En el club social de la ciudad de X se celebraba, con fines
benéficos, un baile de máscaras o, como le llamaban las señoritas de la
localidad, "un baile de parejas".
Era ya medianoche. Unos cuantos intelectuales sin antifaz, que
no bailaban -en total eran cinco, estaban sentados en la sala de lectura,
alrededor de una gran mesa, y ocultas sus narices y barbas detrás del
periódico, leían, dormitaban o, según la expresión del cronista local de los
periódicos de la capital, meditaban.
Desde el salón del baile llegaban los sones de una
contradanza. Por delante de la puerta corrían en un ir y venir incesante los
camareros, pisando con fuerza; mas en la sala de lectura reinaba un profundo
silencio.
-Creo que aquí estaremos más cómodos -se oyó de pronto una voz
de bajo, que parecía salir de una caverna. ¡Por acá, muchachas, vengan acá!
La puerta se abrió y al salón de lectura penetró un hombre
ancho y robusto, disfrazado de cochero, con el sombrero adornado de plumas de
pavo real y con antifaz puesto. Le seguían dos damas, también con antifaz, y un
camarero, que llevaba una bandeja con unas botellas de vino tinto, otra de
licor y varios vasos.
¡Aquí estaremos muy frescos! -dijo el individuo robusto. Pon
la bandeja sobre la mesa... Siéntense, damiselas. ¡Ye vu pri a la trimontran! Y
ustedes, señores, hagan sitio. No tienen por qué ocupar la mesa.
El individuo se tambaleó y con una mano tiró al suelo varias
revistas.
-¡Pon la bandeja acá! Vamos, señores lectores, apártense.
Basta de periódicos y de política.
-Le agradecería a usted que no armase tanto alboroto -dijo uno
de los intelectuales, mirando al disfrazado por encima de sus gafas. Estamos en
la sala de lectura y no en un buffet... No es un lugar para beber.
-¿Por qué no es un lugar para beber? ¿Acaso la mesa se
tambalea, o el techo amenaza derrumbarse? Es extraño. Pero no tengo tiempo para
charlas... Dejen los periódicos. Ya han leído bastante, demasiado inteligentes
se han puesto; además, es perjudicial para la vista y lo principal es que yo no
lo quiero y con esto basta.
El camarero colocó la bandeja sobre la mesa y, con la
servilleta encima del brazo, se quedó de pie junto a la puerta. Las damas la
emprendieron inmediatamente con el vino tinto.
-¿Cómo es posible que haya gente tan inteligente que prefiera
los periódicos a estas bebidas? -comenzó a decir el individuo de las plumas de
pavo real, sirviéndose licor. Según mi opinión, respetables señores, prefieren
ustedes la lectura porque no tienen dinero para beber. ¿Tengo razón? ¡Ja,
ja...!
Pasan ustedes todo el tiempo leyendo. Y ¿qué es lo que está
ahí escrito?
Señor de las gafas, ¿qué acontecimientos ha leído usted?
Bueno, deja de darte importancia. Mejor bebe.
El individuo de las plumas de pavo real se levantó y arrancó
el periódico de las manos del señor de las gafas. Éste palideció primero, se
sonrojó después y miró con asombro a los demás intelectuales, que a su vez le
miraron.
-¡Usted se extralimita, señor! -estalló el ofendido. Usted
convierte un salón de lectura en una taberna; se permite toda clase de excesos,
me arranca el periódico de las manos. ¡No puedo tolerarlo! ¡Usted no sabe con quién
trata, señor mío! Soy el director del Banco, Yestiakov.
-Me importa un comino que seas Yestiakov. Y en lo que se
refiere a tu periódico mira... El individuo levantó el periódico y lo hizo pedazos.
-Señores, pero ¿qué es esto? -balbuceó Yestiakov estupefacto.
Esto es extraño, esto sobrepasa ya lo normal...
-¡Se ha enfadado! -echóse a reír el disfrazado. ¡Uf! ¡Qué
susto me dio!
¡Hasta tiemblo de miedo! Escúchenme, respetables señores.
Bromas aparte, no tengo deseos de entrar en conversación con ustedes... Y como
quiero quedarme aquí a solas con las damiselas y deseo pasar un buen rato, les
ruego que no me contradigan y se vayan... ¡Vamos! Señor Belebujin, ¡márchate a todos
los diablos! ¿Por qué están frunciendo el ceño? Si te lo digo, debes irte. Y de
prisita, no vaya a ser que en hora mala te largue algún pescozón.
-Pero ¿cómo es eso? -dijo Belebujin, el tesorero de la Junta de los Huérfanos,
encogiéndose de hombros. Ni siquiera puedo compren-derlo... ¡Un insolente
irrumpe aquí y... de pronto ocurren semejantes cosas!
-¿Qué palabra es ésa de insolente? -gritó enfadado el
individuo de las plumas de pavo real, y golpeó con el puño la mesa con tanta fuerza
que los vasos saltaron en la bandeja. ¿A quién hablas? ¿Te crees que como estoy
disfrazado puedes decirme toda clase de impertinencias? ¡Atrevido!
¡Lárgate de aquí, mientras estés sano y salvo! ¡Que se vayan
todos, que ningún bribón se quede aquí! ¡Al diablo!
-¡Bueno, ahora veremos! -dijo Yestiakov, y hasta sus gafas se
le habían humedecido de emoción. ¡Ya le enseñaré! ¡A ver, llamen al encargado!
Un minuto más tarde entraba el encargado, un hombrecito
pelirrojo, con una cintita azul en el ojal. Estaba sofocado a consecuencia del
baile.
-Le ruego que salga -comenzó. Aquí no se puede beber. ¡Haga el
favor de ir al buffet!
-Y tú ¿de dónde sales? -preguntó el disfrazado. ¿Acaso te he
llamado?
-Le ruego que no me tutee y que salga inmediatamente.
-Óyeme, amigo, te doy un minuto de plazo... Como eres la
persona responsable, haz el favor de sacar de aquí a estos artistas. A mis
damiselas no les gusta que haya nadie aquí... Se azoran y yo, pagando mi
dinero, voy a tener el gusto de que estén al natural.
-Por lo visto, este imbécil no comprende que no está en una
cuadra -gritó Yestiakov. Llamen a Evstrat Spiridónovich.
Evstrat Spiridónovich, un anciano con uniforme de policía, no
tardó en presentarse.
-¡Le ruego que salga de aquí! -dijo con voz ronca, con ojos
desorbitados y moviendo sus bigotes teñidos.
-¡Ay, qué susto! -pronunció el individuo, y se echó a reír a
su gusto-. ¡Me he asustado, palabra de honor! ¡Qué espanto! Bigotes como los de
un gato, los ojos desorbitados... ¡Je, je, je!
-¡Le ruego que no discuta! -gritó con todas sus fuerzas
Evstrat Spiridónovich, temblando de ira. ¡Sal de aquí! ¡Mandaré que te echen de
aquí!
En la sala de lectura se armó un alboroto indescriptible.
Evstrat Spiridónovich, rojo como un cangrejo, gritaba,
pataleaba.
Yestiakov chillaba, Belebujin vociferaba. Todos los
intelectuales gritaban, pero sus voces eran sofocadas por la voz de bajo, ahogada
y espesa, del disfrazado. A causa del tumulto general se interrumpió el baile y
el público se abalanzó hacia la sala de lectura.
Evstrat Spiridónovich, a fin de inspirar más respeto, hizo
venir a todos los policías que se encontraban en el club y se sentó a levantar acta.
-Escribe, escribe -decía la máscara, metiendo un dedo bajo la
pluma.
¿Qué es lo que me ocurrirá ahora? ¡Pobre de mí! ¿Por qué
quieren perder al pobre huerfanito que soy? ¡Ja, ja! Bueno. ¿Ya está el acta?
¿Han firmado todos? ¡Pues ahora, miren!
Uno... dos... ¡tres!
El individuo se irguió cuan alto era y se arrancó el antifaz.
Después de haber descubierto su cara de borracho y de admirar
el efecto producido, se dejó caer en el sillón, riéndose alegremente. En
realidad, la impresión que produjo fue extraordinaria. Los intelec-tuales
palidecieron y se miraron perplejos, algunos se rascaron la nuca. Evstrat
Spiridónovich carraspeo como alguien que sin querer ha cometido una tontería
imperdonable.
Todos reconocieron en el camorrista al industrial millonario
de la ciudad, ciudadano benemérito, el mismo Piatigórov, famoso por sus
escándalos, por sus donaciones y, como más de una vez se dijo en el periódico
de la localidad, por su amor a la cultura.
-Y bien, ¿se marcharán ustedes o no? -preguntó después de un
minuto de silencio.
Los intelectuales, sin decir una palabra, salieron andando de
puntillas y Piatigórov cerró tras ellos la puerta.
-Pero ¡si tú sabías que ése era Piatigórov! -decía un minuto
más tarde Evstrat Spiridónovich con voz ronca, sacudiendo al camarero, que
llevaba más vino a la biblioteca. ¿Por qué no dijiste nada?
-Me lo había prohibido.
-Te lo había prohibido... Si te encierro, maldito, por un mes,
entonces sabrás lo que es prohibido. ¡Fuera!... Y ustedes, señores, también son
buenos -dirigióse a los intelectuales. ¡Armar un motín! ¿No podían acaso salir
del salón de lectura por diez minutos? Ahora, sufran las consecuencias.
¡Eh, señores, señores...! No me gusta nada, palabra de honor.
Los intelectuales, abatidos, cabizbajos y perplejos, con aire
culpable, andaban por el club como si presintiesen algo malo.
Sus esposas e hijas, al saber que Piatigórov había sido
ofendido y que estaba enfadado, perdieron la animación y comenzaron a dispersarse
hacia sus casas.
A las dos de la madrugada salió Piatigórov de la sala de
lectura. Estaba borracho y se tambaleaba. Entró en el salón de baile, se sentó
al lado de la orquesta y se quedó dormido a los sones de la música; después
inclinó tristemente la cabeza y se puso a roncar.
-¡No toquen! -ordenaron los organizadores del baile a los
músicos, haciendo grandes aspavientos-. ¡Silencio!... Egor Nílich duerme...
-¿Desea usted que lo acompañe a casa, Egor Nílich? -preguntó
Belebujin, inclinándose al oído del millonario.
Piatigórov movió los labios, como si quisiera alejar una mosca
de su mejilla.
-¿Me permite acompañarle a su casa? -repitió Belebujin- ¿o
aviso que le envíen el coche?
-¿Eh? ¿Qué? ¿Qué quieres?
-Acompañarle a su casa... Es hora de dormir.
-Bueno. Acompaña...
Belebujin resplandeció de placer y comenzó a levantar a
Platigórov. Los otros intelectuales se acercaron corriendo y, sonriendo agradablemente,
levantaron al benemérito ciudadano y lo condujeron con todo cuidado al coche.
-Sólo un artista, un genio, puede tomar así el pelo a todo un
grupo de gente -decía Yestiakov en tono alegre, ayudándolo a sentarse. Estoy
sorprendido de verdad. Hasta ahora no puedo dejar de reír. ¡Ja, ja! Créame que
ni en los teatros nunca he reído tanto. ¡Toda la vida recordaré esta noche
inolvidable!
Después de haber acompañado a Platigórov, los intelectuales
recobraron la alegría y se tranquilizaron.
-A mí me dio la mano al despedirse -dijo Yestiakov muy
contento. Luego ya no está enfadado.
-¡Dios te oiga! -suspiró Evstrat Spiridónovich. Es un canalla,
un hombre vil, pero es un benefactor. No se le puede contrariar.
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