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sábado, 11 de enero de 2014

La luz azul

Este era un Soldado que había servido bien a su Rey durante mu­chos años. Pero, a causa de sus muchas heridas, no pudo servir­le más.
Dijo el Rey:
-Ahora puedes irte a tu casa. Ya no te necesito. Yo sólo pago a los que me sirven.
El Soldado no tenía medios de vida y se marchó, muy triste, sin sa­ber qué hacer. Anduvo todo el día, hasta llegar a un bosque donde, a lo lejos, vio una brillante luz.
Al acercarse, encontró una casa habitada por una Bruja.
‑Por favor, dame albergue por esta noche y algo que comer y be­ber ‑le dijo-o moriré de hambre y de sed.
-iOh, oh! ‑contestó la Bruja. ¿Quién se atreve a dar nada a un Soldado vagabundo como tú? Quiero ser piadosa, sin embargo, y darte lo que me pides si me haces un favor.
-¿Qué es ello? ‑preguntó el Soldado.
-Quiero que mañana caves mi jardín.
El Soldado aceptó la tarea, y al día siguiente trabajó tanto como pudo y no acabó el trabajo hasta la noche.
-Ya veo ‑dijo la Bruja- que por hoy no puedes hacer más. Te daré albergue otra noche si mañana vas a cortar leña para mi chimenea.
El Soldado pasó todo el día siguiente haciendo su tarea y al llegar la noche, la Bruja le propuso que permaneciera con ella un día más.
‑Para mañana te preparo una tarea más brillante ‑le dijo. De­trás de mi casa hay un antiguo pozo seco. Mi Luz Azul, que nunca se apaga, ha caído dentro de él y quiero que bajes a cogerla y me la traigas.
Al día siguiente, la Bruja le condujo hasta el pozo y le bajó en un cubo. El Soldado encontró la Luz e hizo seña a la Bruja de que le subie­ra; pero, cuando estuvo cerca de la boca, la Bruja tendió la mano para coger la Luz. Adivinándole el mal pensamiento, el Soldado le dijo:
‑No, no te daré la Luz hasta que tenga los dos pies en tierra seca y firme.
Enfurecida la Bruja, le dejó caer de nuevo en el pozo y se marchó.
El pobre Soldado, allí metido, no se había hecho daño alguno, pero pensaba que iba a morir pronto de hambre y de sed. La Luz Azul bri­llaba a su lado, pero ¿de qué le serviría? En verdad, no veía cómo po­dría escapar de la muerte.
Durante largo rato permaneció muy triste y apurado, pero, habiendo metido la mano en el bolsillo, encontró su pipa a medio llenar.
"Éste será mi último placer” pensó, mientras la encendía en la Luz Azul y empezaba a fumar.
Cuando la nubecilla de humo empezó a elevarse, un Hombrecillo negro apareció ante el Soldado y le dijo:
-¿Qué mandas, dueño mío?
‑¿Qué dices? ‑preguntó a su vez el Soldado con asombro.
‑Digo que si tienes algo que mandarme ‑contestó el Hombrecillo.
‑Claro que sí ‑dijo el Soldado. Ante todo, que me saques de este pozo.
El Hombrecillo le cogió de la mano y le condujo a un pasaje por el cual se salía al campo; el Soldado no se olvidó de llevar la Luz Azul con él. Por el camino, el Hombrecillo mostró al Soldado todos los tesoros que la Bruja había escondido allí, y le dio tanto oro como podía acarrear. Cuando llegaron a la ciudad, el Soldado dijo al Hombrecillo:
‑Ahora prende a la Bruja y llévala ante el juez.
No pasó mucho tiempo sin que apareciese la Bruja cabalgando en un gato montés y gritando y chillando con toda su fuerza...
Al poco rato el Hombrecillo volvió junto a su amo y le dijo:
‑Todo se ha hecho como lo has mandado, y la maldita Bruja cuel­ga ya de la horca. ¿Qué más tienes que mandarme, dueño mío?
‑Nada más por ahora ‑contestó el Soldado. Puedes volverte a tu casa, pero estate preparado para cuando yo te llame.
‑No tienes más que encender la pipa en la Luz Azul, y me tendrás a tu lado ‑dijo el Hombrecillo; y desapareció.
El Soldado volvió a la ciudad de donde había salido, se compró ves­tidos nuevos, se albergó en la mejor posada y dijo al Posadero que le diera las mejores habitaciones. Cuando estuvo aposentado, llamó al Hom­brecillo y le dijo:
‑He servido a mi Rey fielmente, y él me ha dejado expuesto a mo­rir de hambre. Ahora quiero vengarme.
‑¿Qué quieres que yo haga? ‑preguntó el Hombrecillo.
‑Cuando llegue la noche y la Princesa esté dormida en su lecho, tráemela sin despertarla, para que me sirva de criada.
‑Para mí es cosa fácil ‑dijo el Hombrecillo. Pero si se sabe, puede costarte caro.
Al dar la medianoche, la puerta del Soldado se abrió y el Hombre­cillo condujo dentro a la Princesa.
‑iAh! ¿Ya estáis aquí? ‑exclamó el Soldado. Pues a empezar en seguida el trabajo. Coge la escoba y barre bien el suelo.
Cuando hubo terminado esta tarea, el Soldado ordenó a la Princesa que fuese a buscarle las botas. Luego le ordenó que las limpiara, lo que ella hizo sin resistencia, en silencio y con amabilidad. Por último, al cantar el gallo, el Hombrecillo la llevó de nuevo al Palacio Real y la dejó en su lecho.
Cuando la Princesa se levantó por la mañana, fue a ver a su padre y le dijo que había tenido un extraño sueño.
‑Me llevaban por las calles de prisa, de prisa, y llegué a la ha­bitación de un Soldado que me hizo servirle de criada, barrerle el cuarto y limpiarle las botas. Claro que debió ser sólo un sueño, pero estoy tan cansada como si realmente hubiese hecho todo eso durante la noche.
‑Ese sueño no puede ser verdad ‑dijo el Rey. Pero, por si aca­so, habrá que averiguarlo. Llena tu bolsillo de guisantes y haz en él un agujerito; así, si te volviera a pasar, habrías dejado señalado el camino.
Mientras el Rey decía esto, el Hombrecillo estaba, invisible, detrás de él y pudo oírlo todo.
Por la noche, cuando volvió a buscar a la Princesa, los guisantes ca­yeron, en efecto, de su bolsillo, pero fue inútil querer encontrar el rastro del camino seguido por la joven, pues el pícaro Hombrecillo había esparcido guisantes por todas las calles de la ciudad. Y otra vez la Prin­cesa tuvo que realizar trabajos de criada hasta que el gallo cantó.
A la mañana siguiente, el Rey mandó a sus criados que fuesen en busca del rastro; pero les fue imposible, pues en todas las calles estaban los chiquillos pobres recogiendo guisantes y diciendo: "Han llovido gui­santes la noche pasada."
‑Trazaremos un plan mejor ‑dijo el Rey. Acuéstate con los za­patos puestos y cuando llegues al lugar adonde te lleven, esconde uno de ellos. A la mañana siguiente, yo lo encontraré.
El Hombrecillo oyó también este plan y cuando el Soldado le ordenó que le trajese a la Princesa otra vez, le avisó de que estuviera alerta. Le dijo que hasta allí no podría llegar su magia, y que si el zapato era en­contrado, habría de pasarlo mal.
‑Haz lo que te digo ‑contestó el Soldado. Y por tercera vez, la Princesa fue llevada a la posada y obligada a realizar trabajos de sirvienta. Pero antes de partir, escondió uno de sus zapatos debajo de la cama.
A la mañana siguiente, el Rey ordenó que el zapato de su hija fuese buscado por toda la ciudad, y no tardaron en encontrarlo en el cuarto del Soldado. Éste, a petición del Hombrecillo, se había apresurado a huir; pero no tardó mucho en ser atrapado y metido en prisión. En su huida, había olvidado sus grandes tesoros: no sólo el oro, sino también la Luz Azul. Sólo un ducado le quedaba en el bolsillo.
Sujeto con pesadas cadenas, se acercó a la reja de la prisión y vio a otro Soldado que pasaba por la calle. Lo llamó y le dijo:
‑Si fueras tan amable que me trajeras una lamparita que me olvi­dé en la posada, te recompensaría con un ducado.
Su compañero se apresuró a cumplir el encargo y le trajo la lamparita. Apenas el Soldado se encontró solo, encendió su pipa y apareció el Hombrecillo.
‑No tengas miedo ‑dijo éste a su dueño. Cuando te lleven al juicio, suceda lo que suceda, lleva contigo la Luz Azul.
Al día siguiente se vio el juicio, y aunque en realidad el Soldado no había hecho daño alguno, el juez le condenó a muerte. Cuando lo llevaban a ejecutar, pidió un último favor al Rey.
‑¿Cuál es tu deseo? -le preguntó el Rey.
‑Quiero fumar una última pipa.
-Puedes fumarte aunque sean tres ‑contestó el Rey. Pero no imagines que con eso vas a alargarte la vida.
Entonces el Soldado cargó su pipa y la encendió en la Luz Azul.
Apenas se levantaron las primeras espirales de humo, el Hombrecillo apareció con un grueso garrote en la mano y dijo:
‑¿Qué ordena mi dueño?
‑Apalea al falso Juez y a los escribanos, y zurra también al Rey por su crueldad para conmigo.
Entonces el Hombrecillo levantó el garrote y, ¡zis, zas!, izis, zas!, aquí y allá, los azotó de tal forma, que tuvieron que tirarse al suelo y quedaron por muertos. El Rey, asustadísimo, rogó al Soldado que cesara la zurra, dándole en premio no sólo su reino, sino su hija, a la que el Soldado hizo su esposa.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

La luna

Hace mucho tiempo, había una tierra donde las noches eran siempre oscuras, y la extensión del cielo sobre ella era como una tela negra, allí la luna nunca salió, y ninguna estrella brillaba en la oscuridad. En la creación del mundo, la luz por la noche no fue tomada en cuenta. 
Tres jóvenes compañeros salieron una vez de este país en una expedición de aventura, y llegaron a otro reino, donde a la tarde,  cuando el sol había desaparecido detrás de las montañas, un globo iluminado se veía colocado en un roble, el cual emitía una luz suave, lejana y amplia.
Por medio de este globo, todo podría ser muy bien visto y reconocido, aunque su luz no fuera tan brillante como la del sol. Los viajeros pararon y preguntaron a un campesino que conducía por delante su carro, que tipo de luz era esa. 
-"Es la luna," -contestó él; "nuestro alcalde la compró con tres monedas de oro, y la sujetó al roble. Él tiene que verterle aceite diariamente, y mantenerla limpia, de modo que siempre pueda brillar claramente. Él recibe de nosotros una moneda por semana por hacerlo."
Cuando el campesino se había ido, uno de ellos dijo, 
-"Nosotros podríamos hacer muy buen uso de esta lámpara. Tenemos un roble en casa, que es tan grande como este, y podríamos colgarla en él. ¡Qué placer sería no sentir por la noche la total oscuridad!"-
-"Te diré lo que haremos," -dijo el segundo; "traeremos un carro y caballos y nos llevaremos la luna. La gente de aquí puede comprarse otra."
-"Yo soy un buen trepador," -dijo el tercero, "la bajaré."
El cuarto trajo un carro y caballos, y el tercero subió al árbol, hizo  un agujero en la luna, pasó una cuerda por ella, y la bajó.
Cuando el globo brillante estuvo en el carro, la cubrieron con una tela, de modo que nadie pudiera observar el robo. Ellos regresaron sin peligro a su propio país, y la colocaron en un roble alto. Viejos y jóvenes se alegraron cuando la nueva lámpara emitió  su ligero brillo sobre todo el territorio, y dormitorios y salones se llenaron de su brillo. Los enanos salieron de sus cuevas en las rocas, y los diminutos duendes con sus pequeños abrigos rojos bailaban en rondas en los prados.
Los cuatro tuvieron cuidado de que la luna fuera proveída de aceite, y la limpiaban adecuadamente, y recibían su moneda semanal. Pero ellos se hicieron ancianos, y cuando uno de ellos se puso enfermo, y vio que estaba a punto de morir, designó que un cuarto de la luna, como parte su propiedad, debiera ser puesto en la tumba con él. Cuando él murió, el alcalde subió al árbol, y le cortó un cuarto con la cizalla para setos, y este fue colocado en su ataúd.
 La luz de la luna disminuyó, pero todavía era visible. Cuando el segundo murió, el segundo cuarto fue sepultado con él, y la luz disminuyó más. Se puso más débil todavía después de la muerte del tercero, quién igualmente se llevó su parte de ella con él; y cuando el cuarto llegó a su tumba, el viejo estado de oscuridad se reanudó, y siempre que la gente salía por la noche sin sus linternas, se  golpeaban sus cabezas unos con otros.
Sin embargo, como los pedazos de la luna se habían unido juntos otra vez en el mundo inferior, donde la oscuridad siempre prevalecía, vino a hacer que los muertos se agitaran y despertaran  de su sueño. Y se sorprendieron cuando se sintieron capaces de ver otra vez. La luz de la luna era completamente suficiente para ellos, ya que sus ojos se habían hecho tan débiles que no podrían haber aguantado la brillantez del sol. Ellos se levantaron y se pusieron contentos, y regresaron a sus antiguos modos de vivir.
Algunos iban a los juegos y a bailar, otros se fueron a los comercios, donde  pidieron vino, se emborracharon, se pelearon, y por fin tomaron porras y se apalearon unos a otros. El ruido se hizo mayor y mayor, hasta que por fin llegó al cielo.
San Pedro, que guarda la puerta de cielo, pensó que el mundo inferior había estallado en rebelión y reunió a las tropas divinas, que deben hacer retroceder a Satanás cuando él y sus socios asaltan el domicilio del cielo.
Como éstos no llegaron, subió a su caballo y saliendo por la puerta de cielo, descendió al mundo de abajo. Allí él redujo a los muertos al sometimiento, les pidió que se acostaran en sus tumbas otra vez, y se llevó la luna con él y la colgó en el cielo, donde quedó desde entonces.

 1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

La lechuga

Había una vez un joven y alegre Cazador que se fue al bosque a cazar. Estaba muy contento e iba silbando una tonada mientras buscaba la caza.
De pronto, una Vieja se le apareció y le dijo:
‑Buenos días, joven Cazador; vos estáis alegre y feliz, mientras yo tengo hambre y sed. Bien podíais darme una limosna.
Apiadándose de la pobre Vieja, el Cazador llevose la mano al bolsillo y le dio una limosna proporcionada a sus medios.
Entonces quiso seguir adelante, pero la Vieja le detuvo diciendo:
‑No tan de prisa, buen Cazador. Quiero hacerte un regalo para premiar tu buen corazón. Sigue andando y encontrarás un árbol en el cual hay nueve pajaritos que se pelean con garras y picos por una capa. Pide ayuda a tu escopeta y dispara en medio de ellos. Si tocas en el centro de la capa, uno de los pajaritos caerá muerto; llévate la capa, pues al que la posee le concede todos los deseos. Si te la echas sobre los hombros, no tienes más que desear ir a un sitio, para encontrarte inmediatamente allí. Coge también el corazón del pájaro muerto, y cómetelo entero; con que hagas esto, cada mañana encontrarás debajo de tu almohada, al despertar, un puñado de monedas de oro.
El Cazador dio las gracias a la Vieja y pensó: "Bonitas promesas... si fueran verdad."
Cuando hubo andado un centenar de pasos, oyó sobre sí, en las ramas de un árbol, un murmullo que le hizo levantar la cabeza.
Entonces vio una bandada de pájaros estirando con garras y picos una tela; parecía como si cada uno quisiera llevársela para sí.
‑Esto es maravilloso ‑dijo el Cazador. Parece exactamente lo que me ha dicho la viejecilla.
Se echó la escopeta al hombro, apuntó y disparó justo en el centro de la bandada, haciendo volar las plumas aquí y allí. Los pájaros se echaron a volar con gran ruido, excepto uno, que cayó muerto al suelo, con la capa envuelta en sus garras.
Como había dicho la viejecilla, el Cazador sacó el corazón del pájaro y se lo tragó enterito. Después se llevó la capa con él.
Al despertar, por la mañana, recordó la promesa de la Vieja y miró debajo de la almohada a ver si era verdad. Allí, ante sus asombrados ojos, brillaba un montoncito de monedas de oro, y a la mañana siguiente otro, y otro a la tercera, y así cada mañana, al despertar. Fue reuniendo los puñados de oro, y al fin se le ocurrió pensar: “¿Para qué me sirve todo este oro si me estoy siempre en casa? Mejor será que me vaya a recorrer mundo."
Se despidió de sus padres, colgó la escopeta y se fue por el mundo adelante. Sucedió que un día, cuando atravesaba un espeso bosque, vio a lo lejos un precioso castillo. Vio también a una Vieja que estaba asomada a una de las ventanas, teniendo a su lado a una Doncella hermosísima. La Vieja era una Bruja y dijo a la Doncella:
‑Ahora entra un hombre en el bosque. Lleva consigo un maravilloso tesoro; tenemos que tratar de quitárselo, querida niña, pues nos será más provechoso que a él. Es el corazón de un pajarito, gracias al cual, cada mañana, al despertar, se encuentra un puñado de monedas de oro debajo de la almohada.
Explicó también a la joven cómo había obtenido el Cazador su talismán, y, para terminar, le advirtió:
‑Si no puedes quitárselo, peor para ti.
Cuando el Cazador se hubo acercado más, vio a la Doncella y pensó:
“Bastante tiempo he andado de un lado para otro; ahora entraré en el castillo y descansaré. Afortunadamente llevo dinero para recompensar a sus dueños."
Pero la verdadera razón de su deseo era la hermosura de la Doncella, a quien había visto a la ventana. Entró, pues, y fue recibido amablemente y tratado a cuerpo de rey. No tardó mucho tiempo en enamorarse de la Doncella y no pensaba en otra cosa que en estar siempre a su lado, ni se preocupaba de nada más que en serle agradable. La Bruja dijo a la Doncella:
‑Ahora ha llegado la ocasión de quitarle el corazón del pajarito. Preparó una poción, y cuando estuvo lista, echándola en una copa, la dio a la joven.
La Doncella la tomó y dijo al Cazador:
‑Ahora, amado mío, bebe a mi salud.
Él tomó la copa y bebió la poción; cuando la hubo tragado, arrojó el corazón del pajarito. La Doncella lo cogió disimuladamente y, a su vez, se lo tragó, aunque la vieja Bruja lo quería para ella.
Desde aquel día, el Cazador no encontró más monedas de oro debajo de su almohada; el montoncito aparecía siempre debajo de la de la Doncella y la vieja Bruja lo recogía cada mañana al despertar. Pero, como estaba muy enamorado, el Cazador no pensaba sino en gozar al lado de la hermosa joven. Entonces la Bruja dijo a ésta:
‑Ahora que tenemos el corazón del pajarito, hemos de quitarle también la capa encantada.
Pero la Doncella contestó:
‑Dejémosle al menos la capa, ya que le hemos despojado de su fortuna.
Mas la Bruja se encolerizó, e insistió:
‑La capa es también una cosa maravillosa y difícil de obtener. ¡La necesito y la tendré!
La joven tuvo que obedecer las órdenes de la Bruja; fue a asomarse a la ventana, y miró tristemente las distantes colinas.
El Cazador le preguntó:
‑¿Por qué estás tan triste?
‑¡Ay, amor mío! ‑contestó ella. Más allá de aquellas colinas está la Montaña Roja, donde se encuentran las piedras preciosas. Hace mucho tiempo que siento gran tristeza pensando en ellas. ¿Pero quién podría llegar allá? Acaso los pájaros, que saben volar... Pero nunca un ser humano llegará hasta allí.
‑Si eso te causa pesar ‑dijo el Cazador, yo puedo en seguida quitar ese peso de tu corazón.
Entonces le echó la capa sobre los hombros y en un momento estuvieron los dos al otro lado de la montaña. Las piedras preciosas chispeaban en torno y los corazones de los enamorados se regocijaron a la vista de aquella riqueza, cogiendo cuantas piedras les agradaban, las más fulgentes y hermosas.
Pero la Bruja se las había arreglado de modo que el Cazador empezase a sentir pesado sueño. Dijo, pues, a la Doncella:
‑Necesito echarme un rato; estoy tan cansado que no me puedo tener en pie.
Se echó, con la cabeza en el regazo de ella, y pronto se quedó dormido. Apenas le vio cerrar los ojos, la Doncella le arrancó la capa de los hombros y se la puso, recogió todas las piedras preciosas que llevaban los dos y deseó encontrarse de nuevo en el castillo. Cuando el Cazador se despertó, vio que su adorada le había engañado, dejándole solo en la áspera Montaña Roja.
‑iOh, cuánta traición hay en este mundo! ‑exclamó. Y se quedó muy triste, muy triste, sin saber qué hacer.
En aquella montaña vivían unos Gigantes que eran sus dueños. No pasó mucho tiempo sin que el Cazador viese venir a tres de aquellos hombrones. Rápidamente, se echó al suelo, y fingió dormir. El primer Gigante llegó junto a él, le dio con el pie y preguntó:
‑¿Qué clase de gusanillo es éste?
El segundo dijo:
‑Písalo y mátalo.
Pero el tercero se opuso.
‑¿Por qué hemos de molestarle? Dejémosle tranquilo; aquí no podrá vivir; cuando suba a lo alto de la montaña, las nubes le arrollarán y se lo llevarán.
Pasaron de largo, y el Cazador, que había oído cuanto ellos dijeran, se levantó a toda prisa y echó a correr hacia la cima de la montaña. Permaneció allí sentado durante un buen rato, hasta que una nube que flotaba sobre él, lo envolvió y se lo llevó.
Al principio se sintió barrido por los aires, después fue amablemente mecido, y, por fin, depositado dentro de un jardín de altos muros, sobre un blando lecho de lechugas y otros vegetales. El Cazador miró en torno suyo y pensó: "Si aún hubiese algo que comer; tengo verdadera hambre. No veo peras ni manzanas ni fruta alguna; solamente hierbas y lechugas." Por último, sin embargo, se decidió: "No me quedará más remedio que comer algo de esta verdura; si no es muy alimenticia, al menos será refrescante."
Arrancó una hoja de lechuga y empezó a comérsela. Pero apenas había tragado un trocito de ella, cuando empezó a sentirse más pequeño y completamente cambiado. Le salieron cuatro patas en vez de dos, una cabeza grande y dos largas orejas, y, con el horror consiguiente, pudo darse cuenta de que se había transformado en burro. Como, al mismo tiempo, sentíase más hambriento que antes, y la jugosa lechuga le había parecido muy bien, continuó comiendo. Por último, encontró otra clase de verdura que no había probado aún; empezó a comer y comer, y, sin darse cuenta, volvió a recobrar la forma humana. Después de esto, se echó y quedó dormido, tan rendido de fatiga estaba.
Al despertar, a la mañana siguiente, cortó unas cuantas lechugas malas y otras cuantas lechugas buenas y pensó:
"Esto me ayudará a recobrar mi riqueza y a castigar a los traidores."
Se echó las hortalizas en el morral, saltó la muralla, y anda que andarás, trató de llegar al castillo de su adorada.
Varios días tardó en dar con él, pero, al fin, tuvo la fortuna de encontrar bosque y castillo. Entonces desfiguró su rostro y se disfrazó, con tanta habilidad, que ni su propia madre lo hubiese reconocido. Seguro de su caracterización, se dirigió al castillo y pidió albergue.
‑Estoy tan cansado ‑dijo‑ que no puedo continuar mi viaje.
La Bruja le preguntó:
‑¿Quién sois, caballero, y qué buscáis aquí?
El Cazador contestó:
‑Soy un mensajero del Rey. Su Majestad tuvo a bien enviarme en busca de la más rara lechuga que crece bajo el sol. He tenido la suerte de encontrarla y la llevo en mi morral. Pero hace tanto calor, que temo pueda estropeárseme una planta tan delicada y no sé si sería capaz de volver a encontrarla.
Cuando la Bruja oyó hablar de la rara hortaliza, sintió gran deseo de tenerla y dijo:
‑Buen caballero, dejadme probar la lechuga maravillosa.
‑Con mucho gusto ‑contestó él. Llevo conmigo dos cogollos; os daré uno y llevaré al Rey el otro.
Y diciendo esto, abrió su morral y dio a la Vieja la lechuga maligna. La Bruja no sospechó nada y se relamía ya de gusto pensando en aquella rica planta, tan preciada, por lo que ella misma fue a la cocina a prepararla adecuadamente. Cuando la tuvo lista, no pudo esperar a ponerla en la mesa, sino que empezó a comer en seguida algunas de las hojas. Apenas las había tragado, cuando perdió su forma humana y echó a correr camino del patio convertida en una burra vieja.
Entonces la criada que la servía fue a la cocina, vio la lechuga tan bien preparada y la cogió para llevarla a la mesa, mas por el camino le apeteció probarla un poco y, siguiendo su costumbre, se comió unas hojitas. El poder de la lechuga hizo su efecto en seguida, pues también ella se transformó en una burrita joven y echó a correr por el patio adelante, junto a la vieja Bruja, mientras la fuente de la lechuga quedaba en el suelo.
En tanto, el mensajero estaba sentado con la hermosa Doncella, y, como nadie aparecía con la lechuga y ella deseara también probarla, exclamó:
No sé qué habrá sucedido con esa dichosa lechuga.
Pero el Cazador pensaba:
"La planta debe de haber hecho su efecto." Y dijo:
‑Voy a la cocina a ver qué ha pasado.
Apenas bajó la escalera, vio a las dos burras corriendo arriba y abajo y la lechuga tirada en el suelo.
‑¡Perfectamente! ‑se dijo. Ya tenemos dos con su merecido.
Recogió las hojas, las puso en un plato y las llevó a la hermosa Doncella.
‑Os traigo yo mismo la preciada planta ‑dijo, para que no tengáis que esperar más tiempo.
Comió ella la lechuga y, lo mismo que las otras, fue inmediatamente transformada en burra, echando a correr por el patio adelante. Enton­ces el Cazador fue a lavarse la cara, a fin de que las transformadas cria­turas pudieran reconocerle, y, dirigiéndose al patio, les dijo:
‑Ahora pagáis bien cara vuestra traición.
Con un látigo las hacía trotar y las obligó a ir hasta el molino. Allí llamó a la ventana y el molinero asomó la cabeza, preguntándole qué quería.
‑Aquí tengo tres animales rebeldes ‑dijo‑ y quiero educarlos. Si consentís en quedároslos, alimentarlos y tratarlos como yo quiero, pagaré lo que se me pida.
‑¿Por qué no? ‑dijo el molinero. ¿Cómo deben ser tratados?
El Cazador dijo que a la burra vieja (la Bruja) había que zurrarle tres veces al día y darle de comer sólo una. A la joven ‑que era la Criada‑ debía pegarle una vez y darle de comer tres. A la más joven y bien parecida de las tres bestias ‑que era la hermosa Doncella‑ le daría alimento tres veces y no le pegaría ninguna; el Cazador no tenía valor para hacerla sufrir.
Después de esto, el Cazador volvió al castillo, donde encontró cuan­to podía necesitar para vivir a su placer.
Pocos días después el molinero fue a encontrarle y le dijo que la burra vieja, a la que había zurrado tres veces, acababa de morir.
‑Las otras dos ‑terminó, sobre todo aquella a la cual zurro una vez al día, no están muertas, pero poco les falta.
El corazón del Cazador se enterneció y dijo al molinero que volviese al molino. Cuando el hombre se hubo marchado, él tomó de su morral la lechuga buena ‑la que devolvía la forma humana, fue al molino y desencantó a las dos doncellas. La que tanto había sido amada se arrodilló ante él y le dijo:
‑iOh, amado mío, perdóname todo el mal que te hice! Fue contra mi voluntad, pues siempre te amé. La Bruja, que era mi tutora, me obligó a ello. La capa encantada está colgada en la alacena, y el corazón del pajarito ahora te lo voy a devolver.
‑Guárdalo ‑dijo él: es lo mismo, puesto que lo único que deseo es hacerte mi esposa.
La boda se celebró en seguida y juntos vivieron felices.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

La lampara azul

Érase un soldado que durante muchos años había servido lealmente a su rey. Al terminar la guerra, el mozo, que, debido a las muchas heridas que recibiera, no podía continuar en el servicio, fue llamado a presencia del Rey, el cual le dijo:
-Puedes marcharte a tu casa, ya no te necesito. No cobrarás más dinero, pues sólo pago a quien me sirve.
Y el soldado, no sabiendo cómo ganarse la vida, quedó muy preocupado y se marchó a la ventura. Anduvo todo el día, y al anochecer llegó a un bosque. Divisó una luz en la oscuridad, y se dirigió a ella. Así llegó a una casa, en la que habitaba una bruja.
-Dame albergue, y algo de comer y beber -pidióle- para que no me muera de hambre.
-¡Vaya! -exclamó ella. ¿Quién da nada a un soldado perdido? No obstante, quiero ser compasiva y te acogeré, a condición de que hagas lo que voy a pedirte.
-¿Y qué deseas que haga? -preguntó el soldado.
-Que mañana caves mi huerto.
Aceptó el soldado, y el día siguiente estuvo trabajando con todo ahínco desde la mañana, y al anochecer, aún no había terminado.
-Ya veo que hoy no puedes más; te daré cobijo otra noche; pero mañana deberás partirme una carretada de leña y astillarla en trozos pequeños.
Necesitó el mozo toda la jornada siguiente para aquel trabajo, y, al atardecer, la vieja le propuso que se quedara una tercera noche.
-El trabajo de mañana será fácil -le dijo. Detrás de mi casa hay un viejo pozo seco, en el que se me cayó la lámpara. Da una llama azul y nunca se apaga; tienes que subírmela.
Al otro día, la bruja lo llevó al pozo y lo bajó al fondo en un cesto. El mozo encontró la luz e hizo señal de que volviese a subirlo. Tiró ella de la cuerda, y, cuando ya lo tuvo casi en la superficie, alargó la mano para coger la lámpara.
-No -dijo él, adivinando sus perversas intenciones. No te la daré hasta que mis pies toquen el suelo.
La bruja, airada, lo soltó, precipitándolo de nuevo en el fondo del pozo, y allí lo dejó.
Cayó el pobre soldado al húmedo fondo sin recibir daño alguno y sin que la luz azul se extinguiese. ¿De qué iba a servirle, empero? Comprendió en seguida que no podría escapar a la muerte. Permaneció tristemente sentado durante un rato. Luego, metiéndose, al azar, la mano en el bolsillo, encontró la pipa, todavía medio cargada. "Será mi último gusto", pensó; la encendió en la llama azul y se puso a fumar. Al esparcirse el humo por la cavidad del pozo, aparecióse de pronto un diminuto hombrecillo, que le preguntó:
-¿Qué mandas, mi amo?
-¿Qué puedo mandarte? -replicó el soldado, atónito.
-Debo hacer todo lo que me mandes -dijo el enanillo.
-Bien -contestó el soldado. En ese caso, ayúdame, ante todo, a salir del pozo.
El hombrecillo lo cogió de la mano y lo condujo por un pasadizo subterráneo, sin olvidar llevarse también la lámpara de luz azul. En el camino le fue enseñando los tesoros que la bruja tenía allí reunidos y ocultos, y el soldado cargó con todo el oro que pudo llevar.
Al llegar a la superficie dijo al enano:
-Ahora amarra a la vieja hechicera y llévala ante el tribunal.
Poco después veía pasar a la bruja, montada en un gato salvaje, corriendo como el viento y dando horribles chillidos. No tardó el hombrecillo en estar de vuelta:
-Todo está listo -dijo, y la bruja cuelga ya de la horca. ¿Qué ordenas ahora, mi amo?
-De momento nada más -le respondió el soldado. Puedes volver a casa. Estáte atento para comparecer cuando te llame.
-Pierde cuidado -respondió el enano. En cuanto enciendas la pipa en la llama azul, me tendrás en tu presencia.
-Y desapareció de su vista.
Regresó el soldado a la ciudad de la que había salido. Se alojó en la mejor fonda y se encargó magníficos vestidos. Luego pidió al fondista que le preparase la habitación más lujosa que pudiera disponer. Cuando ya estuvo lista y el soldado establecido en ella, llamando al hombrecillo negro, le dijo:
-Serví lealmente al Rey, y, en cambio, él me despidió, condenándome a morir de hambre. Ahora quiero vengarme.
-¿Qué debo hacer? -preguntó el enanito.
-Cuando ya sea de noche y la hija del Rey esté en la cama, la traerás aquí dormida. La haré trabajar como sirvienta.
-Para mí eso es facilísimo -observó el hombrecillo. Mas para ti es peligroso. Mal lo pasarás si te descubren.
Al dar las doce abrióse la puerta bruscamente, y se presentó el enanito cargado con la princesa.
-¿Conque eres tú, eh? -exclamó el soldado. ¡Pues a trabajar, vivo! Ve a buscar la escoba y barre el cuarto.
Cuando hubo terminado, la mandó acercarse a su sillón y, alargando las piernas, dijo:
-¡Quítame las botas! -y se las tiró a la cara, teniendo ella que recogerlas, limpiarlas y lustrarlas. La muchacha hizo sin resistencia todo cuanto le ordenó, muda y con los ojos entornados. Al primer canto del gallo, el enanito volvió a trasportarla a palacio, dejándola en su cama.
Al levantarse a la mañana siguiente, la princesa fue a su padre y le contó que había tenido un sueño extraordinario:
-Me llevaron por las calles con la velocidad del rayo, hasta la habitación de un soldado, donde hube de servir como criada y efectuar las faenas más bajas, tales como barrer el cuarto y limpiar botas. No fue más que un sueño, y, sin embargo, estoy cansada como si de verdad hubiese hecho todo aquello.
-El sueño podría ser realidad -dijo el Rey. Te daré un consejo: llénate de guisantes el bolsillo, y haz en él un pequeño agujero. Si se te llevan, los guisantes caerán y dejarán huella de tu paso por las calles. Mientras el Rey decía esto, el enanito estaba presente, invisible, y lo oía. Por la noche, cuando la dormida princesa fue de nuevo transportada por él calles a través, cierto que cayeron los guisantes, pero no dejaron rastro, porque el astuto hombrecillo procuró sembrar otros por toda la ciudad. Y la hija del Rey tuvo que servir de criada nuevamente hasta el canto del gallo.
Por la mañana, el Rey despachó a sus gentes en busca de las huellas; pero todo resultó inútil, ya que en todas las calles veíanse chiquillos pobres ocupados en recoger guisantes, y que decían:
-Esta noche han llovido guisantes.
-Tendremos que pensar otra cosa -dijo el padre. Cuando te acuestes, déjate los zapatos puestos; antes de que vuelvas de allí escondes uno; ya me arreglaré yo para encontrarlo.
El enanito negro oyó también aquellas instrucciones, y cuando, al llegar la noche, volvió a ordenarle el soldado que fuese por la princesa, trató de disuadirlo, manifestándole que, contra aquella treta, no conocía ningún recurso, y si encontraba el zapato en su cuarto lo pasaría mal.
-Haz lo que te mando -replicó el soldado; y la hija del Rey hubo de servir de criada una tercera noche. Pero antes de que se la volviesen a llevar, escondió un zapato debajo de la cama.
A la mañana siguiente mandó el Rey que se buscase por toda la ciudad el zapato de su hija. Fue hallado en la habitación del soldado, el cual, aunque -aconsejado por el enano-se hallaba en un extremo de la ciudad, de la que pensaba salir, no tardó en ser detenido y encerrado en la cárcel.
Con las prisas de la huida se había olvidado de su mayor tesoro, la lámpara azul y el dinero; sólo le quedaba un ducado en el bolsillo. Cuando, cargado de cadenas, miraba por la ventana de su prisión, vio pasar a uno de sus compañeros. Lo llamó golpeando los cristales, y, al acercarse el otro, le dijo:
-Hazme el favor de ir a buscarme el pequeño envoltorio que me dejé en la fonda; te daré un ducado a cambio.
Corrió el otro en busca de lo pedido, y el soldado, en cuanto volvió a quedar solo, apresuróse a encender la pipa y llamar al hombrecillo:
-Nada temas -dijo éste a su amo. Ve adonde te lleven y no te preocupes. Procura sólo no olvidarte de la luz azul.
Al día siguiente se celebró el consejo de guerra contra el soldado, y, a pesar de que sus delitos no eran graves, los jueces lo condenaron a muerte. Al ser conducido al lugar de ejecución, pidió al Rey que le concediese una última gracia.
-¿Cuál? -preguntó el Monarca.
-Que se me permita fumar una última pipa durante el camino.
-Puedes fumarte tres -respondió el Rey, pero no cuentes con que te perdone la vida.
Sacó el hombre la pipa, la encendió en la llama azul y, apenas habían subido en el aire unos anillos de humo, apareció el enanito con una pequeña tranca en la mano y dijo:
-¿Qué manda mi amo?
-Arremete contra esos falsos jueces y sus esbirros, y no dejes uno en pie, sin perdonar tampoco al Rey, que con tanta injusticia me ha tratado.
Y ahí tenéis al enanito como un rayo, ¡zis, zas!, repartiendo estacazos a diestro y siniestro. Y a quien tocaba su garrote, quedaba tendido en el suelo sin osar mover ni un dedo. Al Rey le cogió un miedo tal que se puso a rogar y suplicar y, para no perder la vida, dio al soldado el reino y la mano de su hija.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

La hija de la virgen maria

A la entrada de un extenso bosque vivía un leñador con su mujer y un solo hijo, que era una niña de tres años de edad; pero eran tan pobres que no podían mantenerla, pues carecían del pan de cada día. Una mañana fue el leñador muy triste a trabajar y cuando estaba partiendo la leña, se le presentó de repente una señora muy alta y hermosa que llevaba en la cabeza una corona de brillantes estrellas, y dirigiéndole la palabra le dijo:
-Soy la señora de este país; tú eres pobre y miserable; tráeme a tu hija, la llevaré conmigo, seré su madre y tendré cuidado de ella.
El leñador obedeció; fue a buscar a su hija y se la entregó a la señora, que se la llevó a su palacio.
La niña era allí muy feliz: comía bizcochos, bebía buena leche, sus vestidos eran de oro y todos procuraban complacerla.
Cuando cumplió los catorce años, la llamó un día la señora, y le dijo:
-Querida hija mía, tengo que hacer un viaje muy largo; te entrego estas llaves de las trece puertas de palacio. Puedes abrir las doce y ver las maravillas que contienen, pero te está prohibido tocar a la decimotercera que se abre con esta llave pequeña; guárdate bien de abrirla, pues te sobrevendrían grandes desgracias.
La joven prometió obedecer, y en cuanto partió la señora comenzó a visitar las habitaciones; cada día abría una diferente hasta que hubo acabado de ver las doce; en cada una se hallaba el sitial de un rey, adornado con tanto gusto y magnificencia que nunca había visto cosa semejante. Se llenaba de regocijo, y los pajes que la acompañaban se regocijaban también como ella. No le quedaba ya más que la puerta prohibida, y tenía grandes deseos de saber lo que estaba oculto dentro, por lo que le dijo a los pajes que la acompañaban:
-No quiero abrirla toda, mas quisiera entreabrirla un poco para que pudiéramos ver a través de la rendija.
-¡Ah, no! -dijeron los pajes, sería una gran falta, lo ha prohibido la señora y podría sucederte alguna desgracia.
La joven no contestó, pero el deseo y la curiosidad continuaban hablando en su corazón y atormentándola sin dejarle descanso. Apenas se marcharon los pases, dijo para sí:
-Ahora estoy sola, y nadie puede verme.
Tomó la llave, la puso en el agujero de la cerradura y le dio vuelta en cuanto la hubo colocado. La puerta se abrió y apareció, en medio de rayos del más vivo resplandor, la estatua de un rey magníficamente ataviada; la luz que de ella se desprendía la tocó ligeramente en la punta de un dedo y se volvió de color de oro. Entonces tuvo miedo, cerró la puerta muy ligera y echó a correr, pero continuó teniendo miedo a pesar de cuanto hacía y su corazón latía constantemente sin recobrar su calma habitual; y el color de oro que quedó en su dedo no se quitaba a pesar de que lo lavó muchas veces.
Al cabo de algunos días volvió la señora de su viaje, llamó a la joven y la pidió las llaves de palacio; cuando se las entregaba la dijo:
-¿Has abierto la puerta decimatercera?
-No -contestó.
La señora puso la mano en su corazón, vio que latía con mucha violencia y comprendió que había violado su mandato y abierto la puerta prohibida. Sin embargo le dijo otra vez:
-¿De veras no lo has hecho?
-No -contestó la niña por segunda vez.
La señora miró el dedo, que se había dorado al tocarlo la luz; no dudó ya de que la niña era culpable y le dijo por tercera vez:
-¿No lo has hecho?
-No -contestó la niña por tercera vez.
La señora le dijo entonces:
-No me has obedecido y has mentido, no mereces estar conmigo en mi palacio.
La joven cayó en un profundo sueño y cuando despertó estaba acostada en el suelo, en medio de un lugar desierto.
Quiso llamar, pero no podía articular una sola palabra; se levantó y quiso huir, mas por cualquiera parte que lo hiciera, se veía detenida por un espeso bosque que no podía atravesar. En el círculo en que se hallaba encerrada encontró un árbol viejo con el tronco hueco que eligió para servirle de habitación. Allí dormía por la noche, y cuando llovía o nevaba, encontraba allí abrigo. Su alimento consistía en hojas y yerbas, las que buscaba tan lejos como podía llegar.
Durante el otoño reunía una gran cantidad de hojas secas, las llevaba al hueco y en cuanto llegaba el tiempo de la nieve y el frío, iba a ocultarse en él. Se gastaron al fin sus vestidos y se la cayeron a pedazos, teniendo que cubrirse también con hojas. Cuando el sol volvía a calentar, salía, se colocaba al pie del árbol y sus largos cabellos la cubrían como un manto por todas partes. Permaneció largo tiempo en aquel estado, experimentando todas las miserias y todos los sufrimientos imaginables.
Un día de primavera cazaba el rey del país en aquel bosque y perseguía a un corzo; el animal se refugió en la espesura que rodeaba al viejo árbol hueco; el príncipe bajó del caballo, separó las ramas y se abrió paso con la espada. Cuando hubo conseguido atravesar, vio sentada debajo del árbol a una joven maravillosamente hermosa, a la que cubrían enteramente sus cabellos de oro desde la cabeza hasta los pies. La miró con asombro y le dijo:
-¿Cómo has venido a este desierto?
Pero ella no le contestó, pues le era imposible despegar los labios. El rey añadió, sin embargo:
-¿Quieres venir conmigo a mi palacio?
Le contestó afirmativamente con la cabeza. El rey la tomó en los brazos; la subió en su caballo y se la llevó a su morada, donde le dio vestidos y todo lo demás que necesitaba, pues aun cuando no podía hablar, era tan bella y graciosa que se apasionó y se casó con ella.
Había trascurrido un año poco más o menos, cuando la reina dio a luz un hijo; por la noche, estando sola en su cama, se la apareció su antigua señora, y la dijo así:
-Si quieres contar al fin la verdad, y confesar que abriste la puerta prohibida, te abriré la boca y te volveré la palabra, pero si te obstinas e insistes en el pecado e insistes en mentir, me llevaré conmigo tu hijo recién nacido.
Entonces pudo hablar la reina, pero dijo solamente:
-No, no he abierto la puerta prohibida.
La señora la quitó de los brazos su hijo recién nacido y desapareció con él. A la mañana siguiente, como no encontraban el niño, se esparció el rumor entre la servidumbre de palacio de que la reina era ogra y le había matado. Todo lo oía y no podía contestar, pero el rey la amaba con demasiada ternura para creer lo que se decía de ella. Trascurrido un año, la reina tuvo otro hijo; la señora se la apareció de nuevo por la noche y le dijo.
-Si quieres confesar al fin que has abierto la puerta prohibida te volveré a tu hijo, y te desataré la lengua, pero si te obstinas en tu pecado y continúas mintiendo, me llevaré también a este otro hijo.
La reina contestó lo mismo que la vez primera:
-No, no he abierto la puerta prohibida.
La señora cogió a su hijo en los brazos y se lo llevó a su morada. Por la mañana, cuando se hizo público que el niño había desaparecido también, se dijo en alta voz habérselo comido la reina y los consejeros del rey pidieron que se la procesase; pero la amaba con tanta ternura que les negó el permiso, y mandó que no volviesen a hablar más de este asunto bajo pena de la vida.
Al año tercero la reina dio a luz una hermosa niña, y la señora se presentó también a ella durante la noche, y la dijo:
-Sígueme.
Le cogió la mano, la condujo a su palacio y le enseñó a sus dos primeros hijos, que la conocieron y jugaron con ella, y como la madre se alegraba mucho de verlos, le dijo la señora:
-Si quieres confesar ahora que has abierto la puerta prohibida, te volveré a tus dos hermosos hijos.
La reina contestó por tercera vez:
-No, no he abierto la puerta prohibida.
La señora la volvió a su cama, y le tomó su tercera hija. A la mañana siguiente, viendo que no la encontraban, decían todos los de palacio a una voz:
-La reina es ogra, hay que condenarla a muerte.
El rey tuvo en esta ocasión que seguir el parecer de sus consejeros; la reina compareció delante de un tribunal y como no podía hablar ni defenderse, fue condenada a morir en una hoguera. Estaba ya dispuesta la pira, atada ella al palo, y la llama comenzaba a rodearla, cuando el arrepentimiento tocó a su corazón.
-Si pudiera -pensó entre sí- confesar antes de morir que he abierto la puerta...
Y exclamó:
-Sí, señora, soy culpable.
Apenas se le había ocurrido este pensamiento, cuando comenzó a llover y se le apareció la señora, llevando a sus lados los dos niños que le habían nacido primero y en sus brazos la niña que acababa de dar a luz, y dijo a la reina con un acento lleno de bondad:
-Todo el que se arrepiente y confiesa su pecado es perdonado.
Le entregó sus hijos, le desató la lengua y la hizo feliz por el resto de su vida.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

La doncella sin manos

A un molinero le iban mal las cosas, y cada día era más pobre; al fin, ya no le quedaban sino el molino y un gran manzano que había detrás. Un día se marchó al bosque a buscar leña, y he aquí que le salió al encuentro un hombre ya viejo, a quien jamás había visto, y le dijo:
-¿Por qué fatigarse partiendo leña? Yo te haré rico sólo con que me prometas lo que está detrás del molino.
«¿Qué otra cosa puede ser sino el manzano?», pensó el molinero, y aceptó la condición del desconocido. Éste le respondió con una risa burlona:
-Dentro de tres años volveré a buscar lo que es mío -y se marchó.
Al llegar el molinero a su casa, salió a recibirlo su mujer.
-Dime, ¿cómo es que tan de pronto nos hemos vuelto ricos? En un abrir y cerrar de ojos se han llenado todas las arcas y cajones, no sé cómo y sin que haya entrado nadie.
Respondió el molinero:
-He encontrado a un desconocido en el bosque, y me ha prometido grandes tesoros. En cambio, yo le he prometido lo que hay detrás del molino. ¡El manzano bien vale todo eso!
-¿Qué has hecho, marido? -exclamó la mujer horrorizada. Era el diablo, y no se refería al manzano, sino a nuestra hija, que estaba detrás del molino barriendo la era.
La hija del molinero era una muchacha muy linda y piadosa; durante aquellos tres años siguió viviendo en el temor de Dios y libre de pecado. Transcurrido que hubo el plazo y llegado el día en que el maligno debía llevársela, lavose con todo cuidado, y trazó con tiza un círculo a su alrededor. Presentóse el diablo de madrugada, pero no pudo acercársele y dijo muy colérico al molinero:
-Quita toda el agua, para que no pueda lavarse, pues de otro modo no tengo poder sobre ella.
El molinero, asustado, hizo lo que se le mandaba. A la mañana siguiente volvió el diablo, pero la muchacha había estado llorando con las manos en los ojos, por lo que estaban limpísimas. Así tampoco pudo acercársele el demonio, que dijo furioso al molinero:
-Córtale las manos, pues de otro modo no puedo llevármela.
-¡Cómo puedo cortar las manos a mi propia hija! -contestó el hombre horrorizado. Pero el otro le dijo con tono amenazador:
-Si no lo haces, eres mío, y me llevaré a ti.
El padre, espantado, prometió obedecer y dijo a su hija:
-Hija mía, si no te corto las dos manos, se me llevará el demonio, así se lo he prometido en mi desesperación. Ayúdame en mi desgracia, y perdóname el mal que te hago.
-Padre mío -respondió ella, haced conmigo lo que os plazca; soy vuestra hija.
Y, tendiendo las manos, se las dejó cortar. Vino el diablo por tercera vez, pero la doncella había estado llorando tantas horas con los muñones apretados contra los ojos, que los tenía limpísimos. Entonces el diablo tuvo que renunciar; había perdido todos sus derechos sobre ella.
Dijo el molinero a la muchacha:
-Por tu causa he recibido grandes beneficios; mientras viva, todos mis cuidados serán para ti.
Pero ella le respondió:
-No puedo seguir aquí; voy a marcharme. Personas compasivas
habrá que me den lo que necesite.
Se hizo atar a la espalda los brazos amputados, y, al salir el sol, se puso en camino. Anduvo todo el día, hasta que cerró la noche. Llegó entonces frente al jardín del Rey, y, a la luz de la luna, vio que sus árboles estaban llenos de hermosísimos frutos; pero no podía alcanzarlos, pues el jardín estaba rodeado de agua. Como no había cesado de caminar en todo el día, sin comer ni un solo bocado, sufría mucho de hambre y pensó: «¡Ojalá pudiera entrar a comer algunos de esos frutos! Si no, me moriré de hambre». Arrodillóse e invocó a Dios, y he aquí que de pronto apareció un ángel. Éste cerró una esclusa, de manera que el foso quedó seco, y ella pudo cruzarlo a pie enjuto.
Entró entonces la muchacha en el jardín, y el ángel con ella. Vio un peral cargado de hermosas peras, todas las cuales estaban contadas. Se acercó y comió una, cogiéndola del árbol directamente con la boca, para acallar el hambre, pero no más. El jardinero la estuvo observando; pero como el ángel seguía a su lado, no se atrevió a intervenir, pensando que la muchacha era un espíritu; y así se quedó callado, sin llamar ni dirigirle la palabra. Comido que hubo la pera, la muchacha, sintiendo el hambre satisfecha, fue a ocultarse entre la maleza.
El Rey, a quien pertenecía el jardín, se presentó a la mañana siguiente, y, al contar las peras y notar que faltaba una, preguntó al jardinero qué se había hecho de ella. Y respondió el jardinero:
-Anoche entró un espíritu, que no tenía manos, y se comió una directa-mente con la boca.
-¿Y cómo pudo el espíritu atravesar el agua? -dijo el Rey. ¿Y adónde fue, después de comerse la pera?
-Bajó del cielo una figura, con un vestido blanco como la nieve, que cerró la esclusa y detuvo el agua, para que el espíritu pudiese cruzar el foso. Y como no podía ser sino un ángel, no me atreví a llamar ni a preguntar nada. Después de comerse la pera, el espíritu se retiró.
-Si las cosas han ocurrido como dices -declaró el Rey, esta noche velaré contigo.
Cuando ya oscurecía, el Rey se dirigió al jardín, acompañado de un sacerdote, para que hablara al espíritu. Sentáronse los tres debajo del árbol, atentos a lo que ocurriera. A medianoche se presentó la doncella, viniendo del boscaje, y, acercándose al peral, comióse otra pera, alcanzándola directamente con la boca; a su lado se hallaba el ángel vestido de blanco. Salió entonces el sacerdote y preguntó:
-¿Vienes del mundo o vienes de Dios? ¿Eres espíritu o un ser humano?
A lo que respondió la muchacha:
-No soy espíritu, sino una criatura humana, abandonada de todos menos de Dios.
Dijo entonces el Rey:
-Si te ha abandonado el mundo, yo no te dejaré.
Y se la llevó a su palacio, y, como la viera tan hermosa y piadosa, se enamoró de ella, mandó hacerle unas manos de plata y la tomó por esposa.
Al cabo de un año, el Rey tuvo que partir para la guerra, y encomendó a su madre la joven reina, diciéndole:
-Cuando sea la hora de dar a luz, atendedla y cuidadla bien, y enviadme en seguida una carta.
Sucedió que la Reina tuvo un hijo, y la abuela apresuróse a comunicar al Rey la buena noticia. Pero el mensajero se detuvo a descansar en el camino, junto a un arroyo, y, extenuado de su larga marcha, se durmió. Acudió entonces el diablo, siempre dispuesto a dañar a la virtuosa Reina, y trocó la carta por otra, en la que ponía que la Reina había traído al mundo un monstruo. Cuando el Rey leyó la carta, espantóse y se entristeció sobre-manera; pero escribió en contestación que cuidasen de la Reina hasta su regreso.
Volvióse el mensajero con la respuesta, y se quedó a descansar en el mismo lugar, durmiéndose también como a la ida. Vino el diablo nueva-mente, y otra vez le cambió la carta del bolsillo, sustituyéndola por otra que contenía la orden de matar a la Reina y a su hijo. La abuela horrorizóse al recibir aquella misiva, y, no pudiendo prestar crédito a lo que leía, volvió a escribir al Rey; pero recibió una respuesta idéntica, ya que todas las veces el diablo cambió la carta que llevaba el mensajero. En la última le ordenaba incluso que, en testimonio de que había cumplido el mandato, guardase la lengua y los ojos de la Reina.
Pero la anciana madre, desolada de que hubiese de ser vertida una sangre tan inocente, mandó que por la noche trajesen un ciervo, al que sacó los ojos y cortó la lengua. Luego dijo a la Reina:
-No puedo resignarme a matarte, como ordena el Rey; pero no puedes seguir aquí. Márchate con tu hijo por el mundo, y no vuelvas jamás.
Atóle el niño a la espalda, y la desgraciada mujer se marchó con los ojos anegados en lágrimas.
Llegado que hubo a un bosque muy grande y salvaje, se hincó de rodillas e invocó a Dios. Se le apareció el ángel del Señor y la condujo a una casita, en la que podía leerse en un letrerito: «Aquí todo el mundo vive de balde». Salió de la casa una doncella, blanca como la nieve, que le dijo: «Bienvenida, Señora Reina», y la acompañó al interior.
Desatándole de la espalda a su hijito, se lo puso al pecho para que pudiese darle de mamar, y después lo tendió en una camita bien mullida.
Preguntóle entonces la pobre madre:
-¿Cómo sabes que soy reina?
Y la blanca doncella, le respondió:
-Soy un ángel que Dios ha enviado a la tierra para que cuide de ti y de tu hijo.
La joven vivió en aquella casa por espacio de siete años, bien cuidada y atendida, y su piedad era tanta, que Dios, compadecido, hizo que volviesen a crecerle las manos.
Finalmente, el Rey, terminada la campaña, regresó a palacio, y su primer deseo fue ver a su esposa e hijo. Entonces la anciana reina prorrumpió a llorar, exclamando:
-¡Hombre malvado! ¿No me enviaste la orden de matar a aquellas dos almas inocentes? -y mostróle las dos cartas falsificadas por el diablo, añadiendo:
-Hice lo que me mandaste ­y le enseñó la lengua y los ojos.
El Rey prorrumpió a llorar con gran amargura y desconsuelo, por el triste fin de su infeliz esposa y de su hijo, hasta que la abuela, apiadada, le dijo:
-Consuélate, que aún viven. De escondidas hice matar una cierva, y guardé estas partes como testimonio. En cuanto a tu esposa, le até el niño a la espalda y la envié a vagar por el mundo, haciéndole prometer que jamás volvería aquí, ya que tan enojado estabas con ella.
Dijo entonces el Rey:
-No cesaré de caminar mientras vea cielo sobre mi cabeza, sin comer ni beber, hasta que haya encontrado a mi esposa y a mi hijo, si es que no han muerto de hambre o de frío.
Estuvo el Rey vagando durante todos aquellos siete años, buscando en todos los riscos y grutas, sin encontrarla en ninguna parte, y ya pensaba que habría muerto de hambre. En todo aquel tiempo no comió ni bebió, pero Dios lo sostuvo. Por fin llegó a un gran bosque, y en él descubrió la casita con el letrerito: «Aquí todo el mundo vive de balde». Salió la blanca doncella y, cogiéndolo de la mano, lo llevó al interior y le dijo:
-Bienvenido, Señor Rey -y le preguntó luego de dónde venía.
-Pronto hará siete años -respondió él- que ando errante en busca de mi esposa y de mi hijo; pero no los encuentro en parte alguna.
El ángel le ofreció comida y bebida, pero él las rehusó, pidiendo sólo que lo dejasen descansar un poco. Tendióse a dormir y se cubrió la cara con un pañuelo.
Entonces el ángel entró en el aposento en que se hallaba la Reina con su hijito, al que solía llamar Dolorido, y le dijo:
-Sal ahí fuera con el niño, que ha llegado tu esposo.
Salió ella a la habitación en que el Rey descansaba, y el pañuelo se le cayó de la cara, por lo que dijo la Reina:
-Dolorido, recoge aquel pañuelo de tu padre y vuelve a cubrirle el rostro.
Obedeció el niño y le puso el lienzo sobre la cara; pero el Rey, que lo había oído en sueños, volvió a dejarlo caer adrede. El niño, impacientán-dose, exclamó:
-Madrecita. ¿Cómo puedo tapar el rostro de mi padre, si no tengo padre ninguno en el mundo? En la oración he aprendido a decir: Padre nuestro que estás en los Cielos; y tú me has dicho que mi padre estaba en el cielo, y era Dios Nuestro Señor. ¿Cómo quieres que conozca a este hombre tan salvaje? ¡No es mi padre!
Al oír el Rey estas palabras, se incorporó y le preguntó quién era.
Respondióle ella entonces:
-Soy tu esposa, y éste es Dolorido, tu hijo.
Pero al ver el Rey sus manos de carne, replicó:
-Mi esposa tenía las manos de plata.
-Dios misericordioso me devolvió las mías naturales -dijo ella; y el ángel salió fuera y volvió en seguida con las manos de plata. Entonces tuvo el Rey la certeza de que se hallaba ante su esposa y su hijo, y, besándolos a los dos, dijo, fuera de sí de alegría.
-¡Qué terrible peso se me ha caído del corazón!
El ángel del Señor les dio de comer por última vez a todos juntos, y luego los tres emprendieron el camino de palacio, para reunirse con la abuela. Hubo grandes fiestas y regocijos, y el Rey y la Reina celebraron una segunda boda y vivieron felices hasta el fin.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)