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viernes, 27 de diciembre de 2013

La sala numero 6 - Cap. XV

Andrei Efímich se trasladó a una casita de tres ventanas, propiedad de la viuda de un menestral llamada Vielova. En ella no había más que tres habitaciones, sin contar la cocina. Dos de ellas, con ventanas a la calle, las ocupaba el doctor; en la tercera y en la cocina vivían Dáriushka y la dueña, con sus tres hijos. A veces acudía a pasar la noche el amante de la dueña, un borracho alborotador que atemorizaba a los niños y a Dáriushka. Cuando llegaba, se sentaba en la cocina y empezaba a pedir vodka. Aquello resultaba demasiado estrecho, y el doctor, movido por un sentimiento de compasión, se llevaba a los niños, que no cesaban de llorar, y los acostaba en su misma habitación, en el suelo, cosa que le producía gran satisfacción.
Seguía levantándose a las ocho y, después de tomar el té, se sentaba a leer sus viejos libros y revistas.
Para comprar nuevos, ya no tenía dinero. Y fuese porque los libros eran viejos o, acaso, porque el ambiente era distinto, la lectura ya no le atraía como antes y le fatigaba. Al objeto de no caer en una ociosidad completa, se dedicó a componer un catálogo completo de sus libros y a pegar las etiquetas correspondientes en los lomos, y este trabajo, mecánico y meticuloso, le resultó más interesante que la lectura. Con su monotonía y minuciosidad, le distraía de un modo incomprensible.
No pensaba en nada y el tiempo pasaba con rapidez.
Le resultaba entretenido hasta pelar patatas con Dáriuslika en la cocina, o limpiar el alforfón. Los sábados y domingos iba a la iglesia. De pie junto a la pared y con los ojos cerrados, escuchaba el canto y pensaba en sus padres, en la Universidad, en las religiones; se sentía tranquilo y triste, y luego, al salir del templo, lamentaba que los oficios hubieran terminado tan pronto.
Estuvo un par de veces en el hospital para visitar a Iván Dmítrich y charlar un rato con él. Pero en ambas ocasiones Iván Dmitrich se mostró muy excitado y colérico; le pidió que le dejase tranquilo, pues le fastidiaban las charlas vacías, y dijo que la única recompensa que pedía a los malditos canallas, por todos sus sufrimientos, era que lo recluyesen donde no hubiera nadie. ¿Es que le iban a negar hasta eso? Cuando Andrei Efímich se despidió de él, las dos veces, deseándole buenas noches, el otro le mostró los dientes y dijo:
-¡Váyase al diablo!
Y Andrei Efímich no sabía ahora si ir una tercera vez. Lo cierto es que sentía deseos de hacerlo.
Antes, terminada la comida, Andrei Efímich daba un paseo por las habitaciones y pensaba; ahora, desde la comida al té de la tarde, permanecía tumbado en el diván, vuelto hacia la pared, y se entregaba a unos pensamientos mezquinos que no podía apartar de su cabeza. Le molestaba que, después de más de veinte años de servicio, no le hubiesen concedido una pensión, ni siquiera un subsidio.
Cierto que no había trabajado a conciencia, pero la pensión la concedían sin excepción a todos los funcionarios, lo mismo si eran honestos que si no lo eran. Porque la justicia moderna consistía precisamente en recompensar con honores, condecoraciones y pensiones no las cualidades morales ni la capacidad, sino el hecho de haber ejercido un cargo, cualquiera que fuese. ¿Por qué debía ser él una excepción?
Se le había acabado el dinero. Le daba vergüenza pasar junto a la tienda y mirar a la dueña. Le debía ya treinta y dos rublos de cerveza. También estaba en deuda con la Vielova. Dáriushka vendía disimuladamente los trajes viejos y los libros y engañaba a la dueña de la casa, diciendo que el doctor iba a recibir pronto una importante suma.
Se enfadaba consigo mismo por haber gastado en el viaje los mil rublos que tenía ahorrados. ¡Qué bien le vendrían ahora! Le molestaba que no le dejasen en paz. Jobótov se creía en la obligación de visitar de tarde en tarde a su colega enfermo. Todo él le causaba repugnancia a Andreí Efímich: la satisfecha cara, su tono indulgente, la palabra «colega», las botas altas; lo que más le molestaba era que se considerase en el deber de tratar a Andrei Efímich y pensase que, en efecto, lo estaba curando. Cada vez le traía un frasco de bromuro potásico y píldoras de ruibarbo.
También Mijaíl Averiánich se creía en el deber de visitar y distraer a su amigo. Entraba siempre con una afectada desenvoltura, reía forzadamente y trataba de hacerle creer que tenía muy buen aspecto y que las cosas, gracias a Dios, iban mejorando, de lo que podía deducirse que consideraba desesperada la situación de su amigo. No le había devuelto la deuda de Varsovia, se sentía violento, abrumado por la vergüenza, y por esto trataba de reír con más fuerza y de contar las cosas más chistosas. Sus anécdotas y cuentos parecían ahora interminables y resultaban un tormento lo mismo para Andrei Efímich que para él mismo.
Cuando estaba presente, Andrei Efímich se sentaba en el diván, de cara a la pared, y escuchaba apretando los dientes. En su alma se iban depositando capas de un sentimiento de resquemor, y después de cada visita de su amigo sentía que el resquemor iba subiendo, hasta llegarle a la garganta.
Para acallar los sentimientos mezquinos, trataba de pensar que él mismo, y Jobótov, y Mijaíl Averiánich, acabarían por morir tarde o temprano, sin dejar en la naturaleza la menor huella de su paso. Si dentro de un millón de años pasaba junto al globo terrestre, en el espacio, un espíritu, lo único que vería sería tierra y rocas desnudas. Todo -la cultura y las leyes morales- habría desaparecido; no crecerían ni siquiera cardos. ¿Qué importaban la vergüenza ante el tendero, el minúsculo Jobótov, la pesada amistad de Mijaíl Averiánich? Todo esto no era más que un absurdo, tonterías.
Pero tales reflexiones no le servían ya de nada.
Apenas empezaba a imaginarse lo que sería el globo terrestre dentro de un millón de años, cuando de detrás de una roca desnuda aparecía Jobótov con sus botas altas, o Mijaíl Averiánich con su forzada risa. Hasta creía oír un murmullo avergonzado: «La deuda de Varsovia, querido, se la pagaré uno de estos días... Sin falta.»

1.014. Chejov (Anton)

La sala numero 6 - Cap. XVI

Un día, Mijaíl Averiánich llegó después de la comida, cuando Andrei Efímich estaba tumbado en el diván. Las cosas rodaron de tal manera, que de ahí a poco se presentó Jobótov con el bromuro potásico. Andrei Efímich se incorporó pesadamente y se sentó, apoyando ambas manos en el diván.
-Hoy, querido -empezó Mijaíl Averiánich, tiene usted mucho mejor aspecto que ayer. ¡Lo encuentro muy bien! ¡De veras que lo encuentro muy bien!
-Ya es hora de echar el mal pelo, colega -dijo Jobótov. De seguro que usted mismo está harto de tanto lío.
-¡Nos curaremos! -exclamó jovialmente Mijaíl Averiánich. ¡Aún viviremos cien años! ¡Como se lo digo!
-No digo cien, pero sí veinte trató Jobótov de consolarle. No es nada, no es nada, colega, no hay motivo para abatirse... No vea las cosas tan negras.
-¡Todavía se verá de qué somos capaces! -añadió Mijaíl Averiánich, lanzando una risotada, y dio unas palmadas en la rodilla de su amigo. ¡Aún daremos que hablar! El próximo verano, si Dios quiere, iremos al Cáucaso y lo recorreremos a caballo. Y a la vuelta del Cáucaso, si nos descuidamos, celebraremos la boda -y Mijaíl Averiánich hizo un guiño malicioso.
Lo casaremos, querido amigo, lo casaremos...
Andrei Efímich sintió de pronto que el sedimento le subía a la garganta. El corazón empezó a latirle precipitadamente.

-¡Esto es chabacano! -exclamó, levantándose rápidamente y retirándose a la ventana. ¿No comprenden que lo que dicen resulta chabacano?
Quería seguir en tono cortés, pero, contra su voluntad, apretó los puños y los levantó por encima de la cabeza.
-¡Déjenme! -gritó con voz descompuesta, congestionado y temblando. ¡Fuera! ¡Fuera los dos, los dos!
Mijaíl Averiánich y Jobótov se pusieron en pie y se le quedaron mirando, primero perplejos y después con miedo.
-¡Fuera los dos! -prosiguió gritando Andrei Efímich. ¡Son unos torpes, unos estúpidos! ¡No necesito ni tu amistad ni tus medicinas, imbécil!
¡Qué chabacano es esto! ¡Qué asco!
Jobótov y Averiánich se miraron desconcertados, recularon hacia la puerta y salieron al zaguán.
Andrei Efímich agarró el frasco del bromuro y se lo tiró. El frasco se rompió con estrépito en el umbral.
-¡Váyanse al diablo! -gritó él con voz llorosa, saliendo al zaguán. ¡Al diablo!
Cuando se quedó solo, Andrei Efímich, temblando como si sufriese un ataque de calentura, se tendió en el diván y siguió repitiendo largo rato:
-¡Estúpidos! ¡Son unos estúpidos!
Cuando se hubo calmado, lo primero que pensó fue que el pobre Mijaíl Averiánich debía de sentir un bochorno terrible y que todo esto era espantoso.
Nunca le había ocurrido antes nada semejante.
¿Dónde estaban la inteligencia y el tacto? ¿Dónde estaban la comprensión de las cosas y ecuanimidad filosófica?
El bochorno y el enfado contra sí mismo le impidieron dormir en toda la noche. Por la mañana, hacia las diez, se dirigió a la oficina de Correos y presentó sus excusas a Mijaíl Averiánich.
-No recordemos lo ocurrido -dijo éste, conmovido y lanzando un suspiro, apretándole la mano.
Olvidémoslo. ¡Liubavkin! -gritó de pronto, de tal modo que todos los empleados y el público se estremecieron.
Trae una silla. ¡Y tú espera! -gritó a una mujer que a través de la ventanilla le alargaba una carta para certificar. ¿No ves que estoy ocupado?
No recordemos lo pasado -prosiguió en tono cariñoso, dirigiéndose a Andrei Efímich. Siéntese, querido, se lo ruego encarecidamente.
Durante unos instantes, en silencio, se acarició las rodillas y luego dijo:
-Ni siquiera se me había ocurrido enfadarme con usted. Una enfermedad no es nada agradable, lo comprendo. Su explosión de ayer nos asustó al doctor y a mí, y luego estuvimos hablando de usted largo rato. Querido mío, ¿por qué se resiste a tomar en serio su enfermedad? ¿Es esto posible? Perdóneme mi amistosa franqueza -balbuceó Mijaíl Averiánich. Usted vive en un ambiente que no puede ser más desfavorable: estrechez, suciedad; no le cuidan, carece de recursos para tratarse... Querido amigo, el doctor y yo se lo suplicamos de todo corazón; atienda nuestro consejo: ¡intérnese en el hospital!
Allí tendrá buena alimentación, cuidados, le pondrán en tratamiento. Evgueni Fiódorich, aunque mauvais ton, dicho sea entre nosotros, sabe lo que se lleva entre manos y se puede confiar en él por completo.
Me ha dado palabra de que se ocupará de usted.
Andrei Efímich se sintió conmovido por el sincero interés y las lágrimas que de pronto brillaron en las mejillas del jefe de Correos.
-¡No lo crea, mi estimado amigo! -murmuró, llevándose la mano al corazón. ¡No lo crea! ¡Es un engaño! Mi única enfermedad es que, después de veinte años, no he encontrado en toda la ciudad más que a un hombre inteligente, y éste está loco.
No hay enfermedad alguna; sencillamente, he caído en un círculo vicioso del que no hay salida. Pero todo me es lo mismo, estoy dispuesto a lo que sea.
-Ingrese en el hospital, querido.
-Me es lo mismo, aunque sea en la cárcel.
-Déme su palabra de que obedecerá en todo a Evgueni Fiódorich.
-Comoquiera, le doy mi palabra, pero le repito que he caído en un círculo vicioso. Todo, hasta el sincero interés de mis amigos, conduce ahora a una cosa: a mi perdición. Me pierdo y tengo el valor de reconocerlo.
-Se repondrá, querido.
-¿Para qué decir esto? -replicó Andrei Efímich, irritado. Muy pocas personas no sienten al fin de su vida lo que yo siento ahora. Cuando le digan algo de los riñones o del corazón dilatado y usted se ponga en cura, o si le dicen que está loco o es un criminal, en una palabra, cuando la gente le preste atención, ha de saber que ha caído en un círculo vicioso del que ya no podrá salir. Cuanto más se esfuerce en hacerlo, más se extraviará. Es preferible que se rinda, porque ningún esfuerzo humano podrá salvarle.
Así es como pienso.
Entre tanto, ante la ventanilla iba aumentando el público. Para no ser un estorbo, Andrei Efímich se puso en pie y se despidió. Mijaíl Averiánich le hizo dar de nuevo su palabra de honor y le acompañó hasta la puerta de la calle.
Aquella misma tarde se presentó en su casa Jobótov, con su pelliza y sus botas altas, y le dijo en un tono como si la víspera no hubiese ocurrido nada:
-Tengo que consultarle un asunto, colega.
¿Quiere venir conmigo?
Pensando que Jobótov trataba de distraerle con un paseo, o acaso de proporcionarle la ocasión de ganar algo, Andrei Efímich se puso el abrigo y salió con él a la calle. Le alegraba la oportunidad de poder reparar su culpa de la víspera y en el fondo de su alma estaba agradecido de Jobótov, quien ni siquiera había hecho mención del incidente y, al parecer, le había perdonado. De un hombre tan inculto era difícil esperar tanta delicadeza.
-¿Dónde está el enfermo? -preguntó Andrei Efímich.
-En el hospital. Hace tiempo que quería que usted lo viera... Es un caso interesantísimo.
Entraron en el patio del hospital y, sin acercarse al pabellón principal, se dirigieron al de los locos. Y todo esto en silencio. Al entrar, Nikita, según su costumbre, se puso de pie de un salto y quedó en posición de firmes.
-Se ha producido una complicación en los pulmones -dijo a media voz Jobótov, entrando con Andrei Efímich en la sala-. Espere aquí; ahora vuelvo, voy a buscar el fonendoscopio.
Y salió.

1.014. Chejov (Anton)

La sala numero 6 - Cap. XVII

Ya anochecía. Iván Dmítrich estaba tumbado en su camastro, con la cara hundida en la almohada; el paralítico, inmóvil, lloraba dulcemente y movía los labios. El mujik gordo y el antiguo seleccionador de cartas dormían. La calma era completa.
Andrei Efímich se había sentado en la cama de Iván Dmítrich y esperaba. Pero transcurrió media hora y, en vez de Jobótov, en la sala entró Nikita, que traía una bata, ropa interior y unos zapatos.
-Tenga la bondad de vestirse, señoría -dijo a media voz. Aquí tiene su cama, venga -añadió, indicando un camastro vacío que, al parecer, habían traído poco antes. No es nada; Dios querrá que recobre la salud.
Andrei Efímich lo comprendió todo; sin decir una sola palabra, se trasladó al camastro que Nikita le indicaba y se sentó en él. Al ver que el guardián seguía ante él esperando, se desnudó por completo y le invadió una sensación de vergüenza. Luego se puso la ropa del hospital; los calzoncillos le estaban cortos, y la camisa, larga; la bata olía a pescado ahumado.
-Dios querrá que recobre la salud -repitió Nikita.
Recogió la ropa de Andrei Efímich, salió y cerró la puerta tras él.
«Es lo mismo... -pensó Andrei Efímich, envolviéndose avergonzado en la bata y advirtiendo que con su nueva indumentaria ofrecía el aspecto de un preso. Es lo mismo... Da igual un frac que un uniforme o que esta bata...»
Pero ¿y el reloj? ¿Y el cuaderno de notas que guardaba en el bolsillo? ¿Y los cigarrillos? ¿Qué había hecho Nikita de la ropa? Ahora, probablemente, no volvería a ponerse un pantalón, un chaleco ni unas botas. Todo esto parecía extraño y hasta incomprensible en un primer momento. Andrei Efímich seguía convencido de que entre la casa de la Vielova y la sala número seis no había diferencia alguna, que en este mundo todo era un absurdo, vanidad de vanida-des; pero las manos le temblaban, los pies se le quedaban fríos y le producía horror pensar que Iván Dmítrich se levantaría pronto y le vería con semejante bata. Se puso en pie, dio unas vueltas y se sentó de nuevo.
Así estuvo media hora, una hora. Aquello le cansaba hasta producirle una sensación de angustia.
¿Sería posible pasar allí un día, una semana, incluso años, como aquella gente? Siguió sentado, se levantó de nuevo para dar un paseo y volvió a sentarse.
Podía acercarse a mirar por la ventana y reemprender sus paseos de un rincón a otro. ¿Y después? ¿Seguir allí eternamente, como una estatua, y pensar? No, apenas sería posible.
Andrei Efímich se tendió en la cama, pero inmediatamente se puso en pie, se limpió con la manga el sudor frío de la frente y notó que toda la cara le olía a pescado ahumado. De nuevo volvió a sus paseos.
-Aquí hay un malentendido... -articuló, abriendo perplejo los brazos. Hay que poner en claro las cosas, se trata de una confusión...
En este momento se despertó Iván Dmítrich. Se sentó y apoyó la cara en los dos puños. Lanzó un escupitajo. Luego, perezosamente, miró al doctor, sin que en un primer momento pareciera haber comprendido nada. Pero pronto su semblante soñoliento adquirió una expresión rencorosa y burlona.
-¡Hola! ¿También a usted le han encerrado, amigo? -dijo con una voz ronca, como de quien acaba de despertarse, y guiñando un ojo. Lo celebro mucho.
Antes chupaba usted la sangre de la gente y ahora le chuparán la suya. ¡Magnífico!
-Se trata de un mal entendido... -murmuró Andrei Efímich, a quien las palabras de Iván Dmítrich habían asustado. Es un mal entendido... -repitió, encogiéndose de hombros.
Iván Dmítrich lanzó otro escupitajo y se tumbó.
-¡Maldita vida! -gruñó. Y lo peor de todo es que no terminará con una recompensa por calamidades sufridas, no con una apoteosis, como en la ópera, sino con la muerte. Vendrán los mozos del hospital, agarrarán al muerto de los brazos y las piernas y se lo llevarán al sótano. ¡Brrr! ¡Qué le vamos a hacer! ... Por el contrario, en el otro mundo tendremos nuestra fiesta... Desde el otro mundo vendré aquí como una sombra y asustaré a estos canallas. Haré que les salgan canas.
Volvió Moiseika y, al ver al doctor, alargó la mano.
-Dame un kópek -dijo.

1.014. Chejov (Anton)

La sala numero 6 - Cap. XVIII

Andrei Efímich se retiró a la ventana y se quedó mirando el campo. Ya había oscurecido y en el horizonte, por la derecha, asomaba una luna fría y rojiza.
No lejos de la valla del hospital, todo lo más a cien brazas, se levantaba un edificio alto y blanco, circundado por un muro. Era la cárcel.
«¡Esa es la realidad! », pensó Andrei Efímich, y sintió miedo.
Le producían miedo la luna y la cárcel, y los clavos de la valla, y la lejana llama de una fábrica. Andrei Efímich oyó un suspiro a sus espaldas. Se volvió y vio a un hombre, con resplandecientes estrellas y condecoraciones en el pecho, que sonreía y guiñaba maliciosamente el ojo. También esto le produjo miedo.
Se dijo que en la luna y en la cárcel no había nada de particular, que las personas psíquicamente sanas ostentan también condecora-ciones y que, con el tiempo, todo se pudriría y se convertiría en polvo.
Pero de pronto la desesperación se apoderó de él, se aferró con ambas manos a la reja y la sacudió con todas sus fuerzas. Los sólidos barrotes no cedieron.
Luego, tratando de disipar sus temores, se acercó al camastro de Iván Dmítrich y se sentó en él.
-Me noto muy decaído, querido -balbuceó, temblando y secándose el sudor frío. Muy decaído.
-Dedíquese a sus filosofías -replicó en tono de burla Iván Dmítrich.
-Dios mío, Dios mío... Sí, sí... Decía usted que en Rusia no hay filosofía, pero que filosofan todos, hasta la morralla. Pero que la morralla filosofe no causa daño a nadie -dijo Andrei Efímich, como si sintiese ganas de llorar y mover a compasión. ¿A qué se debe esa risa rencorosa, querido? ¿Y cómo no va a filosofar esta morralla, si se siente descontenta?
El hombre inteligente, culto, orgulloso y libre, semejante a Dios, no tiene otro recurso que ir de médico a una ciudad de mala muerte, sucia y estúpida, y recetar toda su vida ventosas, Banguijuelas y sinapismos. ¡Charlatanería, estrechez de miras, vulgaridad! ¡Oh, Dios mío!
-Eso son estupideces. Si no le agradaba la carrera de médico, podía haberse hecho ministro.
-Nada, nada es posible. Somos débiles, querido...
Yo me mostraba indiferente, razonaba con buen ánimo y sensatez, pero, desde que la vida ha puesto en mí su mano grosera, me siento decaído... sumido en la postración... Somos débiles, no valemos para nada... Y usted también, querido. Usted es inteligente y noble; con la leche materna entraron en usted buenos propósitos, pero, apenas dio los primeros pasos en la vida, se fatigó y cayó enfermo... ¡Somos débiles, débiles!
Algo de lo que no podía verse libre, además del miedo y de un sentimiento de ofensa, no cesaba de inquietar a Andrei Efímich desde que había oscurecido.
Acabó por darse cuenta de que quería tomar cerveza y fumar.
-Voy a salir, querido -dijo. Diré que traigan una vela... No puedo seguir así... en esta situación...
Andrei Efímich se acercó a la puerta y la abrió, pero inmediatamente Nikita se puso en pie de un salto y le cerró el paso.
-¿Adónde va? ¡No se puede salir! -dijo. Ya es hora de dormir.
-Es sólo un momento; quiero dar una vuelta por el patio -explicó Andrei Efímich, estupefacto.
-No se puede, no está permitido. Usted mismo lo sabe.
Nikita cerró la puerta de un portazo y la sujetó apretando con la espalda.
-¿Qué daño voy a causar a nadie, si salgo? -preguntó Andrei Efímich, encogiéndose de hombros.
¡No comprendo! ¡Nikita, debo salir! -añadió con voz trémula. ¡Necesito salir!
-No escandalice; eso no está bien -dijo Nikita sentenciosamente.
-¡El diablo sabe qué es esto! -estalló de pronto
Iván Dmítrich, levantándose. ¿Qué derecho tiene a no dejarle salir? ¿Cómo se atreven a tenernos encerrados aquí? Creo que la ley lo dice bien claro: nadie puede ser privado de la libertad sin sentencia de los tribunales. ¡Esto es una violencia! ¡Una arbitra-riedad!
-¡Claro que es una arbitrariedad! -repitió Andrei Efímich, estimulado por los gritos de Iván Dmítrich.
¡Necesito salir, debo salir! ¡No tiene derecho a impedírmelo! ¡Te he dicho que me dejes salir!
-¿Lo oyes, bestia? -gritó Iván Dmítrich, y empezó a descargar puñetazos en la puerta. ¡Abre o hecho la puerta abajo! ¡Criminal!
-¡Abre! -gritó Andrei Efímich, temblando. ¡Lo exijo!
-¡Sigue! -contestó Nikita al otro lado de la puerta. ¡Sigue y verás!
-Por lo menos, dile a Evgueni Fiódorich que venga. Dile que yo se lo ruego... No es más que un minuto.
-El mismo vendrá mañana sin necesidad de que le llamen.
-¡No nos soltarán nunca! -prosiguió, entre tanto, Iván Dmítrich ¡Harán que nos pudramos aquí! ¡Oh, Dios mío! ¿Será posible que en el otro mundo no haya infierno y que estos miserables sean perdonados? ¿Dónde está la justicia? ¡Abre, canalla; no puedo respirar! -gritó con voz ronca, y se lanzó contra la puerta. ¡Te voy a romper la cabeza! ¡Asesinos!
Nikita abrió la puerta de un tirón, dio un fuerte empujón a Andrei Efímich con las manos y la rodilla y le descargó un puñetazo en la cara. Andrei Efímich creyó que una enorme ola de agua salada le había envuelto y le arrastraba hasta el camastro. En efecto, en la boca notaba un sabor salado: debía de ser sangre de las muelas. Como si tratase de salir a flote, agitó los brazos y se agarró a una cama, al mismo tiempo que sentía que Nikita le daba otros dos puñetazos en la espalda.
Iván Dmítrich lanzó un fuerte grito. También debían de pegarle.
A continuación todo quedó en silencio. La escasa luz de la luna entraba por entre los barrotes y sobre el suelo se proyectaba una sombra parecida a una red. Aquello era horrible. Andrei Efímich se tumbó, conteniendo la respiración; esperaba espantado que le golpeasen de nuevo. Era como si alguien le hubiera clavado una hoz, removiéndola varias veces en su pecho y su vientre. El dolor le hizo morder la almohada y apretar los dientes, cuando de pronto, entre el caos reinante en su cabeza, brilló con claridad el pensamiento, terrible e insoportable, de que ese mismo dolor debieron de sufrirlo años enteros, día tras día, aquellos hombres que ahora, a la luz de la luna, parecían unas sombras negras. ¿Cómo pudo ocurrir que durante más de veinte años no se hubiese enterado ni hubiese querido saber nada de esto? No sabía, no tenía noticia de ese dolor; lo que quiere decir que no era culpable.
Pero la conciencia, tan cerca y ruda como Nikita, le hizo sentir frío de los pies a la cabeza. Se puso en pie, quiso gritar con todas sus fuerzas y correr para matar a Nikita, y luego a Jobótov, al inspector y al practicante; después se quitaría él mismo la vida. Pero de su pecho no salió sonido alguno y las piernas no le obedecieron. Jadeante, se arrancó del pecho la bata y la camisa, las desgarró y, perdido el conocimiento, cayó sobre el camastro.

1.014. Chejov (Anton)

La sala numero 6 - Cap. XIX

A la mañana siguiente le dolía la cabeza, le zumbaban los oídos y sentía malestar general. No le producía vergüenza recordar su debilidad de la víspera.
Se había mostrado pusilánime, se había asustado hasta de la luna y había expresado sinceramente ideas y sentimientos que jamás sospechó en él. Por ejemplo, la idea de la insatisfacción de la morralla filosofante. Pero ahora todo le era lo mismo.
Sin comer ni beber, yacía inmóvil y en silencio.
«Todo me es lo mismo -pensaba cuando le preguntaban algo. No contestaré... Me da igual.»
Después de la comida llegó Mijaíl Averiánich, que le traía un paquete de té y una libra de mermelada.
También estuvo Dáriushka, que permaneció de pie junto a la cama toda una hora con una expresión de sorda amargura en el rostro. Estuvo el doctor Jobótov, quien trajo un frasco de bromuro y ordenó a Nikita que ventilase la sala.
Andrei Efímich murió a media tarde de un ataque de apoplejía. Primero notó grandes escalofríos y náuseas; le pareció que algo repugnante se extendía por todo su cuerpo, hasta por los dedos, algo que, subiendo del estómago, le llegaba hasta la cabeza y le inundaba los ojos y los oídos. Le pareció que lo veía todo verde. Andrei Efímich comprendió que había llegado su fin y recordó que Iván Dmítrich, Mijaíl Averiánich y millones de personas creían en la inmortalidad. ¿Y si de pronto resultaba que existía?
Pero él no la deseaba; sólo pensó en ella un instante.
Una manada de ciervos de excepcional gracia y belleza, cuya descripción había leído la víspera, pasó junto a él; luego una mujer tendió hacia él la mano con una carta certificada... Mijaíl Averiánich dijo algo. Luego desapareció todo y Andrei Efímich perdió la noción de las cosas para siempre.
Llegaron unos mozos del hospital, lo agarraron de los brazos y las piernas y lo llevaron a la capilla.
Allí se quedó sobre una mesa, con los ojos abiertos, iluminado por la luna. Por la mañana acudió Serguei Serguéich, oró devotamente ante el crucifijo y cerró los ojos del que había sido su jefe.
Al otro día se celebró el entierro. Sólo asistieron a él Mijaíl Averiánich y Dáriushka.

1.014. Chejov (Anton)

La princesa

Un coche tirado por cuatro hermosos y bien alimenta­dos caballos atravesó el gran portón, denominado «Rojo», del monasterio masculino N.; los monjes-prestes y los novicios, agolpados frente al pabellón de hospedaje, junto al ala reservada para los nobles, ya desde lejos habían reconocido -por el cochero y los caballos- en la dama que venía en el coche, a su antigua visitante la princesa Vera Gavrílovna.
Un viejo criado con librea saltó del pescante y ayudó a la princesa a bajarse del coche. Ella levantó el oscuro velo y acercóse sin prisa a dos prestes para recibir la bendición; luego saludó cariñosamente a los novicios in­clinando la cabeza y se dirigió a sus aposentos.
-¿Qué me cuentan de bueno? ¿Han extrañado a su princesa? -decía a los monjes que introducían sus ma­letas. Hace un mes entero que no vengo por aquí. Y bien, ahora he llegado, miren a su princesa. Pero, ¿dónde está el padre prior? ¡Dios mío, ardo de impa­ciencia! ¡Es un anciano maravilloso! ¡Deben ustedes enorgullecerse de tener un prior como él!
Cuando entró el archimandrita, la princesa dejó esca­par un grito de entusiasmo, cruzó las manos sobre el pecho y se acercó a él para recibir la bendición.
-¡No, no! ¡Deje que le bese la mano! -dijo, asiendo su mano y besándola tres veces con fervor. ¡Cuánto me alegro, santo padre, de volverlo a ver, por fin! Ustedes habían olvidado a su princesa, pero yo, en cada instante vivía mentalmente en su simpático monasterio. ¡Qué bien se está aquí! En esta vida, entregada a Dios, lejos de la futilidad mundana, hay un encanto especial, santo padre, que yo siento con toda mi alma, pero no puedo expresar con palabras.
A la princesa se le enrojecieron las mejillas y a sus ojos asomaron las lágrimas. Hablaba sin cesar, con calor, pero el prior, anciano de unos setenta años, serio, tímido y feo, permanecía silencioso y sólo de vez en cuando decía bruscamente, a la manera militar.
-Así es, excelencia... la escucho... comprendo...
-¿Cuánto tiempo se dignará quedarse con nosotros? -le preguntó.
-Hoy pasaré la noche aquí; mañana iré a ver a Clau­dia Nicoláievna (hace tiempo que no nos vemos) y pasado mañana volveré para pasar aquí tres o cuatro días. Quie­ro descansar espiritualmente, santo padre...
A la princesa le gustaba el monasterio N. En los últimos dos años se encariñó con el lugar y lo visitaba casi todos los meses de verano, quedándose allí dos o tres días y a veces una semana entera. Los tímidos no­vicios, el silencio, los bajos techos, el olor de los cipreses, la frugal merienda, las baratas cortinas en las ventanas, todo la conmovía, enternecía y predisponía para la con­templación y los buenos pensamientos. Le bastaba que­darse en sus habitaciones media hora para sentirse ella también, tímida y modesta y creer que también ella olía a ciprés; el pasado desaparecía a lo lejos, perdía su valor, y la princesa se ponía a pensar que, no obstante sus veintinueve años, se parecía mucho al viejo archi­mandrita y que, como él, no había nacido para la riqueza ni la grandeza terrenal, ni el amor, sino para una vida apacible, apartada del mundo, crepuscular como estas habitaciones...
Ocurre a veces que a la oscura celda del ayunador, sumergido en la oración, asomará de pronto un rayo de sol o se posará en la ventana de la celda un pajarillo y cantará su canción; el severo ayunador sonreirá sin querer y en su pecho, bajo el hondo pesar por sus pe­cados, cual un arroyo debajo de la piedra, fluirá, de repente, una apacible y pura alegría. La princesa creía traer consigo, de afuera, el mismo consuelo que traían el rayo de sol o el pajarillo. Su sonrisa, alegre y afable; su dulce mirada; su voz; sus bromas; toda ella, en fin, menuda, esbelta, con su sencillo vestido negro, debía suscitar en aquellos hombres, simples y severos, una sensación de enternecimiento y alegría. Mirándola cada uno debía pensar: «Dios nos ha enviado un ángel...» Y, sintiendo que cada uno sin querer lo pensaba, ella son­reía con más afabilidad aun y trataba de parecer un pajarillo.
Después de tomar el té y descansar un poco, salió a dar un paseo. El sol se había puesto ya. El parterre del monasterio envolvía a la princesa con la húmeda fra­gancia del reseda, recién regado; desde la iglesia llegó el suave canto de voces masculinas que, a lo lejos, parecía muy agradable y triste. Se cantaban las vísperas. En las oscuras ventanas, donde parpadeaban quedamente las lu­cecitas de los candiles; en las sombras; en la figura del anciano monje, sentado en el atrio junto al icono con cepillo, había tanta sosegada paz que la princesa sintió ganas de llorar...
Mientras tanto, del otro lado del portón, en la alameda formada por el muro y los abedules, ya era de noche. El aire se, oscurecía rápidamente... La princesa dio algu­nos pasos por la alameda, sentóse en un banco y se quedó pensando.
Pensaba en que no estaría mal radicarse para siempre en este monasterio donde la vida es apacible e impertur­bable como una noche de verano; que no estaría mal olvidarse por completo del ingrato y corrompido prín­cipe, de sus propias enormes riquezas, de los acreedores que la molestaban todos los días, de sus penas, de su doncella Dasha, cuya cara tenía expresión insolente aque­lla mañana. Podría quedarse sentada durante toda la vida, aquí, sobre el banco, mirando, a través de los abedules, cómo los jirones de la niebla crepuscular vagan al pie de la montaña; cómo a lo lejos, por encima del bosque, los grajos vuelan hacia el lugar de descanso nocturno, formando una nube negra, semejante a un velo; cómo dos novicios -uno montando un caballo pío y otro a pie- conducen los caballos a pastar y, contentos por la libertad, hacen travesuras como dos chicos; sus voces juveniles resuenan claramente en el aire inmóvil y se puede distinguir cada palabra. Qué agradable es quedarse sentada así escuchando el silencio: ora la rana hace un leve murmullo en la hojarasca; ora el reloj del campa­nario toca un cuarto, de hora... Quedarse así inmóvil, escuchar y pensar, pensar, pensar...
Pasó una vieja con alforjas. La princesa pensó que no estaría mal detener a esa vieja y decirle algo cariñoso y cordial, ayudarla en algo... Pero la vieja no se dio vuel­ta ni una sola vez y dobló la esquina.
Poco tiempo después apareció en la alameda un hom­bre alto, de canosa barba y con un sombrero de paja. Pasando frente a la princesa, se quitó el sombrero y la saludó, y por su pronunciada calva y su afilada nariz aguileña la princesa reconoció en él al médica Mijail Ivánovich, quien cinco años antes prestó servicio en su propiedad Dubovki. Recordó que alguien le había dicho que el año pasado se le había muerto la mujer y tuvo ganas de compadecerlo y consolarlo.
-Doctor. ¿parece que no me reconoce? -le preguntó con afable sonrisa.
-Sí, princesa, la reconocí -dijo el médico, volviendo a quitarse el sombrero.
-Ah, gracias. Pensé que también usted se había ol­vidado de su princesa. La gente sólo se acuerda de sus enemigos, mientras que se divida de sus amigos... ¿Vino usted aquí para orar un poco?
-Todos los sábados paso la noche aquí, por necesidad. Vine para atender enfermos.
-Y bien ¿cómo le va? -preguntó la princesa, sus­pirando. Me dijeron que ha fallecido su esposa. ¡Qué desgracia!
-Sí, princesa, para mí es una gran desgracia.
-¡Qué se le va a hacer! Debemos soportar las desgra­cias con resignación. Sin la voluntad de la Providencia no cae un solo pelo de la cabeza del hombre.
-Sí, princesa.
A la afable y dulce sonrisa de la princesa y a sus sus­piros el médico respondía fría y secamente: «Sí, prince­sa». También la expresión de su rostro era fría y seca.
«¿Qué más podría decirle?» -pensó la princesa.
-¡Cuánto tiempo hace ya que no nos vemos! -dijo. ¡Cinco años! Durante este lapso cuántas aguas corrieron al mar, cuántos cambios se produjeron, ¡hasta da miedo pensarlo! Sabrá usted que me casé... la condesa se con­virtió en princesa. Y ya tuve tiempo para separarme de mi marido.
-Sí, he oído hablar.
-Dios me mandó muchas pruebas. Probablemente haya oído usted también que estoy casi arruinada. Por las deudas de mi desdichado marido han vendido mis propiedades de Dubovki, Kiriákovo y Sofino. Me queda­ron solamente las aldeas Baránovo y Mijáltsevo. Da miedo mirar para atrás, ¡cuántos cambios, desgracias de toda índole, cuántos errores!
-Sí, princesa, muchos errores.
La princesa sintióse algo confundida. Conocía sus errores, pero éstos eran de carácter tan íntimo que ella sola podía pensar en ellos y hablar de ellos. Sin poder contenerse, le preguntó:
-¿En cuáles errores piensa usted?
-Usted los ha mencionado, quiere decir que los co­noce... -respondió el doctor con una sonrisa. ¿Para qué vamos a hablar de ellos?
-No, no, dígame, doctor. ¡Le estaré muy agradecida! Y, por favor, no haga ceremonias conmigo. Me gusta escuchar la verdad.
-¿Quién soy yo para juzgarla, princesa?
-¿Juzgar? El tono con quejo dice significa que sabe algo. ¡Digámelo!
-Lo haré si lo desea. Pero, lamentablemente, no sé hablar bien y no siempre se me puede entender.
El doctor pensó durante un rato y comenzó diciendo:
-Son muchos los errores, pero, propiamente dicho, el principal de ellos es, a mi juicio, la atmósfera general que... que reinaba en todas sus propiedades. Ya ve usted que no sé expresarme. Quiero decir que lo principal era el desamor, el asco hacia la genté que se sentía literal­mente en todas las cosas. Sobre este asco estaba edificado todo su sistema de vida. El asco hacia la voz humana, las caras, las nucas, los pasos... en una palabra, hacia todo lo que compone al hombre. En todas las puertas y en las escaleras están apostados los lacayos, satisfechos, groseros y perezosos, que no dejan entrar a las personas mal vestidás; en el vestíbulo sé hallan alineadas las sillas de altos respaldos para que los criados -durante los bailes y las recepciones- no manchen con sus nucas el empapelado de las paredes; en todas las habitaciones hay gruesas alfombras para anular el ruido de los pasos humanos; a cada uno que entra se le advierte sin falta que debe hablar en voz baja y lo menos posible y que no debe decir nada que pueda hacer mal a la imaginación y los nervios. Y en su despacho no suelen dar la mano al visi­tante ni lo invitan a sentarse, de la misma manera como ahora no me tendió usted la mano ni me invitó a tomar asiento...
-¡Sírvase, si desea! -dijo la princesa, tendiendo la mano y sonriendo. En verdad, enojarse por semejante bagatela...
-¿Acaso estoy enojado? -rió el doctor, pero acto seguido se quitó el sombrero y, agitándolo, prosiguió, con las mejillas encendidas: Hablando con franqueza, hace ya tiempo que esperaba una oportunidad para de­cirle todo... Quiero decir que usted mira a la gente de modo napoleónico, como si fuera carne de cañón. Pero Napoleón, por lo menos, tenía una idea, cualquiera que fuese, mientras que usted, aparte del asco, ¡no tiene nada:
-¿Yo tengo asco por la gente? -sonrió la princesa, encogiéndose de hombros, sorprendida. ¿Yo?
-¡Sí, usted! ¿Necesita hechos? ¡Ahí los tiene! En su aldea Mijáltsevo viven de limosna tres antiguos coci­neros suyos que en sus cocinas perdieron la vista a causa del intenso calor de los hornos. Cuanto había de sano, fuerte y atractivo en la extensión de las decenas de miles de deciatinas[1] fue transformado por usted y por sus go­rrones en criados, lacayos, cocheros. Todas esas bípedas bestias se educaron en el servilismo, hartaron sus,ápeti­tas, endurecieron, perdieron, en una palabra, la imagen y semejanza humanas... A jóvenes médicos, agrónomos, maestros e intelectuales en general se les aparta, Dios mío, de sus tareas, del trabajo honesto, y los obligan, por un pedazo de pan, a participar en toda clase de comedias de marionetas que hacen avergonzar a cual­quier persona decente. Algunos jóvenes no alcanzan a permanecer tres años en el servicio cuando ya son hipó­critas, adulones y alcahuetes... ¿Acaso está bien eso? Sus administradores polacos, esos espías infames, los Casimiros y Caetanos, merodean de la mañana a la noche por las decenas de miles de deciatinas y, para compla­cerla, tratan de sacarle tres cueros a un buey. Perdone, me expreso en forma desordenada, pero no importa. En sus dominios, las gentes sencillas no se consideran como personas. Y aun los príncipes, los condes y los obispos que la visitaban sólo fueron reconocidos por usted en su aspecto decorativo y no como hombres. Pero lo princi­pal... lo que más me indigna es que, poseyendo una fortuna millonaria, no haya hecho nada por la gente, ¡nada!
La princesa estaba sorprendida, asustada, ofendida, y no sabía qué decir ni cómo portarse. Nunca nadie habló con ella en tono semejante. La desagradable y enojada voz del médico y su torpe y entrecortado discurso pro­vocaban en sus oídos y en su cabeza un ruido agudo y martilleante; luego le pareció que el doctor, gasticulando, le pegaba en la cabeza con su sombrero.
-¡No es verdad! -observó en voz baja y suplican­te. Hice mucho bien a la gente, ¡usted mismo lo sabe!
-¡Vamos! -gritó el doctor-. ¿Aún prosigue con­siderando usted su actividad benéfica como una cosa seria y útil y no como una comedia de títeres? Fue una co­media desde el principio hasta el fin, un jugar al amor del prójimo, un juego tan visible que lo entendían hasta los niños y las campesinas estúpidas. Tenemos como ejemplo (¿cómo se llamaba?) su extraña casa-hogar para ancianas solas, donde se me obligó a ser algo así como el médico jefe y donde usted misma fue la tutora de ho­nor. ¡Dios mío, qué bonita institución! Construyeron una casa con pisos de parquet y con la veleta en el tejado; juntaron en la aldea una docena de viejas y las obligaron a dormir bajo las frazadas de muletón y sobre las sába­nas de lienzo holandés y a comer caramelos.
El doctor rió con malicia, cubriéndose la cara con el sombrero, y prosiguió de prisa y tartamudeando:
-¡Era un juego! El personal subalterno del asilo es­condía las mantas y las sábanas, guardándolas bajo canda­do, para que las viejas no las ensuciaran -¡que duerman en el suelo estas brujas!. Las viejas no se atrevían a sentarse en la cama, ni a ponerse la blusa, ni a dar un paso por el encerado parquet. Todo se reservaba para la parada y se escondía de las viejas como si éstas fueran ladrones; las ancianas se alimentaban y vestían clandesti­namente, pidiendo limosna, y rogaban día y noche a Dios para que las liberara de la reclusión y de los benéficos sermones de los bien alimentados bribones a quienes us­ted había encargado el cuidado de las viejas. ¿Y qué hacía el personal superior? ¡Es algo delicioso! Unas dos veces por semana, al anochecer, llegan al galope treinta y cinco mil emisarios y anuncian que la princesa, a sea usted, hará mañana una visita al asilo. Esto significa que mañana yo debo dejar a los enfermos, vestirme y acudir a la parada. Bien, acudo. Las viejas, con ropas nuevas y limpias, están alineadas en fila y esperan. Cerca de ellas anda una rata de guarnición en retiro, el encargado, con su melosa sonrisa de alcahuete. Las viejas bostezan y cambian miradas, sin atreverse a protestar. Esperamos. Viene al galope el segundo administrador. Media hora después, el primer administrador; luego el jefe de la oficina y más tarde alguien más y más... ¡sin fin! To­dos tienen rostros solemnes y misteriosos. Esperamos y esperamos, apoyándonos ya sobre un pie, ya sobre el otro y mirando furtivamente el reloj, todo ello en una silencio sepulcral, ya que todos estamos peleados y nos odiamos. Pasa una hora, otra y por fin, a lo lejos aparece un coche y... y...
El doctor lanzó una carcajada chillona y dijo con vo­cecita aguda:
-Usted baja del coche y las viejas brujas, obedecien­do la orden de la rata de guarnición, se ponen a cantar: «Cuán glorioso es nuestro Señor...» ¡No está mal!
El doctor se echó a reír con voz de bajo y agitó la mano como deseando mostrar que a causa de la risa no podía pronunciar una sola palabra. Reía pesada y áspe­ramente, con los dientes apretados, como ríen las perso­nas malignas, y por su voz, su cara y sus ojos, brillantes y algo insolentes, uno podía percatarse de que despre­ciaba profunda-mente a la princesa, al asilo y a las viejas. No había nada de risible ni alegre en lo que él había contado tan torpemente, y sin embargo, rió con placer y hasta con alegría.
-¿Y lá escuela? -prosiguió, jadeando de tanto reír. ¿Recuerda cómo quiso usted en persona enseñar a los hijos de los mujiks? Seguramente enseñó muy bien, porque al poco tiempo todos los chicos huyeron, de modo que hubo necesidad de azotarlos y aun pegarles para que asistieran a sus clases. ¿Y recuerda cuando usted quiso alimentar con el biberón a los niños de pecho, cuyas madres trabajaban en el campo? Usted andaba por la aldea y lloraba porque no había niños a su disposición: las madres se los llevaban consigo al campo. Luego el alcalde del pueblo ordenó a las madres dejar a sus chicos por turno, para que usted se divirtiera con ellos. ¡Qué cosa tan rara! Todos huían de sus favores como los rato­nes huyen del gato. ¿Y por qué? Muy sencillo. No por­que nuestro pueblo fuese ignorante e ingrato, como usted trató de explicarlo siempre, sino porque en sus acciones, perdóneme la expresión, no hubo un ápice de amor ni de piedad. Sólo hubo deseo de divertirse con muñecos vivos y nada más... El que no sabe distinguir entre un hombre y un perro de lanas, no debe ocuparse de bene­ficencia. ¡Le aseguro que entre la gente y los perros de lanas hay una gran diferencia!
A la princesa le latía terriblemente el corazón, sentía ruido en los oídos y le parecía siempre que el doctor le golpeaba la cabeza con su sombrero. El doctor hablaba rápidamente en forma vehe-mente y torpe, tartamudeando y con excesiva gesticulación; ella sabía solamente que estaba escuchando a un hombre grosero, mal educado, ingrato y malo, pero no entendía qué quería de ella y de qué hablaba.
-¡Váyase! -dijo con voz llorosa, levantando los bra­zos para proteger su cabeza del sombrero del médico. ¡Váyase!
-¡Y cómo trata usted a sus empleados! -siguió in­dignándose el doctor. No los considera personas hu­manas y las trata como a pillos de la peor calaña. Por ejemplo, permítame preguntarle, ¿por qué me ha despe­dido? Trabajé diez años para su padre; luego para usted, sin conocer feriados ni licencias; merecí el respeto de todo el mundo en cien verstas a la redonda, y, de pronto, un buen día, me anuncian que no estoy más a su servi­cio. ¿Por qué? Todavía no lo entiendo. Soy doctor en medicina, pertenezco a la nobleza, fui estudiante de la Universidad de Moscú, soy padre de familia y sin embargo ¡soy un bicho tan insignificante y pequeño que se, me puede echar a patadas sin darme ninguna explicación! ¿Para qué tantas ceremonias? Más tarde me enteré de que mi mujer, sin que yo lo supiera, había ido tres veces a verla, pero usted no la quiso recibir. Dicen que lloró en el vestíbulo. Y esto no se lo voy a perdonar nunca a la difunta. ¡Nunca!
El doctor se calló y apretó los dientes tratando inten­samente de encontrar alguna cosa muy desagradabile y vengativa para decir. Al recordar algo, su ceñudo y frío rostro se iluminó de repente.
-Hablemos aunque sea de sus relaciones con este monasterio -dijo con vehemencia. Jamás tuvo usted piedad de nadie y cuanto más sagrado es el lugar, más probabilidad existe de que no se salve de su misericordia y de su dulzura angelical. ¿Por qué viene usted aquí? ¿Qué busca entre los monjes?, permítame que le pre­gunte. ¿Qué le importa Hécuba a usted y qué le importa usted a Hécuba?[2] De nuevo una diversión, un juego, un sacrilegio con respecto a la persona humana. Usted no cree en el Dios de los monjes; en su corazón tiene usted a su propio dios, hasta el cual ha llegado con su propia inteligencia durante las sesiones de espiritismo; mira con condescendencia los ritos de la iglesia, no va a misa ni a las vísperas, duerme hasta el mediodía... ¿Para qué, entonces, viene usted aquí? Va a un monasterio extraño con su propio dios y se imagina que el monaste­rio lo considera como un gran honor para sí. ¡Qué va! A propósito, ¿por qué no pregunta a cuánto les salen a los monjes sus visitas? Usted efectuó su llegada hoy al anochecer, pero anteayer ya había llegado un jinete en­viado por la administración suya para hacer el preanun­cio de su viaje. Durante todo el día de ayer le estuvieron preparando los aposentos y la esperaron. Hoy llegó la vanguardia: una camarera insolente, que a cada rato cru­za corriendo el patio, hace ruido, fastidia con sus pre­guntas, da órdenes... ¡no lo puedo ver! Los monjes esta­ban alerta todo el día porque, pobres de ellos si no la reciben con una ceremonia, ¡se quejará usted al obispo! «No me quieren los monjes, eminencia. No sé lo que pue­do haberles hecho. Es verdad, soy una gran pecadora, ¡pero soy tan des-dichada!» Ya un monasterio tuvo una reprimenda por usted. El prior es un hombre sabio, ocu­pado; no tiene un minuto libre y usted lo llama a sus habitaciones a cada rato, sin respetar ni su vejez ni su jerarquía. Si por lo menos hiciera muchas donaciones, no sería tan enojoso, ¡pero en todo ese tiempo los mon­jes no han recibido de usted ni cien rublos!
Cuando a la princesa la molestaban, no la entendían, la ofendían y cuando ella no sabía qué decir y qué ha­cer, comúnmente se ponía a llorar. También ahora se cubrió, por fin, la cara y rompió a llorar con fina voce­cita infantil. El doctor se calló de golpe y la miró. Su cara se volvió sombría y severa.
-Perdóneme, princesa -dijo con voz sorda. Me dejé llevar por un mal sentimiento. Eso no está bien.
Tosiendo con aprensión y olvidando ponerse el som­brero, el médico alejóse rápidamente de la princesa.
En el cielo ya parpadeaban las estrellas. Del otro lado del monasterio seguramente salía la luna, ya que el cielo aparecía claro, transparente, suave. A lo largo del blan­co muro del monasterio volaban sigilosamente los mur­ciélagos.
El reloj dio lentamente los tres cuartos de alguna hora. Eran quizá las nueve menos cuarto. La princesa se levantó y se dirigió despacio hacia el portón. Se sen­tía ofendida y lloraba, le parecía que los árboles, las estrellas y los murciélagos le tenían lástima; y que el reloj había tocado en esta forma melódica para compa­decerla. Llorando, pensaba en lo grato que sería recluirse en un monasterio para toda la vida: en los apacibles cre­púsculos de verano pasearía por las alamedas, solitaria, ofendida, no comprendida por los hombres y sólo Dios y el cielo estrellado verían las lágrimas de la mártir. En la iglesia aún proseguía el oficio de las vísperas. La prin­cesa se detuvo y escuchó el canto; ¡qué bien resonaba en el oscuro e inmóvil aire! ¡Qué agradable era sufrir y llorar al son de este canto!
De regresó en sus habitaciones, observó su cara llo­rosa en el espejo y se empolvó; luego se sentó a comer. Los monjes sabían que le gustaba el esturión en esca­beche, los pequeños hongos, el málaga y los pastelillos de miel que dejan en la boca un olor a ciprés, y en cada visita suya le servían todo eso. Comiendo los hon­gas y bebiendo el málaga, la princesa se imaginaba ta­talmente arruinada y abandonada, y ya veía cómo todos sus administradores, mayor-domos, oficinistas y camare­ras, a los cuales ella había hecho tantos favores, la trai­cionarían, diciéndole groserías, y cómo todos los hombres que habitan sus tierras, la atacarían, haciéndola objeto de calumnias y burlas; ella renunciará a su título de princesa, al lujo, a la sociedad; se recluirá en un monas­terio sin decir a nadie una sola palabra de reproche; rezará por sus enemigos y entonces todo el mundo la comprenderá y vendrá a pedirle perdón, pero ya va a ser demasiado tarde...
Después de la cena se arrodilló en el rincón ante la imagen y leyó dos capítulos del Evangelio. Luego la don­cella le tendió la cama y ella se acostó. Desperezándose bajo la blanca colcha, suspiró dulce y hondamente, como se suspira después de llorar, cerró los ojos y empezó a dormirse...
Por la mañana se despertó y miró su relojito; eran las nueve y media. Sobre la alfombra, junto a la cama, extendíase una estrecha franja de intensa luz proveniente del rayo que trataba de penetrar por la ventana y apenas iluminaba la habitación. Detrás de la negra cortina, en la ventana, zumbaban las moscas.
«¡Temprano!» -pensó la princesa y cerró los ojos.
Desperezándose con deleite en la cama, recordó el encuentro de la víspera con el doctor, y todas las ideas con las cuales se había dormido; recordó que era des­dichada. Luego acudieron a su mente su marido, resi­dente en Petersburgo, los administradores, los médicos, los vecinos, los funcionarios conocidos... Una larga fila de conocidas caras masculinas pasó velozmente por su imaginación. Pensó, sonriendo, que si estos hombres su­pieran penetrar en su alma y comprenderla, todos esta­rían a sus pies...
A las once y cuarto llamó a la doncella.
-Ayúdeme a vestirme,. Dasha -le dijo con langui­dez. Aunque primero vaya a decir que preparen los caballos. Tengo que ir a casa de Claudia Nikoláievna.
Al salir de las habitaciones para, subir al carruaje, cerró los ojos a causa de la intensa luz solar y rió, con­tenta, ¡el día era magnífico! Observando con los ojos entrecerrados a los monjes que se habían reunido junto al atrio para despedirla, los saludó afablemente con repe­tidas inclinaciones de cabeza y dijo:
-¡Adiós, amigos míos! ¡Hasta pasado mañana!
Se sintió agradablemente sorprendida al notar que junto a los monjes se encontraba también el médico. Su cara estaba pálida y severa.
-Princesa -dijo, quitándose el sombrero y sonrien­do con aire culpable, hace rato que la estoy esperando aquí. Perdóneme, por amor de Dios... Me arrastró anoche un sentimiento malo, vengativo, y le dije un montón de estupideces. En una palabra, le pido perdón.
La princesa sonrió afectuosamente y tendió la mano hacia los labios del doctor. Éste la besó, ruborizándose.
Tratando de parecer un pajarillo, la princesa subió al coche con un movimiento ligero y saludó reiteradamente con la cabeza a todo el mundo. En su alma todo era alegría, luz y calor y ella misma sentía que su sonrisa era en extremo dulce y cariñosa. Al ponerse en marcha el carruaje hacia el portón, y luego por el polvoriento camino a lo largo de las izbas y los jardines, pasando a las caravanas de los chumakos[3] y las extendidas filas de los peregrinos que se dirigían al monasterio, ella son­reía aún dulcemente, entornando los ojos. Pensaba en que no había gozo superior al de llevar consigo el calor, la luz y la alegría, el de perdonar las ofensas y sonreír afablemente a los enemigos. Los mujiks que se encon­traban por el camino la saludaban, el coche producía un suave murmullo, de las ruedas elevábanse nubes de polvo llevadas por el viento hacia el centeno dorado, y a la princesa le parecía que su cuerpo se balanceaba no sobre los cojines del carruaje, sino sobre las nubes y que ella misma semejaba una leve, transparente nu­becilla...
-¡Soy feliz! -murmuraba, cerrando los ojos. ¡Soy feliz!

 1.014. Chejov (Anton)





[1] Una deciatina: 1.092 hectáreas.
[2] En el acto II de «Hamlet», tragedia de Shakespeare, el príncipe, asom­brado por las lágrimas del comediante exclama: «¿Y qué es Hécuba para él, o él para Hécuba que así tenga que llorar sus infortunios?»
[3] Chumakos: campesino que transportaban sal y pescado desde las re­giones del Don y de Crimea.