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sábado, 27 de diciembre de 2014

Las riquezas del cuclillo

No le temas al trabajo. Porque, si te quedas mano sobre mano, la dicha pasará a tu lado sin que puedas alcanzarla...
En una aldea vivían tres hermanos que se llamaban Jalbá, Adungá y Pokchó.
A dos de los hermanos les gustaba la caza, y a la caza se dedicaban. Sabían construir trampas para distintos animales y eran capaces de hacer blanco en el ojo de una ardilla cuando saltaba de un árbol a otro. El hermano menor, en cambio, vivía a costa de los mayores. Cuando salían a cazar martas, Pokchó iba con ellos. Los hermanos mayores montaban una cabaña, encendían la hoguera, le rezaban al Amo de la Taigá para que les diera suerte y se ponían en marcha. Pokchó se quedaba en la cabaña, haciendo la comida, contando las estrellas y diciéndose que ojalá tuviese él otras tantas martas cebellinas, en espera de que sus hermanos le dieran parte de sus presas. Y claro, a él, que no había salido de caza, sólo le correspondía una décima parte. Por eso, el más pobre de los hermanos era Pokchó. Cuando lo pasaba en grande era cuando los hermanos mataban un oso, porque se daba un atracón. Para eso, Pokchó se las pintaba solo.
A dos de los hermanos les gustaba la pesca y solían ir a pescar al río. Sabían construir barcas. Pescaban con arpón. Tejían redes. Eran capaces de matar un kaluga de un solo golpe. Con el tridente sacaban tres peces de golpe. Pokchó se quedaba en la orilla, echándole ramas al fuego y contando las hojas de los árboles diciéndose que ojalá sacara él otros tantos peces, en espera de que sus hermanos le dieran parte de la pesca. Y, claro, a él sólo le correspondía una décima parte. Con eso, no se llega a rico... Cuando lo pasaba en grande Pokchó era cuando los hermanos pescaban una kaluga: entonces, se pegaba el atracón. Todos comían y también comía él. En eso sí que no le ganaba nadie a Pokchó. Así iban viviendo los hermanos.
Pokchó envidiaba a Jalbá y a Adungá. Cuanto más tiempo pasaba, más bienes tenían.
Mientras, a Pokchó se le terminaba todo sin saber de qué manera.
Pero Pokchó quería hacerse rico. Conque caminaba mirando al suelo por si encontraba en algún sitio un diente de oso, porque dicen que llama a la riqueza. ¿Que encontraba un trapito tirado? Pokchó se lo guardaba en seguida en el pecho por si era un objeto de la buena suerte y le traía riquezas. Entre los alerces andaba siempre buscando el de la suerte, el que daba piñones como los del pino piñonero.
Una vez, como tantas otras, salió Pokchó con sus hermanos a la taigá.
Sus hermanos se fueron de caza y Pokchó se quedó en la cabaña. Estaba allí, preparándose la comida y pensando: «¡Mira que si yo cazara tantas martas cebellinas como granos de cereal hay aquí! ¡Entonces sí que me daría la gran vida!»
De pronto cayó una rama seca desde arriba. Pokchó levantó la cabeza y vio a un cuclillo posado en un pino. El cuclillo se limpiaba las plumas y agitaba la cola de arriba abajo.
-Este otoño habrá muchas bayas -se dijo Pokchó en voz alta. Esa señal no falla.
Al acordarse de la señal pegó un respingo: los ancianos decían que sí uno mata a un cuclillo, se lo come, luego se duerme y suda mientras está dormido, la riqueza se viene sola a las manos.
Muy perezoso era Pokchó, pero en esta ocasión empezó a moverse. ¿Cómo iba a dejar escapar la suerte que se le venía a las manos? Agarró el perol donde estaban hirviendo los cereales y, izás!, se lo tiró al cuclillo, que cayó al suelo. Pokchó se lo comió con plumas y todo. Luego se acostó hecho un ovillo y se quedó dormido.
Al poco rato, sintió calor.
Miró Pokchó y ¡qué maravilla! De la taigá iban llegando martas cebellinas una tras otra. Delante iba una grande, negra como el carbón y con el pelo tan brillante que hacía daño a los ojos. Pokchó el holgazán se quedó pasmado. Comprendió que era el propio Amo de las Martas el que había salido de la taigá. «¡Vaya con el cuclillo!», pensó Pokchó encantado.
El Amo de las Martas fue derechito hacia Pokchó. Cuando estuvo a su lado, pegó un salto y desapareció. Pero las martas que venían con el Amo iban a parar a las manos de Pokchó. Ni corto ni perezoso, Pokcho agarró un cucharón y ¡venga a pegar con él a las martas! No hacía más que pegar a una en el hocico, y ya estaba otra esperando. Pokchó estaba incluso cansado. Tenía ya un montón de martas a la derecha. Entonces oyó que el Amo de las Martas le preguntaba desde arriba:
-¿Tienes bastantes ya, Pokchó?
-¡Más, más! -gritó Pokchó.
Cambió de mano y fue amontonando las martas a la izquierda. Tan alto era el montón, que ni siquiera dejaba ver el bosque.
-¿Tienes bastantes ya, Pokchó? -volvió a preguntar el Amo de las Martas.
-¡Más, más! -gritó Pokchó.
Ahora pegaba a las martas empuñando el cucharón con las dos manos para tener más fuerza. Y también delante de él se alzó un montón.
Pokchó estaba extenuado. El Amo de las Martas preguntó por tercera vez:
-¿Tienes bastantes ya, Pokchó? Sin moverte del sitio, has juntado tantas martas como no obtienen ni cien cazadores en toda la temporada.
Pokchó iba a gritar: «¡Más, más!», pero casi se ahogaba bajo el montón de martas.
-¡Basta! -dijo.
Regresaron los hermanos de la taigá. Por debajo de las martas ni siquiera se veía la cabaña y sólo asomaban en un sitio los unti de Pokchó.
Las riquezas del cuclillo
Tiraron del hermano y le pusieron de pie.
Pokchó se sentó, encendió su pipa y dijo:
-Estoy cansado. Descansaré un poco mientras vosotros desolláis las martas.
Empezaron los hermanos a quitarles la piel a las martas. Tanto rato estuvieron trabajando que rompieron a sudar. La nieve se derritió bajo sus pies, luego se desheló la tierra y asomó la hierba verde. De tanto como sudaban se formó una nube de vapor encima de ellos y en la nube apareció el arco iris.
Pokchó no hacía más que meterles prisa y pegarles gritos.
Terminaron su faena los hermanos...
Entonces vio Pokchó que, como por arte de magia, empezaron a llegar trineos y más trineos. Los perros que tiraban de ellos eran a cuál mejor, todos blancos, con las patas negras. Los tiros eran de cuero de alce, adornados con placas de cobre. Las pieles de las martas empezaron a cargarse ellas solas en los trineos.
Los hermanos se pusieron en marcha hacia la aldea.
Pokchó iba montado en el primer trineo, muy ufano.
Cuando Pokchó llegó con sus hermanos a la aldea, ya estaban esperándole unos mercaderes.
Los mercaderes empezaron a hacer tratos, a regatear, a pelearse entre ellos por las pieles. ¡Y es que eran unas pieles buenísimas! Por fin le dieron a Pokchó dos seras de monedas de plata, no sé cuántas batas, cereales secos, harina, dulces... Un cobertizo entero.
Tan rico se había vuelto Pokchó, que todos sus paisanos le manifestaban respeto.
A todo esto, la suerte no abandonaba a Pokchó.
Les dijo a sus hermanos que fueran a ver las redes. Llegaron los hermanos, tiraron de las redes y no podían con ellas, de tantos peces como había dentro. Pidieron ayuda a toda la gente de la aldea, y a duras penas sacaron entre todos las redes. Y lo que contenían las redes no eran pececillos de nada, sino kalugas todas ellas. De una sola vez habían sacado comida para alimentar a la aldea entera durante todo un año. ¡Ni más ni menos!
Pokchó se convirtió en el hombre más importante de la aldea.
Era un buen chico y estaba tan contento que quiso invitar a comer a la gente. Hirvió un perol tremendo con todos los cereales y la harina de los mercaderes. Llamó a la gente y dijo:
-¡Comed todo lo que queráis!
Llegó la gente, se sentó eñ torno al caldero, y dijeron los ancianos:
-Primero hay que dar de comer a los niños...
-Muy bien -dijo Pokchó. Que coman primero los niños pequeños.
Entonces se acercó un niño pequeñito con una cuchara pequeñita en la mano.
-Coge una cuchara grande -le dijo Pokchó.
El pequeño contestó:
-No, si yo no como mucho.
Sacó el niño una cucharadita del caldero y al instante lo dejó vacío.
-Está rico, pero es muy poco -dijo.
Pokchó puso ojos de extrañeza: ¿qué estaba ocurriendo allí? Y la gente decía, molesta:
-¿Cómo es eso, Pokchó? Has prometido dar de comer a todos, y ni siquiera has tenido bastante para un chiquillo. ¿No ves cómo se relame? Eso quiere decir que comería más, pero no hay.
-Bueno, bueno, compraré más cereales -anunció Pokchó. Que venga un mercader.
La gente fue corriendo en busca de un mercader.
Desató Pokchó una de las seras de monedas y las monedas salieron solas de la sera y echaron a rodar por el camino que habían seguido los mercaderes al venir. Pokchó intentaba retenerlas, pero imposible: se le escapaban entre los dedos como si fueran agua. Cuando quiso darse cuenta, las dos seras estaban vacías...
-Bueno, bueno, ¿cómo no voy a agasajar a la gente? -exclamó Pokchó. Venderé mis batas, y ya está.
Fue al cobertizo. Allí estaban colgadas las batas: batas acolcha'das, de seda, de piel de pescado, de piel de alce, de piel de reno... Batas bordadas en seda, bordadas con pelo de reno, adornadas con dragones dorados... Batas con botones de cobre, de plata y de oro... Pokchó las sacó todas del cobertizo, pidiendo a gritos que fueran a buscar a otro mercader.
Pero la gente le preguntó:
-¿Tú qué pretendes vender, Pokchó?
-¿Cómo que «qué»?
Se fijó, y vio que tenía en las manos un trozo de corteza de abedul picoteada por un pájaro carpintero. Y el cobertizo estaba lleno de corteza de abedul.
-No importa. ¿No me comí el cuclillo? Pues ahora soy un hombre de suerte. Comeremos kaluga. Con lo que se ha pescado, tenemos para un año entero.
-¡Mira de lo que fue a presumir! No hay kaluga.
-¿Pues, ¿dónde está?
-La picoteó el cuclillo.
-¿Cómo que «la picoteó el cuclillo»?
-Pues muy sencillo: llegó, se posó encima de su cabeza, le picoteó los ojos, y desapareció el pescado. Tú decías que te habías comido al cuclillo, pero resulta que el cuclillo te ha comido a ti...
La gente se marchó.
Del disgusto, Pokchó se acostó a dormir. ¡Eso sí que lo sabía hacer! Oyó que la gente le gritaba:
-¡Eh, Pokchó! No duermas, o te pasarás la vida en un sueño. Pokchó se sintió avergonzado. Notó que tenía calor. Y se despertó...
Estaba en la cabaña montada por sus hermanos cuando se fueron de caza y la hoguera había prendido tan bien que el fuego se aproximaba ya a él y hasta sus unti se habían arrugado del calor.
Pokchó encendió su pipa, se puso a pensar... Luego se puso a pensar otra vez y en esto descubrió, al lado mismo de la cabaña, una huella reciente de marta cebellina. Se conoce que había pasado por allí mientras Pokchó estaba soñando.
El perezoso Pokchó se levantó de un salto. Agarró su arco. Se puso los esquíes. Y se deslizó a toda velocidad por la huella de la marta.
«¡Eh! -se dijo. Más vale una marta cazada con las propias manos que todas las riquezas del cuclillo.» Y la verdad es que tenía razón.

1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074

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