En la punta occidental del lago a
que debe su nombre, encuéntrese situada la ciudad de Ginebra, dividida en dos
barrios distintos por el Ródano, que la atraviesa al salir del lago. El mismo
río está separado por una isla fondeada entre sus dos orillas, en el centro de
la población; pero esta disposición topográfica no es privativa de Ginebra,
pues se ve reproducida frecuentemente en los grandes centros de comercio e
industriales. Sin duda sedujo a los primeros habitantes la facilidad de
transporte que les ofrecía el curso de los ríos, «caminos que andan solos»,
según la frase de Pascal, y que, tratándose del Ródano, son caminos que corren.
Cuando no existían aún
construcciones nuevas y regulares en la citada isla, especie de galeota
holandesa en el centro del río, la maravillosa agrupación de edificios,
apiñados unos sobre otros, ofrecía a la vista un aspecto encantador. La pequeña
extensión de la isla había obligado a algunas de dichas construcciones a
sobresalir sobre las estacas clavadas en las rudas corrientes del Ródano, que
las sostenían. Aquellos gruesos maderos, ennegrecidos por el tiempo y roídos
por las aguas, asemejábanse a las patas de un crustáceo gigantesco y producían
un efecto fantástico. Algunas redes amarillentas, verdaderas telas de araña
extendidas en el seno de aquella sustancia secular, se agitaban en la sombra
como si fueran el follaje de antiguas selvas de robles; y el río, al pasar Por
el bosque de estacas, mugía lúgubremente.
El raro carácter de vetustez que
tenía una de las casas de la isla llamaba poderosamente la atención. Esta casa
era la vivienda del viejo relojero, el maestro Zacarías, que, la habitaba con
Geranda, su hija, Alberto Thun, su aprendiz, y Escolástica, su anciana
sirvienta.
El maestro Zacarías era un hombre
extraordinario bajo cualquier aspecto que se le considerase. Su edad era un
enigma para todo el mundo, pues nadie en Ginebra, por muy anciano que fuese,
podía decir cuánto tiempo hacía que su cabeza, flaca y puntiaguda, vacilaba
sobre sus hombros, ni qué día fue el primero en que se le vio andar por las
calles de la población, con sus largos cabellos blancos flotando al aire. Más
que vivir, aquel hombre oscilaba a la manera de los volantes de los relojes. Su
rostro enjuto y cadavérico, que afectaba matices sombríos, tiraba a negro,
corno los cuadros de Leonardo de Vinci.
Geranda, la hija, ocupaba el
aposento mejor de la vieja casa, de donde, por una ventana estrecha,
contemplaba melancólicamente las nevadas cumbres del Jura; la alcoba y el
taller del viejo ocupaban una especie de cueva situada casi al nivel del río, y
cuyo piso descansaba directamente sobre las mismas estacas. Desde tiempo
inmemorial, el maestro Zacarías no abandonaba sus habitaciones sino a la hora
de comer y cuando iba a la ciudad a arreglar algún reloj. El resto del tiempo
lo pasaba sentado frente a un banco cubierto de numerosas herramientas de
relojería, de las cuales la mayor parte habían sido inventadas por él mismo.
Era hombre tan entendido que sus
obras eran muy apreciadas en toda Francia y Alemania, y los operarios más
industriosos de Ginebra reconocían su superioridad, hasta tal punto que,
considerado como un honor para la población, lo mostraban a los extranjeros
diciendo:
A él pertenece la gloria de haber
inventado la rueda de escape.
Efectivamente, con esta invención
del maestro Zacarías nació el verdadero arte de la relojería, que tan
extraordinaria importancia llegó más tarde a adquirir en Ginebra.
Terminado el trabajo, tan prolongado
como maravilloso, el anciano colocaba todos los días, lentamente, las
herramientas en su sitio, cubría con pequeños fanales las piezas finas que
acababa de ajustar y dejaba en reposo la activa rueda de su tomo; luego, alzaba
una trampilla, practicada en el suelo de su taller, y pasaba allí horas enteras
contemplando los brumosos vapores del Ródano, que se precipitaba a su vista.
Una noche de invierno, al servir la
anciana Escolástica la cena, en la que, siguiendo la antigua costumbre, tomaba
parte el joven aprendiz, el maestro Zacarías permaneció impasible, y a pesar de
ofrecérsele manjares cuidadosa-mente aderezados, se abstuvo de comer. Geranda, a
quien preocupaba visiblemente la taciturnidad sombría de su padre, intentó
distraerlo, pero ni las frases cariñosas de la hija ni la charla de Escolástica
produjeron al anciano más impresión que los murmullos de la corriente, de los
que, por lo común, no solía hacer caso.
Terminada la silenciosa cena, el
maestro Zacarías se levantó de la mesa sin besar a su hija ni pronunciar una
palabra, desapareció por la angosta puerta que conducía a sus habitaciones y
bajó lentamente la escalera, que rechinó bajo sus pasos.
Geranda, Alberto y Escolástica
permanecieron algunos instantes sin hablar.
Los tres estaban sumamente
preocupados; pero, aunque no pronunciaban una palabra, no cesaban de pensar.
Aquella noche el tiempo era
desapacible; las nubes se arrastraban pesadamente a lo largo de los Alpes,
amenazando lluvia; los vientos del Mediodía rodaban en derredor, despidiendo
siniestros silbidos, y el alma estaba inundada de tristeza.
Como Geranda, Alberto y Escolástica
guardaban silencio, no se percibía en la estancia otro ruido que el que,
promovido por los elementos, llegaba desde el exterior.
‑¿Sabe usted, mi querida señorita ‑dijo,
por fin, Escolástica, que el señor está, desde hace unos días, muy ensimismado?
¡Virgen Santísima! Comprendo que no haya tenido apetito, porque las palabras se
le han quedado en el vientre, y muy hábil tenía que ser el diablo para sacarle
alguna.
‑Mi padre tiene una pesadumbre cuya
causa no sospecho siquiera ‑respondió Geranda, en cuyo rostro se reflejaba una
dolorosa inquietud.
‑No se deje usted abatir por la
tristeza, señorita. Ya conoce las singulares costumbres del señor Zacarías.
¿Quién puede adivinar los secretos pensamientos que lo embargan? Seguramente ha
tenido algún disgusto: pero mañana no se acordará y lamentará haber hecho
sufrir a su hija.
Alberto era quien hablaba de este
modo, contemplando a Geranda.
Alberto, que era el único operario
admitido por Zacarías en la intimidad de sus trabajos, porque apreciaba su
inteligencia, discreción y bondad de alma, habíase apasionado de Geranda con
esa fe misteriosa que preside las adhesiones heroicas.
Geranda era una joven de dieciocho
años de edad. El óvalo de su rostro recordaba el de las vírgenes candorosas que
la piedad cristiana conserva todavía en las esquinas de las calles de las
viejas poblaciones de Bretaña, y sus ojos reflejaban una gran ingenuidad. Se la
amaba como a la dulce realización del sueño de un poeta. Vestía con tanta
sencillez como elegancia, y su ropa tenía el matiz y olor especial de los
ornamentos de iglesia. Hacía vida mística en aquella ciudad de Ginebra, que no
se había entregado aún al calvinismo, y mañana y tarde leía las oraciones
latinas de su breviario.
Había comprendido qué clase de
sentimientos inspiraba al joven Alberto, y sabía que era profunda la adhesión
que el obrero le profesaba. Éste, por su parte, condensaba, efectivamente, el
mundo entero en la vieja casa de Zacarías, y pasaba todo el tiempo que el trabajo
le dejaba libre al lado de la joven.
La vieja Escolástica todo lo veía,
pero no decía nada, empleando su locuacidad en comentar las desgracias de la
época y las pequeñas miserias de las faenas domésticas. Nadie la contrariaba,
pues con ella ocurría lo mismo que con las cajas de música que se fabricaban en
Ginebra: después de montadas, tenían que romperse si no se querían oír todas
las sonatas que contenían.
Al ver a Geranda sumida en doloroso
abatimiento, Escolástica abandonó su asiento de madera, puso un cirio en un
candelero, lo encendió y lo colocó cerca de una Virgen de cera, protegida por
un nicho de piedra.
De ordinario, se arrodillaban ambas
mujeres delante de la Virgen ,
protectora del hogar doméstico, para rogarle que extendiera su benéfica gracia
sobre la noche próxima; pero, en esta ocasión, Geranda permaneció impasible en
su puesto.
‑Bueno, mi querida señorita ‑dijo
Escolástica con asombro, ya hemos concluido de cenar y es la hora de
despedirse. ¿Quiere usted fatigarse la vista con vigilias prolongadas? ¡Ah,
Virgen Santísima! ¡Ha llegado el momento de dormir y soñar cosas agradables! En
la maldita época en que vivimos, ¿quién puede prometerse un día dichoso?
‑¿No convendrá llamar a un médico
para que vea a mi padre? ‑ preguntó Geranda.
‑¡Un médico! ‑exclamó la anciana.
¿Ha hecho caso alguna vez de los médicos el maestro Zacarías? ¿Ha seguido
alguna vez sus prescripciones? Puede haber medicina para los relojes, pero no
para los cuerpos.
‑Es, sin embargo, preciso adoptar
alguna determinación ‑repuso la joven‑. No quiero ver enfermo a mi padre.
‑Tampoco yo quiero ver enfermo al
señor; pero, como tengo seguridad de que no ha de tomar ninguna medicina, es
inútil molestar al médico.
‑¿Qué hacemos, entonces? ‑preguntó
Geranda. ¿Ha reanudado el trabajo? ¿Reposará ya?
‑Geranda ‑dijo entonces Alberto, su
padre sólo sufre una contrariedad moral.
‑¿Sabe usted qué contrariedad lo
apesadumbra, Alberto?
‑Tal vez, Geranda.
‑Pues dígala ‑exclamó vivamente
Escolástica, apagando su cirio con parsimonia.
-Hace algunos días ‑explicó el
joven‑ que sucede una cosa incom-prensible. Todos los relojes que su padre ha
fabricado y vendido de varios años a esta parte se paran de pronto; le han
traído muchos para que los arregle: los ha desarmado cuidadosamente y ha visto
que los muelles están en buen estado, lo mismo que las ruedas; pero, a pesar de
eso, no le ha sido posible hacerlos andar, después de armarlos de nuevo.
‑¡Eso es cosa del diablo! ‑exclamó
Escolástica.
‑¿Qué quieres decir? ‑replicó
Geranda. El hecho es muy natural. Todo está limitado en la tierra, y de las
manos del hombre no puede salir una obra perfecta.
‑No es menos cierto ‑dijo el obrero‑
que lo que sucede es algo extraordinario y misterioso. Yo mismo he ayudado al
maestro Zacarías a buscar la causa del desarreglo de los relojes, sin poder
encontrarla, y en más de una ocasión me he desesperado y se me han caído de las
manos las herramientas. Realmente, lo que ocurre no tiene explicación ni
obedece a una causa manifiesta.
‑Entonces ‑replicó Escolástica,
¿por que se entregan ustedes a ese trabajo endemoniado? ¿Es natural que un
pedazo de latón ande solo y señale las horas? ¿No es suficiente el reloj solar?
‑No hablaría como lo hace, Escolástica
‑interrumpió Alberto, si supiera que el reloj solar fue inventado por Caín.
‑¡Dios mío! ¿Qué me dice?
‑¿Cree ‑preguntó ingenuamente
Geranda‑ que puede pedirse a Dios que devuelva la vida a los relojes
construidos por mi padre?
‑Sin duda alguna ‑respondió el
joven obrero. A Dios se le puede pedir todo cuanto contribuya a calmar nuestras
aflicciones y a tranquilizar nuestro espíritu atribulado.
‑Esas oraciones son inútiles ‑gruñó
la vieja; pero Dios la perdonará por la intención.
El cirio fue encendido de nuevo, y
Escolástica, Geranda y Alberto se arrodillaron sobre las baldosas del piso, y
la joven rezó por el alma de su madre, por la santificación de la noche, por
los presos, por los viajeros, por los buenos, por los malos y, sobre todo, por
las desconocidas tristezas de su padre.
Levantáronse luego los tres devotos
con alguna esperanza en el corazón, satisfechos de haber depositado sus penas
en el seno del Omnipotente.
La oración había reconfortado sus
almas.
Alberto se fue a su habitación,
Geranda sentóse, pensativa, junto a la ventana, en tanto que las últimas luces
iban extinguiéndose en la ciudad de Ginebra, y Escolástica, después de apagar
los tizones de la chimenea derramando agua sobre ellos, y de haber corrido los
dos enormes cerrojos de la puerta, tendióse sobre la cama, donde no tardó en
soñar que se moría de miedo.
La crudeza de aquella noche de
invierno habla aumentado. A veces, con los torbellinos del río, el viento
introducíase entre las estacas, poniendo en conmoción toda la casa; pero la
joven, absorta en su pensamiento, sólo se acordaba de su padre. Desde que
Alberto le había notificado lo que él sabía, la enfermedad del relojero había
adquirido proporcio-nes fantásticas en su imaginación, pareciéndole que aquella
existencia, simplemente mecánica, no se movía sino con esfuerzo sobre sus
gastados ejes.
De pronto, la hoja exterior de la
ventana, impelida violentamente por el viento, abatióse sobre el alféizar, y
Geranda se estremeció y se puso en pie de un salto, sin reparar la causa del
ruido que acababa de sacarla de su arrobamiento. Después, algo más tranquila,
abrió la ventana. Llovía a torrentes, y el agua, al caer, resonaba en los
tejados circunvecinos. Inclináse la joven hacia fuera para retener la hoja
sacudida por el aire, pero tuvo miedo; le pareció que la lluvia y el río,
confundiendo sus aguas tumultuosas, sumergían la frágil vivienda, cuyas maderas
no cesaban de crujir. Quiso salir de su aposento; pero se contuvo al divisar
bajo sus pies la reverberación de una luz que debía de proceder del taller de
Zacarías, y, en uno de los intervalos brevísimos en que los elementos
enmudecían, llegaron a su oído rumores plañideras. Intentó cerrar la ventana y
no lo consiguió, porque el viento la empujaba con violencia, como al malhechor
que penetra en una habitación.
Geranda creyó perder el juicio.
¿Qué estaba haciendo su padre? Abrió la puerta, que se le escapó de las manos,
y se encontró en el oscuro corredor, logrando llegar, a tientas, a la escalera
que conducía al taller del maestro Zacarías, en el que se deslizó pálida y
moribunda.
El anciano relojero estaba de pie
en medio de la estancia, donde resonaban los bramidos del río. Sus erizados
cabellos le daban un aspecto siniestro, y hablaba y gesticulaba sin ver ni oír.
Geranda se quedó escuchando.
‑¡Es la muerte! ‑decía el maestro
Zacarías con voz sorda. ¡Es la muerte...! ¿Qué me queda de vida después de
haber esparcido mi existencia por el universo? ¡Porque yo, el maestro Zacarías,
soy el verdadero creador de todos los relojes que he fabricado! ¡Es una parte
de mi alma lo que he encerrado en cada una de aquellas cajas de hierro, plata u
oro! ¡Cada vez que uno de esos malditos relojes se para, advierto que mi
corazón deja de latir, porque los regulé por mis pulsaciones!
Geranda, en cuyos oídos resonaban
como una blasfemia las palabras que acababa de pronunciar su padre, no del todo
comprensibles para ella, se estremecía de espanto.
Y, mientras hablaba, el anciano
contemplaba su mesa de trabajo.
Sobre ella estaban todas las piezas
de un reloj que había desarmado con sumo cuidado.
Cogió un barrilete, especie de
cilindro hueco en el que está encerrado el muelle, y sacó la espiral de acero,
que, en vez de estirarse con arreglo a las leyes de su elasticidad, permaneció
enroscada como una víbora adormecida, semejante a esos viejos impotentes cuya
sangre concluye por congelarse. El maestro Zacarías trató de desenvolverla con
sus enflaquecidos dedos, cuya sombra se proyectaba, prolongándose
desmesuradamente, en la pared; pero le fue imposible conseguirlo, y, dejando
escapar un terrible grito de cólera, la arrojó por la Ventanilla a las
tumultuosas aguas del Ródano.
Geranda, con los pies clavados en
el suelo, permanecía impasible, no atreviéndose ni aun a respirar. Anhelaba
acercarse a su padre; pero no podía.
De repente oyó una voz que en la
sombra le susurraba al oído:
‑Geranda, querida Geranda. El dolor
no os permite descansar. Acuéstese, se lo ruego, porque la noche está fría.
‑¡Alberto! ‑murmuró la joven a
media voz. ¡Usted aquí!
‑¿No debía inquietarme lo que la
inquieta?
Estas dulces palabras devolvieron
la sangre al corazón de la joven, que se apoyó en el brazo del obrero
diciéndole:
‑Mi padre está muy enfermo,
Alberto, y usted es el único que lo puede curar, porque esa afección del alma
no cedería ante los consuelos de su hija. Hállase acometido por un accidente
muy natural, y trabajando con él en el arreglo de sus relojes le devolverá el juicio.
¿No es verdad, Alberto ‑agregó aún impresionada que su vida se confunde con la
de los relojes?
Alberto guardó silencio.
‑¿Es, acaso, que el oficio de mi padre
está condenado por Dios? ‑preguntó Geranda, estremeciéndose.
‑No lo sé ‑respondió el obrero, que
calentó con sus manos las de la joven. Pero váyase a su aposento, querida
amiga, y con el reposo recobre la esperanza.
Geranda se fue lentamente a su
habitación, donde permaneció hasta que apareció la luz del nuevo día, sin que
el sueño cerrase sus párpados, mientras el maestro Zacarías, siempre mudo e
inmóvil, contemplaba el Ródano, cuyas aguas se deslizaban ruidosamente a sus
pies.
Aquella noche tampoco fue muy
profundo el sueño de Alberto, quien, antes de dormirse, pasó largo rato
cavilando en lo que podría hacer para ayudar al maestro Zacarías a salir de la
situación embarazosa que el injustificado desarreglo de los relojes le había
creado.
1.016. Verne (Julio)