No pecaré de tan minuciosa
y diligente que fije con exactitud el punto donde pasaron estos sucesos. Baste
a los aficionados a la topografía novelesca saber que Bouzas lo mismo puede
situarse en los límites de la pintoresca región berciana, que hacia las
profundidades y quebraduras del Barco de Valdeorras, enclavadas entre la sierra
de la Encina y
la sierra del Ege. Bouzas, moralmente, pertenece a la Galicia primitiva, la
bella, la que hace veinte años estaba todavía por descubrir.
¿Quién no ha visto allí a la Mayorazga ? ¿Quién
no la conoce desde que era así de chiquita, y empericotada sobre el carro de
maíz regresaba a su pazo solariego en las calurosas tardes del verano?
Ya más crecida, solía
corretear, cabalgando un rocín en pelo, sin otros arreos que la cabeza de
cuerda. Parecía de una pieza con el jaco. Para montar se agarraba a las toscas
crines o apoyaba la mano derecha en el anca, y de un salto, ¡pim!, arriba.
Antes había cortado con su navajilla la vara de avellano o taray, y
blandiéndola a las inquietas orejas del «facatrús», iba como el viento por los
despeñaderos que guarnecen la margen del río Sil.
Cuando la Mayorazga fue
mujer hecha y derecha, su padre hizo el viaje a la clásica feria de Monterroso,
que convoca a todos los «sportsmen» rurales, y ferió para la muchacha una yegua
muy cuca, de cuatro sobre la marca, vivaracha, torda, recastada de andaluza
(como que era prole del semental del Gobierno). Completaba el regalo rico
albardón y bocado de plata; pero la Mayorazga , dejándose de chiquitas, encajó
a su montura un galápago (pues de sillas inglesas no hay noticia en Bouzas), y
sin necesidad de picador que la enseñase, ni de corneta que le sujetase el
muslo, rigió su jaca con destreza y gallardía de centauresa fabulosa.
Sospecho que si llegase a
Bouzas impensadamente algún honrado burgués madrileño, y viese a aquella
mocetona sola y a caballo por breñas y bosques, diría con sentenciosa gravedad
que don Remigio Padornín de las Bouzas criaba a su hija única hecha un
marimacho.
Y quisiera yo ver el gesto
de una institutriz sajona ante las inconve-niencias que la Mayorazga se
permitía. Cuando le molestaba la sed, apeábase tranquilamente a la puerta de
una taberna del camino real y le servían un tanque de vino puro. A veces se
divertía en probar fuerzas con los gananes y mozos de labranza, y a alguno
dobló el pulso o tumbó por tierra. No era desusado que ayudase a cargar el
carro de tojo, ni que arase con la mejor yunta de bueyes de su establo. En las
siegas, deshojas, romerías y fiestas patronales, bailaba como una peonza con
sus propios jornaleros y colonos sacando a los que prefería, según costumbre de
las reinas, y prefiriendo a los mejor formados y más ágiles.
No obstante, primero se
verían manchas en el cielo que sombras en la ruda virtud de la Mayorazga. No
tenía otro código de moral sino el Catecismo, aprendido en la niñez. Pero le
bastaba para regular el uso de su salvaje libertad.
Católica a machamartillo,
oía su misa diaria en verano como en invierno, guiaba por las tardes el
rosario, daba cuanta limosna podía. Su democrática familiaridad con los
labriegos procedía de un instinto de regimen patriarcal, en que iba envuelta la
idea de pertenecer a otra raza superior, y precisamente en la convicción de que
aquellas gentes «no eran como ella», consistía el toque de la llaneza con que
las trataba, hasta el extremo de sentarse a su mesa un día sí y otro también,
dando ejemplo de frugalidad, viviendo de caldo de pote y pan de maíz o centeno.
Al padre se le caía la baba
con aquella hija activa y resuelta. Él era hombre bonachón y sedentario, que
entró a heredar el vínculo de Bouzas por la trágica muerte de su hermano mayor,
el cual, en la primera guerra civil, había levantado una partidilla, vagando
por el contorno bajo el alias guerrero de Señorito de Padornín, hasta
que un día le pilló la tropa y le arrojó al río, después de envainarle tres
bayonetas en el cuerpo. Don Remigio, el segundón, hizo como el gato escaldado:
nunca quiso abrir un periódico, opinar sobre nada, ni siquiera mezclarse en
elecciones. Pasó la vida descuidada y apacible, jugando al tute con el
veterinario y el cura.
Frisaría la Mayorazga en los
veintidós cuando su padre notó que se desmejoraba, que tenía oscuras las ojeras
y mazados los párpados, que salía menos con la yegua y que se quedaba pensativa
sin causa alguna.
Y acordándose de cierto
hidalgo, antaño muy amigo suyo, Balboa de Fonsagrada, favorecido por la Providencia con
numerosa y masculina prole, le dirigió una misiva, proponiéndole un enlace. La
respuesta fue que no tardaría en presentarse en las Bouzas el segundón de
Balboa, recién licenciado en la
Facultad de Derecho de Santiago, porque el mayor no podía abandonar
la casa y el más joven estaba desposado ya.
Y, en efecto, de allí a
tres semanas -el tiempo que se tardó en hacerle seis mudas de ropa blanca y
marcarle doce pañuelos- llegó Camilo Balboa, lindo mozo afinado por la vida
universitaria, algo anemiado por la mala alimentación de las casas de huéspedes
y las travesuras de estudiante. A las dos horas de haberse apeado de un flaco
jamelgo el señorito de Balboa, la boda quedó tratada.
Físicamente, los novios
ofrecían extraño contraste, cual si la naturaleza al formarlos hubiese
trastocado las cualidades propias de cada sexo. La Mayorazga ,
fornida, alta de pechos y de ademán brioso, con carrillos de manzana
sanjuanera, dedada de bozo en el labio superior, dientes recios, manos duras,
complexión sanguínea y expresión franca y enérgica. Balboa, delgado, pálido,
rubio, fino de facciones, bromista, insinuante, nerviosillo, necesitado al
parecer de mimo y protección.
¿Fue esta misma disparidad
la que encendió en el pecho de la
Mayorazga tan violento amor que si la ceremonia nupcial
tarda un poco en realizarse, la novia, de fijo, enferma gravemente? ¿O fue sólo
que la fruta estaba madura, que Camilo Balboa llegó a tiempo? El caso es que no
se ha visto tan rendida mujer desde que hay en el mundo valle de Bouzas. No
enfrió esta ternura la vida conyugal; solamente la encauzó, haciéndola serena y
firme. La Mayorazga
rabiaba por un muñeco, y como el muñeco nunca acababa de venir, la doble
corriente de amor confluía en el esposo. Para él los cuidados y monadas, las
golosinas y refinamientos, los buenos puros, el café, el coñac, traído de la
isla de Cuba por los capitanes de barco, la ropa cara, encargada a Lugo.
Hecha a vivir con una taza
de caldo de legumbres, la
Mayorazga andaba pidiendo recetas de dulces a las monjas.
Capaz de dormir sobre una piedra, compraba pluma de la mejor, y cada mes mullía
los colchones y las almohadas del tálamo. Al ver que Camilo se robustecía y
engruesaba y echaba una hermosa barba castaño oscuro, la Mayorazga
sonreía, calculando allá en sus adentros:
Mas el tiempo de la
vendimia pasó, y el de la sementera también, y aquel en que florecen los
manzanos, y el muñeco no quiso bajar a la tierra a sufrir desazones. En cambio,
don Remigio se empeñó en probar mejor vida, y ayudado de un cólico miserere,
sin que bastase a su remedio una bala de grueso calibre que le hicieron tragar
a fin de que le devanase la enredada madeja de los intestinos, dejó este valle
de lágrimas, y a su hija dueña de las Bouzas.
No cogió de nuevas a la Mayorazga el
verse al frente de la hacienda, dirigiendo faenas agrícolas, cobranza de rentas
y tráfagos de la casa. Hacía tiempo que todo corría a su cargo. El padre no se
metía en nada; el marido, indolente para los negocios prácticos, no la ayudaba
mucho. En cambio, tenía cierto factótum, adicto como un perro y exacto
como una máquina, en su hermano de leche, Amaro, que desempeñaba en las Bouzas
uno de esos oficios indefinibles, mixtos de mayordomo y aperador.
A pesar de haber mamado una
leche misma, en nada se parecían Amaro y la señorita de Bouzas, pues el
labriego era desmedrado, flacucho y torvo, acrecentando sus malas trazas el
áspero cabello que llevaba en fleco sobre la frente y en greñas a los lados,
cual los villanos feudales.
A despecho de las
intimidades de la niñez, Amaro trataba a la Mayorazga con el
respeto más profundo, llamándola siempre «señora mi ama».
Poco después de morir don
Remigio, los acontecimientos revolucionarios se encresparon de mala manera, y hasta
el valle de Bouzas llegó el oleaje, traduciéndose en agitación carlista. Como
si el espectro del tío cosido a bayonetazos se le hubiese aparecido al
anochecer entre las nieblas del Sil demandando venganza, la Mayorazga sintió
hervir en las venas su sangre facciosa, y se dio a conspirar con un celo y brío
del todo vendeanos.
Otra vez se la encontró por
andurriales y montes, al rápido trote de su yegua, luciendo en el pecho un
alfiler que por el reverso tenía el retrato de don Carlos y por el anverso el
de Pío IX.
Hubo aquello de coser
cintos y mochilas, armar cartucheras, recortar corazones de franela colorada
para hacer «deténtes», limpiar fusiles de chispa comidos por el orín, pasarse
la tarde en la herrería viendo remendar una tercerola, requisar cuanto jamelgo
se encontraba a mano, bordar secreta-mente el estandarte.
Al principio, Camilo Balboa
no quiso asociarse a los trajines en que andaba su mujer, y echándoselas de
escéptico, de tibio, de alfonsino prudente, prodigó consejos de retraimiento o
lo metió todo a broma, con guasa de estudiante, sentado a la mesa del café,
entre el dominó y la copita de coñac. De la noche a la mañana, sin transición,
se encendió en entusiasmo y comenzó a rivalizar con la Mayorazga ,
reclamando su parte de trabajo, ofreciéndose a recorrer el valle, mientras
ella, escoltada por Amaro, trepaba a los picos de la sierra. Hízose así, y
Camilo tomó tan a pechos el oficio de conspirador, que faltaba de casa días
enteros, y por las mañanas solía pedir a la Mayorazga
«cuartos para pólvora..., cuartos para unas escopetas que descubrí en tal o
cual sitio». Volvía con la bolsa huera, afirmando que el armamento quedaba
«segurito», muy preparado para la hora solemne.
Cierta tarde, después de
una comida jeronimil, pues la
Mayorazga , por más ocupada que anduviese, no desatendía
el estómago de su marido -¡no faltaría otra cosa!, Camilo se puso la zamarra
de terciopelo, mandó ensillar su potro montañés, peludo y vivo como un caballo
de las estepas, y se despidió diciendo a medias palabras:
-Voyme donde los Resende...
Si no despachamos pronto, puede dar que me quede a dormir allí... No asustarse
si no vuelvo. De aquí al pazo de Resende aún hay una buena tiradita.
El pazo de Resende,
madriguera de hidalgos cazadores, estaba convertido en una especie de arsenal o
maestranza, en que se fabrican municiones, se «desenferruxaban» armas blancas y
de fuego y hasta se habilitaban viejos albardones, disfrazándolos de silla de
montar. La Mayorazga
se hizo cargo del importante objeto de la expedición; con todo, una sombra veló
sus pupilas por ser la primera vez que Camilo dormiría fuera del lecho conyugal
desde la boda. Se cercioró de que su marido iba bien abrigado, llevaba las
pistolas en el arzón y al cinto un revólver -«por lo que pueda saltar», y bajó
a despedirle en la portalada misma. Después llamó a Amaro y mandó arrear las
bestias, porque aquella tarde «cumplía» ver al cura de Burón, uno de los
organizadores del futuro ejército real.
Sin necesidad de blandir el
látigo, hizo la Mayorazga
tomar a su yegua animado trote, mientras el rocín de Amaro, rijoso y
emberrenchinado como una fiera, galopaba delante, a trancos desiguales y
furibundos. Ama y escudero callaban; él taciturno y zaino más que de costumbre;
ella, un poco melancólica, pensando en la noche de soledad. Iban descendiendo
un sendero pedregoso, a trechos encharcados por las extravasaciones del Sil
-sendero que después, torciendo entre heredades, se dirige como una flecha a la
rectoral de Burón-, cuando el rocín de Amaro, enderezando las orejas, pegó tal
huida, que a poco da con su jinete en el río, y por cima de un grupo de sauces,
la Mayorazga
vio asomar los tricornios de la Guardia Civil.
Nada tenía de alarmante el
encuentro, pues todos los guardias de las cercanías eran amigos de la casa de
Bouzas, donde hallaban prevenido el jarro de mosto, la cazuela de bacalao con
patatas; en caso de necesidad, la cama limpia, y siempre la buena acogida y el
trato humano; así fue que, al avistar a la Mayorazga el sargento que mandaba el
pelotón, se descubrió atentamente murmurando: «Felices tardes nos dé Dios,
señorita.» Pero ella, con repentina inspiración, le aisló y acorraló en el
recodo del sendero y, muy bajito y con una llaneza imperiosa, preguntóle:
-Señorita, no me descubra,
por el alma de su papá que está en gloria... A Resende, señorita, a Resende...
Dicen que hay fábrica de armas y facciosos escondidos, y el diablo y su
madre... A veces un hombre obra contra su propio corazón, señorita, por acatar
aquello que uno no tiene más remedio que acatar... La Virgen quiera que no haya
nada...
Aún se veía brillar entre
los sauces el hule de los capotes y ya la Mayorazga llamaba apresuradamente:
-Montas otra vez... Corres
más que el aire... Rodea, que no te vean los civiles... A Resende, a avisar al
señorito que allá va la
Guardia para registrar el pazo. Que entierren las armas, que
escondan la pólvora y los cartuchos... Mi marido que ataje por la Illosa y que se venga a
casa en seguida. ¿Aún no montaste?
Inmóvil, arrugando el
entrecejo, rascándose la oreja por junto a la sien, clavando en tierra la
vista, Amaro no daba más señales de menearse que si fuese hecho de piedra.
-A ver..., contesta... ¿Que
embuchado traes, Amaro? ¿Tú hablas o no hablas, o me largo yo a Resende en
persona?
Amaro no alzó los ojos, ni
hizo más movimiento que subir la mano de la sien a la frente, revolviendo las
guedejas. Pero entreabrió los labios y, dando primero un suspiro, tartamudeó
con oscura voz y pronunciación dificultosa.
-Si es por avisar a los
señoritos de Resende, un suponer, bueno; voy, que pronto se llega... Si es por
el señorito de casa, un suponer, señora mi ama, será excusado... El señorito no
«va» en Resende.
-Señora ama... -Amaro
hablaba precipitadamente, a borbotones, como sale el agua de una botella puesta
boca abajo. Señora ama..., el señorito... En los Carballos..., quiere
decir..., hay una costurera bonita que iba a coser al pazo de Resende...; ya no
va nunca...; el señorito le da dinero...; son ella y una tía carnal, que viven
juntas...; andan ella y el señorito por el monte a las veces...; en la feria de
Illosa el señorito le mercó unos aretes de oro...; la trae muy maja... La llama
la flor de la maravilla, porque cuándo se pone a morir, y cuándo aparece
sana y buena, cantando y bailando... Estará loca, un suponer...
Oía la Mayorazga sin
pestañear. La palidez daba a su cutis moreno tonos arcillosos. Maquinalmente
recogió las riendas y halagó el cuello de la jaca, mientras se mordía el labio
inferior, como las personas que aguantan y reprimen algún dolor muy vivo. Por
último, articuló sorda y tranquilamente:
-Tan cierto como que nos
hemos de morir. Aún permita Dios que venga un rayo y me parta, si cuento una
cosa por otra.
Amaro dijo «que sí» con una
mirada oblicua, y la
Mayorazga meditó contados instantes. Su natural resuelto
abrevió aquel momento de indecisión y lucha.
-Oye: tú te largas a
Resende a avisar, volando; has de llegar con tiempo para que escondan las
armas. Del señorito no dices, allí..., ni esto. Vuelves, y me encuentras una
hora antes de romper el día, junto al Soto de los Carballos, como se va a la
fuente del Raposo. Anda ya.
Amaro silbó a su jaco, sacó
del bolsillo la navaja de picar tagarninas y, azuzándole suavemente con ella,
salió al galope. Mucho antes que los civiles llegó a Resende, y el sargento
Piñeiro tuvo el gusto de no hallar otras armas en el pazo sino un asador de
cocina y las escopetas de caza de los señoritos, en la sala, arrimadas a un
rincón.
Aún no se oían en el bosque
esos primeros susurros del follaje y píos de pájaros que anuncian la proximidad
del amanecer, cuando Amaro se unía en los Carballos con su ama, ocultándose al
punto los dos tras un grupo de robles, a cuyos troncos ataron las cabalgaduras.
En silencio esperarían cosa
de hora y media. La luz blanquecina del alba se derramaba por el paisaje, y el
sol empezaba a desgarrar el toldo de niebla del río, cuando dos figuras
humanas, un hombre joven y apuesto y una mocita esbelta, reidora, fresca como
la madrugada y soñolienta todavía se despidieron tiernamente a poca distancia
del robledal. El hombre, que llevaba del diestro un caballo, lo montó y salió
al trote largo, como quien tiene prisa. La muchacha, después de seguirle con
los ojos, se desperezó y se tocó un pañuelo azul, pues estaba en cabello, con
dos largas trenzas colgantes. Por aquellas trenzas la agarró Amaro, tapándole
la boca con el pañuelo mismo, mientras decía con voz amenazadora:
-Si chistas, te mato. Aquí
llegó la hora de tu muerte. ¡Hala!, anda para avante.Subieron algún tiempo
monte arriba; la
Mayorazga delante, detrás Amaro, sofocando los chillidos
de la muchacha, llevándola en vilo y sujetándola los brazos. A la verdad, la
costurerita hacía débil, aunque rabiosa resistencia; su cuerpecito gentil, pero
endeble, no le pesaba nada a Amaro, y únicamente le apretaba las quijadas para
que no mordiese y las muñecas para que no arañase. Iba lívida como una difunta,
y así que se vio bastante lejos de su casa, entre las carrascas del monte, paró
de retorcerse y empezó a implorar misericordia.
Habrían andado cosa de un
cuarto de legua, y se encontraban en una loma desierta y bravía, limitada por
negros peñascales, a cuyos pies rodaba mudamente el Sil. Entonces la Mayorazga se
volvió, se detuvo y contempló a su rival un instante. La costurera tenía una de
esas caritas finas y menudas que los aldeanos llaman caras de Virgen y
parecen modeladas en cera, a la sazón mucho más, a causa de su extremada
palidez. No obstante, al caer sobre ella la mirada ofendida de la esposa, los
nervios de la muchacha se crisparon y sus pupilas destellaron una chispa de
odio triunfante, como si dijesen: «Puedes matarme; pero hace media hora tu
marido descansaba en mis brazos.» Con aquella chispa sombría se confundió un
reflejo de oro, un fulgor que el sol naciente arrancó de la oreja menudita y
nacarada: eran los pendientes, obsequio de Camilo Balboa. La Mayorazga
preguntó en voz ronca y grave:
Y Amaro, que no era manco
ni sordo, sacó su navajilla corta, la abrió con los dientes, la esgrimió...
Oyóse un aullido largo, pavoroso, de agonía; luego, otro y sordos gemidos.
-¿La tiro al Sil? -preguntó
el hermano de leche, levantando en brazos a la víctima, desmayada y cubierta de
sangre.
De la costurera bonita se
sabe que no apareció nunca en público sin llevar el pañuelo muy llegado a la
cara. De la Mayorazga ,
que al otro año tuvo muñeco. De Camilo Balboa, que no le jugó más picardías a
su mujer, o, si se las jugó, supo disimularlas hábilmente. Y de la partida
aquella que se preparaba en Resente, que sus hazañas no pasaron a la historia.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)