Un coche
tirado por cuatro hermosos y bien alimentados caballos atravesó el gran
portón, denominado «Rojo», del monasterio masculino N.; los monjes-prestes y
los novicios, agolpados frente al pabellón de hospedaje, junto al ala reservada
para los nobles, ya desde lejos habían reconocido -por el cochero y los
caballos- en la dama que venía en el coche, a su antigua visitante la princesa
Vera Gavrílovna.
Un viejo
criado con librea saltó del pescante y ayudó a la princesa a bajarse del coche.
Ella levantó el oscuro velo y acercóse sin prisa a dos prestes para recibir la
bendición; luego saludó cariñosamente a los novicios inclinando la cabeza y se
dirigió a sus aposentos.
-¿Qué me
cuentan de bueno? ¿Han extrañado a su princesa? -decía a los monjes que introducían
sus maletas. Hace un mes entero que no vengo por aquí. Y bien, ahora he
llegado, miren a su princesa. Pero, ¿dónde está el padre prior? ¡Dios mío, ardo
de impaciencia! ¡Es un anciano maravilloso! ¡Deben ustedes enorgullecerse de
tener un prior como él!
Cuando
entró el archimandrita, la princesa dejó escapar un grito de entusiasmo, cruzó
las manos sobre el pecho y se acercó a él para recibir la bendición.
-¡No, no!
¡Deje que le bese la mano! -dijo, asiendo su mano y besándola tres veces con
fervor. ¡Cuánto me alegro, santo padre, de volverlo a ver, por fin! Ustedes
habían olvidado a su princesa, pero yo, en cada instante vivía mentalmente en
su simpático monasterio. ¡Qué bien se está aquí! En esta vida, entregada a Dios,
lejos de la futilidad mundana, hay un encanto especial, santo padre, que yo
siento con toda mi alma, pero no puedo expresar con palabras.
A la
princesa se le enrojecieron las mejillas y a sus ojos asomaron las lágrimas.
Hablaba sin cesar, con calor, pero el prior, anciano de unos setenta años,
serio, tímido y feo, permanecía silencioso y sólo de vez en cuando decía
bruscamente, a la manera militar.
-Así es,
excelencia... la escucho... comprendo...
-¿Cuánto
tiempo se dignará quedarse con nosotros? -le preguntó.
-Hoy
pasaré la noche aquí; mañana iré a ver a Claudia Nicoláievna (hace tiempo que
no nos vemos) y pasado mañana volveré para pasar aquí tres o cuatro días. Quiero
descansar espiritualmente, santo padre...
A la
princesa le gustaba el monasterio N. En los últimos dos años se encariñó con el
lugar y lo visitaba casi todos los meses de verano, quedándose allí dos o tres
días y a veces una semana entera. Los tímidos novicios, el silencio, los bajos
techos, el olor de los cipreses, la frugal merienda, las baratas cortinas en
las ventanas, todo la conmovía, enternecía y predisponía para la contemplación
y los buenos pensamientos. Le bastaba quedarse en sus habitaciones media hora
para sentirse ella también, tímida y modesta y creer que también ella olía a
ciprés; el pasado desaparecía a lo lejos, perdía su valor, y la princesa se
ponía a pensar que, no obstante sus veintinueve años, se parecía mucho al viejo
archimandrita y que, como él, no había nacido para la riqueza ni la grandeza
terrenal, ni el amor, sino para una vida apacible, apartada del mundo,
crepuscular como estas habitaciones...
Ocurre a
veces que a la oscura celda del ayunador, sumergido en la oración, asomará de
pronto un rayo de sol o se posará en la ventana de la celda un pajarillo y
cantará su canción; el severo ayunador sonreirá sin querer y en su pecho, bajo
el hondo pesar por sus pecados, cual un arroyo debajo de la piedra, fluirá, de
repente, una apacible y pura alegría. La princesa creía traer consigo, de
afuera, el mismo consuelo que traían el rayo de sol o el pajarillo. Su sonrisa,
alegre y afable; su dulce mirada; su voz; sus bromas; toda ella, en fin,
menuda, esbelta, con su sencillo vestido negro, debía suscitar en aquellos
hombres, simples y severos, una sensación de enternecimiento y alegría.
Mirándola cada uno debía pensar: «Dios nos ha enviado un ángel...» Y, sintiendo
que cada uno sin querer lo pensaba, ella sonreía con más afabilidad aun y
trataba de parecer un pajarillo.
Después
de tomar el té y descansar un poco, salió a dar un paseo. El sol se había
puesto ya. El parterre del monasterio
envolvía a la princesa con la húmeda fragancia del reseda, recién regado;
desde la iglesia llegó el suave canto de voces masculinas que, a lo lejos,
parecía muy agradable y triste. Se cantaban las vísperas. En las oscuras
ventanas, donde parpadeaban quedamente las lucecitas de los candiles; en las
sombras; en la figura del anciano monje, sentado en el atrio junto al icono con
cepillo, había tanta sosegada paz que la princesa sintió ganas de llorar...
Mientras
tanto, del otro lado del portón, en la alameda formada por el muro y los
abedules, ya era de noche. El aire se, oscurecía rápidamente... La princesa dio
algunos pasos por la alameda, sentóse en un banco y se quedó pensando.
Pensaba
en que no estaría mal radicarse para siempre en este monasterio donde la vida
es apacible e imperturbable como una noche de verano; que no estaría mal
olvidarse por completo del ingrato y corrompido príncipe, de sus propias
enormes riquezas, de los acreedores que la molestaban todos los días, de sus
penas, de su doncella Dasha, cuya cara tenía expresión insolente aquella
mañana. Podría quedarse sentada durante toda la vida, aquí, sobre el banco,
mirando, a través de los abedules, cómo los jirones de la niebla crepuscular
vagan al pie de la montaña; cómo a lo lejos, por encima del bosque, los grajos
vuelan hacia el lugar de descanso nocturno, formando una nube negra, semejante
a un velo; cómo dos novicios -uno montando un caballo pío y otro a pie- conducen
los caballos a pastar y, contentos por la libertad, hacen travesuras como dos
chicos; sus voces juveniles resuenan claramente en el aire inmóvil y se puede
distinguir cada palabra. Qué agradable es quedarse sentada así escuchando el
silencio: ora la rana hace un leve murmullo en la hojarasca; ora el reloj del
campanario toca un cuarto, de hora... Quedarse así inmóvil, escuchar y pensar,
pensar, pensar...
Pasó una
vieja con alforjas. La princesa pensó que no estaría mal detener a esa vieja y
decirle algo cariñoso y cordial, ayudarla en algo... Pero la vieja no se dio
vuelta ni una sola vez y dobló la esquina.
Poco
tiempo después apareció en la alameda un hombre alto, de canosa barba y con un
sombrero de paja. Pasando frente a la princesa, se quitó el sombrero y la
saludó, y por su pronunciada calva y su afilada nariz aguileña la princesa
reconoció en él al médica Mijail Ivánovich, quien cinco años antes prestó
servicio en su propiedad Dubovki. Recordó que alguien le había dicho que el año
pasado se le había muerto la mujer y tuvo ganas de compadecerlo y consolarlo.
-Doctor.
¿parece que no me reconoce? -le preguntó con afable sonrisa.
-Sí,
princesa, la reconocí -dijo el médico, volviendo a quitarse el sombrero.
-Ah,
gracias. Pensé que también usted se había olvidado de su princesa. La gente
sólo se acuerda de sus enemigos, mientras que se divida de sus amigos... ¿Vino
usted aquí para orar un poco?
-Todos
los sábados paso la noche aquí, por necesidad. Vine para atender enfermos.
-Y bien
¿cómo le va? -preguntó la princesa, suspirando. Me dijeron que ha fallecido su
esposa. ¡Qué desgracia!
-Sí,
princesa, para mí es una gran desgracia.
-¡Qué se
le va a hacer! Debemos soportar las desgracias con resignación. Sin la
voluntad de la Providencia
no cae un solo pelo de la cabeza del hombre.
-Sí,
princesa.
A la
afable y dulce sonrisa de la princesa y a sus suspiros el médico respondía
fría y secamente: «Sí, princesa». También la expresión de su rostro era fría y
seca.
«¿Qué más
podría decirle?» -pensó la princesa.
-¡Cuánto
tiempo hace ya que no nos vemos! -dijo. ¡Cinco años! Durante este lapso cuántas
aguas corrieron al mar, cuántos cambios se produjeron, ¡hasta da miedo
pensarlo! Sabrá usted que me casé... la condesa se convirtió en princesa. Y ya
tuve tiempo para separarme de mi marido.
-Sí, he
oído hablar.
-Dios me
mandó muchas pruebas. Probablemente haya oído usted también que estoy casi
arruinada. Por las deudas de mi desdichado marido han vendido mis propiedades
de Dubovki, Kiriákovo y Sofino. Me quedaron solamente las aldeas Baránovo y
Mijáltsevo. Da miedo mirar para atrás, ¡cuántos cambios, desgracias de toda
índole, cuántos errores!
-Sí,
princesa, muchos errores.
La
princesa sintióse algo confundida. Conocía sus errores, pero éstos eran de
carácter tan íntimo que ella sola podía pensar en ellos y hablar de ellos. Sin
poder contenerse, le preguntó:
-¿En
cuáles errores piensa usted?
-Usted
los ha mencionado, quiere decir que los conoce... -respondió el doctor con una
sonrisa. ¿Para qué vamos a hablar de ellos?
-No, no,
dígame, doctor. ¡Le estaré muy agradecida! Y, por favor, no haga ceremonias
conmigo. Me gusta escuchar la verdad.
-¿Quién
soy yo para juzgarla, princesa?
-¿Juzgar?
El tono con quejo dice significa que sabe algo. ¡Digámelo!
-Lo haré
si lo desea. Pero, lamentablemente, no sé hablar bien y no siempre se me puede
entender.
El doctor
pensó durante un rato y comenzó diciendo:
-Son
muchos los errores, pero, propiamente dicho, el principal de ellos es, a mi
juicio, la atmósfera general que... que reinaba en todas sus propiedades. Ya ve
usted que no sé expresarme. Quiero decir que lo principal era el desamor, el
asco hacia la genté que se sentía literalmente en todas las cosas. Sobre este
asco estaba edificado todo su sistema de vida. El asco hacia la voz humana, las
caras, las nucas, los pasos... en una palabra, hacia todo lo que compone al
hombre. En todas las puertas y en las escaleras están apostados los lacayos,
satisfechos, groseros y perezosos, que no dejan entrar a las personas mal
vestidás; en el vestíbulo sé hallan alineadas las sillas de altos respaldos
para que los criados -durante los bailes y las recepciones- no manchen con sus
nucas el empapelado de las paredes; en todas las habitaciones hay gruesas
alfombras para anular el ruido de los pasos humanos; a cada uno que entra se le
advierte sin falta que debe hablar en voz baja y lo menos posible y que no debe
decir nada que pueda hacer mal a la imaginación y los nervios. Y en su despacho
no suelen dar la mano al visitante ni lo invitan a sentarse, de la misma
manera como ahora no me tendió usted la mano ni me invitó a tomar asiento...
-¡Sírvase,
si desea! -dijo la princesa, tendiendo la mano y sonriendo. En verdad, enojarse
por semejante bagatela...
-¿Acaso
estoy enojado? -rió el doctor, pero acto seguido se quitó el sombrero y,
agitándolo, prosiguió, con las mejillas encendidas: Hablando con franqueza,
hace ya tiempo que esperaba una oportunidad para decirle todo... Quiero decir
que usted mira a la gente de modo napoleónico, como si fuera carne de cañón.
Pero Napoleón, por lo menos, tenía una idea, cualquiera que fuese, mientras que
usted, aparte del asco, ¡no tiene nada:
-¿Yo
tengo asco por la gente? -sonrió la princesa, encogiéndose de hombros,
sorprendida. ¿Yo?
-¡Sí,
usted! ¿Necesita hechos? ¡Ahí los tiene! En su aldea Mijáltsevo viven de
limosna tres antiguos cocineros suyos que en sus cocinas perdieron la vista a
causa del intenso calor de los hornos. Cuanto había de sano, fuerte y atractivo
en la extensión de las decenas de miles de deciatinas
fue transformado por usted y por sus gorrones en criados, lacayos, cocheros.
Todas esas bípedas bestias se educaron en el servilismo, hartaron sus,ápetitas,
endurecieron, perdieron, en una palabra, la imagen y semejanza humanas... A
jóvenes médicos, agrónomos, maestros e intelectuales en general se les aparta,
Dios mío, de sus tareas, del trabajo honesto, y los obligan, por un pedazo de
pan, a participar en toda clase de comedias de marionetas que hacen avergonzar a
cualquier persona decente. Algunos jóvenes no alcanzan a permanecer tres años
en el servicio cuando ya son hipócritas, adulones y alcahuetes... ¿Acaso está
bien eso? Sus administradores polacos, esos espías infames, los Casimiros y
Caetanos, merodean de la mañana a la noche por las decenas de miles de deciatinas y, para complacerla, tratan
de sacarle tres cueros a un buey. Perdone, me expreso en forma desordenada,
pero no importa. En sus dominios, las gentes sencillas no se consideran como
personas. Y aun los príncipes, los condes y los obispos que la visitaban sólo
fueron reconocidos por usted en su aspecto decorativo y no como hombres. Pero
lo principal... lo que más me indigna es que, poseyendo una fortuna
millonaria, no haya hecho nada por la gente, ¡nada!
La princesa
estaba sorprendida, asustada, ofendida, y no sabía qué decir ni cómo portarse.
Nunca nadie habló con ella en tono semejante. La desagradable y enojada voz del
médico y su torpe y entrecortado discurso provocaban en sus oídos y en su
cabeza un ruido agudo y martilleante; luego le pareció que el doctor,
gasticulando, le pegaba en la cabeza con su sombrero.
-¡No es
verdad! -observó en voz baja y suplicante. Hice mucho bien a la gente, ¡usted
mismo lo sabe!
-¡Vamos!
-gritó el doctor-. ¿Aún prosigue considerando usted su actividad benéfica como
una cosa seria y útil y no como una comedia de títeres? Fue una comedia desde
el principio hasta el fin, un jugar al amor del prójimo, un juego tan visible
que lo entendían hasta los niños y las campesinas estúpidas. Tenemos como
ejemplo (¿cómo se llamaba?) su extraña casa-hogar para ancianas solas, donde se
me obligó a ser algo así como el médico jefe y donde usted misma fue la tutora
de honor. ¡Dios mío, qué bonita institución! Construyeron una casa con pisos
de parquet y con la veleta en el tejado; juntaron en la aldea una docena de
viejas y las obligaron a dormir bajo las frazadas de muletón y sobre las sábanas
de lienzo holandés y a comer caramelos.
El doctor
rió con malicia, cubriéndose la cara con el sombrero, y prosiguió de prisa y
tartamudeando:
-¡Era un
juego! El personal subalterno del asilo escondía las mantas y las sábanas,
guardándolas bajo candado, para que las viejas no las ensuciaran -¡que duerman
en el suelo estas brujas!. Las viejas no se atrevían a sentarse en la cama, ni
a ponerse la blusa, ni a dar un paso por el encerado parquet. Todo se reservaba
para la parada y se escondía de las viejas como si éstas fueran ladrones; las
ancianas se alimentaban y vestían clandestinamente, pidiendo limosna, y
rogaban día y noche a Dios para que las liberara de la reclusión y de los
benéficos sermones de los bien alimentados bribones a quienes usted había
encargado el cuidado de las viejas. ¿Y qué hacía el personal superior? ¡Es algo
delicioso! Unas dos veces por semana, al anochecer, llegan al galope treinta y
cinco mil emisarios y anuncian que la princesa, a sea usted, hará mañana una
visita al asilo. Esto significa que mañana yo debo dejar a los enfermos,
vestirme y acudir a la parada. Bien, acudo. Las viejas, con ropas nuevas y
limpias, están alineadas en fila y esperan. Cerca de ellas anda una rata de
guarnición en retiro, el encargado, con su melosa sonrisa de alcahuete. Las
viejas bostezan y cambian miradas, sin atreverse a protestar. Esperamos. Viene
al galope el segundo administrador. Media hora después, el primer
administrador; luego el jefe de la oficina y más tarde alguien más y más...
¡sin fin! Todos tienen rostros solemnes y misteriosos. Esperamos y esperamos,
apoyándonos ya sobre un pie, ya sobre el otro y mirando furtivamente el reloj,
todo ello en una silencio sepulcral, ya que todos estamos peleados y nos
odiamos. Pasa una hora, otra y por fin, a lo lejos aparece un coche y... y...
El doctor
lanzó una carcajada chillona y dijo con vocecita aguda:
-Usted baja
del coche y las viejas brujas, obedeciendo la orden de la rata de guarnición,
se ponen a cantar: «Cuán glorioso es nuestro Señor...» ¡No está mal!
El doctor
se echó a reír con voz de bajo y agitó la mano como deseando mostrar que a
causa de la risa no podía pronunciar una sola palabra. Reía pesada y ásperamente,
con los dientes apretados, como ríen las personas malignas, y por su voz, su
cara y sus ojos, brillantes y algo insolentes, uno podía percatarse de que
despreciaba profunda-mente a la princesa, al asilo y a las viejas. No había
nada de risible ni alegre en lo que él había contado tan torpemente, y sin
embargo, rió con placer y hasta con alegría.
-¿Y lá
escuela? -prosiguió, jadeando de tanto reír. ¿Recuerda cómo quiso usted en
persona enseñar a los hijos de los mujiks?
Seguramente enseñó muy bien, porque al poco tiempo todos los chicos huyeron, de
modo que hubo necesidad de azotarlos y aun pegarles para que asistieran a sus
clases. ¿Y recuerda cuando usted quiso alimentar con el biberón a los niños de
pecho, cuyas madres trabajaban en el campo? Usted andaba por la aldea y lloraba
porque no había niños a su disposición: las madres se los llevaban consigo al
campo. Luego el alcalde del pueblo ordenó a las madres dejar a sus chicos por
turno, para que usted se divirtiera con ellos. ¡Qué cosa tan rara! Todos huían
de sus favores como los ratones huyen del gato. ¿Y por qué? Muy sencillo. No
porque nuestro pueblo fuese ignorante e ingrato, como usted trató de
explicarlo siempre, sino porque en sus acciones, perdóneme la expresión, no
hubo un ápice de amor ni de piedad. Sólo hubo deseo de divertirse con muñecos
vivos y nada más... El que no sabe distinguir entre un hombre y un perro de
lanas, no debe ocuparse de beneficencia. ¡Le aseguro que entre la gente y los
perros de lanas hay una gran diferencia!
A la
princesa le latía terriblemente el corazón, sentía ruido en los oídos y le
parecía siempre que el doctor le golpeaba la cabeza con su sombrero. El doctor
hablaba rápidamente en forma vehe-mente y torpe, tartamudeando y con excesiva
gesticulación; ella sabía solamente que estaba escuchando a un hombre grosero,
mal educado, ingrato y malo, pero no entendía qué quería de ella y de qué
hablaba.
-¡Váyase!
-dijo con voz llorosa, levantando los brazos para proteger su cabeza del
sombrero del médico. ¡Váyase!
-¡Y cómo
trata usted a sus empleados! -siguió indignándose el doctor. No los considera
personas humanas y las trata como a pillos de la peor calaña. Por ejemplo,
permítame preguntarle, ¿por qué me ha despedido? Trabajé diez años para su
padre; luego para usted, sin conocer feriados ni licencias; merecí el respeto
de todo el mundo en cien verstas a la
redonda, y, de pronto, un buen día, me anuncian que no estoy más a su servicio.
¿Por qué? Todavía no lo entiendo. Soy doctor en medicina, pertenezco a la
nobleza, fui estudiante de la
Universidad de Moscú, soy padre de familia y sin embargo ¡soy
un bicho tan insignificante y pequeño que se, me puede echar a patadas sin
darme ninguna explicación! ¿Para qué tantas ceremonias? Más tarde me enteré de
que mi mujer, sin que yo lo supiera, había ido tres veces a verla, pero usted no
la quiso recibir. Dicen que lloró en el vestíbulo. Y esto no se lo voy a
perdonar nunca a la difunta. ¡Nunca!
El doctor
se calló y apretó los dientes tratando intensamente de encontrar alguna cosa
muy desagradabile y vengativa para decir. Al recordar algo, su ceñudo y frío
rostro se iluminó de repente.
-Hablemos
aunque sea de sus relaciones con este monasterio -dijo con vehemencia. Jamás
tuvo usted piedad de nadie y cuanto más sagrado es el lugar, más probabilidad
existe de que no se salve de su misericordia y de su dulzura angelical. ¿Por
qué viene usted aquí? ¿Qué busca entre los monjes?, permítame que le pregunte.
¿Qué le importa Hécuba a usted y qué le importa usted a Hécuba?
De nuevo una diversión, un juego, un sacrilegio con respecto a la persona
humana. Usted no cree en el Dios de los monjes; en su corazón tiene usted a su
propio dios, hasta el cual ha llegado con su propia inteligencia durante las
sesiones de espiritismo; mira con condescendencia los ritos de la iglesia, no
va a misa ni a las vísperas, duerme hasta el mediodía... ¿Para qué, entonces,
viene usted aquí? Va a un monasterio extraño con su propio dios y se imagina que
el monasterio lo considera como un gran honor para sí. ¡Qué va! A propósito,
¿por qué no pregunta a cuánto les salen a los monjes sus visitas? Usted efectuó
su llegada hoy al anochecer, pero anteayer ya había llegado un jinete enviado
por la administración suya para hacer el preanuncio de su viaje. Durante todo
el día de ayer le estuvieron preparando los aposentos y la esperaron. Hoy llegó
la vanguardia: una camarera insolente, que a cada rato cruza corriendo el
patio, hace ruido, fastidia con sus preguntas, da órdenes... ¡no lo puedo ver!
Los monjes estaban alerta todo el día porque, pobres de ellos si no la reciben
con una ceremonia, ¡se quejará usted al obispo! «No me quieren los monjes,
eminencia. No sé lo que puedo haberles hecho. Es verdad, soy una gran
pecadora, ¡pero soy tan des-dichada!» Ya un monasterio tuvo una reprimenda por
usted. El prior es un hombre sabio, ocupado; no tiene un minuto libre y usted
lo llama a sus habitaciones a cada rato, sin respetar ni su vejez ni su
jerarquía. Si por lo menos hiciera muchas donaciones, no sería tan enojoso,
¡pero en todo ese tiempo los monjes no han recibido de usted ni cien rublos!
Cuando a la
princesa la molestaban, no la entendían, la ofendían y cuando ella no sabía qué
decir y qué hacer, comúnmente se ponía a llorar. También ahora se cubrió, por
fin, la cara y rompió a llorar con fina vocecita infantil. El doctor se calló
de golpe y la miró. Su cara se volvió sombría y severa.
-Perdóneme,
princesa -dijo con voz sorda. Me dejé llevar por un mal sentimiento. Eso no
está bien.
Tosiendo
con aprensión y olvidando ponerse el sombrero, el médico alejóse rápidamente
de la princesa.
En el
cielo ya parpadeaban las estrellas. Del otro lado del monasterio seguramente
salía la luna, ya que el cielo aparecía claro, transparente, suave. A lo largo
del blanco muro del monasterio volaban sigilosamente los murciélagos.
El reloj
dio lentamente los tres cuartos de alguna hora. Eran quizá las nueve menos
cuarto. La princesa se levantó y se dirigió despacio hacia el portón. Se sentía
ofendida y lloraba, le parecía que los árboles, las estrellas y los murciélagos
le tenían lástima; y que el reloj había tocado en esta forma melódica para
compadecerla. Llorando, pensaba en lo grato que sería recluirse en un monasterio
para toda la vida: en los apacibles crepúsculos de verano pasearía por las
alamedas, solitaria, ofendida, no comprendida por los hombres y sólo Dios y el
cielo estrellado verían las lágrimas de la mártir. En la iglesia aún proseguía
el oficio de las vísperas. La princesa se detuvo y escuchó el canto; ¡qué bien
resonaba en el oscuro e inmóvil aire! ¡Qué agradable era sufrir y llorar al son
de este canto!
De
regresó en sus habitaciones, observó su cara llorosa en el espejo y se
empolvó; luego se sentó a comer. Los monjes sabían que le gustaba el esturión
en escabeche, los pequeños hongos, el málaga y los pastelillos de miel que
dejan en la boca un olor a ciprés, y en cada visita suya le servían todo eso.
Comiendo los hongas y bebiendo el málaga, la princesa se imaginaba tatalmente
arruinada y abandonada, y ya veía cómo todos sus administradores, mayor-domos,
oficinistas y camareras, a los cuales ella había hecho tantos favores, la traicionarían,
diciéndole groserías, y cómo todos los hombres que habitan sus tierras, la
atacarían, haciéndola objeto de calumnias y burlas; ella renunciará a su título
de princesa, al lujo, a la sociedad; se recluirá en un monasterio sin decir a
nadie una sola palabra de reproche; rezará por sus enemigos y entonces todo el
mundo la comprenderá y vendrá a pedirle perdón, pero ya va a ser demasiado
tarde...
Después
de la cena se arrodilló en el rincón ante la imagen y leyó dos capítulos del
Evangelio. Luego la doncella le tendió la cama y ella se acostó.
Desperezándose bajo la blanca colcha, suspiró dulce y hondamente, como se
suspira después de llorar, cerró los ojos y empezó a dormirse...
Por la
mañana se despertó y miró su relojito; eran las nueve y media. Sobre la
alfombra, junto a la cama, extendíase una estrecha franja de intensa luz proveniente
del rayo que trataba de penetrar por la ventana y apenas iluminaba la
habitación. Detrás de la negra cortina, en la ventana, zumbaban las moscas.
«¡Temprano!»
-pensó la princesa y cerró los ojos.
Desperezándose
con deleite en la cama, recordó el encuentro de la víspera con el doctor, y
todas las ideas con las cuales se había dormido; recordó que era desdichada.
Luego acudieron a su mente su marido, residente en Petersburgo, los
administradores, los médicos, los vecinos, los funcionarios conocidos... Una
larga fila de conocidas caras masculinas pasó velozmente por su imaginación.
Pensó, sonriendo, que si estos hombres supieran penetrar en su alma y
comprenderla, todos estarían a sus pies...
A las
once y cuarto llamó a la doncella.
-Ayúdeme
a vestirme,. Dasha -le dijo con languidez. Aunque primero vaya a decir que
preparen los caballos. Tengo que ir a casa de Claudia Nikoláievna.
Al salir
de las habitaciones para, subir al carruaje, cerró los ojos a causa de la
intensa luz solar y rió, contenta, ¡el día era magnífico! Observando con los
ojos entrecerrados a los monjes que se habían reunido junto al atrio para
despedirla, los saludó afablemente con repetidas inclinaciones de cabeza y
dijo:
-¡Adiós,
amigos míos! ¡Hasta pasado mañana!
Se sintió
agradablemente sorprendida al notar que junto a los monjes se encontraba
también el médico. Su cara estaba pálida y severa.
-Princesa
-dijo, quitándose el sombrero y sonriendo con aire culpable, hace rato que la
estoy esperando aquí. Perdóneme, por amor de Dios... Me arrastró anoche un
sentimiento malo, vengativo, y le dije un montón de estupideces. En una
palabra, le pido perdón.
La
princesa sonrió afectuosamente y tendió la mano hacia los labios del doctor.
Éste la besó, ruborizándose.
Tratando
de parecer un pajarillo, la princesa subió al coche con un movimiento ligero y
saludó reiteradamente con la cabeza a todo el mundo. En su alma todo era alegría,
luz y calor y ella misma sentía que su sonrisa era en extremo dulce y cariñosa.
Al ponerse en marcha el carruaje hacia el portón, y luego por el polvoriento
camino a lo largo de las izbas y los
jardines, pasando a las caravanas de los chumakos
y las extendidas filas de los peregrinos que se dirigían al monasterio, ella
sonreía aún dulcemente, entornando los ojos. Pensaba en que no había gozo
superior al de llevar consigo el calor, la luz y la alegría, el de perdonar las
ofensas y sonreír afablemente a los enemigos. Los mujiks que se encontraban por el camino la saludaban, el coche
producía un suave murmullo, de las ruedas elevábanse nubes de polvo llevadas
por el viento hacia el centeno dorado, y a la princesa le parecía que su cuerpo
se balanceaba no sobre los cojines del carruaje, sino sobre las nubes y que
ella misma semejaba una leve, transparente nubecilla...
-¡Soy
feliz! -murmuraba, cerrando los ojos. ¡Soy feliz!
1.014. Chejov (Anton)