Sucedió esto allá por los tiempos
en que los udés, al ver una piedra, pensaban estar viendo un hombre de piedra;
al ver un oso, pensaban estar viendo un hombre de la taigá; al ver un pez,
pensaban estar viendo un hombre de las aguas; al ver un árbol, pensaban estar
viendo a un hombre de madera. A las gentes les sucedían entonces cosas muy
extrañas, cosas que ahora no ocurren.
En el curso superior del río Koppi
vivían dos hermanos llamados Solomdigá e Indigá.
Se les murió el padre, pero antes
de morir les dijo:
-Debéis manteneros siempre juntos.
Si algo malo le ocurre a uno, que le ayude el otro. Mirad los dos hacia el
mismo lado. No dejéis de hacer lo que os digo.
Muerto el padre, los hermanos
entretejieron una cinta blanca en su trenza, acostaron al padre en su ataúd y
colocaron el ataúd con los pies hacia Oriente para que también después de
muerto viera su padre la salida del sol. Siete días estuvieron llevando comida
a la sepultura del padre, para alimentar su alma.
Luego, salieron de caza.
«Mirad los dos hacia el mismo
lado», les había dicho el padre a los hermanos. Pero el hermano menor, Indigá,
miraba hacia todas partes mientras seguía al mayor. Y es que era muy curioso y
no le gustaba mirar siempre al mismo sitio.
Así iban los hermanos, anda que te
anda. Indigá miraba de aquí para allá. De pronto oyó un ruido. Volvió la cabeza
y vio que, desde detrás de unas ramas secas, un tigre saltaba sobre su hermano
mayor. Solomdigá no tuvo tiempo de adelantar la jabalina ni de empuñar el
cuchillo. Indigá estaba bastante apartado. Habría podido lanzar la jabalina
contra el tigre. Pero, del susto, el corazón se le encogió como el de una
liebre. Se desplomó en el suelo y juntó las manos rogándole al tigre que pasara
de largo, que no les hiciera nada a su hermano ni a él.
Así permaneció Indigá un buen rato
tirado en el suelo. Luego levantó la cabeza y no vio al tigre ni a su hermano.
Los dos habían desaparecido. Le entró una angustia muy grande. Se puso a llamar
al hermano. Estuvo gritando, y venga a gritar, sin que le contestara el
hermano. Unicamente los montes repetían, burlándose:
-¡So-lo-om! ¡Di-di! ¡Ga-ga! ¡A-a-a!
El muchacho rompió a llorar. ¿Cómo
iba a vivir ahora sin su hermano? ¿Qué le diría a la gente? ¿Cómo podría borrar
la vergüenza de su frente?
Mucho lloró Indigá, pero la madre
esperaba en casa y no tenía más remedio que ponerse a cazar.
Indigá comenzó por inspeccionar las
trampas. En una de ellas había caído un veso. Nada más ver a Indigá le gritó:
-¡Largo de aquí, hermano que ha
perdido a su hermano!
Se cortó con los dientes la pata
que había quedado presa en la trampa y escapó cojeando.
Fue Indigá a inspeccionar los
lazos. En uno de ellos había caído un hurón. Cuando el hurón vio a Indigá,
gritó también:
-Vergüenza me daría caer en tus
manos: ¡has perdido a tu hermano!
Rompió el lazo y escapó a la taigá.
Indigá disparó su arco contra un
ganso. La flecha fue volando hasta pegarle al ganso debajo del ala. El ganso se
arrancó la flecha con el pico, volvió a tirársela a Indigá y le gritó:
-¡Yo no seré presa tuya! ¡Has
perdido a tu hermano, Indi-Sá-Sá!
El ganso herido llegó volando hasta
el centro del río, cerró las alas, se dejó caer en el agua y se ahogó.
Ningún animal ni ningún ave quería
ser cazado por el muchacho de corazón de liebre.
Indigá se sentó a pensar. Estuvo
pensando mucho tiempo: hasta que se fumó todo el tabaco que tenía y todo el
musgo que crecía alrededor. Estaba muy angustiado diciéndose: «He perdido a mi
hermano. Es una cosa muy mala eso de perder a un hermano. Me duele el corazón.
Cualquier persona pierde una cosa, aunque no sea más que la pipa, y no para
hasta encontrarla. Y yo he perdido a mi hermano... Pues iré a buscarle. Cuando
le encuentre dejará de dolerme el corazón. Y si me muero, también dejará de
dolerme el corazón.»
Indigá volvió donde su madre. Se
arrodilló delante de ella. Se lo contó todo. Le contó que se le había vuelto el
corazón como el de una liebre. La madre le dio un beso. Y le dijo llorando:
-Tu padre os recomendó que miraseis
hacia delante. Como tú no atendiste su consejo, has perdido a tu hermano y has
encontrado un corazón de liebre. Ve a buscar tu corazón de hombre. Ve a buscar
a tu hermano. Le perdiste por culpa de tu miedo. Ahora, sólo podrás encontrarle
si demuestras que eres valiente.
Indigá cogió su pipa, la piedra y
el eslabón, el cuchillo y la
jabalina. Y se marchó. Pero no sabía adónde ir. Y echó a
andar hacia el poniente.
Se encontró con una culebra que se
arrastraba por la tierra y le preguntó dónde debía buscar a su hermano. La
culebra no lo sabía. Indigá siguió su camino. Se encontró con un ratón que
correteaba por el suelo. Le preguntó si no había visto a Solomdigá. El ratón no
le había visto. Indigá caminó otro rato. Vio a una ardilla que trepaba por los
árboles. Le preguntó lo mismo. No, la ardilla no había visto a su hermano.
Llegó a un río y vio unos peces nadando en el agua. Les preguntó a los peces si
habían visto a Solomdigá. Los peces no le habían visto. Indigá siguió
caminando. También preguntó a un sapo que iba pegando saltos. El sapo no le
había visto. Vio a una curruca que revoloteaba. Se lo preguntó. Contestó la
curruca que no había visto a Solomdigá, que ella volaba bajito. Se lo preguntó
a una grulla, que vuela más alto. La grulla no le había visto, pero dijo:
-Pregúntale al águila, que es la
que vuela más alto.
Conque fue Indigá y le preguntó al
águila si no había visto adónde se había llevado el tigre a su hermano
Solomdigá.
-Tu hermano está muy lejos -dijo el
águila. Sólo podrás encon-trarle si pasas las siete pruebas del miedo. Ahora
tienes corazón de liebre. Cuando tengas corazón de valiente, entonces
encontrarás a tu hermano.
El águila dejó caer una de sus
plumas y dijo luego:
-Voy a ayudarte. Lanza esta pluma
al aire, mira hacia dónde va, y síguela.
La pluma voló hacia el poniente.
Indigá la siguió.
No sé si anduvo mucho, pero cruzó
tres arroyos. La pluma volaba delante de él. Indigá miraba hacia delante, como
lo había recomendado el padre. Así caminaba Indigá, el que había perdido a su
hermano.
Se encontró el muchacho a la orilla
de un río. La pluma del águila cruzó el río volando. Indigá hizo una barca. La
echó al agua. El río se encrespó, se agitó con mucho ruido, lleno de remolinos.
El agua hervía lo mismo que en un caldero... Empezó a echar vapor. Los valles
se llenaron de niebla. La barca de Indigá se arrugó, se retorció y se fue a
pique. Los peces de aquel río se cocieron y flotaban panza arriba, mirando a
Indigá con ojos blancos. Le entró miedo al muchacho, pero tenía que sobreponerse
si no quería quedarse para siempre con el corazón de liebre. «Esto aún no es
una prueba -se decía. Las pruebas de verdad me esperan por delante.»
Indigá colocó su arco entre dos
árboles y tiró de la cuerda hasta engancharla en una rama. Entonces colocó una
flecha en el arco, se agarró a ella con una mano y con la otra mano rompió la rama. El arco se enderezó
y la flecha salió disparada por encima del río ardiente. El vapor se
arremolinaba en torno a Indigá, que iba agarrado a la flecha, y le abrasaba. Pero
Indigá aguantaba... El río era ancho y, mientras lo cruzaban, el muchacho se
quemó mucho. «No importa. Ya se curará», se dijo.
La flecha se clavó en la orilla
opuesta. Indigá la soltó, se enderezó y vio que la pluma de águila le estaba
esperando. Pero, no hizo el muchacho más que poner los pies en el suelo, cuando
la pluma siguió volando. Indigá fue tras ella.
Camina que te camina, saltó tres
arroyos, subió y bajó tres cerros, y de pronto vio una pradera de piedra entre
dos montañas. Conducía a la pradera un sendero muy estrecho, sembrado de huesos
y bordeado de calaveras. Indigá sintió miedo. Pero la pluma del águila volaba
sobre aquel sendero hacia la pradera de piedra. En aquella pradera tenían su
campamento unos tigres. Eran tantos como abejas hay en un enjambre. Estaban
devorando una presa. Jugaban unos con otros, se peleaban y rugían de tal manera
que parecía como si Agdá tronara sobre ellos.
La pluma del águila volaba cruzando
la pradera.
El corazón le latía locamente a
Indigá. «Me van a devorar», pensaba el muchacho.
Quiso fumarse una última pipa. Al
ir a encenderla, se le ocurrió una idea: hizo una trenza con la yesca, se la
ajustó alrededor de la cabeza y le prendió fuego.
La yesca ardía sobre la cabeza de
Indigá lo mismo que una hoguera. Indigá se lanzó a través del campamento de los
tigres, que pegaron espantadas en todas direcciones. No veían a Indigá. Veían
solamente las llamas. Los tigres rugían, pegaban con la cola en el suelo,
abrían sus fauces rojas... Pero Indigá pasaba entre ellos. «Esto no debe de ser
todavía una prueba -se decía-. Las pruebas de verdad me esperan por delante.»
Cruzó a la carrera todo el campamento. Al final mató a un tigre, se bebió la
sangre y se llevó la carne y la piel.
La pluma del águila ya estaba otra
vez encima de Indigá. En cuanto el muchacho terminó con el tigre, la pluma
reanudó su vuelo en línea recta, sin importarle los caminos. Indigá saltó tres
arroyos, subió y bajó tres cerros, cruzó tres ríos. Después del tercer río
comenzaba un bosque.
En aquel bosque, los árboles
llegaban hasta el cielo. Y crecían tan apiñados que a través de sus ramas no
pasaba un rayo de sol ni se deslizaba un soplo de viento. Los árboles estaban
entretejidos con lianas. Las ramas se retorcían como brazos: dejaban pasar a
los animales, pero a las personas, no. Indigá descubrió huesos que blanqueaban
en las ramas de aquellos árboles. A Indigá le entró miedo. El corazón le latía
locamente, las manos le temblaban, pero él se dijo: «Esto no debe de ser
todavía una prueba. Las pruebas de verdad me esperan por delante.» Conque se
puso la piel del tigre por encima, cortó la carne en pedazos que ensartó en su
jabalina y penetró en el bosque aquél.
Al notar el olor de la carne, los
árboles se inclinaban hacia Indigá, le buscaban con sus ramas. En cuanto una
rama se le acercaba, Indigá le lanzaba un trozo de carne. Los árboles se
arrebataban los pedazos los unos a los otros y empezaron a pelearse por la carne. Se azotaban de
tal manera los unos a los otros con las ramas, que salían volando en todas
direcciones trozos de corteza y astillas. Entre tanto, Indigá cruzaba el bosque
detrás de la pluma del águila. De paso, recogió algunas ramas de aquellos
árboles pensando: «Así podré encender una hoguera.»
La pluma del águila iba volando.
Indigá saltó por encima de seis arroyos, subió y bajó seis cerros y cruzó seis
ríos.
Conque llegó a un pantano. La pluma
volaba en línea recta. ¿Qué podría hacer Indigá? Se le ocurrió ir echando al
pantano las ramas que traía y caminar sobre ellas. Las ramas le sostenían sobre
el agua cenagosa. El pantano se movía. Sobre la superficie corrían unas
lucecillas azules. Indigá llegó hasta el centro del pantano. Allí se encontró
con un hombrecillo giboso que sólo tenía un brazo y una pierna. A Indigá le
entró miedo. El corazón le latía locamente y le temblaban las piernas y las
manos. Aunque nunca lo había visto hasta entonces, reconoció al hombrecillo: se
llamaba Bokó. Siempre estaba haciendo daño a la gente, llevándola por el
pantano hasta que la ciénaga se la tragaba. Dijo Bokó :
-¿A dónde vas, muchacho?
-Vengo en tu busca -contestó
Indigá.
-Aquí me tienes. ¿Qué me querías?
-He oído decir a la gente -explicó
entonces Indigá- que tu pierna, aunque sólo tienes una, es más fuerte que
dos... Como no puedo creérmelo, he venido a ver si es verdad. Vamos a probar
quién salta más alto. En mi tierra, no hay nadie que salte mejor que yo.
-Salta tú -dijo Bokó.
Indigá pegó un salto. Llegó hasta
más arriba de los árboles. Al caer abrió las piernas y se posó sobre las ramas.
Se hundió en el pantano hasta la cintura, pero las ramas impidieron que se
fuera al fondo.
Bokó soltó la carcajada.
-¡Valiente cosa! ¡Mira cómo se debe
saltar!
Flexionó su única pierna, se
enderezó luego y pegó un salto hasta las nubes. Allí dio media vuelta y cayó
cabeza abajo.
Indigá, mientras tanto, iba echando
ramas sobre el pantano para salir de allí...
Al caer, Bokó se hundió del todo en
la ciénaga. Mientras
salía a flote y se restregaba los ojos, Indigá había llegado ya a tierra firme.
Una vez allí, no podía hacerle nada Bokó.
Indigá se decía: «Esto no ha sido
todavía una prueba. Las pruebas de verdad me esperan por delante.»
Bokó le gritó:
-¡Eh, muchacho! ¿Has visto cómo hay
que saltar? ¡Ven acá!
-¡No tengo tiempo! -contestó Indigá.
Debo hacer una cosa.
La pluma del águila iba ya volando.
Indigá no tuvo siquiera tiempo de secarse: siguió adelante todo embadurnado de
cieno.
Saltó nueve arroyos, subió y bajó
nueve cerros. Ahora caminaba descalzo, desollándose los pies, porque los unti
se le habían desgastado. Cruzó nueve lagos...
Del último lago salió un culebrón
tremendo enroscándose en anillos. Sus escamas de piedra brillaban y hacían
ruido al entrechocar. Por la boca le salían llamas. Por donde pasaba el
culebrón retemblaba la tierra y ardía la hierba. El culebrón le echó el aliento a Indigá.
Le quemó la ropa y le chamuscó las cejas. Indigá sintió miedo. Se quedó lívido.
El corazón le latía locamente, le temblaban las piernas y los brazos y la
frente se le cubrió de sudor. «Esto no debe de ser todavía una prueba. Las
pruebas de verdad me esperan por delante», se animaba él mismo. Conque,
haciendo de tripas corazón, le gritó al culebrón:
-¡Oye! Si me quieres devorar,
prueba primero un trozo de tocino. Quizá te baste con eso.
Agarró un pedrusco, lo embadurnó
con cieno del pantano que llevaba pegado y arrojó el pedrusco a las fauces del
culebrón. El culebrón se atragantó y, como no podía tragarse el pedrusco,
tampoco podía echarle fuego a Indigá por la boca.
Indigá aprovechó para escapar
corriendo del culebrón. Mientras, la pluma del águila seguía volando en línea
recta. Indigá saltó nueve arroyos, subió y bajó nueve cerros, cruzó nueve lagos
y nueve bosques. Andaba descalzo, con los pies desollados por las piedras. Y
llegó a un desfiladero todo de roca.
Entonces fue cuando más miedo
sintió: las rocas que le rodeaban estaban vivas. Giraban, le seguían con la
mirada y se inclinaban las unas hacia las otras para hablarse en su lenguaje de
piedra. Pero la pluma seguía volando. Indigá iba tras ella.
De pronto vio Indigá que había un
hombre parado entre las rocas. Y no era un hombre corriente: tenía cabeza de
nabo, las piernas torcidas y era tan alto que había que echar la cabeza hacia
atrás para verle la cara.
Indigá no se había tropezado nunca con él, pero en seguida
comprendió que se hallaba ante Kakzamú, el genio malo de las montañas. Indigá
se quedó lívido, el corazón le latía locamente, le temblaban las piernas y los
brazos y los pelos se le habían puesto de punta. Sin embargo, se dijo el
muchacho: «Esto no es una prueba todavía. Las pruebas de verdad me esperan por
delante.» Se inclinó para saludar a Kakzamú.
-¿Qué buscas por aquí? -preguntó
Kakzamú.
Conque le contestó Indigá,
considerándose ya perdido:
-Oye, vecino: me han dicho que
tienes mucha fuerza.
-Y dicen la verdad -contestó
Kakzamú. ¿Ves cuántas rocas hay aquí? Pues todas son hombres a los que yo he
convertido en piedra. Para que cuiden de mis riscos y de todo lo que hay
debajo. ¡Y a ti también voy a convertirte en piedra ahora mismo!
Tocó un brazo de Indigá, y el brazo
se volvió de piedra. Indigá no podía moverlo ni levantarlo. El brazo se puso
negro. Por poco se muere del susto Indigá.
Pero logró rehacerse y dijo:
-¡Anda!... ¡Pero si eso ya sabía
hacerlo mi abuelo! Transformar la carne en piedra no tiene nada de particular
ni se necesita mucha fuerza para eso. En cambio, a ver si eres capaz de
convertir la piedra en carne. Mi abuelo sí sabía hacerlo, sólo que murió hace
mucho tiempo. Y, ahora, nadie sabe ya.
Kakzamú le contestó a Indigá:
-Mi fuerza es mi poder: ¡yo puedo
hacer lo que quiera!
Le tocó el brazo a Indigá, y el
brazo)recobró su vida. La sangre volvió a circular y el brazo pudo moverse.
-¡Anda!... Tampoco esto es gran
cosa. A ver, agáchate un poco para que te diga al oído otra cosa que hacía mi
abuelo, pero que a nadie se lo contó.
Kakzamú se inclinó hacia Indigá.
Acercó el oído. Giraba sus ojos enormes y por los agujeros de su nariz se
habría podido meter el puño cerrado. Indigá sacó del cinto la bolsa del tabaco
y se lo echó todo a Kakzamú en las narices.
Kakzamú se puso a estornudar, venga
a estornudar y estornudar, hasta que toda la fuerza se le fue por la nariz... Tendría
que pasar un buen rato hasta que le volvieran las fuerzas... Indigá echó a
correr y así escapó de Kakzamú.
De nuevo siguió a la pluma del
águila. Saltó un arroyo, subió y bajó tres cerros, dio la vuelta a seis lagos y
cruzó nueve bosques. Tenía los pies desollados ya hasta el hueso.
Anda que te anda, se encontró
Indigá ante un muro de piedra. Era un muro que no se podía contornear ni tampoco
saltar: a un lado y otro se extendía a lo largo de toda la tierra y la parte de
arriba desaparecía entre las nubes.
Pegó la pluma del águila contra
aquel muro y desapareció, convertida en polvo, como si no hubiera existido
nunca.
Entonces sí que sintió miedo
Indigá. Tanto miedo, que no hay palabras para explicarlo. Contra aquel muro no
valía la fuerza. Contra
aquel muro no valía la
astucia. Indigá se contempló y se le saltaron las lágrimas.
Tenía los pies desollados hasta el hueso, las manos abrasadas, la ropa hecha
jirones, el vientre pegado a la espalda del hambre... ¡Después de tanto como
había pasado Indigá, no lograría ver a su hermano! Conque empuñó su cuchillo y
dijo:
-No puedo retroceder. Nadie de
nuestro linaje retrocedió nunca. Me arrancaré el corazón de liebre... Borraré
la vergüenza de mi rostro...
Se llevó el cuchillo al pecho. De
pronto vio que se abría una puerta en el muro. Pero, ¿qué prueba le esperaría
al otro lado?
Indigá se sobrepuso: «No puedo
tener miedo. ¡Soy un hombre!»
De pronto notó que en su corazón
comenzaba a latir un corazón de hombre. Empuñó la jabalina. Pegó un
golpe con todas sus fuerzas. La puerta se abrió de par en par. Dispuesto a
todo, Indigá entró de un salto por aquella puerta...
¿Qué sucedía?
El muchacho se encontraba en el
mismo sitio donde perdió a su hermano. Y el muro había desaparecido.
Alrededor suyo, la saraná florecía
como una llamarada roja, gorjeaban los pájaros...
Y justo delante de Indigá estaba su
hermano Solomdigá. Allí estaba, llevando de la mano a una linda muchacha. Nunca
había visto Indigá a otra tan hermosa. Tenía las pestañas como mimbres, los
ojos amarillos resplandecían igual que el sol. La muchacha llevaba puesta una
bata amarilla de boda, con rayas negras, parecida a la piel de un tigre.
-Gracias, hermano -dijo Solomdigá.
Todo lo has afrontado por mí.
La muchacha le sonrió a Indigá y
explicó:
-Yo soy del linaje de los tigres.
Me enamoré de tu hermano y por eso me lo llevé. Pero he visto que tú no puedes
vivir sin tu hermano. Y le he pedido al Amo de los Tigres que me permita ir a
vivir con los seres humanos. Ahora, viviré con vosotros. Con vosotros se puede
vivir porque sois valientes.
Los tres se cogieron de la mano y
echaron a andar juntos. Le dieron una gran alegría a su madre.
Solomdigá y la muchacha se
convirtieron en marido y mujer. En cuanto a Indigá, aprendió a mirar siempre
hacia delante y nunca más volvió a sentir en su pecho el corazón de una liebre.
1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074
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