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martes, 24 de diciembre de 2013

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. I

Hace muchos años, vivía en una al­dea un zapatero con su mujer y con sus hijos. Había alquilado una habita­ción en casa de un mujik, ya que no poseía casa ni tierras, y apenas ganaba para mantener a los suyos. El pan es­taba caro, el trabajo mal pagado; se co­mían todo lo que ganaba el zapatero, que sólo tenía, para él y para su mujer, una pelliza muy raída. Llevaba dos años buscando dinero para poder comprar pie­les de carnero con que hacerse una pe­lliza nueva.
Al llegar el otoño del segundo año, había conseguido reunir tres rublos que la mujer guardaba en un cofre. Además, en la aldea vecina, le debían cinco ru­blos y veinte copecks. Una mañana, el zapatero decidió ir a comprar las pieles. Se puso la chaqueta de su mujer y en­cima un caftán de paño, guardó en el bolsillo los tres rublos, cogió su bastón y, después de desayunar, se fué.
"Cobraré los cinco rublos que me debe el mujik -pensó. Añadiré los tres que tengo y compraré las pieles para la pelliza: "
Al llegar a la aldea, se dirigió a la casa del mujik, pero no estaba en casa. La mujer del mujik le prometió que éste le llevaría el dinero aquella misma semana; pero no le dió ni un copeck.
En la otra casa le aseguraron que no tenían con qué pagarle y sólo le dieron veinte copecks por un remiendo. El za­patero decidió comprar las pieles a cré­dito; pero el comerciante no quiso fiarle.
-Cuando traigas el dinero, podrás escoger lo que te convenga -le dijo. Sabemos lo que cuesta cobrar luego.
El pobre zapatero no consiguió nada. Aparte de los veinte copecks, sólo le dieron un par de valenki[1] para arre­glar. Desalentado, se fué a la taberna se gastó en beber los veinte copecks; y sin haber comprado las pieles, empren­dió el camino de regreso. Por la maña­na había tenido frío; pero, después de haber bebido, entró en calor sin necesi­dad de pelliza. Caminaba de prisa, gol­peando con el bastón la tierra endure­cida por la helada. Se sentía alegre y, dando vueltas a los valenki, murmuraba: "Tengo calor sin pelliza; es porque he bebido un poco; tengo el vientre lleno de vino. ¿De qué me serviría una pe­lliza nueva? Si olvido mi miseria, estoy bien. ¡Estoy hecho un buen mozo! ¿Qué importa lo demás? Puedo vivir muy bien sin pelliza; me pasaré sin ella toda la vida. Pero hay una cosa: mi mujer se entristecerá mucho, y con motivo. Uno trabaja para ellos, corre, suda, sufre y, encima, tiene que oír: "¿No traes di­nero? Pues vete al diablo." ¿Qué se pue­de hacer con veinte copecks? Gastarlos en beber en la taberna, eso es todo. Y lue­go le dicen a uno: "¡La miseria!" ¡Allá ellos con su miseria! ¿Qué podría decir yo de la mía? Ellos tienen casa, anima­les, y de todo. ¿Y yo? Sólo me tengo a mí mismo. Ellos comen el pan que les producen sus tierras; yo tengo que comprarlo. No tengo más remedio que reunir tres rublos a la semana. Y cuan­do llego a casa... ya se han comido el pan, y hay que gastar otro rublo y medio. ¡Si me pagaran lo que me deben!"
Así fué como llegó el zapatero hasta la pequeña iglesia, que estaba en un re­codo del camino. Detrás de ella le pa­reció ver una cosa blanca. Estaba- ano­checiendo, y el zapatero no distinguía bien.
“¿Qué es lo que hay ahí? En este lugar no había ninguna piedra blanca. ¿Será una vaca? No, no parece una vaca. A juzgar por la cabeza, se creería que es un hombre. Pero ¿por qué es tan blanco? ¿Y, por qué iba a estar un hombre ahí?"
Semión se acercó y distinguió clara­mente lo que era. ¡Qué sorprendente! En efecto, era un hombre. ¿Vivo o muerto? Completamente en cueros, es­taba sentado, inmóvil, apoyándose con­tra el muro de la iglesia. El zapatero sintió miedo.
"Lo han matado, lo han despojado de sus ropas y lo han dejado aquí -pen­só. Si me encuentran a su lado, nunca veré el fin de mis desdichas."
El zapatero se alejó rápidamente, de­jando atrás la iglesia. Ya no veía al hom­bre. Pero, al cabo de un rato, no pudo menos de volver la cabeza: el hombre ya no estaba apoyado en el muro, se movía y hasta le pareció, que lo miraba fijamente.
Cada vez más asustado, el zapatero se persignó, preguntándose si debía volver o huir.
"Si me acerco, puede ocurrirme algo malo -pensó. ¿Quién sabe qué clase de hombre será? Es sospechoso haberlo encontrado aquí; tal vez se me eche encima y no pueda escaparme. Aunque no me matara, podría ponerme en un atolladero. ¿Cómo dejar a un hombre desnudo? Sin embargo, no me es posi­ble quitarme la ropa para vestirlo. ¡Dar­le mi único traje! ¡Dios me libre!
El zapatero echó a andar más de pri­sa. Pero de repente se detuvo, recrimi­nándose: "Semión: ¿qué haces? Un hombre muere abandonado; y tú tienes miedo y huyes. ¿Es que te has enrique­cido? ¿Temes que te arrebaten tus te­soros? ¡Vamos, Semión, eso no está bien! "

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)



[1] Botas de fieltro.

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. II

Inmediatamente, volvió sobre sus pa­sos y fué derecho hacia el hombre.
Una vez a su lado, empezó a exami­narlo. Era joven y fuerte; en su cuerpo no había señales de golpes ni heridas; pero estaba aterido de frío y asustado. Seguía apoyado contra el muro, de la igle­sia y no miraba a Semión Estaba tan débil que no tuvo fuerzas para levantar los párpados.
Semión se inclinó hacia él; y el hom­bre se reanimó, repentinamente: abrien­do los ojos, volvió la cabeza y lo miró. En cuanto el zapatero vió aquella mira­da, sintió amor por el desconocido. Se quitó los valenki, el cinturón y el caf­tán.
-¡Vamos! -exclamó. No gastemos tiempo en hablar. ¡Vístase de prisa!
Cogió en brazos al desdichado, lo puso en pie y miró su cuerpo, que era delicado y blanco, y su rostro, de ex­presión dulce.
Le echó el caftán sobre los hombros, pero el joven no sabía ponerse las man­gas. Semión se las puso y le abrochó el caftán, ciñéndoselo con el cinturón. Luego, se quitó la vieja gorra para cu­brirlo... pero sintió frío en la cabeza. "Estoy completamente calvo; en cambio, él tiene una larga cabellera rizada", pen­só, cubriéndose de nuevo.
"Mejor será que le ponga las botas", se dijo. Y arrodillándose ante el des­conocido, le calzó los valenki.
-Ya estamos listos, hermano -dijo Semión. Pero anda, muévete un poco, así entrarás en calor. No tenemos nada que hacer aquí. Podemos irnos.
Pero el desconocido siguió inmóvil y callado, mirando a Semión, con expre­sión dulce.
-¿Qué te pasa? ¿Por qué no me ha­blas? No vamos a pasar el invierno aquí. Es preciso que volvamos a casa. Toma mi bastón y apóyate en él, si no tienes fuerzas. ¡Anda, vámonos!
El desconocido caminó bien, sin que­darse a la zaga. Iban uno junto al otro; y, de pronto, Semión preguntó:
-¿De dónde eres?
-No soy de aquí.
-Ya lo supongo. ¿Por qué estabas ahí, al lado de la iglesia?
-No puedo decirlo.
-¿Te asaltó alguien?
-No; nadie me ha maltratado. Es Dios quien me castigó.
-Ya se sabe que todo nos viene de Dios. ¿Adónde ibas?
-A cualquier sitio; me da igual.
Semión estaba muy sorprendido. "Este hombre no parece malo y su voz es dulce. Pero no cuenta nada de sí mis­mo. ¡Cuántas cosas incomprensibles hay!", se dijo.
-Bueno. Vas a venir conmigo y, al menos, en mi casa podrás calentarte.
Semión seguía camino adelante, y su compañero iba a su lado, con paso uni­forme. Se había levantado un ligero vien­tecillo, que atravesaba la camisa de Se­mión. Como ya había digerido el vino, empezó a notar frío. Apretó el paso, re­soplando.
"¡Qué bien me las he arreglado! Salí para comprar una pelliza y vuelvo sin un mísero caftán. Y por si fuera poco, traigo a un hombre desnudo. Matriona no se va a alegrar mucho, que digamos", pensaba. Al acordarse de su mujer, Se­mión se irritó. Pero al volverse de nue­vo hacia el hombre, recordó la mirada que éste le dirigiera cuando estaba jun­to a la iglesia; y su corazón se llenó de júbilo.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. III

La mujer de Semión había termina­do pronto sus quehaceres. Había encen­dido la lumbre, acarreando el agua necesaria, dado de comer a los niños y también ella había comido. Luego, se había quedado sumida en reflexiones. Pensaba si sería mejor cocer el pan aquel día o al día siguiente. Quedaba un pan en el armario y, suponiendo que Semión hubiese comido en ja aldea y que no iba a cenar aquella noche, habría bastante para el día siguiente. Miró el pan. "No, hoy no amasaré. Además, me queda poca harina y será mejor que lle­guemos así hasta el viernes", decidió.
Cuando hubo guardado el pan, se sentó junto a la mesa, para remendar la camisa de su marido. Mientras cosía, pensaba en Semión. "Con tal que no lo engañe el mercader... ¡El pobrecillo es tan inocente!... No es capaz de en­gañar a nadie; en cambio, hasta un chi­quillo podría engañarlo a él. ¡Ocho ru­blos! ¡Es una cantidad respetable! Con ese dinero puede comprar una buena pelliza; no va a ser de primera calidad, pero siempre será una pelliza. ¡Hemos sufrido tanto por el frío, el invierno pa­sado! No se puede ir a lavar al río, si una no está bien abrigada. Semién se ha puesto toda la ropa de invierno que tenemos, incluso mi chaqueta. No puedo salir de casa tal y como estoy... ¡Cuánto tarda! Ya debía de estar de vuelta. ¿No se habrá ido a la taberna?"
Apenas hubo pronunciado estas pala­bras, oyó los pasos de su marido en el umbral. Dejó la costura y salió apresu­radamente. Venían dos hombres: Semión y un joven descubierto, calzado con va­lenki.
Por el aliento de su marido, Matriona se dió cuenta de que había bebido.
"¡Oh, me lo estaba temiendo!", mur­muró.
Pero, al fijarse en que venía sin caftán, ¡con las manos vacías, callado y teme­roso, sintió que se le encogía el corazón de angustia. "Se habrá gastado el dinero en beber. Habrá recogido a ese perdido en la taberna; y, por si fuera poco, me lo trae aquí. ¡Es lo que nos faltaba!".
Matriona dejó pasar a los dos hom­bres a la isba y los siguió, sin decir palabra. El desconocido era un mucha­cho joven, delgado y pálido, que lleva­ba el caftán sobre el pecho desnudo. Permanecía silencioso, inmóvil y con los ojos bajos.
"Es un hombre malo, pero está ate­morizado", pensó la mujer. Y se fué hacia la estufa, esperando a ver en qué paraba aquello.
Semión se quitó la gorra y tomó asien­to junto a la mesa.
-Matriona, ¿es que no nos vas a dar de cenar? Todavía estoy en ayunas -dijo.
Sin volverse, la mujer rezongó entre dientes. Oculta tras de la estufa, obser­vaba ora a Semión, ora al desconocido, moviendo la cabeza con expre-sión sig­nificativa.
El zapatero se dió cuenta de que su mujer estaba encolerizada. Pero ¡qué le iba a hacer! Sin darle importancia, tomó del brazo al joven, diciendo:
-Siéntate, hermano. Vamos a cenar.
El forastero obedeció, en silencio.
-Mujer ¿no has preparado comida para esta noche?
-¡Desde luego! -replicó Matriona, iracunda. Pero no para ti. Tienes bas­tante con lo que has bebido. ¡Conque vas a comprar una pelliza y vuelves sin caftán! Y por si fuera poco, ¡traes a un vagabundo desnudo! No; no tengo co­mida para vosotros, ¡borrachos!
-¡Basta, Matriona! No hay que mover tanto la lengua para no decir nada bueno. Mejor sería que me preguntaras quién es este hombre.
-Dime antes dónde has perdido el dinero -interrumpió la mujer.
Semión metió la mano en el bolsillo y sacó los tres rublos.
Aquí lo tienes. Trofimov no me ha pagado; pero ha prometido que lo hará mañana.
Matriona se encolerizó aún más. ¡Sin pelliza nueva y el caftán viejo lo llevaba un vagabundo, que, para colmo, había traído a su casa! Cogió el dinero, para esconderlo en un sitio seguro.
-No tengo comida -gritó. No me es posible preparar comida para todos los vagabundos.
-¡Sujeta esa lengua, Matriona, y es­cúchame!
-¿Yo? ¿Cómo voy a escuchar las ton­terías de un imbécil que está borracho? ¡Qué razón tenía al no querer casarme contigo! Mi madre me dió ropas; las has vendido para beber. Tenías que com­prar una pelliza, pero te has gastado el dinero en vodka.
En vano trató Semión de explicar que sólo había gastado veinte copecks en be­ber y cómo había encontrado al vaga­bundo. Matriona no le permitió pronun­ciar una palabra. Cada vez que iba a decir una, ella espetaba dos. Hasta le echó en cara cosas que habían sucedido hacía diez años. Habló, habló, habló; y, finalmente, empezó a gritar, tirándole de una manga.
-¡Devuélveme mi chaqueta! Es la única que tengo y me la has quitado, perro sarnoso. ¡Que el diablo te lleve!
Semión iba a quitarse la chaqueta, pero su mujer dió un tirón y se rom­pieron las costuras. Cuando Matriona se apoderó de ella, se la echó por enci­ma de la cabeza y se fué hacia la puer­ta. Pero, repentinamente, se detuvo, pre­sa de un acceso de cólera. Sintió nece­sidad de desahogarse y de saber quién era aquel hombre.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. IV

-Si este hombre fuera bueno, no iría completamente desnudo; por lo menos, llevaría camisa. Y si hubieras hecho. una buena acción al recogerlo, me habrías di­icho dónde lo encontraste.
-¡Pues no hace rato que quiero de­círteló! Cuando pasaba delante de la iglesia, vi a este muchacho, completa­mente desnudo. Se estaba helando. Ya sabes que no estamos en verano. Ha sido Dios quien me ha puesto en su camino. Si no lo hubiera encontrado, se habría muerto esta noche. ¿Qué iba a hacer? Lo he vestido como he podido y lo he traído a casa. Tranquilízate, Ma­triona; es un pecado ponerse así. Todos hemos de morir.
Matriona abrió la boca para replicar. De repente miró al desconocido y no pudo decir nada. El muchacho permane­cía inmóvil, sentado en el banco. Su pecho se alzaba agitado. Era como si hi­ciera grandes esfuerzos para no ahogarse. Tenía las manos cruzadas sobre las ro­dillas, la cabeza baja y los ojos cerra­dos.
Semión preguntó, dulcemente:
-Matriona, ¿es que Dios ya no está en tu corazón?
Al oír estas palabras, la mujer miró al desconocido, que había alzado los ojos hacia ella; y se sintió emocionada. En­tonces se dirigió a la estufa, para pre­parar la cena. Puso en la mesa una es­cudilla, kvas y el último pan.
-Come -dijo.
Semión empujó al muchacho, hacia la mesa.
-Acércate, hermano.
El desconocido partió un trozo de pan, lo mojó y se puso a comer.
Matriona se sentó al otro extremo de la mesa; y, apoyando la barbilla entre las manos, se quedó mirando al foraste­ro. La embargaba una gran compasión; y se dió cuenta de que lo amaba. Inme­diatamente, el desconocido se puso más alegre y sonrió, mirando a la pobre mu­jer.
Cuando hubo comido, Matriona des­pejó la mesa y le preguntó:
-¿De dónde eres?
-No soy de aquí.
-¿Por qué estabas al lado de la iglesia?
-No puedo decirlo.
-¿Quién te quitó la ropa?
-Dios me castigó.
-¿Estabas completamente desnudo?
-Sí, y me estaba helando; Semión me vió y tuvo compasión de mí: me puso un caftán y me dijo que viniera con él. También tú te has apiadado de mi miseria: me has dado de comer y beber. ¡Que Dios os bendiga!
Levantándose, Matriona abrió el co­fre y sacó una vieja camisa que había remendado para que Semión se la pu­siera al día siguiente. Tomó unos cal­zones, viejos también; y dando ambas prendas al joven forastero, le dijo, dul­cemente:
-Veo que no tienes camisa, ponte ésta. Acuéstate donde quieras, en el ban­co o encima de la estufa.
Después de quitarse el caftán, el des­conocido se puso los calzones y la ca­misa, y se echó en el banco. Matriona apagó la vela y, cogiendo el caftán, se echó en la estufa, junto a Semión. Se arropó con el caftán, pero no pudo con­ciliar el sueño. Estaba preocupada por el desconocido. Además, pensaba que se habían comido todo el pan, que al día siguiente les haría falta y que había dado los calzones y la camisa de Se­mión. Estaba triste e inquieta. Pero al recordar la sonrisa del desconocido, se estremeció de alegría. Durante largo rato no pudo dormirse. Semión tampoco dor­mía.
-Semión -dijo la mujer tirando del caftán.
-¿Qué?
-Nos hemos comido todo el pan. No he amasado hoy. ¿Qué haremos maña­na? ¿Tendré que pedir prestado a Me­lania?
-Ya nos arreglaremos. No nos fal­tará qué comer.
Reinó el silencio.
-Este hombre parece bueno. ¿Por qué no nos dice quién es?
-Seguramente, se lo han prohibido.
-¡Semión!
-¿Qué?
-Nosotros damos, pero nadie nos da.
El zapatero no supo qué contestar.
-¡No hables más! -exclamó, volvién­dose hacia el otro lado.
Poco después, Matriona y Semión se quedaron dormidos.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. V

Semión se despertó temprano. Los ni­ños dormían aún, y Matriona había sa­lido a pedir pan a la vecina. El foras­tero estaba sentado en el banco, con los ojos fijos ante sí. Su mirada era aún más serena que la víspera.
-Bueno, hermano. La barriga pide pan y el cuerpo, vestido. Hay que co­mer y ganar el sustento. ¿Sabes trabajar? -le dijo Semión.
-No sé hacer nada.
Asombrado, Semión abrió desmesura­damente los ojos.
-Se aprende cualquier cosa cuando no falta buena voluntad -dijo.
-Todo el mundo trabaja. Haré co­mo los demás.
-¿Cómo te llamas?
-Mijail.
-¡Pues bien, Mijail! No sabes hacer nada; eso es cosa tuya. Pero hay que vivir. Si haces lo que te mande, te daré de comer.
-¡Que Dios te recompense! Enséña­me a trabajar.
Semión tomó cáñamo y empezó a re­torcer un hilo.
-Fíjate, no es difícil.
Mijail observó atentamente y, toman­do el cáñamo, retorció un hilo. Apren­dió rápidamente las cosas que le ense­ñó Semión: cortar, coser, manejar la lez­na, poner suelas, marcar costuras. Al cabo de tres días, Mijail realizaba cual­quier trabajo con tal destreza, que se hubiera podido decir que llevaba cien años haciendo zapatos. Comía poco y no desperdiciaba un minuto. Cuando termi­naba su faena, se quedaba inmóvil en un rincón, silencioso y con la mirada en lo alto. Solía hablar poco, no reía ni salía nunca. Tan sólo le habían visto sonreír una vez: el primer día, cuando la mujer le diera de cenar.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. VI

Día tras día, semana tras semana, transcurrió un año. Mijail seguía vivien­do en casa de Semión y trabajando con él. Llegó a adquirir fama: nadie hacía tan buenas botas como Mijail, el obrero de Semión. Lo conocían en toda la co­marca y empezó a enriquecerse.
Un día de invierno, Semión y su ofi­cial trabajaban, cuando un coche, tirado por tres hermosos caballos que hacían sonar alegremente los cascabeles, se de­tuvo ante la casa. Un criado se apeó del pescante y abrió la portezuela. En­vuelto en una magnífica pelliza, un señor bajó del coche y subió los peldaños de la isba. Matriona abrió la puerta: el se­ñor tuvo que agacharse para entrar. Casi tocaba el techo con la cabeza. Semión lo saludó asombrado. Nunca había visto un hombre como aquél. Semión era grue­so; Mijail, delgado, y Matriona se aseme­jaba a un viejo tronco seco. Aquel hom­bre parecía pertenecer a otro mundo. Viendo aquel rostro, grueso y rubicun­do, y aquel cuello de toro, se hubiera di­cho que estaba fundido en bronce.
Respirando profundamente, el señor se quitó la pelliza y se sentó en el banco.
-¿Cuál de vosotros es el maestro?
-Soy yo, excelencia -respondió Se­mión, acercándose.
El señor llamó a su criado:
Fedia; trae cuero.
El criado trajo un paquete que colocó encima de la mesa.
-¡Abrelo!
El criado se apresuró a obedecer.
-¿Lo ves, zapatero? -exclamó el se­ñor, motrando el cuero.
-Sí, excelencia.
-¿Sabes qué clase de género es?
-Es de primera calidad -declaró Se­mión, después de examinar el cuero.
-¡Claro que lo es¡ ¿Qué iba a ser si no, majadero? En tu vida has visto otro igual. Es cuero de Alemania, ¿com­prendes? Y cuesta veinte rublos.
-¿Cómo quiere que haya visto nada semejante, señor? -repitió Semión.
-¿Puedes hacerme unas botas con ese cuero?
-Desde luego, excelencia.
-Dices que sí; pero ¿te has fijado bien para quién vas a trabajar y con qué género? Quiero unas botas que du­ren un año y que, después de haberlas llevado un año entero, no estén rotas ni deformadas. Si eres capaz de hacerlas así, toma el cuero y córtalo; si no, dé­jalo. Pero escúchame bien. Te advierto que si las botas se estropean antes de un año, te llevaré a la cárcel; en cambio, si me duran un año, te pagaré diez rublos.
Asustado, Semión vaciló. No sabía qué decidir. Miró a Mijail, interrogándolo con la mirada. Como éste no hiciera caso, le dió un codazo diciendo en voz baja:
-¿Acepto?
Mijail hizo una seña afirmativa; y el zapatero se comprometió a confec-cionar unas botas que no se rompieran ni se deformaran antes de un año.
Entonces, el señor llamó a su criado y le mandó que le descalzase un pie. Luego, tendiéndoselo a Semión, dijo:
-Tómame la medida.
Era tan grande el pie de aquel señor, que Semión tuvo que cortar otra hoja de papel, a pesar de que la primera era enorme. Tomó la medida de la planta del pie, luego la del tobillo y cuando fué a medir la pantorrilla, el papel no alcanzaba para dar la vuelta entera: la pantorrilla era gruesa como una viga.
Mientras Semión tomaba las medidas, el señor reparó en Mijail.
-¿Quién es? -preguntó.
-Mi oficial, el que le va a hacer las botas.
-Mucho cuidado, ¿eh? Tienen que durar un año.
Semión miró a Mijail y se dió cuenta de que éste no prestaba mucha atención al señor. Miraba más arriba, por enci­ma de él, como si viese algo, y... súbi­tamente, sonrió con dulzura.
-¿De qué te ríes, majadero? -lo in­terpeló el señor. Mejor sería que te preocuparas de que mis botas estén para la fecha que las deseo.
-Sus botas estarán para cuando las necesite -replicó Mijail.
-Así lo espero -exclamó el señor, po­niéndose la pelliza.
Y se fué hacia la puerta. Pero, olvi­dando que debía agacharse, dió con la cabeza contra una viga, y abandonó la isba, restregándose la frente, furi bundo, mientras lanzaba invectivas.
-Es fuerte como un roble -exclamó Semión, apenas hubo salido el señor-. Ha roto una viga y no lo ha sentido.
-Es natural que sea fuerte, con la vida que se da. Parece de bronce e in­cluso a la muerte le costará sorprenderlo.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. VII

-Hemos aceptado el trabajo. Quiera Dios que no nos traiga disgusto. Muy caro es el cuero y muy violento el ca­rácter de ese señor -dijo Semión a Mi­jail. ¡Con tal que no nos equivoque­mos! Tu vista es mejor que la mía, tu pulso más firme. Aquí tienes las medidas. Corta las botas, yo las coseré.
Mijail obedeció. Cogiendo el cuero, lo desenrolló y se puso a cortar las botas. Matriona lo observaba; y, como estaba acostumbrada al oficio, se dió cuenta de que Mijail cortaba de un modo distinto a como se debía hacer.
Esto la sorprendió, pero no dijo nada.
-Probablemente no ha comprendido bien qué clase de botas ha encargado ese señor. Mijail sabe perfectamente lo que hace; no debo meterme.
El muchacho preparó el calzado y lo cosió a modo de sandalias. La mujer del zapatero se sorprendió aún más que an­tes, y estuvo a punto de decírselo, pero no lo hizo. Llegó la hora de comer. Al levantarse, Semión vió que Mijail, que nunca se equivocaba, había hecho unas sandalias, en lugar de unas botas.
-Has estropeado el cuero -exclamó, fuera de sí. ¿Qué le voy a decir a ese señor? ¿Dónde podré encontrar un cuero igual? ¿Qué has hecho? ¡Ay! ¡Amigo mío; me has arruinado por completo, me has arruinado! El señor me ha en­cargado unas botas; ¿y qué has hecho?
En aquel momento se oyeron unos golpes fuertes en ja puerta de la casa.
Por la ventana, vieron al criado del señor, que ataba el caballo a la argolla de la puerta. Semión abrió. El criado ve­nía muerto de cansancio.
-Buenas noches, maestro -exclamó, jadeante.
-Buenas noches. ¿Qué quieres?
-La señora me manda a buscar las botas.
-¿Las botas?
-Sí. El señor no las necesita para nada. Ya no va a llevar más botas. Ha muerto.
-¡Cómo!
-Ni siquiera volvió a casa. Falleció por el camino. Cuando llegamos, abrí la portezuela del coche y vi que estaba ten­dido en el fondo, completamente rígido. ¡Trabajo nos costó sacarlo! La señora me ha dicho: "Ve a casa del zapatero para decirle que haga unas sandalias de difunto, en lugar de las botas que le encargó al señor. Que se dé prisa, para que te las puedas traer."
Tomando las sandalias y los recortes de cuero que habían sobrado, Mijail lo envolvió todo y entregó el paquete al criado.
-¡Adiós! ¡Que el Señor os proteja!

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. VIII

Transcurría un año tras de otro. Ha­cía seis que Mijail vivía en casa de Se­mión. Su existencia deslizábase siempre igual; nunca salía, apenas hablaba, y únicamente había sonreído dos veces: cuando la mujer del zapatero se decidió darle de cenar y durante la visita del señor; Semión no encontraba palabras para alabar a su oficial. Ya no le pregun­taba de dónde procedía.
Sólo temía una cosa; que Mijail se fuera.
Un día estaban todos reunidos. Los niños jugaban, encaramándose en los bancos para mirar por las ventanas; Ma­triona calentaba la plancha para plan­char la ropa; Semión remendaba unos zapatos y Mijail terminaba un tacón. Uno de los niños se apoyó en el hombro del oficial, que se hallaba cerca de la ventana y, mirando a la calle, le dijo :
-Mira, tío Mijail; ahí viene una se­ñora con dos niñas. Creo que vienen aquí. Una de las niñas es coja.
Al oír estas palabras, Mijail abando­nó el trabajo y fué a mirar por la ven­tana. Semión se sorprendió extraordina­riamente. El muchacho nunca había mi­rado fuera; pero en aquel momento es­taba pegado al cristal. El zapatero se acercó también a la ventana. En efecto, se acercaba una señora bien vestida, con dos niñas que llevaban abriguitos de piel y pañuelos de lana en la cabeza. Las niñas se parecían tanto que hubie­ra sido imposible distinguir una de otra, a no ser porque una cojeaba, arrastrando una pierna.
La señora se detuvo junto a la isba del zapatero. Abrió la puerta y dejó pa­sar delante a las dos niñas.
-Buenos días.
-Buenos días. ¿Qué desea usted?
La mujer tomó asiento y las dos ni­ñas se arrimaron a ella, intimidadas ante los desconocidos.
-Necesito unos zapatos para mis pe­queñas.
-Nunca hemos hecho calzado para ni­ños; pero con buena voluntad uno pue­de hacer lo que quiera. ¿Les hacemos zapatos o botitas con vuelta? Díganos lo que prefiere. Mi oficial es muy ma­ñoso.
El zapatero se dió cuenta de que Mi­jail no quitaba ojo a las niñas. Esto lo llenó de asombro. Bien es verdad que las dos niñas eran bonitas, tenían los ojos negros y las mejillas sonrosadas y sus abrigos y pañuelos eran muy gra­ciosos. Pero era extraño que Mijail las mirase como si las conociera.
Semión habló con la mujer y se dis­puso a tomar las medidas a las niñas.
-Toma las medidas a ésta: Harás un zapato para el pie cojo y tres para el otro pie. Como son mellizas, los tienen iguales -dijo la mujer, poniendo a la cojita en sus rodillas.
-¿Por qué está coja? ¿Es de naci­meinto? -preguntó el zapatero.
-No. Fué su madre quien le produ­jo la cojera.
-¿No son suyas estas niñas? ¿No es usted su madre? -inquirió Matriona, interviniendo en la conversación, movida por la curiosidad.
-No. No soy su madre y ni siquiera pertenezco a la familia. Las he adop­tado.
-Mucho las quiere, aunque no sean de su sangre.
-¿Cómo no iba a quererlas? Las he criado con mi propia leche. También yo tenía un hijito, que Dios me arre­bató. Pero no lo quería tanto como a éstas.
-¿Quién era su madre?

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. IX

La mujer contó lo siguiente:
-Son huérfanas desde hace seis años. Dieron sepultura al padre un martes y la madre murió el viernes siguiente. Al nacer, eran ya huérfanas de padre; y la madre sobrevivió tan sólo un día a su nacimiento. Entonces, mi marido y yo vivíamos en la misma aldea que ellos. Eramos vecinos; nuestras casas estaban una frente a otra. El padre trabajaba en un bosque y un árbol le cayó encima, con tan mala suerte que, al volver a su casa, falleció.
A los tres días su mujer dió a luz. La desdichada estaba sola, sin coma­drona ni nadie que la asistiera. Por la mañana fui a verla, y la encontré fría. ¡Pobrecilla! Al morir había caído encima de esta pequeña y le estropeó un pie. Llegaron otros vecinos, se amortajó a la difunta, se le hizo un ataúd y se le dió sepultura. Todos los vecinos eran buena gente. Las criaturas habían que­dado solas. ¿Qué hacer? Yo era la única mujer que criaba en la aldea. Mi hijita había nacido ocho semanas antes. Decidí recoger a las niñas.
Se reunieron los mujiks. Se discutió el caso y me dijeron: "María, llévate a las pequeñas y críalas, mientras deci­dimos lo que se va a hacer con ellas." Ya le había dado el pecho a una, pero no a la cojita, porque pensaba que no podría vivir. Sin embargo, luego me lo reproché. La pobrecilla gemía y me dió lástima. ¿Por qué iba a sufrir el an­gelito? Le di también el pecho y crié a los tres. Era joven y robusta. Me ali­mentaba bien y tenía leche abundante. Y el Señor quiso aumentármela. Solía dar el pecho a dos. Cuando uno de ellos se hartaba, cogía el tercero. Dios me concedió la gracia de que crecieran fuer­tes y sanos.
Al cabo de dos años, mi hijito mu­rió y el Señor no me ha dado más.
Pero, por otra parte, la suerte nos acompañó. Adquirimos algunos bienes y hemos venido a establecernos aquí. Ahora vivimos en el molino, cuyo due­ño es un comerciante. Nos ganamos bien el pan. La vida nos sonríe..., pero no he vuelto a tener hijos. ¿Qué hubie­ra hecho sin estos angelitos? ¡Qué sola estaría! ¿Cómo no quererlas, pues? ¡Son mi único tesoro, mi único bien!
La mujer estrechó a las pequeñas con­tra su pecho, cubrió de besos a la cojita y se enjugó los ojos, llenos de lágrimas.
-"Se vive sin padre ni madre, pero no se vive sin Dios", dice un proverbio ruso.
Después de hablar así la mujer se des­pidió. Semión y su esposa la acom­pañaron hasta la puerta. Al volver en­contraron a Mijail inmóvil, con los bra­zos cruzados, los ojos fijos en lo alto, y una sonrisa en los labios.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. X

¿Qué haces, Mijail? -preguntó el zapatero, acercándose.
El muchacho se levantó, y, tras de quitarse el mandil y de inclinarse ante los dueños de la casa, dijo:
-Perdonadme, mis queridos bienhe­chores. Dios me ha perdonado. Perdo­nadme vosotros también.
Entonces el zapatero y su mujer vie­ron que una luz resplandeciente se des­prendía de Mijail.
-Veo que no eres un hombre como los demás -dijo Semión, inclinándose ante el joven. No tengo derecho de interrogarte ni de retenerte a mi lado.
Pero te ruego que me digas una cosa. ¿Por qué estabas tan sombrío, tan ate­morizado, cuando te encontré y te traje a mi casa? ¿Por qué te serenaste cuan­do Matriona te ofreció de comer? En aquel momento sonreíste y te tranqui­lizaste. Después, cuando vino aquel se­ñor a encargarse las botas, sonreíste por segunda vez y te quedaste aún más se­reno. Y ahora que ha venido esa mu­jer con las niñas, has vuelto a sonreír y has resplandecido. Mijail, dime: ¿por qué irradia de ti una luz y por qué te has sonreído tres veces?
-Mi cuerpo resplandece porque he expiado ya mi culpa -replicó Mijail-. Dios me había castigado y ahora me perdona. Sonreí tres veces porque de­bía conocer tres palabras divinas. Supe la primera cuando tu esposa se com­padeció de mi desnudez y de mi mi­seria. Entonces sonreí por primera vez. Cuando vino aquel señor a encargarse las botas, sonreí por segunda vez, por­que fué entonces cuando se me reveló la segunda palabra. Y ahora, al ver a las niñas, me he enterado de la tercera, y he vuelto a sonreír.
-Dinos por qué te había castigado Dios y qué palabras son las que tenías que conocer, para que las sepamos tam­bién -rogó Semión.
-El Señor me castigó por mi des­obediencia. Yo era un ángel en el cielo, y le desobedecí. El Señor me envió a la tierra a buscar un alma, el alma de una mujer. Bajé a la tierra y vi a una mujer enferma, que yacía en la cama. Acababa de dar a luz dos niñas. Las pequeñas lloraban junto a su madre, que estaba demasiado débil para dar­les el pecho. Al verme, la mujer se dió cuenta de que Dios reclamaba su alma. Entonces se echó a llorar y me suplicó: "Angel de Dios; mi esposo falleció hace tres días porque se le cayó encima un árbol, cuando trabajaba en el bosque. No tengo madre, ni hermana, ni familia alguna. Mis hijitas sólo me tie­nen a mí. No te lleves mi desdichada alma. Déjame que críe a mis hijas, déjame verlas crecer. Las niñas no pue­den criarse sin madre..." Me apiadé de la mujer y la obedecí. Puse una niña junto a su seno y la otra entre sus bra­zos. Subí al cielo y, cuando estuve en presencia del Señor, le dije: "No he podido traer el alma de la mujer que acaba de dar a luz. El padre de las cria­turas ha muerto. La mujer tiene dos me­llizas y me ha suplicado que la dejase vivir el tiempo necesario para criarlas. No podrían vivir sin padre ni madre. No he podido traer su alma." "Ve en busca del alma de esa madre -me ordenó el Señor. Un día conocerás tres palabras divinas. Entonces sabrás lo que hay en los hombres, lo que no les es dado, y lo que los hace vivir. Cuando sepas esas tres palabras, volverás al cielo." Bajé a la tierra y me llevé el alma de la desgra­ciada mujer. Las niñas se soltaron del seno, el cadáver cayó hacia la izquierda y magulló el pie de una de ellas. Cuan­do volaba por encima de la aldea lle­vando el alma de la mujer, me sorpren­dió un torbellino, sentí un gran peso que me dobló las alas y mientras el alma subía al cielo, caí en tierra y quedé tendido junto al camino, completamente sin fuerzas.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. XI

El zapatero y su mujer comprendie­ron entonces quién era aquel descono­cido al que habían dado de comer y albergado en su casa. Y se echaron a llorar de alegría y emoción.
-Estaba solo en el camino. Estaba solo y desnudo. Hasta entonces no ha­bía conocido ninguna miseria humana, ni el frío ni el hambre. Pero me había transformado en hombre y sentí hambre y frío y no supe qué hacer. Vi una iglesia consagrada al Eterno y quise albergarme en ella; pero la puerta estaba cerrada. Me senté en el umbral, con objeto de preservarme del viento. Lle­gaba la noche. Estaba padeciendo a cau­sa del hambre y del frío y temblaba de pies a cabeza. Me dolía todo el cuerpo. De pronto oí unos pasos por el camino. Venía un hombre con unas botas en la mano. Hablaba solo. Aquélla era la pri­mera vez que veía la cara de un hombre mortal desde que también yo era hom­bre; y esa cara me llenó de espanto. Volví la cabeza. Oí que decía: "¿Cómo alimentar a mi mujer y a mis hijos? ¿Cómo preservar el frío, en invierno, nuestros miembros ateridos?" Y pensé:. "Perezco de hambre y de frío y he aquí este hombre que sólo piensa en sus necesidades. Pasa a mi lado, pero no se le ocurrirá auxiliarme." El hombre me vió y, frunciendo el entrecejo y adop­tando una expresión terrible, pasó de largo... Me sentía desesperado. Súbita­mente, oí que volvía. Lo miré y no me pareció el mismo. Antes, la muerte estaba reflejada en su semblante; pero en aquel momento era una faz viva y des­cubrí en ella la imagen de Dios. Se acer­có a mí y, tras de vestirme, me cogió de la mano y me llevó a su casa. Su mujer estaba en el umbral de la puerta. Em­pezó a hablar. Aquella mujer era mucho peor que el hombre. Sus labios exhala­ban un hálito mortal y ese hálito me pri­vaba de respiración... Me sentí desfalle­cer. Esa mujer quería echarme de nuevo al frío, a la agonía, a la muerte. Com­prendí que, si lograba hacerlo, ella tam­bién moriría. Pero, de pronto, su ma­rido le habló de Dios. Y acto seguido la mujer se transformó. Me dió de co­mer y, como me estaba observando alcé los ojos para mirarla: la muerta se había convertido en un ser vivo y reconocí la faz de Dios. Entonces me acordé de las palabras del Señor: "Sabrás lo que hay en los hombres", y supe que lo que hay en los hombres es amor. Di­choso con la revelación de una de las tres palabras divinas, sonreí por pri­mera vez. Pero no había podido ente­rarme de todas a un tiempo; aún no sabía lo que no es dado a los hombres ni lo que los hace vivir.
Pasé un año con vosotros; aquel se­ñor vino a encargar unas botas que du­raran un año, sin romperse ni deformar­se. Lo miré y vi junto a él a uno de mis compañeros, el ángel de la muerte. Nadie lo había visto excepto yo. Lo conocía y me constaba que, antes de ponerse el sol, se llevaría el alma del señor. Pensé: "Ese hombre hace provisión para un año, ignorando que va a morir antes de la noche." Entonces, me enteré de la segunda palabra de Dios. "Sabrás lo que no es dado a los hombres." Lo que hay en los hombres lo sabía ya y en aquel momento me enteré de lo que no les es dado: no saben lo que necesita su cuer­po. Y sonreí por segunda vez.
Pero todavía ignoraba lo que hace vi­vir a los hombres. Y así he vivido con vosotros esperando día por día la reve­lación del Señor, la tercera palabra di­vina. Al sexto año, vino la mujer de las mellizas. Las reconocí y supe cómo habían sobrevivido. Entonces, pensé: "La madre me había suplicado que no me llevara su alma, preocupada por sus hijitas; y yo le obedecí pensando que esas huérfanas morirían de ham­bre. Pero he aquí que una persona ex­traña las ha recogido y las mantiene."
Cuando la mujer lloró enternecida, acariciando a las niñas que había re­cogido, vi en ella la imagen de Dios. Y entonces comprendí lo que hace vivir a los hombres. Comprendí que el Señor acababa de revelarme la tercera pala­bra y que me concedía su perdón. Y sonreí por tercera vez.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

Mijail, el aprendiz de zapatero - Cap. XII

El ángel se despojó de su envoltura terrena y se revistió de luz. Los ojos humanos no podían soportar su esplen­dor. Elevando la voz que no parecía sa­lir de él, sino del cielo, el ángel pro­nunció las siguientes palabras:
-Comprendí que el hombre no vive de sus propias necesidades, sino que vive por el amor.
No fué dado a la madre saber lo que haría vivir a sus hijos; no fué dado saber al señor lo que necesitaba; no le es dado a ningún ser humano saber si viviría y si le han de hacer falta unas botas por la noche o si morirá y ha de necesitar unas sandalias.
En lo que a mí se refiere, cuando bajé a la tierra convertido en hombre, no seguí viviendo por cuidar mi cuer­po, sino porque hubo amor en un hom­bre y en una mujer; ellos se compade­cieron de mí y me amaron. Las dos huerfanitas no vivieron porque se pen­sara en ellas, sino porque una mujer te­nía el, corazón henchido de amor. Los hombres no viven porque se preocu­pen de sí, sino porque en su corazón existe el amor.
Antes, sabía que es Dios quien da la vida a los hombres y quiere que vi­van. Pero ahora sé que no quiere que vivan solos, y por eso es por lo que oculta a cada cual lo que le hace falta. Quiere que cada uno viva para los de­más y le revela lo que le es útil, tanto para él como para su semejantes. En­tonces comprendí que los hombres, que se imaginan que viven gracias a sus pro­pios cuidados, en realidad sólo viven por el amor. El que vive en el amor vive en Dios y vive en él, ya que Dios es amor.
El ángel cantó alabanzas al Señor, la isba se estremeció; se abrió el techo, y una columna de fuego se elevó desde la tierra al cielo. El zapatero, su mujer  y sus hijos se prosternaron. Batiendo las alas, el ángel subió al cielo.
Cuando Semión volvió en sí, la isba había recobrado su aspecto habitual y no quedaban en ella sino él y los su­yos.

   Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

Tres muertes

Era otoño. Por la gran carretera rodaban a trote largo dos carruajes. En el primero viajaban dos mujeres. Una era el ama: pálida, enferma. La otra, su criada: gorda y de sanos colores. Con la mano rolliza enfundada en un guante agujereado trataba de arreglar los cabellos cortos y lacios que salían debajo de su sombrero desteñido; su pecho erguido, envuelto en una manteleta, respiraba salud; sus vivaces ojos negros contemplaban unas veces, a través de los vidrios, los campos en fuga, y otras miraban a la dama tímidamente o se volvían con inquietud hacia el fondo del coche. El sombrero de la dama se balanceaba, colgado de un costado del coche, frente a la sirvienta, que llevaba un perrito faldero en su regazo. Los pies de ésta descansaban sobre varios estuches esparcidos en el fondo del vehículo, y chocaban a cada sacudida, a compás con el ruido de los muelles y la trepidación de los vidrios.
La dama se mecía débilmente reclinada entre los cojines, con los ojos cerrados y las manos puestas en las rodillas. Fruncía las cejas y de cuando en cuando tosía. Estaba tocada con una cofia de viaje, y en el cuello blanco y delicado llevaba enredado un pañolón azul. Una raya perfectamente recta dividía debajo de la cofia sus cabellos rubios extremadamente lisos y ungidos de pomada: había no sé qué sequedad extraña en la blancura de esa raya.
La tez ajada y amarillenta había aprisionado en su flojedad las delicadas facciones: sólo las mejillas y los pómulos mostraban suaves toques de carmín. Tenía los labios resecos e inquietos; las pestañas ralas y tiesas. Y sobre el pecho hundido caía en pliegues rectos la bata de viaje. Su rostro revelaba, a pesar de tener los ojos cerrados, cansancio, exasperación y prolongado sufrimiento.
El lacayo, apoyándose en el respaldo, cabeceaba en el pescante. A su lado, el cochero gritaba y fustigaba a los caballos, y volvía de cuando en cuando la cara hacia el otro coche.
Paralelamente se extendían, anchos y veloces sobre el lodo calizo, los surcos de las ruedas. El cielo estaba gris y frío. La neblina, húmeda y penetrante, arropaba campos y camino.
En el carruaje de la dama se respiraba un ambiente asfixiante, cargado de olor a agua de colonia y polvo de camino. La enferma, sobresaltada, echó de pronto la cabeza hacía atrás, y abrió pausada-mente sus dos grandes ojos negros, singularmente iluminados por la fiebre.
-¿Todavía no? -exclamó nerviosamente, y apartó con su mano delgada y preciosa el borde de la manta de la sirvienta, que, por descuido, al caer había rozado su pie. Matriocha recogió enseguida con ambas manos la manta; se levantó un poco sobre sus recios pies y fue a sentarse más lejos, sonrojada.
Los bellísimos ojos negros de la enferma seguían con ansia los movimientos de la criada. De pronto, se agarró del asiento con ambas manos e intentó incorporarse; pero sus fuerzas la traicionaban. Su boca se contrajo y se le desfiguró la cara con la expresión de una impotente ironía.
-Sí tú me ayudaras... pero no, gracias, no he menester de tu ayuda, ¡yo sola puedo hacerlo! Únicamente te suplico que no pongas detrás de mí ninguno de esos bultos... más vale que no los muevas si no sabes hacer nada.
Cerró los ojos por unos instantes, luego volvió a mover pesadamente los párpados y miró, furibunda, a la criada. Matriocha, muy confundida, se mordió los encendidos labios. La enferma exhaló un suspiro, un suspiro que terminó en un acceso de tos; se revolvía toda y luego permaneció largo rato oprimiéndose el pecho con las manos. Pasado el acceso, cerró nuevamente los ojos y continuó sentada, inmóvil.
Los dos carruajes, uno tras otro, entraron en una aldea. Matriocha sacó su mano rechoncha por debajo de la manteleta y se santiguó.
-¿Qué pasa? -inquirió la señora.
-¡Una posta, niña!
-Pero, ¿por qué te persignas?
-¡Una iglesia, niña!
La paciente se asomó por la portezuela, y comenzó a persignarse en silencio al ver la iglesia que en esos momentos rodeaba el coche.
Ambos carruajes se detuvieron de repente en la posta. Del primero descendió el marido de la dama enferma en compañía del médico, juntos se acercaron al coche en que venía la señora.
-Y, ¿cómo se siente usted? -preguntó el médico tomándole el pulso.
-¿Cómo estás, amiga mía; no te has cansado mucho? -inquirió el marido en francés, agregando: ¿Quieres apearte?
Entretanto Matriocha, que temía interrumpir la conversación de los amos con su torpeza, se arrinconó tras recoger todas las cajas y estuches de mano.
-Lo mismo de siempre... No me apearé -contestó desganadamente la dama.
El marido permaneció largo rato junto a la puertezuela, y se apartó luego rumbo a la venta. Matriocha saltó entonces del coche, y corrió en las puntas de los pies, sobre el lodo, hacia el zaguán.
-Pero mis males no son una razón para que ustedes se queden sin comer -dijo al doctor, que permanecía aún cerca de ella, dejando asomar a sus labios una débil sonrisa. "Nadie se interesa por mí", pensó mientras el doctor se alejaba y subía por la escalera que conducía a la fonda. "En sintiéndose bien ellos, todo lo demás les importa muy poco..."
-Bien, Eduardo Ivanovich -dijo el marido frotándose las manos, contento de encontrar al doctor: He mandado que nos traigan algo que comer. ¿Qué le parece a usted?
-Sea -respondió el médico.
-Bueno, y ¿cómo sigue la enferma? -preguntó el marido suspirando.
-Ya lo había dicho -replicó el médico- que no llegaría ni siquiera a Moscú, mucho menos a Italia, sobre todo con este tiempo.
-¡Qué haremos, Dios mío! -exclamó el marido llevándose la mano a la frente-. Ponlas por aquí -indicó en esto al camarero que entraba con las viandas.
-Más hubiera valido quedarnos -repuso el médico, encogiéndose los hombros.
-Pero, ¿qué podía yo hacer? -contestó el marido. Hice cuanto era posible por impedir el viaje; alegué que tenía pocos recursos, que no podíamos abandonar a los niños ni mis negocios. Mi mujer no quiso oírme. Al contrario, seguía forjándose planes de nuestra vida en el extranjero, como si estuviera buena y sana. Decirle, por otra parte, el estado en que se hallaba, sería matarla.
-Y a fe que está perdida. Vassily Dmitriovich: es menester que usted lo sepa. No hay ser que pueda vivir sin pulmones; y tampoco son éstos cosa que retoñe. Es triste, dolorosísimo, pero ¿qué remedio? Nuestro deber común consiste ahora en hacerle lo más soportable posible los días que le quedan de vida. Sería bueno buscar un confesor en este pueblo...
-¡Ah, Dios mío! ¡Considere mi angustia al tener que recordar a mi esposa que debe expresar su postrera voluntad! No, ocurra lo que ocurra, no se lo diré. Usted sabe, doctor, lo buena que es ella.
-Sin embargo, debe usted tratar de persuadirla para que se quede hasta el invierno -insistió el doctor sacudiendo significativamente la cabeza-. Pues de otro modo, puede suceder algo muy grave en el camino...
-¡Axiucha, Axiucha, óyeme! -gritó con voz chillona la hija del encargado de la posta, quien al mismo tiempo hacía de alguacil. Y echándose el pañolón a la cabeza, insistió ruidosa:
-Axiucha, vamos a ver a la señora de Shirkinsk. Dicen que la llevan al extranjero y que está muy enferma del pecho. ¡Yo nunca he visto cómo se ponen los tísicos!
Axiucha salió a la puerta y, asidas ambas de las manos, corrieron hacia el zaguán. Aflojaron el paso al pasar cerca del coche, y atisbaron por la ventanilla, que estaba abierta. La enferma levantó la cara para mirarlas, y habiendo notado la curiosidad de las dos muchachas, hizo una mueca y se volvió al otro lado.
-¡Madre mía! -exclamó la hija del posadero, tras de volver precipitadamente la cara-. ¡Qué hermosa debe de haber sido, y en qué lamentable estado se halla ahora! ¡Infunde pavor! ¿Has visto, Axiucha?
-¡De veras, qué flaca está la pobre! -afirmó Axiucha-. ¿Vamos a verla otra vez? Fingiremos que vamos a la noria... ¡Qué lástima, Macha!
-¡Dios mío; pero cuánto lodo hay aquí! -exclamó Macha. Y las dos regresaron a toda prisa hacia el zaguán.
"Se ve que he de estar hecha un horror" reflexionó la enferma. "¡Dios mío, haz que lleguemos al extranjero, que allí podré quizá curarme rápidamente!"
-Y, ¿qué hay, como te sientes, amiga mía? -preguntó de pronto el marido, y se acercó al estribo masticando todavía.
"Siempre la misma pregunta; pero eso sí, ¡no deja de comer!", pensó la enferma, y murmuró entre dientes:
-¡Bien!
-Sabes, esposa mía, que temo mucho que empeore tu salud si continuamos el viaje con este tiempo tan malo. Y Eduardo Ivanovich opinó lo mismo. ¿No crees que sería mejor regresar?
Ella guardó silencio, descontenta.
-Durante el invierno, el tiempo y los caminos estarán quizá mejor. Tú te habrás restablecido, y podremos entonces venir con los niños.
Ella, exasperada:
-Perdóname, pero si yo no te hubiera escuchado podría estar a estas fechas en Berlín y completamente restablecida.
-Y, ¿cómo remediarlo, ángel mío? Tú sabes que era imposible marcharnos entonces. En cambio ahora, si nos quedamos un mes más, tu podrás restablecerte; yo habré arreglado todos mis negocios y podremos traer a los niños con nosotros.
-¡Los niños están sanos, y yo no...!
-Es verdad, amiga mía, pero debes comprender que con el mal tiempo que hace ahora, como empeore tu salud en el camino... Si estuvieras al menos en casa...
-Cómo..., ¿en casa?... ¿morir en casa? -repuso la enferma muy asustada. La palabra "morir" le causaba un visible espanto, pues se quedó extática frente al marido, en actitud de súplica. Él bajo los ojos y calló. La boca de la enferma se contrajo ingenuamente, y de sus dos grandes ojos comenzaron a rodar las lágrimas. El marido se cubrió el rostro con el pañuelo, y se alejó del coche sin decir palabra.
-¡No, yo iré de todos modos! -repetía la pobre tísica, levantando los ojos al cielo; cruzó las manos y balbuceó con voz entrecortada: Padre Eterno, ¿qué crimen he cometido para que me castigues de este modo?-. Y de sus ojos corría el llanto cada vez más abundante. Rezó largo tiempo ardorosamente. Pero el dolor arreciaba, le oprimía paulatina, pero fatalmente, el pecho.
El cielo, el camino, la campiña, todo era gris, sombrío aquel día. Y aun la niebla, ni más espesa ni más transparente, caía sobre los tejados, sobre los carruajes y sobre los basteados abrigos de pieles de los aurigas, quienes entre francas charlas de vocablos malsonan-tes enjaezaban las bestias.
El coche estaba listo. Pero el postillón no aparecía. Había entrado en la choza de los cocheros, donde hacía un calor sofocante. Estaba oscura y olía a pan recién cocido, a coles y a piel de carnero. Varios cocheros charlaban en la estancia, mientras la cocinera iba y venía muy atareada alrededor de la estufa. Sobre la campana de la estufa, en un descanso a manera de lecho, estaba un enfermo, echado entre pieles de carnero.
-¡Tío Fedor, óigame, tío Fedor! -gritó desde abajo un mozalbete, cochero también, que lucía abrigo de pieles y un látigo encajado entre los pliegues del cinturón, y que acababa de entrar en la fonda.
-¡Ea, buen chico, deja en paz a Fedor! -dijo uno de los otros cocheros. ¿No ves que te están esperando en el carruaje?
-¡Quería pedirle sus botas! -respondió el mozo, y al decir esto sacudió la melena y se metió los guantes bajo el cinturón. ¿Dónde duermes, tío Fedor? -insistió cada vez más cerca de la estufa.
-¿Qué cosa dices? -inquirió una voz débil a tiempo que se asomaba desde lo alto de la campana el rostro demacrado y calenturiento de un hombre que, con mano enflaquecida y llena de vello, tiró del abrigo de jerga sobre un hombro anguloso, cubierto tan sólo con una camisa sucia. Dame qué beber, hermano. ¿Qué deseabas?
El mozo le tendió un jarro de agua.
-Quería decirte una cosa, Fedia -comenzó con reticencia. Yo me figuro que tú no vas a necesitar ya tus botas nuevas. ¿Por qué no me las regalas? ¡Al fin, que tú ya no has de caminar, tío Fedor!...
El enfermo bebía con la cara pegada al luciente jarro, bebía con avidez exasperante, mojándose los mostachos hirsutos. Con marcada dificultad levantó la barba sucia y los ojos hundidos para mirar a su interlocutor. Al desprenderse del jarro quiso levantar el brazo para enjugarse los labios; pero no pudo: se limpió con la manga del abrigo de jerga. Respiraba pesadamente por la nariz y contemplaba con fijeza al joven cochero, haciendo esfuerzos para hablar.
-¿Se las has ofrecido a alguien acaso de balde? Te las pido porque está lloviendo afuera y tengo que ir a trabajar. Dime la verdad, tío Fedor, ¿las necesitas?
En el pecho del enfermo se oyó un ruido sordo, y al voltearse lo acometió una fuerte tos; casi se ahogaba.
-¡Cómo las ha de necesitar! ¿No ves que hace dos meses que no baja de su rincón? -gritó de repente la cocinera, y su cólera resonó estruendosa por todo el aposento-. De tal modo sufre que siento que se me desgarran mis propias entrañas solamente de oír sus quejas. Para qué diablos habrá de necesitar ya sus botas. Con botas no le habrán de enterrar... Por más que, con perdón de Dios, ya sería tiempo... Miren ustedes cómo se desgarra los pulmones al toser. Habría sido prudente transportarlo a alguna otra parte. Parece que en la ciudad vecina hay hospitales: allí estaría mejor, porque aquí nos ocupa espacio y no deja de acusar molestias. ¡Y se atreven todavía a pedirme limpieza!
-¡Ea, Serioga, date prisa, que los señores te están esperando! -gritó desde la puerta el posadero. Serioga quiso marcharse sin obtener respuesta del enfermo; pero éste, víctima del ataque de tos, le hizo comprender con ojos y manos que deseaba hablarle. Tras breves instantes de reposo:
-Puedes llevarte las botas, Serioga -dijo ahogándose. Pero con la condición de que habrás de comprar una piedra y mandarla colocar sobre mi tumba cuando me muera -agregó con voz cada vez más hueca y apagada.
-Muchas gracias, tío Fedor. Entonces me las llevo; claro que compraré la piedra, descuide.
-¿Han oído, muchachos? -insistió penosamente el enfermo, y comenzó a toser con más fuerza.
-Sí, sí, hemos oído -contestó uno de los cocheros.
-Por Dios, Serioga: mira, allí viene otra vez el posadero a buscarte. Dicen que la dama de Shirkinsk se ha puesto muy grave.
Serioga se descalzó precipitadamente sus botas viejas, demasiado grandes, y las arrojó debajo del banco. Las botas del tío Fedor le quedaban a las mil maravillas, y las miraba y remiraba complacido, mientras a toda prisa se dirigía hacia el coche.
-¡Hombre, qué botas te has comprado! -exclamó en el camino otro cochero- ¡Dámelas, te las engrasaré! -agregó con la untura en la mano.
Serioga, sin hacer caso, saltó al pescante y empuñó las riendas.
-Oye, ¿es cierto que te las regaló?
-¡Envidioso! -exclamó Serioga. Mientras se envolvía las piernas con los largos faldones de su abrigo, volvía las piernas con los troncos:
-¡Hola, preciosos! -dijo, y levantó el látigo en el aire.
Arrancaron los dos coches. Viajeros, baúles y aurigas se perdieron entre la bruma otoñal.
El cochero tísico se quedó allí, en la choza malsana, sobre la estufa. Trabajosamente se volteó del otro lado y guardó silencio. Las gentes iban y venían, comiendo y charlando, hasta que, anochecido, se encaramó la cocinera por encima de la estufa en busca de su propio abrigo, que había guardado en un rincón.
-Perdóname, Nastasia; ¿no te dice eso? -masculló condolida. ¿Qué te duele, tío?
-Las entrañas, Nastasia; las entrañas, que se me van acabando, ¡Dios sabe por qué!
-La garganta y el pecho, ¿no te duelen mucho?
-Me duele todo, Nastasia, es la muerte que se acerca. Eso es lo único que yo sé -gimió el enfermo.
-Ahora cúbrete bien los pies -dijo Nastasia compasiva, y con sus propias manos lo abrigó cuidadosamente.
Una lamparilla mortecina alumbraba la choza durante toda la noche. Nastasia y una decena de cocheros roncaban tendidos en el suelo o sobre los bancos. Sólo el tío Fedor gemía y tosía toda la noche. Hacia el amanecer se calló completamente.
-¡Es extraño lo que vi en sueños! -dijo la cocinera desperezándose a la débil claridad de la mañana-. Vi que el tío Fedor bajaba de su rincón y se ponía a cortar leña. Soñé que me decía: "Permíteme, Nastasia que te ayude" y yo le respondía. "Y, ¿cómo has de poder cortar leña, tío Fedor?" A pesar de todas mis súplicas lo vi que cogía el hacha y que comenzó a trabajar con una rapidez asombrosa. En torno de él volaban las astillas, y de ver aquello me preguntaba azorada: "¡Pues no decían que estaba muy enfermo!" A lo cual él me respondía: "¡Nada de eso, me siento muy bien!" Y de nuevo levantaba el hacha y seguía partiendo leña con una rara habilidad. En eso estaba cuando lancé un grito y desperté.
-¡Tío Fedor, tío Fe... dor...!
Fedor no respondía.
-¡Se habrá muerto! ¡Vamos a ver! -dijo uno de los cocheros. La mano fría y exangüe colgaba cubierta de vello. El rostro estaba pálido, yerto.
-Hay que dar parte al inspector, ¡creo que está muerto! -anunció el cochero desde arriba.
El pobre cochero muerto no tenía parientes, y había venido de comarcas muy lejanas. Al día siguiente lo enterraron en el camposanto nuevo, detrás del bosque. Y por muchos días Nastasia no cesó de relatar, a cuantas gentes pasaban por la fonda, su extraño sueño, y cómo fue ella la primera que pensó en el tío Fedor en los instantes de la muerte.

Había llegado la primavera. A lo largo de las húmedas calles del pueblo, por entre las capas de escarcha que cubrían los basureros, murmuraban los riachuelos. Lo abigarrado de los trajes y el barullo de las conversaciones daban el paisaje cierta vivacidad. En los huertos, detrás de los tabiques de las chozas, se hinchaban los brotes de los árboles, y las ramas se mecían con suavidad al arrullo de una fresca brisa. Por todas partes caían límpidas las gotas. Los gorriones piaban chillones, revoloteando en alegre confusión. El jardín, las casas y los árboles resplandecían bajo el sol. El cielo, la tierra y el corazón de los mortales parecían bañados de juvenil regocijo.
En una de las calles principales, frente a una vasta residencia señorial, se levantaba una enorme hacina de heno verde. En esa casa se hallaba la misma moribunda que dejamos en la venta, camino del extranjero.
Cerca de la puerta de la alcoba estaban en pie su marido y una mujer entrada en años. Sobre el diván aparecía sentado un sacerdote, con los ojos cerrados y algo en la mano, que cubría la estola. En la esquina, en un sillón, se hallaba recostada una anciana, la madre de la enferma, que lloraba amargamente junto a ella; una criada desdoblaba entre las manos un pañuelo limpio, en espera de que la anciana lo pidiese, en tanto que otra le frotaba las sienes con algún linimento y le abanicaba el rostro.
-Que nuestro Señor Jesucristo sea con usted -decía el marido a la dama que lo acompañaba, a punto de abrir la puerta-. En nadie tiene tanta confianza como en usted; le habla usted siempre con tal dulzura. Vaya usted a persuadirla, querida prima.
Quiso él abrir la puerta; pero ella lo detuvo, se pasó varias veces el pañuelo por los ojos, y dijo:
-¡Supongo que ahora no se me conocerá que he llorado!
Abrió la puerta ella misma y penetró en la estancia de la moribunda.
El marido esperaba presa de una emoción indecible: perdidamente agobiado. Intentó acercarse adonde estaba la anciana; pero le faltó valor, desvió su camino y fue a pararse frente al cura. Éste levantó el rostro y suspiró. Su abundosa barba siguió el movimiento de los ojos y volvió a caer.
-¡Dios mío, Dios mío! -murmuró el marido. ¿Qué haremos?
-¡Es irremediable! -repuso el cura, y al exhalar un suspiro su ceño y su barba blanca se elevaron y descendieron alternativamente.
-Y pensar que mamá se halla en ese estado de desolación. Es para ella un golpe de muerte. Seguramente no resistirá. ¡La quería tanto!- Y hablando con el cura-. ¡Padre, consuélela usted!
El sacerdote se levantó de su sitio y se acercó a la anciana diciendo:
-Es evidente que nadie puede comprender la pena de una madre, lo confieso; mas con todo, hay que tener fe en la misericordia de Dios.
Al oír estas palabras, el rostro de la anciana se contrajo en un ataque nervioso que la dejó postrada por algunos instantes.
-¡Dios es misericordioso! -siguió el cura predicando en cuanto la anciana comenzaba a recobrar los sentidos-. Habrá de saber usted que en mi parroquia hubo una vez una enferma, seguramente mucho más grave que María Dmitrievna. Pues bien, un simple burgués la curó en pocos días con un cocimiento de yerbas. Ese curandero habita actualmente en Moscú. Yo le decía a Vassily Dmitriovich que podía llamarlo, aunque no fuera más que para proporcionar a la enferma un consuelo. Para Dios todo es posible.
-No, mi hija no podrá vivir más: ¡Dios ha dispuesto, sin duda, llamarla en mi lugar! -dijo la anciana, y de nuevo perdió los sentidos.
El marido se cubrió el rostro con las manos y huyó de la habitación. En el corredor, a los primeros pasos, se topó con el primogénito, de seis años, que a todo correr perseguía a su hermanita menor.
-¡Cómo! -repuso la criada, ¿no quiere usted mandar a los niños a que vean a la señora?
-No, no quiere verlos, ello podría emocionarla. El chico de detuvo unos instantes mirando fijamente el rostro de su padre, como si por instinto presintiese algún desenlace grave que él no acertaba a explicarse. Luego, saltó en un pie y echó a correr nuevamente en persecución de su hermanita.
-Mírala, papá -gritó el chicuelo-, parece caballo moro.
En la otra estancia, la prima se hallaba sentada a la cabecera de la moribunda, y la consolaba en hábil plática; trata de iniciarla, de familiarizarla con la idea de la muerte. El médico, cerca de la otra ventana, preparaba los medicamentos. Y la enferma, sentada entre cojines y envuelta en una bata blanca, contemplaba con serenidad a su prima.
-No seas inocente, hermana mía -le dijo; no hagas esfuerzos inútiles, sabes que soy cristiana y que no ignoro nada; sé que no me quedan muchos días de vida, y sé también que si mi marido me hubiera hecho caso, a estas fechas estaría yo en Italia, y seguramente sana. Pero qué remedio, acaso Dios lo habrá querido así. Todos los mortales pecamos, no se me escapa; pero tengo fe en que Dios, misericordioso, sabrá perdonar a todos. Y cuando intento comprender lo que pasa en mi propio ser, descubro que, al igual que mis semejantes, soy pecadora, amiga mía. Mas a pesar de ello, no puedo olvidar lo mucho que he sufrido; ni con cuánta paciencia he sabido soportar mis dolores.
-¡Entonces llamaremos al cura, amiga mía! Te sentirás mejor cuando hayas comulgado -afirmó la prima.
La enferma inclinó la cabeza en señal de asentimiento y murmuró:
-¡Señor, perdona a esta pobre pecadora!
La prima salió a la puerta y llamó al cura.
Es un ángel -dijo al marido. Éste se puso a llorar. Pasó el sacerdote a la alcoba. La anciana seguía sin sentido sobre el diván; reinó por algunos instantes el silencio, al cabo de los cuales volvió a salir el sacerdote. Mientras se desvestía la estola y se arreglaba los cabellos murmuraba en voz baja:
-Gracias a Dios, la enferma se muestra más tranquila. Desea verlos.
Entraron en la alcoba la prima y el marido, y encontraron a la enferma bañada en llanto frente a la imagen de la Virgen.
-¡Te felicito, esposa mía, te felicito! -interrumpió el marido.
-Gracias, me siento mucho mejor, experimento una indecible dulzura -dijo sonriendo y serena.
-¡Dios es misericordioso, omnipotente!
Bruscamente, como si se hubiera acordado de algo urgentísimo, hizo una seña a su marido y murmuró:
-¡Tú no quieres nunca hacer lo que te pido!
-¿Qué cosa, ángel mío?
-Cuántas veces te he dicho que esos doctores no saben nada; existen simples curanderos que suelen hacer milagros, curar a las gentes. El señor cura conoce a un burgués. ¿Por qué no mandas buscarlo?
-Pero, ¿cómo se llama, amiga mía?
-¡Dios mío, nunca quiere comprender! -dijo la enferma, y al decirlo se extendió en el lecho y cerró los ojos. El médico, al notarlo, se acercó y le tomó el pulso, cada vez más débil; guiñó un ojo al marido. La enferma notó el gesto y volvió la cara con espanto. La prima se puso también a llorar.
-¡No llores! -dijo la paciente, ¡no ves que sufres y a la vez aumentas mi congoja! ¿O quieres, por ventura, robarme lo que me queda de calma?
-¡Eres un ángel, eres un ángel! -repetía la prima.
Aquella misma tarde la enferma era sólo un cadáver, tendida en su lecho mortuorio en medio de la vasta sala de la residencia señorial. Adentro, con las puertas cerradas, un diácono leía con voz nasal, monótona, los salmos de David. La luz viva de los cirios en los altos candeleros de plata caía sobre la frente pálida de la muerta, sobre las manos pesadas que parecían de cera, y sobre los pliegues tiesos de la sobrecama; particularmente en las partes salientes donde se ocultaban los pies y las rodillas. El diácono seguía leyendo rítmicamente, sin comprender palabra de la lectura. Su voz resonaba con extraña sonoridad en la espaciosa sala callada. De vez en cuando se oían, procedentes de alguna pieza contigua, voces de niños y ruido de pasos. El diácono seguía salmodiando:
-"Oculta tu faz en el polvo, retén tu aliento, porque ellos serán turbados, ellos desfallecerán y volverán al polvo." "Pero si Tú rechazas su espíritu, serán creados de nuevo y renovarás la faz de la tierra." "Que la gloria del Eterno sea por siempre celebrada."
El rostro de la muerta estaba grave y majestuoso. Ni en la frente pura, ni en los labios herméticos, se notaba el más leve movimiento: era un cuerpo en perpetua expectación.
¿Comprendería ahora, al menos, la grandeza de estas palabras?

Un mes después se elevaba sobre la tumba de la difunta una capilla con altar de madera preciosa, ricamente tallado. En la del cochero, un montón de tierra, cubierto ya de césped y malezas, era la única señal de una existencia que pasó.
-Serioga, cometes un pecado capital si no compras una lápida para ponerla en la tumba del tío Fedor -dijo un día la cocinera al mancebo. Muchas veces has prometido hacerlo antes de que pasara el invierno. ¿Por qué no cumples tu palabra? Recuerda que lo prometiste al difunto en presencia mía y de otras personas que viven aún. ¿No has escarmentado con que se te haya aparecido su ánima una vez? Mira, si no compras pronto esa piedra, Serioga, se te va a aparecer otra vez y es capaz aun de estrangularte.
-Y, ¿por qué habrá de estrangularme? ¿He renunciado acaso a cumplir con lo prometido? No, Nastasia, la piedra habré de comprarla. Con rubio y medio salgo del apuro. Lo que pasa es que no hay quien pueda traerla. ¡Deje usted que se me presente una oportunidad, y acá vendrá a dar la piedra, Nastasia!
-Bien podrías cuando menos haberle puesto una cruz. Por Dios que haces mal. Sobre todo que las botas te han servido, ¿no es verdad? -dijo otro de los cocheros presentes.
-Y, ¿de dónde he de haber yo una cruz? ¡No voy a hacerla de un leño!
-¡Vamos, hombre, qué estás diciendo! ¿No puedes conseguir un hacha y marcharte cualquier mañana de éstas, de madrugada, al bosque? ¡Aunque no fuera más que de fresno! De otro modo, los vigilantes son unos canallas, no sacian nunca su sed de vodka. Te lo digo por experiencia. El otro día quebré un balancín. Bueno, pues corté un árbol y a los pocos días había tallado uno nuevo, admirable. Te juro que nadie me dijo nada.
Apuntaba apenas la aurora del día siguiente cuando Serioga terció el hacha y se encaminó hacia el bosque. Un velo tenue de rocío no iluminado aún por el sol se extendía sobre la tierra. Insensiblemente, casi, fue acercándose al Oriente, y su luz lejana invadía más y más el firmamento cubierto de nubecillas transparentes. Ni una hoja de árbol, ni siquiera el césped, se movía. Rara vez se oían alas en la espesura de la fronda. Una y otra rompía el silencio.
Repentinamente, un ruido extraño a la naturaleza se propagó y fue a morir a los lindes de la soledad. Volvió a sonar, uniforme, sobre el tronco de uno de los árboles inmóviles. Una copa vibró de un modo extraordinario; su follaje, grávido de savia, murmuró no sé qué secreto, y la curruca que allí se guarecía cambió dos veces de lugar, lanzó un silbido, y tras de sacudir la cola fue a refugiarse en otro árbol.
Abajo seguía resonando el hacha sordamente. Las astillas jugosas caían sobre la yerba bañada de húmedo rocío. A los golpes implacables sucedió de pronto un estruendo. El árbol tembló; cabeceó su corpulencia; se irguió altivamente, y, tambaleante, lleno de pavor, cayó rígido al suelo.
Desaparecieron el ruido del hacha y de los pasos. La curruca silbó otra vez y voló más alto. La rama que había rozado con sus alas tembló un instante y se inmovilizó.
Los árboles con sus frondas tranquilas se elevaban más majestuosamente en el anchuroso espacio. Los primeros rayos del sol traspasaron las nubes y resplandecieron sobre el cielo, recorriendo veloces la tierra. La niebla se resolvió en ondas, y corrió por arroyos y quebradas. El rocío brillaba juguetón sobre lo verde. Las nubes bogaban blancas y presurosas por la bóveda celeste. Las aves se agitaban con alboroto en el bosque: gorjeaban una canción de ventura. Las hojas murmuraban, serenamente regocijadas, y los ramajes de los árboles vivientes que quedaban en torno, se movían lenta y majestuosamente por encima del árbol muerto.


1.011. Poe (Edgar Allan)