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domingo, 26 de enero de 2014

Una fantasía del doctor ox - Cap. I

De cómo es inútil buscar, aún en los mejores mapas, la pequeña población de Quiquendone

Si buscan en un mapa de Flandes viejo o moderno la pequeña población de Quiquendone, es probable que no la encuentren. ¿Es acaso una ciudad desaparecida? No. ¿Es una ciudad futura? Tampoco. Hace, sin embargo, que existe, a pesar de las geografías, de ochocientos a novecientos años.
Hasta cuenta dos mil trescientas noventa y tres almas, admitiendo un alma por habitante. Se encuentra situada a unos trece kilómetros y medio al Noroeste de Audenarde, y a quince kilómetros y cuarto al Suroeste de Brujas, en plena Flandes. El Vaar, pequeño afluente del Escala, pasa por debajo de sus tres puentes, cubiertos todavía por una antigua techumbre de la Edad Media, como en Tournai. Se admira allí un vetusto castillo, cuya primera piedra fue colocada en 1197 por el conde Balduino, futuro emperador de Constantinopla, y un apuntamiento con semiventanas góticas, coronadas por un rosario de almenas a las cuales domina un campanario de torrecillas que se eleva a trescientos cincuenta y siete pies sobre el suelo. Tienen sus campanas un repique de música de cinco octavas que suena todas las horas, verdadero piano aéreo que sobrepuja en fama al célebre campanario armónico de Brujas. Los extranjeros, si es que alguna vez han pasado por Quinquendone, no salen de esta curiosa población sin haber visitado la sala de los estatuders[1], adornada con el retrato de cuerpo entero de Guillermo de Nassau, por Brandon; el antecoro de la iglesia de San Maglori, obra maestra de la arquitectura del siglo XVI; el pozo de hierro forjado cuyo admirable ornato es debido al pintor-herrero Quintín Metsys[2]; el sepulcro antiguamente erigido a María de Borgoña, hija de Carlos el Temerario, que descansa ahora en la iglesia de Nuestra Señora de Brujas, etc. Por último, la principal industria de Quinquendone es la fabricación de merengues y de alfeñiques[3], en grande escala. Es administrada de padre en hijo por la familia van Tricasse. ¡Y sin embargo, Quinquendone no figura en el mapa de Flandes! ¿Es olvido de los geógrafos u omisión voluntaria? No lo puedo decir, pero Quinquendone existe realmente con sus calles estrechas, su recinto fortificado, sus casas españolas, su mercado y su burgomaestre[4], y por más señas, ha sido reciente teatro de fenómenos sorprendentes, extraordinarios, tan inverosímiles como verídicos, y que van a ser fielmente consignados en la presente relación.
Ciertamente que nada hay de malo que decir ni pensar de los flamencos del Flandes occidental. Son honrados, sensatos, parsimo-niosos, sociales, de buen humor, hospitalarios, tal vez algo pesados de habla y de entendimiento; pero esto no explica por qué una de las más interesantes poblaciones de su territorio no figura en la cartografía moderna.
Esta omisión es sensible seguramente. ¡Por fin, si la historia, o a falta de ésta las crónicas, o a falta de éstas la tradición del país, hicieran mención de Quiquendone! Más no; ni los atlas, ni las gulas, ni los itinerarios, hablan de ella. El mismo señor Joanne, el perspicaz investigador de villorrios, no dice una sola palabra de tal pueblo. Fácil es comprender cuánto debe de perjudicar este silencio al comercio y a la industria de Quiquendone, pero carece de industria y de comercio, y se pasa sin ello del mejor modo del mundo, bastándole sus caramelos y merengues que se consumen allí mismos, sin exportarse.
Sus habitantes no necesitan de nadie. Tienen apetitos muy limitados y su existencia es modestísima; son calmosos, moderados, fríos, flemáticos; en una palabra, flamencos, como los que todavía se encuentran entre el Escalda y el mar del Norte.

1.016. Verne (Julio)


[1]Magistrado de la antigua republica de los países bajos. Esta magis-tratura fue conferida por vez primera (1584) a Mauricio de Nassau.
[2]Quintín Metsys (1465-1539) solo fue pintor; se dedicó especialmente a asuntos religiosos, retratos y cuadros de género.
[3] Pasta de azúcar presentada en forma de barras delgadas y retorcidas.
[4]Primer magistrado municipal de algunas ciudades de Alemania, Países Bajos, etc.

Una fantasía del doctor ox - Cap. II

En el que el burgomaestre van Tricasse y el consejero Niklausse se entretienen con los asuntos de la villa

-¿Lo cree usted así? -preguntó el burgomaestre.
-Así lo creo -respondió el consejero después de algunos minutos de silencio.
-Es que no debe obrarse a la ligera -repuso aquél.
-Ya hace diez años que nos ocupamos de tan grave asunto -replicó el consejero Niklausse, y le declaro, mi buen van Tricasse, que todavía no me atrevo a adoptar una resolución.
-Comprendo sus vacilaciones -repuso el burgomaestre después de un largo cuarto de hora de meditación, comprendo sus vacilaciones y participo de ellas. Haremos muy bien en no decidir nada antes de un examen más amplio de la cuestión.
-Cierto es -respondió Niklausse- que esa plaza de comisario civil es inútil en una población tan pacífica como Quiquendone.
-Nuestro predecesor -respondió van Tricasse con tono grave, nunca decía, ni se hubiera atrevido a decir, que una cosa era cierta. Toda afirmación está sujeta a desagradables enmiendas.
El consejero hizo con la cabeza una señal de asentimiento, y luego permaneció silencioso por media hora durante la cual el burgo-maestre y el consejero no movieron siquiera un dedo, y transcurrido ese tiempo, Niklausse preguntó a van Tricasse si su predecesor, unos veinte años antes, no había tenido también el pensamiento de suprimir el empleo de comisario civil que gravaba todos los años el presupuesto de Quiquendone con la suma de mil trescientos setenta y cinco francos y algunos céntimos.
-En efecto -respondió el burgomaestre, llevando con majestuosa lentitud la mano a su limpia frente, en efecto, pero aquel hombre digno se murió antes de haberse atrevido a tomar una determina-ción, ni respecto de eso, ni respecto de una otra medida adminis-trativa. Era todo un sabio. ¿Por qué no he de hacer lo mismo que él?
El consejero Niklausse hubiera sido incapaz de imaginar una razón que contradijera la opinión del burgomaestre.
-El hombre que se muere sin haberse decidido a nada en toda su vida -añadió gravemente van Tricasse, está muy cerca de haber alcanzado la perfección en este mundo.
Dicho esto, el burgomaestre oprimió con la punta del dedo meñique un timbre de toque velado, que dejó oír un sonido menor que un suspiro, y casi al punto, unos pasos ligeros se deslizaron suavemente por las baldosas del corredor. Un ratoncillo no hubiera hecho menos ruido al corretear sobre una tupida moqueta.[1]
Apareció una joven rubia de largas trenzas. Era Suzel van Tricasse, hija única del burgo-maestre. Entregó a su padre, con la pipa henchida de tabaco, una escalfeta de latón, no pronunció una sola palabra y desapareció al punto sin que su salida hubiera producido más ruido que su entrada.
El honorable burgomaestre encendió el enorme hornillo de su instrumento, y no tardó en cubrirse con una nube de humo azulado, dejando al consejero Niklausse sumido en las más absortas reflexio-nes.
El aposento en que así departían esos dos notables personajes encargados de la administración de Quiquendone, era un gabinete ricamente adornado de esculturas en madera sombría. Una alta chimenea, vasto hogar en el cual se hubiera podido quemar una encina o asar una vaca ocupab todo un lienzo del cuarto y daba frente a una ventana de enrejado, cuyos vidrios pintarra-jeados tamizaban apaciblemente la claridad del día. En un cuadro antiguo aparecía sobre la chimenea el retrato de un personaje cualquiera, atribuido a Hemling, y que debía representar un antepasado de los van Tricasse, cuya genealogía se remonta auténticamente al siglo XIV, época en que los flamencos y Guy de Dampierre tuvieron que luchar con el emperador Rodolfo de Habsburgo.[2]
Ese cuarto formaba parte de la casa del burgomaestre, una de las más agradables de Quiquendone. Construida con gusto flamenco y con todo lo improvisado, caprichoso, pintoresco y fantástico que encierra la arquitectura ojival, se la citaba entre los demás curiosos monumentos de la población. Un convento de cartujos o un establecimiento de sordomudos no hubieran sido más silenciosos que aquella habitación.
Allí no existía el ruido. No se andaba, sino que se procedía por deslizamiento; no se hablaba, sino que se susurraba. Y, sin embargo, no faltaban mujeres en la casa, que sin contar al burgomaestre, abrigaba a su mujer Brígida van Tricasse, a su hija Suzel van Tricasse y su criada Lotche Janshen. Conviene citar también a la hermana del burgomaestre, la tía Hemancia, vieja solterona que aún respondía al nombre de Tatanemancia, que antiguamente le daba su sobrina Suzel cuando era niña. Pues bien, a pesar de todos estos elementos de discordia, ruido y charla, la casa del burgomaestre era tranquila como el desierto.
El burgomaestre era un personaje de cincuenta años, ni gordo ni flaco, ni bajo ni alto, ni viejo ni joven, ni subido de color ni pálido, ni alegre ni triste, ni contento ni aburrido, ni enérgico ni blando, ni engreído ni humilde, ni bueno ni malo, ni generoso ni avaro, ni valiente ni cobarde, ni mucho ni poco -ne quid nimis, hombre moderado en todo; mas por la invariable lentitud de sus movimien-tos, por su mandíbula inferior algo colgante, su párpado superior inmutablemente levantado, su frente, lisa como una chapa de latón y sin ninguna arruga, sus músculos poco pronunciados, un fisonomista hubiera reconocido sin esfuerzo que el burgomaestre van Tricasse era la apatía personificada. Nunca, ni por la cólera ni por la pasión, habían acelerado las emociones los movimientos del corazón de aquel hombre, ni encendido su rostro; nunca sus pupilas se habían contraído bajo la influencia de un enfado, por pasajero que se pudiera suponer. Iba vestido invariablemente con buena ropa ni holgada ni estrecha, y que no conseguía deteriorar. Iba calzado con gruesos zapatos cuadrados, de triple suela y hebillas de plata, que por su duración desesperaban al zapatero. Iba cubierto con un estrecho sombrero que databa de la época en que Flandes quedó decididamente separada de Holanda, lo cual atribuía a ese venerable cubre-cabezas una vida de cuarenta años. Pero, ¿qué quieren? Las pasiones son las que gastan el cuerpo, y nuestro burgomaestre, apático, indolente e indiferente, no se apasionaba por nada. Ni usaba ni se usaba, y por eso mismo era precisamente el hombre necesario para administrar la vida de Quiquendone y a sus tranquilos habitantes.
La población, en efecto, no era menos sosegada que la casa de van Tricasse en cuya pacífica morada esperaba el burgomaestre alcanzar los límites más lejanos de la existencia humana, después de ver a la buena Brígida van Tricasse, su mujer, precederle al sepulcro donde no hallaría descanso más profundo que el disfrutado por ella durante sesenta años en la tierra.
Esto merece explicación.
La familia van Tricasse bien pudiera llamarse con razón «la familia Jeannot», y veamos por qué: Todos saben que la navaja de este personaje típico es tan célebre como su propietario, y no menos perenne que él, gracias a esa doble operación incesantemente renovada, que consiste en poner mango nuevo cuando se gasta, y hoja nueva cuando ya no vale nada. Tal era la operación absoluta-mente idéntica, practicada desde tiempo inmemorial en la familia van Tricasse, y a la cual se había prestado la naturaleza con extra-ordinaria complacencia. Desde 1340 se había visto invariablemente a un van Tricasse, viudo, casarse con una van Tricasse más joven que él, la cual enviudando a su vez, se unía a otro van Tricasse más joven que ella, quien al enviudar, etc., sin solución de continuidad. Cada cual moría a su vez con una regularidad mecánica. Ahora bien, la digna Brígida van Tricasse llevaba ya su segundo marido, y a no faltar a sus deberes, debía preceder en el otro mundo a su esposo, diez años más joven que ella, para hacer lugar a otra van Tricasse. Y con esto contaba el honorable burgomaestre absolutamente, a fin de no romper las tradiciones de la familia.
Tal era aquella casa, pacífica y silenciosa, cuyas puertas no sonaban, cuyas vidrieras no retemblaban, cuyos suelos no crujían, cuyas chimeneas no zumbaban, cuyas veletas no rechinaban, cuyos muebles no crepitaban, cuyas cerraduras no cascabeleaban, y cuyos habitantes no hacían más ruido que su propia sombra. El divino Harpócrates la hubiera seguramente escogido para templo del silencio.

1.016. Verne (Julio)


[1] Tejido de lana, con trama de cáñamo, con el que se confeccionan alfombras y tapices.
[2] Rodolfo I de Hasburgo murió en 1291

Una fantasía del doctor ox - Cap. III

Donde el comisario Passauf hace una entrada tan ruidosa como inesperada

Cuando la interesante conversación que más arriba hemos referido entre el consejero y el burgomaestre había comenzado, eran las tres menos cuarto de la tarde. A las tres y cuarenta y cinco minutos fue cuando van Tricasse encendió su ancha pipa que podía contener un cuarterón de tabaco y a las cinco y treinta y cinco minutos cuando acabó de fumar.
Durante todo este tiempo, ambos interlocutores no hablaron una sola palabra.
A las seis, el consejero, que siempre procedía por pretermisión[1], o aposiopesis, manifestó:
-¿Conque nos decidimos?
-A no decidir nada -replicó el burgomaestre.
-Creo, en suma, que tiene usted razón, van Tricasse.
-También lo creo, Niklausse. Tomaremos una resolución respecto del comisario civil cuando estemos mejor enterados; más tarde... No llevamos un mes apenas...
-Ni siquiera un año respondió Niklausse desdoblando su pañuelo del cual se servía, por otra parte, con perfecta discreción. Se estableció otro silencio que duró todavía una hora larga, sin que nada turbase esta nueva parada en la conversación, ni aun la aparición del perro de la casa, el honrado Lento, que, no menos flemático que su amo, vino a dar con mucha suavidad una vuelta al aposento. ¡Digno perro! ¡Modelo para todos los de su especie! De cartón fuera, con ruedecillas en las patas, que no hubiera hecho menos ruido en su visita.
A eso de las ocho, después que Lotche trajo la lámpara antigua de vidrio deslustrado, el burgo-maestre dijo al consejero:
-¿No tenemos otro asunto urgente que despachar, Niklausse?
-No, van Tricasse, ninguno que yo sepa.
-¿No me ha dicho, sin embargo -preguntó el burgomaestre- que la torre de la puerta de Audenarde amenaza ruina?
-En efecto -respondió el consejero, y ciertamente que no me llevaría chasco si algún día aplastase a un transeúnte.
-¡Oh! Antes que suceda tal desgracia, espero que habremos tomado una decisión respecto de esa torre.
-Así lo espero, van Tricasse.
-Hay cuestiones más urgentes que resolver.
-Sin duda -respondió el consejero; por ejemplo, la cuestión del mercado de cueros.
-¿Todavía sigue ardiendo? -preguntó el burgo-maestre.
-Así sigue hace tres semanas.
-¿No hemos decidido en consejo dejarlo arder?
-Sí, van Tricasse, y eso a propuesta suya.
-¿No era el medio más seguro y sencillo de acabar con el incendio?
-Sin duda alguna.
-Pues bien, esperemos. ¿No hay más?
-No hay más -respondió el consejero, rascándose la frente, como para asegurarse de que no olvidaba algún asunto importante.
-¡Ah! -dijo el burgomaestre. ¿No ha oído hablar también de un escape de agua que amenazaba inundar el barrio de Santiago?
-Efectivamente -respondió el consejero. Y es de sentir que el escape no se haya declarado encima del mercado de cueros, porque hubiera naturalmente combatido el incendio, lo cual nos ahorraría los gastos de discusión.
-¿Qué quiere usted, Niklausse? No hay cosa que menos lógica tenga que los accidentes. No tienen enlace alguno entre sí y no es posible, como se quisiera, aprovechar el uno para atenuar el otro. Esta aguda observación de van Tricasse exigió algún tiempo para que la saborease plenamente su interlocutor y amigo.
-Pero -repuso algunos instantes después el consejero Niklausse, ni siquiera hablamos de nuestro gran negocio.
-¿Cuál? ¿Conque tenemos un gran negocio?
-¡Sin duda! Se trata del alumbrado de la población.
-¡Ah, sí! -respondió el burgomaestre. Si mi memoria es fiel, me quiere usted hablar del alumbrado del doctor Ox.
-Precisamente.
-¿Y bien?
-La cosa marcha, Niklausse. Se está procediendo a la colocación de los tubos y la fábrica se encuentra del todo concluida.
-Quizá nos hemos precipitado mucho en ese negocio -dijo el consejero, torciendo la cabeza.
-Quizá; pero nos sirve de excusa que el doctor Ox hace todos los gastos del experimento y que no nos cuesta un céntimo.
-Esa es, en efecto, nuestra excusa. Además, es menester ir con el siglo. Si el experimento sale bien, Quiquendone será la primera población de Flandes que se alumbre con gas ox... ¿Cómo se llama ese gas?
-El gas oxhídrico.
-Vaya, pues, con el gas oxhídrico.
En aquel momento se abrió la puerta y Lotche vino a anunciar a su amo que la cena estaba lista.
El consejero Niklausse se levantó para despedirse de van Tricasse, a quien tantas decisiones adoptadas y tantos negocios tratados habían dado apetito. Después convinieron en reunir dentro de un plazo bastante largo el consejo de notables, a fin de resolver si se tomaría una medida provisional sobre la cuestión realmente urgente de la torre de Audenarde.
Los dos dignos administradores se dirigieron entonces hacia la puerta que daba a la calle, acompañando el uno al otro. El consejero, al llegar al último descansillo, encendió una pequeña linterna que debía guiarle por las calles oscuras de Quiquendone, no alumbradas todavía por el sistema del doctor Ox. La noche estaba oscura, era el mes de octubre, y una ligera neblina tendía su sombra sobre la población.
Los preparativos de la salida del consejero Niklausse exigieron un buen cuarto de hora, porque después de haber encendido la linterna, se calzó las almadreñas articuladas de becerro y se puso los espesos guantes de piel de carnero; después levantó el peludo cuello de su levita, abatió su visera sobre los ojos, aseguró en las manos el enorme paraguas de puño encorvado y se dispuso a salir.
En el momento en que Lotche, alumbrando a su amo, iba a retirar la barra de la puerta, estalló por fuera un ruido inesperado. ¡Sí! Por inverosímil que esto pareciera, un ruido, un verdadero ruido, tal como no lo había oído la villa desde la toma del torreón por los españoles en 1513, un espantoso ruido despertó los adormecidos ecos de la antigua casa van Tricasse. Llamaban a la puerta, virgen hasta entonces de todo brutal tocamiento. Se daban aldabonazos con un instrumento contundente que debía ser un palo nudoso o manejado por robusta mano. A los golpes se añadían gritos como llamando, y se oían claramente estas palabras:
-Señor van Tricasse, señor burgomaestre, abran, abran pronto. El burgo-maestre y el consejero, absolutamente atolondrados, se miraron sin decir palabra, porque lo que pasaba era superior a lo que su imaginación podía concebir. Si se hubiese disparado la vieja culebrina del castillo, que no funcionaba desde el año 1385, no quedarían más estropeados, permítasenos esta palabra y sea excusable su trivialidad, en gracia de su expresión.
Entretanto, los golpes, los gritos, los llamamientos redoblaban, y Lotche, recobrando su serenidad, se atrevió a hablar.
-¿Quién está ahí? -preguntó ella.
-Soy yo, yo, yo.
-¿Y quién es yo?
-El comisario Passauf. ¡El comisario Passauf! Aquel mismo cuyo cargo se trataba de suprimir hacía diez años. ¿Qué sucedía, pues? ¿Habían invadido los borgoñeses a Quinquendone como en el siglo XIV? Nada menos que un acontecimiento de esa especie se necesitaba para conmover hasta ese punto al comisario Passauf, que en nada cedía al mismo burgomaestre en cuanto a calmoso y flemático.
A una seña de van Tricasse, porque el buen señor no hubiera podido articular una sola palabra, el barrote se apartó y se abrió la puerta.
El comisario Passauf se precipitó en el recibimiento cual si fuera un huracán.
-¿Qué hay, señor comisario? -preguntó Lotche, valiente chica que no perdía la cabeza en las circunstancias más graves.
-¿Lo que hay? -dijo Passauf, cuyos ojos abultados expresaban una emoción real. Hay, que vengo de casa del doctor Ox, donde había recepción y allí...
-¿Allí? -dijo el consejero. Allí he sido testigo de un altercado tal que... señor burgomaestre, han hablado de política.
-¡Política! -repitió van Tricasse mesándose la peluca hasta erizarla.
-¡Política! -repuso el comisario Passauf. Lo cual no ha sucedido quizá en cien años en Quiquendone. Entonces la discusión se acaloró. ¡El abogado Andrés Schut y el médico Domingo Custos han tenido tan violenta discusión que quizá se vean precisados a ir al terreno!
-¡Al terreno! -exclamó el consejero. ¡Un duelo en Quiquendone! ¿Pues qué se han dicho el abogado Schut y el médico Custos?
-Esto textualmente, «Señor abogado -ha dicho el médico a su adversario, va usted un poco lejos me parece, y no piensa en modo alguno en medir sus palabras.» El burgomaestre van Tricasse juntó las manos. El consejero palideció y dejó caer su linterna. El comisario movió la cabeza.
¡Una frase tan provocadora pronunciada por dos notables del país!
-Ese médico Custos -susurró van Tricasse- es decididamente hombre peligroso, cabeza exaltada; ¡vengan, señores! Y con esto, el consejero Niklausse y el comisario entraron en la casa con el burgomaestre van Tricasse.

1.016. Verne (Julio)

[1] También preterición: acción y efecto de preterir. En retórica, es la figura que consiste en aparentar que se quiere pasar por alto aquello que se dice encarecidamente. La palabra aposiopesis significa reticencia. 

Una fantasía del doctor ox - Cap. IV

Donde el doctor Ox se revela como fisiólogo de primer orden y audaz experimentador

¿Quién es, pues, ese personaje conocido con el extraño nombre de doctor Ox?
Seguramente que un ser original, pero al propio tiempo un sabio audaz, un fisiólogo cuyos trabajos son conocidos y apreciados en toda la Europa científica, un rival afortunado de Davy[1], Dalton, Bostock, Menzies, Godwin, Vierordt, ingenios todos que han elevado a la fisiología al primer puesto entre las ciencias modernas.
El doctor Ox era hombre medianamente grueso, de estatura regular, de edad de..., no lo podemos precisar, como tampoco su nacionalidad; pero importa poco. Basta saber que era un personaje extraño, de sangre caliente e impetuosa, verdadero excéntrico escapado de un tomo de Hoffmann y que formaba singular contraste con los habitantes de Quiquendone. Tenía imperturbable confianza en sus doctrinas y en sí mismo. Siempre sonriendo y marchando con la cabeza erguida fácil y libremente, de hombros bien marcados, las ventanas de la nariz bien abiertas, gran boca que absorbía el aire con fuertes aspiraciones, su persona era de complaciente aspecto. Revelaba mucha vida, muchísima; estaba bien equilibrado en todas las partes de su máquina, andaba bien, cual si tuviera azogue en las venas y cien agujas en los pies. Así es que nunca podía estarse quieto, deshaciéndose en palabras precipitadas y en ademanes superabundantes.
¿Era rico aquel doctor Ox que emprendía a sus expensas la instalación del alumbrado de una población entera?
Probablemente, puesto que se permitía semejantes gastos y es la única respuesta que podemos dar a tan indiscreta pregunta.
Cinco meses hacía que el doctor Ox había llegado a Quiquendone en compañía de su ayudante que respondía al nombre de Gedeón Igeno, grande, seco, flaco, todo altura, pero no menos vivo que su amo.
¿Y por qué había tomado el doctor Ox por su cuenta el alumbrado de la villa? ¿Por qué había escogido precisamente a los apacibles quiquendoneses, flamencos entre los flamencos, y quería dotarlos con los beneficios de un alumbrado excepcional? ¿No pretendería, bajo este pretexto, ensayar algún gran experimento fisiológico, operando in anima vili? En una palabra, ¿qué iba a intentar este ser original? No lo sabemos, puesto que el doctor Ox no tenía otro confidente que su ayudante Igeno, que le obedecía ciegamente.
En apariencia al menos, el doctor Ox se había comprometido a alumbrar la población, que bien lo necesitaba, sobre todo de noche, como decía con cierta gracia el comisario Passauf. Así es que ya se había instalado una fábrica para la producción del gas, los gasómetros estaban dispuestos para funcionar, y la tubería, circulando debajo del empedrado de las calles, debía muy pronto derramarse y abrirse en forma de mecheros[2] por los edificios públicos y por las casas particulares de ciertos amigos del progreso.
En su calidad de burgomaestre, Tricasse, y en su calidad de consejero, Niklausse, y además otros notables habían creído deber autorizar en sus habitaciones la introducción del moderno alumbrado.
Si el lector no lo ha olvidado, en la larga conversación del consejero y del burgomaestre se dijo que el alumbrado debía de conseguirse no por la combustión del vulgar hidrógeno carbonado obtenido por la destilación del carbón mineral, sino por el empleo de un gas más moderno y veinte veces más brillante, el gas oxhídrico, que consiste en el oxígeno e hidrógeno mezclados.
Ahora bien, el doctor, químico hábil e ingeniero, sabía obtener ese gas en gran cantidad y barato, no empleando el manganato de sosa, según el procedimiento de Tessié de Motay, sino descomponiendo simplemente el agua ligeramente acidulada por medio de una pila con elementos nuevos e inventada por él. No se usaban sustancias costosas, ni platino, ni retortas, ni combustibles, ni aparatos delicados para producir aisladamente los dos gases. Una corriente eléctrica atravesaba unas vastas tinas de agua, y el elemento líquido se descomponía en sus dos partes constitutivas, el oxigeno y el hidrógeno. El oxígeno se iba por un lado, y el hidrógeno, en doble volumen que su asociado, se marchaba por otro.
Los dos se recogían en receptáculos separados; precaución importante, porque su mezcla hubiera producido una espantosa explosión encendiéndose. Y luego los tubos debían conducirlos separadamente a los diversos mecheros, dispuestos de modo que se precaviese esa explosión. Se produciría entonces una llama cuyo brillo rivalizaría con la luz eléctrica, que según los experimentos de Casselmann, es igual a la de mil ciento setenta y una bujías, ni una más ni una menos.
Cierto es que la villa de Quiquendone obtendría con esta generosa combinación un alumbrado espléndido, pero de esto era de lo que menos se preocupaban el doctor Ox y su preparador, como más adelante lo veremos.
Precisamente, al día siguiente al que el comisario Passauf había aparecido ruidosamente en el gabinete del burgomaestre, Gedeón Igeno y el doctor Ox hablaban ambos en el laboratorio que les era común en el piso bajo del principal cuerpo de la fábrica.
-¿Y bien, Igeno, y bien? -exclamó el doctor Ox restregándose las manos. ¡Ya los ha visto ayer, a esos buenos quiquendoneses de sangre fría que ocupan en cuanto a la viveza de pasiones el término medio entre las esponjas y las excrecencias coralígenas! ¡Los ha visto disputando y provocándose con la voz y el ademán! ¡Ya están metamorfoseados moral y químicamente! Y ahora no hacemos más que empezar. Espere para contemplarlos cuando los tratemos a altas dosis.
-En efecto, maestro -respondió Gedeón Igeno, rascándose su nariz aguileña con la punta del índice, el experimento comienza bien y si yo no hubiese cerrado con prudencia la llave de salida, no sé lo que hubiera acontecido.
-Ya ha oído usted a ese abogado Schut y al médico Custos. La frase en sí misma no era maliciosa, pero en la boca de un quinquendonense vale todas las series de injurias que los héroes de Homero se echan a la cara antes de desenvainar. ¡Ah!, ¡qué flamencos! Ya verán qué haremos de ellos un día.
-Haremos de ellos unos ingratos -respondió Gedeón Igeno, con el tono de un hombre que aprecia la especie humana en su justo valor.
-¡Bah! Poco importa que lo agradezcan o no, con tal de que salga bien el experimento.
-Por otra parte -añadió el ayudante, sonriendo con malicia, ¿no es de temer que al producir semejante excitación en su aparato respiratorio desorganicemos un poco los pulmones a esos honrados habitantes de Quiquendone?
-Peor para ellos. Esto se hace en interés de la ciencia. ¿Qué diría usted si los perros o las ranas se negasen a los experimentos de vivisección?
Es probable que si se consultase a las ranas y a los perros, estos animales harían algunas objeciones a las prácticas de los vivisectores; pero el doctor Ox creyó haber hallado un argumento irrefutable, porque exhaló un largo suspiro de satisfacción.
-En suma, tiene usted razón, maestro -respondió Gedeón Igeno con tono de convicción. No podemos hallar cosa más a propósito que los habitantes de Quiquendone.
-Verdad es que no podíamos -dijo el doctor articulando cada sílaba.
-¿Les ha tomado el pulso a esos seres?
-Cien veces.
-¿Y cuál es el término medio de las pulsaciones observadas?
-Ni aun cincuenta por minuto. Fáciles comprenderlo. ¡Una población donde no ha habido en un siglo una sombra de discusión; donde los carreteros no blasfeman ni los cocheros se injurian, ni los caballos se desbocan, ni los perros muerden, ni los gatos arañan! ¡Una población donde el simple tribunal de policía descansa de un cabo al otro del año! ¡Una población donde nadie se apasiona por nada, ni por las artes ni por los negocios! ¡Una población donde los gendarmes se hallan en estado de mitos y en la cual no se ha formado sumario en cien años! ¡Una población, en fin, donde desde hace trescientos años no se ha dado un puñetazo ni un bofetón! Ya comprenderá usted, Igeno, que eso no puede durar más y que todo lo modificaremos.
-¡Perfectamente! ¡Perfectamente! -replicó el ayudante entusiasmado. ¿Y el aire de ese pueblo, lo ha analizado?
-No he dejado de hacerlo. Setenta y nueve partes de nitrógeno y veintiuna partes de oxígeno, ácido carbónico y vapor acuoso en cantidad variable. Son las proporciones ordinarias.
-Bien, doctor, bien -respondió maese Igeno. El experimento se hará en grande y será sin duda decisivo.
-Y si es decisiva -añadió el doctor Ox con voz de triunfo, reformaremos el mundo.

1.016. Verne (Julio)

[1] Davy fue famoso más como químico que como fisiólogo.
[2] Boca de combustión, sin mecha, de los aparatos de alumbrado por gas de hulla, acetileno, etc. Regula la salida del fluido y le da forma favorable para combinarse con el aire. 

Una fantasía del doctor ox - Cap. V

Donde el burgomaestre y el consejero van a hacer una visita al Doctor Ox, y lo que sigue

El consejero Niklausse y el burgomaestre van Tricasse supieron al fin lo que es una noche agitada. El grave acontecimiento ocurrido en casa del doctor Ox les causó un verdadero insomnio. ¿Qué consecuencia tendría la cosa? No podían imaginarlo. ¿Habría que adoptar alguna decisión? ¿Tendría que intervenir la autoridad municipal que ellos representaban? ¿Se publicarían edictos para que semejante escándalo no se renovase?
Estas dudas no podían menos que perturbar a tan blandas naturalezas. Por eso la víspera, antes de separarse, habían decidido volverse a ver al día siguiente.
Al día siguiente, pues, antes de comer, el burgomaestre van Tricasse se dirigió en persona a casa del consejero Niklausse, a quien encontró más tranquilizado. También él recobró la serenidad.
-¿No hay nada de nuevo? -preguntó van Tricasse.
-Nada de nuevo desde ayer -contestó Niklausse.
-¿Y el médico Domingo Custos?
-No he oído hablar de él ni más ni menos que del abogado Andrés Schut.
Después de una hora de conversación que ocuparía tres líneas y que es inútil referir, el consejero y el burgomaestre habían resuelto visitar al doctor Ox, a fin de obtener algunas aclaraciones, sin aparentarlo.
Tomada esta resolución contra sus hábitos, ambas notabilidades decidieron a ejecutarla rápidamente. Abandonaron la casa y se dirigieron a la fábrica del doctor Ox, situada fuera de la población, cerca de la puerta de Audenarde, la que amenazaba ruina.
El burgomaestre y el canciller no se daban el brazo pero andaban, passibus oequis, con el paso lento y solemne, que no les hacía adelantar sino tres pulgadas apenas por segundo. Por lo demás, este era el paso mismo de sus administrados que desde memoria de hombre no habían visto a nadie correr por las calles de Quiquendone.
De vez en cuando, en una travesía sosegada y tranquila en la esquina de una calle pacífica las dos notabilidades se paraban para saludar a la gente.
-Buenos días, señor burgomaestre -decía uno.
-Buenos días, amigo mío -respondía van Tricasse.
-¿No hay nada nuevo, señor consejero? -preguntaba otro.
-Nada nuevo -respondía Niklausse.
Más por ciertas cataduras atónitas y ciertas miradas indagadoras, podía comprenderse que la reyerta de la víspera era conocida en la ciudad. Con sólo ver la dirección seguida por van Tricasse, el más obtuso de los quiquendoneses hubiera acertado que el burgomaestre iba a dar algún grave paso. El asunto de Custos y de Schut preocupaba todos los ánimos, pero nadie tomaba todavía partido por uno o por otro. El abogado y el médico eran, en suma, dos personas muy estimadas. El primero no había tenido ocasión nunca de informar en una ciudad donde los procuradores y alguaciles sólo existían por memoria, y, por consiguiente, no había perdido pleito alguno. En cuanto al segundo, era un práctico honroso que a ejemplo de sus colegas, curaba a los enfermos de todas sus enfermedades, menos de la que morían, hábito desagradable adquirido desgraciadamente por los miembros de todas las facultades en cualquier país que ejerzan su profesión.
Al llegar a la puerta de Audenarde, el consejero y el burgomaestre dieron prudente-mente un ligero rodeo, a fin de no pasar por el radio de caída de la torre, y luego la consideraron con atención.
-Creo que se caerá -dijo van Tricasse.
-También lo creo -respondió Niklausse.
-A no ser que la apuntalen -añadió van Tricasse. ¿Pero debe apuntalarse? Esa es la cuestión.
-Es, en efecto, la cuestión -respondió Niklausse.
Algunos instantes después se presentaban a la puerta de la fábrica.
-¿Está visible el doctor Ox? preguntaron.
El doctor Ox estaba siempre visible para las primeras autoridades de la villa, y éstas fueron introducidas en el gabinete del célebre fisiólogo. Tal vez los dos notables aguardaron una hora larga, antes que el doctor apareciese. Al menos hay fundamento para creerlo, porque el burgomaestre, lo cual no le había sucedido en toda su vida, manifestó cierta impaciencia, de la cual tampoco se sintió exento su compañero.
El doctor Ox entró por fin y se excusó por haber hecho esperar a los señores; pero había tenido que aprobar un plano de gasómetro, y que rectificar una ramificación de tubería...
Por lo demás, todo marchaba bien. Los conductos destinados al oxígeno estaban ya colocados. Antes de algunos meses, la población estaría dotada de un espléndido alumbrado. Las dos notabilidades podían ver ya los orificios de los tubos que daban sobre el gabinete del doctor.
Después de estas explicaciones, el doctor se informó del motivo que le proporcionaba la honra de recibir en su casa al burgomaestre y al consejero.
-Para verlo, doctor, para verlo -respondió van Tricasse. Hace mucho tiempo que no habíamos tenido ese gusto. Salimos poco en nuestra villa de Quiquendone. Contamos nuestros pasos y nuestras andadas. Felices cuando nada viene a interrumpir nuestra uniformidad...
Niklausse miraba a su amigo. Este no había hablado nunca tanto, al menos sin tomarse tiempo ni espaciar sus frases con dilatadas pausas. Parecíale que van Tricasse se expresaba con cierta volubilidad que no le era natural. El mismo Niklausse sentía también como una irresistible comezón de hablar.
En cuanto al doctor Ox, miraba cuidadosamente al burgomaestre con cierta malicia.
Van Tricasse, que nunca discutía sino después de haberse instalado a sus anchas en un buen sillón, se había levantado esta vez. No sé qué sobreexcitación nerviosa, enteramente contraria a su temperatura, se había apoderado de él. Todavía no gesticulaba, pero esto no podía tardar. En cuanto al consejero, se rascaba las pantorrillas y respiraba a lentas, pero anchas, bocanadas. Su mirada se animaba poco a poco y estaba decidido a sostener contra todo, en caso necesario, a su leal amigo el burgomaestre.
Van Tricasse se había levantado, y después de dar algunos pasos, vino a colocarse de nuevo enfrente del doctor.
-¿Y dentro de cuántos meses -preguntó con tono algo acentuado, dentro de cuántos meses dice usted que estarán sus trabajos concluidos?
-Dentro de tres o cuatro meses, señor burgomaestre.
-¡Tres o cuatro meses! Muy largo es eso -dijo van Tricasse.
-¡Demasiado largo! -añadió Niklausse, que, no pudiendo aguantar más en su sitio, se había levantado también.
-Necesitamos ese tiempo para acabar nuestra instalación -respondió el doctor. Los obreros que hemos escogido en la población de Quiquendone no son muy activos.
-¡Cómo que no! -exclamó el burgomaestre, que tomaba, al parecer, esas palabras como una ofensa personal.
-No, señor burgomaestre -respondió al doctor Ox insistiendo. Un obrero francés haría en un día el trabajo de diez de sus administrados. Ya lo sabe usted, son flamencos puros.
-¡Flamencos! -exclamó el consejero Niklausse, cuyos puños se crisparon. ¿Qué sentido quiere usted dar a esa palabra, caballero?
-El sentido... amable que todo el mundo le da -respondió, sonriendo, el doctor.
-¡Cuidado, caballero! -dijo el burgomaestre, recorriendo a grandes pasos el gabinete de uno a otro lado, no me gustan esas insinuaciones. Los obreros de Quiquendone valen tanto como los de cualquiera otra ciudad del mundo, entiende, y no es a París ni a Londres a donde iremos a buscar modelos. En cuanto a los trabajos que le conciernen, le ruego que acelere su ejecución. Las calles están desempedradas para la colocación de los tubos, y ésa es una traba de la circulación. El comercio acabará por quejarse, y yo, adminis-trador responsable, no quiero incurrir en reconvenciones harto legítimas.
¡El bravo burgomaestre! ¡Había hablado de comercio y de circulación, y estas palabras, a que no estaba acostumbrado, no le desollaban los labios! ¿Qué le pasaba, pues?
-Por otra parte -añadió Niklausse, la población no puede estar por más tiempo privada de luz.
-Sin embargo -dijo el doctor, una población que lo espera hace ochocientos o novecientos años...
-Razón de más, caballero -repuso el burgo-maestre acentuando las sílabas. ¡Otro tiempo, otras costumbres! El progreso marcha y no queremos quedarnos atrás. Antes de un mes entenderemos que nuestras calles han de estar alumbradas, o bien pagará usted una indemnización considerable por cada día de retraso. ¿Qué sucedería si en medio de las tinieblas ocurriese alguna riña?
-Efectivamente -exclamó Niklausse, basta una chispa para inflamar a un flamenco. Flamenco, flama.
-Y a propósito -dijo el burgo-maestre a las palabras de su amigo, el comisario Passauf, jefe de la policía municipal, nos ha dado parte de que una discusión se había entablado anoche en sus salones, señor doctor. ¿Se ha equivocado al decir que se trataba de una discusión política?
-En efecto, señor burgomaestre -respondió el doctor, que reprimía, no sin pena, un suspiro de satisfacción.
-¿Y no hubo un altercado entre el médico Domingo Custós y el abogado Andrés Schut?
-Sí, señor consejero, pero las expresiones que se cruzaron no tenían nada de grave.
-¡Nada de grave! -exclamó el burgomaestre.
-¿Nada grave cuando un hombre dice a otro que no mide el alcance de sus palabras? Entonces, ¿con qué barro está usted amasado, caballero? ¿No sabe que en Quiquendone no se necesita más para acarrear consecuencias funestas? Y, caballero, si usted o cualquier otro se permitiese hablarme así...
-Y a mí -añadió el consejero Niklausse.
Y al pronunciar estas palabras, con tono amenazador, ambas notabilidades, cruzadas de brazos y con el pelo erizado, miraban de frente al doctor Ox, en disposición de jugarle una mala pasada, si un gesto, menos que un gesto, una mirada hubiera revelado en él la intención de contrariarles.
Pero el doctor no pestañeó.
-En todo caso, caballero -prosiguió el burgo-maestre, entiendo hacerle responsables de lo que pase en su casa. Garantizo la tranquilidad de la población y no quiero que se vea turbada. Los acontecimientos de anoche no se renovarán o cumpliré con mi deber, caballero. ¿Lo ha entendido? Pero responda, caballero.
Al hablar así, el burgomaestre, bajo el imperio de una sobreexcitación extraordinaria, elevaba la voz hasta el diapasón de la cólera. Estaba furioso aquel digno van Tricasse, y ciertamente que debieron oírle desde fuera. Por último, fuera de sí, y viendo que el doctor no respondía a sus provocaciones, dijo:
-Venga, Niklausse.
Y, cerrando la puerta con una violencia que conmovió la casa, el burgomaestre arrastró al consejero en pos de sí. Poco a poco, y después de andar unos veinte pasos por la campiña, los dignos notables se calmaron. Su marcha se amortiguó y su andar se modificó. El enrojecimiento de su rostro se apagó y de encarnado pasó a color de rosa. Y un cuarto de hora después de haber salido de la fábrica, van Tricasse decía con apacible tono al consejero Niklausse:
-¡Qué hombre tan amable es el doctor Ox! Le veré siempre con el mayor placer.

1.016. Verne (Julio) 

Una fantasía del doctor ox - Cap. VI

En donde Frantz Niklausse y Suzel van Tricasse forman algunos proyectos para el porvenir

Nuestros lectores saben que el burgomaestre tenía una hija, la señorita Suzel; mas por perspicaces que sean no han podido adivinar que el consejero Niklausse tenía un hijo, el señor Frantz. Y aun cuando lo hubiesen adivinado, nada les permitiría imaginar que Frantz fuese el novio de Suzel. Añadiremos que estos dos jóvenes estaban hechos el uno para el otro, y que se amaban como se ama en Quiquendone.
No debemos creer que los corazones jóvenes dejasen de palpitar en aquella población Excelcional; sólo que latían con cierta lentitud. Se casaban como en cualquiera otra ciudad del mundo, pero se tomaban tiempo para ello. Los futuros, antes de enredarse en los terribles lazos, querían estudiarse, y los estudios duraban lo menos diez años, como en el colegio. Raras veces se recibía nadie antes de ese tiempo.
Sí. ¡Diez años! ¡Durante diez años se cortejaban! ¿Es acaso demasiado cuando se trata de ligarse por toda la vida? ¿Se estudia diez años para ser ingeniero o médico, abogado o consejero de prefectura, y se pretende adquirir en menos tiempo los conoci-mientos necesarios para marido? Esto es inadmisible, y sea por temperamento o por razón, los quiquendoneses están, a nuestro parecer, en lo cierto al prolongar así sus estudios. Cuando en otras poblaciones libres y ardientes se ven efectuar los casamientos en pocos meses, hay que encogerse de hombros y darse prisa en enviar a los muchachos al colegio y a las muchachas a la enseñanza de Quiquendone.
No se citaba, en medio siglo, más que un matrimonio hecho en dos años y aún así por poco paró en mal. Frantz Niklausse quería, pues, a Suzel van Tricasse, pero apaciblemente, como se ama cuando se tienen diez años por delante para adquirir el objeto amado. Todas las semanas, una sola vez, y a la hora convenida, Frantz venía a buscar a Suzel y la conducía a la orilla del Vaar, cuidando de llevarse la caña de pescar, mientras que su amada no olvidada el cáñamo de tapicería, en el cual sus bonitos dedos casaban las flores más inverosímiles.
Conviene decir aquí que Frantz era un joven de veintidós años, en cuyo rostro apuntaba un ligero bozo de melocotón, y cuya voz apenas acababa de descender de una octava a otra.
En cuanto a Suzel, era rubia y sonrosada. Contaba diecisiete años, y no desdeñaba el pescar con caña. ¡Singular ocupación, sin embargo, que obliga a luchar en astucia con un barbito! Pero a Frantz le gustaba esto, y semejante pasatiempo cuadraba bien con su carácter. Paciente cuanto se puede serlo, complaciéndose en seguir con meditabunda vista el tapón de corcho que se mecía al hilo del agua, sabía esperar, y cuando después de una sesión de seis horas un modesto barbo, compadeciéndose de él, consentía en dejarse pescar, era feliz, aunque sabía contener su emoción.
Aquel día los dos futuros, puede decirse que los dos prometidos, estaban sentados sobre la verde orilla. El límpido Vaar murmuraba a algunos pies debajo de ellos. Suzel impelía indolentemente su aguja por entre el cañamazo.
Frantz arrastraba automáticamente su sedal de izquierda a derecha, y luego le dejaba seguir la corriente de derecha a izquierda. Los barbitos trazaban en el agua redondeles caprichosos que se entrecruzaban alrededor del corcho, mientras que el anzuelo se paseaba vacío por las capas más inferiores.
De vez en cuando decía sin levantar siquiera los ojos sobre la niña:
-Creo que pica.
-¿Lo crees, Frantz? -respondía Suzel, que, abandonando un momento su labor, seguía con vista conmovida el cordel de su prometido.
-Pero no -añadía Frantz. Había creído sentir un pequeño movimiento. Me he equivocado.
-Ya picará, Frantz -replicaba Suzel con pura y dulce voz. Pero no olvide de tirar a tiempo. Siempre se retarda algunos segundos y el pececillo los aprovecha para escapar.
-¿Quiere usted tomar la caña, Suzel?
-Con mucho gusto, Frantz.
-Entonces deme el cañamazo. Veremos si soy más diestro con la aguja que con el anzuelo.
Y la joven tomaba la caña con trémula mano, mientras que el mozo hacía pasar la aguja por las mallas del cañamazo. Y durante horas enteras cruzaban así tiernas palabras, y sus corazones palpitaban cuando el corcho se estremecía sobre el agua. ¡Ah!, no olvidarán nunca aquellos encantadores momentos, en que, sentados el uno junto al otro, escuchaban el susurro de las aguas. Aquel día el sol estaba ya muy inclinado sobre el horizonte, y a pesar de los talentos combinados de Suzel y Frantz, nada había mordido. Los barbitos no se habían mostrado apiadados y se reían de los jóvenes, que eran demasiado buenos para guardarles rencor por eso.
-Seremos más afortunados otra vez, Frantz -dijo Suzel, cuando el joven pescador hincó su anzuelo, siempre virgen, en la planchuela de pino.
-Debemos esperarlo Suzel -respondió Frantz.
Y, después, caminando ambos uno junto a otro, emprendieron la vuelta a casa, sin cruzar una sola palabra, tan mudos como sus sombras, que se prolongaban delante de ellos. Suzel se veía grande, muy grande, bajo los oblicuos rayos del sol poniente. Frantz parecía flaco, muy flaco como el largo cordel que tenía en la mano.
Llegaron a casa del burgomaestre. Unas verdes matas de hierbas adornaban las relucientes losas, y se hubieran guardado muy bien de arrancarlas, porque sirviendo de mullido a la calle, apagaban el ruido de los pasos.
En el momento en que iba a abrirse la puerta, Frantz creyó deber decir a su prometida:
-Ya lo sabe usted, Suzel, el gran día se acerca.
-Se acerca, en efecto, Frantz -respondió la niña entornando sus párpados.
-Sí -dijo Frantz, dentro de cinco o seis años.
-Hasta la vista, Frantz -dijo Suzel.
-Hasta la vista, Suzel -respondió el joven Frantz.
Y después que la puerta se cerró, el joven tomó con paso igual y sosegado el camino de la casa del consejero Niklausse.

1.016. Verne (Julio)

Una fantasía del doctor ox - Cap. VII

Donde los andante se convierten en allegro, y los allegro en vivace

La emoción causada por el incidente del abogado Schut y del médico Custos se había apaciguado, y el asunto no tuvo consecuencias. Podía, pues, esperarse que Quiquendone volvería a su apatía habitual, momentáneamente turbada por un acontecimiento inexplicable.
Entretanto, la colección de las tuberías destinadas a conducir el gas oxhídrico por los principales edificios de la población, se verificaba rápidamente. Los conductos y las ramificaciones se deslizaban poco a poco bajo el empedrado de Quiquendone. Pero los mecheros faltaban todavía, porque siendo su ejecución muy delicada, había sido necesario fabricarlos en el extranjero. El doctor Ox se multiplicaba; su ayudante Igeno y él no perdían un solo instante, dando prisa a los obreros, terminando los delicados órganos del gasómetro, alimentando día y noche las gigantescas pilas que descomponían el agua bajo la influencia de una poderosa corriente eléctrica. ¡Sí! El doctor fabricaba ya su gas, aunque la canalización no se hallaba terminada todavía lo cual, entre nosotros, hubiera parecido muy singular. Pero antes de poco tiempo, podía esperarse al menos, antes de poco, que el doctor Ox inauguraría en el teatro de la población los esplendores de su nuevo alumbrado.
Porque Quinquendone poseía un teatro, hermoso edificio a fe mía, cuya disposición interior y exterior recordaba todos los estilos. Era a la vez bizantino, románico, gótico, del renacimiento, con puertas de medio punto, ojivas, rosetones flamígeros, cimbalillos fantásticos, en una palabra, modelo de todos los géneros, mitad Partenón, mitad Gran Café de París, lo cual no debe causar extrañeza, porque, comenzado en tiempo del burgomaestre Ludwig van Tricasse, en 1175, no se terminó hasta 1837, bajo el burgomaestre Natalis van Tricasse. Se habían empleado setecientos años en construirlo, y se había conformado sucesivamente con la moda arquitectónica de todas las épocas.
¡No importa! Era un hermoso edificio, cuyas pilastras romanas y bóvedas bizantinas no discreparían del alumbrado de gas oxhídrico.
Se representaba algo de todo en el teatro de Quiquendone, y especialmente la ópera seria y cómica; pero hay que decir que los compositores no hubieran podido reconocer sus obras, de tan cambiados como estaban los “movimientos”.
En efecto, como nada se hacía aprisa en Quiquendone, las obras tenían que adaptarse al temperamento de los quiquendonenses. Aunque las puertas del teatro se abrían habitualmente a las cuatro y se cerraban a las diez, no había ejemplo de que durante esas seis horas se hubiesen representado más de dos actos. Roberto el Diablo, Los Hugonotes o Guillermo Tell ocupaban ordinariamente tres noches, de tan lenta como era la ejecución de estas óperas. Los vivace, en el teatro de Quiquendone, se convertían en verdaderos adagios. Los allegros se arrastraban larga, larguísimamente.
Las semifusas no valían las mínimas de cualquier otro país. Las tiradas más rápidas, ejecutadas según el gusto de los quiquendonenses, tomaban el andar de un himno de canto llano. Los indolentes trinos se prolongaban y acompasaban para no herir los oídos de los dilettanti.
Para decirlo, tomo como ejemplo el aire rápido de Fígaro que, a su entrada en el primer acto del Barbero de Sevilla, se llevaba al número treinta y tres del metrónomo y duraba cincuenta y ocho minutos, cuando el actor era muy vivaracho. Como es fácil colegirlo, los artistas que venían de fuera tenían que conformarse con esa moda, pero como les pagaban bien no se quejaban y obedecían fielmente la batuta del director de orquesta, que no marcaba nunca en los allegros más de ocho compases por minuto.
¡Pero, en cambio, qué de aplausos llovían sobre aquellos artistas que encantaban, sin fatigarlos nunca, a los espectadores de Quiquen-done! Todas las manos daban una contra otra en intervalos bastantes separados, lo cual traducían los periódicos por “aplausos frenéticos”, y si una o dos veces el salón, entusiasmado, no se hundía bajo los bravos, es porque en el siglo duodécimo no se ahorraba en los cimientos ni el mortero ni la piedra.
Por otra parte, para no exaltar las entusiastas naturalezas de los flamencos, el teatro sólo trabajaba una vez por semana, lo cual permitía a los actores estudiar con más profundidad sus papeles, y a los espectadores digerir por más tiempo las bellezas de las obras maestras del arte dramático.
Hacía mucho tiempo que las cosas marchaban así. Los artistas extranjeros tenían la costumbre de contratarse con el empresario de Quiquendone, cuando querían descansar de sus fatigas en otros teatros, y no parecía que nada debía modificar este inveterado hábito, cuando, quince días después del suceso Schut-Custos, un incidente inesperado vino a perturbar de nuevo la población.
Era sábado, día de ópera. No se trataba aún, como pudiera creerse, de inaugurar el nuevo alumbrado. No; los tubos bien llegaban hasta la sala, mas por el motivo arriba indicado, los mecheros no estaban todavía colocados y las bujías de la araña seguían proyectando su apacible luz sobre los espectadores que llenaban el teatro. Se habían abierto las puertas al público a la una de la tarde, y a las tres el salón estaba a medio llenar. Durante un momento había habido una cola que se desarrollaba hasta la extremidad de la plaza de San Ernulfo, delante de la tienda del farmacéutico José Liefrinck. Esta concurrencia permitía presagiar una buena representación.
-¿Irá esta noche al teatro? -había preguntado en la mañana el consejero al burgomaestre.
-No faltaré -había respondido van Tricasse, y llevaré a mi mujer, a nuestra hija Suzel y a nuestra querida Tatanemancia, que se vuelven locas por la buena música.
-¿Vendrá la señorita Suzel? -dijo el consejero.
-Sin duda, Niklausse.
-Entonces mi hijo Frantz será uno de los primeros que acudirán -respondió Niklausse.
-¡Joven impulsivo, Niklausse! -repuso doctoralmente el burgo-maestre. ¡Cabeza atolóndrada! Es necesario vigilar a ese muchacho.
-Ama, van Tricasse, ama a vuestra hermosa Suzel.
-Pues bien, Niklausse, se casará con ella. Una vez convenidos en ese matrimonio, ¿qué puede pedir más?
-No pide nada, van Tricasse, no reclama nada ese querido hijo. Pero, en fin, y no quiero decir más, no será el último en pedir su boleto en la taquilla.
-¡Ah! ¡Viva y ardiente juventud! -replicó el burgomaestre, sonriendo al recuerdo de su pasado. ¡Así hemos sido nosotros, mi digno consejero! ¡También nosotros hemos amado! ¡También hemos cortejado en nuestros tiempos! Hasta la tarde, pues, hasta la tarde. A propósito, ¿sabe usted que ese Fioravanti es un gran artista? ¡Por eso la acogida que ha tenido entre nosotros! ¡No olvidará en mucho tiempo los aplausos de Quiquendone!
Se trataba, en efecto, del célebre tenor Fioravanti, que por su talento de cantante, su método perfecto, su voz simpática, provocaba entre los aficionados de la población un verdadero entusiasmo.
Tres semanas hacía que Fioravanti había obtenido, en Los Hugonotes, un éxito inmenso. El primer acto, interpretado a gusto de los quiquen-donenses, había ocupado una representación entera de la primera semana del mes. Otra función de la segunda semana, prolongada con andante infinitos, había valido al celebre artista una verdadera ovación. El triunfo se había acrecentado con el tercer acto de la obra maestra de Meyerbeer. Pero era en el cuarto donde esperaban ver a Fioravanti, y precisamente aquella tarde iba a ser cantado ante un público impaciente. ¡Ah! ¡Aquel dúo de Raúl y Valentina, aquel himno de amor a dos voces, tan suspirado, aquel momento en que se multiplican los crescendo, los stringendo, los sforzando, los piu crescendo, todo cantado lenta, compendiosa, interminablemente! ¡Oh! ¡Qué encanto!
Así que a las cuatro el teatro estaba lleno. Los palcos, la orquesta, el patio, estaban atestados. En primer término se hallaban el burgomaestre van Tricasse, la señorita van Tricasse, la señora de van Tricasse y la amable Tatanemancia, con gorro verde manzana; después, no lejos, el consejero Niklausse y su familia, sin olvidar al enamorado Frantz. Se veían también las familias del médico Custos, del abogado Schut, de Honorato Syntax, el gran juez, y a Soutman (Norberto), el director de la compañía de seguros, así como al grueso banquero Collaert, loco por la música alemana, algo cantante él también, al preceptor Rupp, al director de la Academia, Jerónimo Resh, al comisario civil y a otras muchas notabilidades de la población que no pueden enumerarse sin abusar de la paciencia del lector.
Ordinariamente, esperando que el telón se levantase, los quiquendonenses tenían la costumbre de permanecer callados, leyendo los unos su periódico, cruzando otros algunas palabras en voz baja, yendo éstos a su asiento sin ruido ni atropelladamente, dirigiendo aquéllos una mirada semiapagada a las amables beldades que guarnecían las galerías.
Pero aquella noche, un observador hubiera reconocido que aún antes de alzarse el telón reinaba en el teatro una animación inusitada. Se estaban moviendo personas que nunca se agitaban. Los abanicos de las damas oscilaban con una rapidez anormal. Un aire más vivo parecía haber invadido todos los pechos y se respiraba con más holgura. Algunas miradas brillaban, puede decirse, tanto como las llamas de la lucerna, y parecían derramar un resplandor insólito.
Ciertamente que se veía más claro que de costumbre, aunque el alumbrado era el mismo. ¡Ah! ¡Si los nuevos aparatos del doctor Ox hubiesen funcionado! Pero no funcionaban todavía.
Por último, la orquesta está completa en su puesto. El primer violín pasa por entre los atriles para dar un modesto la a sus colegas. Los instrumentos de cuerda, los de viento y los de percusión están acordes. El maestro de orquesta no aguarda más que la campanilla para marcar el primer compás.
La campanilla suena y comienza el cuarto acto. El allegro apassionato de entrada se toca, según costumbre, con una grave lentitud que hubiera hecho dar un brinco al ilustre Meyerbeer, y cuya majestad toda sólo aprecian los diletantes quiquendonenses.
Pero muy pronto el director de orquesta comienza a perder el dominio sobre los ejecutantes. Le cuesta algún trabajo contenerlos, a ellos, tan obedientes y tan calmosos de ordinario. Los instrumentos de viento manifiestan tendencia a acelerar los movimientos, y hay que frenarlos con mano firme, porque adelantándose sobre los de cuerda producirían, desde el punto de vista armónico, un efecto desagradable. El mismo bajo, tocado por el hijo del farmacéutico José Liefrink, joven de muy buena educación, propende a acalorarse.
Entretanto, Valentina ha principiado su recitado:

Estoy sola, mi casa...

pero se acelera. El maestro de orquesta y todos los músicos la siguen, quizá inconscientemente, en su cantabile, que debería ser medido con pausa, como un doce por dieciocho que es.
Cuando Raúl aparece en la puerta del fondo, desde el momento en que Valentina le sale al encuentro, hasta al de esconderle en el cuarto de al lado, no se pasa un cuarto de hora, cuando antes, según la tradición del teatro de Quiquendone, ese recitado de treinta y siete compases duraba hasta treinta y siete minutos.
Saint Bris, Nevers, Cavannes y los señores católicos, han entrado en escena con alguna precipitación quizá.
Allegro pomposo ha marcado el compositor en la partitura. La orquesta y los señores andan efectivamente allegro, pero de ningún modo pomposo, y en el tutti, en esa página magistral de la conjuración y de la bendición de puñales, no se modera ya el allegro reglamentario. Cantores y músicos corren fogosamente. El director de orquesta ya no piensa en contenerlos. Por otra parte, el público no reclama, sino que, al contrario, se ve también arrastrado a un movimiento que responde a las aspiraciones del alma:

De incesantes disturbios y de una guerra impía.
¿Quiere usted librar como yo, la patria mía?

Esto se promete y se jura. Apenas tiene Nevers el tiempo de protestar y de cantar que «entre sus abuelos cuenta soldados y no asesinos». Le prenden. Los alguaciles y corchetes llegan y juran rápidamente «herir a todos a la vez». Saint Bris recorre como un verdadero dos por cuatro callejero el recitado que llama a los católicos a la venganza. Los tres frailes, llevando canastillos con fajas blancas, se precipitan por la puerta del fondo de la habitación de Nevers, sin tener presente la exigencia de la escena que les recomienda adelantarse lentamente. Ya todos los asistentes han sacado sus espadas y sus puñales, los tres monjes echan su bendición en un abrir y cerrar de ojos. Las sopranos, los tenores y bajos atacan con gritos encarnizados el allegro furioso, y de un seis por ocho dramático hacen un seis por ocho de rigodón.
Y luego salen aullando el canto de la cita a medianoche:

A medianoche
¡No hay ruido!
¡Dios lo quiera!
A medianoche

En aquel momento el público está de pie. Todos se agitan en los palcos, en las lunetas y en las galerías. Parece que todos los espectadores van a arrojarse a la escena con el burgomaestre van Tricasse a la cabeza, a fin de reunirse con los conjurados y aniquilar a los hugonotes, de cuyas opiniones, sin embargo, participan. Aplauden, llaman a la escena y aclaman. Tatanemancia agita con mano febril su gorro verde manzana. Las lámparas del salón despiden un brillo ardiente.
Raúl, en vez de levantar lentamente la colgadura, la rasga con ademán soberbio y se encuentra frente a frente con Valentina.
Por último, ya ha llegado el gran dúo que se canta allegro vivace. Raúl no aguarda las preguntas de Valentina, ni Valentina las respuestas de Raúl. El pasaje adorable:

El peligro se acerca
Y el tiempo vuela...

se convierte en uno de esos rápidos dos por cuatro que tanta fama han dado a Offenbach cuando hace bailar a los conjurados. El andante amoroso:
¡Tú lo has dicho!
¡Sí, tú me amas!

ya no es más que un vivace furioso y el violonchelo de la orquesta no se ocupa en imitar las inflexiones de voz del cantor, como lo indica la partitura del maestro. En vano Raúl exclama:

¡Sigue hablando y prolonga
del corazón el inefable sueño!

Valentina no puede prolongar, y se ve que a aquél le devora un fuego insólito. Cada si y cada do que lanza fuera del alcance natural ostentan un brillo tremendo. Se agita, gesticula y está abrasado.
Se oye la campana que resuena, pero ¡qué campana! El campanero no se duerme. Es un toque a rebato espantoso que lucha con ímpetu con los furores de la orquesta.
Por último, el movimiento que va a terminar tan magnífico acto:

¡No más amor sublime!
¡Oh pesar que me oprime!

Que el compositor indica allegro con moto, se lleva con un prestissimo desenfrenado, asemejándose a un tren que corre.
Vuelve la campana a sonar. Valentina cae desmayada y Raúl se tira por la ventana.
Ya era tiempo. La orquesta, realmente embriagada, no hubiera podido proseguir. La batuta del director ya no es más que un pedazo destrozado sobre la concha del apuntador. Las cuerdas de los violines están rotas y los mangos retorcidos. En su furor, el timbalero ha reventado los timbales. El contrabajo está montado sobre su instrumento sonoro. El primer clarinete se ha tragado la boquilla de su instrumento, y el segundo oboe mastica entre sus dientes la lengüeta de caña. La corredera del trombón está falseada, y, por último, el desgraciado trompa no puede retirar la mano, que ha hundido demasiado en el pabellón de su instrumento.
¿Y el público? El público, jadeante, inflamado, gesticula y aúlla. Todos los rostros están rojos, como si un incendio hubiera abrasado los cuerpos por dentro. La gente se aglomera y amontona para salir, los hombres sin sombrero, las mujeres sin manto. Se atropellan en los corredores, se estrellan en las puertas, disputan y se pegan. Ya no hay autoridades. Ya no hay burgomaestre. Todos son iguales ante la excitación infernal...
Y algunos instantes después, cuando cada cual está en la calle, todos recobran su calma acostumbrada y entran pacíficamente en sus casas con el recuerdo confuso de lo que han experimentado.
El cuarto acto de Los Hugonotes, que duraba otras veces seis horas, principiado aquella tarde a las cuatro y media, estaba listo a las cinco menos doce. ¡Había durado dieciocho minutos!

1.016. Verne (Julio)