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jueves, 26 de diciembre de 2013

La mascara

En el club social de la ciudad de X se celebraba, con fines benéficos, un baile de máscaras o, como le llamaban las señoritas de la localidad, "un baile de parejas".
Era ya medianoche. Unos cuantos intelectuales sin antifaz, que no bailaban -en total eran cinco, estaban sentados en la sala de lectura, alrededor de una gran mesa, y ocultas sus narices y barbas detrás del periódico, leían, dormitaban o, según la expresión del cronista local de los periódicos de la capital, meditaban.
Desde el salón del baile llegaban los sones de una contradanza. Por delante de la puerta corrían en un ir y venir incesante los camareros, pisando con fuerza; mas en la sala de lectura reinaba un profundo silencio.
-Creo que aquí estaremos más cómodos -se oyó de pronto una voz de bajo, que parecía salir de una caverna. ¡Por acá, muchachas, vengan acá!
La puerta se abrió y al salón de lectura penetró un hombre ancho y robusto, disfrazado de cochero, con el sombrero adornado de plumas de pavo real y con antifaz puesto. Le seguían dos damas, también con antifaz, y un camarero, que llevaba una bandeja con unas botellas de vino tinto, otra de licor y varios vasos.
¡Aquí estaremos muy frescos! -dijo el individuo robusto. Pon la bandeja sobre la mesa... Siéntense, damiselas. ¡Ye vu pri a la trimontran! Y ustedes, señores, hagan sitio. No tienen por qué ocupar la mesa.
El individuo se tambaleó y con una mano tiró al suelo varias revistas.
-¡Pon la bandeja acá! Vamos, señores lectores, apártense. Basta de periódicos y de política.
-Le agradecería a usted que no armase tanto alboroto -dijo uno de los intelectuales, mirando al disfrazado por encima de sus gafas. Estamos en la sala de lectura y no en un buffet... No es un lugar para beber.
-¿Por qué no es un lugar para beber? ¿Acaso la mesa se tambalea, o el techo amenaza derrumbarse? Es extraño. Pero no tengo tiempo para charlas... Dejen los periódicos. Ya han leído bastante, demasiado inteligentes se han puesto; además, es perjudicial para la vista y lo principal es que yo no lo quiero y con esto basta.
El camarero colocó la bandeja sobre la mesa y, con la servilleta encima del brazo, se quedó de pie junto a la puerta. Las damas la emprendieron inmediatamente con el vino tinto.
-¿Cómo es posible que haya gente tan inteligente que prefiera los periódicos a estas bebidas? -comenzó a decir el individuo de las plumas de pavo real, sirviéndose licor. Según mi opinión, respetables señores, prefieren ustedes la lectura porque no tienen dinero para beber. ¿Tengo razón? ¡Ja, ja...!
Pasan ustedes todo el tiempo leyendo. Y ¿qué es lo que está ahí escrito?
Señor de las gafas, ¿qué acontecimientos ha leído usted? Bueno, deja de darte importancia. Mejor bebe.
El individuo de las plumas de pavo real se levantó y arrancó el periódico de las manos del señor de las gafas. Éste palideció primero, se sonrojó después y miró con asombro a los demás intelectuales, que a su vez le miraron.
-¡Usted se extralimita, señor! -estalló el ofendido. Usted convierte un salón de lectura en una taberna; se permite toda clase de excesos, me arranca el periódico de las manos. ¡No puedo tolerarlo! ¡Usted no sabe con quién trata, señor mío! Soy el director del Banco, Yestiakov.
-Me importa un comino que seas Yestiakov. Y en lo que se refiere a tu periódico mira... El individuo levantó el periódico y lo hizo pedazos.
-Señores, pero ¿qué es esto? -balbuceó Yestiakov estupefacto. Esto es extraño, esto sobrepasa ya lo normal...
-¡Se ha enfadado! -echóse a reír el disfrazado. ¡Uf! ¡Qué susto me dio!
¡Hasta tiemblo de miedo! Escúchenme, respetables señores. Bromas aparte, no tengo deseos de entrar en conversación con ustedes... Y como quiero quedarme aquí a solas con las damiselas y deseo pasar un buen rato, les ruego que no me contradigan y se vayan... ¡Vamos! Señor Belebujin, ¡márchate a todos los diablos! ¿Por qué están frunciendo el ceño? Si te lo digo, debes irte. Y de prisita, no vaya a ser que en hora mala te largue algún pescozón.
-Pero ¿cómo es eso? -dijo Belebujin, el tesorero de la Junta de los Huérfanos, encogiéndose de hombros. Ni siquiera puedo compren-derlo... ¡Un insolente irrumpe aquí y... de pronto ocurren semejantes cosas!
-¿Qué palabra es ésa de insolente? -gritó enfadado el individuo de las plumas de pavo real, y golpeó con el puño la mesa con tanta fuerza que los vasos saltaron en la bandeja. ¿A quién hablas? ¿Te crees que como estoy disfrazado puedes decirme toda clase de impertinencias? ¡Atrevido!
¡Lárgate de aquí, mientras estés sano y salvo! ¡Que se vayan todos, que ningún bribón se quede aquí! ¡Al diablo!
-¡Bueno, ahora veremos! -dijo Yestiakov, y hasta sus gafas se le habían humedecido de emoción. ¡Ya le enseñaré! ¡A ver, llamen al encargado!
Un minuto más tarde entraba el encargado, un hombrecito pelirrojo, con una cintita azul en el ojal. Estaba sofocado a consecuencia del baile.
-Le ruego que salga -comenzó. Aquí no se puede beber. ¡Haga el favor de ir al buffet!
-Y tú ¿de dónde sales? -preguntó el disfrazado. ¿Acaso te he llamado?
-Le ruego que no me tutee y que salga inmediatamente.
-Óyeme, amigo, te doy un minuto de plazo... Como eres la persona responsable, haz el favor de sacar de aquí a estos artistas. A mis damiselas no les gusta que haya nadie aquí... Se azoran y yo, pagando mi dinero, voy a tener el gusto de que estén al natural.
-Por lo visto, este imbécil no comprende que no está en una cuadra -gritó Yestiakov. Llamen a Evstrat Spiridónovich.
Evstrat Spiridónovich, un anciano con uniforme de policía, no tardó en presentarse.
-¡Le ruego que salga de aquí! -dijo con voz ronca, con ojos desorbitados y moviendo sus bigotes teñidos.
-¡Ay, qué susto! -pronunció el individuo, y se echó a reír a su gusto-. ¡Me he asustado, palabra de honor! ¡Qué espanto! Bigotes como los de un gato, los ojos desorbitados... ¡Je, je, je!
-¡Le ruego que no discuta! -gritó con todas sus fuerzas Evstrat Spiridónovich, temblando de ira. ¡Sal de aquí! ¡Mandaré que te echen de aquí!
En la sala de lectura se armó un alboroto indescriptible.
Evstrat Spiridónovich, rojo como un cangrejo, gritaba, pataleaba.
Yestiakov chillaba, Belebujin vociferaba. Todos los intelectuales gritaban, pero sus voces eran sofocadas por la voz de bajo, ahogada y espesa, del disfrazado. A causa del tumulto general se interrumpió el baile y el público se abalanzó hacia la sala de lectura.
Evstrat Spiridónovich, a fin de inspirar más respeto, hizo venir a todos los policías que se encontraban en el club y se sentó a levantar acta.
-Escribe, escribe -decía la máscara, metiendo un dedo bajo la pluma.
¿Qué es lo que me ocurrirá ahora? ¡Pobre de mí! ¿Por qué quieren perder al pobre huerfanito que soy? ¡Ja, ja! Bueno. ¿Ya está el acta? ¿Han firmado todos? ¡Pues ahora, miren!
Uno... dos... ¡tres!
El individuo se irguió cuan alto era y se arrancó el antifaz.
Después de haber descubierto su cara de borracho y de admirar el efecto producido, se dejó caer en el sillón, riéndose alegremente. En realidad, la impresión que produjo fue extraordinaria. Los intelec-tuales palidecieron y se miraron perplejos, algunos se rascaron la nuca. Evstrat Spiridónovich carraspeo como alguien que sin querer ha cometido una tontería imperdonable.
Todos reconocieron en el camorrista al industrial millonario de la ciudad, ciudadano benemérito, el mismo Piatigórov, famoso por sus escándalos, por sus donaciones y, como más de una vez se dijo en el periódico de la localidad, por su amor a la cultura.
-Y bien, ¿se marcharán ustedes o no? -preguntó después de un minuto de silencio.
Los intelectuales, sin decir una palabra, salieron andando de puntillas y Piatigórov cerró tras ellos la puerta.
-Pero ¡si tú sabías que ése era Piatigórov! -decía un minuto más tarde Evstrat Spiridónovich con voz ronca, sacudiendo al camarero, que llevaba más vino a la biblioteca. ¿Por qué no dijiste nada?
-Me lo había prohibido.
-Te lo había prohibido... Si te encierro, maldito, por un mes, entonces sabrás lo que es prohibido. ¡Fuera!... Y ustedes, señores, también son buenos -dirigióse a los intelectuales. ¡Armar un motín! ¿No podían acaso salir del salón de lectura por diez minutos? Ahora, sufran las consecuencias.
¡Eh, señores, señores...! No me gusta nada, palabra de honor.
Los intelectuales, abatidos, cabizbajos y perplejos, con aire culpable, andaban por el club como si presintiesen algo malo.
Sus esposas e hijas, al saber que Piatigórov había sido ofendido y que estaba enfadado, perdieron la animación y comenzaron a dispersarse hacia sus casas.
A las dos de la madrugada salió Piatigórov de la sala de lectura. Estaba borracho y se tambaleaba. Entró en el salón de baile, se sentó al lado de la orquesta y se quedó dormido a los sones de la música; después inclinó tristemente la cabeza y se puso a roncar.
-¡No toquen! -ordenaron los organizadores del baile a los músicos, haciendo grandes aspavientos-. ¡Silencio!... Egor Nílich duerme...
-¿Desea usted que lo acompañe a casa, Egor Nílich? -preguntó Belebujin, inclinándose al oído del millonario.
Piatigórov movió los labios, como si quisiera alejar una mosca de su mejilla.
-¿Me permite acompañarle a su casa? -repitió Belebujin- ¿o aviso que le envíen el coche?
-¿Eh? ¿Qué? ¿Qué quieres?
-Acompañarle a su casa... Es hora de dormir.
-Bueno. Acompaña...
Belebujin resplandeció de placer y comenzó a levantar a Platigórov. Los otros intelectuales se acercaron corriendo y, sonriendo agradablemente, levantaron al benemérito ciudadano y lo condujeron con todo cuidado al coche.
-Sólo un artista, un genio, puede tomar así el pelo a todo un grupo de gente -decía Yestiakov en tono alegre, ayudándolo a sentarse. Estoy sorprendido de verdad. Hasta ahora no puedo dejar de reír. ¡Ja, ja! Créame que ni en los teatros nunca he reído tanto. ¡Toda la vida recordaré esta noche inolvidable!
Después de haber acompañado a Platigórov, los intelectuales recobraron la alegría y se tranquilizaron.
-A mí me dio la mano al despedirse -dijo Yestiakov muy contento. Luego ya no está enfadado.
-¡Dios te oiga! -suspiró Evstrat Spiridónovich. Es un canalla, un hombre vil, pero es un benefactor. No se le puede contrariar.
Principio del formulario

1.014. Chejov (Anton)

La esposa (supruga)

-Ya le he dicho que no me toque la mesa -exclamó Nikolai Evrafych. Cada vez que me la arregla usted no puedo encontrar nada. ¿Dónde está el telegrama? ¿Dónde lo ha echado usted? Haga el favor de buscarlo. Lo mandan desde Kazan y lleva fecha de ayer.
La doncella, pálida, muy flaca, de rostro impasible, encontró unos telegramas en la papelera debajo de la mesa y sin decir palabra se los entregó al doctor. Pero eran telegramas locales, de enfermos. Luego buscaron en la sala y en la habitación de Olga Dmitrievna.
Era ya la una de la madrugada. Nikolai Evrafych sabía que su mujer no volvería pronto a casa, en todo caso no antes de las cinco. No tenía confianza en ella. Cuando tardaba en regresar, él no dormía, se desesperaba y sentía desprecio por su mujer, por la cama de ella, el espejo, la bombonera y los lirios y jacintos que alguien le enviaba todos los días y que daban a la casa el olor empalagoso de una tienda de florista. En tales noches se tornaba mezquino, caprichoso, irritable. Esta vez le parecía que no podía prescindir del telegrama recibido de su hermano el día antes, aunque el tal telegrama contenía sólo felicitaciones y saludos.
En la mesa del cuarto de su mujer, bajo la caja de papel de cartas, encontró un telegrama y le echó un vistazo. Llevaba las señas de su suegra, para entregar a Olga Dmitrievna, procedía de Montecarlo y lo firmaba «Michel». El doctor no pudo entender palabra del texto porque estaban en un idioma extraño, inglés, al parecer.
-¿Quién es este Michel? ¿Por qué de Montecarlo? ¿Por qué a nombre de mi suegra?
En siete años de vida de casado había adquirido el hábito de sospechar, de adivinar, de ponderar pruebas y nunca se le había ocurrido que gracias a esa práctica casera podría ahora pasar por detective consumado.
Cuando entró en el gabinete y se puso a cavilar recordó al punto cómo año y medio antes, estando con su mujer en Petesburgo, habían almorzado en Kyuba con un compañero suyo de colegio, ingeniero de caminos, canales y puertos, y cómo éste les había presentado a un joven de unos veintidós o veintitrés años llamado Mihail Ivanych, con un apellido corto y algo extraño: Ris. Dos meses después el doctor vio en el álbum de su mujer una fotografía de este joven con una dedicatoria en francés, que decía: «En recuerdo del presente y con esperanza para el futuro.» Más tarde, en casa de la suegra, tropezó con este mismo joven un par de veces. Y ello cabalmente cuando su mujer había empezado a salir a menudo y volvía a casa a las cuatro o a las cinco de la mañana, y cuando le pedía de continuo un pasaporte para el extranjero, que él le negaba, con lo cual se armaba una trapisonda en la casa que duraba días enteros y que avergonzaba hasta a la servidumbre.
Medio año más tarde sus colegas le diagnosticaron una tisis incipiente y le aconsejaron que lo dejara todo y se fuera a Crimea. Cuando Olga Dmitrievna se enteró de ello, fingió grandísimo susto. Acariciaba a su marido y aseguraba sin cesar que Crimea era comarca fría y aburrida; que sería mejor ir a Niza, adonde ella le acompañaría, y que allí le cuidaría, atendería a sus necesidades y le tendría tranquilo... y ahora comprendía por qué su mujer quería ir precisamente a Niza: Michel vivía en Montecarlo.
Cogió un diccionario inglés-ruso y traduciendo unas palabras y adivinando el significado de otras consiguió formar poco a poco la frase: “Bebo a la salud de la muy amada mía y beso mil veces su minúsculo pie. Aguardo impaciente llegada.” Se percató del papel lamentable y ridículo que representaría si consentía en ir con su mujer a Niza. Casi rompió a llorar del agravio que sentía y, presa de honda agitación, se puso a recorrer la casa entera. Su orgullo se rebelaba y se sintió poseído de asco plebeyo. Con los puños apretados y el rostro contraído por la repugnancia se preguntaba cómo él, hijo de un pope de aldea, educado en un seminario, hombre tosco y sincero, cirujano de profesión, se había esclavizado entregándose ignominiosamente a esa criatura débil, insignificante, mercenaria y ruin.
-¡Minúsculo pie! -murmuró estrujando el telegrama. ¡Minúsculo pie! De la época en que se enamoró y pidió la mano de su amada y de los siete años posteriores no le quedaba sino el recuerdo de unos cabellos largos y fragantes, de una masa de suaves encajes y de un pie efectivamente minúsculo y bonito. De las caricias pretéritas diríase que todavía le quedaba en la cara y en las manos una sensación de sedas y encajes... y nada más.
Nada más, salvo histeria, alaridos, reproches, amenazas y mentiras, mentiras pérfidas e impúdicas.
Recordaba cómo en la casa paterna, allá en la aldea, entraba del patio por casualidad un pájaro y empezaba a derribar cosas y a lanzarse frenéticamente contra los cristales de las ventanas. Pues bien, así también esta mujer, procedente de un mundo que a él le era extraño, había entrado volando en su vida y sembrado en ella la destrucción. Los mejores años de su existencia los había pasado en un infierno, sus esperanzas de felicidad habían resultado vanas e irrisorias, había perdido la salud, su vivienda estaba montada como la de una ramera barata, y de los diez mil rublos que ganaba al año, ni siquiera podía mandar diez a su madre la popesa; y, por añadidura, debía quince mil más, según pagarés firmados. Si en su casa se hubiera instalado una banda de ladrones quizá no le parecería su vida tan irreparable, tan irremisiblemente arruinada como lo estaba junto a su mujer.
Empezó a toser y sofocarse. Necesitaba acostarse en la cama y entrar en calor, pero no podía. Siguió recorriendo habitaciones y sentándose a la mesa. Dejó resbalar el lápiz por el papel y escribió maquinalmente: “Una prueba de esta pluma... Minúsculo pie...”
Hacia las cinco de la mañana se calmó la tirantez que sentía. Ahora se culpaba sólo a sí mismo de todo lo pasado. Pensaba que si Olga Dmitrievria se casaba con otro capaz de ejercer buen influjo sobre ella... ¿quién sabe? quizá llegaría por fin a ser buena y honrada. Él, después de todo, no era buen psicólogo y desconocía el alma femenina. Además, era hombre basto, poco interesante...
“Me queda poco tiempo de vida”, pensaba; “soy un cadáver y no debo estorbar a los vivos. A estas alturas, en realidad, sería singular estupidez insistir en mis supuestos derechos. Tendré una explicación con ella; que vaya a reunirse con su amante... Le daré el divorcio y me declararé culpable...”.
Por fin llegó Olga Dmitrievna y tal como estaba, con pelerina blanca, gorro de piel y chanclos, entró en el gabinete y se dejó caer en un sillón.
-¡Qué repugnante, ese chico gordo! -exclamó, respirando con esfuerzo y sollozando. Eso es deshonesto, incluso asqueroso.
-Dio una patada en el suelo. No puedo, no puedo, no puedo.
-¿De qué se trata? -preguntó Nikolai Evrafych acercándose a ella.
-Ha venido conmigo Azarbekov, el estudiante, y ha perdido mi bolso, y con él quince rublos. Me los había prestado mamá.
Lloraba con toda seriedad, como llora una muchacha. No sólo el pañuelo, sino hasta los guantes los tenía húmedos de llanto.
-¡Qué se le va a hacer! -suspiró el doctor. Lo ha perdido y perdido está, eso es todo.
Tranquilízate.
Necesito hablar contigo...
-No soy una millonaria para perder el dinero así como así. Él dice que me lo devolverá, pero no lo creo. Es pobre...
El marido le rogó que se calmara y atendiera a lo que le iba a decir, pero ella seguía hablando del estudiante y de los quince rublos perdidos.
-Bueno, mañana te doy veinticinco, pero ahora hazme el favor de callar -dijo él con irritación.
-Tengo que cambiarme de ropa -exclamó ella llorando. No puedo hablar en serio con el abrigo puesto. ¡Cosa extraña!
Él le quitó el abrigo y los chanclos y mientras lo hacía notó el olor a vino blanco, el vino que a ella le gustaba tomar con las ostras (a pesar de su esbeltez comía y bebía mucho). Ella entró en su cuarto y al poco rato volvió cambiada de ropa, con el rostro cubierto de polvos y los ojos llenos de lágrimas. Se sentó y se envolvió en su amplia y suave bata de noche entre cuyas ondas color de rosa el marido sólo podía distinguir sus cabellos sueltos y un pie diminuto calzado de pantufla.
-¿De qué quieres hablar? -preguntó ella meciéndose en el sillón.
-He encontrado esto por casualidad... -dijo el doctor alargándole el telegrama. Ella lo leyó y se encogió de hombros.
-¿Y qué? -preguntó meciéndose con más rapidez. No es más que la felicitación habitual de Año
Nuevo. Ahí no hay secretos.
-Te aprovechas de que no sé inglés. Sí, es verdad que no lo sé; pero tengo un diccionario. Este es un telegrama de Ris. Bebe a la salud de su amada y le manda mil besos. Pero dejemos esto, dejémoslo -prosiguió el doctor apresuradamente. No me propongo hacerte reproche alguno ni dar un espectáculo.
Bastantes reproches y espectáculos hemos tenido. Ya es hora de acabar... Oye lo que quiero decirte: eres libre y puedes vivir donde quieras.
Hubo un silencio. Ella rompió a llorar.
-Te ahorro la necesidad de fingir y mentir -continuó Nikolai Evrafych. Si quieres a ese mozo, quiérelo. Si quieres ir a reunirte con él en el extranjero, ve allá. Eres joven, tienes buena salud, mientras que yo ya soy un inválido y me queda poca vida por delante. En fin ya me entiendes.
Estaba agitado y no pudo continuar. Olga Dmitrievna, llorando, y con esa voz con que se habla cuando se compadece uno de sí mismo, confesó que amaba a Ris; que había hecho algunas escapadas con él fuera de la ciudad y le había visitado en su habitación del hotel y que, efectivamente, ahora quería ir al extranjero.
-Ya ves que no te oculto nada -añadió con un suspiro. Te soy enteramente franca. Y vuelvo a pedirte que seas generoso y me des el pasaporte.
-Repito que eres libre.
Ella cambió de asiento para estar más cerca de él y observar la expresión de su rostro. No le creía y ahora deseaba leer sus más recónditos pensamientos. No creía nunca a nadie y, por nobles que fueran las intenciones de una persona, ella siempre veía motivos viles y mezquinos y propósitos egoístas. Y ahora, cuando escudriñaba la cara de su marido, éste creyó ver en el fondo de su mirada una lucecita verde como la de los ojos de los gatos.
-Entonces, ¿cuándo voy a recibir el pasaporte? -preguntó en voz baja. Él, de pronto, hubiera querido decir “Nunca”, pero se contuvo y replicó:
-Cuando quieras.
-Iré sólo por un mes.
-Te irás con Ris para siempre. Te doy el divorcio, me declaro culpable y Ris puede casarse contigo.
-¡Pero yo no quiero el divorcio! ¡De ninguna manera! -exclamó Olga Dmitrievna con viveza y con gesto de sorpresa. No te pido el divorcio. Dame el pasaporte, eso es todo.
-Pero, ¿por qué no quieres el divorcio? -preguntó el doctor empezando a irritarse: ¡Pero qué extraña eres! Si de veras estás enamorada de él y él también te quiere a ti no hay solución mejor en vuestro caso que el casamiento. ¿Acaso dudas todavía entre el casamiento y el adulterio?
-Ya, ya te comprendo -dijo ella apartándose de su marido, con una expresión maligna y vengativa en el semblante. Te comprendo perfectamente. Estás cansado de mí y ahora quieres sencillamente quitarme de en medio imponiéndome el divorcio. Muchas gracias no soy tan tonta como crees. No quiero el divorcio y no me separo de ti, ¡no y no! En primer lugar no quiero perder mi posición social -agregó con rapidez, como temiendo que le interrumpieran, y en segundo lugar, tengo ya veintisiete años y Ris sólo veintitrés.
Dentro de un año se cansa de mí y me abandona. Y en tercer lugar, no estoy segura de que mi enamoramiento pueda durar mucho... Conque ahí tienes. No me separo de ti.
-¡Entonces te echo de casa! -gritó Nikolai Evrafych dando patadas en el suelo. ¡Te echo sinvergüenza, malvada!
-¡Eso ya la veremos! -respondió ella saliendo del cuarto.
Ya hacía tiempo que clareaba en el patio. El doctor, sentado todavía a la mesa, dejaba correr el lápiz por el papel y escribía maquinalmente: «Muy señor mío... Pie minúsculo...” Se levantó y fue a plantarse ante la fotografía de la sala, hecha siete años antes, poco después de la boda. La estuvo contemplando largo rato.
Era un grupo de familia: el suegro, la suegra, su mujer Olga Dmitrievna cuando tenía veinte años, y él mismo, en calidad de marido joven y feliz. El suegro, afeitado, regordete, funcionario hidrópico, astuto y avaricioso; la suegra, dama corpulenta, de rostro pequeño y rapaz como el de un hurón, que amaba a su hija con delirio y la ayudaba en todo; si la hija estrangulara a alguien, la madre no diría palabra y se limitaría a ocultarla bajo su falda. Olga Dmitrievna tenía también rasgos pequeños y rapaces, pero más expresivos y audaces que los de su madre. No era sino una fiera de mayor empuje. Y el propio Nikolai Evrafych tenía en esa fotografía cara de buen chico, inocente y campechano, de seminarista, y creía ingenuamente que esta compañía de ladrones en que su suerte le había metido le daría poesía y felicidad, y que todo aquello con que había soñado cuando era todavía estudiante lo cantaba en la canción: “No amar es destruir una vida joven.”
Y una vez más, maravillado, se preguntaba cómo él, hijo de un pope de aldea, educado en un seminario, hombre sencillo, tosco y sincero, había podido entregarse tan sin voluntad a esa criatura insignificante y mendaz, chabacana y ruin, a una criatura de índole tan extraña a la suya propia.
Cuando a las once de la mañana se ponía la levita para ir al hospital, entró la doncella en el gabinete.
-¿Qué desea? -preguntó.
-De parte de la señorita, que diga a usted que se ha levantado y que le dé los veinticinco rublos que le ha prometido.

1.014. Chejov (Anton)

La cronologia viviente

El salón del consejero áulico Charamúkin se halla envuelto en discreta penumbra. El gran quinqué de bronce con su pantalla verde imprime un tono simpático al mobiliario, a las paredes; y en la chimenea, los tizones chisporrotean, lanzando destellos intermitentes que alumbran la estancia con una claridad más viva. Frente a la chimenea, en una butaca, está arrellanado, haciendo su digestión, Charamúkin, señor de edad, de aire respetable y bondadosos ojos azules. Su cara respira ternura. Una sonrisa triste asoma a sus labios. Al lado suyo, con los pies extendidos hacia la chimenea, se encuentra Lobnief, asesor del gobernador, hombre fuerte y robusto, como de unos cuarenta años.
Junto al piano, Nina, Kola, Nadia y Vania, los hijos del consejero áulico, juegan alegremente. Por la puerta entreabierta penetra una claridad que viene del gabinete de la señora de Charamúkin. Ésta permanece sentada delante de su mesita de escritorio. Ana Pavlovna, que tal es su nombre, ejerce la presidencia de un comité de damas; es vivaracha, coqueta y tiene la edad de treinta y pico de años. Sus ojuelos vivos y negros corren por las páginas de una novela francesa, debajo de la cual se esconde una cuenta del comité, vieja de un año.
-Antes, nuestro pueblo era más alegre -decía Charamúkin contemplando el fuego de la chimenea con ojos amables; ningún invierno transcurría sin que viniera alguna celebridad teatral. Llegaban artistas famosos, cantantes de primer orden, y ahora, que el diablo se los lleve, no se ven más que saltimbanquis y tocadores de organillo. No tenemos ninguna distracción estética. Vivimos como en un bosque. ¿Se acuerda usted, excelencia, de aquel trágico italiano?... ¿Cómo se llamaba? Un hombre alto, moreno... ¿Cuál era su nombre? ¡Ah! ¡Me acuerdo! Luigi Ernesto de Ruggiero. Fue un gran talento. ¡Qué fuerza la suya! Con una sola palabra ponía en conmoción todo el teatro. Mi Anita se interesaba mucho en su talento. Ella le procuró el teatro de balde y se encargó de venderle los billetes por diez representaciones. En señal de gratitud la enseñaba declamación y música. Era un hombre de corazón. Estuvo aquí, si no me equivoco, doce años ha..., me equivoco, diez años. ¡Anita! ¿Qué edad tiene nuestra Nina?
-¡Nueve! -gritó Ana Pavlovna desde su gabinete-. ¿Por qué lo preguntas?
-Por nada, mamaíta... Teníamos también cantantes muy buenos. ¿Recuerda usted el tenore di grazia Prilipchin?... ¡Qué alma tan elevada! ¡Qué aspecto! Rubio, la cara expresiva, modales parisienses, ¡y qué voz! Adolecía, sin embargo, de un defecto. Daba notas de estómago, y otras de falsete. Por lo demás, su voz era espléndida. Su maestro, a lo que él decía, fue Tamberlick. Nosotros, con Anita, le procuramos la sala grande del Casino de la Nobleza, en agradecimiento de lo cual solía venir a casa, y nos cantaba trozos de su repertorio durante días y noches. Daba a Anita lecciones de canto. Vino, me acuerdo muy bien, en tiempo de Cuaresma, hace unos doce años; no, más. Flaca es mi memoria. ¡Dios mío! Anita, ¿cuántos años tiene nuestra Nadia?
-¡Doce!
-Doce; si le añadimos diez meses, serán trece. Eso es, trece años. En general, la vida de nuestra población era antaño más animada. Por ejemplo: ¡qué hermosas veladas benéficas les di entonces! ¡Qué delicia!
Música, canto, declamación... Recuerdo que, después de la guerra, cuando estaban los prisioneros turcos, Anita organizó una representación a beneficio de los heridos que produjo mil cien rublos. La voz de Anita trastornaba el seso de los oficiales turcos. Éstos no cesaban de besarle la mano. ¡Ja! ¡Ja! Aunque asiáticos, son agradeci-dos. Aquella velada tuvo tanta resonancia que hasta la anoté en mi libro de memorias. Esto ocurrió, me acuerdo como si fuera ayer, en el año 76..., no, 77...; tampoco; oiga usted, ¿en qué año estaban aquí los turcos?... Anita, ¿qué edad tiene nuestra Kola?
-Tengo siete años, papá -replicó Kola, niña de tez parda, pelo y ojos negros como el carbón.
-Sí; hemos envejecido; perdimos nuestra energía -dice Lobnief suspirando. He ahí la causa de todo: la vejez; nos faltan los hombres de iniciativa, y los que la tenían son viejos. No arde el mismo fuego. En mi juventud no me gustaba que la sociedad se aburriera. Siempre fui el mejor cooperador de Ana Pavlovna. En todo lo que ella llevaba a cabo, veladas de beneficencia, loterías, protección a tal o cual artista de mérito, yo la secundaba con asiduidad, dejando a un lado mis otras ocupaciones. En cierto invierno, tanto me moví, tanto me agité, que hasta me puse enfermo. No olvidaré jamás aquella temporada. ¿No se acuerda usted del espectáculo que arreglamos a beneficio de las víctimas de un incendio?
-¿En qué año fue?
-No ha mucho...; me parece que en el 80.
-Decidme, ¿qué edad tiene Vania?
-¡Cinco años! -grita desde su gabinete Ana Pavlovna.
-Como quiera que sea, ya se han ido seis años. ¡Amigo mío! Ya no arde el mismo fuego.
Lobnief y Charamúkin permanecen pensativos. Los tizones de la chimenea lanzan un postrer destello y cúbrense de ceniza.

1.014. Chejov (Anton)