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sábado, 27 de diciembre de 2014

Las almas de las martas cebellinas

Antes había muchos udegués. Un chiquillo podía lanzar una piedra y llegar de un campamento a otro. Vivían desde el río Koppi hasta el golfo de Jadí por la orilla del mar, a lo largo de todos los ríos de las montañas de Sijoté-Alín. El humo de sus hogares subía al cielo como nubes. De ese humo, los cisnes blancos se volvían negros mientras pasaban volando sobre los campamentos.
Vivían entonces en Júngara dos hermanos llamados Kandá y Egdá. Su padre era un hombre corriente, pero ellos no sé a quién habrían salido. Crecieron tanto que no ha vuelto a haber nadie como ellos. Tenían la altura de un alerce de setenta anillos. En cuanto a la fuerza, por donde pasaban quedaban unos hoyos profundos en la tierra. Cuando Kandá y Egdá corrían en esquíes, iban más aprisa que las aves migratorias. Entre sus paisanos no había cazadores iguales a Kandá y Egdá. Ni siquiera para el oso utilizaban ningún arma: lo estrujaban entre sus brazos. A los tigres les echaban mano conforme iban corriendo. Incluso a la pantera de las nieves la agarraban por el rabo...
Lo que más les gustaba a los hermanos era cazar martas cebellinas.
La marta es un animal astuto. Le hace dar vueltas y vueltas al cazador. Mientras va detrás de una cebellina, el cazador no come ni bebe. La marta va de un lado para otro, gira, borra sus huellas. Luego se mete en el agujero de algún árbol, ¡y a ver quién la saca de allí!
Sólo Kandá y Egdá no perdían tiempo en perseguir a las cebellinas. La marta es veloz, pero los hermanos lo eran todavía más. En cuanto una marta acosada por ellos se escondía en el agujero de un árbol, Kandá se ponía junto al agujero y Egdá sacudía el árbol con una sola mano. La marta intentaba escapar del agujero, pero Kandá tenía ya su gorro de piel preparado a la entrada. ¿Qué iba a hacer la marta?
Así cazaban los hermanos.
Terminaron con todas las martas de su coto de caza. Entonces empezaron a andar por otros lugares, por los cotos de otros cazadores.
Muy enfadados, aquellos cazadores les dijeron a los hermanos:
-Os estáis llevando nuestras presas. Si nos quitáis lo que nos pertenece, es que nos consideráis muertos, es como si nos hubierais matado. Vamos a tomarlo así. Habéis cometido un crimen. Conque os vamos a denunciar por habernos matado...
Pero Kandá y Egdá se reían de eso. Muy ufanos de su fuerza, no temían a la venganza. No temían a las denuncias. No temían al zanguín.
-Un gran cazador necesita cazar mucho -decían.
-¿A qué le llamáis cazar mucho? -preguntó al zanguín. Vosotros cazáis las piezas que corresponden a otros. Habrá que multaros. Habrá que poneros una buena baitá.
-Ni pagaremos la baitá ni dejaremos de cazar cebellinas -contestaron los hermanos-. Y seguiremos hasta cazar al Amo de las Martas Cebellinas.
El zanguín se enfadó al ver que Kandá y Egdá no reconocían la ley. Partió su báculo por la mitad y arrojó los pedazos en direcciones distintas como prueba de que los hermanos no habían sido perdonados.
Partieron de nuevo los hermanos a la caza de cebellinas. Su afán era cazar al Amo de las Martas Cebellinas. Habían oído contar a los ancianos que ese animal existía: era tres veces mayor que las otras martas, negro como el carbón, raudo como el viento, dejaba ciegas a las personas si le contemplaban demasiado tiempo.
Recorrieron la taigá entera en busca del Amo de las Martas y, entre tanto, acabaron con todas las demás. Y menos mal si hubiera sido con provecho. Pero agarraban una, veían que no era la que buscaban y la dejaban tirada, estropeando la piel, además, para que no le sirviera a nadie.
Los demás cazadores estaban desesperados.
Los hermanos comprendieron que no eran bastante listos para dar con el Amo de las Martas Cebellinas. Fueron donde el zanguin y le saludaron humildemente.
-¿Sabes tú dónde vive el Amo de las Martas?
-¿Cómo voy a saber yo esas cosas? No soy nadie para saberlas. Preguntádselo a Onkú, el amo de las montañas y los bosques -contestó el zanguín. ¡El lo sabe! -¿Y dónde vive Onkú?
-Vive en la montaña más alta de Sijoté-Alín, entre riscos y piedras. Tiene una casa de piedra. El camino es difícil. Y sólo se le puede ver si él quiere.
-Está bien -dijo Kandá. ¡Vamos, hermano! Se pusieron en camino.
Primero fueron por una llanura. Se encontraron con un río rojo. Hicieron una barca de corteza de árbol y cruzaron el río. Caminaron por un bosque de abedules. Llegaron a un río amarillo. Hicieron una lancha con un tronco de álamo. Cruzaron el río amarillo. Luego caminaron por un bosque de pinos. Los hermanos encontraron en su camino un río blanco. El agua se agitaba, como si estuviera hirviendo, pero la verdad es que estaba muy fría y bastaba meter un dedo dentro para que se cubriera de hielo. Los hermanos lanzaron al río unas cuantas piedras grandes y por ellas pasaron. En la orilla opuesta crecía un bosque de cedros. Los hermanos oyeron gritr a tres cuervos y tres búhos.
Echaron a andar Kandá y Egdá por entre los cedros, pero crecían tan apretados que parecían una muralla. Sus ramas se entrelazaban.
Los hermanos optaron por echar abajo los cedros para abrirse camino. En cuanto pasaban, los árboles abatidos echaban otra vez raíces y se enderezaban, tan altos como antes.
El camino recién abierto desaparecía, absorbido por el bosque intransitable.
Así llegaron los hermanos hasta un monte muy alto, coronado por una roca que formaba tres terrazas. Era tan alto el monte que, al mirar hacia su cumbre, se le caía a la gente el gorro hacia atrás.
Empezaron los hermanos a subir al monte. Entonces gritaron seis cuervos y seis búhos. Kandá se puso a llamar pensando que ya faltaría poco para llegar donde el Amo de las Martas. Llamó con voz recia. Tan recia, que se desprendía la corteza de los árboles. Pero nadie contestaba. Los hermanos siguieron subiendo.
Terminó el bosque. Allí eran arbustos lo que crecía. Y había también muchas piedras. Cuanto más caminaban, más piedras aparecían, hasta que se vieron entre riscos. Subieron a la primera terraza rocosa y se sentaron a descansar. Luego empezaron a subir a la segunda terraza. Las piedras rodaban bajo sus pies como si alguien las empujara. Pero Kandá y Egdá continuaron subiendo hasta llegar a la segunda terraza. Se sentaron a descansar un poco. Luego emprendieron la subida a la tercera terraza. Los riscos se amonto-naban, formaban hileras y, cuanto más avanzaban los hermanos, más se parecían las rocas a personas. Eran rocas enteramente vivas. No tenían ojos, y sin embargo observaban a los hermanos, giraban cuando pasaban por su lado. Mal que bien, llegaron los hermanos hasta la tercera terraza. Las piedras rodaban bajo sus pies y se escurrían cuando intentaban cogerlas. Arriba del todo, gritaban nueve cuervos y nueve búhos.
-Me parece, Egdá, que hemos llegado hasta la casa del Amo -dijo Kandá.
Subieron a la roca. Y vieron una casa de piedra sostenida por diez postes y mirando hacia Oriente, como dice la ley, con sus dos ojos: las ventanas. Era una casa tan alta que el tejado llegaba a las nubes. Pero, dentro, todo era como debe ser: las yacijas, el hogar, el lecho de pieles de oso, para los ancianos. Aunque todo de unas dimen-siones tan grandes que los hermanos parecían unos niños.
En una yacija había una roca entera, recubierta de musgo.
Egdá llamó a gritos, con tanta fuerza que incluso el viento sopló en todas direcciones.
-¡Eh, padre! Hemos venido a verte. Queremos tratar de un asunto contigo.
La roca recubierta de musgo se volvió hacia los hermanos. Se fijaron, y no era una roca, sino una persona, un hombre oscuro como hecho de piedra que, de su propio peso, se hundía hasta la cintura en la tierra. Y miraba a los hermanos con sus ojos de piedra.
Sólo de su mirada se les había encogido el corazón: ¡el propio Onkú estaba delante de los hermanos!
Kandá y Egdá se inclinaron delante de él, le ofrecieron carne de alce, le ofrecieron comida de la que comen los simples humanos.
-Padre, ayúdanos a cazar al Amo de las Martas Cebellinas. Les hemos dicho a nuestros paisanos que lo cazaríamos. Y cuando se da una palabra, hay que cumplirla.
Habló Onkú: su voz hizo que se agrietaran las rocas más próximas y se desprendieran aludes de nieve. La tierra retembló.
-He oído hablar de vosotros -dijo. Y todo son quejas. La gente sencilla está disgustada de que hayáis exterminado todas las martas. Y el Amo de las Martas Cebellinas también está disgustado porque no tiene ahora ya nada que hacer sobre la tierra. No le podréis capturar. Como habéis matado a las martas, sus almas se han ido a pastar al cielo. Y su Amo con ellas...
Los hermanos se quedaron pensativos. Encendieron sus pipas. Le ofrecieron tabaco a Onkú, y también él fumó. No hizo más que encender su pipa, cuando las cumbres de los montes empezaron a echar humo y luego llamas y piedras. Se formaron nubarrones surcados de relámpagos y descargó una lluvia de fuego.
Los hermanos, asustados, estaban más muertos que vivos. Otra vez pensaron, pesarosos, que por haber querido hacer alarde de su fuerza, habían puesto a la gente contra ellos, que el Amo de las Martas les guardaba rencor y también Onkú parecía enfadado.
Dijo Kandá:
-¿Y qué se podría hacer para llevar de nuevo las martas a la tierra, padre?
Onkú se sacó la pipa de la boca y los montes dejaron de echar humo.
-Si se mata a una marta cebellina en el cielo -dijo, su alma va a la tierra y penetra en otra marta...
-Bueno, hermano -dijo entonces Kandá, parece que tendremos que ir a cazar martas a otros lugares...
-Así parece -contestó Egdá.
Se dispusieron a emprender el camino de vuelta. Miraron hacia abajo y se marearon, de tan alto como habían subido para ver a Onkú. Estaban pensando en cómo bajarían, porque alrededor todo eran precipicios y no se veía ningún camino, cuando llegaron unos búhos y los levantaron en volandas. Todo desapareció de golpe: Onkú, las montañas, las rocas parecidas a personas... Los hermanos se encontraban cerca de su campamento.
Los hermanos se pusieron a trenzar una cuerda. Talaron todo un mimbral. Trenzaron una cuerda tan larga que un buen corredor no habría podido llegar de un extremo al otro ni aún corriendo desde la salida hasta la puesta del sol. Era una cuerda resistente. Para probarla, Kandá enganchó un extremo a una roca roja y el otro a una roca negra. Pegó un puñetazo en el centro. Las rocas se convirtieron en polvo, pero la cuerda quedó intacta.
Egdá lanzó la cuerda hacia el cielo y la enganchó en un extremo. Los hermanos tiraron con todas sus fuerzas hasta atraer el cielo hacia la tierra. Luego sujetaron la cuerda con una pequeña montaña. Juntaron una reserva de material de caza y de comida y treparon por la cuerda al cielo en busca de almas de cebellinas.
Los hermanos llegaron hasta el cielo.
Al principio veían la tierra abajo, pero luego se metieron entre nubes. Las nubes eran como una buena capa de nieve, resistente, y toda estaba marcada por infinidad de huellas de cebellinas. Sus corazones de cazadores se inflamaron.
-¡Ahora sí que tendremos cebellinas, hermano!
Estuvieron cazando mucho tiempo sin que disminuyera el número de cebellinas.
Incluso empezaban a estar cansados. Dijo Kandá que echaba de menos su casa y que no estaría mal darse una vuelta por allí...
Los hermanos fueron a buscar el sitio por donde había subido al cielo, y no lo podían encontrar.
Mientras ellos cazaban, había llegado la primavera a la tierra.
Los jabatos vinieron a afilarse los colmillos en la cuerda con la que Kandá y Egdá habían tirado del cielo hasta la tierra. Hasta que la cuerda se desgastó y el cielo volvió a su sitio.
Anda que te anda por el cielo, los hermanos trazaron incluso un camino, pero no consiguieron bajar a la tierra. De noche, ese camino se ve muy bien en el cielo: lo cruza de parte a parte. La gente lo llama de distintas maneras, pero los udés dicen:
-Es el Bua Guidiní, el Camino de los hombres del cielo.
Egdá y Kandá van y vienen por él cazando cebellinas.
Desde entonces, no se han extinguido las martas cebellinas sobre la tierra.

1.098.1 Naguishkin (Dmitri D.) - 074

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