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miércoles, 24 de septiembre de 2014

Del vivir - Cap. I

Apuntes, de parajes leprosos

Sigüenza, hombre apartadizo que gusta del paisaje y de humildes caseríos, caminaba por tierra levantina.
Dijo: “Llegaré a Parcent."
-Parcent es foco leproso -le advirtieron. Y luego Sigüenza fingióse un lugarejo hórrido, asiático, en cuyas callejas hirviesen como gusanos los lazarinos.
Fué avanzando. Cada pueblo que veía asomar en el declive de una ladera, entre fronda o sobre el dilatado y rozagante pampanaje del viñedo, le acuciaba el ánima. Y decía: «Ya debo encontrar la influencia de aquel lugar miserable, donde los hombres padecen males que espantara a los hombres y mueven a pensar en aquellos pueblos bíblicos maldecidos por el Señor."
Sigüenza se revolvía mirando y no hallaba el apetecido sello del dolor cercano.
Cruzaba pueblos, y en todos sorprendía igual sosiego. A las puertas de las casas, mujeres tejían media; trenzaban pleita de palma o soga de esparto; peinaban a rapazas greñudas, sentaditas en la tierra, casi escondidas en las pobres faldas.
Cegaban, dando sol, las puertas forradas de lata de las iglesias. En el dintel yerdinegro, desportillado y bajo angosta hornacina, está el Patron o plasmado inicuamente en cantería. Por sus pliegues y hendeduras salen hierbecitas gayas que florecen; después, amarillean, se agostan; y secas, firmes como cardenchas, vivcn con el santo longura de días.
Era en el valle del Jirona.
El paisaje luce primores y opulencias; tiene riego copioso.
Rompen los viñales huertas cuidadas como jardines de casas ricas. En las lindes de vastedades plantadas de legumbres, verdean liños infinitos de lujuriantes y caprichosas moreras.
... Y andaba Sigüenza; es decir, él no: el arriero y su asno, presto a entesar las orejas grises, velludas, remedadoras de hojas de pita, por la aparición de otro de su especie que ya lanzaba su trompeteo atronante, ya pasaba callado, cabeceando y con mirar dolirine. Sus guías decían "adiós" y se alejaban, vuelta la cabeza, fijos los ojos en el hombre apartadizo que gusta de soledosos campos y lugares.
Se hacen junto al camino los cementerios, cercidillos de piedras viejas; sus cruces oxidadas, algunas puestas en aspa por el viento, linean sobre el azul. En tul camposanto se arrinconaban tres cipreses enhiestos y uno torcido, ralo, cayente, rota la cima angulosa de negral verdor. Fuera, junto a las tapias y entre un herbazal crespo, florecía en diminutos cálices colorados, flavos y albirrojos, una muy viciosa y aromante espesura de dondiegos.
Los almiares, panzudos o largos como muros de oro, reposan eposan cerca de las masías de rudos remiendos y saledizos. Sigue el sequero de uvas que muestra el fondo negro de sus pórticos. Todo lo ha torrado el sol.
Sigüenza mira con agrado estos casales, expresivos como rostros de labriegos. Los ve emerger de los sembrados, asomar entre greñas verdosas, altear limpiamente en la montaña.
Hombres casi desnudos cavaban en el pardo manchón de un eriazo.
Altos y firmes estaban los maizales; sus hojas, cintas largas y caedizas, se movían suavemente. Pero no eran muchos. La viña, la viña invadíalo todo, derramándose en lagos anchurosos -a lo lejos serenos y rasos, haciendo verdes turgencias de los cerrejones y altozanos; ordenándose en anfiteatros de pámpanos al caer por los márgenes de los bancales de sierra. Y frecuentemente tropieza la mirada en un vallado de verdor espeso: es el cafiar que ciñe al río.
Cerca de Sagra, en una acequia ancha, había mujeres lavando ropas, fregando cucharas de madera, cacerolas, dornajos. En el abrigaño de un remanso solazábanse dos patos. Sus piecezuelos amarilleaban bajo la limpia agua; sus picos aplastados hundíanse indagadores en la fina pluma de sus pechos; se zabullían, se asperjaban, tornaban a la quietud, y todo con gran encogimiento.
Detuvo Sigüenza su bestia y los miró, y los hubiera mirado espaciosamente porque placía de la calma y seriedad de aquellos seres, dichosos en el dulce retiro del remanso, que altas cañaveras y un juncar recatan y ensombrecen. Pero las mujeres que lavaban advirtieron con pasmo la estada, y el guía admiróla también..., y todos hicieron risa de ver al viajero detenido en la contemplación de los simples ánsares.
El jumento, que pastaba en la orilla, recibió aviso en su alongado cuello. Y marchó.
A poco se alzaron gañidos lastimeros y voces jubilosas.
En el remanso, una pella de rapaces armados de carrizos acosaba a los patos, que saltaron a lo enjuto y huyeron por un pomar, cojeando, aleando, infundiendo remordimientos en el alma de Sigüenza.
"¡Yo fuí señuelo de las demasías de los rapaces!", pensó. Ved cómo en la región del dolor, la primera tristeza gustada por Sigüenza la produjo él mismo.
...Iba cerca de un mazo de chopos muy apretados abajo, pero que se abren en la altura, imitando un abanico de árboles. Los más caídos y un fondo de cielo se espejan en amplia fontana que allí nace, como puesta por artificio.
Mengua desde Sagra el riego.
De rato en rato, se levanta la negra osamenta de una noria quieta y callada o gemidora al rodar.
Es todo el campo viñedo, y entre los pámpanos rojea fuertemente la tierra.
Llegó Sigüenza a Orba. La primera calle, larga y costanera, remata en la plaza. Sobre una pared se apoyaban dos ruedas grandes de carro. Más adelante, a la puerta de una casuca, dos mozos acomodaban en un macho rubias barcinas. En el suelo brillaba el tamo caído.
Un muchacho descalzo batía un tapial con dos trozos de caña, fingiendose tañer el tamboril.
Salió un hombrecito de una entrada. Llevaba encristalados los ojos con gafas negras; sobre el pecho colgábale de sobada correa una ruin guitarra. Se detuvo; palpó una moneda; llevósela a la vista, guardóla, se acercó a las paredes, y bordoneando hacia adelante fué subiendo, fué subiendo la calle.
Sigüenza vióle entrar en otro portal. Resonó blandamente la guitarrica, y una voz afectada de grave copleó los milagros y alabanzas de un santo.
Al olor del romance surgieron vecinas. En la rizada sombra de las casas fronteras se sentó una vieja.
A deshora se oyó golpear sobre un yunque. Era en entrada muy hosca; a lo hondo lumbreaba una fragua, y se veía una desmedrada cabeza de rapaz, que la llama hacía livorosa y rojiza, y unos brazos que se alzaban y caían.
Propagóse hedor a quemazón de casco de bestia. La que Sigüenza montaba enderó las orejas y todo el pueblo llenóse de un rebuzno tartamudo y estrepitoso.
¡Oh! Sigüenza la odió con ferocidad.
La bestezuela caminaba otra vez humilde y resignada.
El viajero recordó que ella pisaba sabiamente. Además, miróle una horrenda matadura. La piel vellosa de su cuello se estremecía para ahuyentar al insaciable tábano.
Sigüenza habló del jumento al guía. Encarecieron su abolengo y virtudes, y pasaron como en volandas al señalar sus tachas.
...Bajaban por una calleja, amarilla de sol.
No había nadie.
A lo largo de una fachada secábanse, en blancas trozas de álamos, chopos y pinos.
En paredes y suelo refulgían vidrios, retajillos de tiestos, pedrezuelas calizas.
Por unas bardas se descolgaban brazos de parra mustiada; brazos que se retorcían de desesperación y ansia como de cuerpo que busca el goce de la libertad y anchura.
... Iban ya en silencio. Tan cabal era en la calle, que oíase con justeza cualquier ruido del interior de las casas, gritillos de los gorriones recogidos en las sombras de los tejados, zumbar profundo de moscas que se levantaban y posaban persistentes en la tierra abrasante.
Sigüenza se las oxeaba protegiendo la pobre carne llagada de su ásno. Amábale ya.
...Se hallaron en pleno paisaje. Flotaba como polvo un vaho blanquecino
Era, aquella tarde pesada, estuosa.

El arriero, enjuto y tostado, tenía genio despierto y mostraba relente inagotable; sus ojos eran muy reducidos y tan grises como su corto pelo, pero una lumbre maliciosa los declaraba entre la hirsuta maleza de las cejas.
El rejo, el vigor lo tenía en los pies; inmensos, de venas recias como cordeles, escamosos, groseramente esparteñados, pisaban firmes, raudos, inmunes, sobre peñas agudas, sobre secos cardizales, sobre rocalla o guijarros penetrantes.
A esto aludió Sigüenza:
-¡Si está uno puesto! -contestó el rústico.
Y después, ya fácil y risueño, dijo de lo suyo y de lo ajeno. Confesó que poseía viñar, riu-rau y que curaba algunos quintales de pasa al año; no determinó cuántos.
Dañábale a Sigüenza su habla maligna, su reír frecuente, en aquel paraje donde no quería un vislumbre de contento. También notóle algo de ese natural regocijado.
-Pues todos los de Parcent son divertidos. Allí...
-¿Que son divertidos, que ríen los de Parcent? -le interrumpió espantado, el caballero.
-¡Que si son! Allí, digo -prosiguió el otro, todos somos propietarios, todos tenemos algo, una piedra, un árbol aunque sólo sea... Pues si ahondasen que ahondasen un hoyo en ca hipoteca, no se podría caminar un paso. ¡Conque ya ve si bullimos!
... El valle del Jirona no es escabroso, que apenas se corcova la tierra para hacer muy fáciles colinas, hasta cuyas cumbres suben las cepas.
Las sierras que lo hacen son sinuosas, peladas y grises. Una rasa, que remeda pirámide de plomo, tiene en su punto trozos de muro almenado de una atalaya morúna.
Hay tantos pueblos en este valle, que en frecuentes sitios se oye sonar de campanas. Y si es en un ocaso tranquilo y el cielo platea de puro pálido, melancoliza el toque, se sienten suavidades de místico mirando el paisaje, se piensa en amar mucho, en amarlo todo.
Una rambla hiende el valle. La rambla es ancha. En la una margen, el ribazo muestra en su corte fajas de grava, zócalos de tierra almagral, garras de raíces secas; y baso; enverdece alguna zarzamora nacida en días húmedos. En la otra orilla se mueve rumoroso el valladar de cañas cuyas garzotas ondulan y argentean.
En el cauce blanco y pedregoso se enjambraban hombres humildes tocados con sombreros de palma. Acarreaban piedra, agua, cementa; macizaban los arcos gallardos de un puente.
Distante, en la rambla, movíase una carreta tirada por bueyes. Las ruedas gemían metálicamente y sonaba un chocar de piedras de cauce. Era su carga de sillares nuevos que, al sol, blanqueaban con pureza de nieve de montaña.
De trecho en trecho, el cantizal que se amontona por lo abundoso, se oponía al rodar. Entonces, seis hombres asíanse a una soga atada a la lanza y sumaban su empuje al de las bestias cuyas ancas temblaban por el esfuerzo.
Bramaba una voz hecha de todas; poníanse los hombres diago-nales al suelo, rojos, terribles, enterrando los pies, como los bueyes las pezuñas, para conquistar cada paso. Saltaban partidas las piedras; los ejes chillaban; hacía un vaivén la carreta... Y avanzaba de nuevo, lenta, solemne, triunfal.
Allí donde faenaban los hombres, llega también voz de campanas; de una campana melódica, fina, vibradora y de otra grave y ponderosa. Si doblaban a muerto, luego se apagaba el golpe de picos y el estridor de poleas por cuyas cadenas subían hasta las cimbras agua, piedra, cemento.
Algún viejo parlador y malicioso, algún joven chancero, encarecían o malsinaban al tañido. Y los rapaces que colman cubos de argamasa o llevan cascajo o acercan piedra, parábanse codiciosos de comentos, arqueados por la pesadumbre de las espuertas llenas, muy picaresco el visaje ofendido del sol.
Sigüenza pasó la rambla.
De tarde, un hombre enlutado miraba desde el ribazo a los obreros. Estaba hasta el crepúsculo. Y al difundirse el clamor de la bocina que otorgaba el paro del trabajo, el hombre de las negras ropas regresaba al pueblo, a Parcent.
Sus pies chafados hacíanle vaivenear, patojear. Andaba con lentitud penosa. Cuando oía cercana la trulla de los trabajadores, separábase del camino y dejábales pasar. Si alguno le enviaba una palabra, un saludo, él le seguía con la mirada hasta lejanamente. Ya solo, tornaba a su andar de lisiado.
Lo vieron Sigüenza y el guía:
-Es uno del mal. -dijo el último.
-¿Es leproso?
Se acercaban, se acercaban. Y el dañado apartóse volvió la cabeza a la soledad.
Ellos traspusieron un recodo del camino. Quedaron ocultos por un margen coronado de pámpanos.
El leproso pasaría sin sospecha y Sigüenza podría verlo cabalmente y aun hablarle.
Escucharon. Sonaba recio, y áspero el ruido de alpargata contra tierra. De pronto, cesó. Una avecita cantaba en la fronda, ya casi negra. Recortaba con donosura su gorjeo que parecía habla quedlita y acariciadora de mujer elegante y aturdida.
Se asomó Sigüenza. El lazarino huía por un bancal segado.
Otra vez caminaron
Entre el viñedo hay árboles viejos, estupendos en las valientes retorceduras de su ramaje. Son algarrobos y olivos; están hendidos, abiertos, y las grandes ramas curvosas que salen de la robusta horcadura se ensanchan, se tienden; semejan detener al hombre para mostravle los troncos, vientres fecundos, y decir: no podemos daros más; os ofrecemos frutos y sombra perennal; y nuestras entrañas se desgarran...

Arribaba Sigüenza a Parcent
Mana una fuente donde se inicia la acritud de la cuesta que sube al pueblo. Sale el agua por dos caños de plomo y se vierte, espumosa, en un viejo pilón.
Cuando atardece bajan y suben mujeres que llevan alcarrazas y cántaros; hombres que cuidan de bestias cargadas de aquellas vasijas, sujetas en las argueñas.
Imita el agua parlerías hondas al caer en los huecos barros. Mozos y mozas burlan, gritan, ríen, saltan, se persiguen jubilosos.
En tanto, anochece.
Toca el Angelus la campana melódica y vibradora.
Pasan y repasan torcidamente los murciélagos, torpes, temblorosos.
A la fuente sigue una hondonada donde el boscaje de tan espeso, negrea.
Parcent se estriba en una loma calva, sin quiebras ni asperezas.
Vió Sigüenza árboles monstruosos escalonados en la cobriza basa del pueblo.
Era de noche ya y no alcanzaba la condición de la fronda.
-Son oliveras -le dijo el guía; oliveras de trescientos años ilo manco! (¡lo menos!).
Sigüenza contempló aquellas vidas seculares, respetuoso y admirativo porque empezaron en edad que cautiva amorosamente su alma.
El camino hace un trivio; su más grande caudal se vierte en la plaza; otro cinturea al caserío; el del centro acaba en una calle corta pero ancha.
Allí, ante una casa de ventanas bajas, de balcón tapiado, de paredes rudas y rama seca, colgante del dintel, se apeó Siguenza y entró.
Era el hostal.

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Del vivir - Cap. II

Había cerca del hogar una mesa blanca que trascendía a fregadura; tan recién estropajeada estaba. Un hombre molletudo, rapado, sumergía rebanadas de hogaza en una fuente humeante. Con gran calma, miraba la marca de su poderosa dentadura en el pan o en los tasajos.
Este hombre era el huésped.
Una vieja enlutada, gredosa y flacida de mejillas, paseaba en sus brazos un niño menudo, de meses; una figurita de cera. La mujer le arrullaba con jadear de asmática; quejábase el niño; el hombre gordo comía.
Sirviéronle a Sigüenza. Y aquél le dijo:
-Si le molesta el lloro, dígalo sin pena. ¡No se acaba nunca!
-Yo me marcharé -rezó en valenciano y humildemente la vieja, que entendió el aviso.
Y salió.
-¿Está enfermo? -preguntó el caballero.
-¡Hambre, y hambre!
Y el zampón, después de engullir una blandura de tocino que le manó por la barba, arrojó una violenta palabra de enojo.
-¿Y la madre?.
Otra vez oyóse progresivamente el cantarcillo de la mujer fundido con el llanto del niño.
-Habrán de perdonar si volvemos; es que fuera está muy fosco -deslizó medrosa la vieja.
-La madre no puede criarlo -replicó el posadero a Sigüenza; es de las del mal; vive con otra leprosa, y así que parió le quitaron la criatura. Es dir, se la quitó la abuela. Bien le dijeron que nada le haría la leche de la madre, que si había de tener lepra, lepra tendría, más que le diese teta la reina más guapa y limpia del mundo. Ella, que no, que no. Y la criatura no se hace a lo pobre ni quiere leche puesta en botellas, sino chupada en pezones de carne de verdad.
El huésped mostraba facundia.
Y Sigüenza supo que el niño hambriento había tenido nodriza durante tres meses; mujer lozana, blanca, maciza, apartada del marido por rigor de celos. Pero eran jóvenes; ganosos de goce; y ella marchóse en busca de su hombre.
Y aquella vieja enlutada iba mendigando a las vecinas criadoras un rato de teta para el netezuelo.
-¿Vive con ustedes?
-Ah, no señor; ahí al lado; pero como nosotros no tenemos hijos y estamos solos -aquí, entra poca gente; el pueblo es pequeño; poco el tránsito; si uno no tuviera más que el hostal ni mal comería siquiera, pues, como estamos tan solos, aquí pasan el día. Mi mujer toma el crío, se lo acuesta en las siestas, lo arregla, le canta, ¡qué sabe usted!
El llanto ¿el niño traducía ya un tal desconsuelo y padecer que dañaba oírle.
Salió la hostelera: joven, menuda, donosa, limpia.
La vieja pedía misericordia al Señor. Y un mozallón, que sacaba de la cuadra una bestia cargada de cántaros, le dijo riendo:
-¡Amórrela a su teta, abuela!
La vieja no devolvió esa chanza. Miróse con tristeza su pecho raso. ¡Ya di toda su vida!, parecía decirse.
También la hostelera contempló el suyo que curveaba inquieto, gracioso y valiente bajo el ceñido corpiño blanco. Y se le miró con enfado, por inútil.
Acabada la cena, salieron Sigüenza y el huésped.
Pasaban una calle hecha, al comienzo, de tapias desiguales, esquinadas. Prosiguen casas humildes de puertas bajas y ventanas angostas. Una de las casas estaba caída y los escombros se amontonaban en la calleja.
Sigüenza vió un grupo de mujeres sentadas en un umbral, en el suelo y en sillas pequeñas de sogas.
Rezaban el Rosario.
Quedábase sola la voz aguda y plañidera de la devota que pasaba el abalorio bendito. Y otra vez la general plegaria difundíase zumbando como viento entre árboles.
Más adelante se agrupaban también mujeres rumorosas.
Por una calleja travesera bajaba otro barbotar piadoso. Sobresalía el tiple de una niña; de esas niñas formalitas que rezan con tonada de escuela.
-¡Es muy devoto este pueblo!
-¿Lo viene a decir por esto del Rosario? -replicó el hombre gordo. Pues no es muy de iglesia ... pero a estas horas acostumbran el rezo. Y como se oyen unas a otras..., pues les entran ganas.
Y el huésped rió.
Otro espíritu fácil a la risa que hallaba Sigüenza en lo que él tenía por seminario sólo de dolores.
El Eclesiástico ha dicho: "El vestido del cuerpo y la risa de los dientes y el andar del hombre dan muestras de él."
Pensó Sigüenza que el huésped manifestaba salud, que riega de contento el cuerpo; quizá tendría viñar abundoso en fruto; tenía mujer moza de tentador donaire; tenía hartura de vientre... ¡Cómo hacerse en su ánimo surco o grieta donde brotar la planta del dolor!
¡Oh, bien se compadecía su risa, su andar, su decir, con su condición, con lo que era!
Mas Sigüenza se dijo que la bienaventuranza de aquel hombre menguaría viendo a los que sufren.
Se lo preguntó. El huésped encontraba rara vez a un leproso. Los leprosos no se arrastraban por las rúas; no clamaban ni se amontonaban ni hervían como gusanos. Habitaban las más retraídas calles; en la última del pueblo, en la más honda, se habían espesado.
-Pero por arriba -agregaba el dichoso, por arriba no van casi nunca. Tampoco a la parroquia ni a la fuente. Ellos mismos se aislan. Muy pocos tienen menester de aviso. Y aun éstos, con dos o tres veces que uno se aparte de ellos, les sobra para comprender que deben huir de los sanos antes que los sanos les huyan.
Entraron en una calle negra y retorcida.
A las puertas bulteaban algunos vecinos.
Sigüenza iba zaguero; el huésped con las manos plegadas y echadas atrás. Silbaba. De cuando en cuando se interrumpía para murmurar muy paso:
-Aquí hay uno.
Y ladeando la cabeza indicaba una casa. Y de nuevo silbaba.
-Allí, una mujer; enfrente, un hombre y un chico. ¡Donen llástima!
Sigüenza miraba.
El huésped cambió el silbo por un canturrear desmalazado. Sus manos hundiéronse en los bolsillos del pantalón.
-Allá, otro.
-Pero, ¿cuántos hay? -preguntó Sigüenza.
-Pues habrá ...-y adelgazando la voz fué contando: Batiste, uno; Severo, dos; la filla de... -y así contó nombres, apodos, parentescos. Habrá de catorce a dieciséis; maúros quedarán cuatro o cinco.
-¡Maúros! ¡Maduros! ¿Dice usted?
El huésped disparó la risa.
-Maúros -dijo glosando- son los más malos, más malos; los de lepra de costras, que tienen la cara así a modo de mapas. Ya los verá. Aquí entre todos, llegaban a cuarenta y sesenta.
La calle se rasgaba a trechos y aparecía el inmenso negror del campo. Lejos, una sierra manchaba el espacio estrellado.
En el altozano cantó una ronda vigorosamente. Dábase acompañamiento de palmadas. Entre la algazara resonaba una guitarra, grave y temblorosa.
Dulcemente se esparcían las voces en la calle honda. Los que estaban a las puertas escuchaban quietos y en silencio el bullaje del pueblo alto.
Había empezado el baile. Golpeaban locamente las castañuelas.
-¡Son de brío para la diversión! -dijo Sigüenza.
-Pues había de ver esto durante las fiestas... Hizo una pausa y añadió:
-Si le parece podíamos ir subiendo... ¡Es de lo alegre, es de lo alegre este pueblo! ...
¡Y Sigüenza que lo fingió sin más voz que el quejido! ¡Todos arrastrando miserias y tribulaciones por calles y encrucijadas! ¡Y desearlo en tal trance era impulso de amor, era amar a los tristes!
Pero el sufrir tan sólo oprime y corroe un haz de hombres. Los otros ríen, sufren, se aman, se aborrecen, viven el vivir de todos. A él se asoman los leprosos y se apartan lacerándose si piensan en sí mismos, envidiando si imaginan a los sanos.
Su envidia es de exquisito suplicio. No tienen un débil claror de esperanza de gustar lo envidiado.

...¡Ven con sus ojos y gimen como el eunuco
que abraza la doncella y suspira! ...

Los que jacareaban salieron al campo. Iban a la fuente.
Estaba el pueblo tranquilo. Subían ráfagas de cantares tamizados por la distancia.
La mesonera exigió del marido que suavizase la reciedumbre de su voz, porque en el zaguán la vieja y el niño dormían. Y refirió, con atropellamiento de jubilosa, que una vecina había aplacado el hambre del rapaz.
-Un pecho duro como una cántara se tragó el muy tunante. Ya mamujeaba de harto ... ¡Vean, vean con qué regalo duerme!
Sigüenza no pudo alcanzar por qué no fué la madre del niño esta mujer sana y amorosa.
Con presura entró un hombre.
-¿Está don Ramón? -preguntó agobioso.
-¡Rosetaaa! ...
Del fondo del vestíbulo brotó una mujer rubia, ancha y pecosa.
-¿Está don Ramón? La mesonera gritó:
-No puc diro; tal volta no; siñora.
-¡Que no! -repuso espantado el hombre.
Roseta perdióse en una escalera enyesada.
Arriba pisaron con andar firme y menudo.
-¿Está o no? -voceó desde la entrada el huésped.
Luego, volviéndose al recién venido interesóse por conocer la andanza que así le traía:
Y el otro, adusto, violento, contó que su hijo estaba enfermo desde la noche anterior; y al retornar ahora de la labor lejana, lo halló quemante más que una brasa y respirando como un perseguido ...
Y su mujer lloraba hasta enloquecerle...
-¿Está o no? -bramó arrojándose a la escalera.
-Aquí, no, siñor, no -dijo la pecosa desde arriba.
El hombre fuése hablando tremendamente.
-Es que ya es bastante, ya -comentó el posadero. Venga de hijos, venga de hijos y cuando llegan a los seis o siete meses, todos a morir. ¡Ya van seis! ¡No crea! ¡Con la falta que tiene de uno talludo para faenar en el campo, y así, o ha de estarse solo o pagarse un jornal!
Salió a la puerta. Y seguidamente dijo:
-Ya venía don Ramón ... Se marchan juntos.
La abuela despertó con azoramiento de una profunda cabezada.
-Don Ramón es el médico -prosiguió el hostelero hablando con Sigüenza; aloja aquí; es soltero, muy serio; un hombre de lo bueno, de lo bueno, sea dicho mejorando ...
... Los que holgaran en la fuente venían voceando coplas.
En la agria cuesta terminó el gritar. Pero a poco, sonó vertiginosa la guitarra y plenas voces se alzaron. La pendiente daba oscilaciones de cansancio al canto.
La luz del hostal resbaló por las caras de los cantores, todas estiradas con el visaje del grito.
Se alejaron hendiendo el silencio.
Después de una buena pieza se oyeron pasos remisos en la calle, y el médico entró.
Era joven, alto y enjuto; y blanco y copioso su cabello. Tenía ojos anchos, quietos y azules. Mostraba abandono de sí mismo y pesar. Su cabeza cana le singularizaba gratamente; parecía una delicada figura del siglo XVIII, vestida a nuestra pobre usanza.
-Qué, ¿y el chico? -demandó el mesonero.
-Mal, muy mal; muere como sus hermanitos.
Su habla era lenta y modesta. Saludó y perdióse en la escalera blanca.
La vieja secreteó con la mujer del huésped; le entregó el niño y marchóse.
Sigüenza paseaba obedeciendo las paralelas de las baldosas,
Fuera, cantó el sereno la hora.
Una sombra muy negra y larga se destacó en la noche. Llegóse a la puerta de la posada y en el umbral se postró.
-Ahí está la madre, la leprosa -le anunció el huésped a Sigüenza.
-¿Y no entra?
-¡Claro que no entra como no se le mande! Ahora verá.
Y volviéndose con toda la majestad posible en su asanchado cuerpo la invitó a que pasase.
Entró la mujer. Mujer alta y osuda. Su faz tenía la color y el brillo del acero. Apenas se le marcaban las cejas y sus ojos estaban sepultados. Un pañuelo negro ocultaba su cráneo. Entre los pliegues de un delantal pringoso escondía sus manos. Sus pies chafados, grandes, torcidos, andaban como si el uno subiera siempre y el otro se atollase. Fatigaba su paso.
Inmóvil, rígida, estuvo contemplando la carita pálida y azulina de su hijo.
Después, tendiendo el flaco busto y arrastrándose, se acercó a la mujer del huésped.
En sus ansias olvidó recatar sus manos.
Sigüenza vió dos brazos secos, descarnados, que remataban en garras mutiladas. La gafedad iba royendo aquellos dedos, crispados siempre en actitud rampante.
Derribábase su cuerpo. Doblóse... y su cabeza tocó carne del hijo.
Estaba muy quieta la mesonera y sonriente. En el marido la risa era muda y bondadosa.
Todo sosegado. Extendiéndose ruido apacible de suspirar, de llanto, como el dulce y misterioso murmurio de una lejana fontanilla.
Hacíalo la leprosa, gimiendo y hablando sobre la frente del niño dormido.
De súbito, una gran voz lastimera aulló en la puerta:
-¡Besándolo; está besándolo!
Y la vieja pasó atropellándose, dando clamores pavorosos.
La lazarina, con miedo de infame, de envilecida, hundióse en las sombras de un ángulo.
La placidez del huésped convirtióse en talante feroz de ira. Dió unos trancos enormes y su mano corta y peluda oprimió un hombro de su mujer.
¡Oh! ¿Estaba ciega, estaba muerta para no sentir el Veso de tanta podedumbre? ¡Encima de ella; toda encima de ella!
La hermosa mañera le miró espantada. Y metálicamente, felina, le acusó de su torpeza por no separársela.
Los dos se culparon con los ojos. Y sus corazones se arrepintieron de haber sido generosos con la miserable.
-¿Qué, no ha visto, qué, no ha visto? -le dijo él con angustia a Sigüenza. ¡Ha estado sobre ella!
Sobre su hembra limpia, bella, donosa, la carne dañada, la carne inmunda.
La carne inmunda se estremecía en las tinieblas. Sus manos, otra vez ocultas en el delantal, se retorcían con dolor.
-¡Lo besabas, lo besabas! -repitióle su madre. Y había lástima y rabia en sus pupilas y en su palabra.
La leprosa se irguió. Y loca, transida, tambaleándose horriblemente, salió y perdióse en la noche...

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Del vivir - Cap. III

Era grande el aposento de Sigüenza.
El huésped, que le había guiado, se fué dejando colgado un candil sobre una oronda arca.
Por el suelo rudo, sin ladrillos, pardeaban montones de patatas. El azófar abollado de un peso daba miradas de luz color cinabrio.
Retraída en el misterio de un ángulo empollaba una rubia gallina, quieta, observadora, reverenda.
En otro rincón, dos largos calabazones enviaban sus grotescas siluetas a la pared, donde una frazada, pendiente de una estaca, caía a pliegues anchos, correctos, de túnica de imagen.
Sobre la cama, que era de hierro, vieja y negra, había pegado con miga de pan un cromo de la Virgen del Carmen.
Nuestra Señora presentaba un niño desnudito, ictérico, y el milagroso retazo del escapulario a los lacerados humanos que se hallaban a sus plantas, entre fuego bermejo y amarillo. Como aquel sitio, el del Purgatorio, no era acomodado para enagüilla o pámpano, las llamas, muy honestas y sabias, purificaban a todos igualmente, subiendo y bajando según la talla de los cuerpos. Las almas peraadal recataban pudorosamente con las manos sus pobres senos. Y los semblantes de todos traían a la memoria de Sigüenza los rostros impasibles de los figurines de sastrería.
Desnudóse el cansado viajero y se encimó en la cama, produciendo desaforado estrépito de jergón.
Ya casi ganado de la dulce soberanía del sueño, aun percibió que, bajo, en la calle, lloraba el niño y hablaba la vieja. Su voz de fatigosa lastimaba.
Había con ellos un hombre.
Cayó sobre el pueblo una campanada dura y zumbadora. Y el que platicaba con la abuelita apartóse al centro de la placeta y entonó el pregón de la hora.
Después antecogió un farol que había en un portal y fuése tosiendo pertinazmente.
-¡Que nos avise, recuérdese! -rogó la mujer.
Y él, desde la esquina, dijo:
-Bueno.
Seguidamente cantó.

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Por la negrura tambaleábase la leprosa. Venía de la calle honda. En aquellas horas de soledad, vagaba por el pueblo. Iba con la confianza de los sanos. Eso daba placer. Ellos no lo sabían.
En noches de luna mirábase su sombra; una deforme sombra que se tendía por el suelo, se quebraba en las esquinas, menguaba al trepar las paredes.
Decíase que debía espantar su figura larga, siniestra -como ciprés que anduviese, por los viejos callejones untados de lumbre triste de luna.
Y cuando imaginaba que ese espanto podía penetrar en mujer de las que se ataviaban, en mujer sana, hermosa, gozadora de hijos, de marido o de amante... entonces, mirando satánicamente a las casas, hacía una risada dura y metálica.
Sus pasos tenían huecas sonoridades temerosas. En algunos sitios, retumbaban.
Llevaba piedras en el delantal; apercibíase de ellas, desde una noche en que un perro, que ladraba despavorido a una seca palma atada a un balcón, azotada del viento, echósele sañudo y le atarazó ahincadamente su carne.
Estremecíala este recuerdo, como si le hiciera sentir el doloroso abrazo de la fiera.
Tenía otra remembranza, placentera y amarga. De noche estival, blanca de luna, en que bajó a la fuente para aplacar la sed.
Todo el campo grillaba.
Ella inclinóse para recibir en la frente la aspersión que levantaba el chorro al,caer en la pila.
Una nubecita, un copo de espuma, pasó deshaciéndose bajo la gran luna. La tierra se empañó; mas pronto descendióle el baño infinito de claridad.
Azuleaba el cielo como en las mañanas. Frondas y viñales enverdecían pálidamente.
Algunos pámpanos tornaban resplandor. Y el camino, los márgenes, tapias y bancales, chispeaban como si se hubiese desgranado y pulverizado un colosal diamante.
... Apagóse el cantar de los grillos cercanos. Dominando el ruido del agua, llegó a la leprosa rumor de piedras fuertes.
El instinto de los de su casta, el instinto a la huída, la condujo a una rinconada negreante de rodales matosos. La vieja pared de la fuente la ensombrecía.
Allá, por una ondulación del camino, bajaba un hombre. Cantaba. Era un hombre inmenso, de greñas rubias, de barba grande, apretada, intonsa como maleza. Era un mendigo extranjero.
Se acercó a la fuente y puso la cabeza bajo el limpio caño.
Al levantarse, goteó luz.
Contempló el agua; y desnudóse, quitándose los harapos con suavidades de dama voluptuosa al desceñirse sus ropas perfumadas y enloquecedoras.
La leprosa mirábale con deleite y temor.
El extranjero quedó desnudo. Era blanco como la piedra nueva, fuerte, sin vello.
La mujer no había visto nunca tan bien tallado hombre. El que ella tuvo fué de ruin hechura de leño viejo, estrecho, roído del gorgojo de enfermedades eternas.
Entróse el mendigo en la bella agua donde se fundían y troceaban lunas infinitas.
Bañóse quietamente.
Un insecto invisible estridulaba en la hierba crecida al pie de la pila.
Pasó tiempo.
Salió el extranjero y sentóse en la piedra; con los pies agitaba el agua de plata.
El insecto calló.
De súbito, el hombre volvióse hacia donde estaba la lazarina.
Su oído y recelar de vagabundo descubrían, adivinaban delgadeces de ruidos, alientos.
Saltó al suelo. Y espacioso, con cautela, fué acercándose a la rinconada matosa. Mas pronto anduvo confiadamente. ¡La había visto! Sonrió. ¡Una mujer en la soledad! Y la empujó a la tierra alumbrada.
Ella sintió que la tocaban manos con intención de caricia. Abatió la cabeza. De lejos había contemplado con furia de deseos, con latido recio de arterias, al hombre blanco y rubio. Ahora, junto a su desnudez tentadora, le invadía la necesidad del pudor.
...Se abandonaba.
¡La única alegría de su vida! ¡Desvelábase en ella la virginidad del placer! ¡Eran sus bodas, sus bodas en noche cálida, blanca y aromosa; sus bodas con hombre fuerte y bello!
...Otra vez cantaba el insecto escondido en la hierba de la piedra. Pero parecía henchido, estallante de ira; era su estridor seco, breve; grito de envidia hacia ellos; de rabia hacia los lejanos cantores de un dulce coro que aun invitaba más al deleite... ¡Y él, allí solito bajo la mata húmeda!
El mendigo y la leprosa pensaron, un momento, en aquel insecto como se piensa en un hombre odioso.
... Parlaba la fuente.
Del cielo caía la lluvia de luna.
Y al darse la mujer a la dicha, el hombre acariciador y desnudo alaóse ... y la dejó.
Se alejaba calmoso, cubriéndose con sus andrajos. La hembra miró ansiosa la noche.
¡Si no venía nadie!... ¿A qué huir? Y lo llamó con voz doliente y rubores de esposa que entrega su doncellez; luego, a gritos, ronca, con anhelos frenéticos de fiera en celo.
Detúvose él para hablarla en su idioma bárbaro. Y riendo, braceando, cantando, perdióse en el camino. Desde lejos llegaba su cantar amatorio deslizándose en la quietud de la noche...
Del alma de la mísera desbordaba la rabia. Se estremecía su carne de lujuria insaciada.
Comprendió que él lo había conseguido todo, bestialmente...
... Cuando entró en el pueblo albeaba. Un clérigo abría las puertas del templo.
Era un recuerdo deleitoso y amargo. Bien se fingía al hombre inmenso, de greñas rubias; y su apartamiento rufianesco, cruel.
Esa huida del mendigo y el momento en que sintió desgarrársele toda su alma, cuando ya no pudo rechazar que tenía lepra, habían sido las desesperaciones más feroces de su vivir siempre doloroso.
La privación de su hijo era una desgracia justificada por el mal de ella. Amarle fué quitárselo ... Pero ¿por qué tenía ella el mal?... ¡Por qué no gozó con el hombre fuerte y blanco!
Alentaba sólo para el sufrir.
¡Qué habían hecho otras mujeres para merecer belleza y desmayar en deleites!
Ella no se atrevió nunca a codiciar opulencias de dicha. Apeteció vida humilde, con goce y tristeza, pero pequeños su quejido y su risa, que apenas sonasen.
Y vivía en tribulacion sin alivio; espantada y repugnando.
... Era leprosa... ¡Señor, por qué era ella leprosa!


Del pasar fatigoso de callejas descansaba echada en la tierra, frente a la casuca de la abuela y el niño. Y hablaba con aquélla que le impedía el contacto más sutil con el hijo; ni un beso siquiera.
Ya, de extremada, inspiraba odio.
No era ese mal de contagio tan fácil. Algunos médicos casi lo negaban. A otros muy graves y autorizados oyóles que en el rozarse no había peligro, que el germen de aquello estaba en la saliva ". Y aun esto era mentira, sí, porque un gran señor muy sabio, de muy lejos, que fuera a Parcent, le había extraído con su misma mano cuanta saliva quiso ella hacerle y la miró y estudió con gruesa lente ...
Y terminaba siempre con un penoso prometer de besarlo sin fuerza.
Apártábala con fiereza la vieja. Luego tornaba en amarga y llorosa.
Sí, que se pega, sí. Los del mal no acababan. Moría uno y salía otro, como hierba que se siega... Si no ¿a qué había de negarle a su hijo? ¡Por qué iba a negárselo! Habían de sufrir... Habían de conformarse con la voluntad del Señor... ¡El Señor proveería!
-¡Cómo se ve que está usted sana! -bramaba enloquecida la inmunda. ¡Me lo arranca el mal , pues que le dé el mal y será mío!... Usted, como tiene al chico... Usted, como lo disfruta... ¡Así le dé Dios!...
Después era el maldecirse por su blasfemar.
Sus entrañas le quemaban y una zarpa insaciable le impedía los ojos, le crispaba la garganta, le raía su pecho y su cráneo.
Habían de sufrir, habían de conformarse. ¡El Señor proveería! -le martilleaba la vieja.
-¿El Señor? ¡Si soy leprosa!
¿Por qué no venían hombres llenos de amor que se afanasen en limpiarlos y curarlos del mal espantable? ¡Ya no sabios que escriben libros, obras macizas, inútiles y glaciales! No sabios que se sirvieran del dolor para su medro y lustre.
¡Los leprosos los desprecian! Aunque les solemnicen gentes letradas, les empaña el vaho del desprecio de los inmundos.
El desprecio de los inmundos es grande, como grande sería el amor de sus almas.
Hombres que sabéis: haced que os amen los llagados de lepra.
El amor del que sufre es más virtuoso y admirable que el de las almas risueñas.
Ser feliz y amar es tan llano como percibir el peligro y temer.
Entre amarguras amó el Redentor.


Sigüenza durmióse tan regaladamente Qomo si holla se plumas y hojas de rosas.
En la calle conversaban la lazarina y la vieja. Y ésta dijo:
-Y si muriese el otro, su madre tomaría al nuestro para criarlo.
Entonces las dos mujeres oraron.
Salió de la torre el hondo son de una hora.
Lejos cantó el sereno.
-Él nos dirá; él nos dirá -musitó la leprosa.
De las calles más bajas, volvió a subir la voz lastimera.
-Aún está lejos -refunfuñó la vieja.
-Aún.
Y callaron.
Braceó el niño; movióse todo; rompió a llorar.
-¡Atra volta; atra volta! -se quejó la abuela, y entróse para aplacarle con lo que hallara en el hogar apagado.
Se escucharon pasos que despertaban eco en las calles solitarias.
La leprosa sumióse en el umbral de la posada. Y vió un cuerpo negro, coloso, brotar de las tinieblas despidiendo un resuello de bruto acosado.
Se le echaba; amenazaba aplastarla. La pisoteó.
Era un hombre que le contuvo la sangre y la vida por espanto insólito.
Era el padre del niño enfermo... de los niños muertos.
Buscaba al médico... Moría su hijo. ¡Ahora sí que moría!... Pero el médico aun podía hallar... o inventar algo milagroso: ¡algo que lo salvase! ¡Había de haberlo! ¡Dios!
Y su voz oíase grande en la majestad de la noche.
La leprosa se alzó torpemente. Y con palabra cobar de tartamuda, casi insonora, dijo "que también ella viniera buscando al médico, para... una pobre mujer, una vecina suya, que finaba... y el médico había salido".
-¡Que no está, que no está! -rugió el hombre.
¡Maldigan! ...
¡Oh! ¡Bastaba, Señor, bastaba! ¡Un rincón del cementerio estaba sembrado de huesecitos de sus hijos!
La leprosa mirábale llena de miedo.
Lentamente una lástima suavísima se derramó por su pecho; le inundó todo su cuerpo. Y esa lástima crecía, crecía con braveza, remordiéndole.
Sintió el deliquio de su voluntad, de toda su alma. Sucumbía.
"Es mentira, es mentira" -pensaba que iba a gritar. "Es que no quiero que tu hijo se salve... ¡y yo no sé si ese médico podría sanarlo!"
Sollozaba. Su carne también caía.
¿No sería el brazo de un ángel que la arrojaba de aquella puerta, para que entrase el otro? Y crispada de dolor arañaba con sus manos gafas la madera grietosa buscando el sostén de las rudas jambas.
... ¿Y dónde está? -imploró el hombre.
El llanto desgarrador del niño hambriento salió de la casita paredaña.
La mujer irguióse. Y trémulamente deletreó "que el médico 'había marchado a... Alcalalí, pueblecito del valle.
El hombre se precipitó por el recuesto que antes subieran los mozos cantores.
...Fué avanzando la noche. Y cuando la campana del reloj retumbaba en la soledad, las dos mujeres sufrían un latido doloroso de tan violento, como si el corazón se les hiciera de hierro y una mano cruel lo impulsara.
-¡A  Albat, es a Albat! -decían delirantes.
...Pero... no, no era toque de albat; no era a muerto de gloria. No tañían a tales horas -pensaban con amargura, ya fundido el arranque ilusorio.
La iglesia estaba cerrada; volvía a enmudecer la torre, aquella fantasma inmóvil que negreaba en la negrura de la noche.
De rato en rato asomaba un farolito en la calle. Y el sereno pasaba, repitiendo su tonada somnolienta.
Ellas pedíanle noticias del moribundo.
-Mal, mal; me creo que está acabando...
-¡Señor, si dura!
... Crujió una ventana; una garganta poderosa golpeó en bronca tos.
En el cielo clareante, las estrellas lucían muy pálidas, como exhaustas. Parecía que, desde la tierra, se las pudiera apagar con un soplo.
Ya despertaban las avecitas.
De un corral vecino a la posada subió el canto de un gallo, un cantar de risa, burlón, nasal, semejante a voz contrahecha de máscara.
Jocosos, tristes, clamantes, atiplados y recios canta, ron más gallos, muchos más y se interrumpían y coreaban.
-¡El día! ¡Es fa de día! -dijo con rabia la leprosa.
Pasaba muy baja una nube blanca, opulenta, rompiéndose en sus perfiles de monstruos.
¡El día, el día!
Vibró una campana, gozosa, precipitada, limpia.
-¡A mort de gloria! -gritaron las mujeres.
Pero el alegre esquilón, cuyo sonar fue regularizándose, haciéndose más seco y tardío, saludaba al alba, llamaba a misa.
En la calle apareció un labriego; después, la macilenta figura de un rucio; en sus aguaderas se movían los panzudos cántaros.
Resonó el segundo toque de la misa de alba. De un portal vecino salió una vieja tocándose con azabachada mantellina; la siguió una rapaza que arrastraba dos sillas.
... Fluía la leprosa.
Y sola, entre las casas cerradas de. la calle honda, oyó el tañido a muerto de niño.
Eran vocecitas de campana que se precipitaban de la torre, retozonas, alocadas, raudalosas, como haldadas de flores vertidas desde la altura. Y cruzaban sobre el pueblo, salían al campo, y cristalinas, menuditas, puras, subían al cielo, penetrando por las nubes blancas, blancas como el almita del niño muerto...
...La leprosa gustaba la alegría, su única alegría, nacida del dolor de otra madre.
Su voz rasgó la calma del amanecer; sus ojos lumbrearon, y alzando sus brazos, secos, largos, que remataban en garras de animalía de blasón, bendijo al Señor.

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