Los imitadores de Campoamor en la ciudad de
los muertos. –Poema en tres cantos, por Alfredo Escobar (Continuación)
[El Solfeo, n.º 548, 13 de mayo de 1877]
Quedábamos, señor don
Alfredo, en que aquella dama norteamericana, insumisa, como dice usted y no
dice el Diccionario, no sabía a qué cartas quedarse, si quererle a usted o no,
lo cual que usted ya, un tanto amostazado, le preguntó sin ambajes.
«¿Me amáis o no me amáis?»
Eso, o al vado o a la
puente; así debe hablarse a las norteamericanas, clarito.
Y ella inclemente
esta respuesta atroz me dio indecisa».
La respuesta atroz
consiste en mandar al joven incauto aguardar mejor ocasión. «Si dentro de dos
meses (dos meses comerciales, supongo yo que serían) me encontráis aquí, soy
vuestra... si no... cuénteme usted con los difuntos». Dijo y escapó como «una
cierva de perros perseguida».
Comienza el canto
tercero diciendo:
«Qué largos son los meses».
Pues, ¿y los siglos?
–Pero en fin, como todo pasa, pasaron los meses, y una mañana
«triste y alegre, sonriente y serio,
la puerta atravesé del cementerio».
El poeta cree oír la
voz de su amada que le llama
a gozar del festín de su ventura».
(He rmosa
figura, me estoy imaginando un cubierto de trece duros como el de Toreno.)
Pero no hay voz que
valga, es que al poeta le suenan los oídos.
«Preso de horrible pesadilla sigo
en pos de aquella piedra funeraria
que fue mudo testigo
de mi historia de amor. –¡Está desierta!»
Ir en pos de una piedra
funeraria y encontrarla después desierta, es el colmo de la desventura. Diga
usted que ha nacido con mala estrella.
«Cuando ella no está aquí –¡loco me digo!–
sin poder respirar, es que está muerta».
Tranquilice usted,
acaso no haya muerto aunque no esté ahí, porque ¡qué diablo! cuántos no se han
muerto a pesar de estar en otra parte. Sin embargo, si está sin poder respirar
es posible que se haya asfixiado. Así es que el poeta
«Al ver que todo en derredor ya zumba,
¿Ver zumbar? ¡Buena
vista! ¿Y por qué zumba todo?
saltando sin pavor de tumba en tumba
fui buscando la muerte de mi vida».
¡La muerte de mi vida!
que campoamorina debe parecerle eso al señor Escobar. Pero ¡cá! no lo es, es
simplemente un adefesio.
Y tropezando aquí, y allí cayendo,
Efectivamente, cada
paso es un tropiezo.
y destrozando allá la sepultura
de algún muerto infeliz,
Sí, pobre muerto. ¿Pero
qué llevará en los pies el autor que tantos estropicios hace?
siempre creyendo
tropezar con su fosa desdichada.
Adviértase que el poeta
llama desdichados a los muertos, a las fosas... a todo cuanto hay en el mundo
menos a sí mismo. Y sin embargo, ¡desdichado!
Sin aliento y sin norte iba corriendo,
completamente
desconcertado, y dice que
tiendo mi mano en fin para tocarla
y toco cuerpos yertos.
Por lo visto en
Greenwood no entierran los cadáveres y los dejan por donde quiera para que los
poetas les anden con los huesos.
Total, que la señora se
había muerto y sobre su sepultura dejó escrito:
Perdón os pido por haber burlado
el amor que inocente os inspiraba...»
La señora se había
olvidado de lo sucedido en la caverna; la mujer que apoya sus labios en la
frente de un desconocido a los cinco minutos de verle por la primera vez ni es
señora, ni ama a otro hasta morirse por él, ni puede existir, en una palabra.
Yo me atrevo a asegu rar que en
Greenwood no hay enterrada persona alguna que haya hecho semejantes locuras.
¿Qué hizo a todo esto
el poeta? Ardiendo de celos aparte,
«dejó hecha mil pedazos por los suelos
la cruz que engalanó su tumba odiosa».
Pero, señor, ¿en
América no hay policía? ¡Oh, delicadeza de sentimientos inauditos! Así son los
poetas de los pequeños poemas; para ellos no hay rey ni Roque, ni respetos
divinos ni humanos. –Mas, ¡ay! que horrorizado el poeta con sus propias
fechorías, dice:
«Corrí desesperado
con la furia, la rabia y la locura
con que corre un caballo desbocado».
Aquí termina el poema:
el poeta no nos pinta los destrozos que, una vez desbocado, habrá hecho por
todo el país circunvecino.
De todo lo cual saco yo
en consecuencia, señor Escobar, que es usted tan poeta como su abuelo, del que
no se sabe que lo haya sido; ¿cree usted que basta decir que eso es un poema y
que tiene tres cantos, y dedicárselo al Excmo. Señor Campoamor, para que todos
nos demos por convencidos y le llamemos en adelante poeta lírico o épico (que
no sé lo que usted pretenderá en este particular)? Pues no señor. El fondo de
su poema de usted es absurdo, y la forma incorrecta, desmañada y ridícula no
pocas veces. Quiere usted pintar una mujer enamorada hasta la muerte, y pinta
usted una repugnante criatura que da un beso a un hombre y le dice que tal vez
le adora, en cuanto se ve solicitada, y esto en el mismo recinto que guarda los
restos del amante por quien viene a llorar. Semejantes monstruos no existen, a
Dios gracias, y si existieran, no serían merecedores de poemas, siquiera fuesen
tan malos como el de usted. –En cuanto al papel que a sí mismo se atribuye en
la peregrina invención, no es menos inverosímil y acaso más grosero, pecando no
poco de ridículo.
No es verdad, no puede
ser verdad que a usted le hayan sucedido esas cosas, ni otras parecidas
remotamente: yo lo niego, haciéndole a usted justicia; porque no será usted
hombre para importunar con intempestivas lisonjas a una mujer que llora sobre
una tumba, ni tampoco sus creencias, si se tiene creencias, le permitirán andar
hollando sepulturas un día y otro, como por costumbre, sin respeto a Dios ni a
los hombres. Ni la más leve chispa de poesía hay en todo lo que usted ha
soñado, tal vez en una noche de mareo. De la forma, más vale no hablar. ¿Qué
poeta es usted que ni siquiera tiene oído para huir de las asonancias de los
consonantes próximos, que es el sonsonete más insufrible que se conoce? Y
cuente que en ese defecto incurre usted, no una vez, ni dos, sino ciento. Hasta
parece que le cuesta a usted trabajo encontrar consonantes, según abusa de los
adjetivos y los pretéritos imperfectos... En fin, es usted poeta de tal índole,
que casi me arrepiento de haberle colocado en esta galería; para imitar a
Campoamor se necesitan ciertas facultades de que usted carece acaso por
completo; sin embargo, como la intención basta, y la de usted es bien conocida,
aquí se queda usted (es decir, su poema), si bien debo advertir que en este
primer caso la imitación no hace más que anunciarse, no por falta de voluntad
en el autor, sino por falta de numen, digámoslo así.
En la ciudad de los muertos no merece más
que lo dicho; espero otra ocasión para disertar sobre la imitación y sus perniciosos
efectos. El señor Escobar antes peca por original y no pasa de ser un
«campoamoricida de intención».
Otra cosa es el señor
Blanco Asenjo, de quien voy a hablar enseguida.
(Se continuará.)
CLARÍN
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)