Translate

martes, 21 de octubre de 2014

Un duelo

La guerra había terminado; los alemanes ocupaban Francia; el país palpitaba como un luchador vencido bajo las rodillas del vencedor[1].
Salían del París enloquecido, hambriento, desesperado, los primeros trenes que iban hasta las nuevas fronteras[2], atravesando lentamente los campos y los pueblos. Los pri­meros viajeros contemplaban por las ventanillas los llanos arruinados y las aldeas incendiadas. Ante las puertas de las casas que habían quedado en pie, soldados prusianos, con su casco negro de punta de cobre, fumaban su pipa, sentados a horcajadas en las sillas. Otros trabajaban o charlaban como si formaran parte de las familias. Cuando se pasaba por las ciudades, se veía a regimientos enteros maniobrando en las plazas, y, a pesar del ruido de las ruedas, a veces llegaban hasta el tren las roncas voces de mando.
El señor Dubuis, que había pertenecido a la guardia na­cional de París durante todo el asedio[3], iba a Suiza para re­unirse con su mujer y su hija, enviadas prudentemente al extranjero antes de la invasión.
El hambre y la fatiga no habían disminuido su gruesa barriga de comerciante rico y pacífico. Había soportado los terribles acontecimientos con una resignación desolada y con frases amargas sobre el salvajismo de los hombres. Ahora, acabada la guerra, acercándose a la frontera, veía por primera vez prusianos, a pesar de que él había cumplido con su deber en las murallas y había hecho muchas guardias en las noches frías.
Miraba con un terror irritado a aquellos hombres arma­dos y barbudos, instalados como si estuvieran en su casa en territorio de Francia, y sentía en el alma una especie de fie­bre de patriotismo impotente, al tiempo que esa gran nece­sidad que es el nuevo instinto de la prudencia, que jamás nos abandona.
En su compartimento viajaban dos ingleses, que habían ido a Francia para ver, y lo contemplaban todo con mirada tranquila y curiosa. Ambos eran gordos también y hablaban en su lengua, acudiendo a veces a su guía, que leían en voz alta tratando de reconocer los lugares que les señalaba.
Cuando el tren estuvo detenido en la estación de una pequeña ciudad, un oficial prusiano subió de pronto hacien­do mucho ruido con el sable contra el doble estribo del vagón. Era alto y barbudo hasta los ojos, con el uniforme ajustado sobre su fornido cuerpo. Su pelo rojo parecía lla­mear, y sus largos mostachos, más descoloridos, se adelga­zaban a ambos lados de la cara, a la que parecían cortar hori­zontalmente.
Los ingleses se pusieron enseguida a contemplarlo con sonrisas de curiosidad satisfecha, mientras el señor Dubuis fingía leer un periódico. Se mantenía agazapado en su rin­cón, como un delincuente frente a un gendarme.
El tren se puso en marcha de nuevo. Los ingleses conti­nuaron charlando, buscando los lugares precisos de las bata­llas; y de repente, cuando uno de ellos tendía el brazo hacia el horizonte indicando un pueblo, el oficial prusiano, esti­rando sus largas piernas y recostándose en el respaldo, dijo en francés:
-Yo maté a doce franceses en ese pueblo. Y cogí a más de cien prisioneros.
Los ingleses, muy interesados, preguntaron inmedia­tamente:
-¡Ah! ¿Y cómo se llama ese pueblo?
-Farsbourg -respondió el prusiano. Luego añadió­: Cogí a esos granujas de franceses por las orejas.
Y miraba al señor Dubuis, riéndose orgullosamente en sus barbas.
El tren avanzaba, atravesando sin cesar pueblos ocupa­dos. Se veía a soldados alemanes a lo largo de las carreteras, al borde de los campos, de pie junto a las puertas o charlan­do ante los cafés. Cubrían la tierra como una plaga de lan­gostas.
El oficial extendió su brazo:
-Si yo tuviera el mando -dijo, en su francés de conso­nantes duras, habría tomado París y quemado todo, habría matado a todo el mundo. ¡Basta de Francia!
Los ingleses, por cortesía, se limitaron a responder:
-¡Oh! Yes.
Continuó:
En veinte años, toda Europa, toda, nos pertenecerá. Prusia, más fuerte que todos.
Los ingleses, inquietos, no contestaron. Sus caras se ha­bían vuelto impasibles, parecían de cera entre sus largas patillas. El oficial prusiano se echó a reír. Y, sin cambiar su cómoda postura, empezó a burlarse de todo. Se burló de la Francia aplastada, insultó a los vencidos; se burló de Austria, vencida anteriormente[4]; se burló de la defensa encarnizada e impotente de las provincias; se burló de la guardia móvil, de la inútil artillería. Anunció que Bismarck[5] iba a construir una ciudad de hierro con los cañones capturados. Y, de pron­to, lanzó sus botas contra la pierna del señor Dubuis, que miró hacia otro lado, rojo hasta las orejas.
Los ingleses parecían haberse vuelto indiferentes a todo, como si de repente se hubieran encontrado encerrados en su isla, lejos de los ruidos del mundo.
El oficial sacó su pipa y, mirando fijamente al francés, dijo:
-¿Tiene tabaco?
El señor Dubuis contestó:
-No, caballero.
El alemán insistió:
-Yo le ruego que cuando el tren se pare baje a comprar tabaco -y se echó a reír de nuevo. Le daré propina.
Silbó el tren, aflojando su marcha. Estaban pasando ante una estación incendiada; al fin, se detuvo.
El alemán abrió la portezuela y, cogiendo del brazo al señor Dubuis, le ordenó:
-¡Haga lo que le he dicho! ¡Deprisa! ¡Deprisa!
Un destacamento prusiano ocupaba la estación. Otros soldados estaban de pie, mirando a través de la valla de madera. La locomotora silbaba ya para partir. Entonces, bruscamente, el señor Dubuis se lanzó al andén y, a pesar de los gestos del jefe de estación, se precipitó en el vagón siguiente.
Estaba solo en él. Se desabrochó el chaleco, para aflojar la presión sobre su corazón agitado, y se secó la frente, ja­deando todavía.
El tren se detuvo en otra estación. De repente, apareció el oficial en la portezuela y entró en el compartimento, segui­do de los dos ingleses, que no podían resistir su curiosi­dad. El alemán se sentó enfrente del francés y, riéndose, le dijo:
-Usted no ha hecho mi encargo. El señor Dubuis con­testó:
-No, caballero.
El tren acababa de ponerse en marcha.
El oficial dijo:
-Yo le voy a cortar sus bigotes para llenar mi pipa.
Y adelantó una mano hacia el rostro de su vecino.
Tenía ya cogido el alemán una guía y empezaba a tirar de ella, cuando el señor Dubuis, de un revés de la mano, le apar­tó el brazo y, agarrándolo de las solapas, lo derribó sobre el asiento. Loco de cólera, con las sienes hinchadas, los ojos inyectados de sangre, apretándole el cuello con una mano, empezó a darle puñetazos con la otra en pleno rostro.
El prusiano se debatía, trataba de sacar el sable, de coger a su adversario tumbado sobre él. Pero el señor Dubuis lo aplastaba con el enorme peso de su barriga, y lo golpeaba sin descanso, sin pararse a respirar, sin saber dónde gol­peaba. La sangre corría; el alemán, medio estrangulado, producía estertores[6], escupía los dientes y trataba en vano de rechazar a aquel hombre gordo, furibundo, que lo machacaba.
Los ingleses se habían levantado, acercándose para ver mejor. Se mantenían de pie, muy contentos y llenos de curiosidad, conteniéndose las ganas de hacer apuestas por uno u otro de los combatientes.
De pronto, el señor Dubuis, agotado por semejante esfuerzo, se alzó y se sentó en su sitio sin decir una pa­labra.
El prusiano no se arrojó sobre él, tal era su miedo, tan atontado estaba de asombro y de dolor. Cuando hubo recu­perado el aliento, dijo:
-Si no me concede una reparación con la pistola, lo mataré.
El señor Dubuis replicó:
-Cuando usted quiera. Estoy dispuesto.
-Estamos llegando a Estrasburgo[7] -dijo el alemán. Buscaré a dos oficiales que me sirvan de testigos. Tenemos tiempo antes de que el tren vuelva a partir.
El señor Dubuis, que resoplaba tanto como la locomoto­ra, dijo a los ingleses:
-¿Quieren ustedes ser mis testigos?
Los dos respondieron al mismo tiempo:
-¡Oh! Yes.
El tren se detuvo.
En un minuto, el prusiano encontró a dos compañeros que le dieron pistolas, y todos se alejaron hasta el exterior de la valla.
Los ingleses sacaban sin cesar sus relojes, apretando el paso, apresurando los preparativos, preocupados por la hora para no perder el tren.
El señor Dubuis no había tenido jamás una pistola en su mano. Le colocaron a veinte pasos de su enemigo. Le pre­guntaron:
-¿Preparado?
Al contestar «¡Sí, caballero!», vio que uno de los ingle­ses había abierto su paraguas para resguardarse del sol.
Una voz ordenó:
-¡Fuego!
El señor Dubuis disparó, al azar, sin mucha confian­za, y vio con estupor que el prusiano, de pie ante él, vaci­laba, alzaba los brazos y caía rígido de bruces. Lo había matado.
Un inglés gritó un «¡Oh!» vibrante de alegría, de cu­riosidad satisfecha y de impaciencia feliz. El otro, que seguía con el reloj en la mano, cogió al señor Dubuis de un brazo, y lo arrastró, a paso gimnástico, hacia la es­tación.
El primer inglés marcaba el paso, sin dejar de correr, con los puños cerrados, los codos pegados al cuerpo:
-¡Uno! ¡Dos! ¡Uno! ¡Dos!
Trotaban los tres paralelamente, a pesar de sus barrigas, como tres grotescas figuras de una revista de humor.
El tren estaba arrancando. Saltaron a su vagón.
Entonces, los ingleses, quitándose sus gorras de viaje, las agita-ron, gritando tres veces seguidas:
-¡Hip, hip, hip, hurrah!
Luego, gravemente, estrecharon uno tras otro la mano derecha del señor Dubuis, y volvieron a sentarse en su rincón.

1.042. Maupassant (Guy de) - 053




[1] Los alemanes se retiraron de París el 2 de marzo de 1871, tras ratifi­car la Asamblea los acuerdos de paz.
[2] La guerra franco-prusiana concluyó con la pérdida francesa de Alsacia y Lorena, que fueron cedidas a la Alemania recién unificada por Bismarck.
[3] París fue asediada por los prusianos desde septiembre de 1870. En enero del 71 el hambre asoló la ciudad y los alimentos tuvieron que ser racionados.
[4] Austria había sido derrotada por Prusia en Sadowa, en 1866, fecha que marca el inicio del expansionismo prusiano.
[5] Estadista prusiano, Otto von Bismanck (1815-1898) fue conocido como «el canciller de hierro». Fue el impulsor de la dominación prusiana y el artífice de la unidad alemana, consolidada en 1871.
[6] Respiración frecuente y fatigosa propia de la agonía o el coma.
[7] Tras la derrota francesa, la ciudad alsaciana de Estrasburgo pertene­cía a Alemania.

Mademoiselle fifi

El mayor, conde de Farlsberg, comandante prusiano, ter­minaba de leer su correo, mientras reclinaba sus espal­das en el fondo de un alto sillón de tapicería, y sus pies des­cansaban apoyados sobre el lujoso mármol de la chimenea, en cuya repisa las espuelas de sus botas militares, en los tres meses que llevaba ocupando el castillo de Uville, habían hecho dos hoyos profundos, ahondados un poco más cada día.
Una taza de café humeaba sobre un velador de marque­tería[1], que estaba todo manchado por los licores, requema­do por los cigarros y tallado con la navajita del oficial con­quistador, quien, deteniéndose algunas veces a afilar su lápiz, trazaba en el mueble elegantes iniciales enlazadas, o primorosos dibujos, al antojo de su fantasía.
Cuando terminó con sus cartas y echó un vistazo a los periódicos alemanes que acababa de traerle su sargento car­tero, se levantó y, después de arrojar al fuego tres o cuatro leños de madera verde, pues estos señores destruían el par­que para calentarse, se acercó a la ventana.
La lluvia caía a raudales, una lluvia normanda que se hubiera dicho desatada por una mano furiosa; una lluvia sosegada, densa como una cortina, que formaba una especie de muro con rayas oblicuas, una lluvia que azotaba y salpi­caba anegándolo todo, una verdadera lluvia de los alrede­dores de Ruán, ese orinal de Francia.
Contempló durante un buen rato los céspedes inundados y, allá abajo, el Andelle[2], tan crecido, que amenazaba des­bordarse. Tamborileaba en el cristal un vals del Rin, cuan­do un ruido le hizo volverse: era su segundo, el barón de Kelwingstein, que tenía la graduación equivalente a la de capitán.
El mayor era un hombretón alto y ancho de espaldas, adornado con una larga barba en abanico, que formaba como un mantel sobre su pecho; toda su enorme persona sugería la idea de un pavo real militar, un pavo real que lle­vase su cola desplegada en la barbilla. Sus ojos azules eran fríos, aunque bondadosos, y tenía una mejilla rajada de un sablazo en la guerra de Austria[3]. Se le consideraba tan buen hombre como bravo oficial.
El capitán, bajo y abultado de vientre, coloradote y pleno de vigor, llevaba casi al rape su pelo rubio encendido, cuyos cabellos de fuego hacían creer, cuando se hallaban bajo cier­tos reflejos, que se había frotado con fósforo. Dos dientes perdidos en una noche de juerga, sin que recordase exacta­mente cómo, le hacían pronunciar las palabras tan confusas que no siempre se entendían; estaba calvo solamente de la coronilla, tonsurado[4] como un monje, con una melena de cortos cabellos rizados, dorados y brillantes, alrededor de ese círculo sin pelo.
El comandante le estrechó la mano, y se engulló de un trago su taza de café (la sexta de la mañana), escuchando el informe de su subordinado sobre los incidentes ocurridos en el servicio; luego se acercaron los dos a la ventana, mani­festando que eso no era muy divertido. El mayor, hombre tranquilo, casado en su tierra, se acomodaba a todo; pero el barón, el capitán, era un vividor consu-mado, corredor de tugurios, furioso violador de doncellas, y rabiaba por hallar­se encerrado desde hacía tres meses en la forzosa castidad de aquel puesto perdido.
Alguien llamó a la puerta, el comandante gritó que abrie­se, y un hombre, uno de sus autómatas soldados, apareció en la entrada, indicando con su sola presencia que el almuerzo estaba preparado.
En el comedor hallaron a los tres oficiales de menor gra­duación: un teniente, Otto de Grossling, y dos subtenientes, Fritz Scheunaubourg y el marqués Wilhem de Eyrik, un rubito altivo y brutal con los hombres, duro con los venci­dos y violento como un arma de fuego.
Desde su entrada en Francia, sus camaradas solo le lla­maban Mademoiselle Fifí. Este mote provenía de su aire presumido, de su talle tan fino que parecía llevar corsé, de su cara pálida en la que apenas se perfilaba su naciente bigo­te, y también de la costumbre que había tomado, para expre­sar su soberano desprecio a los seres y a las cosas, de emplear en todo momento la locución francesa «fi, fi donc»[5], que pronunciaba con un ligero silbido.
El comedor del castillo de Uville era una regia habitación alargada, cuyos espejos de fino cristal antiguo, astillados por las balas, y las ricas tapicerías de Flandes, cortadas a sabla­zos y colgando por los lados, decían bien a las claras las ocupaciones de Mademoiselle Fifi en sus horas de ocio.
En las paredes, tres retratos de familia: un guerrero con coraza, un general y un presidente, fumaban largas pipas de porcelana, mientras que en su marco desdorado por los años, una noble dama, de pecho muy ceñido, mostraba con aire arro­gante un enorme par de bigotes dibujados con carbón.
El almuerzo de los oficiales transcurrió casi en silencio en aquella habitación mutilada, ensombrecida por las borra­cheras, entristecida por su aspecto de vencida, y cuyo viejo taraceado[6] de roble se había endurecido como el suelo de un restaurante.
Después de comer, cuando comenzaron a fumar y beber se pusieron a hablar, como todos los días, de su tedio. Las botellas de coñac y de licor pasaban de mano en mano, y derrumbados en sus sillas, bebían a sorbitos, sin parar, conservando en un lado de la boca el largo tubo curvado en que terminaba el huevo de porcelana, siempre pintarrajeado como para seducir a hotentotes[7].
Tan pronto como vaciaban sus copas, las volvían a llenar con un gesto de hastío resignado. Pero Mademoiselle Fifí siempre rompía la suya, e inmediatamente un soldado le traía otra.
Una niebla de humo los envolvía, y parecían sumergirse en una borrachera pesada y triste, en esa embriaguez pro­funda de las gentes que no tienen nada que hacer.
Mas, de pronto, el barón se enderezó y, sacudido por una gran irritación, exclamó:
-¡En el nombre de Dios! Esto no puede prolongarse; hay que inventar algo.
El teniente Otto y el subteniente Fritz, dos alemanes de típicas fisonomías germánicas, pesadas y graves, respondie­ron a la vez:
-¿Qué, mi capitán?
Reflexionó unos segundos, y luego añadió:
-¿Qué? Pues bien, hay que organizar una fiesta, si el comandante lo permite.
-¿Qué fiesta, capitán? -dijo el mayor, abandonando la pipa.
-Yo me encargo de todo, mi comandante -dijo el barón, aproximándose. Enviaré a Ruán a Le Devoir[8], que nos traerá a unas damas; sé dónde hallarlas. Se prepara aquí una cena; nada nos falta, por lo demás, y al menos pasaremos una buena velada.
El conde de Farlsberg alzó los hombros sonriendo:
-Usted está loco, amigo mío.
Pero todos los oficiales se habían levantado y, rodeando a su jefe, le suplicaban:
Permítaselo al capitán, mi comandante. ¡Se está tan tris­te aquí!
-Sea -dijo por fin el mayor cediendo; y enseguida el barón hizo llamar a Le Devoir. Era un viejo suboficial a quien nunca se le había visto reír, pero que cumplía fanáticamen­te todas las órdenes de sus jefes, fuesen las que fuesen.
En pie, con el rostro impasible, recibió las instrucciones del barón; luego marchó y, cinco minutos más tarde, un gran coche del séquito militar, cubierto con un toldo de molinero extendido a modo de bóveda, salía a escape bajo la lluvia encarnizada, al galope de cuatro caballos.
Enseguida, el estremecimiento del despertar pareció recorrer sus espíritus, las posturas lánguidas se enderezaron, las caras se animaron y se pusieron a charlar.
Aunque el aguacero continuase con igual furia, el mayor afirmó que se sentía menos sombrío, y el teniente Otto ase­guraba con convicción que el cielo iba a aclarar. El mismo Mademoiselle Fifí parecía que no podía estarse quieto. Se levantaba, se volvía a sentar. Sus ojos claros y duros busca­ban algo que romper. De pronto, acercándose a la dama de los bigotes, el joven rubito sacó su revólver.
-Tú no lo verás -dijo, y sin abandonar su asiento, apuntó. Dos balas sucesivas acribillaron los ojos del retrato.
Después exclamó:
-¡Hagamos la mina[9]! -y bruscamente las conversa­ciones se interrumpieron, como si un nuevo y poderoso inte­rés se hubiera apoderado de todos.
La mina era una invención suyá, su manera de destruir, su diversión favorita.
Al abandonar el castillo su legítimo propietario, el conde Fernand de Amoys de Uville, no había tenido tiempo de lle­varse nada ni de ocultar nada, excepto los cubiertos de plata escondidos en el agujero de una pared. Mas, como era tan rico y espléndido, su gran salón, cuya puerta daba al come­dor, presentaba, con la huida precipitada del dueño, el aspecto de una galería de museo.
De los muros pendían cuadros, dibujos y acuarelas de valor, mientras que sobre los muebles y los aparadores y en las elegantes vitrinas, una infinidad de figurillas, jarrones, estatuillas, muñecos y monigotes de porcelana de Sajonia y de China, marfiles antiguos y vidrios de Venecia, poblaban el vasto salón con su variedad de objetos distinguidos y caprichosos.
De todo ello quedaba muy poco ahora. No es que lo hubiesen saqueado, pues el mayor conde de Farlsberg no lo habría permitido; pero Mademoiselle Fifí, de cuando en cuando, hacía la mina, y ese día todos los oficiales se diver­tían de lo lindo durante cinco minutos
El marquesito fue a buscar al salón lo que precisaba. Volvió con una monísima tetera de China, de color rosa, que llenó de pólvora, y por el pico introdujo delicadamente un largo trozo de yesca[10], lo entendió y corrió a llevar esta máquina infernal al salón.
Luego volvió rápidamente cerrando la puerta. Todos los alemanes esperaban, de pie, con caras sonrientes, llenas de curiosidad infantil; y cuando el castillo fue sacudido por la explosión, echaron a correr todos a la vez hacia la habitación.
Mademoiselle Fifí, que fue el primero en entrar, batía palmas con delirio ante una Venus de tierra cocida, cuya cabeza había saltado hecha trozos; y todos recogían pedazos de porcelana, asombrándose de los extraños dentellones del estallido, examinando los nuevos estragos, poniendo en duda ciertos deterioros como producidos por la explosión precedente, y el mayor contemplaba, con aire paternal, el amplio salón arrasado por esa metralla a lo Nerón[11] y cubier­to de restos de objetos artísticos. Fue el primero en salir de allí, manifes-tando con bondad:
-Ha salido bien esta vez.
Había entrado tal tromba de humo en el comedor que, mezclándose a la del tabaco, no se podía ya respirar. El comandante abrió la ventana, y todos los oficiales, que habían vuelto para beberse la última copa de coñac, se acer­caron allí.
Un aire húmedo entró con fuerza en la habitación, tra­yendo una especie de polvo acuoso que pudría las barbas, y un olor de inundación. Miraban a los grandes árboles ago­biados bajo el chaparrón, al amplio valle aneblado[12] por ese desagüe de nubes sombrías y bajas, y allá a lo lejos al cam­panario de la iglesia que se alzaba como una punta gris entre el aguacero.
Desde la llegada de los alemanes no había vuelto a tocar. Era, por lo demás, la única resistencia que los invasores habían encontrado en los alrededores: la del campanario. El cura no se había negado de ningún modo a recibir y ali­mentar a los soldados prusianos; incluso varias veces había aceptado beber una botella de cerveza o de burdeos con el comandante enemigo, que lo utilizaba a menudo como intermediario benévolo; pero no había que pedirle ni un solo tañido de su campana; se hubiese dejado fusilar antes. Era su manera de protestar contra la invasión, protesta pacífica, protesta del silencio, la única, decía, que conviene al sacer­dote, hombre de suavidad y no de violencia; y todo el mundo, en diez leguas a la redonda, ensalzaba la firmeza, el heroísmo del padre Chantavoine, que se atrevía a afirmar el duelo[13] público, a proclamarlo, por el mutismo obstina­do de su iglesia.
La aldea entera, entusiasmada por esta resistencia, estaba dispuesta a apoyar hasta el fin a su pastor, a afrontar todo, considerando esta protesta tácita como la salvaguarda del honor nacional. Les parecía a los lugareños que así se hacían más dignos de la patria que Belfort y Estrasburgo[14]; que ellos habían dado un ejemplar equivalente, que el nombre de la aldea se haría inmortal; y, excepto eso, no negaban nada a los prusianos vencedores.
El comandante y sus oficiales se reían de ese valor ino­fensivo; y como todo el país se mostraba obsequioso y dócil en lo que a ellos se refería, toleraban gustosamente su pa­triotismo mudo.
Solo el marquesito Wilhem hubiera querido obligar por la fuerza a que sonase la campana. Rabiaba por la condes­cendencia política de su superior para con el sacerdote; y todos los días suplicaba al comandante que le permitiese hacer «din-don-don», una vez, solamente una vez, para reír­se un poco nada más. Y lo solicitaba con caricias de gata, zalamerías de mujer y los hábiles tonos de voz de una aman­te enloquecida por un capricho; pero el comandante no cedía nunca, y Mademoiselle Fifí, para consolarse, hacía la mina en el castillo de Uville.
Los cinco hombres permanecieron allí en silencio algu­nos minutos, aspirando la humedad. El teniente Fritz, por fin, manifestó, lanzando una risa pastosa:
-Estas «teñoritas tecititamente» no tendrán «puen» tiem­po para su paseo.
Después de esto, se separaron, yendo cada uno a su ser­vicio, pues el capitán tenía mucho que hacer para los prepa­rativos de la comida.
Cuando se reunieron de nuevo, al anochecer, se echaron a reír al verse todos tan presumidos y relucientes como en los días de gran revista, untados de pomadas, perfumados y frescos. Los cabellos del comandante parecían menos grises que por la mañana, y el capitán se había afeitado cuidado­samente, dejándose solo el bigote, que parecía una llama bajo su nariz.
A pesar de la lluvia, dejaron la ventana abierta, y uno de ellos iba de cuando en cuando a escuchar. A las seis y diez, el barón señaló un lejano movimiento. Todos se precipitaron a la ventana, y enseguida el gran carruaje apareció con sus cuatro caballos, siempre al galope, llenos de barro hasta los lomos, resoplando y humeantes.
Y cinco mujeres descendieron en la escalinata, cinco bellas muchachas elegidas con cuidado por un camarada del capitán, a quien Le Devoir había ido a llevar una tarjeta de su oficial.
No se hicieron mucho de rogar, seguras de ser bien paga­das, conociendo, por lo demás, a los prusianos después de tres meses que llevaban tanteándolos, resignándose a los hombres como cosas. «Es el oficio, que lo requiere así», se decían en el camino para replicar, sin duda, a alguna come­zón[15] oculta entre los restos de su conciencia.
Y enseguida entrarorren el comedor. Iluminado, parecía más lúgubre aún en su descalabro lastimoso, y la mesa llena de viandas, dispuesta con rica vajilla y servicio de plata encontrado en la pared en que lo había ocultado su propie­tario, daba a este lugar el aspecto de una taberna de bandi­dos cenando después de un pillaje. El capitán, radiante, se apoderó de las mujeres como de una cosa familiar, tanteán­dolas, besándolas, olfateándolas, evaluándolas exactamente como muchachas de placer, y como los tres jóvenes quisie­ran apoderarse cada cual de una, se opuso a ello con autori­dad, reservándose el derecho de hacer el reparto con toda justicia, según la graduación, para no herir en nada a la jerarquía.
Luego, a fin de evitar toda discusión, toda impugnación y sospecha de parcialidad, las alineó por orden de estatura, y dirigiéndose a la más alta, le preguntó, con tono de mando:
-¿Tu nombre?
Ella respondió ahuecando la voz:
-Paméle.
-Número uno, la nombrada Paméle, adjudicada al co­mandante.
En seguida, tras de abrazar a Blondine, que era la segun­da, en señal de propiedad, ofreció al teniente Otto a la grue­sa Amande; Eve la Tomate al subteniente Fritz, y la más pequeña de todas, Rachel, una jovencita morena, de ojos negros como una mancha de tinta, una judía cuya nariz res­pingona confirmaba la regla de que todas las de su raza tie­nen la nariz aguileña, al más joven de los oficiales, al ende­ble marqués Wilhem de Eyrik.
Por lo demás, todas eran bonitas y apetitosas, sin fisono­mías muy diferentes, igualadas casi en aspecto y piel por las prácticas cotidianas del amor y la vida común de las casas públicas.
Los tres jóvenes pretendían llevarse enseguida a sus mujeres, con el pretexto de ofrecerles cepillos y jabón para lavarse; pero el capitán se opuso muy prudentemente, afirmando que estaban bastante limpias para sentarse a la mesa, y quienes subieran querrían cambiar de muchacha cuando bajasen, lo que molestaría a las demás parejas. Su experiencia triunfó. Hubo solamente muchos besos, besos de espera.
De pronto, Rachel tuvo un ahogo, tosiendo hasta saltarle las lágrimas y echando humo por la nariz. El marqués, con el pretexto de besarla, le había soplado una bocanada de humo en la boca. No se enfadó, no dijo ni una palabra, pero miró fijamente a su poseedor con una cólera viva en el fondo de sus ojos negros.
Se sentaron. Hasta el mismo comandante parecía encan­tado; colocó a su derecha a Paméle, a Blondine a su izquier­da, y declaró, desdoblando la servilleta:
-Ha tenido usted una idea encantadora, capitán. Los tenientes Otto y Friz, corteses como si estuvieran al lado de unas señoras, intimidaban un poco a sus vecinas; pero el barón de Kelweingstein, desenvuelto en el vicio, resplande­cía, pronunciaba palabras soeces y parecía de fuego con su corona de cabellos rojos. Galanteaba en francés del Rin; y sus cumplidos de tasca, expectorados por el hueco que deja­ban sus dos dientes rotos, llegaban en medio de una metra­lla de saliva.
Pero ellas no comprendían nada; su inteligencia no des­pertó hasta que escupió palabras obscenas, expresiones cru­das, estropeadas por su acento. Entonces, comenzaron a reír todas a la vez como locas, cayendo de risa sobre la barriga de sus vecinos, repitiendo los términos que el barón des­figuraba ya a capricho para hacerlas decir indecencias. Borrachas a las primeras botellas, vomitaban a discreción, y cuando volvían en sí, abriendo la espita a sus hábitos, les besaban los bigote del lado derecho y los del izquierdo, les pellizcaban en los brazos, lanzaban gritos furiosos, bebían en todos los vasos, cantaban cuplés[16] franceses y trozos de canciones alemanas aprendidos en sus relaciones diarias con el enemigo.
Muy pronto, también los hombres, excitados por la carne de mujer que se ofrecía incitante bajo su olfato y sus manos, se pusieron locos, dando aullidos y rompiendo la vajilla, mientras que, a sus espaldas, unos soldados impasibles les servían.
Solo el comandante conservaba la moderación.
Mademoiselle Fifí había cogido a Rachel por las rodillas y, animándose en frío, tan pronto le besaba locamente los rizos de ébano[17] de su cuello, aspirando, por la sutil separa­ción del vestido y la piel, el dulce calor de su cuerpo y todo el aroma de su persona, como, presa de una ferocidad rabio­sa e impulsado por su necesidad de destrucción, la pellizca­ba con furor a través de la ropa, haciéndole gritar. También, manteniéndola entre sus brazos y estrechándola con fuerza como para fundirla con él, apoyaba con frecuencia y largo rato sus labios en la boca fresca de la judía, la besaba hasta perder el aliento; mas, de pronto, la mordió tan profunda­mente que un reguero de sangre resbaló por la barbilla de la joven y le llegó hasta el corpiño[18].
Una vez más, lo miró de frente y, lavando la llaga, murmuro:
-Esto se paga.
Al llegar a los postres, se sirvió champaña. El coman­dante se levantó y, con el mismo tono que hubiese emplea­do para brindar por la salud de la emperatriz Augusta[19], dijo:
- ¡Por nuestras damas!
Y una serie de brindis comenzaron, brindis de una galan­tería de veteranos y borrachos, mezclados con bromas obs­cenas, que resultaban aún más brutales por la ignorancia del idioma.
Se levantaban uno detrás de otro, rebuscando alguna agu­deza, esforzándose por ser originales, y las mujeres, ebrias hasta no tenerse en pie, con los ojos turbios y los labios pas­tosos, aplaudían cada vez más locamente.
El capitán, intentando, sin duda, dar a la orgía un aire galante, elevó una vez más su copa y exclamó:
- ¡Por nuestras victorias sobre los corazones!
Entonces, el teniente Otto, especie de oso de la Selva Negra[20], se irguió, inflamado, saturado de bebidas, y, brus­camente invadido de patriotismo alcohólico, gritó:
-¡Por nuestras victorias sobre Francia!
Las mujeres, aun con todo lo achispadas que estaban, se callaron, y Rachel, temblando de miedo, se volvió:
-Conozco franceses, ¿sabes?, delante de los cuales tú no dirías eso.
Pero el marquesito, que la tenía siempre sentada sobre sus rodillas y a quien el vino había puesto muy contento, se echó a reír:
-¡Ja, ja, ja! Yo no he visto nunca a ninguno. ¡En cuanto aparece-mos, huyen!
La joven, exasperada, le gritó a la cara:
-¡Mientes, puerco!
Durante un segundo, el oficial fijó sus ojos claros sobre la muchacha como los fijaba sobre los cuadros cuando acri­billaba el lienzo a tiros de revólver, y después se echó a reír:
-¡Ah, sí, hablemos de ellos, guapa! ¡Estatíamos nosotros aquí, si ellos fueran valientes! -y añadió, lleno de ánimo: ¡Somos sus amos! ¡Francia para nosotros!
Rachel abandonó las rodillas del alemán de una sacudida y se dejó caer en su silla. Él se levantó, cogió su copa, ten­dió la mano hasta el centro de la mesa y repitió:
-¡Para nosotros Francia y los franceses, los bosques, los campos y las casas de Francia!
Los otros, completamente borrachos, arrebatados de re­pente por un entusiasmo militar, un entusiasmo de brutos, cogieron sus copas, vociferando:
-¡Viva Prusia! -y las vaciaron de un solo trago. Las muchachas no protestaban, reducidas al silencio y sobreco­gidas de temor. Rachel misma callaba, incapaz de responder.
Entonces, el marquesito puso sobre la cabeza de la judía su copa de coñac, llena de nuevo, y gritó:
-¡Para nosotros también todas las mujeres de Francia!
Rachel se levantó tan rápidamente que la copa, volcada, derramó, como para un bautismo, el licor amarillo en sus cabellos negros, y cayó, haciéndose añicos en el suelo. Con labios temblorosos, desafiaba la mirada del oficial, que reía siempre, y balbució, con voz estrangulada por la cólera:
-Eso, eso, eso no es verdad; no tendréis las mujeres de Francia.
Él se sentó para reír desahogadamente, y dijo, intentando imitar el acento parisiense:
-Esta es «pien puena». Entonces, ¿qué haces tú aquí, pequeña?
Primero se calló, cortada, no comprendiendo en su turba­ción; pero en cuanto se cercioró bien de lo que había dicho, indignada y vehemente, le lanzó:
-¡Yo, yo! Yo no soy una mujer, yo soy una puta; eso es todo lo que necesitan los prusianos.
No había terminado aún cuando el oficial ya le estaba dando una tunda de bofetadas; y como levantase una vez más la mano, ella, enloquecida de rabia, cogió de la mesa un cuchillito de postre, cuya hoja era de plata, y, tan de impro­viso que nadie vio nada al principio, se lo clavó en el cuello, justamente en el hueco en que comienza el pecho.
La palabra que pronunciaba en ese momento se ahogó en su garganta, y se quedó inmóvil, sorprendido, con una mira­da espantosa.
Todos lanzaron un rugido, y se levantaron en tumulto; pero ella, arrojando su silla entre las piernas del teniente Otto, que se desplomó al suelo, corrió a la ventana, la abrió antes de que hubiesen podido alcanzarla y se hundió en la noche, bajo la lluvia que seguía cayendo incesantemente.
A los diez minutos, Mademoiselle Fifí había muerto. Entonces Fritz y Otto desenvainaron sus espadas y quisie­ron degollar a las mujeres, que se arras-traban a sus rodillas. El mayor, no sin esfuerzo, impidió esta carnicería y encerró en una habitación, bajo la custodia de dos hombres, a las cuatro muchachas desesperadas; luego, como si dispusiese a sus soldados para un combate, organizó la persecución de la fugitiva, seguro de encontrarla.
Cincuenta hombres, excitados por las amenazas, rebus­caban por el parque. Otros doscientos registraron los bos­ques y todas las casas del valle.
La mesa, desocupada en un instante, servía ahora de lecho mortuorio, y los cuatro oficiales, rígidos, ya serenos, con la severa faz de guerreros en funciones, permanecían en pie cerca de las ventanas, sondeando la noche.
El torrencial aguacero continuaba. Un chapoteo incesan­te llenaba las tinieblas, un flotante murmullo de agua que cae y de agua que corre, de agua que chorrea y de agua que rebota.
De pronto, resonó un disparo, después otro más lejano, y, durante cuatro horas, se oyeron así de cuando en cuando detonaciones próximas o lejanas y gritos de contraseña, palabras extrañas lanzadas como una llamada por voces guturales.
Por la mañana, regresaron todos. Dos soldados habían sido muertos y otros tres heridos por sus camaradas en el fragor de la caza y en la confusión de la persecución nocturna.
No habían encontrado a Rachel.
Entonces se aterrorizó a los habitantes, se revolvieron las viviendas y toda la comarca fue recorrida, dándose batidas una y otra vez. La judía parecía no haber dejado ni una sola huella de sus pasos.
El general, advertido, ordenó silenciar el asunto para no dar malos ejemplos en el ejército, y castigó con una pena disciplinaria al comandante, quien a su vez castigó a sus inferiores.
El general había dicho:
-No se hace la guerra para divertirse y acariciar a unas prostitutas.
Y el conde de Farlsberg, exasperado, resolvió vengarse en el país.
Como necesitaba un pretexto para castigar con rigor y a sus anchas, llamó al cura y le ordenó que tocase la campa­na en el entierro del marqués de Eyrik.
Contra todo lo que esperaba, el sacerdote se mostró dócil, humilde, lleno de atenciones. Y cuando el cuerpo de Made­moiselle Fifí, llevado a hombros de unos soldados, precedi­do, rodeado y seguido de soldados que marchaban con el fusil cargado, abandonó el castillo de Uville para ir al cemente­rio, por vez primera sonó la campana, dobló a muerto con aire alegre, como si una mano amiga la hubiese acariciado.
Sonó también por la tarde, y también al día siguiente por la mañana, y todos los días; repicó cuanto quiso. A veces, incluso, por la noche, volteaba completamente sola, y daba suavemente dos o tres tañidos, en la oscuridad, de una alegría singular, movida no se sabe por quién o por qué. Entonces todos los aldeanos del lugar la creyeron embrujada, y nadie, excepto el cura y el sacristán, se aproximaba ya al cam­panario.
Lo que ocurría era que una pobre muchacha vivía allí arriba, en la angustia y la soledad, alimentada a escondidas por esos dos hombres.
Permaneció allí hasta que se marcharon las tropas alemanas. Después, un atardecer, el cura pidió prestado el charabán[21] del panadero y condujo él mismo a su prisionera hasta las puertas de Ruán. Al llegar aquí, el sacerdote la abrazó; ella descendió del carro y, con paso rápido, regresó a la casa pública, cuya patrona la creía muerta.
Algún tiempo después fue sacada de allí por un patriota sin prejuicios que la amó por su heroica acción y luego, que­riéndola enseguida por sus propias cualidades, se casó con ella, convirtiéndola en una señora tan respetable como otras muchas.

1.042. Maupassant (Guy de) - 053



[1] Se llama trabajo de marquetería a los adornos engastados en la super­ficie de la madera. Un velador es una mesita, normalmente redonda, de un solo pie.
[2] Río de Normandía, afluente del Sena.
[3] Se refiere a la guerra entre Austria y Prusia que concluyó con la vic­toria prusiana de Sadowa, en 1866.
[4] Tonsurar es cortar el pelo de la coronilla a quienes reciben órdenes sacerdotales.
[5] Expresión despectiva francesa: «¡Fuera! ¡Vete de aquí!» (N. del T.) («¡Vamos, anda!», según Esther Benítez.)
[6] Entarimado hecho de maderas finas que forman dibujos.
[7] Pueblo de pastores nómadas que vive en el sudoeste africano. El narra­dor alude a un lugar común según el cual los llamados pueblos primitivos gustaban especialmente de las mezclas de colores vivos.
[8] Sobrenombre para indicar que es un fiel cumplidor de lo que le orde­nan. (N. del T.)
[9] Artificio explosivo provisto de espoleta.
[10] Materia que por su sequedad arde fácilmente.
[11] Sanguinario emperador romano que parecía gozar con la destrucción de cuantos le rodeaban. Fue acusado de haber ordenado el incendio de Roma.
[12] Cubierto de niebla.
[13] Sentimiento de dolor.
[14] Las dos ciudades se convirtieron en símbolo de la resistencia contra los prusianos. Estrasburgo se rindió tras 39 días de intensos bombar-deos (agosto-septiembre de 1870) y Belfort resistió el asedio desde noviembre del 70 hasta febrero del 71.
[15] Desazón, inquietud o intranquilidad moral.
[16] Cancioncillas ligeras que se cantaban en los teatros y espectáculos de variedades.
[17] Rizos muy negros. El ébano es un árbol originario de África cuya madera es muy negra en el centro.
[18] Prenda de vestir, ajustada y sin mangas, que cubre el cuerpo hasta la cintura.
[19] Esposa de Federico Guillermo, rey de Prusia que llegó a ser empe­rador de Alemania con el nombre de Guillermo I.
[20] Macizo montañoso de Alemania que domina la llanura del Rin fren­te a los Vosgos.
[21] Coche de caballos descubierto, con dos o más filas de asientos.