El mayor, conde de Farlsberg,
comandante prusiano, terminaba de leer su correo, mientras reclinaba sus espaldas
en el fondo de un alto sillón de tapicería, y sus pies descansaban apoyados
sobre el lujoso mármol de la chimenea, en cuya repisa las espuelas de sus botas
militares, en los tres meses que llevaba ocupando el castillo de Uville, habían
hecho dos hoyos profundos, ahondados un poco más cada día.
Una taza de café humeaba sobre
un velador de marquetería[1],
que estaba todo manchado por los licores, requemado por los cigarros y tallado
con la navajita del oficial conquistador, quien, deteniéndose algunas veces a
afilar su lápiz, trazaba en el mueble elegantes iniciales enlazadas, o
primorosos dibujos, al antojo de su fantasía.
Cuando terminó con sus cartas
y echó un vistazo a los periódicos alemanes que acababa de traerle su sargento
cartero, se levantó y, después de arrojar al fuego tres o cuatro leños de
madera verde, pues estos señores destruían el parque para calentarse, se
acercó a la ventana.
La lluvia caía a raudales, una
lluvia normanda que se hubiera dicho desatada por una mano furiosa; una lluvia
sosegada, densa como una cortina, que formaba una especie de muro con rayas
oblicuas, una lluvia que azotaba y salpicaba anegándolo todo, una verdadera
lluvia de los alrededores de Ruán, ese orinal de Francia.
Contempló durante un buen rato
los céspedes inundados y, allá abajo, el Andelle[2],
tan crecido, que amenazaba desbordarse. Tamborileaba en el cristal un vals
del Rin, cuando un ruido le hizo volverse: era su segundo, el barón de
Kelwingstein, que tenía la graduación equivalente a la de capitán.
El mayor era un hombretón alto
y ancho de espaldas, adornado con una larga barba en abanico, que formaba como
un mantel sobre su pecho; toda su enorme persona sugería la idea de un pavo
real militar, un pavo real que llevase su cola desplegada en la barbilla. Sus ojos
azules eran fríos, aunque bondadosos, y tenía una mejilla rajada de un sablazo
en la guerra de Austria[3].
Se le consideraba tan buen hombre como bravo oficial.
El capitán, bajo y abultado de
vientre, coloradote y pleno de vigor, llevaba casi al rape su pelo rubio
encendido, cuyos cabellos de fuego hacían creer, cuando se hallaban bajo ciertos
reflejos, que se había frotado con fósforo. Dos dientes perdidos en una noche
de juerga, sin que recordase exactamente cómo, le hacían pronunciar las
palabras tan confusas que no siempre se entendían; estaba calvo solamente de la
coronilla, tonsurado[4] como
un monje, con una melena de cortos cabellos rizados, dorados y brillantes,
alrededor de ese círculo sin pelo.
El comandante le estrechó la
mano, y se engulló de un trago su taza de café (la sexta de la mañana),
escuchando el informe de su subordinado sobre los incidentes ocurridos en el
servicio; luego se acercaron los dos a la ventana, manifestando que eso no era
muy divertido. El mayor, hombre tranquilo, casado en su tierra, se acomodaba a
todo; pero el barón, el capitán, era un vividor consu-mado, corredor de
tugurios, furioso violador de doncellas, y rabiaba por hallarse encerrado
desde hacía tres meses en la forzosa castidad de aquel puesto perdido.
Alguien llamó a la puerta, el
comandante gritó que abriese, y un hombre, uno de sus autómatas soldados,
apareció en la entrada, indicando con su sola presencia que el almuerzo estaba
preparado.
En el comedor hallaron a los
tres oficiales de menor graduación: un teniente, Otto de Grossling, y dos
subtenientes, Fritz Scheunaubourg y el marqués Wilhem de Eyrik, un rubito
altivo y brutal con los hombres, duro con los vencidos y violento como un arma
de fuego.
Desde su entrada en Francia,
sus camaradas solo le llamaban Mademoiselle Fifí. Este mote provenía de su
aire presumido, de su talle tan fino que parecía llevar corsé, de su cara
pálida en la que apenas se perfilaba su naciente bigote, y también de la
costumbre que había tomado, para expresar su soberano desprecio a los seres y
a las cosas, de emplear en todo momento la locución francesa «fi, fi donc»[5],
que pronunciaba con un ligero silbido.
El comedor del castillo de
Uville era una regia habitación alargada, cuyos espejos de fino cristal
antiguo, astillados por las balas, y las ricas tapicerías de Flandes, cortadas
a sablazos y colgando por los lados, decían bien a las claras las ocupaciones
de Mademoiselle Fifi en sus horas de ocio.
En las paredes, tres retratos
de familia: un guerrero con coraza, un general y un presidente, fumaban largas
pipas de porcelana, mientras que en su marco desdorado por los años, una noble
dama, de pecho muy ceñido, mostraba con aire arrogante un enorme par de
bigotes dibujados con carbón.
El almuerzo de los oficiales
transcurrió casi en silencio en aquella habitación mutilada, ensombrecida por
las borracheras, entristecida por su aspecto de vencida, y cuyo viejo
taraceado[6]
de roble se había endurecido como el suelo de un restaurante.
Después de comer, cuando
comenzaron a fumar y beber se pusieron a hablar, como todos los días, de su
tedio. Las botellas de coñac y de licor pasaban de mano en mano, y derrumbados
en sus sillas, bebían a sorbitos, sin parar, conservando en un lado de la boca
el largo tubo curvado en que terminaba el huevo de porcelana, siempre
pintarrajeado como para seducir a hotentotes[7].
Tan pronto como vaciaban sus
copas, las volvían a llenar con un gesto de hastío resignado. Pero Mademoiselle
Fifí siempre rompía la suya, e inmediatamente un soldado le traía otra.
Una niebla de humo los
envolvía, y parecían sumergirse en una borrachera pesada y triste, en esa
embriaguez profunda de las gentes que no tienen nada que hacer.
Mas, de pronto, el barón se
enderezó y, sacudido por una gran irritación, exclamó:
-¡En el nombre de Dios! Esto
no puede prolongarse; hay que inventar algo.
El teniente Otto y el subteniente
Fritz, dos alemanes de típicas fisonomías germánicas, pesadas y graves,
respondieron a la vez:
-¿Qué, mi capitán?
Reflexionó unos segundos, y
luego añadió:
-¿Qué? Pues bien, hay que
organizar una fiesta, si el comandante lo permite.
-¿Qué fiesta, capitán? -dijo
el mayor, abandonando la pipa.
-Yo me encargo de todo, mi
comandante -dijo el barón, aproximándose. Enviaré a Ruán a Le Devoir[8],
que nos traerá a unas damas; sé dónde hallarlas. Se prepara aquí una cena; nada
nos falta, por lo demás, y al menos pasaremos una buena velada.
El conde de Farlsberg alzó los
hombros sonriendo:
-Usted está loco, amigo mío.
Pero todos los oficiales se
habían levantado y, rodeando a su jefe, le suplicaban:
Permítaselo al capitán, mi
comandante. ¡Se está tan triste aquí!
-Sea -dijo por fin el mayor
cediendo; y enseguida el barón hizo llamar a Le Devoir. Era un viejo suboficial
a quien nunca se le había visto reír, pero que cumplía fanáticamente todas las
órdenes de sus jefes, fuesen las que fuesen.
En pie, con el rostro impasible,
recibió las instrucciones del barón; luego marchó y, cinco minutos más tarde,
un gran coche del séquito militar, cubierto con un toldo de molinero extendido
a modo de bóveda, salía a escape bajo la lluvia encarnizada, al galope de
cuatro caballos.
Enseguida, el estremecimiento
del despertar pareció recorrer sus espíritus, las posturas lánguidas se
enderezaron, las caras se animaron y se pusieron a charlar.
Aunque el aguacero continuase
con igual furia, el mayor afirmó que se sentía menos sombrío, y el teniente
Otto aseguraba con convicción que el cielo iba a aclarar. El mismo
Mademoiselle Fifí parecía que no podía estarse quieto. Se levantaba, se volvía
a sentar. Sus ojos claros y duros buscaban algo que romper. De pronto,
acercándose a la dama de los bigotes, el joven rubito sacó su revólver.
-Tú no lo verás -dijo, y sin
abandonar su asiento, apuntó. Dos balas sucesivas acribillaron los ojos del
retrato.
Después exclamó:
-¡Hagamos la mina[9]!
-y bruscamente las conversaciones se interrumpieron, como si un nuevo y
poderoso interés se hubiera apoderado de todos.
La mina era una invención
suyá, su manera de destruir, su diversión favorita.
Al abandonar el castillo su
legítimo propietario, el conde Fernand de Amoys de Uville, no había tenido
tiempo de llevarse nada ni de ocultar nada, excepto los cubiertos de plata escondidos
en el agujero de una pared. Mas, como era tan rico y espléndido, su gran salón,
cuya puerta daba al comedor, presentaba, con la huida precipitada del dueño,
el aspecto de una galería de museo.
De los muros pendían cuadros,
dibujos y acuarelas de valor, mientras que sobre los muebles y los aparadores y
en las elegantes vitrinas, una infinidad de figurillas, jarrones, estatuillas,
muñecos y monigotes de porcelana de Sajonia y de China, marfiles antiguos y
vidrios de Venecia, poblaban el vasto salón con su variedad de objetos
distinguidos y caprichosos.
De todo ello quedaba muy poco
ahora. No es que lo hubiesen saqueado, pues el mayor conde de Farlsberg no lo
habría permitido; pero Mademoiselle Fifí, de cuando en cuando, hacía la mina, y
ese día todos los oficiales se divertían de lo lindo durante cinco minutos
El marquesito fue a buscar al
salón lo que precisaba. Volvió con una monísima tetera de China, de color rosa,
que llenó de pólvora, y por el pico introdujo delicadamente un largo trozo de
yesca[10],
lo entendió y corrió a llevar esta máquina infernal al salón.
Luego volvió rápidamente
cerrando la puerta.
Todos los alemanes esperaban, de pie, con caras sonrientes,
llenas de curiosidad infantil; y cuando el castillo fue sacudido por la
explosión, echaron a correr todos a la vez hacia la habitación.
Mademoiselle Fifí, que fue el
primero en entrar, batía palmas con delirio ante una Venus de tierra cocida,
cuya cabeza había saltado hecha trozos; y todos recogían pedazos de porcelana,
asombrándose de los extraños dentellones del estallido, examinando los nuevos
estragos, poniendo en duda ciertos deterioros como producidos por la explosión
precedente, y el mayor contemplaba, con aire paternal, el amplio salón arrasado
por esa metralla a lo Nerón[11]
y cubierto de restos de objetos artísticos. Fue el primero en salir de allí,
manifes-tando con bondad:
-Ha salido bien esta vez.
Había entrado tal tromba de
humo en el comedor que, mezclándose a la del tabaco, no se podía ya respirar.
El comandante abrió la ventana, y todos los oficiales, que habían vuelto para
beberse la última copa de coñac, se acercaron allí.
Un aire húmedo entró con
fuerza en la habitación, trayendo una especie de polvo acuoso que pudría las
barbas, y un olor de inundación. Miraban a los grandes árboles agobiados bajo
el chaparrón, al amplio valle aneblado[12]
por ese desagüe de nubes sombrías y bajas, y allá a lo lejos al campanario de
la iglesia que se alzaba como una punta gris entre el aguacero.
Desde la llegada de los
alemanes no había vuelto a tocar. Era, por lo demás, la única resistencia que
los invasores habían encontrado en los alrededores: la del campanario. El cura
no se había negado de ningún modo a recibir y alimentar a los soldados
prusianos; incluso varias veces había aceptado beber una botella de cerveza o
de burdeos con el comandante enemigo, que lo utilizaba a menudo como
intermediario benévolo; pero no había que pedirle ni un solo tañido de su
campana; se hubiese dejado fusilar antes. Era su manera de protestar contra la
invasión, protesta pacífica, protesta del silencio, la única, decía, que
conviene al sacerdote, hombre de suavidad y no de violencia; y todo el mundo,
en diez leguas a la redonda, ensalzaba la firmeza, el heroísmo del padre
Chantavoine, que se atrevía a afirmar el duelo[13]
público, a proclamarlo, por el mutismo obstinado de su iglesia.
La aldea entera, entusiasmada
por esta resistencia, estaba dispuesta a apoyar hasta el fin a su pastor, a afrontar
todo, considerando esta protesta tácita como la salvaguarda del honor
nacional. Les parecía a los lugareños que así se hacían más dignos de la patria
que Belfort y Estrasburgo[14];
que ellos habían dado un ejemplar equivalente, que el nombre de la aldea se
haría inmortal; y, excepto eso, no negaban nada a los prusianos vencedores.
El comandante y sus oficiales
se reían de ese valor inofensivo; y como todo el país se mostraba obsequioso y
dócil en lo que a ellos se refería, toleraban gustosamente su patriotismo
mudo.
Solo el marquesito Wilhem
hubiera querido obligar por la fuerza a que sonase la campana. Rabiaba
por la condescendencia política de su superior para con el sacerdote; y todos
los días suplicaba al comandante que le permitiese hacer «din-don-don», una
vez, solamente una vez, para reírse un poco nada más. Y lo solicitaba con
caricias de gata, zalamerías de mujer y los hábiles tonos de voz de una amante
enloquecida por un capricho; pero el comandante no cedía nunca, y Mademoiselle
Fifí, para consolarse, hacía la mina en el castillo de Uville.
Los cinco hombres
permanecieron allí en silencio algunos minutos, aspirando la humedad. El teniente
Fritz, por fin, manifestó, lanzando una risa pastosa:
-Estas «teñoritas
tecititamente» no tendrán «puen» tiempo para su paseo.
Después de esto, se separaron,
yendo cada uno a su servicio, pues el capitán tenía mucho que hacer para los
preparativos de la comida.
Cuando se reunieron de nuevo,
al anochecer, se echaron a reír al verse todos tan presumidos y relucientes
como en los días de gran revista, untados de pomadas, perfumados y frescos. Los
cabellos del comandante parecían menos grises que por la mañana, y el capitán
se había afeitado cuidadosamente, dejándose solo el bigote, que parecía una
llama bajo su nariz.
A pesar de la lluvia, dejaron
la ventana abierta, y uno de ellos iba de cuando en cuando a escuchar. A las
seis y diez, el barón señaló un lejano movimiento. Todos se precipitaron a la
ventana, y enseguida el gran carruaje apareció con sus cuatro caballos, siempre
al galope, llenos de barro hasta los lomos, resoplando y humeantes.
Y cinco mujeres descendieron
en la escalinata, cinco bellas muchachas elegidas con cuidado por un camarada
del capitán, a quien Le Devoir había ido a llevar una tarjeta de su oficial.
No se hicieron mucho de rogar,
seguras de ser bien pagadas, conociendo, por lo demás, a los prusianos después
de tres meses que llevaban tanteándolos, resignándose a los hombres como cosas.
«Es el oficio, que lo requiere así», se decían en el camino para replicar, sin
duda, a alguna comezón[15]
oculta entre los restos de su conciencia.
Y enseguida entrarorren el
comedor. Iluminado, parecía más lúgubre aún en su descalabro lastimoso, y la
mesa llena de viandas, dispuesta con rica vajilla y servicio de plata
encontrado en la pared en que lo había ocultado su propietario, daba a este
lugar el aspecto de una taberna de bandidos cenando después de un pillaje. El
capitán, radiante, se apoderó de las mujeres como de una cosa familiar, tanteándolas,
besándolas, olfateándolas, evaluándolas exactamente como muchachas de placer, y
como los tres jóvenes quisieran apoderarse cada cual de una, se opuso a ello
con autoridad, reservándose el derecho de hacer el reparto con toda justicia,
según la graduación, para no herir en nada a la jerarquía.
Luego, a fin de evitar toda
discusión, toda impugnación y sospecha de parcialidad, las alineó por orden de
estatura, y dirigiéndose a la más alta, le preguntó, con tono de mando:
-¿Tu nombre?
Ella respondió ahuecando la
voz:
-Paméle.
-Número uno, la nombrada Paméle,
adjudicada al comandante.
En seguida, tras de abrazar a
Blondine, que era la segunda, en señal de propiedad, ofreció al teniente Otto
a la gruesa Amande; Eve la Tomate al
subteniente Fritz, y la más pequeña de todas, Rachel, una jovencita morena, de
ojos negros como una mancha de tinta, una judía cuya nariz respingona
confirmaba la regla de que todas las de su raza tienen la nariz aguileña, al
más joven de los oficiales, al endeble marqués Wilhem de Eyrik.
Por lo demás, todas eran
bonitas y apetitosas, sin fisonomías muy diferentes, igualadas casi en aspecto
y piel por las prácticas cotidianas del amor y la vida común de las casas
públicas.
Los tres jóvenes pretendían
llevarse enseguida a sus mujeres, con el pretexto de ofrecerles cepillos y
jabón para lavarse; pero el capitán se opuso muy prudentemente, afirmando que
estaban bastante limpias para sentarse a la mesa, y quienes subieran querrían
cambiar de muchacha cuando bajasen, lo que molestaría a las demás parejas. Su
experiencia triunfó. Hubo solamente muchos besos, besos de espera.
De pronto, Rachel tuvo un
ahogo, tosiendo hasta saltarle las lágrimas y echando humo por la nariz. El marqués, con
el pretexto de besarla, le había soplado una bocanada de humo en la boca. No se enfadó, no
dijo ni una palabra, pero miró fijamente a su poseedor con una cólera viva en
el fondo de sus ojos negros.
Se sentaron. Hasta el mismo
comandante parecía encantado; colocó a su derecha a Paméle, a Blondine a su
izquierda, y declaró, desdoblando la servilleta:
-Ha tenido usted una idea
encantadora, capitán. Los tenientes Otto y Friz, corteses como si estuvieran al
lado de unas señoras, intimidaban un poco a sus vecinas; pero el barón de
Kelweingstein, desenvuelto en el vicio, resplandecía, pronunciaba palabras
soeces y parecía de fuego con su corona de cabellos rojos. Galanteaba en
francés del Rin; y sus cumplidos de tasca, expectorados por el hueco que dejaban
sus dos dientes rotos, llegaban en medio de una metralla de saliva.
Pero ellas no comprendían
nada; su inteligencia no despertó hasta que escupió palabras obscenas,
expresiones crudas, estropeadas por su acento. Entonces, comenzaron a reír
todas a la vez como locas, cayendo de risa sobre la barriga de sus vecinos,
repitiendo los términos que el barón desfiguraba ya a capricho para hacerlas
decir indecencias. Borrachas a las primeras botellas, vomitaban a discreción, y
cuando volvían en sí, abriendo la espita a sus hábitos, les besaban los bigote
del lado derecho y los del izquierdo, les pellizcaban en los brazos, lanzaban
gritos furiosos, bebían en todos los vasos, cantaban cuplés[16]
franceses y trozos de canciones alemanas aprendidos en sus relaciones diarias
con el enemigo.
Muy pronto, también los hombres,
excitados por la carne de mujer que se ofrecía incitante bajo su olfato y sus
manos, se pusieron locos, dando aullidos y rompiendo la vajilla, mientras que,
a sus espaldas, unos soldados impasibles les servían.
Solo el comandante conservaba
la moderación.
Mademoiselle Fifí había cogido
a Rachel por las rodillas y, animándose en frío, tan pronto le besaba
locamente los rizos de ébano[17]
de su cuello, aspirando, por la sutil separación del vestido y la piel, el
dulce calor de su cuerpo y todo el aroma de su persona, como, presa de una
ferocidad rabiosa e impulsado por su necesidad de destrucción, la pellizcaba
con furor a través de la ropa, haciéndole gritar. También, manteniéndola entre
sus brazos y estrechándola con fuerza como para fundirla con él, apoyaba con
frecuencia y largo rato sus labios en la boca fresca de la judía, la besaba
hasta perder el aliento; mas, de pronto, la mordió tan profundamente que un
reguero de sangre resbaló por la barbilla de la joven y le llegó hasta el
corpiño[18].
Una vez más, lo miró de frente
y, lavando la llaga, murmuro:
-Esto se paga.
Al llegar a los postres, se
sirvió champaña. El comandante se levantó y, con el mismo tono que hubiese
empleado para brindar por la salud de la emperatriz Augusta[19],
dijo:
- ¡Por nuestras damas!
Y una serie de brindis
comenzaron, brindis de una galantería de veteranos y borrachos, mezclados con
bromas obscenas, que resultaban aún más brutales por la ignorancia del idioma.
Se levantaban uno detrás de
otro, rebuscando alguna agudeza, esforzándose por ser originales, y las
mujeres, ebrias hasta no tenerse en pie, con los ojos turbios y los labios pastosos,
aplaudían cada vez más locamente.
El capitán, intentando, sin
duda, dar a la orgía un aire galante, elevó una vez más su copa y exclamó:
- ¡Por nuestras victorias
sobre los corazones!
Entonces, el teniente Otto,
especie de oso de la Selva Negra[20],
se irguió, inflamado, saturado de bebidas, y, bruscamente invadido de
patriotismo alcohólico, gritó:
-¡Por nuestras victorias sobre
Francia!
Las mujeres, aun con todo lo
achispadas que estaban, se callaron, y Rachel, temblando de miedo, se volvió:
-Conozco franceses, ¿sabes?,
delante de los cuales tú no dirías eso.
Pero el marquesito, que la
tenía siempre sentada sobre sus rodillas y a quien el vino había puesto muy
contento, se echó a reír:
-¡Ja, ja, ja! Yo no he visto
nunca a ninguno. ¡En cuanto aparece-mos, huyen!
La joven, exasperada, le gritó
a la cara:
-¡Mientes, puerco!
Durante un segundo, el oficial
fijó sus ojos claros sobre la muchacha como los fijaba sobre los cuadros cuando
acribillaba el lienzo a tiros de revólver, y después se echó a reír:
-¡Ah, sí, hablemos de ellos,
guapa! ¡Estatíamos nosotros aquí, si ellos fueran valientes! -y añadió, lleno
de ánimo: ¡Somos sus amos! ¡Francia para nosotros!
Rachel abandonó las rodillas
del alemán de una sacudida y se dejó caer en su silla. Él se levantó, cogió su
copa, tendió la mano hasta el centro de la mesa y repitió:
-¡Para nosotros Francia y los
franceses, los bosques, los campos y las casas de Francia!
Los otros, completamente
borrachos, arrebatados de repente por un entusiasmo militar, un entusiasmo de
brutos, cogieron sus copas, vociferando:
-¡Viva Prusia! -y las vaciaron
de un solo trago. Las muchachas no protestaban, reducidas al silencio y sobrecogidas
de temor. Rachel misma callaba, incapaz de responder.
Entonces, el marquesito puso
sobre la cabeza de la judía su copa de coñac, llena de nuevo, y gritó:
-¡Para nosotros también todas
las mujeres de Francia!
Rachel se levantó tan rápidamente
que la copa, volcada, derramó, como para un bautismo, el licor amarillo en sus
cabellos negros, y cayó, haciéndose añicos en el suelo. Con labios temblorosos,
desafiaba la mirada del oficial, que reía siempre, y balbució, con voz
estrangulada por la cólera:
-Eso, eso, eso no es verdad;
no tendréis las mujeres de Francia.
Él se sentó para reír
desahogadamente, y dijo, intentando imitar el acento parisiense:
-Esta es «pien puena».
Entonces, ¿qué haces tú aquí, pequeña?
Primero se calló, cortada, no
comprendiendo en su turbación; pero en cuanto se cercioró bien de lo que había
dicho, indignada y vehemente, le lanzó:
-¡Yo, yo! Yo no soy una mujer,
yo soy una puta; eso es todo lo que necesitan los prusianos.
No había terminado aún cuando
el oficial ya le estaba dando una tunda de bofetadas; y como levantase una vez
más la mano, ella, enloquecida de rabia, cogió de la mesa un cuchillito de
postre, cuya hoja era de plata, y, tan de improviso que nadie vio nada al
principio, se lo clavó en el cuello, justamente en el hueco en que comienza el
pecho.
La palabra que pronunciaba en
ese momento se ahogó en su garganta, y se quedó inmóvil, sorprendido, con una
mirada espantosa.
Todos lanzaron un rugido, y se
levantaron en tumulto; pero ella, arrojando su silla entre las piernas del
teniente Otto, que se desplomó al suelo, corrió a la ventana, la abrió antes de
que hubiesen podido alcanzarla y se hundió en la noche, bajo la lluvia que
seguía cayendo incesantemente.
A los diez minutos,
Mademoiselle Fifí había muerto. Entonces Fritz y Otto desenvainaron sus espadas
y quisieron degollar a las mujeres, que se arras-traban a sus rodillas. El
mayor, no sin esfuerzo, impidió esta carnicería y encerró en una habitación,
bajo la custodia de dos hombres, a las cuatro muchachas desesperadas; luego,
como si dispusiese a sus soldados para un combate, organizó la persecución de
la fugitiva, seguro de encontrarla.
Cincuenta hombres, excitados
por las amenazas, rebuscaban por el parque. Otros doscientos registraron los
bosques y todas las casas del valle.
La mesa, desocupada en un
instante, servía ahora de lecho mortuorio, y los cuatro oficiales, rígidos, ya
serenos, con la severa faz de guerreros en funciones, permanecían en pie cerca
de las ventanas, sondeando la noche.
El torrencial aguacero
continuaba. Un chapoteo incesante llenaba las tinieblas, un flotante murmullo
de agua que cae y de agua que corre, de agua que chorrea y de agua que rebota.
De pronto, resonó un disparo,
después otro más lejano, y, durante cuatro horas, se oyeron así de cuando en
cuando detonaciones próximas o lejanas y gritos de contraseña, palabras
extrañas lanzadas como una llamada por voces guturales.
Por la mañana, regresaron
todos. Dos soldados habían sido muertos y otros tres heridos por sus camaradas en
el fragor de la caza y en la confusión de la persecución nocturna.
No habían encontrado a Rachel.
Entonces se aterrorizó a los
habitantes, se revolvieron las viviendas y toda la comarca fue recorrida,
dándose batidas una y otra vez. La judía parecía no haber dejado ni una sola
huella de sus pasos.
El general, advertido, ordenó
silenciar el asunto para no dar malos ejemplos en el ejército, y castigó con
una pena disciplinaria al comandante, quien a su vez castigó a sus inferiores.
El general había dicho:
-No se hace la guerra para
divertirse y acariciar a unas prostitutas.
Y el conde de Farlsberg,
exasperado, resolvió vengarse en el país.
Como necesitaba un pretexto
para castigar con rigor y a sus anchas, llamó al cura y le ordenó que tocase la
campana en el entierro del marqués de Eyrik.
Contra todo lo que esperaba,
el sacerdote se mostró dócil, humilde, lleno de atenciones. Y cuando el cuerpo
de Mademoiselle Fifí, llevado a hombros de unos soldados, precedido, rodeado
y seguido de soldados que marchaban con el fusil cargado, abandonó el castillo
de Uville para ir al cementerio, por vez primera sonó la campana, dobló a
muerto con aire alegre, como si una mano amiga la hubiese acariciado.
Sonó también por la tarde, y
también al día siguiente por la mañana, y todos los días; repicó cuanto quiso.
A veces, incluso, por la noche, volteaba completamente sola, y daba suavemente
dos o tres tañidos, en la oscuridad, de una alegría singular, movida no se sabe
por quién o por qué. Entonces todos los aldeanos del lugar la creyeron
embrujada, y nadie, excepto el cura y el sacristán, se aproximaba ya al campanario.
Lo que ocurría era que una
pobre muchacha vivía allí arriba, en la angustia y la soledad, alimentada a
escondidas por esos dos hombres.
Permaneció allí hasta que se
marcharon las tropas alemanas. Después, un atardecer, el cura pidió prestado el
charabán[21]
del panadero y condujo él mismo a su prisionera hasta las puertas de Ruán. Al
llegar aquí, el sacerdote la abrazó; ella descendió del carro y, con paso rápido,
regresó a la casa pública, cuya patrona la creía muerta.
Algún tiempo después fue
sacada de allí por un patriota sin prejuicios que la amó por su heroica acción
y luego, queriéndola enseguida por sus propias cualidades, se casó con ella,
convirtiéndola en una señora tan respetable como otras muchas.
1.042. Maupassant (Guy de) - 053
[1] Se
llama trabajo de marquetería a los adornos engastados en la superficie de la madera. Un velador es
una mesita, normalmente redonda, de un solo pie.
[2] Río
de Normandía, afluente del Sena.
[3] Se
refiere a la guerra entre Austria y Prusia que concluyó con la victoria
prusiana de Sadowa, en 1866.
[4] Tonsurar
es cortar el pelo de la coronilla a quienes reciben órdenes sacerdotales.
[5] Expresión
despectiva francesa: «¡Fuera! ¡Vete de aquí!» (N. del T.) («¡Vamos, anda!»,
según Esther Benítez.)
[6] Entarimado
hecho de maderas finas que forman dibujos.
[7] Pueblo
de pastores nómadas que vive en el sudoeste africano. El narrador alude a un
lugar común según el cual los llamados pueblos primitivos gustaban
especialmente de las mezclas de colores vivos.
[8] Sobrenombre
para indicar que es un fiel cumplidor de lo que le ordenan. (N. del T.)
[9] Artificio
explosivo provisto de espoleta.
[10] Materia
que por su sequedad arde fácilmente.
[11] Sanguinario
emperador romano que parecía gozar con la destrucción de cuantos le rodeaban.
Fue acusado de haber ordenado el incendio de Roma.
[13] Sentimiento
de dolor.
[14] Las
dos ciudades se convirtieron en símbolo de la resistencia contra los prusianos.
Estrasburgo se rindió tras 39 días de intensos bombar-deos (agosto-septiembre
de 1870) y Belfort resistió el asedio desde noviembre del 70 hasta febrero del
71.
[15] Desazón,
inquietud o intranquilidad moral.
[16] Cancioncillas
ligeras que se cantaban en los teatros y espectáculos de variedades.
[17] Rizos
muy negros. El ébano es un árbol originario de África cuya madera es muy negra
en el centro.
[18] Prenda
de vestir, ajustada y sin mangas, que cubre el cuerpo hasta la cintura.
[19] Esposa
de Federico Guillermo, rey de Prusia que llegó a ser emperador de Alemania con
el nombre de Guillermo I.
[20] Macizo
montañoso de Alemania que domina la llanura del Rin frente a los Vosgos.
[21] Coche
de caballos descubierto, con dos o más filas de asientos.