No le temas al trabajo. Porque, si
te quedas mano sobre mano, la dicha pasará a tu lado sin que puedas
alcanzarla...
En una aldea vivían tres hermanos
que se llamaban Jalbá, Adungá y Pokchó.
A dos de los hermanos les gustaba
la caza, y a la caza se dedicaban. Sabían construir trampas para distintos
animales y eran capaces de hacer blanco en el ojo de una ardilla cuando saltaba
de un árbol a otro. El hermano menor, en cambio, vivía a costa de los mayores.
Cuando salían a cazar martas, Pokchó iba con ellos. Los hermanos mayores
montaban una cabaña, encendían la hoguera, le rezaban al Amo de la Taigá para
que les diera suerte y se ponían en marcha. Pokchó se quedaba en la cabaña,
haciendo la comida, contando las estrellas y diciéndose que ojalá tuviese él
otras tantas martas cebellinas, en espera de que sus hermanos le dieran parte
de sus presas. Y claro, a él, que no había salido de caza, sólo le correspondía
una décima parte. Por eso, el más pobre de los hermanos era Pokchó. Cuando lo
pasaba en grande era cuando los hermanos mataban un oso, porque se daba un
atracón. Para eso, Pokchó se las pintaba solo.
A dos de los hermanos les gustaba
la pesca y solían ir a pescar al río. Sabían construir barcas. Pescaban con
arpón. Tejían redes. Eran capaces de matar un kaluga de un solo golpe. Con el
tridente sacaban tres peces de golpe. Pokchó se quedaba en la orilla, echándole
ramas al fuego y contando las hojas de los árboles diciéndose que ojalá sacara
él otros tantos peces, en espera de que sus hermanos le dieran parte de la pesca. Y , claro, a él
sólo le correspondía una décima parte. Con eso, no se llega a rico... Cuando lo
pasaba en grande Pokchó era cuando los hermanos pescaban una kaluga: entonces,
se pegaba el atracón. Todos comían y también comía él. En eso sí que no le
ganaba nadie a Pokchó. Así iban viviendo los hermanos.
Pokchó envidiaba a Jalbá y a
Adungá. Cuanto más tiempo pasaba, más bienes tenían.
Mientras, a Pokchó se le terminaba
todo sin saber de qué manera.
Pero Pokchó quería hacerse rico.
Conque caminaba mirando al suelo por si encontraba en algún sitio un diente de
oso, porque dicen que llama a la riqueza. ¿Que encontraba un trapito tirado?
Pokchó se lo guardaba en seguida en el pecho por si era un objeto de la buena
suerte y le traía riquezas. Entre los alerces andaba siempre buscando el de la
suerte, el que daba piñones como los del pino piñonero.
Una vez, como tantas otras, salió
Pokchó con sus hermanos a la taigá.
Sus hermanos se fueron de caza y
Pokchó se quedó en la
cabaña. Estaba allí, preparándose la comida y pensando:
«¡Mira que si yo cazara tantas martas cebellinas como granos de cereal hay
aquí! ¡Entonces sí que me daría la gran vida!»
De pronto cayó una rama seca desde
arriba. Pokchó levantó la cabeza y vio a un cuclillo posado en un pino. El
cuclillo se limpiaba las plumas y agitaba la cola de arriba abajo.
-Este otoño habrá muchas bayas -se
dijo Pokchó en voz alta. Esa señal no falla.
Al acordarse de la señal pegó un
respingo: los ancianos decían que sí uno mata a un cuclillo, se lo come, luego
se duerme y suda mientras está dormido, la riqueza se viene sola a las manos.
Muy perezoso era Pokchó, pero en
esta ocasión empezó a moverse. ¿Cómo iba a dejar escapar la suerte que se le
venía a las manos? Agarró el perol donde estaban hirviendo los cereales y,
izás!, se lo tiró al cuclillo, que cayó al suelo. Pokchó se lo comió con plumas
y todo. Luego se acostó hecho un ovillo y se quedó dormido.
Al poco rato, sintió calor.
Miró Pokchó y ¡qué maravilla! De la
taigá iban llegando martas cebellinas una tras otra. Delante iba una grande,
negra como el carbón y con el pelo tan brillante que hacía daño a los ojos.
Pokchó el holgazán se quedó pasmado. Comprendió que era el propio Amo de las
Martas el que había salido de la taigá. «¡Vaya con el cuclillo!», pensó Pokchó
encantado.
El Amo de las Martas fue derechito
hacia Pokchó. Cuando estuvo a su lado, pegó un salto y desapareció. Pero las
martas que venían con el Amo iban a parar a las manos de Pokchó. Ni corto ni
perezoso, Pokcho agarró un cucharón y ¡venga a pegar con él a las martas! No
hacía más que pegar a una en el hocico, y ya estaba otra esperando. Pokchó
estaba incluso cansado. Tenía ya un montón de martas a la derecha. Entonces
oyó que el Amo de las Martas le preguntaba desde arriba:
-¿Tienes bastantes ya, Pokchó?
-¡Más, más! -gritó Pokchó.
Cambió de mano y fue amontonando
las martas a la
izquierda. Tan alto era el montón, que ni siquiera dejaba ver
el bosque.
-¿Tienes bastantes ya, Pokchó?
-volvió a preguntar el Amo de las Martas.
-¡Más, más! -gritó Pokchó.
Ahora pegaba a las martas empuñando
el cucharón con las dos manos para tener más fuerza. Y también delante de él se
alzó un montón.
Pokchó estaba extenuado. El Amo de
las Martas preguntó por tercera vez:
-¿Tienes bastantes ya, Pokchó? Sin
moverte del sitio, has juntado tantas martas como no obtienen ni cien cazadores
en toda la temporada.
Pokchó iba a gritar: «¡Más, más!»,
pero casi se ahogaba bajo el montón de martas.
-¡Basta! -dijo.
Regresaron los hermanos de la taigá. Por debajo de
las martas ni siquiera se veía la cabaña y sólo asomaban en un sitio los unti
de Pokchó.
Las riquezas del cuclillo
Tiraron del hermano y le pusieron
de pie.
Pokchó se sentó, encendió su pipa y
dijo:
-Estoy cansado. Descansaré un poco
mientras vosotros desolláis las martas.
Empezaron los hermanos a quitarles
la piel a las martas. Tanto rato estuvieron trabajando que rompieron a sudar.
La nieve se derritió bajo sus pies, luego se desheló la tierra y asomó la
hierba verde. De tanto como sudaban se formó una nube de vapor encima de ellos
y en la nube apareció el arco iris.
Pokchó no hacía más que meterles
prisa y pegarles gritos.
Terminaron su faena los hermanos...
Entonces vio Pokchó que, como por
arte de magia, empezaron a llegar trineos y más trineos. Los perros que tiraban
de ellos eran a cuál mejor, todos blancos, con las patas negras. Los tiros eran
de cuero de alce, adornados con placas de cobre. Las pieles de las martas
empezaron a cargarse ellas solas en los trineos.
Los hermanos se pusieron en marcha
hacia la aldea.
Pokchó iba montado en el primer
trineo, muy ufano.
Cuando Pokchó llegó con sus
hermanos a la aldea, ya estaban esperándole unos mercaderes.
Los mercaderes empezaron a hacer
tratos, a regatear, a pelearse entre ellos por las pieles. ¡Y es que eran unas
pieles buenísimas! Por fin le dieron a Pokchó dos seras de monedas de plata, no
sé cuántas batas, cereales secos, harina, dulces... Un cobertizo entero.
Tan rico se había vuelto Pokchó,
que todos sus paisanos le manifestaban respeto.
A todo esto, la suerte no
abandonaba a Pokchó.
Les dijo a sus hermanos que fueran
a ver las redes. Llegaron los hermanos, tiraron de las redes y no podían con
ellas, de tantos peces como había dentro. Pidieron ayuda a toda la gente de la
aldea, y a duras penas sacaron entre todos las redes. Y lo que contenían las
redes no eran pececillos de nada, sino kalugas todas ellas. De una sola vez
habían sacado comida para alimentar a la aldea entera durante todo un año. ¡Ni
más ni menos!
Pokchó se convirtió en el hombre
más importante de la aldea.
Era un buen chico y estaba tan
contento que quiso invitar a comer a la gente. Hirvió un
perol tremendo con todos los cereales y la harina de los mercaderes. Llamó a la
gente y dijo:
-¡Comed todo lo que queráis!
Llegó la gente, se sentó eñ torno
al caldero, y dijeron los ancianos:
-Primero hay que dar de comer a los
niños...
-Muy bien -dijo Pokchó. Que coman
primero los niños pequeños.
Entonces se acercó un niño
pequeñito con una cuchara pequeñita en la mano.
-Coge una cuchara grande -le dijo
Pokchó.
El pequeño contestó:
-No, si yo no como mucho.
Sacó el niño una cucharadita del
caldero y al instante lo dejó vacío.
-Está rico, pero es muy poco -dijo.
Pokchó puso ojos de extrañeza: ¿qué
estaba ocurriendo allí? Y la gente decía, molesta:
-¿Cómo es eso, Pokchó? Has
prometido dar de comer a todos, y ni siquiera has tenido bastante para un
chiquillo. ¿No ves cómo se relame? Eso quiere decir que comería más, pero no
hay.
-Bueno, bueno, compraré más cereales
-anunció Pokchó. Que venga un mercader.
La gente fue corriendo en busca de
un mercader.
Desató Pokchó una de las seras de
monedas y las monedas salieron solas de la sera y echaron a rodar por el camino
que habían seguido los mercaderes al venir. Pokchó intentaba retenerlas, pero
imposible: se le escapaban entre los dedos como si fueran agua. Cuando quiso
darse cuenta, las dos seras estaban vacías...
-Bueno, bueno, ¿cómo no voy a
agasajar a la gente? -exclamó Pokchó. Venderé mis batas, y ya está.
Fue al cobertizo. Allí estaban
colgadas las batas: batas acolcha'das, de seda, de piel de pescado, de piel de
alce, de piel de reno... Batas bordadas en seda, bordadas con pelo de reno,
adornadas con dragones dorados... Batas con botones de cobre, de plata y de oro...
Pokchó las sacó todas del cobertizo, pidiendo a gritos que fueran a buscar a
otro mercader.
Pero la gente le preguntó:
-¿Tú qué pretendes vender, Pokchó?
-¿Cómo que «qué»?
Se fijó, y vio que tenía en las
manos un trozo de corteza de abedul picoteada por un pájaro carpintero. Y el
cobertizo estaba lleno de corteza de abedul.
-No importa. ¿No me comí el
cuclillo? Pues ahora soy un hombre de suerte. Comeremos kaluga. Con lo que se
ha pescado, tenemos para un año entero.
-¡Mira de lo que fue a presumir! No
hay kaluga.
-¿Pues, ¿dónde está?
-La picoteó el cuclillo.
-¿Cómo que «la picoteó el
cuclillo»?
-Pues muy sencillo: llegó, se posó
encima de su cabeza, le picoteó los ojos, y desapareció el pescado. Tú decías
que te habías comido al cuclillo, pero resulta que el cuclillo te ha comido a
ti...
La gente se marchó.
Del disgusto, Pokchó se acostó a
dormir. ¡Eso sí que lo sabía hacer! Oyó que la gente le gritaba:
-¡Eh, Pokchó! No duermas, o te
pasarás la vida en un sueño. Pokchó se sintió avergonzado. Notó que tenía
calor. Y se despertó...
Estaba en la cabaña montada por sus
hermanos cuando se fueron de caza y la hoguera había prendido tan bien que el
fuego se aproximaba ya a él y hasta sus unti se habían arrugado del calor.
Pokchó encendió su pipa, se puso a
pensar... Luego se puso a pensar otra vez y en esto descubrió, al lado mismo de
la cabaña, una huella reciente de marta cebellina. Se conoce que había pasado
por allí mientras Pokchó estaba soñando.
El perezoso Pokchó se levantó de un
salto. Agarró su arco. Se puso los esquíes. Y se deslizó a toda velocidad por
la huella de la marta.
«¡Eh! -se dijo. Más vale una marta
cazada con las propias manos que todas las riquezas del cuclillo.» Y la verdad
es que tenía razón.
1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074
No hay comentarios:
Publicar un comentario