Dijole la mujer: «Señor, veo que Tú eres un profeta.
Nuestros padres adoraron a Dios en este monte y vos-
otros, los judíos, decís que en Jerusalén está el lugar
donde debe adorársele. Respóndele Jesús: «Mujer, créeme
a Mí: ya llega el tiempo en que al precisamente en este
monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis
lo que no conocéis: nosotros adoramos lo que conocemos,
porque la salud procede de los judíos. Pero ya llega el tiempo,
ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores adorarán
al Padre en espíritu y en verdad. Porque tales son los
adoradores que el Padre busca.»
(Evangelio de San Juan,
cap. IV, vers. 19 a 23.)
Capitulo I
Dos viejos habían hecho
la promesa de ir a Jerusalén en peregrinación. Uno de ellos era un mujik muy rico, llamado Efim Tavasich
Schevelev. El otro, Elisey Bodrov, no poseía bienes.
El primero era un hombre
muy ordenado y metódico. No bebía vodka, no fumaba ni tomaba rapé. Jamás decía
palabrotas; era grave y rígido, lo que le había valido ser starosta dos veces.
Tenía dos hijos y un
nieto, casados; y todos vivían juntos. Era un mujik robusto, se mantenía erguido y, a los setenta años, apenas
si su larga barba empezaba a encanecer.
Elisey Bodrov era un
anciano ni rico ni pobre. En tiempos había sido carpintero; pero, con la edad,
empezó a llevar una vida casera y se dedicó a la cría de abejas. Tenía dos
hijos: uno trabajaba con él y el otro en la aldea.
Elisey era muy alegre:
bebía vodka, tomaba rapé y le gustaba cantar canciones. Pero no molestaba a
nadie y se llevaba bien con todos los vecinos. Era un hombre bajo, de color
cetrino, barba corta y rizada, y tenía, además, como su patrón, el profeta
Elíseo, la cabeza completamente calva.
Hacía mucho tiempo que
los dos viejos se habían puesto de acuerdo para marchar juntos a Jerusalén.
Pero Efim demoraba siempre el viaje, a causa de sus asuntos; y, como al
terminar uno empezaba otro, nunca llegaba el momento de ponerse en camino. Tan
pronto era la boda del nieto, como iba a volver del ejército su hijo menor, o
emprendía la construcción de una nueva isba...
Un día de fiesta se
encontraron los dos viejos; y sentáronse sobre unos troncos a cambiar
impresiones.
-Bueno, amigo, ¿cuándo
cumplimos nuestra promesa? -preguntó Elisey.
Efim quedó confuso durante
un ratito. Y, al fin, dijo:
-Es preciso esperar un
poco. Este año es para mí de muchísimo trabajo. He empezado a construir esta isba, calculando al principio no gastar
en ella más de cien rublos; pero ya he gastado trescientos y aún no he
terminado. Dejemos nuestra peregrinación para el verano. Si Dios quiere,
partiremos sin falta.
-Opino que no conviene
esperar más. Debemos ir ahora; es la mejor ocasión, puesto que estamos en
primavera -replicó Elisey.
-Sí, es verdad. Pero
¿cómo abandonar una empresa empezada?
-¿No puedes encargar de
ello a alguien? Tu hijo podría sustituirte.
-No tengo gran confianza
en mi hijo mayor. Temo que me lo estropee todo.
-Amigo mío, hemos de
morir y nuestros hijos tendrán que vivir sin nosotros. Conviene que los tuyos
se acostumbren.
-Tienes razón; pero la
verdad es que a mí me gustaría que se hiciese todo en mi presencia.
-Pues te aseguro, amigo,
que no podrás hacerlo todo por ti mismo. Ayer, por ejemplo, las mujeres estaban
limpiando las habitaciones para la fiesta; y siempre quedaba algo por
arreglar. De ninguna manera hubiera podido hacerlo todo yo solo. La mayor de
mis nueras, que es muy inteligente, decía: "Está bien que las fiestas
vengan en un día fijo, sin esperar a que nosotros queramos que lleguen, porque
de otro modo, a pesar de nuestros esfuerzos, no acabaríamos nunca de
prepararnos para celebrarlas."
Efim se quedó pensativo
durante un rato.
-He gastado mucho dinero
en la construcción de esta isba y no
puedo salir de aquí con las manos vacías. Como poco, hacen falta cien rublos.
Elisey se echó a reír.
-No peques: tu fortuna es
lo menos diez veces superior a la mía; y eres tú quien se para a pensar por
cuestión de dinero... En cuanto digas que nos vamos, yo, que no tengo dinero,
lo encontraré en el acto.
-¡Vaya con el ricachón!
-exclamó Efim, sonriendo irónicamente. ¿Y de dónde vas a sacarlo?
-Es muy sencillo. Cogeré
lo que haya en casa, que ya será algo; y, para completar la cantidad, venderé
una docena de colmenas a un vecino, que me las quiere comprar desde hace
mucho.
-La reproducción de los
enjambres se presenta bien, así es que luego te arrepentirás.
-¿Arrepentirme? No, no.
Sólo me arrepiento de mis pecados. Nada hay que valga lo que vale la salvación
del alma.
-Tienes razón. Pero
tampoco está bien introducir el desorden en la casa.
-Peor es que el
desarreglo penetre en el corazón. Puesto que está convenido, debemos partir.
Capitulo II
Elisey acabó por
convencer a su amigo. Efim reflexionó, dió vueltas y más vueltas al asunto; y,
al día siguiente, fué a ver al viejo.
-Bueno, podemos ponernos
en camino cuando quieras. Dios es el dueño de nuestra vida y de nuestra
muerte. Puesto que aún estamos vivos y tenemos fuerzas, es preciso ir -dijo.
En la semana siguiente, los
dos viejos hicieron sus preparativos para la peregrinación. Efim tenía dinero
en casa. Tomó ciento noventa rublos y dejó doscientos a su anciana esposa.
Elisey vendió a un vecino
diez colmenas con la propiedad: de los futuros enjambres, y obtuvo de ello
setenta rublos. Los treinta, que le faltaban se los procuró pidiendo pequeñas
cantidades prestadas a todos sus parientes. Su mujer le hizo entrega del
dinero que guardaba para su entierro, y su, nuera de todos los ahorros que
tenía.
Efim dió instrucciones
detalladas a su hijo mayor acerca de todo lo que había de hacer en ausencia de
su padre: cuándo había de sem-brar, dónde era conveniente abonar las tierras,
cómo debía terminar la isba, etc.
Pensó en todo y lo
dispuso por anticipado.
Elisey se contentó con
decir a su mujer que pusiera aparte las abejas nuevas que salieran de las
colmenas vendidas, para dárselas lealmente al vecino. Pero ni siquiera habló de
las cosas de la casa.
-Cada cosa trae consigo
la solución. Sois mayores y arreglaréis todo del mejor modo.
Finalmente, los dos
viejos estuvieron dispuestos a partir. Llevaban una provisión de galletas,
unos sacos con vituallas, calcetines nuevos y un par de lapti, además de los que tenían puestos.
Sus familias, los acompañaron
hasta la salida de la aldea; allí se despidieron. Ya de camino, Elisey
conservó su buen humor, hasta el punto de olvidar por completo sus propios
intereses. Sólo tenía un pensamiento: el de ser agradable a su compañero de
peregrinación, no decir palabra alguna que pudiera resultarle molesta, llegar
en buena armonía hasta el término y volver del mismo modo a sus respectivas
casas. Según caminaba, recitaba alguna plegaria o algún pasaje de la vida de
los santos. Si encontraba a algún transeúnte en el camino, o al llegar a una
casa por la noche, su único deseo era agradar a todos y decir palabras amables.
Lo único que no consiguió fué una cosa. Quería vencer su vicio de tomar rapé,
y con esa inten-ción había dejado la tabaquera en su casa. Pero eso le
molestaba y, como se encontró con un hombre que le ofreció rapé, se detuvo,
dejó pasar delante a su compañero, para no darle ejemplo de pecado, y aceptó
una toma.
Efim caminaba con paso
firme. No hacía mal a nadie, no decía palabras vanas; pero no tenía el ánimo
tranquilo. Los asuntos de su casa no se apartaban de su imaginación ni por un
momento. Sin cesar pensaba en lo que podía suceder y temía haber olvidado
decir algo importante a su hijo. ¿Haría éste con exactitud lo que le había
ordenado?
De camino, veía que
sembraban patatas o llevaban estiércol a las tierras, y se decía:
"¿Cumplirá mi hijo lo que le he encargado?" De buena gana hubiera
vuelto para indicar él en persona lo que era preciso hacer.
Capitulo III
Los dos viejos caminaron
por espacio de cinco semanas; y, como se les habían gastado ya los lapti que llevaban de repuesto, tuvieren
que comprar otros. Llegaron a Ucrania, donde los habitantes del lugar se
disputaban el placer de invitarlos a su mesa. Les daban de comer y los alojaban,
sin querer aceptar dinero a cambio de estos servicios. Además, les llenaron
los sacos de pan y de galletas. Recorrieron de este modo setecientas verstas.
Después de haber
atravesado otra provincia, llegaron a una región muy poco fértil. Allí aún les
ofrecían lecho gratuitamente, pero no les daban de comer. A veces, no podían
conseguir un pedazo de pan, ni siquiera por dinero.
-El año pasado se perdió
la cosecha -les explicaban. Los ricos se han arruinado, vendiendo todo; los
que tenían una posición desahogada, están empobrecidos; y los pobres han
emigrado, para mendigar, o perecen de hambre en sus casas. Durante el
invierno, hemos comido salvados y granos de trigo podrido.
En una aldea en que los
dos viejos pasaron la noche, compraron quince libras de pan y, al amanecer, se
fueron con objeto de andar todo lo que pudieran antes de las horas del calor.
Tras de recorrer unas diez verstas,
llegaron a un riachuelo. Sentáronse en la orilla, llenaron de agua sus tazas,
mojaron en ellas el pan que llevaban y, después de comerlo, se mudaron de
calzado.
Cuando hubieron
descansado un rato, Elisey sacó una tabaquera de asta. Efim movió la cabeza con
aire de desaprobación.
-¿Cómo no te quitas ese
vicio tan feo? -le dijo.
-¡Qué quieres que le
haga! El pecado es más fuerte que mi voluntad -replicó Elisey con un gesto de
disgusto.
Se levantaron y
prosiguieron su camino. Anduvieron otras diez verstas y atravesaron otro gran
pueblo. Hacía calor. Elisey se sentía cansadísimo; quiso descansar y beber un
trago de agua, pero Efim no se detuvo. Era mejor andarín que su compañero, el
cual le seguía a duras penas.
-Tengo sed, quisiera
beber un poco de agua -dijo Elisey.
-Pues bien, bebe si
quieres; pero yo no tengo sed.
-No me esperes- dijo
Elisey parándose. Voy en un vuelo a esta isba,
tomaré un sorbo de agua y te alcanzo en seguida.
-De acuerdo -contestó
Efim, y siguió solo su camino.
Elisey se acercó a la
pequeña isba. Era de adobe; tenía la
parte baja pintada de negro y el resto de blanco. La arcilla estaba resquebrajada
en varios puntos, señal evidente de que no había sido pintada desde muchísimo
tiempo. El tejado estaba hundido por un lado, y la entrada daba a un corral.
El viejo penetró en el
corral y vió tumbado en el suelo a un hombre delgado, sin barba, que vestía a
la usanza de los habitantes de Ucrania. Sin duda se había echado a la sombra;
pero en aquel momento, el sol le daba de plano. No dormía. Elisey lo llamó y le
pidió de beber, pero el hombre no contestó.
"Debe de estar
enfermo o es muy poco amable", pensó Elisey mientras se dirigía a la
puerta. Entonces, oyó llorar a dos niños y llamó resueltamente:
-¡Eh! ¡Cristianos!
No obtuvo respuesta.
-¡Eh! ¿Quién hay aquí?
Como esta vez tampoco le
contestaron, iba a retirarse cuando oyó un gemido detrás de la puerta.
"Quizá haya ocurrido
alguna desgracia" -se dijo. Es preciso ir a ver lo que pasa.
Y de nuevo se dirigió
hacia la puerta de la isba.
Capitulo IV
Abrió la puerta y pasó al
vestíbulo. La habitación estaba desierta; a la izquierda se hallaba la estufa;
en frente, en el lugar de preferencia, donde se veían los iconos, había una
mesa y detrás, un banco. En éste se hallaba sentada una vieja que, por toda
ropa, llevaba una camisa. Tenía los cabellos sueltos y apoyaba la cabeza en la
mesa. Junto a ella había un niño muy flaco, con el vientre hinchado y la cara
del color de la cera. Tiraba de una manga de la camisa de la vieja y daba
gritos agudos.
Elisey entró en la
habitación, que despedía un vaho maloliente. En la estufa vió a una mujer
acostada boca abajo. Respiraba penosamente y, de cuando en cuando, la
sacudían fuertes convulsiones. El hedor que despedía denotaba claramente la
falta de cuidados.
Al reparar en Elisey, la
vieja levantó la cabeza y dijo en lengua ucraniana:
-¿Qué quieres? Aquí no
hay nada.
-He entrado para pedir de
beber -contestó el peregrino, que había entendido a la vieja.
-No hay nadie para traer
agua; no tenemos nada que darte. ¡Vete!
-¿Cómo? ¿No tenéis a
nadie que no esté enfermo en vuestra casa para cuidar de esta mujer? -inquirió
Elisey.
-Nadie. Mi yerno está
muriéndose en el corral, y nosotras, aquí.
El niño se había callado
al ver entrar al forastero; pero cuando la vieja empezó a hablar, le tiró de
nuevo de la manga.
-¡Pan! ¡Abuela, dame pan!
Y de nuevo se echó a
llorar, desconsoladamente.
Antes que Elisey tuviese
tiempo de interrogar a la anciana, entró el mujik,
arrastrándose penosamente a lo largo de las paredes. Quiso sentarse en el
banco; pero no consiguió su propósito y cayó al suelo. No intentó siquiera
ponerse en pie y empezó a hablar. Las palabras salían con dificultad de su
boca, una por una, y, a cada instante, veíase obligado a tomar aliento.
-La miseria nos está
matando. ¡Fíjate! Se muere de hambre... -dijo, señalando al pequeño con un
movimiento de cabeza, y echándose a llorar.
Elisey se quitó el saco
del hombro y lo dejó en el suelo... Después, lo puso en el banco y se apresuró
a abrirlo. Sacó el pan y un cuchillo, cortó una rebanada y se la ofreció al mujik. Pero éste no lo tomó, indicando
al niño y a la mujer, como si dijera: "Dásela a ellos." Elisey se la
tendió entonces al chiquillo.
Al ver el pan, el pequeño
lo cogió con ansia y empezó a comer. Una niña salió de detrás de la estufa y
clavó los ojos en el pan. Elisey le cortó también un pedazo. Después dió otro a
la anciana.
-Habría que traer agua -dijo-
Todos tenéis la boca reseca.
-Ayer u hoy -ya ni me
acuerdo cuándo era- quise traer agua. La saqué del pozo, pero me faltaron
fuerzas para traerla hasta aquí. La derramé toda y me caí yo misma. Apenas si
pude arrastrarme hasta la casa. El cubo estará allá tirado, si no se lo ha
llevado alguien -explicó la anciana.
Elisey preguntó dónde
estaba el pozo y la mujer se lo indicó. Entonces salió a buscar el cubo y, una
vez que lo hubo encontrado, acarreó agua y dió de beber a todos. Los niños
comieron más pan con el agua y la vieja también. Pero el mujik se negó a probar bocado.
-No puedo -decía el
desdichado.
La mujer que estaba en la
estufa no había recobrado aún el conocimiento y seguía agitándose, presa de
convulsiones.
Elisey fué a la aldea,
compró legumbres, sal, harina y manteca. Volvió a la casa y encendió la
estufa, ayudado por la niña. Preparó sopa y gachas y dió de comer a todos.
Capitulo V
El mujik y la vieja sólo pudieron comer un poquito; en cambio, los
niños hasta lamieron el plato, y luego se durmieron, abrazados.
El campesino y la vieja
contaron su historia a Elisey.
-Nunca hemos sido ricos;
y el año pasado fué tan malo, que la tierra no produjo nada. Al llegar el otoño,
nos habíamos comido todo lo que teníamos. Cuando ya no nos quedaba absolutamente
nada, pedimos a los vecinos y luego a las personas caritativas. Al principio
nos auxiliaron; pero luego se negaron a ayudarnos. No faltaban buenas almas;
pero nada podían hacer por nosotros. Eso, sin decirte que nos daba vergüenza
estar siempre pidiendo. Debemos dinero, harina y pan a todo el mundo.
-He buscado trabajo, pero
no lo hay -dijo el mujik. Es preciso
trabajar sólo por la comida y para un día que se halle faena, se pierden dos en
buscarla. La abuela y la niña salieron a mendigar, y, aunque las limosnas eran
escasas, porque nadie tenía pan, al menos se comía. Pensábamos ir tirando de
esta forma hasta la próxima cosecha; pero, desde la primavera, la tierra no ha
dado nada. Y por si esto fuera poco, hemos caído enfermos. Todo empezó a
ponerse cada vez peor. Si comíamos un día, ayunábamos dos, hasta el punto de
vernos obligados a alimentarnos con hierbas. Quizá ésta sea la causa de que
haya enfermado mi mujer. Ha tenido que guardar cama. Yo también estoy agotado;
no sé cómo salir de esta situación.
-Por mi parte, hice
cuanto pude -intervino la abuela. La falta de alimento me ha dejado sin
fuerzas. La niña ha adelgazado mucho y se ha vuelto miedosa. La hemos mandado a
casa de un vecino, pero se ha negado a ir. Se queda escondida en un rincón, sin
moverse para nada. Anteayer entró una vecina y, al vernos hambrientos y enfermos,
dió media vuelta y se marchó. Eso no me extraña porque su propio marido se fué
de casa por no saber con qué alimentar a su familia Así, pues, nos hemos
acostado a esperar la muerte.
Al oír esto, Elisey
decidió que no se reuniría aquel día con su compañero, y pernoctó en la casa.
Al día siguiente, se levantó temprano y se ocupó de todo, como si fuese el amo.
Ayudó a la vieja a amasar el pan y encendió el horno. Luego, acompañado de la
niña, fué a casa de un vecino a buscar lo que necesitaba. Pero le fué
imposible obtener nada, ya fuese para vestir o para comer. Nada tenían.
Entonces, Elisey compró unas cosas y fabricó otras, hasta reunir lo que le
hacía falta. Y así vivió un día y otro. El pequeño se restableció y se acercaba
a acariciar al anciano, con gran ternura. La niña era muy alegre. Ayudaba a
Elisey en todo y corría detrás de él, gritando: "Abuelito, abuelito."
También se repuso la vieja y pudo ir a casa de la vecina por su propio pie. El mujik empezaba ya a sostenerse sobre
las piernas. Sólo la mujer guardaba cama. Pero, al tercer día, recobró el
conocimiento y pidió de comer.
-¡Bueno! -se dijo
Elisey. No contaba con haberme quedado aquí tanto tiempo; pero ya llegó el
momento de partir.
Capitulo VI
Al cuarto día empezaba la
festividad de Pascua Florida.
-Compraré algo para que
se regalen; celebraré con ellos la fiesta y me iré por la noche -se dijo
Elisey.
Fué de nuevo al pueblo,
donde compró leche, harina de flor y manteca. En unión de la anciana, preparó
una serie de manjares exquisitos; y, después de asistir a misa, celebró
alegremente la fiesta con toda la familia. Aquel día ya pudo levantarse la mujer;
el mujik se afeitó y se puso una
camisa limpia, que le había lavado la anciana, y se dirigió al pueblo, a casa
de un rico propietario, al que había cedido en prenda de préstamo un prado y un
campo de su propiedad. Quería rogarle que le devolviera sus tierras antes de
empezar las labores. Pero, por la noche, al regresar estaba muy triste. El rico
propietario se había negado a complacerlo. Le exigía que le devol-viera el
dinero.
Tras de reflexionar un
rato, Elisey se preguntó:
-¿Cómo van a vivir estos
desgraciados? Los demás irán a segar; pero ellos, no, porque su prado está en
manos ajenas. Cuando el centeno esté maduro, los demás irán a recogerlo; pero
ellos, no. Si me voy, volverán a la misma situación en que los encontré.
Así, pues, decidió no
irse aquella noche. Aplazó su marcha para el día siguiente. Fué a acostarse
al corral y rezó, como de costumbre; pero no pudo conciliar el sueño.
-Tengo que marcharme,
porque me queda muy poco tiempo y muy poco dinero. Pero, por otra parte, ¡me da
tanta lástima esta gente! ¿Qué hacer? ¿Acaso puede uno socorrer a todo el
mundo? Yo no quería nada más que traerles agua y darles a cada uno una rebanada
de pan; y hay que ver adónde han llegado las cosas... Ahora tengo que desempeñarles
las tierras y, cuando lo consiga, tendré que comprar una vaca a los muchachos
y un caballo al padre, para que pueda transportar los haces... Fuiste demasiado
lejos, hermano Elisey. Has perdido la brújula y no te es posible orientarte.
Se incorporó, cogió el
caftán que tenía debajo de la cabeza, abrió la tabaquera, tomó un polvo de
rapé y procuró esclarecer sus pensamientos. No lo consiguió. Por más vueltas
que daba al asunto, no hallaba una solución que le satisficiera. Tenía que
marcharse, eso era indudable; pero, ¿cómo dejar abandonadas a aquellas gentes?
Sin saber qué determinación tomar, puso de nuevo el caftán enrollado a guisa
de almohada y se acostó.
Permaneció así largo rato
y ya habían empezado a cantar los gallos cuando se quedó dormido.
Soñó que estaba vestido y
preparado para partir, con el saco y el bastón. Sólo debía franquear la puerta
de salida, que estaba entor-nada. Y al ir a pasar se le enganchó el saco y se
le desató un lapti. Acababa de
atárselo cuando sintió que la niña lo cietenía, gritando:
-¡Abuelito! ¡Abuelito!
¡Pan!
El niño lo sujetó por un
pie, mientras el mujik y la vieja lo
miraban por la ventana.
Elisey se despertó y
dijo:
-Voy a rescatar el prado
y el campo. Compraré un caballo para el mujik
y una vaca para los niños, porque, si no obrase así, iría a buscar a Cristo al
otro lado del mar, pero lo perdería dentro de mí mismo. Es preciso ser
caritativo.
Se durmió nuevamente
hasta la mañana. Pero se levantó tem-prano y fué a casa del propietario rico,
de quien rescató las tierras del mujik.
Recuperó también la guadaña, que había sido vendida. Mandó al mujik a segar, mientras él se iba a casa
del tabernero, en busca de un carro y un caballo que estuviesen en venta.
Después de regatear mucho, compró ambas cosas y fué a adquirir una vaca. Según
caminaba por la calle, vió a dos mujeres que iban delante hablando muy
animadamente. Oyó que se referían a él.
-Al principio, no se
sabía quién era ese hombre -decía una de ellas-. Todas creían que era un
simple peregrino. Según parece, entró a pedir agua; y luego se ha quedado a
vivir allí. Dicen que les ha comprado muchas cosas. He visto con mis propios
ojos que compraba al tabernero un caballo y un carro. ¡No se concibe que
exista gente así! Es preciso verlo para creerlo.
Elisey comprendió que se
le alababa por todo el pueblo; y no fué a comprar la vaca. Volvió a casa del
tabernero, le pagó, y, tras de enganchar el carro, tomó el camino de la casa. Al
llegar a la puerta, se apeó del vehículo. El mujik y su familia vieron el caballo y se asombrarorn mucho.
Aunque se figuraban que Elisey lo había comprado para ellos, no se atrevían a
decirlo. El dueño de la casa salió a abrir la puerta.
-¿Dónde has adquirido
este animal? -preguntó.
-Lo he comprado. Ha sido
una ganga. Siega un poco de hierba para darle de comer esta noche -replicó
Elisey
El mujik desenganchó al caballo, segó hierba y llenó el pesebre. Llegó
la noche, Elisey fué a acostarse al corral, adonde había llevado su saco. Y,
cuando todos los de la casa dormían, se levantó, recogió sus cosas, se calzó,
y se fué en busca de Efim.
Capitulo VII
Recorrió unas cinco verstas. Empezaba a amanecer cuando se
detuvo al pie de un árbol. Deshizo su paquete y contó el dinero que le
quedaba. Sólo tenía diecisiete rublos y veinte copecks.
-Con esto es imposible
pagar el pasaje. Y mendigar en nombre de Cristo para mi viaje sería, quizá, un
pecado más. El amigo Efim sabrá ir solo y, probablemente, pondrá una vela por
mí. Ya no podré cumplir mi promesa; pero el divino Maestro es misericordioso y
me relevará de cumplirla -se dijo.
Poniéndose en pie, se
echó el saco al hombro y volvió camino atrás. Sólo que esta vez dió un rodeo
para no pasar por el pueblo, con objeto de evitar que lo vieran.
A la salida de la aldea
le había parecido difícil seguir a Efim, pero al regreso, Dios le permitió
caminar sin cansarse. Jugueteando con su bastón, recorría hasta setenta verstas por día.
Cuando llegó a su casa,
se encontró con que las faenas del campo se habían llevado a cabo
perfectamente. Su familia se alegró muchísimo de volverlo a ver. Le preguntaron
por qué se había separado de su compañero y el motivo por el que volvía sin
haber llegado al final de su peregrinación
-Dios no lo quiso -contestó. He gastado todo el dinero en el camino y he dejado a mi compañero que se adelantara.
He aquí la razón de no haber ido a Jerusalén. Perdonadme, por la gloria de
Cristo.
Tras de pronunciar estas
palabras, entregó a su mujer el dinero que le quedaba. Luego se informó de
los asuntos de la casa y comprobó que se habían arreglado admirablemente. Todo
marchaba bien, su familia no carecía de nada y vivía en la mayor paz y
sosiego. Al enterarse de que Elisey había vuelto, la familia de Efim fué a
pedir noticias del viejo.
-Vuestro viejecito iba
muy bien -les dijo Elisey. Nos hemos separado tres días antes de San Pedro.
Quise alcanzarle; pero me ocurrieron muchas cosas y no tuve bastante dinero
para proseguir el camino. Por eso he regresado.
Todos se asombraron de
que un hombre tan prudente hubiese hecho esa tontería. "Antes de acabar
el primer día del viaje, ha gastado neciamente el dinero", decían
riéndose de él.
Elisey acabó por olvidar
todo aquello. Volvió a sus ocupaciones, ayudó a sus hijos a cortar leña para
el invierno, trilló el trigo con las mujeres, arregló el cobertizo destinado al
grano y a las herramientas, y se ocupó de sus colmenas. Las puso en
condiciones para entregar a su vecino los diez enjambres de abejas jóvenes que
le vendiera antes de partir. Su anciana mujer hubiera querido ocultarle la
cuenta de las nuevas abejas. Pero Elisey sabía perfectamente cuáles eran las
colmenas que estaban pobladas y cuáles, no; y dió a su vecino dieci-siete
enjambres, en lugar de diez.
Elisey arregló todos los
asuntos, mandó a sus hijos a trabajar y se puso a confeccionar lapti y a hacer zuecos para la mala
estación.
Capitulo VIII
El primer día que Elisey
pasó en casa de los enfermos, Efim hizo un alto cerca de la aldea y aguardó.
Durmió un poco, se despertó, permaneció un rato sentado; pero Elisey no
aparecía. Se le cansaron los ojos de tanto mirar. El sol se ponía ya y, sin
embargo, su compañero no venía por ninguna parte.
-Quizá se me haya
adelantado -se dijo. Como me he quedado dormido, no lo he visto y él no habrá
reparado en mí. Pero no. Es imposible que haya pasado de largo sin verme. En la
estepa se ve desde muy lejos. Voy a volver atrás... Pero no sé... Si nos
cruzamos, será peor. Seguiré adelante. Seguro que nos encontraremos en el
primer alto.
Llegó a otro pueblo. Allí
rogó al guarda rural que si venía un viejecito, cuyas señas le dió, lo
llevase a la casa en que iba a parar. Pero su compañero no apareció.
Efim prosiguió su camino,
preguntando a cuantos encontraba si habían visto a un viejecito completamente
calvo. Nadie pudo darle razón; y Efim continuó caminando.
-Ya nos encontraremos en
alguna parte -pensó. En Odesa o en el barco.
Y ya no se preocupó más
de su compañero. De camino se encontró con un hombre que llevaba un hábito de
gruesa lana y los cabellos largos. Había estado en el monte Athos y hacía ya
por segunda vez el viaje a Jerusalén. Se conocieron en una posada, donde
trabaron conversación; y continuaron el viaje juntos.
Llegaron a Odesa sin
ningún contratiempo. Allí tuvieron que esperar tres días el barco que había de
transportarlos, en compañía de una multitud de peregrinos que venían de todas
partes Efim volvió a preguntar por Elisey; pero nadie lo había visto.
El peregrino enseñó a
Efim el modo de hacer la travesía sin gastar un céntimo, pero éste no le hizo
caso.
-Prefiero pagar mi
pasaje. Para eso he traído dinero -le contestó.
Dió cuarenta rublos por
el billete de ida y vuelta y compró pan y arenques para el camino. Cuando el
buque estuvo cargado y se hubieron embarcado los fieles, Efim subió a bordo con
el peregrino. La embarcación levó anclas y partieron.
El día fué bueno; pero, a
la noche, empezó a llover torrencial-mente y sopló un viento muy fuerte. Se levantaron
gigantescas olas que barrían la cubierta e inundaban el barco. Las mujeres lloraban
y los hombres estaban enloquecidos de terror. Algunos pasajeros corrían de un
lado para otro, buscando refugio. Efim sintió que el miedo se apoderaba también
de él. Pero no quiso que lo notaran y permaneció inmóvil en su sitio, junto a
unos viejos, durante toda la noche y todo el día siguiente. Al tercer día, el
mar se calmó; y al quinto, llegaron a Constantinopla. Algunos pasajeros desembarcaron
y fueron a visitar la iglesia de Santa Sofía, hoy en poder de los turcos. Efim
se quedó en el barco.
Tras de una estadía de
veinticuatro horas, el buque se hizo de nuevo a la mar, haciendo escala en
Esmirna y en Alejandría, llegando, por último, sin contratiempo, a Jaffa. Allí
debían desembarcar todos los peregrinos. Para llegar a Jerusalén no les
quedaba ya más que recorrer setenta verstas
a pie.
Durante el desembarco,
los pasajeros tuvieron un momento de pánico. El buque era de alto bordo; y se
lanzaba a los pasajeros a las barcas desde arriba. Como las barcas oscilaban,
se corría el peligro de caer al mar. Dos peregrinos se mojaron; pero, en fin de
cuentas, todos desembarcaron sanos y salvos.
Inmediatamente se
pusieron en camino y al cabo de cuatro días llegaron a Jerusalén. Efim se
detuvo en las afueras de la ciudad, en una posada rusa. Tras de presentar su
pasaporte a las autoridades, comió y se fué, con otros peregrinos, a visitar
los Santos Lugares. Pero aún no dejaban entrar en el Santo Sepulcro. Entonces
fué a la misa que se celebraba en el monasterio del Patriarca, puso unas velas
y examinó el templo de la
Resurrección, donde se encuentra la sepultura de Jesús.
Tantos edificios la tapan por doquiera que apenas si se la puede ver. El
primer día sólo pudo visitar la celda en que había vivido María Egipcíaca. Allí
ofreció unos cirios y cantó durante la misa, según el rito de su país. Quiso
ayudar a los oficios de la tarde en el Santo Sepulcro, pero llegó tarde.
Visitó el monasterio de Abrahán y vió el jardín donde el santo Patriarca había
querido sacrificar a su hijo en aras de Dios. Estuvo también en el lugar en
que Cristo se apareció a María Magdalena, así como en la iglesia de Jacob.
Todo se lo iba explicando
el peregrino y le decía en cada lugar cuánto había de dar, y en donde se podía
hacer ofrenda de cera. Una vez que terminaron su visita, regresaron a la
posada.
En el momento de
acostarse, el peregrino empezó a lamentarse, mientras se registraba los
bolsillos.
-Me han robado el
portamonedas con el dinero que llevaba. Tenía veintitrés rublos: dos billetes
de diez rublos y tres rublos en plata -dijo.
Se quejó durante un rato;
pero al fin acabó acostándose.
Capitulo IX
Una vez en la cama, Efim
fué asaltado por un mal pensamiento.
-No le han robado nada.
Me parece que no llevaba ni un copeck,
porque no ha dado nada en ninguna parte. Aunque me decía que diera, no le he
visto meter la mano en el bolsillo ni una sola vez. Hasta me ha pedido un rublo
prestado -se dijo, pero luego se reprochó el pensar así. ¿Por qué formar
juicios temerarios acerca de una persona? Es un pecado que no quiero cometer.
Sin embargo, en cuanto
empezaba a adormilarse, recordaba que el peregrino miraba el dinero con una
expresión especial y, además, le pareció que había sido poco sincero su modo
de lamentarse.
-Seguro que no llevaba
dinero. Se habrá inventado lo del robo. Al día siguiente se levantaron muy temprano
y asistieron a la misa de alba en el gran templo de la Resurrección, en que
se halla la capilla del Santo Sepulcro. El peregrino no dejaba a Efim ni a sol
ni a sombra, acompañándole a todas partes.
En el pueblo había una
multitud de peregrinos rusos, griegos, turcos y sirios. Efim llegó con ellos
hasta la Puerta
Santa, y pasó ante la guardia turca, hasta el sitio en donde Cristo fué bajado
de la cruz y en donde se le ungió de aceite. Allí resplandecían nueve grandes
candelabros; y Efim depositó en ellos un cirio. Después, el peregrino lo llevó
a la derecha, escaleras arriba, hasta el Gólgota, en donde Cristo estuvo en la
cruz. Allí, Efim rezó. Después le enseñaron la grieta por donde se había
desgarrado la tierra hasta el infierno, y el sitio donde fueron clavados los
pies y las manos de Jesús, ásí como el sepulcro de Adán, cuyos huesos fueron
regados por la sangre de Cristo. También vió la piedra donde se sentó el
Salvador cuando se le puso la corona de espinas, y el poste al que le ataron
las manos para azotarle, y los dos hoyos que dejaron en la roca las rodillas
del Crucificado.
Efim hubiera visto más
cosas si el tropel de peregrinos no le hubiera llevado al Santo Sepulcro,
donde después de una misa no ortodoxa se iba a celebrar otra ortodoxa. Efim
quería deshacerse del peregrino, contra el cual pecaba constantemente con el,
pensamiento. Pero el peregrino se aferraba a él y lo siguió al Oficio de la Gruta del Santo Sepulcro.
Efim hubiera querido ponerse cerca; pero llegaron tarde, y era tal la
aglomeración de gente, que resultaba imposible avanzar o retroceder. Así, pues,
permaneció en su sitio mirando y rezando sus oraciones. A ratos, se palpaba,
para ver si aún llevaba el portamonedas; y sus pensamientos se sucedían,
vertiginosamente:
"Seguro que este
peregrino me ha engañado... Pero ¿y si no fuera así? ¿Y si, en efecto, le han
quitado el dinero? Con tal que no me ocurra lo mismo..."
Mientras rezaba, dirigió
la mirada hacia la capilla donde se encuentra el Santo Sepulcro, y sobre el
cual penden treinta y seis lámparas. Miró por encima de las cabezas de los que
estaban delante de él; y, precisamente debajo de las lámparas, distinguió -¡oh
milagro!- a un viejecito con caftán verde, cuya cabeza, totalmente calva,
recordaba la de Elisey.
"Se parece a Elisey;
pero no debe de ser él, porque no hubiera podido llegar aquí antes que yo. El
otro barco había zarpado ocho días antes que el nuestro; y es imposible que
haya logrado adelantárseme tanto. Y no estaba en el nuestro, estoy seguro de
ello, porque he visto a todos los fieles.
Mientras se decía esto,
vió que el viejecito oraba y hacía tres reverencias, una de frente a Dios, y
las otras dos a los fieles que estaban a su derecha y a su izquierda. Cuando
volvió la cabeza hacia la derecha, Efim lo conoció en el acto.
"Pues es Bodrov. Esa
es su barba grisácea, rizada y blanca por las mejillas; y ésos son sus ojos,
sus cejas y su nariz, toda su cara, en una palabra. Es él, no cabe duda
alguna."
Efim se alegró infinito
de haber encontrado a su compañero y fué grande su asombro de que hubiera
podido llegar antes que él.
"¡Vaya con Bodrov!
¿Cómo habrá hecho para deslizarse a primera fila? Probablemente se ha hecho
amigo de alguno, que lo ha llevado hasta allí. Lo esperaré a la salida y me iré
con él, dejando plantado a ese peregrino, Quizá pueda Elisey llevarme luego al
sitio en que está el ahora."
Y Efim siguió mirando,
para no perder de vista al viejo. En cuanto terminó el oficio, la muchedumbre
se puso en movimiento. Se empu-jaban unos a otros para ir a arrodillarse; y
Efim, a pesar suyo, se encontró relegado en un rincón.
De nuevo le asaltó el
temor de que le robasen el dinero. Puso la mano sobre el portamonedas y
procuró abrirse paso, para salir a un sitio despejado. Cuando lo hubo
conseguido, buscó a Elisey por todas partes. Pero salió del templo sin haberlo
visto. Después del Oficio, corrió de posada en posada, buscando a su amigo,
sin hallarlo en ninguna parte. Aquella noche no apareció tampoco el peregrino,
que se había marchado sin devolverle el rublo; y Efim se quedó solo.
Al día siguiente fué de
nuevo al Santo Sepulcro en unión de uno de los viejos que había venido con él
en el barco. Trató de colocarse en primera fila; pero fué rechazado por la
gente, como el. día anterior; y quedó cerca de un pilar, donde se puso a rezar.
Lo mismo que la víspera, miró hacia adelante; y otra vez vió a Elisey bajo las
lámparas, muy cerca del Santo Sepulcro. Estaba con las manos extendidas, como
un sacerdote en el altar, y su cabeza calva des-pedía brillantes reflejos.
"Esta vez no se me
va a escapar", se dijo Efim, deslizándose hasta la primera fila. Pero
cuando llegó allí, Elisey no estaba ya. Sin duda, había salido.
Al tercer día, Efim
volvió a misa, como los dos días anteriores. Y vió otra vez en el mismo sitio a
Elisey, con las manos extendidas y los ojos alzados hacia el cielo, como si
contemplara algo que estuviera por encima de él.
"Hoy no se me
escapará. Me pondré en la puerta y seguro que lo he de ver salir", se
dijo.
Y así lo hizo, pero no
tuvo éxito su propósito. Pasaron todos menos Elisey.
Efim estuvo seis semanas
en Jerusalén, visitando las Lugares Santos, Belén, Bethania y el Jordán. Pidió
que le pusieran el sello del Santo Sepulcro sobre una camisa nueva, que iba a
servirle de sudario; llenó un frasquito con agua del Jordán y guardó tierra y
velas de los Lugares Santos. Cuando ya no le quedaba más dinero que el preciso
para volver, se puso en camino hacia su aldea.
Llegó a Jaffa, donde embarcó;
y, una vez en Odesa, se dirigió a pie hacia su casa.
Capitulo X
Efim regresó por el mismo
camino. A medida que se acercaba a su casa, le asaltaban nuevas preocupaciones.
¿Cómo viviría, sin él, su familia?
"En un año que he
faltado de casa, pueden haber ocurrido muchas cosas. Un hogar, que es la obra
de un siglo, puede ser destruido en un instante... ¿Cómo habrá llevado los
negocios mi hijo? ¿Cómo habrán pasado el invierno los animales? ¿Habrán
terminado felizmente de construir la isba?
Efim llegó al sitio en
que hacía un año se había separado de su compañero de peregrinación. Los
habitantes de aquella misma región estaban desconocidos. Donde el año anterior
hiciera estragos la más negra miseria, reinaba ahora el mayor bienestar. Las
cosechas habían sido excelentes. Olvidando las desdichas pasadas, los mujiks se habían regenerado.
Por la tarde, entró Efim
en la aldea donde se quedara Elisey. Apenas hubo entrado en ella cuando una
niña, de vestidito blanco, salió de una isba
y corrió hacia él, gritando:
-¡Abuelito! ¡Abuelito!
¡Ven con nosotros!
Efim quiso seguir
adelante, pero la niña lo volvió a llamar y, cogiendolo por la manga, lo
condujo riendo a la isba.
Una mujer y un muchacho
salieron a la puerta, y por medio de señas amistosas lo invitaron a que
pasara.
-Ven, anciano. Ven a
cenar y a pasar la noche -le dijeron.
Efim acabó por ceder ante
aquella insistente y cariñosa invitación.
"Voy a preguntarles
por Elisey -se dijo. Creo que fué precisa-mente en esta isba donde se detuvo el año pasado, para pedir agua."
Efim entró. La mujer le
ayudó a quitarse el saco del hombro, lo llevó a que se lavara y lo invitó a
sentarse a la mesa. Lo obsequieron con leche, empanadillas de requesón y
gachas. Efim dió las gracias a aquella buena gente por su afectuosa
hospitalidad con los peregrinos.
-¿Cómo no hemos de
recibirlos bien, si es a un peregrino a quien debemos el vivir todavía? -exclamó
la mujer moviendo la cabeza. Antes bebíamos, nos habíamos olvidado de Dios, y
Dios nos castigó. Ya sólo esperábamos la muerte. En la primavera pasada
estábamos todos enfermos y sin tener qué llevarnos a la boca... Hubiéramos
perecido si Dios no nos hubiera enviado a un viejecito como tú. Entró a
mediodía para pedir agua y, al ver en qué estado nos encontrábamos, tuvo
compasión y se quedó aquí, para cuidarnos. Nos dió de beber, nos alimentó, se
desveló por atendernos y hasta nos compró un caballo y un carro..
En esto entró la vieja.
Interrumpió a la mujer, diciendo:
-No sabemos si era un
hombre ó un ángel de Dios. Quería a todo el mundo, de todos se apiadaba y se
fué sin decirnos nada. No sabemos siquiera su nombre, para pedir por él.
Todavía me parece verlo. Yo estaba acostada, esperando que llegase mi último
momento, cuando vi entrar a un viejecito insignificante, calvo, que pidió de
beber. No creerás lo que pensé, pecadora de mí. Me pregunté: "¿Qué querrá
de nosotros?" Pero él, en cuanto reparó en nosotros, se quitó el saco que
llevaba al hombro y lo dejó allí, en aquel sitio, para abrirlo.
La niña intervino en la
conversación:
-No abuela. Primero dejó
el saco en medio de la habitación, en el suelo; y luego lo puso en el banco.
Se acordaban de todas sus
palabras, de todos sus actos, del lugar en que se sentaba, dónde dormía, lo que
hacía y lo que había dicho a éste y a aquél.
Anochecido, llegó el mujik a caballo; y comenzó a hablar
también de la estancia de Elisey en su casa.
-Si no hubiera venido,
hubiéramos muerto con el peso de nuestros pecados, porque moríamos en la
desesperación, maldiciendo a Dios y al género humano. Fué él quien nos sacó de
nuestra postración y de nuestra miseria. Gracias a él, hemos vuelto a Dios y
hemos tenido fe en la bondad de los hombres. ¡Que Nuestro Señor lo salve! Antes
vivíamos como unos animales; pero él ha hecho de nosotros unos seres humanos.
Después que Efim hubo
comido y bebido, lo dejaron para que se acostara, retirándose todos a
descansar. Efim no pudo conciliar el sueño. El recuerdo de Elisey, tal como lo
había visto tres veces en la primera fila de peregrinos, en Jerusalén, lo
desvelaba.
"Así es como me ha
adelantado. Ignoro si habrán sido bien acogidos mis esfuerzos; pero los suyos
han sido bendecidos por Dios", pensó.
Al día siguiente, la
gente de la casa despidió a Efim, tras de darle pasteles para el camino. Ellos se
fueron a sus faenas y Efim prosiguió su ruta.
Capitulo XI
Hacía un año que Efim
faltaba de su casa cuando regresó. Entró en su hogar; a la caída de ja tarde.
Su hijo no se encontraba allí, sino en la taberna, de donde vino borracho. Efim
le hizo una serie de preguntas; y, en breve, pudo cerciorarse de que su hijo no
había cumplido con su deber. Había despilfarradp el dinero y abandonado todos
los negocios. Efim lo colmó de reproches; pero el hijo replicó, en tono
grosero:
-Hubieras hecho mejor
ocupándote tú mismo de tu casa en lugar de irte y de llevarte todo el, dinero.
En ese caso, no me vendrías con reproches ahora.
Efim se enfadó y castigó
a su hijo. Luego fué a casa del starosta
para presentarle el pasaporte; y acertó a pasar por delante de la casa de su
compañero Elisey. La anciana esposa de éste se hallaba en la puerta. Al ver a
Efim, lo saludó:
-Buenos días, vecino:
¿Has tenido buen viaje?
-Gracias a Dios, he
llegado bien hasta el fin -replicó Efim, deteniéndose-. Perdí de vista a tu
marido; pero sé que ha vuelto a su hogar.
A la vieja le gustaba
mucho charlar. Contó a Efim por qué había regresado su marido.
-Hace mucho que ha vuelto
a nuestro amparo; fué por la
Asunción. ¡Tuvimos una alegría inmensa cuando Dios nos
permitió volverlo a ver! ¡Le hemos echado tanto de menos! El trabajo que hace
no es grande, porque ya no está en edad de cansarse; pero, sea como sea, es el
cabeza de familia. Y sin él no tenemos alegría. ¡Qué contento se puso nuestro
hijo al verlo llegar! Sin él, la casa está como unos ojos sin luz. ¡Cuánto lo
queremos y cómo lo agasajamos!
-¿Está en casa?
-Sí; se ocupa de las
colmenas. La miel abunda. Dios ha dado tantas fuerzas a las abejas, que mi
viejecito no recuerda haber visto nunca tal cantidad de miel. La bondad divina
es siempre mayor que nuestros pecados. Pasa; tendrá mucho gusto en saludarle.
Efim atravesó el corral y
fué a buscar a Elisey a las colmenas. Se acercó al sitio en donde estaban, y
vió a su amigo. Vestía un caftán gris. Estaba en pie, bajo un abedul joven, sin
red ni guantes; tenía los brazos extendidos y la vista clavada en el cielo, con
la cabeza calva y reluciente, tal como se le había aparecido en Jerusalén,
cerca del Santo Sepulcro. El abedul y el sol por encima de él hacían el mismo
afecto que la luz de las lámparas en Jerusalén. Y alrededor de su cabeza, sin picarle,
revoloteaban abejas doradas, que formaban una aureola. Efim se detuvo y la
anciana llamó a su marido.
-Aquí está nuestro amigo -le
dijo.
Al volverse, Elisey lanzó
un grito de alegría y corrió hacia Efim, no sin antes quitarse con precaución
las abejas que se le habían posado en la barba.
-¡Hola, querido amigo!
¿Has tenido buen viaje?
-¡Oh! He agotado todas
las fuerzas de mis piernas. Te traigo agua del ordán. Pero lo que ignoro es si
Dios ha bendecido mis esfuerzos...
-¿Cómo no? ¡Qué cosas
tienes! ¡Bendito sea el Señor y que Cristo te proteja!
-Sé que he estado en
Jerusalén con mis piernas; pero no sé si estuve en cuerpo y alma -arguyó Efim.
Quizá otro...
-Eso es Dios quien lo ha de
juzgar amigo.
-A mi regreso, visité la isba donde estuviste.
-No hablemos de eso,
amigo mío -le interrumpió Elisey, asustado. ¿Vienes a casa a tomar un poco de
miel?
Para desviar la
conversación de aquel tema, Elisey habló de sus propios asuntos.
Efim suspiró y se abstuvo
de recordar a su compañero lo sucedido en la isba y lo que había visto en Jerusalén. Comprendió que Dios nos ha
dado tan sólo una misión en la tierra: amar y hacer buenas obras.
Cuento popular
1.013. Tolstoi (Leon)