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sábado, 21 de diciembre de 2013

El mendigo

Erase un hombre llamado Nesterka. Tenía seis hijos, pero no poseía ningún bien de fortuna. Como no podía alimentar a su familia y no se atrevía a robar, enganchó el carro, montó a los niños en él y echó a andar por el mundo, a pedir limosna. Iba por el camino cuando, al volver la cabeza, vio tirado en el barro a un anciano sin piernas.
Y le rogó el anciano:
-Llévame en tu carro, por favor.
-No puedo, bátiushka -contestó Nesterka. Llevo a mis seis criaturas y el caballo no tiene fuerzas. Pero el mendigo insistió:
-Por favor, hombre, llévame.
Nesterka acabó subiendo al mendigo al carro y siguió su camino. Al cabo de un rato dijo el mendigo:
-Vamos a echar a suertes para ver cuál de nosotros se considera el hermano mayor.
Echaron a suertes y le correspondió al mendigo considerarse el hermano mayor.
En esto llegaron a una aldea.
-Ve a aquella casa -ordenó el mendigo- y pide que nos dejen pasar allí la noche.
Nesterka fue a pedir albergue para la noche. Pero la vieja que le abrió la puerta contestó:
-No puede ser. Apenas si tenemos sitio para nosotros. Volvió Nesterka donde el mendigo y le dijo:
-Aquí no nos dejan.
Pero el mendigo le hizo volver para que insistiera hasta conseguirlo. Y por fin logró Nesterka que les dejaran entrar. Metió el carro en el patio, llevó a sus hijos a la casa y luego llevó también al mendigo.
-A tus hijos, acuéstalos debajo del banco -dijo la vieja, y al cojo súbele al rellano de la estufa.
El hombre subió al cojo al rellano de la estufa y acomodó a sus hijos debajo del banco.
-¿Dónde está tu marido? -preguntó el mendigo a la vieja.
-Ha salido a robar. Y con él, nuestros dos hijos.
El amo de la casa volvió por fin, metió en el patio doce carros, llenos de plata hasta arriba, y luego entró. Al ver a los pobres, reprendió a su mujer:
-¿Por qué has dejado entrar a esta gente?
-Son unos pobres que han pedido pasar aquí la noche.
-¡Mal hecho! Podían haberse quedado fuera.
El amo se sentó a cenar con su mujer y sus dos hijos, pero sin decirles a los pobres que les acompañaran. El mendigo sacó entonces media prosvirka[1], comió él, les dio a Nesterka y sus hijos, y todos tuvieron bastante.
El amo de la casa estaba asombrado. «¿Cómo será eso? -pensaba. Nosotros cuatro nos hemos comido una hogaza entera y nos hemos quedado con hambre mientras que a ellos ocho les ha bastado con media prosuirka...»
Cuando el amo de la casa se durmió, el mendigo mandó a Nesterka que se asomara al patio para ver lo que allí pasaba.
Nesterka obedeció: todos los caballos estaban comiendo avena.
El mendigo le mandó por segunda vez.
Salió Nesterka y vio que todos los caballos tenían la collera puesta. Por tercera vez mandó el mendigo salir a Nesterka. Este obedeció: todos los caballos estaban enganchados a los carros. Volvió a la casa y dijo:
-Todos los caballos están enganchados.
-Entonces -ordenó el mendigo, saca a tus hijos, sácame a mí y vámonos.
Montaron en su carro, salieron del patio y los doce caballos de aquel amo les siguieron con sus carros. Llevaban ya un rato de camino cuando el mendigo le mandó a Nesterka que volviera a la casa donde habían pasado la noche y le trajera sus manoplas.
-Me las dejé en el rellano de la estufa -explicó.
Volvió Nesterka sobre sus pasos y se encontró con que la casa había desaparecido como si se la hubiera tragado la tierra. Sólo se habían salvado las manoplas sobre lo que fue la estufa. Conqu agarró las manoplas y volvió donde el mendigo con la noticia de que la tierra se había tragado la casa entera.
-Eso ha sido un castigo de Dios por los robos cometidos. Quédate tú con estos doce carros y todo lo que contienen -dijo el mendigo, y desapareció.
Nesterka volvió a su casa, vio que los carros estaban todos llenos de plata y se puso a vivir tan ricamente.
Un día le dijo su mujer:
-Estos caballos llevan mucho tiempo sin hacer nada. Llévatelos a que galopen un poco.
El hombre se dirigió a la ciudad con los caballos. Por el camino se encontró con una doncella a quien nunca había visto.
-Estos caballos no son tuyos -le dijo la joven.
-Cierto: no son míos -contestó Nesterka. Puesto que los reconoces por tuyos, llévatelos y que Dios te acompañe.
La doncella se quedó con los doce caballos y el hombre volvió a su casa. Al día siguiente se presentó la misma muchacha, llamó a la ventana de la casa y dijo:
  Toma tus caballos. Lo que yo te dije era una broma y, sin embargo, tú me los diste.
Nesterka agarró los caballos y vio que los carros estaban cargados con más plata y oro que antes

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)



[1] Prosvirka: Pan consagrado, del tamaño de una figurita de mazapán, que sustituye a la hostia en el rito ortodoxo ruso.

X en un suelto

Como es sabido que los «sabios» vienen «del Oriente»[1] y el señor Veleta Cabezudo vino también del Este, se sigue que el señor Cabezudo era un sabio. Si hiciera falta una prueba accesoria, hela aquí: el señor C. era director de periódico. La irascibilidad constituía su solo lado flaco, pues la obstinación de la cual se lo acusaba no era en absoluto una debilidad, ya que él la consideraba justamente como su fuerte. Allí residía su mérito, su virtud, y hubiera hecho falta toda la lógica de un Brownson para convencerlo de que estaba equivocado.
He demostrado que Veleta Cabezudo era un sabio; la única ocasión en que no se mostró irascible fue cuando hizo abandono de ese legítimo hogar de todos los sabios, el este, y emigró a la ciudad de Alejandromagnópolis, o a cualquier sitio de nombre parecido, en el oeste.
Debo, sin embargo, declarar en su favor que, cuando se decidió finalmente a instalarse en dicha ciudad hallábase convencido de que en esta parte del país no existía ningún periódico y, por tanto, ningún director. Al fundar La Tetera, esperaba ser el único dueño del campo. Estoy seguro de que jamás se le habría ocurrido instalarse en Alejandromagnópolis si hubiera sabido que en Alejandromagnópolis vivía un caballero llamado John Smith (si recuerdo bien), quien, durante muchos años, había engordado tranquila-mente dirigiendo y publicando la Gaceta de Alejandromagnópolis. Vale decir que, sólo por haber sido mal informado, el señor Cabezudo vino a parar a Alejan... Llamémosle Nópolis, para abreviar. Pero, una vez que estuvo en ella, decidió mantener su reputación de obsti... de firmeza, y quedarse. Por lo cual se quedó, e hizo aún más: desempaquetó su prensa, su tipo, etcétera, etc., alquiló un local situado exactamente enfrente de la Gaceta y, a la tercera mañana de su arribo, lanzó el primer número de La Tetera de Alejan..., vale decir La Tetera de Nópolis, que así, si mis recuerdos no me engañan, se titulaba el nuevo periódico.
El editorial, debo admitirlo, era brillante, por no decir severo. Se mostraba especialmente duro con todas las cosas en general, y en particular con el director de La Gaceta, quien quedaba reducido a hilas. Algunas observaciones de Cabezudo eran tan terribles, que desde entonces me he visto obligado a considerar a John Smith -quien todavía vive- como una especie de salamandra. No pretendo reproducir verbatim todas las frases de Cabezudo, pero una de ellas era como sigue:
«¡Oh, sí! ¡Oh, ya vemos! ¡Oh, indudablemente! El director de enfrente es un genio... ¡Oh, dioses! ¡Oh, cielos! ¿A qué ha llegado el mundo? O Témpora! O mores!»
Semejante filípica, a la vez tan cáustica y tan clásica, cayó como una granada entre los hasta entonces pacíficos ciudadanos de Nópolis. Grupos de excitados vecinos se juntaban en las esquinas. Todos esperaban, con sincera ansiedad, la respuesta del decoroso Smith, la cual apareció al día siguiente en esta forma:
«Extraemos de La Tetera de ayer el siguiente párrafo: “¡Oh, sí! ¡Oh, ya vemos! ¡Oh, indudablemente! ¡Oh dioses! ¡Oh, cielos! O, témpora! O, mores!” ¡Vamos! ¡Pero este hombre es todo O! Esto explica que razone en círculo, y que por eso no haya ni pies ni cabeza en lo que dice. Estamos plenamente convencidos de que el pobre hombre es incapaz de escribir una sola palabra que no contenga una O. ¿Será una costumbre suya? Dicho sea de paso, este sujeto llegó del este con gran precipitación. ¿No habrá cometido algún dolo, o tendrá tantas deudas como las que ya tiene aquí? ¡Oh, es lamentable!»
No intentaré describir la indignación del señor Cabezudo ante estas escandalosas insinuaciones. Contra lo imaginable, sin embargo, y de acuerdo con el principio de las plumas de pato sobre las cuales resbala el agua, no era el ataque a su integridad el que más lo ofendía. Lo que lo inducía a la desesperación era que se burlaran de su estilo. ¡Cómo! ¡Él, Veleta Cabezudo, incapaz de escribir una palabra que no contuviera una O! Bien pronto iba a probar a ese ganapán que estaba equivocado. ¡Sí, ya le mostraría hasta qué punto estaba equivocado! El Veleta Cabezudo, procedente de Ranápolis, demostraría al señor John Smith que él, Cabezudo, era capaz de redactar, si así le parecía, un suelto completo... ¡sí, señor, un artículo entero!... donde tan despreciable vocal no figuraría ni una sola, lo que se dice ni una sola vez. ¡Pero no! Eso significaría inclinarse ante el susodicho John Smith. Él, Cabezudo, no cambiaría en nada su estilo, y menos para satisfacer los caprichos de un señor Smith. ¡Que tan vil pensamiento cayera en la nada! ¡Viva la O! Persistiría en la O. Sería todo lo O-bstinado que pudiera.
Lleno de ardor ante lo caballeresco de tal determinación, el gran Veleta se limitó a insertar en La Tetera el siguiente suelto alusivo al desdichado asunto:
«El director de La Tetera tiene el honor de informar al director de La Gaceta que (La Tetera) aprovechará su edición de mañana para convencer (a La Gaceta) de que (La Tetera) puede y ha de ser su propio amo en materia de estilo; y que (La Tetera), con objeto de mostrar (a La Gaceta) el supremo y absoluto desprecio que las críticas (de La Gaceta) provocan en el seno independiente (de La Tetera), compondrá para especial satisfacción (?) (de La Gaceta) un artículo de fondo de cierta extensión, en el cual tan hermosa vocal -emblema de la Eternidad-, tan inofensiva para la hiperexquisita sensibilidad (de La Gaceta) no ha de ser ciertamente evitada por este muy obediente y humilde servidor (de La Gaceta). La Tetera.»
En cumplimiento de tan augusta amenaza, antes nebulosamente insinuada que claramente enunciada, el gran Cabezudo hizo oídos sordos a todos los pedidos de «material» y, limitándose a decir a su regente que se fuera al demonio, en momentos en que éste (el regente) le aseguraba que ya era tiempo de que La Tetera entrara en prensa, el gran Cabezudo, repetimos, hizo oídos sordos a todo y pasó la noche quemándose las pestañas hasta el alba, absorto en la composición del incomparable suelto que sigue:
«¡Oh, John; oh, tonto! ¿Cómo no te tomo encono, lomo de plomo? ¡Ve a Concord, John, antes de todo! ¡Vuelve pronto, gran mono romo! ¡Oh, eres un sollo, un oso, un topo, un lobo, un pollo! ¡No un mozo, no! ¡Tonto goloso! ¡Coloso sordo! ¡Te tomo odio, John! ¡Ya oigo tu coro, loco! ¿Somos bobos nosotros? ¡Tordo rojo! ¡Pon el hombro, y ve a Concord en otoño, con los colonos!», etc.
Exhausto, como es natural, por tan estupendo esfuerzo, el gran Veleta no fue capaz de ocuparse aquella noche de otra cosa. Firme, sereno, pero a la vez con un aire de autoridad vigilante, alargó su manuscrito al aprendiz tipógrafo y, tras ello, marchando sin apuro a casa, acogióse a su lecho con inefable dignidad.
Entretanto, el aprendiz a quien había sido confiado el suelto voló sin perder un instante a su caja y dispúsose a componer el manuscrito. Dado que la palabra inicial era ¡Oh...!, zambulló la mano en el agujero correspondiente al signo de admiración y la retiró triunfante con uno de dichos signos. Entusiasmado por este buen éxito, lanzóse de inmediato y con gran ímpetu al cajetín de las «oes» mayúsculas; pero, ¿quién describirá su horror cuando sus dedos volvieron a salir sin la anticipada letra entre los mismos? ¿Quién pintará su
estupefacción y su rabia al advertir, mientras se frotaba los nudillos, que su mano no había hecho otra cosa que tantear inútilmente el fondo de un cajetín vacío? En el compartimento de las «o» mayúsculas no quedaba una sola «o» mayúscula; y, lanzando una ojeada temerosa al de las «o» minúsculas, el aprendiz comprobó para su indescriptible espanto que tampoco había allí ninguna letra. Despavorido, su primer impulso fue correr en busca del regente.
-¡Oh, señor! -jadeó, tratando de recobrar el aliento-. ¡No puedo componer nada si me faltan las oes!
-¿Qué diablos quieres decir? -gruñó el regente, malhumorado por el retardo de la edición.
-¡Señor... no queda ni una o en la caja... ni grande ni chica!
-¿Cómo? ¿Y dónde demonio han ido a parar todas las que había?
-Yo no sé, señor -dijo el chico, pero uno de los aprendices de La Gaceta anduvo dando vueltas por aquí toda la noche, y a mí me parece que se las debe de haber robado.
-¡Que el infierno se lo trague! ¡Claro que sí! -gritó el regente, rojo de rabia-. No importa, Bob, yo te diré lo que has de hacer. En la primera ocasión que tengas entras allá y les sacas todas las «íes» que tengan... ¡y las «zetas» también, malditos sean!
-De acuerdo -dijo Bob, guiñando el ojo-. Ya lo creo que iré, y ya lo creo que les haré una buena. Pero... ¿y este suelto? Hay que componerlo esta noche, porque si no...
-Ya veo -dijo el regente, suspirando profundamente-. ¿Es un suelto muy largo, Bob?
-Yo no diría que es muy largo -opinó Bob.
-¡Ah, bueno, entonces arréglate como puedas! Sea como sea, tenemos que entrar de una vez por todas en prensa -agregó distraídamente el regente, sumergido hasta los codos en su trabajo. En vez de «o» pon cualquier otra letra; de todos modos nadie va a leer lo que este tipo escribe.
-Muy bien -dijo Bob, y se volvió corriendo a su caja, mientras murmuraba para sí: «¿Con que tengo que ir a sacarles todas las “íes” y las “zetas”, eh? ¡Pues yo soy el hombre para eso!» La verdad es que Bob, aunque sólo tenía doce años y cuatro pies de estatura, estaba pronto para afrontar cualquier lucha, siempre que no fuera muy dura.
La orden que acababa de darle el regente no era demasiado insólita, pues cosas así suelen ocurrir en las imprentas. Aunque me resulta imposible explicarlo, cuando eso sucede se acude siempre a la x como sustituto de la letra faltante. Quizá la razón resida en que la x tiende a sobreabundar en las cajas de composición (o, por lo menos, así ocurría en otros tiempos), por lo cual los impresores se han ido acostumbrando a emplearla para sustituir otras letras. En cuanto a Bob, frente a un caso como el presente, hubiera considerado escandaloso emplear otra letra que la x, pues tal era su costumbre.
-Tendré que ponerle x a este suelto -se dijo, mientras lo leía lleno de estupefacción-, pero que me cuelguen si no es el suelto con más oes que he visto en mi vida.
Inflexible, sin embargo, procedió a componer usando la x, y así entró el suelto en prensa.
A la mañana siguiente la población de Nópolis se quedó de una pieza al leer en La Tetera el siguiente extraordinario artículo:
«¡Xh, Jxhn, xh, txntx! ¿Cxmx nx te txmx encxnx, lxmx de plxmx! ¡Ve a Cxncxrd, Jxhn, antes de txdx! ¡Vuelve prxntx, gran mxnx rxmx! ¡Xh, eres un sxllx, un xsx, un txpx, un lxbx, un pxllx! ¡Nx un mxzx, nx! ¡Txntx gxlxsx! ¡Cxlxsx sxrdx! ¡Te txmx xdix, Jxhn!
¡Ya xigx tu cxrx, lxcx! ¿Sxmxs bxbxs nxsxtrxs? ¡Txrdx rxjx! ¡Pxn el hxmbrx, y ve a Cxncxrd en xtxñx, cxn Ixs cxlxnxs!», etc.
Difícil es concebir la agitación ocasionada por este místico y cabalístico artículo. La primera idea concreta que circuló entre el pueblo fue que en esos jeroglíficos se encerraba alguna traición diabólica, por lo cual hubo un avance general en dirección al domicilio de Cabezudo, a efectos de lincharlo. Pero dicho caballero no se encontraba allí. Habíase evaporado, sin que nadie supiera decir cómo, y desde entonces no se ha vuelto a ver ni siquiera su fantasma.
Incapaz de descubrir al legítimo objeto de su cólera, la muchedumbre fue calmándose poco a poco, dejando a manera de sedimento diversas opiniones sobre este desdichado asunto.
Un caballero opinaba que todo había sido una excelente broma.
Otro sostuvo que, de todas maneras, Cabezudo había demostrado poseer una fantasía exuberante.
Un tercero lo declaró excéntrico, pero no más que eso.
Un cuarto sólo alcanzaba a suponer, en el plan de Cabezudo, el deseo de expresar su exasperación de manera general.
«Digamos -completó un quinto- que quería exponer un ejemplo para la posteridad.»
Para todo el mundo resultaba claro que Cabezudo había sido arrastrado a tales extremos y, puesto que dicho director había desaparecido, hablóse en cierto momento de linchar al que quedaba.
La conclusión más compartida, sin embargo, fue que el asunto era sencillamente extraordinario e inexplicable. Incluso el matemático del pueblo admitió que no encontraba la solución del problema. Como todo el mundo sabía, x representaba una cantidad desconocida, una incógnita; pero en este caso (como hizo notar apropiadamente) había además una cantidad desconocida de x.
La opinión de Bob (que mantuvo en secreto su intervención en las x del suelto) no encontró la atención que a mi juicio merecía, aunque fue expresada abiertamente y sin ningún temor. Bob manifestó que, por su parte, no le cabían dudas sobre el asunto, pues era muy sencillo: «Nadie pudo persuadir jamás al señor Cabezudo de que bebiera lo que bebían los otros muchachos del pueblo; se pasaba el tiempo bebiendo esa condenada cerveza marca XXX, y, como natural consecuencia, se le mezcló con la bilis y lo hizo volverse extremadamente extravagante.»

1.011. Poe (Edgar Allan)


[1] The wise men, los Reyes Magos. Literalmente, «los sabios». (N. del T.)

William wilson

¿Qué dirá ella? ¿Qué dirá esa conciencia espantosa, ese espectro que va por mi camino?

Chamberlayne, Pharronidu.

Séame permitido llamarme por el momento William Wilson, pues la página virgen extendida ante mí no debe mancharse con mi verdadero nombre, hartas veces motivo de desprecio y horror, y abominación para mi familia. ¿No han difundido los vientos indignados hasta en las más remotas regiones del globo mi incomparable infamia? ¡Oh! De todos los proscriptos, yo soy el más abandonado. ¿No he muerto para este mundo, para sus honores, sus galas y sus doradas aspiraciones? ¿No está eterna­mente suspendida entre mis esperanzas y el cielo una espesa nube sinies­tra y sin límites?
Aunque pudiese hacerlo, no quisiera consignar hoy en estas páginas el recuerdo de mis últimos años de miseria y de irremisible crimen, por­que ese período reciente de mi vida se caracterizó repentinamente por un grado de entorpecimiento del que sólo quiero determinar el origen: éste es por ahora mi único objeto.
Los hombres se envilecen generalmente por grados; pero de mí se desprendió toda virtud en un minuto, de un solo golpe, como una capa. Siendo mi perversidad relativamente común, un paso de gigante me con­dujo a enormidades más que las propias de Heliogábalo. Permitidme refe­rir en detalle qué casualidad, qué accidente único atrajo sobre mí esta maldición. La Muerte se aproxima y la sombra que la precede ha infil­trado en mi corazón una influencia que la dulcifica; suspiro al pasar a través del sombrío valle en pos de la simpatía -iba a decir de la pie­dad- de mis semejantes. Quisiera persuadirlos de que he sido en cierto modo esclavo de circunstan-cias que no ceden a ningún dominio humano; quisiera que descubriesen para mí, en los detalles que voy a referir­les, algún pequeño oasis de "fatalidad" en un Sahara de errores; desea­ría que me concediesen, pues no pueden rehusármelo, que aunque en este mundo haya muchas grandes tentaciones, jamás ningún hombre fue tentado como yo ni sucumbió como yo. ¿Será ésta la causa de que no haya conocido nunca iguales padecimientos? A decir verdad, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No muero, por ventura, víctima del horror y del misterio y de las más extrañas visiones sublunares?
Soy descendiente de una raza que en todo tiempo se distinguió por su viva imaginación fácilmente excitable y mí primera infancia demos­tró que había heredado del todo el carácter de la familia. Cuando avan­cé en edad, este carácter se pronunció más marcadamente y por mil razones llegó a ser motivo de seria inquietud para mis amigos, así como un perjuicio evidente para mí mismo. Muy pronto llegué a ser capricho­so hasta la extravagancia; fui presa de las más indomables pasiones, y mis padres, de carácter débil, con defectos constitucionales de la misma naturaleza, no podían hacer gran cosa para contener las malas tenden­cias que me distinguían; hicieron algunos ligeros esfuerzos que, mal diri­gidos, fracasaron del todo y que sirvieron únicamente para que mi triunfo fuese más completo. Desde aquel día, mi voz fue ley doméstica, y a una edad en la que pocos niños han traspasado los límites de la infan­cia, quedé abandonado a mi libre arbitrio y fui dueño de todos mis actos.
Mis primeras impresiones de la vida de escolar se relacionan con una vasta y extravagante mansión de estilo isabelino en un sombrío pueblo de Inglaterra, adornado con numerosos árboles gigantescos y nudosos, y cuyas casas eran todas muy antiguas. Esa venerable y vetusta ciudad era verdaderamente un lugar que tenía algo de fantástico y parecía la más propia para seducir el espíritu: en este momento mismo siento como una emoción refrescante al recordar sus sombrías alamedas; aspiro las ema­naciones de sus mil espesuras y me estremezco aún con indecible volup­tuosidad al pensar en el tañido ronco y profundo del esquilón, que, rasgando a cada hora los aires, perturbaba la tranquilidad de la atmósfe­ra, entre la cual dormitaba el gótico campanario.
Tal vez experimente ahora todo el placer que para mí es posible al evocar esos minuciosos recuerdos de la escuela y de sus ilusiones. Sumido en la desgracia como estoy -desgracia, ¡ay de mí!, demasiado efec­tiva-, se me dispensará que busque un alivio, bien ligero y breve, en estos pueriles detalles. Aunque del todo vulgares y risibles en sí, adquie­ren en mi espíritu una importancia circunstancial a causa de su íntima conexión con los lugares y la época en que distingo ahora las primeras advertencias ambiguas del destino, que tan profundamente me ha rode­ado con sus sombras desde entonces. Dejadme, pues, recordar.
La casa, ya lo he dicho, era vieja e irregular; los terrenos, muy vas­tos; una alta y sólida pared de ladrillos, coronada de una capa de morte­ro y de vidrio roto, constituía la cerca, que, digna de una prisión, formaba el límite del dominio. Nuestras miradas no pasaban de allí más de tres veces por semana; una, todos los sábados por la tarde, cuando, acompañados de dos maestros, se nos permitía dar cortos paseos por la campiña inmediata, y otras dos veces, el domingo, cuando íbamos, con la regularidad de la tropa a la parada, a oír misa, tarde y mañana, a la única iglesia del pueblo, de la que era pastor el principal de nuestra escuela. ¡Con qué profundo senti-miento de admiración acostumbraba yo a contemplarlo desde nuestro banco de la tribuna cuando subía al púl­pito con paso lento y solemne! Aquel personaje venerable, con su expre­sión modesta y benigna, con su sotana lustrosa y ondulante, con su peluca minuciosamente empolvada, tan rígida y grande, no parecía el mismo hombre que momentos antes, con su rostro severo y su ropa man­chada de tabaco, hacía ejecutar, férula en mano, las leyes draconianas de la escuela. ¡Oh, gigantesca paradoja cuya monstruosi-dad excluye toda solución!
En un ángulo de la maciza pared rechinaba una puerta más maciza aún, sólidamente cerrada, guarnecida de cerrojos y sobrepuesta de cha­pas de hierro denticuladas. ¡Qué profundo sentimiento de terror me ins­piraba! Jamás se abría más de tres veces para las salidas y entradas periódicas de que ya he hablado, y entonces, cada rechinamiento de sus goznes era para nosotros un misterio, un mundo de observaciones solem­nes y de meditacio-nes más solemnes aún.
El vasto recinto, de forma irregular, estaba dividido en varias partes, de las cuales se utilizaban para patio de recreo tres o cuatro de las mayo­res; el suelo estaba apisonado y cubierto de una arena muy menuda y áspera, y recuerdo bien que no había árboles ni bancos ni nada análogo. Natural-mente, se hallaba detrás de la casa; delante de la fachada se extendía un jardincillo plantado de boj y otros arbustos; pero muy rara vez atravesá-bamos aquel oasis sagrado; sólo cuando se ingresaba en la escuela o se salía de ella definitivamente, y quizás en los casos en que un amigo o un individuo de la familia enviaba recado para que fuéramos a casa; entonces emprendíamos alegremente la carrera hacia el domicilio paterno, regular-mente en las vacaciones de Navidad y en las de San Juan.
¡Qué curiosa y antigua construcción era la de la casa! A mí me pare­cía verdaderamente un palacio encantado, pues en realidad no tenían fin sus vueltas y revueltas y sus incomprensibles subdivisiones. Difícil era decir en un momento dado, con seguridad, si se estaba en el primer piso o en el segundo; para pasar de una habitación a otra se debían franquear siempre tres o cuatro escalones; los compartimientos laterales eran muy numerosos, inconcebibles, y daban tales vueltas que nuestras ideas más exactas res-pecto al conjunto del edificio diferían poco de las que tenía­mos acerca de lo infinito. Durante los cinco años de mi residencia en aquella mansión, jamás me fue posible determinar con exactitud en qué lugar lejano se hallaba el pequeño dormitorio donde habitaba con otros dieciocho o veinte escolares.
La sala de estudios era la más grande de toda la casa y hasta del mundo entero. Por lo menos, yo lo creía así. Muy larga y estrecha, tenía el techo sumamente bajo y ventanas ojivales; en un ángulo lejano, de donde ema-naba el terror, había un recinto cuadrado de ocho o diez pies que represen-taba el sanctum del maestro, el reverendo doctor Bransby, durante las horas de estudio. Era una sólida construcción, con una maci­za puerta, que por nada en el mundo hubiéramos abierto hallándose ausente el "dómine".
En otros dos ángulos veíanse otros dos compartimientos semejantes, objeto de una veneración mucho más profunda, pero que inspiraban bastante terror; uno era el púlpito del profesor de humanidades, y el otro, el del profesor de inglés y el de matemáticas. Diseminados a través de la sala se veían numerosos bancos y pupitres, llenos de libros man­chados por los dedos, que se cruzaban con una irregularidad sin fin; negros, viejos y desgastados por la acción del tiempo, tenían tantas letras iniciales, nombres enteros, figuras extravagantes y obras maestras del cortaplumas que habían perdido completamente su primitiva forma. En una extremidad de la sala había un enorme cubo lleno de agua, y en la otra, un reloj de prodigiosas dimensiones.
Encerrado entre los macizos muros de aquella venerable escuela pasé, sin embargo, sin disgusto ni enojo, los años del tercer lustro de mi vida. El cerebro fecundo de la infancia no exige un mundo exterior de incidentes para ocuparse o divertirse, y la monotonía al parecer lúgubre de la escuela abunda en excitaciones más intensas que todas aquellas que mi juventud más madura pidió a la voluptuosidad, o mi virilidad al crimen. No obstante, debo creer que mi primer desarrollo intelectual fue en gran parte poco común y hasta desordenado. Generalmente, los acontecimientos de la existencia infantil no dejan en el hombre, llegado a la edad provecta, una impresión bien definida; todo es sombra gris, recuerdo débil e irregular, confuso laberinto de ligeros placeres y penas fantasmagóricas. Para mí no es así: yo debí sentir en mi infancia, con la energía de un hombre formal, todo lo que aún encuentro hoy impreso en mi memoria en líneas tan vivas, tan profundas y duraderas como los exergos de las medallas cartaginesas.
Y, sin embargo, ¡qué pocas cosas había para el recuerdo desde el punto de vista ordinario del mundo! La hora de despertar, por la maña­na; la orden de acostarse, las lecciones aprendidas de memoria; el reci­tado, las licencias periódicas, los paseos, el patio de recreo, con los juegos y disputas; todo esto contenía en sí, por una magia desvanecida, un desbordamiento de sensaciones, un mundo rico en incidentes, un universo de excitaciones diversas, apasionadas y embriagadoras. "¡Oh, qué buen tiempo fue aquel siglo de hierro!"
Mi carácter ardiente, entusiasta e imperioso fue causa de que muy pronto me distinguiera entre mis compañeros y, como era natural, poco a poco adquirí un ascendiente sobre todos aquellos que apenas tenían más edad, sobre todos excepto uno. Era un escolar que, sin tener con­migo ningún parentesco, llevaba el mismo nombre de pila e igual apelli­do de familia, circunstancia poco notable en sí, pues el mío, a pesar de la nobleza de mi origen, era uno de esos apelativos vulgares que parecen haber sido desde tiempo inmemorial, por derecho de prescripción, propiedad común de la multitud. En este relato he tomado el nombre de William Wilson, nombre ficticio que no se diferencia mucho del verda­dero. Sólo mi homónimo, entre los muchachos que, según el lenguaje de la escuela, componían nuestra "clase", osaba rivalizar conmigo en los estudios, en los juegos y en las disputas, rehusando creer ciegamente en mis asertos y someterse del todo a mi voluntad; en una palabra, comba­tía mi dictadura en todos los casos posibles. Ahora bien, si jamás hubo en la tierra un despotismo supremo y sin límites, seguramente es el del niño de genio sobre las almas menos enérgicas de sus compañeros.
La rebelión de Wilson era para mí origen de gran confusión, tanto más cuanto que, a pesar de mis bravatas y del desdén con que lo trataba públi­camente, burlándome de sus pretensiones, reconocía en mi interior que lo temía y que no podía menos de considerar como una prueba de verdade­ra superioridad la igualdad que conservaba tan fácilmente respecto a mí, puesto que yo hacía un esfuerzo continuo para que no me dominara. Sin embargo, esta superioridad, o más bien igualdad, no era verdaderamente reconocida más que por mí, pues nuestros compañeros, completamente ciegos, ni siquiera parecían sospecharla.
La rivalidad de Wilson, su resistencia y sobre todo su impertinente y hostil intervención en todos mis proyectos se debían sólo a una inten­ción privada, y también parecía carecer de la ambición que me impulsa­ba a dominar y de la apasionada energía que me daba los medios. Hubiérase podido creer que en su rivalidad, hija solamente de un capri­cho, se proponía tan sólo contradecirme y mortificarme, aunque había casos en que no podía menos de observar con un sentimiento confuso de cortedad, de humillación y de cólera que en sus ultrajes, en sus imperti­nencias y contradicciones, afectaba cierto aire cariñoso, el más intem­pestivo y desagradable del mundo. No me era posible explicarme tan extraña conducta sino suponién-dola resultado de una verdadera sufi­ciencia que se permitía el tono vulgar del patronazgo y de la protección.
Tal vez este último rasgo de la conducta de Wilson, unido a nuestra homonimia y al hecho puramente accidental de haber entrado en la escuela el mismo día, propaló entre nuestros condiscípulos de las clases superiores la opinión de que éramos hermanos, pues por lo regular no se informan con mucha exactitud de los asuntos de los más jóvenes. Ya he dicho, o he debido decir, que Wilson no estaba emparentado con mi fami­lia ni lejanamente; mas, de ser hermanos, hubiéramos tenido que ser gemelos, puesto que, según supe al dejar la escuela del doctor Bransby, mi homónimo había nacido el 19 de enero de 1813, coincidencia notable, porque en tal día vine yo también al mundo.
Podrá parecer extraño que a pesar de la continua inquietud que me causaba la rivalidad de Wilson y su insoportable espíritu de contradic­ción no llegase a odiarlo del todo. Casi diariamente se suscitaba entre nosotros alguna disputa, en la cual, concediéndome en público la palma de la victoria, se esforzaba en cierto modo para hacerme comprender que él era quien la había merecido, pero un sentimiento de orgullo por mi parte, y una verdadera dignidad por la suya, nos mantenían siempre en los límites de la más estricta conveniencia, habiendo bastantes pun­tos de contacto en nuestros caracteres para despertar en mí un senti­miento que sólo nuestra situación respectiva impedía tal vez que se convirtiera en amistad.
Difícilmente podría definir, ni aun explicar mis verdaderos senti­mientos respecto a Wilson, pues eran una amalgama abigarrada y hete­rogénea, una animosidad petulante que no era odio ni estimación, sino más bien respeto, mucho temor y una ilimitada e inquieta curiosidad. Superfluo es añadir, para el moralista, que Wilson y yo éramos los más inseparables compañeros.
La anomalía y la ambigüedad de nuestras relaciones fueron, sin duda, las que provocaron todos mis ataques contra Wilson, y, francos o disimulados, eran numerosos en el terreno de la ironía y de la burla (¿no son dolorosos los que esta última infiere?), aunque no degeneraran en una hostilidad formal y determinada. Sin embargo, mis esfuerzos en este punto no solían conducirme al triunfo, ni aun cuando más ingeniosa­mente los fraguaba, pues en el carácter de mi homónimo había mucho de esa austeridad llena de reserva y de calma que, gozándose en la mor­dacidad de sus propios sarcasmos, no muestra nunca el talón de Aquiles y elude completamente el ridículo.
No podía hallar en Wilson más que un punto vulnerable, en un detalle físico, que, debiéndose tal vez a un defecto constitucional, habría sido respetado por un antagonista menos encarnizado que yo en mis fines. Mi competidor estaba aquejado de cierta debilidad en el aparato vocal que le impedía elevar la voz, la cual se reducía a "una especie de cuchicheo muy bajo". No dejé de aprovecharme de esa imperfección, buscando en ella toda la mezquina ventaja que me era posible obtener.
Las represalias de Wilson eran de más de una especie y tenía por lo regular un género de malicia que me perturbaba sobremanera. Jamás he podido explicarme cómo desde un principio tuvo la sagacidad suficiente para descubrir que una cosa tan mínima podía molestarme tanto, pero el caso es que apenas lo echó de ver se aprovechó de su observación.
Siempre me había sido odioso mi apellido de familia, tan poco agra­dable al oído, y también mi nombre, por demás trivial, si no plebeyo; estas sílabas eran un veneno para mí siempre que las pronunciaban, y cuando el día mismo de mi llegada se presentó en la escuela un segundo William Wilson, me inspiró aversión sólo porque se llamaba así, porque lo usaba un extraño, y él sería causa de que se pronunciara el nombre dos veces más a menudo. Por otra parte, siempre estaría delante de mí y sus asuntos en la marcha ordinaria de las cosas del colegio se confundi­rían con los míos inevitable-mente por causa de esa enojosa coincidencia.
El sentimiento de irritación creado por este accidente llegó a ser más vivo en cada una de las circunstancias que tendían a poner en eviden­cia toda semejanza moral o física entre mi rival y yo. Aún no me había fijado en el hecho de que teníamos la misma edad, pero veía que éramos de igual estatura, y me llamó la atención la singular semejanza de nues­tra fisonomía en el conjunto de las facciones. Por otra parte, me exaspe­raba el rumor que circulaba sobre nuestro parentesco, generalmente creído en las clases superiores.
En una palabra, nada me enojaba tanto (aunque yo ocultase cuida­dosamente toda señal de disgusto) como una alusión cualquiera a una semejanza entre nosotros, relativa al espíritu, a la persona o al naci­miento, pero, a decir verdad, no tenía motivo alguno para creer que esta semejanza (excepto la circunstancia de parentesco y todo lo que parecía saber el mismo Wilson) hubiese sido nunca asunto de comentario ni pudiera ser notada por nuestros compañeros de clase. Claro es que "él" observaba todas las fases, y con tanta atención como yo, pero el hecho de haber hallado en tales circunstancias una rica mina de contrariedades para mí, no se podía atribuir, como ya he dicho, sino a su penetra­ción más que ordinaria.
Me replicaba siempre, imitándome con perfección en ademanes y palabras, y desempeñaba su papel de una manera admirable. Mi traje era cosa fácil de copiar: se había apropiado sin dificultad mi modo de andar y mis movimientos, y, a pesar de su defecto constitucional, remedaba mi voz. No alcanzaba, empero, los tonos elevados, pero la modulación era idéntica; su voz, con tal que hablase bajo, era el eco perfecto de la mía.
No trataré de explicar hasta qué punto me atormentaba este curio­so retrato, pues no puedo llamarlo caricatura. Sólo tenía un consuelo, y era que, según me parecía, nadie observaba la imitación sino yo; de modo que ningún otro se fijaba en las sonrisas misteriosas y singular­mente sarcásticas de mi homónimo. Satisfecho de haber producido en mi corazón el efecto deseado, parecía gozarse secretamente en la pica­dura que me había inferido, aparentando desdeñar los aplausos que su ingenio le podía conquistar fácilmente. ¿Cómo era que nuestros compa­ñeros no adivinaban su designio, ni veían su manera de proceder, ni par­ticipaban de su alegría burlona? Durante algunos meses de inquietud esto fue un enigma insoluble para mí. Tal vez la lentitud graduada de su imitación fue causa de que no se notase o tal vez debiera mi seguridad a la perfecta maestría del que me copiaba.
Ya he hablado varias veces del aire de protección que Wilson afec­taba conmigo, y de su frecuente y oficiosa intervención en mis volunta­des, la cual tomaba con frecuencia el carácter desagradable de un consejo, pero no dado abiertamente, sino sugerido, insinuado tan sólo: yo lo recibía con una repugnancia cada vez más fuerte a medida que avanzaba en edad. Sin embargo, debo hacerle la justicia de reconocer que no recuerdo un solo caso en que las sugestiones de mi rival, en aque­lla época lejana, participasen de ese carácter de error y de locura, tan natural en la juventud, que generalmente carece de experiencia; debo confesar que por su sentido moral, si no por su talento y prudencia mun­dana, era muy superior a mí, y que hoy sería yo mejor hombre, y de con­siguiente más feliz, a no haber rechazado tan a menudo los consejos que en sus cuchicheos significativos me daba, los cuales me inspiraron entonces sólo un odio concentrado y el más amargo desdén.
Al fin llegué a mostrarme, así, en extremo rebelde a su odiosa vigi­lancia y aborrecí cada día más abiertamente lo que consideraba como un intolerable orgullo. He dicho que en los primeros años de nuestro com­pañerismo mis sentimientos respecto a él se hubieran convertido fácil­mente en amistad, pero durante los últimos meses de mi permanencia en la escuela, aunque la indiscreción de su proceder habitual hubiese dis­minuido mucho, mis impresiones se inclinaban positiva-mente hacia el odio en una proporción casi igual. En cierta circunstancia debió com­prenderlo así, según creo, y desde entonces evitó mi presencia o afectó evitarla.
Hacia la misma época, si mal no recuerdo, fue cuando, con motivo de una disputa violenta en que mi homónimo perdió su acostumbrada reserva, hablando y procediendo de un modo extraño a su carácter, des­cubrí, o parecióme descubrir en su acento, en su aire y en su fisonomía, alguna cosa que al principio me hizo estremecer, pero me interesó des­pués profunda-mente, pues trajo a mi espíritu visiones oscuras de mi pri­mera infancia, recuerdos extraños y confusos de un tiempo en que aún no había nacido mi memoria.
Para definir bien la sensación que me oprimía, lo mejor que puedo hacer es confesar que me era difícil desechar la idea de que había cono­cido ya en una época remota al individuo que tenía en mi presencia. Esta ilusión, sin embargo, se desvaneció tan rápidamente como la había con­cebido y solamente la apunto para señalar el día de mi última conversa­ción con mi singular homónimo.
La grande y vetusta casa, con sus innumerables subdivisiones, con­tenía varias espaciosas salas que se comunicaban entre sí, sirviendo de dormito-rios a un considerable número de escolares; pero había (como necesaria-mente debía suceder en una construcción tan mal trazada) muchos rincones y escondrijos, des-perdicios del suelo que la ingeniosa economía del doctor Bransby había transformado en dormitorios, pero como eran solamente una especie de cuartuchos no podían servir sino para un individuo. Wilson ocupaba uno de ellos.
Cierta noche, hacia fines del quinto año de escuela, y seguidamen­te después del altercado de que antes hice mención, aproveché el momento en que todo el mundo dormía, salté de la cama y con una luz en la mano me deslicé a través de un laberinto de estrechos corredores, pasando desde mi alcoba a la de mi rival.
Yo había tramado hacía tiempo contra él una de esas malignidades que tantas veces me habían salido mal hasta entonces; tenía empeño en llevar a cabo un plan y resolví hacerle sentir toda la fuerza de la perver­sidad de que yo era capaz. Llegué hasta su cuarto, entré sin hacer ruido, dejando la luz a la puerta con una pantalla, adelanté un paso y escuché su tranquila respiración. Seguro de que estaba bien dormido, volví a la puerta, tomé la luz y me aproximé otra vez al lecho. Las cortinillas lo ocultaban; las descorrí suavemente con mucha lentitud para ejecutar mejor mi proyecto, pero una viva luz se reflejó de lleno en el durmiente y mi vista se fijó en su fisonomía. En el mismo instante me sobrecogió una especie de entorpecimiento; una sensación de hielo recorrió todo mi ser, me palpitó el corazón acelerada-mente, mis piernas vacilaron y se apoderó de mi alma un horror insufrible e inexplicable. Respirando con­vulsivamente, acerqué más la luz al rostro de mi rival y me pregunté si eran aquéllas, en efecto, las facciones de William Wilson. Yo veía que sí, pero temblaba, como poseído de un acceso de fiebre, imaginándome que no eran las suyas. ¿Qué había en ellas que pudiera confundirme de tal modo? Las contemplé y se me figuró que mi cerebro daba vueltas bajo la acción de mil pensamientos incoherentes. No se me aparecía como Wilson; no, seguramente no me parecía él, tal como era en las horas en que estaba despierto. ¡El mismo nombre! ¡Las mismas facciones! ¡Su entrada en la escuela el mismo día que yo! ¡Y sobre todo esto, la enojo­sa e inexplicable imitación de mi modo de andar, de mi voz, de mi traje y de mis ademanes! ¿Estaba realmente en los límites de lo posible que lo que yo veía entonces fuera el simple resultado de la costumbre o, mejor dicho, de una imitación sarcástica? Poseído de terror y estremeciéndo­me, apagué la luz, salí silenciosamente de la habitación y abandoné de una vez el recinto de aquella vieja escuela para no volver jamás.
Transcurridos algunos meses, que pasé en casa de mis padres entre­gado a la ociosidad, ingresé en el colegio de Eton. Este breve intervalo había sido suficiente para debilitar en mí el recuerdo de los aconteci­mientos de la escuela Bransby o, por lo menos, de producir un cambio notable en la naturaleza de los sentimientos que aquellos recuerdos me inspiraban.
La realidad, la parte trágica del drama no existía ya; me pareció tener entonces algunas razones para dudar del testimonio de mis senti­dos y rara vez recordé la aventura sin admirarme de que pudiese llegar a tal punto la credulidad humana y sin sonreír al reflexionar sobre la pro­digiosa fuerza de imaginación que había heredado de mi familia. Ahora bien, mi género de vida en Eton no era el más propio para disminuir esta especie de escepticismo; el torbellino de locuras al que me lancé, sin reflexión, lo barrió todo excepto la espuma de mis pasadas olas, absorbió de una vez toda impresión formal y no dejó en mi recuerdo más que los aturdimientos de mi existencia anterior.
No me propongo, sin embargo, trazar aquí el curso de mis míseros desarreglos, que desafiaban toda ley, eludiendo toda vigilancia. Tres años de locura, gastados sin provecho, sólo sirvieron para hacerme contraer vicios arraigados, acrecentando mi desarrollo físico de una manera casi anormal. Cierto día, después de pasar toda una semana entregado a una disipación embrutecedora, invité a varios estudiantes de los más disolutos a una orgía secreta en mi habitación; el festín comenzó a hora avanzada de la noche, pues nuestra saturnal debía prolongarse hasta la mañana; el vino circulaba libremente y tal vez no se habían descuidado otras seduc­ciones más peligro-sas, de modo que cuando el alba hizo palidecer el cielo por oriente, el delirio y las extravagancias llegaban a su apogeo. Enarde­cido por el juego y la embriaguez, me obstinaba en pronunciar un brin­dis asaz indecente, cuando distrajo mi atención una puerta que se entreabría rápidamente, y la voz precipitada del criado, quien me dijo que una persona deseaba hablarme cuanto antes en el vestíbulo.
Singularmente excitado por la bebida, aquella inesperada interrup­ción me produjo más placer que sorpresa; me precipité vacilante y a los pocos pasos estuve en el vestíbulo de la casa. En aquella habitación estrecha y de techo bajo no había lámpara alguna ni más luz que la del alba, cuyos primeros fulgores, muy débiles, se deslizaban a través de la ventana cintrada. Al pisar el umbral distinguí la figura de un joven de mi estatura, poco más o menos, con bata de lana blanca, a la última moda, como la que yo llevaba entonces.
La incierta luz me permitió ver todo esto, pero no la fisonomía del individuo. Apenas entré, se precipitó hacia mí y tomándome del brazo con ademán imperioso e impaciente, murmuró a mi oído estas palabras: "iWilliam Wilson!"
Mi embriaguez se disipó al punto.
En el ademán del extraño, en el temblor nervioso de su dedo, levan­tado entre mis ojos y la luz, había alguna cosa que me hizo enmudecer de asombro, mas no fue esto lo que me conmovió tan fuertemente: era la importancia, la solemnidad contenida en aquella palabra singular, pro­nunciada a manera de amonestación, y sobre todo el carácter, el tono, la "modulación" de aquellas sílabas, simples, familiares, y, sin embargo, mis­teriosamente "cuchicheadas", que con mil recuerdos de los días pasados cayeron sobre mi alma como una descarga de la pila voltaica. Antes de que pudiera reponerme, el joven había desaparecido.
Aunque este acontecimiento produjo un efecto muy vivo en mi ima­ginación desordenada, pronto comenzó a desvanecerse. Durante algu­nas semanas, a decir verdad, unas veces me entregaba a la más detenida investigación y otras quedaba sumido en mis meditaciones. No traté de ocultarme la identidad del singular individuo que tan inesperadamente se inmiscuía en mis asuntos, molestándome con sus consejos oficiosos, pero ¿quién y qué era aquel Wilson? ¿De dónde venía? ¿Cuál era su obje­to? A ninguna de estas preguntas me podía contestar: sólo averigüé que un repentino accidente en su familia lo había obligado a salir de la escuela del doctor Bransby en la tarde del día en que yo me marché. Pasado algún tiempo, dejé de pensar en el asunto y toda mi atención se fijó en un viaje proyectado a Oxford, donde, gracias a la vanidad pródi­ga de mis padres, que me permitieron vivir con ostentación en medio del lujo, tan querido ya para mí, llegué muy pronto a rivalizar en prodigali­dades con los soberbios herederos de los más ricos condados de la Gran Bretaña.
Estimulado en el vicio por semejantes medios, mi naturaleza se des­bordó con mayor ardimiento y en la loca embriaguez de mi libertinaje hollé las vulgares trabas de la decencia, pero absurdo fuera insistir en los detalles de mis extra-vagancias. Baste decir que aventajé a Herodes en disipación y que, dando nombre a una infinidad de nuevas locuras, agre­gué un copioso apéndice al largo catálogo de los vicios que reinaban entonces en la universidad más disoluta de Europa.
Parecerá difícil creer que, aunque decayera de tal modo de la cate­goría de caballero, tratase de familiarizarme con los artificios más viles del jugador de profesión y que, convertido en adepto de esa ciencia des­preciable, la practicara habitual-mente como medio de aumentar mi renta, ya enorme, a expensas de aquellos de mis compañeros cuyo espí­ritu era más débil.
Sin embargo, así fue y la enormidad misma de este ataque contra todos los sentimientos de la dignidad y del honor era evidentemente la principal, si no la única razón de mi impunidad. ¿Cuál de mis compañe­ros más deprava-dos no habría contradicho al más acreditado testigo antes que suponer semejante conducta en el alegre, el franco y el gene­roso William Wilson, el más noble y desprendido compañero de Oxford, aquel cuyas locuras, según decían sus parásitos, eran propias de un joven de imaginación desenfrenada cuyos errores no pasaban de ser inimita­bles caprichos, y sus vicios más negros, una indiferente y soberbia extra­vagancia?
Ya había pasado dos años divirtiéndome así, cuando llegó a la uni­versidad un joven reciente-mente ennoblecido, un tal Glendinning, más rico que Herodes Ático, según la voz pública, y que lo era sin que le hubiera costado el menor trabajo. Muy pronto reconocí que estaba dota­do de escasa inteligencia y naturalmente lo consideré como una segura víctima de mi habilidad; lo invité a jugar y con la astucia propia de un tahúr lo dejé ganar al principio sumas considerables para atraparlo mejor en mis redes.
Una vez madurado el plan y con la intención bien decidida de ponerlo en acción de una vez, fui a buscar a Glendinning a casa de Lino de nuestros compañeros, llamado Preston, igualmente relacio-nado con nosotros dos, pero que, debo hacerle esta justicia, no tenía la menor sos­pecha de mi designio. Para dar a todo esto mejor colorido, tuve cuidado de invitar a ocho o diez personas y me arreglé de modo que la introduc­ción de las cartas pareciese del todo accidental y no se efectuara sino a instancias de mi futura víctima. En fin, para abreviar en este asunto tan soez, no descuidé ninguna de esas viles finezas, tan frívolamente practi­cadas en semejante caso, que parece imposible que haya hombres bas­tante estúpidos para dejarse envolver en el lazo.
Se había prolongado nuestra reunión hasta una hora muy avanzada y entonces maniobré de modo que pudiese tener a Glendinning por único adversario. El ecarté era mi juego favorito; las demás personas de la reunión, interesadísünas por las proporciones grandiosas de nuestro envite, habían dejado sus naipes y formaban círculo alrededor de no­sotros. Nuestro parvenu, a quien yo había impulsado diestramente en la primera parte de la noche a beber en demasía, barajaba, daba las cartas y jugaba de una manera singularmente nerviosa, sin duda por efecto de la embriaguez, según creí, aunque no me explicaba bien el hecho por semejante causa.
En poco tiempo llegó a deberme una suma considerable y, como apurase otra copa de vino, hizo lo que yo había previsto fríamente: pro­puso doblar la apuesta, ya muy exorbitante. Aparentando resistirme, con la mayor naturali-dad, y sólo después que mi negativa lo hubo impulsado a dirigirme algunas palabras duras, que dieron a mi consentimiento la apariencia de un pique, acepté su proposición. El resultado fue lo que debía ser: mi presa estaba completamente metida en mis redes y en menos de una hora cuadruplicó su deuda. Hacía algún tiempo que de su rostro habían desaparecido los vivos colores que le comunicaban los vapores del vino y de pronto observé con asombro que su palidez era ver­daderamente espantosa; digo con asombro porque, habiendo tomado minuciosamente informes sobre Glendinning, se me aseguró que era inmensamente rico, y las sumas perdidas por él hasta entonces, aunque considerables, no podían, o por lo menos yo lo supuse así, trastornarlo tan gravemente, afectándolo con tal violencia. La idea que desde luego me ocurrió fue que estaba aturdido por la bebida y, con objeto de con­servar mi buen nombre a los ojos de los circunstantes, más bien que por desinterés, iba a insistir para que dejásemos el juego, cuando algunas palabras pronunciadas junto a mí entre los presentes y una exclamación de Glendinning que manifestaba la más completa desesperación me hicieron comprender que lo había arruinado, en condiciones que hacían de él un objeto de compasión para todos, lo cual podría haberlo protegi­do hasta contra las asechanzas de un demonio.
Difícil me sería decir qué conducta hubiera adoptado en semejante circunstancia; la deplorable situación de mi víctima era causa de que todos afectasen cierto aire de malestar y tristeza, y reinó un silencio pro­fundo por espacio de algunos minutos, durante los cuales sentí, a pesar mío, que se me encendían las mejillas bajo las miradas abrasadoras de desprecio y reprensión de las personas menos endurecidas, allí presentes. Confieso que mi corazón quedó momentáneamente aliviado de una intolerable angustia por la repentina y extraordinaria interrupción que siguió: las pesadas hojas de la puerta de la habitación se abrieron de par en par de un solo golpe, con una impetuosidad tan vigorosa y violenta que todas las bujías se apagaron como por encanto, pero la moribunda luz me permitió ver que había penetrado en la sala un extranjero, un hombre de mi estatura, poco más o menos, embozado en su capa; las tinieblas llegaron a ser completas, y sólo podíamos ya sentir que estaba en medio de nosotros. Antes que nadie se repusiera del asombro que le había causado semejante violencia, oímos la voz del intruso.
-Caballeros -dijo con una voz muy baja, pero bien distinta, con una voz inolvidable que penetró hasta la medula de mis huesos-, caba­lleros, no trato de excusar mi conducta, porque, al proceder así, sólo cumplo con un deber. Sin duda no conocen ustedes el verdadero carác­ter de la persona que esta noche ha ganado una suma enorme a lord Glendinning y, por lo tanto, voy a indicarles un medio expedito y deci­sivo para obtener importantes informes: sírvanse examinar con deten­ción el forro de su manga izquierda y los pequeños paquetes que se hallarán en los bolsillos bastante grandes de su bata bordada.
Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se hubiera oído caer un alfiler en la alfombra, y, cuando hubo concluido, salió tan brus­camente como había entrado. ¿Cómo describir mis sensaciones? ¿Será necesario decir que me pareció estar rodeado de todos los horrores del infierno? Poco tiempo tuve para reflexionar; varios brazos me agarraron con fuerza y al punto se mandó traer luz, a lo que siguió un registro com­pleto. En el forro de mi manga se hallaron todas las cartas principales del ecarté, y en los bolsillos de mi bata, cierto número de barajas del todo semejantes a las usadas en nuestras reuniones, sólo que las mías estaban convenientemente preparadas por medio de señales sólo visibles para mí.
Una tempestad de indignación me habría afectado menos que el silencio despreciativo y la calma sarcástica que se produjo por este des­cubrimiento.
-Señor Wilson -dijo el dueño de casa, bajándose para levantar del suelo una magnífica capa guarnecida de preciosas pieles-, ésto es suyo (el tiempo estaba frío y, al salir de mi habitación, me había cubier­to con una capa, de la cual me despojé al llegar a casa de mi amigo). Pre­sumo -añadió, mirando los pliegues de mi traje con amarga sonrisa­que será inútil darnos aquí nuevas pruebas de su habilidad, pues ya tene­mos las suficientes. Espero que comprenderá usted que debe salir de Oxford, y por lo pronto de mi casa, ahora mismo.
Envilecido, humillado así y cubierto del lodo de la vergüenza, es pro­bable que hubiese castigado aquellas insultantes palabras con una inme­diata violencia personal, si en el mismo momento no se hubiese fijado mi atención en un detalle de los más sorprendentes que pudiera imaginar­se. La capa que yo había llevado estaba guarnecida de espesas pieles de una rareza y de un precio exorbitantes, y el corte, de puro capricho, era de mi invención, pues en aquellas materias frívolas mi afán de ser ele­gante me había conducido a lo absurdo. Así, pues, cuando Preston me presentó la capa recogida del suelo, junto a la puerta de la habitación, experimenté un asombro que rayaba en terror al ver que llevaba ya la mía en el brazo y que aquélla era igual en sus más minuciosos detalles.
El extraño personaje que tan inoportunamente me había delatado llevaba también capa, según recordé, y ninguno de los individuos pre­sentes la usaba, excepto yo. Sin embargo, conservé mi presencia de ánimo, tomé la que Preston me presentaba y la puse sobre la mía, sin que nadie fijara en ello la atención; después salí de la sala, dirigiendo a todos una mirada de reto, y aquella misma mañana, antes de rayar el día, partí precipitadamente de Oxford, poseído de una verdadera angustia, de horror y de vergüenza.
Huía en vano: mi maldita estrella me ha perseguido triunfante, como para demostrarme que su misteriosa influencia no había comenzado hasta entonces. Apenas puse los pies en París, recibí una nueva prueba del detestable interés que Wilson tomaba en mis asuntos.
Los años transcurrieron sin que me dejara un momento de reposo. ¡Miserable! ¡Con qué importuna obsequiosidad me acosó en Roma, y con qué diligencia de espectro se interpuso entre mi ambición y yo! ¡Y en Viena, en Berlín, en Moscú! ¿Dónde no encontraba yo alguna amarga razón para maldecirlo en el fondo de mi alma? Presa de indecible pánico, emprendí la fuga ante su impenetrable tiranía, huyendo como de la peste, y hasta el fin del mundo he huido, pero en vano.
Interrogando siempre a mi alma en secreto, repetía mis preguntas. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Cuál es su objeto? No podía contestarme y entonces analizaba con minuciosa atención las formas, el método y los rasgos característicos de su insolente vigilancia, pero ni aun en esto encontraba gran cosa que pudiera servir de base a una conjetura. Era un hecho verdaderamente notable que en los numerosos casos en que se había cruzado últimamente en mi camino no lo hiciera nunca sino para desbaratar planes u operaciones que, de haber salido bien, hubieran tra­ído consigo amargas consecuencias. ¡Pobre justificación era ésta para una autoridad tan imperiosamente asumida! ¡Pobre indemnización para esos derechos naturales del libre arbitrio, tan tenaz e insolentemente negados!
También me había sido forzoso observar, hacía largo tiempo, que mi verdugo, satisfaciendo escrupulosamente y con maravillosa destreza la manía de vestirse igual que yo, se había arreglado de modo que, cuando intervenía en mi voluntad, no pudiese yo ver nunca sus facciones. Quien-quiera que fuese aquel condenado Wilson, semejante misterio era el colmo de la afectación y de la necedad. ¿Podría suponer él un solo ins­tante que en mi consejero de Eton, en el que me envileció en Oxford, en el que había contrarrestado mi ambición en Roma, mi venganza en París, mi amor apasionado en Nápoles, y en Egipto lo que llamaba mi codicia; podría suponer, repito, que en ese ser, mi enemigo mortal, mi genio maléfico, no hubiera reconocido yo al William Wilson de mis años de colegio, al homónimo, al compañero, al rival execrado y temido de la casa Bransby? ¡Imposible! Pero dejadme llegar al terrible desenlace del drama.
Hasta entonces me había sometido cobardemente a su imperioso dominio. El sentimiento de profundo respeto que me había acostumbra­do a considerar el carácter elevado, la sabiduría majestuosa y la omni­potencia aparentes de Wilson, unido a no sé qué impresión de terror inspirado por ciertos rasgos de su naturaleza y su arrogancia, habían cre­ado en mí la idea de mi completa debilidad y de mi impotencia, aconsejándome una completa sumisión, aunque llena de amargura y repug­nancia por tan arbitraria tiranía.
Sin embargo, hacía tiempo que me había entregado a la bebida, y la influencia del vino, exasperando mi temperamento, me rebelaba contra toda sujeción. Comencé a murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Fue sólo mi imagina-ción la que me indujo a creer que la tenacidad de mi verdugo disminuiría en razón de mi propia firmeza? Es posible, pero de todos modos comencé a sentir la inspiración de una esperanza ardiente y acabé por alimentar en lo secreto de mis pensamientos la sombría y desespera­da resolución de librarme de aquella esclavitud.
Estábamos en Roma, durante el carnaval de 18...; yo había ido a un baile de máscaras que se daba en el palacio del duque Di Broglio, en Nápoles, después de beber más que de costumbre, y la atmósfera sofo­cante de los salones, llenos de gente, me irritaba de un modo insoporta­ble. La dificultad de abrirme paso a través de la multitud me exasperó más todavía, pues buscaba con afán, no sé con qué indigno propósito, a la joven y bella esposa del viejo y extravagante Duque. Con no menos confianza que imprudencia, me había dicho qué traje vestiría, y, como acababa de verla a lo lejos, tenía prisa por llegar hasta ella. En el mismo instante sentí que una mano se apoyaba suavemente en mi hombro y pude oír después ese inolvidable, ese profundo y maldito cuchicheo de otras veces.
Poseído de frenética cólera, me volví bruscamente hacia el que así me molestaba y lo agarré violentamente por el cuello. Llevaba, como ya me lo esperaba yo, un traje del todo igual al mío: capa a la española de terciopelo azul y cinturón carmesí, del que pendía la espada; una careta de seda ocultaba sus facciones.
-¡Miserable! -grité con voz enronquecida por la cólera y pare­ciéndome que cada una de mis palabras era alimento para el fuego de mi ciega rabia -. ¡Miserable impostor, condenado bribón, ya no me segui­rás más la pista, ya no me acosarás hasta la muerte! ¡Sígueme o te atra­vieso aquí mismo de parte a parte!
Y me abrí paso desde el salón de baile hasta una pequeña antecá­mara arrastrando con irresistible fuerza a mi rival.
Al entrar, lo empujé con violencia lejos de mí, y fue a tropezar vaci­lante contra la pared; entonces cerré la puerta, profiriendo maldiciones, y ordené a Wilson que desenvainara. Vaciló un momento y, dejando escapar después un suspiro, desenvainó lentamente su acero y se puso en guardia.
El combate no fue largo; yo estaba exasperado por las más ardientes excitaciones de todo género y sentía en mi brazo la energía y el vigor de toda una multitud. A los pocos segundos acorralé a mi adversario con­tra la pared y, teniéndolo allí a mi discreción, hundí varias veces mi espa­da en su pecho con una salvaje ferocidad.
En aquel momento, alguno tocó la cerradura de la puerta; me apre­suré a impedir una invasión importuna y me dirigí resueltamente hacia mi mori-bundo adversario, pero ¿qué lengua humana pudiera expresar el asombro y el horror que experimenté ante el espectáculo que se ofreció a mi vista? El breve instante en que estuve vuelto de espaldas había bas­tado para producir, al parecer, un cambio material en la disposición de aquella extremidad de la habitación: un vasto espejo -en mi turbación me pareció que lo era- brillaba en el sitio donde antes no había visto señales de tal cosa, y, como avanzase hacia él, poseído de terror, mi pro­pia imagen, pero con el rostro pálido y manchado de sangre, se adelan­tó a mi encuentro con vacilante paso.
Así me pareció a mí, pero en realidad era mi adversario, era Wilson, que se hallaba delante de mí en medio de su agonía; su careta y su capa estaban en el suelo, en el mismo sitio donde las había arrojado. ¡No había un hilo de su traje ni una línea de su rostro, tan caracterizado y singular, que no fuese mío, que no fuera mía; era la identidad en absoluto!
Era Wilson, pero sin cuchichear ya sus palabras, tanto que habría podido creer que era yo mismo quien hablaba, me dijo:

-¡Tú has vencido y yo sucumbo, pero en adelante tú estarás muerto también, muerto para el Mundo, para el Cielo y la Esperanza! ¡En mí existí­as y ahora puedes ver en mi muerte, por esta imagen que es la tuya, cómo te has suicidado irremisiblemente!

1.011. Poe (Edgar Allan)

Von kempelen y su descubrimiento

Después del minucioso y detallado artículo de Arago, por no decir nada del resumen en el Silliman’s Journal, conjuntamente con la prolija declaración del teniente Maury, que acaba de publicarse, no se supondrá que, al presentar unas pocas observaciones a vuelapluma sobre el descubrimiento de Von Kempelen, pretendo considerar el tema desde un punto de vista científico. Tan sólo deseo decir unas palabras sobre Von Kempelen mismo (a quien tuve el honor de conocer hace unos años, si bien superficialmente), ya que todo lo que a él se refiere tiene en estos momentos gran interés; y, en segundo término, considerar de manera general y especulativa los resultados de su descubrimiento.
No sería inútil, sin embargo, preceder estas rápidas observaciones con la más enfática negación de algo que parecería una opinión generalizada (recogida, como es usual en estos casos, de los periódicos), o sea que el descubrimiento, tan asombroso como incuestionable, carece de precedentes.
Consultando el Diario de Sir Humphrey Davy (Cottle and Munroe, Londres, 150 págs.) se verá, en las páginas 53 y 82, que este ilustre químico no sólo había concebido la idea en cuestión, sino que avanzó considerablemente, por la vía experimental, en el mismo análisis tan triunfalmente llevado a su término por Von Kempelen, quien, a pesar de no hacer la menor alusión a dicho Diario, le debe (lo digo sin vacilar, y puedo probarlo en caso necesario) la primera noción, por lo menos, de su propia empresa. Aunque ligeramente técnico, no puedo dejar de citar dos pasajes del Diario que contienen una de las ecuaciones de Sir Humphrey.
[Dado que carecemos de los signos algebraicos necesarios, y el Diario puede consultarse en la biblioteca del Ateneo, omitimos aquí una pequeña parte del manuscrito de Mr. Poe.-ED.]
El párrafo del Courier and Enquirer, que tanto circula actualmente en la prensa, y que se propone reivindicar la invención a favor de un tal Mr. Kissam, de Brunswick, Maine, me da la impresión de ser apócrifo por varias razones, aunque no hay nada imposible ni muy improbable en la declaración. No necesito entrar en detalles. Mi opinión sobre el párrafo se funda principalmente en su modo. No se lo siente como cierto. Las personas que describen hechos, pocas veces son tan minuciosas como Mr. Kissam con respecto a fechas y localizaciones precisas. Además, si Mr. Kissam efectuó realmente el descubrimiento que sostiene en la época indicada -hace casi ocho años-, ¿cómo es posible que no tomara instantáneamente medidas para cosechar los inmensos beneficios que para sí mismo, si no para la humanidad, el más patán de los hombres hubiera sabido que podían derivarse del descubrimiento? Me resulta increíble que un hombre sensato haya podido descubrir lo que afirma Mr. Kissam y procedido, sin embargo, tan puerilmente -o tan tontamente- como éste admite haber procedido. Dicho sea de paso: ¿quién es Mr. Kissam? Todo el pasaje del Courier and Enquirer, ¿no será una superchería destinada solamente a «hablar por hablar»? Confesemos que tiene un aire de burla muy marcado. En mi humilde opinión, poco puede confiarse en él; y si no supiera muy bien por experiencia cuan fácilmente se dejan embarcar los hombres de ciencia en cuestiones que exceden sus especialidades, me quedaría asombradísimo al ver a un químico tan eminente como el profesor Draper discutiendo con toda seriedad las pretensiones de Mr. Kissam sobre el descubrimiento.
Pero volvamos al Diario de Sir Humphrey Davy. Este folleto no estaba destinado al público, aun después del fallecimiento del autor, como cualquier persona conocedora del oficio literario puede comprobar con un sucinto análisis del estilo. En la página 1, por ejemplo, hacia el medio, leemos lo siguiente acerca de las investigaciones de Davy sobre el protóxido de ázoe: «En menos de medio minuto, continuando la respiración, disminuyeron gradualmente y fueron sucedidas por análoga a una suave presión en todos los músculos». Que la respiración no había «disminuido», no sólo resulta claro del contexto siguiente, sino del uso del plural «fueron». No hay duda de que la frase quería decir: «En menos de medio minuto, continuando la respiración, (dichas sensaciones) disminuyeron gradualmente y fueron sucedidas por (una sensación) análoga a una suave presión en todos los músculos». Otros cien ejemplos parecidos demuestran que el manuscrito tan desconsideradamente publicado no era más que un cuaderno de apuntes destinado tan sólo a los ojos del autor; pero bastará la lectura del folleto para convencer a toda persona razonante de que lo que sugiero es verdad. Sir Humphrey Davy era el hombre menos indicado para comprometerse en materia científica. No sólo le disgustaba extraordinariamente todo charlatanismo, sino que tenía un temor casi mórbido a aparecer empírico; es decir, que por más convencido que estuviera de haber encontrado el buen camino sobre el tema en cuestión, jamás hubiera hablado de él hasta no tener todo listo para una demostración práctica concluyente. Estoy convencido de que sus últimos momentos hubieran sido muy amargos de haber sospechado que sus deseos de que el Diario (lleno de especulaciones inmaduras) fuese quemado no habrían de cumplirse, como, al parecer, ocurrió. Digo «sus deseos», pues no creo que pueda dudarse de que entre los diversos papeles que habrían de ser quemados figuraba también esta libreta de apuntes. Si escapó de las llamas para buena o mala suerte, aún está por verse. Que los pasajes citados más arriba, juntamente con los otros aludidos, dieron a Von Kempelen la noción de su descubrimiento, es cosa que no discuto; pero repito que está por verse si este trascendental descubrimiento (trascendental bajo cualquier circunstancia) servirá o perjudicará a la larga a la humanidad. Que Von Kempelen y sus amigos más íntimos recogerán una rica cosecha sería locura dudarlo. Y no se mostrarán tan poco inteligentes como para no comprar cantidad de propiedades y de tierras, vale decir para realizar bienes de valor intrínseco.
En la breve explicación proporcionada por Von Kempelen, que apareció en el Home Journal, y que ha sido reproducida cantidad de veces desde entonces, el traductor ha cometido varios errores al verter el original alemán, que, según afirma, proviene de un reciente número del Schnellpost de Presburg. No hay duda de que Viele ha sido mal interpretado, como ocurre frecuentemente, y que lo que el traductor vierte como «tristezas» es probablemente leiden, que, traducido correctamente como «sufrimientos», daría un carácter por completo diferente al texto; de todos modos, mucho de esto no pasa de ser una conjetura mía.
Von Kempelen está muy lejos de ser un «misántropo», por lo menos en apariencia y al margen de lo que pueda verdaderamente ser. Me vinculé con él de manera fortuita, y apenas tengo derecho de afirmar que lo conozco; pero haber visto y hablado a un hombre de tan prodigiosa notoriedad como la que ha alcanzado o alcanzará dentro de pocos días no es poca cosa en los tiempos que corren.
El Literary World habla de él con gran seguridad, afirmando que nació en Presburg (engañado quizá por el artículo de The Home Journal), pero me agrada poder afirmar positivamente -pues lo sé por él mismo- que es nativo de Utica, en el Estado de Nueva York, aunque, según creo, sus padres eran originarios de Presburg. La familia está emparentada de alguna manera con Mäelzel, célebre por su autómata jugador de ajedrez. [Si no nos equivocamos, el nombre del inventor del autómata era Kempelen, Von Kempelen, o algo parecido. ED.]
Físicamente es un hombre robusto, de baja estatura, con grandes y prominentes ojos azules, cabello y patillas de un rubio arenoso, boca grande, pero agradable; hermosos dientes, y, según creo, nariz aguileña. Tiene un pie defectuoso. Se expresa francamente, y en su actitud general hay mucho de bonhomía. Tomado en conjunto, su aspecto, su lenguaje y sus actos son lo menos parecido a los de «misántropo» que jamás se haya visto. Hace seis años nos encontramos en el hotel Earl, en Providence, Rhode Island, y calculo que en total conversé con él unas tres o cuatro horas. Sus temas principales eran los del día, y ninguna de sus palabras me llevó a sospechar sus aptitudes científicas. Dejó el hotel antes que yo, a fin de trasladarse a Nueva York, y de allí a Bremen. Su gran descubrimiento se dio a conocer primeramente en esta ciudad, o, mejor dicho, fue allí donde primeramente se sospechó lo que había descubierto. He aquí lo que sé del ya inmortal Von Kempelen, pero me ha parecido que estos pocos detalles interesarían al público.
Poca duda puede caber de que la mayoría de los maravillosos rumores que corren sobre este asunto son puras invenciones, dignas de tanto crédito como la historia de la lámpara de Aladino, y, sin embargo, en un caso como éste, como en el de los descubrimientos de California, es evidente que la verdad puede ser más extraña que la ficción. La siguiente anécdota, por lo menos, está tan bien confirmada que podemos creer implícitamente en ella.
Von Kempelen careció siempre de recursos durante su residencia en Bremen; muchas veces, según era sabido, se vio obligado a apelar a recursos extremos a fin de conseguir míseras sumas de dinero. Cuando se produjo la sensacional falsificación en la casa Gutsmuth & Co., las sospechas recayeron sobre él, por cuanto había comprado una propiedad importante en la calle Gasperitch, y al ser interrogado sobre la forma en que se había procurado el dinero para la compra, no dio jamás una explicación. Finalmente lo arrestaron; pero, como no se le pudo comprobar nada definitivo, fue puesto en libertad. La policía seguía, no obstante, vigilándolo de cerca y descubrió que con frecuencia abandonaba su casa, siguiendo siempre el mismo camino, hasta burlar invariablemente a sus seguidores en las vecindades de ese laberinto de estrechos y sinuosos pasajes conocido por el ostentoso nombre de «Dondergat». Por fin, después de mucha perseverancia, lo encontraron en la buhardilla de una vieja casa de siete pisos, en una callejuela llamada Flatzplatz, y al irrumpir bruscamente en la habitación vieron a Von Kempelen entregado, según se imaginaron, a sus maniobras de falsificación. Mostróse de tal manera agitado que los policías no tuvieron la menor duda de que era culpable. Luego de colocarle las esposas, revisaron la habitación o, mejor dicho, las habitaciones, pues parece que ocupaba toda la mansarde.
Contigua a la buhardilla donde lo habían atrapado había una cámara de diez pies por ocho, equipada con algunos aparatos químicos cuya naturaleza no ha sido aún precisada. En un rincón de la cámara aparecía un pequeño horno donde ardía un intenso fuego; sobre éste se hallaba una especie de doble crisol, es decir, dos crisoles comunicados por un tubo. Uno de éstos aparecía lleno de plomo en fusión, que no alcanzaba a la abertura del tubo, situada cerca del borde. El otro crisol contenía cierto líquido que, al entrar los policías, se evaporaba a gran velocidad. Afirmaron éstos que, al verse acorralado, Von Kempelen aferró los crisoles con ambas manos (que tenía enguantadas, sabiéndose más tarde que los guantes eran de amianto) y arrojó su contenido al piso de baldosas. Fue entonces cuando lo esposaron, y antes de requisar las habitaciones examinaron sus ropas, sin encontrar nada  extraordinario, salvo un paquete en el bolsillo de la chaqueta, el cual, según se verificó más tarde, contenía una mezcla de antimonio y una sustancia desconocida en proporciones casi iguales. Hasta ahora todos los esfuerzos por analizar la mencionada sustancia han fracasado, pero no cabe duda de que se terminará por averiguar su composición
Saliendo de la cámara con su prisionero, los policías pasaron por una especie de antecámara donde no se encontró nada de importancia, y entraron en el dormitorio del químico. Inspeccionaron allí cajones y estantes, sin hallar más que algunos papeles, así como una cantidad de monedas legítimas de plata y oro. Por fin, mirando debajo de la cama descubrieron un gran baúl ordinario de fibras, sin bisagras, cierre ni cerradura, cuya tapa había sido descuidadamente puesta a través de la parte principal. Al tratar de extraer el baúl de debajo de la cama, los tres policías, todos ellos robustos, descubrieron que sus fuerzas reunidas no eran capaces de «moverlo ni una sola pulgada». Después de mucho asombrarse, uno de ellos se metió debajo de la cama y, mirando dentro del baúl, exclamó:
-¡Con razón no podíamos moverlo! ¡Está lleno hasta el borde de pedazos de bronce viejo!
Luego de poner los pies en la pared para contar con un buen punto de apoyo, y de empujar con todas sus fuerzas mientras sus compañeros lo ayudaban, el policía logró al fin con mucha dificultad que el baúl resbalara hasta asomar fuera de la cama, permitiendo el examen de su contenido. El supuesto bronce que lo llenaba consistía en trozos pequeños y regulares, cuyo tamaño iba desde el de un guisante hasta el de un dólar; todos los trozos eran de forma irregular, más o menos chatos, y en conjunto daban la impresión «del plomo cuando se lo arroja al suelo en estado de fusión y se lo deja enfriar así».
Pues bien, ninguno de los oficiales de policía sospechó en aquel momento que dicho metal podía ser otra cosa que bronce. La idea de que fuera oro no les entró en la cabeza, naturalmente; ¿cómo podría haber sido de otra manera? Y bien cabe suponer su estupefacción cuando al día siguiente se supo en todo Bremen que aquel «montón de bronce» tan desdeñosamente transportado a la comisaría, sin que nadie se tomara la molestia de echarse al bolsillo un solo pedazo, no solamente era oro, oro de verdad, sino un oro mucho más puro que el que se emplea para acuñar moneda; oro absoluta-mente puro, virgen, sin la más insignificante aleación.
No necesito extenderme en detalles sobre la confesión de Von Kempelen y su excarcelación, pues son bien conocidas por el público. Nadie que se halle en su sano juicio puede dudar ya de que ha realizado, en espíritu y de hecho, si no al pie de la letra, la vieja quimera de la piedra filosofal. Las opiniones de Arago merecen, ni que decirlo, la mayor consideración; pero Arago no es infalible, y lo que dice del bismuto en su informe a la Academia debe ser tomado cum grano salis. La sencilla verdad es que, hasta este momento, todos los análisis han fracasado, y que mientras Von Kempelen no nos proporcione la clave del enigma que él mismo ha hecho público lo más probable es que la cosa siga durante años in statu quo. Todo lo que honestamente cabe considerar como sabido es que el oro puro puede fabricarse a voluntad y muy fácilmente, partiendo del plomo combinado con ciertas sustancias cuyas clase y proporciones son desconocidas.
Abundan las conjeturas, como es natural, sobre los resultados inmediatos y mediatos de este descubrimiento -el cual no dejará de ser relacionado por las personas reflexivas con el creciente interés que existe en general por el oro luego de los últimos episodios en California-. Y esto nos lleva a otra cosa: lo excesivamente inoportuno del hallazgo de Von Kempelen. Si muchos se abstuvieron de aventurarse en California temerosos de que el oro perdiera de tal modo el valor por la cantidad de minas descubiertas, y que ir a buscarlo tan lejos no proporcionara beneficio, ¿qué impresión producirá ahora en la mente de los que se disponen a emigrar, y especialmente en aquellos que ya se encuentran en las regiones auríferas, el anuncio del asombroso descubrimiento de Von Kempelen? Pues este descubrimiento hará que, fuera de su valor intrínseco para los fines de la metalurgia, el oro no valga (ya que es imposible suponer que Von Kempelen pueda guardar mucho tiempo su secreto) más de lo que vale el plomo y muchísimo menos que la plata. Muy difícil es, por cierto, especular anticipadamente sobre las consecuencias del descubrimiento; pero hay algo que puede afirmarse, y es que, si el anuncio del mismo se hubiese hecho seis meses atrás, hubiera tenido consecuencias muy graves para las colonias californianas.
En Europa, hasta ahora, sus resultados más notables han consistido en un aumento del dos por ciento en el precio del plomo y casi veinticinco por ciento en el de la plata

1.011. Poe (Edgar Allan)