El día 12 de mayo de 18... despertóse
el cura de la vieja iglesia de Dunkerque a las cinco de la madrugada e
inmediatamente abandonó el lecho para decir, según su costumbre, la primera
misa rezada, a la que asistían algunos piadosos pescadores.
Revestido con los hábitos
sacerdotales, iba a dirigirse al altar cuando entró en la sacristia un hombre,
alegre y despavorido al mismo tiempo. Era un marinero de unos sesenta años de
edad, pero vigoroso y fuerte todavia, de aspecto bondadoso y honrado.
‑¡Señor cura, señor cura! ‑exclamó.
¡Deténgase, haga el favor!
‑¿Qué le ocurre tan temprano, Juan
Cornbutte? ‑replicó el cura.
‑¿Qué me ocurre? Que tengo un deseo
loco de abrazarlo, quiera usted o no.
‑Pues bien, después de la misa a
que va a asistir...
‑¡La misal ‑respondió, riéndose, el
viejo marino‑. Pero ¿cree usted que yo voy a permitirle que diga ahora misa?
‑¿Y por qué no he de decir misa?
Explíquese. Ya se ha dado el tercer toque de campana.
‑Que se haya dado o no el tercer
toque, poco importa ‑replicó Juan Cornbutte. Otros toques de campanas sonarán
hoy, señor cura, porque usted me ha prometido bendecir con sus propias manos el
matrimonio de mi hijo Luis y de mi sobrina María.
‑Luego, ¿ha llegado? ‑interrogó
alegremente el cura.
‑No tardará mucho ‑contestó
Cornbutte, frotándose las manos‑, porque el vigía ha señalado, al salir el sol,
nuestro bergantín, el que usted bautizó imponiéndole el bonito nombre de La Joven Audaz.
‑Le felicito con todo mi corazón,
amigo Cornbutte ‑dijo el cura, despojándose de la casulla y de la estola.
Recuerdo nuestro convenio. El señor vicario me va a remplazar y estaré a la
disposición de usted para la llegada de su querido hijo.
‑Le prometo que no le tendrá a usted
en ayunas demasiado tiempo ‑respondió el marinero‑. Como usted mismo ha
publicado ya las amonestaciones, sólo necesitará absolverlo de los pecados que
baya podido cometer entre el agua y el cielo en los mares del Norte. ¡Ha sido
una hermosa idea la que se me ha ocurrido, al disponer que la boda se celebre
el mismo día de la llegada de mi hijo Luis, quien, al salir del bergantín, se
dirigirá a la iglesia!
‑Vaya, entonces, a disponerlo todo,
Cornbutte.
‑Voy corriendo, señor cura. ¡Hasta
muy pronto!
El marinero volvió apresuradamente
a su casa, situada en el muelle del puerto mercante, desde la que se veía el
mar del Norte, cosa de la que estaba Cornbutte muy ufano.
Juan Cornbutte había hecho alguna
fortuna con su profesión. Después de haber mandado durante largo tiempo los
navíos de un rico armador de El Havre, fijó su residencia en su ciudad natal e
hizo construir por su cuenta el bergantín La Joven Audaz.
En este barco hizo varios viajes al
Norte, y en todos ellos tuvo la suerte de vender a buen precio sus cargamentos
de madera, de hierro y de alquitrán. Después, cedió el mando a su hijo Luis,
bravo mozo de treinta años de edad, que, según la opinión de los capitanes de
cabotaje, era el marinero más valiente de Dunkerque.
Luis Cornbutte había partido, profundamente
enamorado de María, la sobrina de su padre, a quien parecían muy largos los
días de la ausencia.
María, que apenas tenía veinte años
de edad, era una hermosa flamenca, por cuyas venas corrian algunas gotas de
sangre holandesa. Su madre, al morir, la había confiado a su hermano Juan
Cornbutte, y este bravo marino, que la amaba como si fuera hija propia, veía en
el proyectado matrimonio un manantial de verdadera y durable felicidad.
La llegada del bergantín, señalado
en alta mar, ponía término a una importante operación comercial, que debía
producir a Juan Cornbutte gran provecho. La Joven Audaz ,
que había partido tres meses antes, volvía de Bodö, último puerto que había
tocado, en la costa occidental de Noruega, habiendo hecho rapi amente su viaje.
Al regresar Juan Cornbutte a su
casa, la encontró toda revuelta.
María, radiante de júbilo, poníase
a la sazón su traje de boda.
‑¡Con tal que el bergantín no
llegue antes que nosotros...! ‑decía.
¡Apresúrate, híja mía ‑respondió
Juan Cornbutte, porque los vientos vienen del Norte y La Joven Audaz
corre mucho cuando navega a todo trapo!
‑Tío, ¿están prevenidos nuestros
amigos? -preguntó María.
‑Sí, ya están prevenidos.
‑¿Y el notario y el cura?
‑Estáte tranquila. ¡Sólo a ti
tendremos que esperar!
En aquel momento entró el compadre
Clerbaut, diciendo:
‑¡Ésta sí que es gran suerte, amigo
Cornbutte! Tu navío llega precisamente en la época en que el Gobierno acaba de
sacar a subasta grandes suministros de madera para la Marina.
‑¿Qué me importa eso a mí? ‑respondió
Juan Cornbutte. Ahora no se trata del Gobierno.
‑Efectivamente, señor Clerbaut ‑agregó
María, en este momento sólo nos preocupa una cosa: el regreso de Luis.
‑No lo pongo en duda ‑respondió el
compadre; pero, en fin, esos suministros
‑Usted asistirá a la boda ‑dijo
Juan Cornbutte interrumpiendo al negociante, a quien estrechó la mano de tal
manera que estuvo a punto de partírsela.
‑Esos suministros de madera...
‑Usted vendrá con todos nuestros
amigos de mar y tierra, Clerbaut. Todos están prevenidos, y sólo me falta
invitar a la tripulación del bergantín.
‑¿Iremos a esperarle al malecón? ‑preguntó
María.
‑¡Naturalmente! ‑respondió Juan
Cornbutte
Desfilaremos de dos en dos, con los
violines en cabeza.
Los invitados de Juan Cornbutte no
se hicieron esperar, sin que faltara ninguno de ellos a pesar de ser tan
temprano, y todos, conforme iban llegando, se apresuraron a felicitar al bravo
marino, a quien profesaban tanto cariño como respeto.
Mientras tanto, María, arrodillada,
daba gracias a Dios por el feliz regreso de su prometido; pero esta piadosa
ocupación no la entretuvo mucho tiempo, porque no tardó en presentarse, hermosa
y engalanada, en la sala común, donde fue besuqueada por todas las comadres y
saludada con un vigoroso apretón de manos por todos los hombres allí reunidos.
Juan Cornbutte dio la señal de
partida, y el alegre cortejo nupcial se puso en marcha con dirección al mar,
precisamente en el momento de salir el sol.
Como la noticia de la llegada del
bergantín había circulado en el puerto, fueron muchas las cabezas que, tocadas
aún con gorros de dormir, aparecieron en las ventanas y en las puertas
entreabiertas de las casas, de cada una de las cuales salía un cumplimiento, un
saludo o una frase lisonjera.
El cortejo nupcial llegó al malecón
en medio de un concierto de alabanzas y bendiciones, y, como si el sol quisiera
tomar parte en la fiesta, brillaba en el espacio con todo su esplendor.
El tiempo era magnífico. Un
agradable viento del Norte rizaba las olas espumosas, y algunas barcas
pesqueras surcaban la superficie líquida dejando tras de sí su rápida estela.
Las dos escolleras de Dunkerque,
que prolongan el muelle del puerto, avanzan mucho, mar adentro, y el cortejo
nupcial ocupaba toda la anchura de una de ellas, la del Norte, hasta una pequeña
casa situada en su extremo, donde velaba el capitán del puerto.
El bergantín de Juan Cornbutte era,
a cada momento que transcurría, más visible, porque el viento arreciaba y La Joven Audaz
corría impulsada por las velas de todos sus palos. Indudablemente, a bordo
debía de reinar la misma alegría que en tierra.
Juan Cornbutte, con un anteojo de
larga vista en la mano, respondía a todas las preguntas de sus amigos.
‑¡He ahí mi hermoso bergantín ‑exclarriaba,
limpio y bien aparejado como si acabara de ser botado al agua! ¡Sin una avería!
¡Sin una sola cuerda de menos!
‑¿Ve usted a su hijo, el capitán? ‑le
preguntaron,
‑No; todavía no. ¡Ah! Estará, sin
duda, haciendo alguna faena.
‑¿Por qué no iza su bandera? ‑preguntó
Clerbaut.
‑No lo sé, querido amigo, pero
seguramente tendrá algún motivo para ello.
‑Déme su anteojo, querido tío ‑dijo
María arrebatando a su futuro suegro, de las manos, el instrumento ¡Quiero
verlo antes que nadie!
¡Es mi hijo, muchacha!
Cierto; pero hace treinta años que
es su hijo, y sólo hace dos que es mi novio ‑respondió, riéndose, la joven.
‑¡Voto al chápiro! ‑exclamó
Clerbaut. ¡Aquél es el segundo, Andrés Vasling!
¡Y aquél otro es Fidel Misonne, el
carpintero! ‑dijo otro de los que estaban en el muelle.
‑¡Y nuestro amigo Penellán! ‑agregó
un tercero, haciendo señas al marinero a quien acababa de nombrar.
Todos los ánimos se sobrecogieron
de terror, y especialmente la novia.
El bergantín llegaba con tristeza
al puerto, y un silencio glacial reinaba en su puente.
Tan pronto como el barco hubo
rebasado el extremo del malecón, María, Juan Cornbutte y todos los amigos se
precipitaron hacia el muelle en que iba a atracar, y, en un instante, se
encontraron todos a bordo.
‑¡Mí hijo! ‑exclamó Juan Cornbutte,
que no pudo articular más palabras.
Los marineros del bergantín, con la
cabeza descubierta, le mostraron la bandera negra.
María exhaló un grito de angustia y
cayó en los brazos del viejo Cornbutte.
Andrés Vasling había traído al
puerto a La Joven Audaz ;
pero Luis Cornbutte, el novio de María, no estaba a bordo.
1.016. Verne (Julio)