Translate

domingo, 29 de diciembre de 2013

Zinochka

El grupo de cazadores pasaba la noche sobre unas brazadas de fresco heno en la isla de un simple mujik. La luna se asomaba por la ventana, en la calle se oían los tristes acordes de un acordeón, el heno despedía un olor empalagoso, un tanto excitante. Los cazadores hablaban de perros, de mujeres, del primer amor, de becadas. Después que hubieron pasado detenida revista a todas las señoras conocidas y que hubieron contado un centenar de anécdotas, el más grueso de ellos, que en la oscuridad parecía un haz de heno y que hablaba con la espesa voz propia de un oficial de Estado Mayor, dejó escapar un sonoro bostezo y dijo:
-Ser amado no tiene gran importancia: para eso han sido creadas las mujeres, para amarnos. Pero díganme: ¿ha sido alguno de ustedes odiado, odiado apasionada, rabiosamente?
¿No han observado alguna vez los entusiasmos del odio?
No hubo respuesta.
-¿Nadie, señores? -siguió la voz de oficial de Estado Mayor-. Pues yo fui odiado por una muchacha muy bonita y pude estudiar en mí mismo los síntomas del primer odio. Del primero, señores, porque aquello era precisamente el polo opuesto del primer amor. Por lo demás, lo que voy a contarles sucedió cuando yo aún no tenía noción alguna ni del amor ni del odio. Entonces tenía ocho años, pero esta circunstancia no hace al caso: lo principal, señores, no fue él, sino ella. Pues bien, presten atención. Una hermosa tarde de verano, poco antes de ponerse el sol, estaba yo con mi institutriz Zínochka, una criatura muy agradable y poética, que acababa de terminar sus estudios, repasando las lecciones.
Zínochka miraba distraída a la ventana y decía:
»-Bien. Aspiramos oxígeno. Ahora dígame, Petia: ¿qué exhala-mos?
»-Oxido de carbono -contesté yo, mirando a la misma ventana.
»-Bien -asintió Zínochka. Las plantas hacen lo contrario: absorben óxido de carbono y desprenden oxígeno. El óxido de carbono es lo que hay en agua de Seltz y en el tufo que se desprende del samovar...
Es un gas muy venenoso. Cerca de Nápoles se encuentra la Cueva del Perro, en la que se desprende óxido de carbono; cuando un perro entra en ella, no puede respirar y se muere.
»Esta desgraciada Cueva del Perro de cerca de Nápoles es el límite de los conocimientos de química que ninguna institutriz se atreve a traspasar. Zínochka defendía siempre con gran calor las ciencias naturales, pero de la química apenas si sabía algo más que lo de esta cueva.
»Bueno, me mandó que lo repitiera. Así lo hice. Me preguntó qué es el horizonte. Yo contesté. Y en el patio, mientras nosotros rumiábamos lo del horizonte y la cueva, mi padre se preparaba para ir de caza. Los perros ladraban, los caballos se removían impacientes y coqueteaban con los cocheros, los criados cargaban el cochecillo con toda clase de paquetes. Había también otro coche en el que tomaron asiento mi madre y mis hermanas, que iban a la hacienda de los Ivanitski, donde celebraban un cumpleaños. Sin contarme a mí en casa se quedaban Zínochka y mi hermano mayor, entonces estudiante, a quien le dolían las muelas. ¡Pueden imaginarse mi envidia!
»-Así pues, ¿qué aspiramos? -preguntó Zínochka, mirando a la ventana.
»-Oxígeno...
»-Sí, y se llama horizonte el lugar en que nos parece que la tierra se junta con el cielo...
»Pero ambos coches se pusieron en marcha...  Vi cómo Zínochka sacaba del bolsillo un papelito, lo arrugaba nerviosamente y se lo apretaba contra la sien. Luego se puso roja y miró el reloj.
»-Recuerde, pues -dijo: cerca de Nápoles está la Cueva del Perro... -miró de nuevo el reloj y prosiguió, donde nos parece que el cielo se junta con la tierra...
»La pobrecilla, muy agitada, dio unos pasos por la habitación y miró de nuevo el reloj. Hasta el fin de la lección quedaba aún más de media hora.
»-Ahora pasemos a la aritmética -dijo, respirando fatigosamente y pasando con mano temblorosa las páginas del libro de problemas. Resuelva el número 325, yo... volveré ahora...
»Salió. Oí que bajaba la escalera, y luego vi por la ventana su vestido azul que cruzaba por el patio y desaparecía en el portillo del jardín. La rapidez de sus movimientos, el rubor de sus mejillas y la agitación de que daba muestras, me intrigaron. ¿Adónde había ido? ¿Para qué? Yo era muy precoz y no tardé en comprenderlo todo: ¡había ido al jardín para, valiéndose de la ausencia de mis severos padres, hartarse de frambuesas o cerezas! En tal caso, ¡diablos!, también yo iría a coger cerezas. Dejé el libro de problemas y corrí al jardín. Me acerqué a los cerezos, pero allí no estaba. Dejando atrás los groselleros y la choza del guarda, se dirigía hacia el estanque, pálida y temblando al más pequeño ruido.
La seguí, tratando de que no me viera, y me encontré, señores, con lo siguiente. En la orilla del estanque, entre dos robustos y viejos sauces, estaba Sasha, mi hermano mayor; no daba muestras de que le doliesen las muelas. Al mirar a Zínochka que se le acercaba, todo él parecía resplandecer como un sol de felicidad. Y Zínochka, como si la llevasen a la Cueva del Perro y la obligasen a respirar óxido de carbono, iba hacia él moviendo apenas las piernas, respirando fatigosamente y con la cabeza echada hacia atrás... Todo denotaba que era la primera vez en toda su vida que acudía a una cita. Pero acabaron por juntarse... Durante unos instantes se miraron en silencio como sin dar crédito a sus ojos. Luego, cierta fuerza empujó a Zínochka por la espalda, puso las manos en los hombros de Sasha e inclinó la cabeza sobre el chaleco de mi hermano. Sasha se reía, balbuceaba algo inconexo y, con la torpeza del hombre muy enamorado, tomó con ambas manos la cara de Zínochka. El tiempo, señores, era maravilloso... El altozano tras el que se ocultaba el sol, los dos sauces, las verdes orillas, el cielo, todo esto, con Sasha y Zínochka, se reflejaba en el estanque. Pueden imaginarse la quietud que reinaba alrededor. Sobre los dorados carices volaban millones de mariposas de largas antenas, al otro lado del huerto pasaba la dula. En una palabra, como para pintar un cuadro.
»De todo aquello lo único que yo comprendí es que Sasha besaba a Zínochka. Esto era una inconveniencia. Si maman llegara a saberlo, los dos se ganarían una buena reprimenda. Con un sentimiento de vergüenza que no sabría explicarme, volví al cuarto de las lecciones, sin esperar el fin de la cita. Con el libro de problemas ante mí, pensé en todo aquello. Por mi cara se deslizaba una triunfal sonrisa. Por una parte, me era agradable ser dueño de un secreto ajeno; por otra, también era muy agradable la conciencia de que unas autoridades como Sasha y Zínochka podían ser en cualquier momento denunciadas de infracción de las conveniencias mundanas. Eso lo podía hacer yo. Ahora estaban en mis manos y su tranquilidad dependía por completo de mi generoso espíritu. ¡Ya verían lo que era bueno!
»Cuando me hube acostado, Zínochka, según su costumbre, entró en mi cuarto para comprobar si estaba bien tapado y si había hecho mis oraciones. Miré su rostro bonito y feliz con una sonrisa irónica. El secreto pugnaba por salir al exterior. Era necesario dejar escapar una reticencia y disfrutar con el efecto.
»-¡Lo sé! -dije con una risita.
»-¿Qué es lo que sabe?
»-¡Ji, ji! Vi cuando usted y Sasha se besaban junto a los sauces. La seguí y lo vi todo...
»Zínochka se estremeció toda roja y, abrumada por mis palabras, se dejó caer en la silla sobre la que estaban el vaso de agua y la palmatoria.
»-Vi cómo... se besaban... -repetí con la risita de antes y disfrutando con su turbación. ¡Hola! Se lo diré a mamá.
»La cobarde Zínochka me miró atentamente y, convencida de que, en efecto, lo sabía todo, se apoderó desesperada de mi mano y balbuceó con un susurro tembloroso:
»-Petia, eso es una acción muy baja... Se lo suplico, por Dios... Ha de ser un hombre... no lo diga a nadie... Las personas decentes no se dedican a espiar... Es una vileza... se lo suplico...
»La pobre temía más que al fuego a mi madre, una señora virtuosa y severa. Esto, por una parte. Por otra, mi cara sonriente no podía por menos de profanar su primer amor, un amor puro y poético. Pueden, pues, imaginarse el estado de su espíritu. Por culpa mía no durmió en toda la noche y a la mañana siguiente se presentó a la hora del té con ojeras... Después del desayuno, al encontrarme con Sasha, no resistí a la tentación de presumir y reírme de él:
»-¡Lo sé! Ayer vi cómo te besabas con mademoiselle Zina.
»Sasha me miró y dijo:
»-Eres un imbécil.
»No era tan pusilánime como Zínochka, y por eso no se produjo el deseado efecto. Eso me aguijoneó todavía más. Si Sasha no se había asustado, era porque no creía que yo lo hubiera visto todo. ¡Pues ya nos veríamos las caras!
»Durante las lecciones, hasta la hora de la comida, Zínochka no me miró y no cesaba de tartamudear. En vez de meterme el resuello en el cuerpo, trataba de ganarse mis favores, poniéndome sobresalientes y sin quejarse a mi padre de mis travesuras. Dada mi precocidad, yo exploté el secreto como me venía en ganas: no estudié las lecciones, anduve por la habitación con los pies por alto y le dije cuantas insolencias quise. En una palabra, si hubiera seguido así hasta hoy, me habría convertido en un perfecto chantajista.
»En fin, pasó una semana. El secreto ajeno me instigaba y atormentaba como si se me hubiese clavado una espina en el alma. Ardía en deseos de revelarlo y de gozar del efecto. Y en cierta ocasión, durante la comida, cuando teníamos muchos invitados, yo miré con malicia a Zínochka, dejé escapar una estúpida risita y dije»
-Lo sé... ¡Ji, ji! Lo vi...
»-¿Qué es lo que sabes? -preguntó mi madre.
»Yo miré con más malicia todavía a Zínochka y Sasha. ¡Había que ver cómo enrojeció la muchacha y cómo brillaron de cólera los ojos de Sasha! Yo me mordí la lengua y no seguí adelante. Zínochka acabó por ponerse pálida, apretó los dientes y ya no probó bocado. Aquel día, durante la clase de la tarde, advertí un profundo cambio en la cara de Zínochka.
Me pareció más severo, más frío, como de mármol, y sus ojos me miraban a la cara con una mirada extraña. Palabra de honor, ni siquiera en los perros que dan alcance al lobo vi nunca unos ojos como aquéllos. Comprendí muy bien su expresión cuando en plena clase apretó los dientes y me dijo rabiosa:
»-¡Le aborrezco! ¡Es usted asqueroso, repugnante! ¡Si supiera cómo le odio, cómo me desagradan su cabeza pelada al cero y sus orejas de soplillo!
»Pero al instante se asustó y dijo:
»-No me refiero a usted, estaba ensayando un papel...
»Luego, señores, por la noche vi que ella se acercaba a mi cama y durante largo rato estuvo mirándome a la cara. Me odiaba apasionadamente y no podía vivir sin mí. La contemplación de mi odiada cara era para ella una necesidad. Por lo demás, recuerdo que la noche era hermosa... Olía a heno, todo estaba quieto, etc. La luna brillaba. Yo caminaba por la avenida y pensaba en el dulce de cerezas. De pronto, Zínochka, pálida y hermosa, se me acercó, me agarró del brazo y, jadeante, empezó a explicarse:
»-¡Cómo te odio! ¡A nadie he deseado tanto mal como a ti! ¡Recuérdalo! ¡Quiero que lo comprendas!
»¿Se dan cuenta? La luna, el pálido rostro ardiendo apasionadamente, la quietud... Hasta a mí, un pequeño cerdo, me era agradable. La escuché y la miré a los ojos... En un principio me gustó aquello por la novedad, pero luego, dominado por el miedo, lancé un grito y, corriendo con todas mis fuerzas, escapé hacia la casa.
»Decidí que lo mejor era quejarse a maman. Y me quejé, contándole de paso cómo Sasha y Zínochka se habían besado. Yo era un estúpido y no sabía a qué consecuencias iba esto a llevar; de otro modo, habría guardado el secreto... Maman, después de oírme, se puso roja de indignación y dijo:
»-Eres muy joven para hablar de estas cosas... Aunque, ¡qué ejemplo para los niños!
»Mi maman era no sólo virtuosa, sino también una mujer de mucho tacto. Para no originar un escándalo, no echó a Zínochka al momento, sino poco a poco, de una manera sistemática, como saben hacerlo las personas honestas, pero intolerantes. Cuando Zínochka se marchó de casa, su última mirada fue para la ventana donde yo estaba, y les aseguro que hasta ahora la recuerdo.
»Zínochka no tardó en convertirse en la esposa de mi hermano. Es Zinaída Nikoláievna, a quien ustedes conocen. Volví a verla cuando ya estaba en la Academia Militar. A pesar de todos sus esfuerzos, le era imposible identificar al bigotudo cadete con el odioso Petia, pero, aun así, no me trató como a un pariente... Incluso ahora, con mi calva, mi pacífico vientre y mi sumiso aspecto, sigue mirándome de soslayo y no se siente tranquila cuando me acerco a ver a mi hermano. Evidentemente, el odio no se olvida, lo mismo que el amor... ¡Vaya! Oigo cantar al gallo. Buenas noches. ¡Quieto, Milord!

1.014. Chejov (Anton)

Yeguer

Era un mediodía caluroso y sofocante. En el cielo no había ni una sola nube... La hierba quemada por el sol miraba lánguida y desesperadamente: aunque lloviera no reverdecería... El bosque se mantenía callado, inmóvil, como si con sus copas estuviera observando o esperando algo.
Por la orilla del descampado, perezosamente, balanceándose, se arrastra un hombre alto, de hombros angostos, vestido de una camisa roja, pantalones señoriales completamente remendados y botas altas. Va arrastrando sus pies por el camino. A la derecha verdea el descampado, a la izquierda, se extiende hasta el horizonte un amarillo mar de centeno llegado a punto. En su bella cabeza castaña lleva gallardo una gorra blanca con una visera de hockey, de seguro un regalo de algún señorito en generoso arranque. Atravesado sobre el pecho lleva un morral, con un gallo silvestre amontonado en su interior. El hombre sostiene en su mano una escopeta de dos cañones con el gatillo hacia arriba y aprieta los ojos para ver a su perro viejo y flaco, que corre adelante y que husmea los matorrales. Todo al derredor está en silencio, ni un solo ruido...
Todo lo vivo se ha escondido del calor.
-¡Yeguer Vlasich! El cazador oye de repente una voz suave.
Se estremece, al darse vuelta, frunce las cejas. A su lado, como si hubiera brotado de la tierra, se encuentra una mujer de rostro pálido, de unos treinta años y con la hoz en la mano. Ella se esfuerza por verle la cara y se ríe de vergüenza.
-¡Ah! Eres tú, Pelagueya, dice el cazador deteniéndose y bajando lentamente la escopeta.
-Jum, ¿cómo has venido a parar por aquí?
-Hay aquí mujeres de mi aldea que vienen a trabajar y me he venido con ellas... Como trabajadoras, Yegor Vlasich.
-Ajá...- muge Yegor Vlasich y lentamente sigue su camino.
Pelagueya lo sigue. Caminan callados unos veinte pasos.
-Ya hace mucho tiempo que no lo veo, Yegor Vlasich... -le dice Pelagueya, mirando con cariño los hombros y omóplatos en movimiento del cazador.
-Desde la Pascua que pasó por la isba a tomar agua, desde entonces que no lo he vuelto a ver... y en qué estado, borracho... Me insultó, me golpeó y se fue... Y yo lo esperaba, lo esperaba... Con los ojos pasaba mirando, aguardándolo... ¡Ay, Yegor Vlasich, Yegor Vlasich! ¡Una vueltita por lo menos, se hubiera dado!
-¿No tengo nada que hacer en tu casa?
-Eso, de seguro, nada tiene que hacer, así nada más... De todos modos son sus bienes... Para ver esto y lo otro. Usted es el dueño... ¡Felicitaciones! ¡Qué gallo ha cazado! Yegor Vlasich, debería sentarse, a descansar...
Diciendo esto Pelagueya se ríe, como una tonta, mirando hacia arriba, a la cara de Yegor... Su cara respira felicidad...
-¿Sentarme? Quizás... -dice Yegor con tono indiferente y se pone a buscar un lugarcito entre dos pinos que han crecido.
-¿Que haces ahí parada? Siéntate también.
Pelagueya se sienta un poco retirada, en pleno sol y, avergonzada de su alegría, se cubre con las manos sus labios sonrientes. Pasan dos minutos en silencio.
-¡Una vueltita por lo menos, se hubiera dado!, dice suavemente Pelagueya.
-¿Para qué? suspira Yegor quitándose la gorra y limpiándose su frente roja con la manga.
-No hay ninguna necesidad. Ir por una hora es un puro fastidio, sólo te revuelves, pero ir a vivir en permanencia en el campo, el alma no lo soportaría... Tú misma lo sabes, soy un hombre consentido... Me basta que haya una cama, un buen té y pláticas delicadas... Tener todos los honores, pero en tu aldea solo pobreza, hollín... Yo ni un día sobrevivo. Si hubiera un decreto que, digamos, se promulgara para que obligatoria-mente tuviera que ir a vivir contigo en tu casa, o incendiaba tu isba o levantaba mi mano contra mí mismo. Desde tiernito la mera travesura está dentro de mí, no hay nada que hacer.
-¿Y ahora dónde vive?
-Donde el señor Dimitri Ivanovich, como cazador. Le llevo a su mesa aves salvajes, si no es más... por puro gusto que me mantiene.
-No es muy honorable su negocio, Yegor Vlasich... Para otros es una travesura, pero para usted eso es propiamente como una artesanía... una ocupación de verdad.
-No entiendes, tonta, dice Yegor mirando al cielo como en sueños. -Desde que naciste no entiendes y un siglo no te bastaría para entender qué clase de hombre soy... Según tú yo soy un loco perdido, pero el que entiende, para ese yo soy una de las mejores flechas del distrito. Los señores lo sienten e incluso han escrito sobre mí en el diario. Nadie puede compararse conmigo en este asunto de la caza. Yo le tengo asco a vuestras ocupaciones del campo, no es ni por travesura, ni por orgullo. Sino que desde la infancia, sabes, no he tenido ninguna otra ocupación, salvo las armas y los perros. Me quitan el arma, pues tomo el anzuelo, me quitan el anzuelo, pues con las manos me las ingenio. Bueno, también he sido marchante de caballos y en las ferias he trajinado, cuando había dinero, pero tú misma sabes que si un hombre se ha inscrito como cazador o como marchante de caballos, entonces le dice adiós al arado. Una vez que al hombre le ha entrado el aire de libertad, pues con nada se lo sacas. Lo mismo que un señor entra de actor o a otra de las artes, él no se puede meter a oficinista, ni a terrateniente. Eres mujer, no entiendes y esto hay que entenderlo.
-Entiendo, Yegor Vlasich.
-Quiere decir que no entiendes, ya que te dispones a llorar...
-Yo... yo no lloro..., dice Pelagueya dándose vuelta.
-¡Es un pecado, Yegor Vlasich! Aunque fuera un día solito debería vivir conmigo, pobre de mí. Ya hace más de doce años que me casé, y... ¡y entre nosotros ni una sola vez ha habido amor! Y yo... no lloro...
-Amor..., balbucea Yegor frotándose las manos.
-Ningún amor puede existir, ni es posible. Es solamente de nombre que nosotros somos marido y mujer. ¿Acaso no es cierto? Yo para ti soy un hombre salvaje y tú para mí eres una mujer simplona, que no entiende. ¿Acaso somos una pareja? Yo soy libre, consentido, vagabundo y tú eres trabajadora, chancletuda, vives en la mugre y el lomo ni se te dobla. Yo pienso de mí que soy el primero en el asunto de la caza y tú con lástima me miras... ¿Qué pareja hay aquí?
-¡Pero nos casamos, Yegor Vlasich! -se exalta Pelagueya.
-Sin quererlo nos casamos... ¿Acaso se te ha olvidado? Al Conde Serguey Pavlich dale las gracias... y a ti misma. El Conde de pura envidia de que yo tiro mejor que él, todo un mes con vino me estuvo emborrachando, y al borracho no sólo a casarse se le puede obligar, hasta cambiar de fe se le puede hacer.
De pura venganza, borracho me casó contigo...
¡Yegor a la porqueriza! Bien viste que yo estaba borracho, ¿para qué te casaste? No eres sierva, bien te pudiste oponer. Claro que para una porquera es pura felicidad casarse con un cazador profesional, pero es que hay que tener juicio. Y ahora tienes que sufrir, llorar. Para el
Conde la risa y para ti el llanto... rájate la cabeza...
Se presenta un momento de silencio. Sobre el descampado vuelan tres patos salvajes. Yegor se les queda mirando y los acompaña con la mirada hasta que se vuelven tres puntos apenas visibles y descienden a lo lejos hacia el bosque.
-¿De qué vives? -le pregunta, pasando su mirada de los patos hacia Pelagueya.
-Ahora voy al trabajo y en invierno tomo una cría de la casa de pupilos, le doy el biberón. Rublo y medio me pagan por mes.
-Ajá...
Callan de nuevo. De una apretada huerta llega una tierna canción, que se corta apenas comienza. Mucho calor para cantar...
-Cuentan que a la Akulina le puso una nueva isba -le dice Pelagueya.
Yegor calla.
-Significa que ella sí le llega al corazón...
-¡Esa es tu felicidad, tu destino! le dice el cazador, estirándose.
-Ten paciencia, huerfanita. Bueno, ahora hay que despedirse, me he puesto a hablar demasiado... Tengo que llegar antes que anochezca a Boltovo...
Yegor se levanta, se estira y se cruza la escopeta en el pecho. Pelagueya se levanta.
-¿Cuándo va venir por la aldea? le pregunta suavemente.
-¡No hay para qué! Sobrio nunca voy a ir y borracho no tiene ningún interés para ti. Me pongo muy malo cuando estoy borracho... Adiós.
-Adiós, Yegor Vlasich...
Yegor se pone la gorra en la parte trasera de su cabeza y con un chasquido llama al perro y sigue su camino. Pelagueya sigue parada en el mismo lugar y lo sigue con la mirada... Ve sus omóplatos moviéndose, su gallarda cabeza, su lenta y desganada marcha, sus ojos se llenan de tristeza y de tierno cariño. Su mirada se pasea por la enjuta y alta figura de su marido y lo acaricia, lo mima... El, como si sintiera esa mirada, se detiene y se da vuelta para mirar... Calla, pero por su rostro, por sus encogidos hombros, Pelagueya ve claramente que quiere decirle algo... Se le acerca tímidamente y lo mira con sus ojos suplicantes.
-¡Ten! le dice dándose vuelta.
Le entrega un arrugado billete de un rublo y se retira rápidamente.
-¡Adiós, Yegor Vlasich! -le dice ella aceptando maquinalmente el billete.
El se va por un camino largo y recto como un cinturón estirado... Ella, pálida inmóvil como una estatua, está parada y pesca con la mirada cada paso suyo. Pero el color rojo de su camisa se mezcla con el color oscuro de sus pantalones, ya no se ven sus pasos, el perro se confunde con las botas. Se ve únicamente la gorra, pero... de repente Yegor bruscamente toma hacia la derecha, hacia el descampado y la gorra desaparece en lo verde.
-¡Adiós, Yegor Vlasich! murmura Pelagueya y se empina para ver aunque sea la gorra blanca.

1.014. Chejov (Anton)

Viaje de novios

Sale el tren de la estación de Balagore, del ferrocarril Nicolás. En un vagón de segunda clase, de los destinados a fumadores, dormitan cinco pasajeros. Habían comido en la fonda de la estación, y ahora, recostados en los cojines de su departamento, procuran conciliar el sueño. La calma es absoluta. Ábrese la portezuela y penetra un individuo de estatura alta, derecho como un palo, con sombrero color marrón y abrigo de última moda. Su aspecto recuerda el de ese corresponsal de periódico que suele figurar en las novelas de Julio Verne o en las operetas. El individuo detiénese en la mitad del coche, respira fuertemente, se fija en los pasajeros y murmura: «No, no es aquí...
¡El demonio que lo entienda! Me parece incomprensible...; no, no es éste el coche».
Uno de los viajeros le observa con atención y exclama alegremente:
-¡Iván Alexievitch! ¿Es usted? ¿Qué milagro le trae por acá?
Iván Alexievitch se estremece, mira con estupor al viajero y alza los brazos al aire.
-¡Petro Petrovitch! ¿Tú por acá? ¡Cuánto tiempo que no nos hemos visto! ¡Cómo iba yo a imaginar que viajaba usted en este mismo tren!
-¿Y cómo va su salud?
-No va mal. Pero he perdido mi coche y no sé dar con él. Soy un idiota. Merezco que me den de palos.
Iván Alexievitch no está muy seguro sobre sus pies, y ríe constantemente. Luego añade:
-La vida es fecunda en sorpresas. Salí al andén con objeto de beber una copita de coñac; la bebí, y me acordé de que la estación siguiente está lejos, por lo cual era oportuno beberme otra copita. Mientras la apuraba sonó el tercer toque. Me puse a correr como un desesperado y salté al primer coche que encontré delante de mí. ¿Verdad que soy imbécil?
-Noto que está usted un poco alegre -dice Petro Petrovitch. Quédese usted con nosotros; aquí tiene un sitio.
-No, no; voy en busca de mi coche. ¡Adiós!
-No sea usted tonto, no vaya a caerse al pasar de un vagón a otro; siéntese, y al llegar a la estación próxima buscará usted su coche.
Iván Alexievitch permanece indeciso; al fin suspira y toma asiento enfrente de Petro Petrovitch. Hállase agitado y se encuentra como sobre alfileres.
-¿Adónde va usted, Iván Alexievitch?
-Yo, al fin del mundo... Mi cabeza es una olla de grillos. Yo mismo ignoro adónde voy. El Destino me sonríe, y viajo... Querido amigo, ¿ha visto usted jamás algún idiota que sea feliz? Pues aquí, delante de usted, se halla el más feliz de estos mortales. ¿Nota usted algo extraordinario en mi cara?
-Noto solamente que está un poquito...
-Seguramente, la expresión de mi cara no vale nada en este momento. Lástima que no haya por ahí un espejo. Quisiera contemplarme. Palabra de honor, me convierto en un idiota. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Figúrese usted que en este momento hago mi viaje de boda. ¿Qué le parece?
-¿Cómo? ¿Usted se ha casado?
-Hoy mismo he contraído matrimonio. Terminada la ceremonia nupcial, me fui derecho al tren.
Todos los viajeros le felicitan y le dirigen mil preguntas.
-¡Enhorabuena! -añade Petro Petrovitch. Por eso está usted tan elegante.
-Naturalmente. Para que la ilusión fuese completa, hasta me perfumé. Me he dejado arrastrar. No tengo ideas ni preocupaciones. Sólo me domina un sentimiento de beatitud. Desde que vine al mundo, nunca me sentí feliz.
Iván Alexievitch cierra los ojos y mueve la cabeza. Luego prorrumpe:
-Soy feliz hasta lo absurdo. Ahora mismo entraré en mi coche. En un rincón del mismo está sentado un ser humano que se consagra a mí con toda su alma. ¡Querida mía! ¡Ángel mío! ¡Capullito mío! ¡Filoxera de mi alma! ¡Qué piececitos los suyos! Son tan menudos, tan diminutos, que resultan como alegóricos. Quisiera comérmelos. Usted no comprende estas cosas; usted es un materialista que lo analiza todo; son ustedes unos solterones a secas; al casaros, ya os acordaréis de mí. Entonces os preguntaréis: ¿Dónde está aquel Iván Alexievitch? Dentro de pocos minutos entraré en mi coche. Sé que ella me espera impaciente y que me acogerá con fruición, con una sonrisa encantadora. Me sentaré al lado suyo y le acariciaré el rostro...
Iván Alexievitch menea la cabeza y se ríe a carcajadas.
-Pondré mi frente en su hombro y pasaré mis brazos en torno de su talle. Todo estará tranquilo. Una luz poética nos alumbrará. En momentos semejantes habría que abrazar al universo entero. Petro Petrovitch, permítame que le abrace.
-Como usted guste.
Los dos amigos se abrazan, en medio del regocijo de los presentes. El feliz recién casado prosigue:
-Y para mayor ilusión beberé un par de copitas más. Lo que ocurrirá entonces en mi cabeza y en mi pecho es imposible de explicar. Yo, que soy una persona débil e insignificante, en ocasiones tales me convierto en un ser sin límites; abarco el universo entero.
Los viajeros, al oír la charla del recién casado, cesan de dormitar. Iván Alexievitch vuélvese de un lado para otro, gesticula, ríe a carcajadas, y todos ríen con él. Su alegría es francamente comunicativa.
-Sobre todo, señor, no hay que analizar tanto. ¿Quieres beber? ¡Bebe! Inútil filosofar sobre si esto es sano o malsano. ¡Al diablo con las psicologías!
En esto, el conductor pasa.
-Amigo mío -le dice el recién casado, cuando atraviese usted por el coche doscientos nueve verá una señora con sombrero gris, sobre el cual campea un pájaro blanco. Dígale que estoy aquí sin novedad.
-Perfectamente -contesta el conductor-. Lo que hay es que en este tren no se encuentra un vagón doscientos nueve, sino uno que lleva el número doscientos diecinueve.
-Lo mismo da que sea el doscientos nueve que el doscientos diecinueve. Anuncie usted a esa dama que su marido está sano y salvo.
Iván Alexievitch se coge la cabeza entre las manos y dice:
-Marido..., señora. ¿Desde cuándo?... Marido, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Mereces azotes... ¡Qué idiota!... Ella, ayer, todavía era una niña...
-En nuestro tiempo es extraordinario ver a un hombre feliz; más fácil parece ver a un elefante blanco.
-¿Pero quién tiene la culpa de eso? -replica Iván Alexievitch, extendiendo sus largos pies, calzados con botines puntiagudos. Si alguien no es feliz, suya es la culpa. ¿No lo cree usted? El hombre es el creador de su propia felicidad. De nosotros depende el ser felices; mas no queréis serlo; ello está en vuestras manos, sin embargo. Testarudamente huís de vuestra felicidad.
-¿Y de qué manera? -exclaman en coro los demás.
-Muy sencillamente. La Naturaleza ha establecido que el hombre, en cierto período de su vida, ha de amar. Llegado este instante, debe amar con todas sus fuerzas. Pero vosotros no queréis obedecer a la ley de la Naturaleza. Siempre esperáis alguna otra cosa. La ley afirma que todo ser normal ha de casarse. No hay felicidad sin casamiento. Una vez que la oportunidad sobreviene, ¡a casarse! ¿A qué vacilar? Ustedes, empero, no se casan. Siempre andan por caminos extraviados. Diré más todavía: la Sagrada Escritura dice que el vino alegra el corazón humano. ¿Quieres beber más? Con ir al buffet, el problema está resuelto. Y nada de filosofía. La sencillez es una gran virtud.
-Usted asegura que el hombre es el creador de su propia felicidad. ¿Qué diablos de creador es ése, si basta un dolor de muelas o una suegra mala para que toda su felicidad se precipite en el abismo? Todo es cuestión de azar. Si ahora nos ocurriera una catástrofe, ya hablaría usted de otro modo.
-¡Tonterías! Las catástrofes ocurren una vez al año. Yo no temo al azar. No vale la pena de hablar de ello.
Me parece que nos aproximamos a la estación...
-¿Adónde va usted? -interroga Petro Petrovitch. ¿A Moscú, o más al Sur?
-¿Cómo, yendo hacia el Norte, podré dirigirme a Moscú, o más al Sur?
-El caso es que Moscú no se halla en el Norte.
-Ya lo sé. Pero ahora vamos a Petersburgo -dice Iván Alexievitch.
-No sea usted majadero. Adonde vamos es a Moscú.
-¿Cómo? ¿A Moscú? ¡Es extraordinario!
-¿Para dónde tomó usted el billete?
-Para Petersburgo.
-En tal caso le felicito. Usted se equivocó de tren.
Transcurre medio minuto en silencio. El recién casado se levanta y mira a todos con ojos azorados.
-Sí, sí -explica Petro Petrovitch. En Balagore usted cambió de tren. Después del coñac, usted cometió la ligereza de subir al tren que cruzaba con el suyo.
Iván Alexievitch se pone lívido y da muestras de gran agitación.
-¡Qué imbécil soy! ¡Qué indigno! ¡Que los demonios me lleven! ¿Qué he de hacer? En aquel tren está mi mujer, sola, mi pobre mujer, que me espera. ¡Qué animal soy!
El recién casado, que se había puesto en pie, desplómase sobre el sofá y revuélvese cual si le hubieran pisado un callo.
-¡Qué desgraciado soy! ¡Qué voy a hacer ahora!...
-Nada -dicen los pasajeros para tranquilizarle. Procure usted telegrafiar a su mujer en alguna estación, y de este modo la alcanzará usted.
-El tren rápido -dice el recién casado. ¿Pero dónde tomaré el dinero, toda vez que es mi mujer quien lo lleva consigo?
Los pasajeros, riendo, hacen una colecta, y facilitan al hombre feliz los medios de continuar el viaje.

1.014. Chejov (Anton)

Verochka

Iván Alekséich Ognev recuerda cómo en aquella noche de agosto abrió, haciéndola sonar, la puerta de vidrio y salió a la terraza. Llevaba puestos entonces una liviana capa con esclavina y un sombrero de paja de anchas alas, el mismo que está tirado ahora en el polvo, bajo la cama, junto con las botas de montar. En una mano tenía un gran atado de libros y cuadernos, en la otra, un grueso y nudoso bastón. En la habitación, cerca de la puerta, iluminándole el camino con la lámpara, quedaba de pie el dueño de la casa, Kuznetsov, un viejo calvo de larga barba canosa y vestido con una chaqueta de piqué blanca como la nieve. El viejo sonreía afablemente e inclinaba la cabeza.
-¡Adiós, viejecito! -le gritó Ognev.
Kuznetsov dejó la lámpara sobre la mesa y salió a la terraza. Dos sombras, largas y estrechas, avanzaron por los escalones hacia los canteros, tambalearon y apoyaron las cabezas en los troncos de los tilos.
-¡Adiós, amigo, y gracias una vez más! -dijo Iván Alekséich. Gracias por su bondad, por sus atenciones, por su cariño... Nunca en mi vida olvidaré su hospitalidad. Tanto usted como su hija son buenas personas y toda la gente es aquí bondadosa, alegre y atenta... Una gente tan magnífica que ni siquiera puedo expresarlo en debida forma.
Por causa de la emoción y bajo la influencia del licor casero que acababa de beber, Ognev hablaba con cantarina voz de seminarista y estaba tan conmovido que expresaba sus sentimientos no tanto con palabras cuanto con pestañeo y movimiento de hombros. Kuznetsov, asimismo algo bebido, y conmovido, abrazó al joven y lo besó.
-Me acostumbré a esta casa como un perro -prosiguió Ognev. Venía casi todos los días, unas diez veces pasé la noche aquí, y he tomado tanto licor que ahora da miedo recordarlo. Pero lo fundamental por lo que yo agradezco, Gavril Petróvich, es su colaboración y su ayuda. Si no fuera por usted, yo hubiera tenido que trabajar en mis estadísticas por lo menos hasta octubre. Y así lo pondré en el prefacio; considero un deber expresar mi gratitud al presidente de la Dirección Rural del distrito N., señor Kuznetsov, por su gentil colaboración. ¡La estadística tiene un brillante futuro! Trasmítale a Vera Gavrílovna mi profunda reverencia, y en cuanto a los médicos, a los jueces, a los dos jueces de instrucción y a su secretario, dígales que jamás olvidaré la ayuda que me han prestado. ¡Y ahora, amigo mío, venga el último abrazo!
El emocionado Ognev besó una vez más al anciano y comenzó a bajar la escalera. En el último peldaño se volvió y preguntó:
-¿Nos volveremos a ver algún día?
-¡Vaya uno a saberlo! -respondió el viejo. Probablemente nunca.
-Es verdad. A usted, ni aun regalándole roscas se le podrá convencer para que vaya a Petersburgo; y en cuanto a mi, es difícil que yo venga a parar otra vez a este distrito. ¡Bueno, adiós!
-¿Por qué no deja sus libros aquí? -gritó Kuznetsov. ¡Qué gana tiene de llevar semejante peso! ¡Mañana se los mando con un ordenanza!
Pero Ognev no escuchaba ya y se alejaba rápidamente de la casa. Su corazón, animado por el vino, estaba alegre, cálido y, al mismo tiempo, triste... Caminando, pensaba en lo frecuentes que eran los encuentros con gente buena y que era de lamentar que esos encuentros no dejaran más que unos recuerdos. Ocurre a veces que en el horizonte aparecen las grullas: una débil brisa trae su grito quejumbroso y exaltado, pero al cabo de un minuto, por más que uno escudriñe la lejanía celeste, no verá un punto ni oirá sonido alguno; asimismo las personas, con sus rostros y con sus palabras, pasan fugaces por nuestra vida y se sumergen en el pasado, sin dejar más que unas leves huellas en la memoria. Residiendo en el distrito de N.. a partir del comienzo mismo de la primavera y visitando casi todos ]os días la hospitalaria casa de los Kuznetsov, Iván Alekséich se habituó al viejo, a su hija y a la servidumbre; llegó a conocer todos los detalles de la finca, la acogedora terraza, las curvas de las alamedas, los contornos de los árboles encima de los baños y de la cocina, pero ahora mismo atravesará la portezuela del jardín y todo ello se convertirá en un recuerdo y perderá para siempre su importan-cia real; Pasarán uno o dos años y todas estas queridas imágenes se tornarán opacas en la mente y quedarán igualadas con las invenciones y los frutos de la fantasía.
¡Nada en la vida es más valioso que la gente! -pensaba Ognev, enternecido, caminando por la alameda hacia la salida. ¡Nada!"
El jardín estaba quieto y tibio. Olía a reseda, a tabaco y a heliotropo, que florecían en los canteros. Los espacios entre los arbustos y entre los troncos de los árboles se hallaban llenos de niebla, transparente y suave, impregnada de luz lunar; y lo que quedó grabado en la memoria de Ognev eran los jirones de niebla que sigilosamente, pero de manera visible, como fantasmas, atravesaban las alamedas, uno tras otro. La luna estaba en lo alto, sobre el jardín, mientras por debajo de ella pasaban flotando hacia el este nebulosas manchas. Al parecer, todo el universo se componía de siluetas negras y errantes sombras blancas; y Ognev, que contemplaba la niebla en una noche de luna de agosto poco menos que por primera vez en su vida, pensaba que en lugar de la naturaleza estaba viendo unos decorados y que torpes pirotécnicos, ocultos tras los arbustos, intentaban iluminar el jardín con blancas luces de bengala y humo blanco.
Cuando Ognev se acercaba a la portezuela del jardín, una sombra oscura se separó de la baja empalizada y se dirigió a su encuentro.
-¡Vera Gavrilovna! -se alegro él. ¿Usted por aquí? Yo la estuve buscando por todas partes; quería despedirme... ¡Adiós, me voy!
-¿Tan temprano? No son más que las once.
-Es hora de que me vaya. Tengo que caminar cinco verstas y luego debo todavía hacer mi equipaje. Además, mañana hay que levantarse temprano...
Ante Ognev estaba la hija de Kuznetsov, Vera, una joven de 21 años, habitualmente triste, vestida con cierta negligencia e interesante. Las jóvenes que sueñan mucho, que pasan días enteros recostadas perezosamente leyendo todo lo que cae en sus manos, y que se sienten aburridas y tristes, por lo general suelen vestirse con negligencia. A las que poseen el don natural del gusto y el instinto de la belleza, esa leve negligencia en el vestir les otorga un encanto especial. Por lo menos, Ognev, recordando más tarde a la bonita Vérochka, no se la podía imaginar sin su amplia chaquetilla que formaba profundos pliegues junto al talle y sin embargo no lo rozaba; sin su rizo, escapado del alto peinado y colgado sobre la frente; sin aquel chal rojo con pompones de lana en los bordes, que por las noches pendía tristemente del hombro de Vérochka, cual bandera en un día apacible, mientras que de día estaba tirado en el vestíbulo, junto con los sombreros masculinos, o bien en el comedor sobre un baúl donde dormía, sin ceremonias, la vieja gata. Este chal y los pliegues de la chaquetilla exhalaban un soplo de desperezada libertad, de buena vecindad y de bien. Quizá porque Vera agradase a Ognev, éste, en cada botón y en cada volante sabía leer algo cálido, confortable, algo bueno y poético, es decir, todo aquello de lo que carecen las mujeres insinceras, frías y desposeídas del sentido de la belleza.
Vérochka era esbelta; tenía un perfil regular y hermoso cabello ondulado. A Ognev, quien no había visto en su vida muchas mujeres, le parecía una beldad.
-¡Me voy! -decía, despidiéndose de ella junto a la portezuela. ¡No me guarde rencor! ¡Gracias por todo!
Con la misma voz cantarina de seminarista con la cual hablaba con el anciano, parpadeando y moviendo los hombros como lo hacía antes, se puso a dar las gracias a Vera por la hospitalidad, el cariño y las atenciones recibidas.
-En cada carta escribía a mi madre acerca de usted -le decía. Si todos fuesen como usted y su papá, la vida sería una fiesta. ¡Toda esta gente es magnífica! Son personas sencillas, cordiales, sinceras.
-¿Para dónde parte usted ahora? -preguntó Vera.
-Ahora iré a ver a mi madre, en Orel; me quedaré allí un par de semanas y luego volveré a mi trabajo, en Petersburgo.
-¿Y luego?
-¿Luego? Trabajaré todo el invierno, y en primavera viajaré de nuevo a alguna provincia para juntar datos. Bueno, le deseo muchas felicidades y que viva cien años... No me guarde rencor. No nos veremos más...
Ognev se inclinó y besó la mano de Vérochka. Luego, embargado por una silenciosa emoción, acomodó su capa, ajustó el atado de libros, calló durante un rato y dijo:
-¡Cuánta niebla!
-¿No olvidó usted nada en nuestra casa?
-¿Qué cosa podría ser? Parece que nada...
Ognev se quedó callado unos segundos más, luego se volvió torpemente hacia la puerta y salió del jardín.
-Espere, lo acompañaré hasta nuestro bosque -dijo Vera, saliendo tras él.
Marcharon por el camino. Los árboles no ocultaban ya el espacio y se podía ver el cielo y la lejanía. Como cubierta por un velo, toda la naturaleza se escondía tras una bruma transparente, a través de la cual asomaba alegremente su belleza; donde la niebla era más espesa y más blanca, sus jirones se recostaban en capas irregulares entre las gavillas y los arbustos o bien atravesaban el camino, arrastrándose al ras de la tierra, como si trataran de no esconder el espacio. A través de la bruma se veía todo el camino hasta el bosque, con oscuras zanjas a sus costados y con pequeños arbustos que no dejaban a los jirones de niebla vagar libremente por el camino. A media versta de distancia se extendía la oscura franja del bosque que pertenecía a Kuznetsov.
"¿Por qué habrá venido conmigo? ¡Luego tendré que acompañarla de vuelta!" -pensó Ognev, pero, después de mirar el perfil de Vera sonrió, afable, y dijo:
-Con un tiempo tan hermoso uno no tiene ganas de partir. En verdad, la noche es romántica; hay luna, hay silencio y todo lo demás. ¿Sabe, Vera Gavrílovna? Ya van veintinueve años que yo vivo en este mundo, pero no he tenido un romance hasta ahora. En toda mi vida no hubo una sola historia romántica, de modo que las citas, las alamedas de suspiros y de besos son cosas que yo conozco sólo de nombre. ¡Eso es anormal! En la ciudad, cuando uno está encerrado en su cuarto, esta laguna no se nota tanto, pero aquí al aire libre, se hace sentir con fuerza... ¡Hasta causa cierto fastidio!
-¿Y por qué le fue así?
-No lo sé. Probablemente porque nunca he tenido tiempo o, quizá, porque no tuve oportunidad de encontrarme con mujeres que... En general, tengo pocos conocidos y no voy a ninguna parte.
Los jóvenes caminaron en silencio unos trescientos pasos. Ognev miraba de vez en cuando la cabeza descubierta y el chal de Vérochka, y en su mente renacían, uno tras otro, los días de primavera y de verano; era una época en la que, lejos de su grisáceo cuarto de Petersburgo y gozando con las atenciones de tan buena gente, con la naturaleza y con el trabajo predilecto, no se daba cuenta cómo los crepúsculos de la noche reemplazaban las albas matutinas y cómo uno tras otro, cesaban de cantar, profetizando el fin del verano, primero el ruiseñor, luego la codorniz y algo más tarde el rascón... El tiempo pasaba sin que él lo hubiera notado y ello significaba una vida buena y fácil... Se puso a recordar en voz alta la poca gana que tenía él -hombre de escasos recursos y poco dado a hacer viajes y tratar a la gente- de partir a fines de abril al distrito N., donde esperaba encontrar aburrimiento, soledad e indiferencia hacia la estadística, la cual, según su opinión, se colocaba en el lugar más destacado entre las ciencias. Al llegar en una mañana de abril a la pequeña ciudad del distrito N., se alojó en el hospedaje del starover[1] Riabugin, casa donde por veinte kopelkas diarias le dieron una habitación soleada, limpia, con la condición de que fumara afuera. Después de descansar y habiendo averiguado quién era el presidente de la Dirección Rural del distrito, se dirigió sin tardanza a la casa de Gavril Petróvich. Tuvo que caminar cuatro verstas atravesando magníficos prados y jóvenes bosquecillos. Bajo las nubes, inundando el aire de sonidos argentinos, vibraban las alondras sobre los verdes sembrados, agitando las alas en forma circunspecta y concienzuda, volaban los grajos.
-¡Dios mío! -se sorprendía entonces Ognev. ¿Será posible que aquí siempre se respire este aire? ¿O, quizás, sólo hoy huele tan bien, en honor de mi llegada?
Esperando un recibimiento seco y oficial, entró a la casa de Kuznetsov con cierta timidez, frunciendo el ceño y sobando su barbita. Al principio el viejo arrugaba la frente sin entender para qué el joven con su estadística necesitaba de la Dirección Rural, pero cuando Ognev se hubo explayado detalladamente acerca de los materiales de estadística y de la manera de reunirlos, Gavril Petróvich se animó, comenzó a sonreír y con una curiosidad infantil se puso a hojear sus cuadernos. El mismo día, por la noche, Iván Alekséich ya estaba cenando en casa de Kuznetsov; sentíase rápidamente embriagado por el fuerte licor casero y contemplando los tranquilos rostros y los pausados ademanes de sus nuevos conocidos, sentía en todo su cuerpo una dulce languidez y ganas de dormir, de desperezarse y de sonreír. Los nuevos conocidos lo miraban, entretanto, con benévola curiosidad y le preguntaban si sus padres vivían, cuánto ganaba por mes, si iba al teatro con frecuencia o no...
Ognev recordó sus viajes por diversos departamentos de la región, los pasadías, la pesca, la excursión en sociedad, al monasterio femenino, donde la madre superiora regaló a cada uno de los visitantes un monedero de abalorios; recordó las interminables y acaloradas discusiones, puramente rusas, en las que los hombres, golpeando la mesa con los puños, no se entienden e interrumpen unos a otros, se contradicen sin darse cuenta en cada frase, a cada rato cambian el tema y, después de discutir dos o tres horas, se echan a reír:
-¡Al diablo con la discusión! ¡Comenzamos bailando y terminamos llorando!
-¿Recuerda cuando usted, el doctor y yo fuimos a caballo hasta Shestovo? -decía Iván Alekséich a Vera, acercándose junto con ella al bosque-. Encontramos entonces en el camino a un mendigo adivino. Le di una moneda de cinco kopelkas y él se santiguó tres veces y arrojó la moneda al centeno. ¡Ah, Señor, me llevo tantas impresiones que si se pudiera juntarlas en una sola masa compacta resultaría un buen lingote de oro! No comprendo, ¿por qué las personas inteligentes y sensibles se apretujan en las capitales y no vienen acá? ¿Acaso en la avenida Nevsky y en las grandes y húmedas casas hay más espacio y más verdad que aquí? Por cierto, nuestros cuartos amueblados, desde arriba hasta abajo llenos con pintores, sabios y periodistas, me parecían siempre un prejuicio.
A veinte pasos del bosque, había en el camino un estrecho puentecillo, con puntales en las esquinas que siempre servía a los Kuznetsov y a sus huéspedes como una pequeña estación durante sus paseos nocturnos. Desde allí, los que deseaban hacerlo podían burlarse del eco del bosque; desde allí se veía también el camino perderse en un oscuro atajo.
-¡Aquí está el puente! -dijo Ognev. Debe usted volver ahora..
-Sentémonos un poco -respondió ella, sentándose en uno de los puntales. Antes de la partida, al despedirse, generalmente todo el mundo se sienta[2].
Ognev se acomodó junto a ella sobre su atado de libros y continuó hablando. Ella jadeaba a causa de la caminata y no miraba a Iván Alekséich sino hacia el otro lado, de modo que él no veía su cara.
-Y, de repente, al cabo de unos diez años nos encontraremos -decía él. ¿Cómo seremos en aquel entonces? Usted será una estimada madre de familia, y yo, autor de una estimada e inútil compilación de estadísticas, voluminosa como cuarenta mil compendios. Nos encontraremos y recorda-remos el pasado... Ahora sentimos el presente, que nos impregna y nos emociona, pero entonces, cuando nos encontremos no nos acordaremos más de la fecha ni del mes ni siquiera del año en que nos vimos por última vez en este puente. Usted, quizás, cambie... Escuche, ¿cambiará usted'?
Vera se estremeció y volvió el rostro hacia él.
-¿Cómo? -preguntó.
-Le preguntaba si...
-Perdone, no sé lo que usted me decía.
Sólo en ese momento Ognev observó el cambio ocurrido en Vera.
Estaba pálida, jadeaba, y el temblor de su respiración se comunicaba a sus manos, a sus labios y a su cabeza, y de su peinado escapaba hacia la frente no un mechón, como siempre, sino dos... Por lo visto, evitaba mirar a los ojos y, tratando de ocultar su emoción, ya arreglaba el cuello, como si éste la estuviera incomodando, ya pasaba su chal rojo de un hombro al otro...
-Parece que tiene frío -dijo Ognev. No le hace muy bien eso de estar sentada en la niebla.
Vera callaba.
-¿Qué tiene? -sonrió Iván Alekséich. Usted calla y no contesta las preguntas. ¿No se siente bien o está enfadada? ¿Eh?
Vera apretó con fuerza la palma de la mano contra la mejilla vuelta hacia Ognev, pero en seguida la retiró bruscamente.
-Es una situación terrible... -susurró con una expresión de dolor en la cara-. ¡Terrible!
-¿Por qué terrible? -preguntó Ognev, encogiéndose de hombros y sin ocultar su sorpresa. ¿De qué se trata?
Con la respiración entrecortada aún y estremeciéndose, Vera le volvió la espalda, miró medio minuto al cielo y dijo:
-Tengo que hablar con usted, Iván Alekséich...
-La escucho.
-A usted le parece extraño... puede ser que se sorprenda, pero me da lo mismo...
Ognev volvió a encogerse de hombros y se dispuso a escuchar.
-Es que... -comenzó diciendo Vérochka, inclinando la cabeza y sobando con los dedos el pompón del chal. Vea, lo que yo quería decirle... A usted le parecerá extraño y tonto, pero... no puedo más.
Las palabras de Vera se convirtieron en un balbuceo poco claro, que terminó en llanto. La joven se cubrió la cara con el chal, se inclinó más y rompió a llorar con amargura. Iván Alekséich tosió, confundido y sorprendido, y, sin saber qué decir ni qué hacer, miró en su derredor con expresión de desesperanza. Como no estaba acostumbrado al llanto y a las lágrimas, él mismo sintió picazón en los ojos.
-Bueno, bueno... -balbució, desconcertado. Vera Gavrílovna, ¿para qué sirve eso, se puede saber? Palomita, ¿está usted... enferma? ¿Alguien la ha ofendido? Dígamelo; puede ser que yo... este... a lo mejor, podré ayudarla...
Cuando, al tratar de consolarla, él se permitió separar cuidadosa-mente las manos de ella de la cara, Vera le sonrió a través de las lágrimas y dijo:
-Yo... ¡Yo lo amo!
Estas palabras, simples y corrientes, fueron dichas en un lenguaje sencillo y humano, pero Ognev, muy confundido, se apartó de Vera, se levantó y, tras la confusión, sintió miedo.
El triste y sentimental estado de ánimo que le habían producido la despedida y el licor, desapareció de golpe, cediendo lugar a una desagra-dable y aguda sensación de molestia. Como si el alma se hubiera dado vuelta en él, miraba a Vera de reojo, y ella, que después de su declaración amorosa se había despojado de la inabordabilidad que tanto adorna a la mujer, le parecía ahora más baja de estatura, más simple, más oscura.
"¿Qué es esto? -pensó con terror para sus adentros. Y yo, pues... ¿la amo o no? ¡Qué problema!"
Vera entretanto, después de haber dicho lo principal y lo más difícil, respiraba ya libremente, sin ninguna dificultad. Ella se levantó también, mirándolo, se puso a hablar rápidamente, de manera cálida e incontenible.
Así como la persona asustada de golpe no puede más tarde recordar en qué orden sucedieron los sonidos de la catástrofe que lo había aturdido, Ognev no recuerda las palabras y las frases de Vera. Sólo recuerda el contenido de su discurso, a ella misma y la sensación que producían en él sus palabras. Recuerda su voz, como apagada, algo ronca a causa de la emoción y una extraordinaria música y el apasionamiento en las entonaciones. Llorando, riendo, dejando brillar las lágrimas en sus pestañas, le contaba que desde los primeros días él la había impresionado por su originalidad, inteligencia, con sus bondadosos ojos, con sus propósitos e ideales en la vida; que había empezado a amarlo profundamente, con pasión y con locura; que cuando, en verano, al pasar a veces del jardín a la casa, notaba en el vestíbulo su capa o, desde lejos, oía su voz, el corazón se le llenaba de un fresco y estremecedor presentimiento de dicha; sus bromas, aunque insignificantes, la hacían reír a carcajadas; en cada cifra de sus cuadernos se le aparecía algo excepcional-mente sagaz y grandioso, su bastón nudoso era para ella más hermoso que los árboles.
El bosque, los jirones de niebla y las negras zanjas a la vera del camino parecían enmudecer escuchándola, pero en el alma de Ognev ocurría algo penoso y extraño... Al declararle su amor, Vera estaba seductoramente bella; también sus palabras fluían bellas y apasionadas, pero él no experimentaba el goce ni la alegría de vivir como le hubiera gustado, sino tan sólo un sentimiento de piedad hacia Vera, el dolor y la compasión por haber hecho sufrir a una buena persona. Dios sabe si era su mente libresca la que había alzado su voz o bien se había hecho sentir su irresistible hábito de objetividad que tan a menudo impide vivir a la gente; lo cierto es que el entusiasmo y el sufrimiento de Vera le parecían exagerados y poco serios, a pesar de que el sentimiento se indignaba en él, susurrándole que todo lo que él estaba viendo y oyendo en aquel momento era, desde el punto de vista de la naturaleza y de la felicidad personal, más serio que las estadísticas, los libros y las verdades... Y, enojado, se culpaba a sí mismo, aunque sin entender en qué, precisamente, consistía su culpa.
Para colmo de su confusión, decididamente no sabía qué decir, no obstante lo cual era indispensable decir algo. No tenía fuerzas suficientes para decir directamente "no la amo", pero tampoco podía decir "sí", ya que, por más que hurgara, no encontraba en su alma ni siquiera una chispa...
Y mientras él callaba, Vera le aseguraba que no había mayor felicidad para ella que la de verlo, seguirlo a donde él quisiera ir, ser su mujer y ayudante y que se moriría de pena si se marchaba sin ella...
-¡No puedo quedarme aquí! -dijo, retorciéndose las manos. Estoy harta de la casa, del bosque y de este aire. No soporto la continua calma y una vida sin objetivo: no soporto a nuestra gente descolorida y pálida, entre la cual todas se parecen uno al otro como dos gotas de agua. Todos son cordiales y benévolos porque están satisfechos, no sufren, no luchan... Y yo, precisamente, quiero vivir en grandes casas húmedas, donde la gente sufre agobiada por el trabajo y la miseria ...
También eso le pareció a Ognev exagerado y falto de seriedad. Cuando Vera hubo terminado de hablar, él no sabía qué decir, pero resultaba imposible seguir callado y balbuceó:
-Le estoy agradecido, Vera Gavrílovna, aunque sé que no merezco un... sentimiento de esa índole... de su parte. En segundo lugar, como hombre honesto debo decir que... la felicidad se basa en el equilibrio, es decir, cuando ambas partes... se aman de la misma manera...
En seguida, empero, Ognev se sintió avergonzado de su balbuceo y se quedó callado. Sintió que la expresión de su cara en ese momento era estúpida, culpable y vulgar, y al mismo tiempo tensa y forzada...
Vera seguramente supo leer la verdad en su rostro, ya que de repente se puso seria, palideció y bajó la cabeza.
-Perdóneme -murmuró Ognev, no pudiendo soportar el silencio. La estimo tanto que... ¡me duele!
Vera se volvió bruscamente y se dirigió de prisa hacia la finca. Ognev la siguió.
-¡No, no! -dijo Vera, haciendo un ademán. No me acompañe, iré sola...
-Imposible... Tengo que acompañarla...
Todo lo que decía Ognev, hasta la última palabra, le parecía a él mismo repugnante y anodino. El sentimiento de culpabilidad crecía en él a cada paso. Se enfadaba, apretaba los puños y maldecía su frialdad y su torpeza para conducirse con las mujeres. Tratando de excitarse a sí mismo, miraba la bella figura de Vérochka, su trenza, y las huellas que dejaban en el polvoriento camino sus piececitos; recordaba sus palabras y sus lágrimas, pero todo ello no lograba sino enternecerlo, sin excitar su alma.
"¡Ah, al fin y al cabo, uno no puede amar a la fuerza! -trataba de convencerse a sí mismo, pero al mismo tiempo pensaba: ¿Y cuándo amaré sin que sea a la fuerza? Tengo ya casi treinta años. Nunca he encontrado mujeres que fuesen mejores que Vera ni las voy a encontrar... ¡Oh, maldita vejez! ¡Vejez a los treinta años!"
Vera caminaba delante de él cada vez más de prisa, sin mirar hacia atrás y con la cabeza baja. A Ognev le parecía que ella se habla encogido de pena y que sus hombros se habían vuelto más estrechos...
"¡Me imagino lo que acontece ahora en su alma! -pensaba, mirándole la espalda. ¡Sentiría una vergüenza y un dolor como para morirse! ¡Dios mío, en todo ello hay tanta vida, tanto sentido, tanta poesía, que hasta una piedra se hubiera conmovido, pero yo... yo soy un estúpido, un necio!"
Juntó a la portezuela del jardín Vera le dirigió una fugaz mirada y encorvándose y cubriéndose con el chal, se fue alejando de prisa por la alameda.
Iván Alekséich se quedó solo. Regresando lentamente hacia el bosque se detenía a cada rato y se volvía para mirar la puertecilla del jardín; y toda su figura tenía una expresión de desconcierto, como si él no se creyera a sí mismo. Buscaba con los ojos las huellas de los pies de Vérochka en el camino y no podía creer que la joven que tanto le gustaba acababa de declararle su amor y que él la había "rechazado" con tanta torpeza. Por primera vez en su vida pudo convencerse, por propia experiencia, de cuán poco depende el hombre de su buena voluntad, y experimentar él mismo la situación de un hombre decente y cordial quien, sin querer, causa a su prójimo un sufrimiento inmerecido y cruel.
Le torturaba la conciencia y, además, al desaparecer Vera en el jardín le pareció haber perdido algo muy caro, intimo, que no volvería a encontrar más. Sintió que junto con Vera se le escurría una parte de su juventud y que los minutos que acababa de vivir de manera tan infructuosa no se repetirían jamás.
Al llegar hasta el puente, se detuvo pensativo. Deseaba encontrar la causa de su extraña frialdad. Le resultaba claro que aquélla no se hallaba fuera sino dentro de él. Con sinceridad se confesó a sí mismo que no era una frialdad mental de la que tan a menudo alardean las personas inteligentes, ni tampoco la frialdad de un tonto ególatra, sino simplemente la importancia del alma, la incapacidad de percibir con hondura la belleza, la vejez prematura, adquirida mediante la educación, la lucha desordenada por ganarse el pan y la hotelera vida de soltero.
Bajó del puentecillo y, lenta y desganadamente, entró en el bosque. Allí, donde en las negras y espesas tinieblas la luz de la luna formaba nítidas manchas y donde él no percibía nada, excepto sus pensamientos, sintió un apasionado deseo de recobrar lo perdido.
Iván Alekséich recuerda haber desandado el camino. Instigándose con los recuerdos y esforzándose para pintar a Vera en su imaginación, caminó de prisa hacia el jardín. La niebla había desaparecido ya del camino y del jardín, y una luna clara, como lavada, miraba desde el cielo; sólo el levante permanecía sombrío y nebuloso... Ognev recuerda sus pasos cuidadosos, las oscuras ventanas, el espeso aroma de heliotropo y de reseda. El conocido Karo se le acercó meneando amigablemente la cola y olfateó su mano... Era el único ser viviente que lo vio dar dos vueltas alrededor de la casa, detenerse junto a la oscura ventana de Vera y, con un ademán resignado y un hondo suspiro, salir del jardín.
Una hora después ya estaba en el pueblo y, fatigado, casi desfalleciente, apoyándose con el torso y con la cara ardorosa contra el portón del hospedaje, golpeaba con el aldabón. En alguna parte del pueblo se despertó un perro y se puso a ladrar, y, como en respuesta a sus golpes, el sereno de la iglesia hizo sonar su barra de hierro.
-No hace sino vagar por las noches... -rezongó el dueño del hospedaje que, vestido con un largo camisón de aspecto femenino, le abrió el portón. En vez de merodear por ahí, mejor te hubieras quedado en casa rezando.
Una vez en su habitación, Ognev se sentó en la cama y se quedó mirando largamente la llamita de la bujía; luego sacudió la cabeza y comenzó a hacer su equipaje.

1.014. Chejov (Anton)


[1] Perteneciente a la secta religiosa de los "viejos creyentes".
[2] Se trata de una antigua costumbre rusa.