masas de hielo y evitar que el barco chocara con ellas.
La Joven Audaz entró en un canal tan angosto que las montañas que marchaban a la deriva rozaban a veces los extremos de las vergas, por lo que era necesario recoger los botalones rastreros y se hizo preciso orientar la verga mayor hasta tocar con los obenques.
Afortunadamente la maniobra no hizo perder velocidad al bergantín, porque el viento sólo podía hacer presa en las velas superiores, y éstas bastaron para impelerlo con rapidez.
Merced a las condiciones de su casco, penetró el bergantín en aquellos valles llenos de torbellinos de lluvia, mientras que los carámbanos chocaban unos contra otros produciendo crujidos siniestros.
Juan Cornbutte volvió a bajar al puente; pero su vista no logro penetrar las tinieblas en que estaba envuelto el bergantín.
Como éste corría el riesgo de tocar el fondo, en cuyo caso se habría perdido, se cargaron las velas altas.
‑¡Maldito viaje! ‑murmuraba Andrés Vasling entre los marineros de proa, que con el bichero en las manos evitaban los choques de más peligro.
‑¡La verdad es que, sí de ésta salimos bien librados, deberemos a Nuestra Señora de los Hielos una hermosa vela! ‑respondió Aupic.
‑¿Quién sabe por entre cuántas de estas montañas flotantes nos veremos obligados todavía a atravesar? ‑agregó el segundo.
‑Y, ¿quién puede prever lo que vendrá después? ‑replicó el marinero.
‑No hables tanto, charlatán ‑aconsejó Gervique, y cuidate más de lo que tienes que hacer. Cuando haya pasado el peligro, podrás gruñir cuanto gustes; pero ahora atiende a tu bichero.
En aquel momento, un bloque enorme de hielo, metido en el angosto canal que seguía el bergantín, corría con gran rapidez hacia La Joven Audaz, obstruyendo la anchura del paso. Como el bergantín no podía virar, parecía imposible evitar el choque.
‑¿Sientes la barra? ‑preguntó Juan Cornbutte al timonel.
‑No, mi capitán. El bergantín no obedece ya.
‑¡Eh, muchachos! ‑gritó el capitán a la tripulación. No temáis y apoyad con fuerza los bicheros en la regala.
El bloque de hielo, que amenazaba chocar con el bergantín, tenía unos sesenta pies de altura. Era, pues, evidente que, si el choque llegaba a verificarse, el barco quedaría triturado.
Hubo un momento de indefinible angustia durante el cual la tripulación, contraviniendo las órdenes de Juan Cornbutte, corrió despavorida hacia popa; pero por fortuna, cuando el bloque de hielo sólo se encontraba ya a medio cable de distancia de La Joven Audaz, oyóse un ruido sordo y cayó una tromba de agua sobre la proa del bergantín, que fue elevado sobre el lomo de una ola gigantesca.
Los marineros profirieron un grito de terror; pero cuando miraron hacia delante, el bloque de hielo había desaparecido, el paso estaba libre y, más allá, distinguiase una inmensa llanura de agua, iluminada por los últimos rayos del sol, y por la que ya era fácil navegar.
‑¡Todo va bien! ‑exclamó Penellán. Orientemos las gavias y el trinquete.
Lo que acababa de ocurrir era un fenómeno muy común en aquellas regiones. Cuando, en la ¿poca del deshielo, se desprenden unos de otros los bloques de hielo flotantes, navegan con perfecto equilibrio hasta que, al llegar al Océano, cuya agua es más caliente, son minados por la base que, quebrantada ya por el choque con otra masa, se derrite poco a poco. Entonces, ocurre que el centro de gravedad varía de sitio, y los bloques zozobran por completo. En el caso de referencia habría bastado que la mole de hielo hubiera tardado dos minutos más en volverse para que el bergantín hubiese sido aplastado por ella.
Por fortuna para los tripulantes de La Joven Audaz, no ocurrió así.

1.016. Verne (Julio)

Una invernada entre los hielos - Cap V. La isla liverpool

A la sazón, navegaba el bergantín por un mar casi  libre de obstáculos.
La claridad blanquecina e inmóvil que se divisaba en el horizonte revelaba la presencia de llanuras fijas.
Juan Cornbutte continuaba navegando con rumbo al cabo Brewster, aproximándose cada vez más a las regiones de temperatura excesivamente fría, por llegar a ellas muy debilitados los rayos solares a causa de su oblicuidad.
El 3 de agosto encontróse el bergantín frente a grandes bloques de hielo ¡móviles y unidos entre sí y, como los pasos que entre algunos de ellos había no tenían sino un cable de anchura, La Joven Audaz veíase en la precisión de dar mil vueltas que a veces la colocaban con la proa flechada al viento.
Penellán, que cuidaba de María con solicitud paternal, obligábala, a pesar del frío, a pasearse todos los días durante dos o tres horas sobre el puente, porque el ejercicio era una de las condiciones indispensables de la salud.
El valor de María no se debilitaba, sino que, por el contrario, crecía a medida que aumentaban las contrariedades, y hasta ella misma alentaba a los marineros con sus palabras, por lo que todos la hacían objeto de una verdadera adoración.
Andrés Vasling, que se mostraba con ella más solícito cada día, aprovechaba todas las ocasiones que se le presentaban para hablarle; pero la joven, por una especie de presentimiento, acogía sus servicios con cierta frialdad. Se comprende fácilmente que lo por venir, más que lo presente, era el objeto de las conversaciones de Andrés Vasling, quien no ocultaba que había muy pocas probabili-dades de que se hubieran salvado los náufragos. Según su opinión, la pérdida de estos infelices era un hecho consumado, y la joven debía, por consiguiente, confiar a otras manos el cuidado de su existencia.
Sin embargo, María no había llegado aún a comprender los proyectos de Andrés Vasling, porque, con gran disgusto de éste, las conversa-ciones no se prolongaban nunca. Penellán encontraba siempre medios de intervenir y desvirtuar el efecto de los conceptos emitidos por el segundo del bergantín, pronunciando palabras de esperanza que María escuchaba con delectación.
Por lo demás, la joven tenía también sus ocupaciones, pues, por consejo del timonel, preparó sus ropas de invierno y tuvo precisión de cambiar completamente su indumentaria.
Como el corte de sus vestidos femeninos no era el que convenía en aquellas frías latitudes, se hizo una especie de pantalón forrado, cuyos pies estaban guarnecidos de piel de foca, y una falda estrecha que sólo le llegaba a media pierna a fin de que no estuviera en contacto con las capas de nieve, con que el invierno iba a cubrir las planicies de hielo. Un manto de pieles, estrechamente ceñido al talle y guarnecido de un capuchón, le protegería la parte superior del cuerpo.
También los marineros, en los intervalos de sus trabajos, se confeccionaban trajes a propósito para preservarse del frío. Se hicieron gran cantidad de botas altas de piel de foca, que debían permitirles atravesar impunemente las nieves en sus viajes de exploración.
En estos trabajos se invirtió todo el tiempo que duró la navegación por los pasos.
Andrés Vasling, que era un tirador muy hábil, mató muchos pájaros acuáticos, de los cuales eran numerosas las bandadas que voltejeaban en torno del buque. Una especie de patos y perdices nivales proveyeron a la tripulación de carne excelente, que sirvió para abstenerse de comer conservas saladas durante algunos días.
Al fin, después de dar numerosos rodeos, llegó el bergantín a la vista del cabo Brewster, donde se lanzó una chalupa al mar y Juan Cornbutte y Penellán ganaron la costa, que estaba completa-mente desierta.
Luego, dirigióse el bergantín a la isla de Liverpool, descubierta en 1821 por el capitán Scoresby, y la tripulación, al ver a los indígenas que corrían hacia la playa, prorrumpió en exclamaciones de júbilo.
Gracias a algunas palabras que del lenguaje de los naturales de aquel país sabía Penellán y a algunas frases usuales que ellos habían aprendido oyendo hablar a los balleneros que frecuentaban aquellos parajes, pronto quedó establecida la comunicación entre unos y otros.
Aquellos groenlandeses eran pequenos y rechonchos; su estatura no pasaba de cuatro pies y diez pulgadas; tenían tez rojiza, cara redonda, frente aplastada, y los cabellos, lacios y negros, les caían sobre la espalda. Sus dientes estaban cariados, y todos parecían que estaban afectados de esa especie de lepra peculiar de las tribus ictiófagas.
A cambio de trozos de hierro y de cobre, de los que son muy ávidos, aquellas pobres ¿gentes entregaban pieles de osos, de vacas y de perros marinos, de lobos de mar y de todos los animales comprendidos en la denominación general de focas.
Juan Cornbutte obtuvo a precio muy bajo muchos objetos que habían de serle de gran utilidad.
El capitán hizo entonces comprender a los indígenas de la isla que iba en busca de un navío que había naufragado y les preguntó si no tenían alguna noticia de él. Uno de ellos dibujó inmediatamente sobre la nieve una especie de barco e indicó que un buque de aquella especie había sido, tres meses antes, empujado hacia el Norte. También indicó que el deshielo y la ruptura de los carámbanos les habían impedido acudir en su socorro, y así era en efecto, porque sus piraguas, demasiado ligeras y que ellos manejaban con pagayas, no podían darse a la mar en tales condiciones.
Estas noticias, aunque imperfectas, acrecentaron la esperanza de los marineros, y Juan Cornbutte no tuvo que esforzarse mucho para internarlos más en el mar polar.
Antes de abandonar la isla de Liverpool, el capitán adquirió seis perros esquimales, que pronto se aclimataron a bordo, y en la mañana del 10 de agosto levó anclas el bergantín, que, impelido por una fresca brisa, no tardó en penetrar en los pasos del Norte.
Eran, a la sazón, los días más largos del año, es decir, los días en que el sol, que en aquellas elevadas latitudes no se pone nunca, llegaba al punto más alto de las espirales que describe en el horizonte.
Sin embargo, esta falta absoluta de la noche no era muy sensible, porque el bergantín encontrábase con frecuencia sumído en tinieblas a causa de la bruma, la lluvia y la nieve que lo envolvían.

Juan Cornbutte, decidido a avanzar tanto como pudiera, empezó a adoptar medidas higiénicas, y, al efecto, hizo cerrar por completo el entrepuente, que era ventilado únicamente por las mañanas; instaló estufas, cuyos tubos dispuso de modo que produjesen la mayor cantidad posible de calor, y recomendó a los marineros que no se pusieran más que una camisa de lana encima de la de algodón y que se abrocharan herméticamente las zamarras.
Como importaba mucho conservar las provisiones de leña y de carbón para la época en que el frío fuera más intenso, no se encendió fuego aún; pero, en cambio, se distribuían a los hombres de la tripulación, con iegularidad, mañana y tarde, café, té y otras bebidas calientes.
Se cazaron patos y cercetas, que en aquellos parajes abundan mucho, no sólo para nutrirse de carne fresca sino también para economizar los víveres aprovisionados en la despensa.
Juan Cornbutte hizo instalar en la punta del palo mayor una especie de nido de comejas o tonel sin fondo, donde colocó un vigía que debía observar constantemente las llanuras de hielo.
A los dos días de haber perdido de vista el bergantín la isla de Liverpool, empezó a soplar un viento fresco que enfrió súbitamente la tempe-ratura y aparecieron algunos indicios del invierno.
No había tiempo que perder. La Joven Audaz debía apresurarse todo lo posible, antes que el camino se le cerrara.
Avanzó, por consiguiente, entre los pasos que los bloques de hielo ‑algunos de los cuales tenían treinta pies de grueso ‑dejaban entre sí.
En la mañana del 3 de setiembre, llegó el bergantín a la altura de la bahía de Gael‑Hamkes. La tierra estaba entonces a una distancia de treinta millas a sotavento.
La Joven Audaz viose por vez primera en la precisión de detenerse frente a un banco de hielo, de media milla de anchura por lo menos, que no le ofrecía paso alguno, por lo que se resolvió cortarlo con las sierras.
Instaladas estas herramientas fuera del bergantín, encargó su manejo a Penellán, Aupic, Grandlin y Turquiette, quienes trazaron los cortes de manera que el agua pudiera llevarse en su corriente los trozos desprendidos.
En esta operación empleó la tripulación veinte horas, por la dificultad que había de sostenerse sobre el hielo.
Como, para trabajar, veíanse a veces precisados a meterse en el agua, la labor resultó doblemente penosa, porque los trajes de piel de foca no les preservaban de la humedad sino muy imperfectamente.
Además, en aquellas latitudes elevadas el trabajo excesívo fatiga mucho, porque llega a faltar la respiración, y los hombres más robustos se ven obligados a descansar de cuando en cuando.
Al fin, el paso quedó libre y el bergantín pudo ser remolcado hasta más allá del banco de hielo que le había impedido avanzar durante tanto tiempo.

1.016. Verne (Julio)

Una invernada entre los hielos - Cap VI. Terremoto de hielos

La Joven audaz viose obligada a luchar contra obstáculos insuperables durante algunos días más.
Los marineros, casi constantemente con la sierra en las manos, tuvieron, además, que emplear la pólvora para volar los enormes bloques de hielo que obstruían el paso.
El 12 de setiembre, todo el mar que se divisaba desde el bergantín era una llanura sólida sin salida, de suerte que era imposible avanzar ni retroceder.
El termómetro señalaba casi constantemente dieciséis grados bajo cero.
Se aproximaba, por consiguiente, el momento de invernar y la estación de las grandes heladas con su obligado acompañamiento de torturas y de peligros.
La Joven Audaz se encontraba, a la sazón, casi en el 21º de longitud occidental y en el 76º de latitud norte, a la entrada de la bahía de Gael‑Hamkes.
Juan Cornbutte se dispuso a hacer los preparativos necesarios para invernar. En primer lugar se ocupó en buscar una ensenada que le permitiera estar a cubierto de los chubascos y de los grandes deshielos, y, como la tierra, que debía encontrarse a unas diez millas al Oeste, era el único lugar que podía ofrecerle un refugio seguro, resolvió ir a hacer un reconocimiento.
Al efecto, emprendió la marcha, acompañado por Andrés Vasling, Penellán, Grandlin, y Turquiette, llevando cada uno raciones para dos días, porque no era probable que la excursión durara más tiempo.
Llevaron, además, pieles de búfalo para dormir sobre ellas.
Como había nevado copiosamente y la nieve no se había helado aún, les fue imposible a los excursionistas caminar con la rapidez que deseaban, porque a veces se hundían hasta medio cuerpo y tenían que adoptar grandes precauciones para no precipitarse en las grietas ocultas.
Penellán, que iba delante, sondeaba cuidadosamente las depre-siones del suelo con un bastón ferrado.
Hacia las cinco de la tarde empezó a condensarse la bruma y los excursionistas se vieron precisados a detenerse.
Penellán se ocupó en buscar un bloque de hielo que pudiera abrigarlos contra el aire, después de lo cual los expedicionarios tomaron algún alimento y, con el pesar de carecer de bebidas calientes, extendieron sobre la nieve las pieles de búfalo de que iban provistos, se envolvieron en ellas, se apretaron unos contra otros v se quedaron dormidos. El sueño fue más poderoso que el cansancio.

A la mañana del día siguiente, Juan Cornbutte y sus compañeros se encontraron, al despertar, sepultados bajo una capa de nieve de más de un pie de espesor; pero como afortunadamente las pieles en que estaban envueltos eran absolutamente impenetrables, la misma nieve que había caído sobre ellos contribuyó a conservarles el calor natural impidiendo la radiación.
Juan Cornbutte dispuso en seguida la partida, y, aproximada-mente al mediodía, los expedicionarios divisáron por fin la costa, que ya un rato antes habían entrevisto, aunque sólo confusamente a causa de los enormes bloques de hielo que, cortados en dirección perpendicular, se elevaban sobre la playa.
Las variadas cimas de estas masas de hielo, cortadas en todos sentidos y afectando todas las formas, reproducían los fenómenos de la cristalización.
Al aproximarse los expedicionarios, tendieron el vuelo millares de aves acuáticas, y las focas, que se hallaban indolentemente tendidas sobre el hielo, se apresuraron a zambullirse.
‑No nos faltarán aquí pieles ni caza ‑dijo Penellán.
‑Según parece ‑agregó Juan Cornbutte, no es ésta la primera vez que estos animales ven hombres, porque en los parajes completamente deshabitados no suelen ser tan ariscos.
‑Únicamente los groenlandeses visitan esta zona ‑repuso Andrés Vasling.
‑Sin embargo, aquí no hay señal alguna de su paso, ni se ve ningún campamento, ni la más pequeña choza ‑objetó Penellán, después de extender la vista en tomo suyo, desde un pico elevado.
‑¡Eh! ¡Capitán! Venga usted. Desde aquí se divisa una punta de tierra que nos preservará muy bien de los vientos de Nordeste.
‑¡Por aquí, muchachos! ‑dijo Juan Cornbutte.
Le siguieron los compañeros, y pronto se unieron todos a Penellán, quien, efectivamente, había dicho la verdad. Una punta de tierra bastánte alta adelantábase como un promontorio y, encorván-dose hacia la costa, formaba una barrera de una milla de profundidad, a lo sumo. Algunos bloques movibles de hielo, rotos al chocar con esta punta de tierra, flotaban en medio, y el mar, abrigado contra los vientos más fríos, no se encontraba aún completamente helado.
El sitio era excelente para invemar; pero faltaba conducir a él el bergantín.
Ahora bien, habiendo observado Juan Cornbutte que la planicie de hielo próxima era de gran espesor y siendo, por consiguiente, difícil abrir en ella un canal para llevar el buque a su destino, era preciso buscar otra ensenada, pero Juan Cornbutte avanzó inútilmente hacia el Norte en busca de ella. La costa era recta y escarpada en una gran longitud y, más allá de la punta, encontrábase directamente expuesta a los vientos del Este.
Esta circunstancia desconcertó al capitán, tanto mis cuanto que Andrés Vasling, fundándose en motivos perentorios, hizo ver que la situación era muy grave.
A Penellán le costó gran trabajo probarse a sí mismo que lo que ocurría en aquella coyuntura era lo mejor que podía ocurrir.
El bergantín no tenía, pues, sino la probabilidad de encontrar un lugar de invernada en la parte meridional de la costa, lo cual era retroceder, pero no se podía vacilar.
Los expedicionarios emprendieron el camino de regreso al bergantín y, como los víveres empezaban a faltar, marcharon con gran rapidez.
Mientras recorrían el trayecto que les separaba de La Joven Audaz, Juan Cornbutte buscó un paso que fuese practícable o, por lo menos, alguna grieta que permitiese abrir un canal a través de la planicie de hielo, pero no encontró una cosa ni otra.
Al caer la tarde, llegaron los marineros al sitio donde habían pasado la noche anterior v, como durante el día no había nevado, pudieron encontrar las huellas de sus cuerpos sobre el hielo. Tenían, pues, el lecho dispuesto y se acostaron, envueltos en sus pieles de búfalo.
Penellán, muy contrariado por el fracaso de su exploracíón, dormía bastante mal, cuando, en un momento de insomnio percibió un ruido sordo y se quedó escuchando.
Aquel ruido parecióle tan extraño que, sorprendido y alarmado al mismo tiempo, dio un codazo a Juan Cornbutte para que despertara,
‑¿Qué sucede? ‑preguntó el capitán, que, según la costumbre de los marinos, tuvo en seguida tan despierta la inteligencia como el cuerpo.
‑Escuche usted, capitán ‑respondió Penellán.
El ruido aumentaba con sensible violencia.
¡Este ruido, en una latitud tan elevada, no puede ser un trueno! ‑dijo Juan Cornbutte levartándose.
‑Creo que pronto vamos a tener que entendérnoslas con los osos blancos ‑repuso Penellán.
‑¡Diablos! Sin embargo todavía no los hemos visto.
‑Más pronto o más tarde, debemos esperar su visita. Comen-cemos, por recibirlos bien.
Penellán cogio su fusil y se encaramó precipitadamente sobre el bloque de hielo que les servía de abrigo. Como la oscuridad era muy densa por estar el cielo cubierto, no descubrió nada; pero un nuevo incidente le convenció de que el ruido no procedía de las inmediaciones.
Juan Cornbutte acudió al lado de Penellán y ambos advirtieron con espanto que el ruido, cuya intensidad había despertado ya a los compañeros, se producía bajo sus pies.
Un peligro de nueva especie les amenazaba. A este ruido, que pronto semejó el de los truenos, agregóse un movimiento de ondulación muy perceptible en el bloque de hielo.
Algunos marineros, perdiendo el equilibrio, cayeron rodando.
¡Atención! ‑gritó Penellán.
¡Sí! ‑le contestaron.
¡Turquiette! ¡Grandlin! ¿Dónde estáis?
Aquí ‑respondió Turquiette, sacudiéndose la nieve de que estaba cubierto.
‑¡Por aquí, Vasling! ‑gritó Cornbutte a su segundo. ¿Y Grandlin?
‑Presente, capitán... Pero ¡estamos perdidos! ‑exclamó Grandlin con espanto.
‑De ningún modo! ‑repuso Penellán. Por lo contrario, quizá nos hemos salvado.
No bien hubo concluido de pronunciar estas palabras cuando se oyó un crujido espantoso, la llanura de hielo se quebró por completo y los marineros viéronse obligados a agarrarse al bloque que oscilaba bajo sus pies.
A pesar de lo dicho por el timonel, los expedícionarios se encontraban en una situación sumamente peligrosa, porque lo que acababa de ocurrir era un temblor.
Los hielos habían levado el ancla, según la expresión de los marinos.
El temblor había durado cerca de dos minutos y era de temer que se abriese una grieta bajo los mismos pies de los desgraciados marineros quienes esperaron la llegada del nuevo día en medio de continuas angustías, porque no podían, sin exponerse a perecer, atreverse a dar un paso. En consecuencia, quedáronse tendidos a todo lo largo para no sumergirse
Al alborear el día, ofrecióse a sus ojos un cuadro muy diferente. La extensa planicie, unida la víspera, encontrábase partida en mil puntos distintos, y las olas, levantadas por alguna conmoción submarina, habían roto la espesa capa que las cubría.
Juan Cornbutte acordóse inmediatamente de su bergantín, temiendo por su suerte.
‑¡Mí pobre buque! ‑exclamó. ¡Debe de haberse perdido!
En el rostro de todos los expedicionarios comenzó a reflejarse la más sombría desesperación, porque la pérdida del bergantín era inevitablemente la muerte próxima de toda la tripulación.
‑¡Valor, amigos míos! ‑dijo Penellán. Esperemos, por el contrario, que el temblor de esta noche nos haya abierto un camino a través de los hielos, que nos permitirá conducir nuestro bergantín a la bahía de invernada. ¡Eh! No me engaño. Miren, ahí está La Joven Audaz, una milla más cerca de nosotros.
Todos se precipitaron hacia delante, pera tan imprudentemente que Turquiette se deslizó en una grieta, donde habría sin duda alguna perecido si Juan Cornbutte no le hubiese agarrado por el capuchón. Por fortuna, todo quedó reducído a un baño frío.
Efectivamente, el bergantín se encontraba sólo a dos millas de distancia; pero, esto no obstante, costóles inmenso trabajo a los expedicionarios llegar a él.
La Joven Audaz se conservaba en buen estado; pero su timón, que por inexcusable negligencia no había sido retirado, había quedado destrozado por los hielos.

1.016. Verne (Julio)