Hay series ideales de sucesos que corren
paralelamente a los reales. Coinciden entre sí raras veces. En general, los
hombres y las circunstancias modifican la sucesión ideal de los acontecimientos,
tal manera que parece imperfecta, y sus consecuencias son igualmente
imperfectas.
Ejemplo: la Reforma; en lugar del
protestantismo, vino el luteranismo.
Novalis.
Hay pocas personas, hasta
entre los pensadores más calmosos, que no hayan temblado ante una vaga aunque
penetrante semicreencia en lo sobrenatural, adquirida a la vista de
coincidencias de un carácter tan aparen-temente maravilloso que el intelecto ha
sido incapaz de recibirlas como simples
coincidencias. Tales sentimientos, para la semicreencia de los que hablo,
no han tenido nunca la completa fuerza del pensamiento;
tales senti-mientos son rara vez ahogados del todo, a no ser por referencia a
la doctrina del acaso, o, como ha sido llamada técnicamente, el cálculo de las
probabilidades. Ahora bien, este cálculo, en su esencia, es puramente
matemático, y así tenemos la anomalía de lo más rígidamente exacto en ciencia
aplicado a la sombra, a la espiritualidad de lo más intangible en especulación.
Se encontrará que los
extraordinarios detalles que he sido exhortado a publicar forman, teniendo en
cuenta el tiempo transcurrido, la primera de una serie de coincidencias apenas inteligibles cuya rama secundaria o final será
reconocida por todos los lectores del asesinato de Mary Cecilia Rogers en Nueva
York.
Cuando en un relato
titulado "Los crímenes de la calle Morgue", traté, hace un año, de
pintar algunos notabilísimos rasgos del carácter mental de mi amigo el señor C.
Augusto Dupin, no me figuré tener que ocuparme de nuevo del mismo asunto. Esa
pintura del carácter constituía mi designio y este designio se vio
completamente satisfecho en la extraña sucesión de circuns-tancias narradas
como una prueba de la idiosincrasia de Dupin. Hubiera podido presentar otros
ejemplos, pero no habría probado más. Hechos producidos hace poco, sin embargo,
me habían llevado, en su sorprendente desen-volvimiento, a algunas conclusiones
que traerán consigo el aspecto de confesiones violentas. Oyendo lo que he oído
últimamente, sería, en verdad, extraño que guardara silencio acerca de lo que
he oído y sabido hace tanto tiempo.
Después del desenlace de
la tragedia oculta en las muertes de la señora Espanaye y su hija, Dupin relegó
el asunto al olvido y volvió a caer en sus antiguos hábitos de extravagante
meditación. Dispuesto, en todo tiempo, a las abstracciones, caí prontamente en
ellas con su ironía, y, continuando en nuestros cuartos del arrabal San Germán,
dejábamos el futuro a los vientos y reposábamos tranquilamente en el presente,
cruzando en sueños el oscuro mundo de nuestro alrededor.
Pero estos sueños eran
interrumpidos algunas veces. Puede fácilmente suponerse que el papel de mi
amigo en el drama de la calle Morgue había hecho impresión en el ánimo de la
policía parisiense. Elnombre de Dupin se convirtió, para sus agentes, en una
palabra familiar.
El simple carácter de las
inducciones con que había desembrollado el misterio no había sido explicado ni
aun al prefecto ni a ninguna otra persona más que a mí; no es sorprendente que
el asunto fuera mirado casi como un milagro o que la capacidad analítica de
Dupin adquiriera para él el crédito de la intuición. Su franqueza hubiera hecho
desengañar de esa preocupación a cualquier curioso, pero su ironía indolente
le prohibía toda agitación ulterior sobre un tópico cuyo interés había cesado
hacía tiempo para él. Sucedió que la policía puso en él los ojos como en un
faro guiador, y no fueron pocas las veces que se pretendió utilizar sus
servicios en la
Prefectura. Uno de los más notables ejemplos fue el del
asesinato de una niña llamada Marie Rogét.
Ocurrió este suceso unos
dos años después de la atrocidad de la calle Morgue. Marie, cuyos nombre y
apellido llamarán la atención por su parecido con los de la infortunada
vendedora de cigarrillos de Nueva York, era la única hija de la viuda Estelle Rogêt.
El padre había fallecido cuando esta niña tenía muy poca edad aún, y desde el
período de su muerte hasta ocho meses antes del asesinato que motiva nuestra
narración, madre e hija habían vivido juntas en la calle Pavée Saint-André; la
señora tenía allí una pensión, ayudada por Marie. Pasó así el tiempo, hasta que
la última hubo cumplido 22 años de edad; su notable belleza llamó la atención
de un perfumista que ocupaba uno de los almacenes del entresuelo del Palais
Royal y cuya clientela estaba formada principalmente por los terribles
aventureros que infestaban la vecindad. El señor Le Blanc no ignoraba las
ventajas que reportaría a su establecimiento la asistencia de la hermosa
Marie, y sus liberales proposiciones fueron aceptadas ardientemente por la
joven, aunque con gran disgusto de su señora madre.
Las esperanzas del
negociante se vieron realizadas y sus salones llegaron bien pronto a hacerse
célebres gracias a los encantos de la espiritual grisette. Llevaba ella un año en su empleó, cuando sus admiradores
fueron confundidos por su repentina desaparición de la tienda. El señor le
Blanc no pudo dar explicaciones acerca de su ausencia y la señora Rogêt se vio
presa de ansiedad y terror. Los diarios recogieron inmediatamente el tema y la
policía estaba a punto de hacer serias investigaciones, cuando, una bella
mañana, después de una semana, Marie, en buena salud, aunque con aire algo
triste, hizo su reaparición en su habitual mostrador de la perfumería. Toda
averiguación, excepto las de carácter privado, fue abandonada inmediata-mente,
como se comprende. El señor Le Blanc profesaba una ignorancia total, lo mismo
que antes. Marie, con la señora Rogêt, replicaba a todas las preguntas, que la
última semana la había pasado en el campo, en casá de una parienta. Así se
apaciguó el asunto y fue olvidado por todo el mundo porque la joven,
ostensiblemente para librarse de la impertinencia de la curiosidad, dio pronto
un último adiós al perfumista y se refugió en la residencia de su madre, en la
calle Pavée Saint-Andrée.
Fue cerca de cinco meses
después de su retorno a la casa cuando sus amigos se alarmaron por una segunda
desaparición repentina. Corrieron tres días y no se supo nada de ella. Al
cuarto día su cuerpo fue encontrado flotando en el Sena, cerca de la ribera
opuesta al barrio de la calle Saint-Andrée y en un punto no muy distante de la
apartada vecindad de la
Barriére du Roule.
La atrocidad de este
asesinato (porque era evidente que se había cometido asesinato), la juventud y
belleza de la víctima y, sobre todo, lo conocida que era, conspiraban para
producir una intensa excitación en el ánimo de los sensitivos parisienses. No
recuerdo que ningún otro accidente de este carácter haya producido jamás un
efecto tan general y tan intenso. Durante muchas semanas, en la discusión de
este absorbente tema, fueron olvidados hasta los importantes tópicos de la
política diaria. El Prefecto hizo esfuerzos que no había hecho nunca y los
medios de toda la policía parisiense fueron empleados en todos sentidos.
Después del
descubrimiento del cadáver, no se supuso que el asesino pudiera escapar, por
más de un breve período, a la diligencia que fue inmediatamente puesta en
juego. Sólo después de una semana se juzgó necesario ofrecer un premio y
entonces este premio fue limitado a mil francos. Mientras tanto, las
diligencias se practicaban con vigor, si no siempre con buen juicio, y un gran
número de individuos fueron examinados sin éxito alguno, y debido a la
obstinada ausencia de todo dato que pudiera descubrir el misterio, la
excitación del pueblo crecía grandemente. Al final del décimo día fue
considerado conveniente doblar la suma ofrecida, y por último, habiendo corrido
la segunda semana sin conducir a ningún descubrimiento, y habiéndose
manifestado en algunos serios motines la preocupación que existe en París
contra la policía, el Prefecto resolvió ofrecer, por sí mismo, la suma de
20.000 francos por "la denuncia del asesino" o, si más de uno estaba
implicado en el hecho, "por la denuncia de algunos de los asesinos".
En la proclama que anunciaba este premio, se prometía un completo perdón a
cualquier cómplice que delatase a los criminales, y a todo se añadía el aviso
particular de un comité de ciudadanos que ofrecía 10.000 francos, además de la
cantidad propuesta por la prefectura. El total del premio alcanzaba, pues, a
treinta mil francos, que debe ser mirado como una suma extraordinaria, si
consideramos la humilde condición de la joven y la frecuencia con que en las
grandes ciudades tienen lugar atrocidades como la que hemos narrado.
Nadie dudaba casi que, de
esa manera, cesara el misterio del asesinato. Pero, aunque en uno o dos casos
se hicieron capturas que prometían aclaración, nada pudo descubrirse que
arrojara sospechas sobre los presos y fueron puestos inmediatamente en
libertad. Extraño parecerá que la tercera semana, desde el encuentro del
cadáver, hubiera pasado, y hubiera pasado sin que se descubriera nada respecto
a los asesinos, sin que ni el más leve rumor de los sucesos que así habían
agitado al público fuera a herir los oídos de Dupin ni de mí mismo. Empeñados
en investigaciones que habían absorbido toda nuestra atención, hacía cerca de
un mes que ninguno de los dos habíamos salido a la calle ni recibido una visita
ni hecho más que ojear los artículos principales sobre política en uno de los
diarios. El primer aviso del crimen nos fue llevado por G. en persona. Entró en
casa, temprano, en la mañana del 13 de julio de 18... y permaneció con nosotros
hasta muy entrada la noche. Estaba picado por la inutilidad de sus esfuerzos
para dar con la pista de los asesinos. Su reputación -esto lo dijo con un aire
exclusivamente parisiense- estaba empañada. Hasta su honor se hallaba
comprometido. Los ojos del pueblo estaban fijos sobre él y no había, en
realidad, ningún sacrificio que no deseara hacer por el descubrimiento del
misterio. Concluyó su discurso algo raro con un cumplimiento sobre lo que le
agradó llamar el tacto de Dupin, y le hizo una proposición directa y ciertamente
liberal cuya naturaleza precisa no tengo el poder para manifestar y que además
no está ligada al objeto propio de esta narración.
Mi amigo respondió al
cumplimiento como mejor pudo, pero aceptó la proposición, aunque sus ventajas
eran del todo provisionales. Habiendo sido fijado este punto, el Prefecto nos
explicó sus propias opiniones, mezclán-dolas con largos comentarios respecto a
los testimonios recogidos, de los cuales no estábamos, todavía, en posesión.
Discurrió mucho y, sin duda, sabiamente, hasta que aventuré una insinuación respecto
a lo lentamente que pasaba la noche. Dupin, sin variar de postura en su
habitual silla de brazos, era la personificación de la atención respetuosa.
Tuvo puestas sus gafas durante toda la entrevista, y una incidental ojeada por
debajo de sus cristales verdes bastó para convencerme de que había dormido no
poco profundamente, aunque en silencio, las siete u ocho pesadas horas que
precedieron inmediatamente a la partida del Prefecto.
Al día siguiente por la
mañana procuré en la prefectura una relación completa de todos los datos
adquiridos y, en las oficinas de varios diarios, un ejemplar de todos aquellos
en que se había publicado algún informe decisivo sobre este triste asunto.
Libre de lo que había sido positivamente confutado, aquella reunión de
informes establecía lo siguiente:
Marie Rogêt dejó la
residencia de su madre, en la calle Pavée SaintAndré, cerca de las 9 de la
mañana, el domingo 22 de junio de 18... Al salir comunicó a un tal Jacques
St.-Eustache, y solamente a él, su intención de pasar el día en casa de una
tía que residía en la calle de Drómes. La calle de Drómes es una estrecha
aunque populosa calle, no lejos de los bancos del río, y a una distancia de
casi dos millas, en la línea más directa posible, desde la casa de huéspedes de
la señora Rogêt. St. Eustache era el preten-diente aceptado de María, y se
alojaba y comía en la pensión. Debía ir por ella al anochecer y acompañarla
hasta su domicilio. En la tarde, sin embargo, llovió copiosa-mente, y
suponiendo que pasaría la noche en casa de su tía (como lo había hecho antes,
en idénticas circunstancias), no creyó necesario cumplir su promesa. Cuando la
noche se acercó, la señora Rogêt (que es enferma y de setenta años de edad)
expresó el temor "de que no vería de nuevo a su hija", pero esta
observación produjo poco cuidado en ese momento.
El lunes se supo que la
joven no había estado en la calle de Drómes, y, habiendo pasado el día sin que
se tuvieran noticias de ella, se hizo una pequeña investigación en muchos
puntos de la ciudad y sus alrededores. Sin embargo, sólo al cuarto día de su
desaparición fue cuando se averiguó algo respecto a ella. Ese día (miércoles
25 de junio) un señor Beauvais, que con un amigo había estado inquiriendo por
María cerca de la Barriére
du Roule, en la ribera del Sena opuesta a la calle Pavée SaintAndré, fue
informado de que un cuerpo acababa de ser recogido por algunos pescadores que
lo habían encontrado flotando en el río. Después de examinarlo y vacilar algún
tiempo, lo identificó como el de la joven per-fumista. Su amigo la reconoció
más prontamente que él.
El rostro estaba cubierto
en algunos puntos por sangre negra, que brotaba del interior de su boca. No
había espuma en ella, como en los casos de simple muerte por sumersión. No
había decoloración en el tejido celular. En la garganta presentaba
magulladuras e impresiones de dedos. Los brazos estaban encorvados sobre el
pecho y rígidos. La mano derecha estaba cerrada; la izquierda, semiabierta. En
la muñeca izquierda se notaban dos escoriaciones circulares, efecto evidente de
cuerdas o de una cuerda que había sido enrollada. Una parte de la muñeca derecha,
también, estaba muy desollada, lo mismo que la espalda en toda su extensión,
pero más especialmente en los omóplatos. Para sacar el cuerpo a tierra, los
pescadores lo habían atado con una cuerda, pero ninguna de las escoriaciones
había sido causada por ella. La carne del cuello se hallaba muy hinchada. No
había ninguna herida aparente ni magulladura que pareciera efecto de heridas.
Un trozo de cordel se encontró tan apretado alrededor del cuello que se
ocultaba a la vista; estaba completamente enterrado en la carne y anudado tras
de la oreja izquierda. Esto sólo hubiera bastado para producir la muerte. Los
testimonios médicos hablan confidencialmente del carácter virtuoso de la
finada. Había sido víctima, decían, de una violencia brutal. El cuerpo estaba
en tal estado, cuando se lo encontró, que no podía haber ninguna dificultad en
reconocerlo.
El vestido se hallaba
roto y en completo desorden. En la ropa exterior, una tira de cerca de un pie
de ancho había sido rasgada hacia arriba desde el extremo del dobladillo hasta
el talle, pero no arrancada. Había sido enrollada tres veces en la cintura y
asegurada por una especie de nudo en la espalda. La ropa que seguía
inmediatamente bajo la bata era de rica muselina, y de ella había sido
arrancada por completo una tira de ocho pulgadas de ancho con mucha precisión y
con gran cuidado. Fue encontrada alrededor de su cuello, flojamente adaptada y
asegurada con un fuerte nudo. Sobre esta tira de muselina y sobre el trozo de
cuerda habían sido atadas las cintas de una gorra, que pendía, ligada por
ellas. El nudo que sujetaba las cintas de esta gorra no era de una señora, sino
más bien de un marinero.
Después que el cuerpo
hubo sido reconocido, no se lo llevó, como es de costumbre, a la morgue, pues
esta formalidad era superflua, y se lo enterró apresuradamente no lejos del
punto en que había sido sacado del río. Por las diligencias de Beauvais, el
asunto fue ocultado tanto como fue posible y muchos días corrieron sin que el
público supiera nada de lo sucedido. Un periódico semanal, sin embargo, se
apoderó del tema; el cuerpo fue desenterrado y se produjo un nuevo examen
médico; pero nada fue descubierto, fuera de lo que ha sido ya dicho. Los
vestidos, no obstante, fueron sometidos a la inspección de la madre y hermanos
de la muerta, y resultaron ser exactamente los mismos que llevaba la joven al abandonar
su casa.
Mientras tanto, la
excitación popular crecía de hora en hora. Algunos individuos fueron
arrestados y puestos en libertad en seguida. En St.-Eustache recayeron
especialmente las sospechas y no pudo, al principio, probar dónde había estado
durante el domingo en que Marie había salido de su domicilio. Subsecuentemente,
sin embargo, dio alseñor G. una declaración satisfactoria acerca de las horas
del día en cuestión. Como el tiempo pasaba sin que se descubriera nada,
circularonmil contradictorios rumores, y los mismos periodistas se ocuparon en
hacer sugestiones. Entre ellas la que llamó más la atención fue la idea deque
Marie Rogêt vivía aún y que el cuerpo encontrado en el Sena era el de alguna
otra desgraciada. Será conveniente que dé a conocer al lectoralgunos pasajes
que resumen las sugestiones de que he hablado. Estos pasajes son traducciones
literales de L’Etoile, diario
redactado en generalcon mucha habilidad:
"La señorita Rogêt dejó la casa de su
madre, en la mañana del domingo 22 de junio de 18..., con el ostensible
propósito de ir a ver a su tía o' alguna otra parienta, en la calle de Drómes.
No se ha podido probar que nadie la haya visto después de esa hora. No hay
absolutamente ninguna huella ni noticia de su persona... Nadie se ha
presentado, hasta este momento, que la haya visto ese día, después de la hora
en que salió de su casa. Ahora, aunque no tenemos la evidencia de que Marie
Rogêt estuviese en la tierra de los vivos después de las 9 del domingo 22 de
junio, existen pruebas de que antes de esa hora estaba viva. El miércoles a
mediodía, a las 12, un cuerpo de mujer fue descubierto flotando en la margen
de la Barrière
du Roule. Hacía, pues -si presumimos que Marie Rogêt fue arrojada al río tres
horas después de salir de casa de su madre-, solamente tres días que había
desaparecido de su domicilio: tres días menos una hora. Resulta, pues, locura
suponer que el asesinato, si asesinato había sido cometido, podía haberse
consumado lo suficiente-mente temprano para permitir a los asesinos arrojar el
cuerpo al río, antes de medianoche. Los autores de crímenes tan horribles
escogen la oscuridad más bien que la luz... Vemos por estas consideraciones que
si el cuerpo encontrado en el río era el de Marie Rogêt, no podía haber estado
en el agua sino dos días y medio, o tres, cuando más. Todas las experiencias
han mostrado que los cuerpos de ahogados, o los cuerpos arrojados al agua
inmediatamente después de ser muertos por violencia, necesitan de seis a diez
días para que una descomposición suficiente les permita salir a la superficie
del agua. Hasta cuando se dispara un cañón cerca de un cadáver y llega a
sobrenadar después de cinco o seis días de inmersión, se hunde de nuevo, si no
se lo recoge. Ahora preguntamos: ¿qué hay en este caso que autorice una desviación
del curso ordinario de la naturaleza?... Si el cuerpo hubiera sido guardado en
su sangriento estado hasta el martes por la noche, se habría encontrado alguna
huella de los asesinos. Es un punto dudoso, también, si el cuerpo hubiera
flotado tan pronto, hasta habiendo sido muerto dos días antes. Además es muy
poco probable que los infames que hayan cometido un asesinato tal como se lo
supone hayan arrojado el cuerpo al agua sin atarle un peso cualquiera a los
pies, cuando esa precaución se podía haber tomado tan fácilmente."
El periodista seguía
arguyendo que el cuerpo debía de haber estado en el río "no tres días
solamente, sino cinco veces tres días, cuando menos", porque estaba tan
descompuesto que Beauvais había tenido gran dificultad para reconocerlo. Este
último punto, sin embargo, se hallaba plenamente controvertido por la realidad.
Continúo la transcripción:
"¿Cuáles son los hechos en que se
apoya el señor Beauvais para decir que no tiene duda de que el cuerpo era el de
Marie Rogêt? Rasgó la manga de la bata que cubría el cadáver y dice que
encontró señales que lo dejaron satisfecho acerca de la identidad. El público,
en general, supuso que esas señales consistirían en alguna cicatriz. Frotó el
brazo y encontró vello en él -algo tan indefinido, tan poco concluyente como
encontrar el brazo en la manga-. El señor Beauvais no volvió esa noche, pero
envió a decir a la señora Rogêt, el miércoles a las 7 de la tarde, que se
proseguía aún una investigación respecto a su hija. Si admitimos que la señora
Rogêt, por su edad y sus dolencias, no podía comparecer (lo que es admitir
mucho), ciertamente debía de haber alguien que pensara que valía la pena de
comparecer y esperar la investigación, si creía que el cuerpo era el de Marie.
Nadie compareció.
"Nada de lo dicho u oído acerca del
asunto de la calle Pavée SaintAndré había llegado siquiera a los habitantes
del edificio mismo. El señor St.-Eustache, el amante y futuro esposo de Marie,
que se alojaba en casa de la madre de ésta, no supo del descubrimiento del
cuerpo de su prometida hasta la mañana siguiente, en que el señor Beauvais fue
a su pieza y se lo comunicó. Una noticia de tal naturaleza sorprende
verdaderamente que fuera recibida con tanta frialdad."
Siguiendo este camino, el
diario trataba de mostrar a los parientes de Marie culpables de una indolencia
incompatible con la suposición de que creían que el cuerpo era el de ella. Sus
insinuaciones importaban esto: que Marie, en connivencia con sus amigos, se
había ausentado por razones que envolvían un cargo contra su honestidad, y que
estos amigos, habiéndose descubierto un cadáver en el Sena, algo parecido al
de la joven, habían aprovechado la oportunidad para impresionar al público con
la noticia de su muerte. Pero otra vez L’Etoile
se había apresurado demasiado. Fue perfectamente probado que no existía
ninguna indolencia como la imaginada; que la anciana señora estaba en extremo
débil y tan afligida que le era imposible atender a nada; que St.-Eustache,
lejos de recibir la noticia con frialdad, se enloqueció casi de dolor y sufría
tan desesperadamente que el señor Beauvais pidió a un amigo y un pariente que
lo cuidaran y le privaran que asistiera al examen cuando se exhumara el
cuerpo. Además, aunque fue comprobado por L’Etoile
que el cadáver había sido inhumado la segunda vez a expensas del pueblo -una
ventajosa oferta para sepultarlo privadamente había sido rechazada en absoluto
por la familia- y que ningún miembro de la familia asistió al ceremonial
religioso -aunque, digo, todo esto fue asegurado por L’Etoile en apoyo de la impresión que deseaba trasmitir, todo fue
satisfactoriamente refutado. En un número posterior del diario se pretendió
arrojar sospechas hasta sobre Beauvais mismo. El periodista decía:
"Ahora el asunto cambia una de sus
fases. Se nos ha dicho que una vez, estando la señora B. en casa de la señora
Rogêt, el señor Beauvais, que había salido a la calle, le dijo a ella que se
esperaba a un gendarme, y que ella, la señora B., no debía decir nada al
gendarme hasta que él volviera; que le dejara el asunto a él... En el estado
actual de los asuntos, el señor Beauvais parece que tiene todo el caso
encerrado en su cabeza. No se puede dar el más simple paso sin el señor
Beauvais, porque, en el camino que toméis, estará siempre él... Por ciertas
razones, ha determinado que nadie tenga que hacer con los procedimientos, sino
él mismo, y han alejado de las investigaciones a los parientes masculinos,
accediendo, a sus deseos de ser representados, de una manera verdadera-mente
singular. Parece haber hecho todo lo posible para no permitirles que vieran el
cuerpo."
Por el siguiente hecho,
adquirió cierta fuerza la sospecha así arrojada sobre Beauvais. Un individuo
que había ido a verlo a su oficina, pocos días antes de la desaparición de la
joven, lo encontró ausente de ella, y notó que en el agujero de la cerradura
había una rosa y el nombre deMarie,
escrito en una pizarrita colgada al alcance de la mano.
La creencia general,
hasta donde nos era posible recogerla de los diarios, parecía ser que Marie había sido víctima de una banda de
atrevidos, que por éstos había sido llevada cerca del río, maltratada y asesinada.
Le Commer-ciel, sin embargo, diario
de gran influencia, combatió ardientemente esa idea popular. Reproduzco aquí
algunos pasajes de sus columnas:
"Estamos persuadidos de que la
pesquisa ha seguido una falsa huella, hasta la Barriére du Roule. Es
imposible que una persona tan conocida como era la joven Marie Rogêt haya
pasado tres manzanas sin que nadie la haya visto, pues cualquiera que la
hubiese visto la recordaría, porque interesaba a todos los que la conocían. La
calle estaba llena de gente cuando ella salió... Es imposible que pudiera
haber llegado hasta la
Barriére du Roule, o hasta la calle de Drômes, sin que la conocieran
una docena de personas; sin embargo, nadie ha declarado haberla visto fuera de
los umbrales de su casa, y no hay ninguna evidencia, excepto el testimonio de
su intención expresada, de que haya salido a la calle. Su vestido estaba roto,
enrollado a su cuerpo y atado; así el cadáver había sido llevado como un fardo.
Si el crimen hubiera sido cometido en la Barriére du Roule, no habría habido necesidad de
hacer tal cosa. El hecho de que el cuerpo haya sido encontrado flotando cerca
de la $arriére no prueba dónde fue arrojado al agua... Un trozo de una de las
enaguas de la infortunada joven, de dos pies de largo por uno de ancho, había
sido cortado y atado bajo su mentón, dando vuelta a la parte posterior de su
cabeza, probablemente para prevenir gritos. Esto ha sido hecho por hombres que
no tenían pañuelos de manos."
Sin embargo, un día o dos
antes de que el Prefecto fuera a casa, algunas importantes informaciones
llegaban a la policía, las que parecían echar por tierra la parte principal de
los argumentos de Le Commerciel. Dos niños, hijos de la señora Deluc, que
jugaban en los bosques cercanos de la Barriére du Roule, penetraron por casualidad en
un espeso bosquecito, en el que había tres o cuatro grandes piedras, formando
una especie de asiento, con espaldar y escabel. En la piedra superior se hallaba
una enagua blanca; en la segunda, una túnica de seda. Encontraron también un
quitasol, guantes y un pañuelo de manos. Este pañuelo tenía el nombre de Marie Rogêt.
Fragmentos de vestido fueron descubiertos en los arbustos espinosos de allí
cerca. La tierra estaba pisoteada, la hierba hollada, y, en fin, había muchos
testimonios de una lucha. Entre el bosquecito y el río se encontraron
destruidos los vallados, y en la tierra, señales de que un pesado fardo había
sido arrastrado por ella.
Un periódico semanal, Le Soleil, traía los siguientes
comentarios sobre ese descubrimiento, comentarios que eran simplemente el eco
del senti-miento de toda la prensa parisiense:
"Todo lo encontrado había permanecido
allí, evidentemente, tres o cuatro semanas, cuando menos; estaba enmohecido y
sumido en el barro por la acción de la lluvia, y pegadas unas cosas a otras por
el moho. El césped había crecido alrededor y hasta sobre algunas de ellas. La
seda del quitasol era fuerte, pero por dentro estaba desflocada. La parte
superior, que había estado plegada y doblada, estaba enmohecida y podrida, y se
rompió al ser abierta. Los trozos de su bata, desgarrados por los zarzales,
eran de cerca de tres pulgadas de ancho por seis de largo. Una parte era el
dobladillo y había sido remendada; la otra era un pedazo de la falda, no del
dobladillo. Parecían jirones arrancados y estaban en los espinos, como a un pie
del suelo... No puede haber duda, por consiguiente, de que ha sido descubierto
el teatro de este horrible crimen."
Como una consecuencia de
este descubrimiento, nuevos datos aparecieron. La señora Deluc declaró tener
una posada no lejos de la orilla del río, opuesta a la Barriére du Roule. No hay
casas ni vecinos a su alrededor. Es el punto de reunión habitual que tienen
los domingos los pillastres de la ciudad, que cruzan el río en botes. Hacia las
tres de la tarde del domingo en cuestión, una joven llegó a la posada, acompañada
por un hombre de tez morena. Ambos permanecieron en ella por algún tiempo. Al
partir, tomaron el camino de unos bosques muy espesos de la vecindad. La
atención de la señora Deluc fue atraída por el vestido que llevaba la joven, a
causa de su parecido con otro de una parienta ya muerta. Observó particularmente
una túnica de seda. Poco después de la partida de ellos, una banda de forajidos
apareció en la posada, en la que se condujeron ruidosamente; comieron y
bebieron sin pagar, siguieron el camino que habían tomado los dos jóvenes,
regresaron al anochecer y volvieron a atravesar el río como si estuvieran muy
apurados.
Temprano, antes de
oscurecer, esa misma noche, la señora Deluc, así como su hijo mayor, oyeron los
gritos de una mujer, en la proximidad de su establecimiento. Los gritos eran
violentos pero breves. La señora Deluc reconoció no solamente la túnica que fue
encontrada en el bosquecito sino también el vestido con que estaba cubierto el
cuerpo. Un conductor de ómnibus, Valence, declaró en seguida haber visto a
Marie Rogêt cruzar el Sena en un bote el domingo en cuestión, en compañía de un
joven de tez morena. Valence conocía a Marie y no puede haberse equivocado a
este respecto. Los objetos encontrados en el bosquecito fueron reconocidos sin
dificultad por los parientes de la víctima.
Estos diversos detalles
recogidos así por mí mismo, de los periódicos, a pedido de Dupin, abrazaban
únicamente el punto más grande, pero era un punto de vasta consecuencia al
parecer. Aconteció que inmediatamente después del descubrimiento de las ropas,
que he mencionado, el inanimado o casi inanimado cuerpo de St. Eustache, novio
de Marie, fue hallado cerca del sitio supuesto como teatro del crimen. A su
lado se halló un frasquito con este rótulo: láudano.
Su aliento dio evidencia del veneno. Murió sin hablar. Se halló una carta sobre
su cuerpo, en la que declaraba lacónicamente su amor por Marie y su propósito
de suicidarse.
"Casi no necesito
decir a usted -dijo Dupin cuando hubo concluido de leer mis apuntes- que éste
es un caso muchísimo más intrincado que el de la calle Morgue, del cual difiere
en un punto importante. Éste es un crimen ordinario,
aunque atroz. No hay en él nada especialmente exagerado. Usted observará que por esta razón el misterio ha sido
considerado como de solución fácil, cuando por eso mismo debía haber sido
considerado todo lo contrario. Así, al principio, se creyó innecesario ofrecer
un premio. Los esbirros de G. han sido capaces solamente de comprender cómo y
por qué podía haber sido cometida una
atrocidad semejante. Podían imaginar un modo -muchos modos- y un motivo -muchos
motivos-, y porque no era imposible que alguno de esos numerosos modos y
motivos existiera en el caso presente, dieron por supuesto que uno de ellos
existía. Pero la facilidad con que fueron concebidas esas imaginaciones y la
verdadera plausibilidad que asumía cada una debía haber sido tomada como una
indicación de las dificultades más bien que de las facilidades por elucidar. He
observado en otra ocasión que son las prominencias en el plano de lo ordinario
las que hacen perder su camino a la razón, al menos en su investigación de la
verdad, y que la pregunta necesaria en casos como éste es no tanto '¿Qué ha
ocurrido?' como '¿Qué ha ocurrido que no haya ocurrido antes?' En la indagación
en casa de la señora Espanaye, los agentes de G. se desalentaron y
confundieron por lo poco habitual del hecho, cosa que para una inteligencia
bien dispuesta hubiera sido un seguro presagio de éxito, aunque esta misma
inteligencia podía haberse desesperado en presencia del carácter ordinario de
todo lo que se encuentra en el caso de la joven perfumista y hablado nada más
que de triunfos triviales a los funcionarios de la prefectura.
"En el caso de la
señora Espanaye y su hija había, desde el principio de nuestra investigación,
seguridad de que un asesinato había sido perpetrado. La idea del suicidio
estaba excluida en absoluto. Aquí, igualmente, estamos libres, desde el
comienzo, de toda suposición de suicidio. El cuerpo encontrado en la Barriére du Roule estaba
en condiciones tales que nos inhiben de todo embarazo acerca de ese importante
punto. Pero se ha dicho que el cuerpo descubierto no es el de Marie Rogêt, por
la denuncia de cuyo asesino o asesinos se ha ofrecido el premio, y sobre los
cuales, únicamente, versa nuestro convenio con el Prefecto. Ambos conocemos
bien a este caballero. Conviene no fiarse mucho en él. Si principiando nuestras
inquisiciones en el cuerpo encontrado y, siguiendo la huella de un asesino,
descubrimos que el cuerpo es el de alguna otra persona distinta de Marie o si,
partiendo de la Marie
viva, la llegamos a encontrar, aunque no muerta, en cualquiera de los dos
casos perdemos nuestro trabajo, puesto que es el señor G. con quien tenemos
que tratar. Para nuestro propio fin, si no para el de la justicia, es
indispensable, por consiguiente, que la primera diligencia sea la
determinación de la identidad del cadáver con el de Marie Rogêt, a quien se
busca.
"Los argumentos de L’Etoile han tenido eco en el público, y
que el diario mismo está convencido de la importancia de ellos, se comprende
por la manera con que comienza uno de sus ensayos a ese respecto: 'Varios de
los colegas matutinos, dice, hablan del concluyente artículo de L’Etoile del lunes'. Para mí, ese
artículo es concluyente de poco, excepto del celo de su autor. Debemos tener
presente que, en general, el objeto de nuestros periódicos es más bien crear
una sensación -hacer ruido- que adelantar la causa de la verdad. Este último
propósito es buscado solamente cuando parece coincidir con el primero. El
diario que concuerda con la opinión de todo el mundo (por más bien fundada que
pueda ser) no merece crédito a la multitud. La masa del pueblo mira como
profundo sólo el que sugiere abiertas contradicciones a la creencia general. En
el raciocinio, no menos que en literatura, el epigrama es lo más inmediato y
universalmente apreciado. En ambos casos es lo que tiene menos mérito real.
"Quiero decir que el
epigrama y el melodrama envuelto en la idea de que Marie Rogêt vive todavía,
más bien que la plausibilidad de esta idea, es lo que se le ha ocurrido a L’Etoile, procurándole una favorable
recepción en el público. Examinemos los principales argumentos de ese diario,
tratando de evitar la incoherencia con que han sido originariamente expuestos.
"El primer objeto
del autor es mostrar, apoyándose en el hecho de la brevedad del intervalo entre
la desaparición de Marie y el encuentro del cadáver, que este cadáver no puede
ser el de Marie. La reducción de este intervalo a su más pequeña dimensión posible,
parece ser un fin para el razonador. En la precipitada persecución de este fin,
se arroja a hacer simples suposiciones al principio. 'Es locura suponer, dice,
que el asesinato, si asesinato había sido cometido, podía haberse consumado lo
suficientemente temprano para permitir a los asesinos arrojar el cuerpo al
río, antes de media noche. Pregunto, y muy naturalmente, ¿Por qué? ¿Por qué es locura suponer que el asesinato fue cometido
cinco minutos después de haber salido la joven de su casa? ¿Por qué es locura
suponer que el asesinato se cometió en un período dado del día? Se han perpetrado
crímenes a todas horas. Pues, aun teniendo lugar el asesinato entre las nueve
de la mañana del domingo y un cuarto de hora antes de media noche, todavía
habría habido tiempo suficiente `para arrojar el cuerpo al río antes de media
noche'. Esta suposición, por lo tanto, alcanza precisamente a esto: que el
asesinato no fue cometido el domingo, y, si permitimos presumir esto a L’Etoile,
podemos dejar que tome otras libertades cualesquiera. El párrafo que comienza:
'Es locura suponer que el asesinato', etcétera, aunque aparece como impreso en
L’Etoile, podemos imaginar que ha
existido así en el cerebro del redactor: 'Es locura suponer que el asesinato,
si asesinato ha sido cometido, podía haberse perpetrado lo suficientemente
temprano para permitir a los asesinos arrojar el cuerpo antes de medianoche; es
locura, decimos, suponer todo esto, y suponer al mismo tiempo (como estamos
resueltos a suponer) que el cuerpo no fue arrojado hasta después de
medianoche, un juicio inconsecuente en sí mismo, pero no tan absolutamente
absurdo como el dado por el diario de que hablamos.
"Aunque fuera mi
propósito -continuó Dupin- simplemente establecer un hecho contra ese argumento
de L’Etoile, debería dejarlo donde
está. No es, sin embargo, con L’Etoile
con quien tenemos que hacer, sino con la verdad. El juicio de que se trata no
tiene más que un designio, y este designio lo he establecido claramente; pues
es visible que vamos detrás de simples palabras en busca de una idea que
evidentemente las ha dictado, pero que no han podido expresar. El comentarista
ha tenido intención de decir que, en cualquier momento del día o noche del
domingo que haya sido cometido el asesinato, es improbable que los asesinos se
aventuraran a llevar el cadáver al río antes de medianoche. Y ésta es, en
realidad, la suposición que critico. Se ha supuesto que el asesinato fue
cometido en tal situación y bajo tales circunstancias que hicieron necesaria la
conducción del cadáver al río. Ahora
bien, el crimen puede haber tenido lugar cerca de la ribera misma, y así
arrojar el cadáver al agua es una idea que debe de haber acudido, a cualquier
hora del día o de la noche, como el más fácil y más inmediato modo de hacerlo
desaparecer. Usted comprenderá que no sugiero aquí nada de eso como probable o
como coincidente con mi propia opinión. Mi designio, hasta ahora, no tiene
referencia con los hechos del caso.
Deseo simplemente precaver a usted contra las inducciones de L’Etoile,
llamando su atención sobre el carácter de ellas en una de sus partes, enunciada al principio del artículo que
comento.
"Habiendo prescrito
así un límite a sus propias y preconcebidas opiniones; habiendo supuesto que
si el cuerpo hallado era el de Marie, no debía haber estado en el agua más que
un breve tiempo, el diario prosigue:
'Todas las experiencias han mostrado que
los cuerpos de ahogados, o los cuerpos arrojados al agua inmediatamente después
de ser muertos por violencia, necesitan de seis a diez días para que una
descomposición suficiente les permita salir a la superficie. Hasta cuando se
dispara un cañón cerca de un cadáver y llega a aparecer después de cinco o seis
días de inmersión se hunde de nuevo, si no se lo recoge.'
"Estas aserciones
han sido tácitamente recibidas por todos los periódicos de París, excepto Le Moniteur. Este diario trata de
combatir el párrafo que se refiere a los 'cuerpos ahogados' citando cinco o
seis ejemplos en que los cuerpos de individuos muertos de esa manera fueron
encontrados flotando después de un lapso menor que el que señala L’Etoile. Pero hay algo excesivamente
poco filosófico en la tentativa de Le
Moniteur y es rechazar la aserción general de L’Etoile únicamente citando casos particulares contrarios a ella.
Aunque hubiera sido posible aducir cincuenta ejemplos de cuerpos que han
flotado al cabo de dos o tres días, estos cincuenta ejemplos podían todavía ser
mirados únicamente como excepciones a la regla de L’Etoile, hasta que el período sostenido, así como la regla misma,
fueran confutados. Admitiendo la regla (y Le
Moniteur no lo niega, insistiendo simplemente sobre sus excepciones), el
argumento de L’Etoile permanece en
toda su fuerza, porque este argumento no pretende envolver más que una
cuestión de probabilidad de que el cuerpo haya aparecido en la superficie en
menos de tres días, y esta probabilidad estará en favor de la posición de L’Etoile hasta que los ejemplos tan
puerilmente aducidos sean suficientes en número para establecer una regla
antagónica.
"Usted ve que todos
los argumentos a este respecto deben ser considerados lo más pronto posible,
aunque sean contra la regla misma, y con este fin examinaremos lo racional de
la regla. El cuerpo humano, en general, no es mucho más pesado que el agua del
Sena; es decir, la gravedad específica del cuerpo humano, en su condición
natural, es casi igual a la del volumen de agua que desaloja. Los cuerpos de
personas gruesas y de huesos cortos, y los de mujeres en general, son más
livianos que los flacos y de huesos largos (de hombres, casi siempre), y la
gravedad específica del agua de un río es un poco influida por la presencia de
la marea. Pero dejando aparte la marea, se puede decir que muy pocos cuerpos
humanos se hundirán del todo, ni aun en el agua fría, espontáneamente. Casi a
nadie, habiendo caído a un río, le puede ser posible flotar, si la gravedad
específica del agua está justamente en comparación con la suya propia; es
decir, si toda su persona se sumerge, con la más pequeña excepción posible. La
posición propia del que no puede nadar es la posición vertical del que camina,
con la cabeza metida completamente debajo; sólo la boca y la nariz aparecen
sobre la superficie. Así colocados, encontraremos que flotamos sin dificultad y
sin esfuerzo. Es evidente, sin embargo, que la gravedad del cuerpo y del
volumen de agua desalojado, están exactamente balanceados, y que una nada puede
causar la preponderancia de uno de los dos. Un brazo, por ejemplo, sacado fuera
del agua, y privado así de su sostén, es un peso adicional suficiente para
sumergir toda la cabeza, mientras que la ayuda accidental del más pequeño trozo
de madera puede permitirnos elevar la cabeza lo bastante como para mirar
alrededor. Ahora bien, en los esfuerzos de uno que no sabe nadar, los brazos
son invariable-mente levantados en el aire, mientras se hace lo posible por
mantener la cabeza en su acos-tumbrada posición perpendicular. El resultado es
la inmersión de la boca y nariz, y la entrada de agua en los pulmones, durante
los esfuerzos por respirar bajo la superficie. Mucha agua es recibida también
por el estómago, y el cuerpo se vuelve más grave por la diferencia entre el
peso del aire que originalmente distendía esas cavidades y el del fluido que
entonces las llena. Esta diferencia es suficiente para hacer hundir el cuerpo,
por regla general, pero no lo es en los casos de individuos de huesos pequeños
y que poseen una cantidad anormal de materia fláccida o untuosa. Tales
individuos flotan hasta después de ahogados.
"Suponiendo el
cadáver en el fondo del río, permanecerá en él hasta que por algunos medios, su
gravedad específica vuelva a ser menor que la del volumen de agua que desaloja.
Este efecto es producido por la descomposición o de otra manera. El resultado
de la descomposición es la generación de gases, que distienden el tejido
celular y todas las cavidades, dando la apariencia de hinchazón, que hace tan
horrible al cuerpo. Cuando esta distensión ha progresado tanto que el volumen
del cuerpo ha crecido materialmente sin un crecimiento correspondiente de masa
o peso, su gravedad específica llega a ser menor que la del agua desalojada, y
en el acto hace su aparición en la superficie. Pero la descomposición es
modificada por innumerables circunstancias, apresurada o retardada por
muchísimas influencias; por el calor o frío de la estación, por las
impregnaciones mine-rales o pureza del agua, por su mayor o menor profundidad,
por el tempera-mento del cuerpo, por la corrupción propia de la enfermedad
antes de producida la muerte, etcétera. Así, es evidente que no podemos asignar
período, con algo parecido a exactitud, a ta aparición del cadáver por medio
de la descomposición. En ciertas circunstancias, este resultado puede ser
producido en una hora, más o menos; en otras, puede no tener lugar nunca. Hay
preparaciones químicas por medio de las cuales, el cuerpo animal puede ser
preservado, por siempre, de la
corrupción; el bicloruro de mercurio es una de ellas.
"Pero, aparte la
descomposición, puede haber, y hay usualmente, generación de gas en el
estómago, por las acetosas fermentaciones de las materias vegetales (o en otras
cavidades, por otras causas), suficiente para producir una distensión que lleva
el cuerpo a la superficie. El efecto producido por el disparo de un cañón es
el de la simple vibración. Esta vibración puede o bien arrancar el cadáver del
blando barro o limo en que está sujeto, permitiéndole así levantarse, cuando
otras influencias lo han preparado ya para hacerlo, o bien vencer la tenacidad
de algunas porciones putrescentes del tejido celular y facilitar la distensión
de las cavidades por los gases.
"Teniendo así
delante de nosotros toda la filosofía de este asunto, podemos someter a prueba
con ella las aserciones de L’toile.
'Todas las experiencias muestran, dice ese diario, que los cuerpos de ahogados,
o los cuerpos arrojados al agua inmediatamente después de muertos por
violencia, necesitan de seis a diez días para que una descomposición suficiente
les permita salir a la superficie del agua. Hasta cuando se dispara un cañón
cerca de un cadáver y llega a sobrenadar después de cinco o seis días de
inmersión, se hunde de nuevo si no se lo recoge.'
"Todo este párrafo
debe aparecer ahora como un tejido de inconsecuencias o incoherencias. Todas
las experiencias no muestran que los uerpos de ahogados necesitan de seis a
diez días para que una suficiente descomposición les permita salir a la
superficie. Ambas, ciencia y experiencia, muestran que el período de la
aparición es, y necesariamente debe ser, indeterminado. Si además un cuerpo ha
aparecido en la superficie por medio del disparo de un cañón, no 'se hundirá
de nuevo si no se lo recoge', hasta que la descomposición haya progresado tanto
que permita el escape de los gases generados. Pero deseo llamar la atención de
usted hacia la distinción que se hace entre `cuerpos de ahogados' y `cuerpos
arrojados al agua inmediatamente después de ser muertos por violencia'. Aunque
el periodista admite la distinción, los incluye sin embargo en la misma categoría.
He mostrado cómo el cuerpo de un hombre se vuelve específica-mnte más pesado
que su volumen de agua y que no se hundiría si no es por los esfuerzos con que
eleva sus brazos por arriba de su cabeza y sus aspiraciones de aire hallándose
bajo la superficie, aspiraciones que llevan agua a los pulmones, en lugar del
aire habitual. Pero estos esfuerzos y estas aspiraciones no se producen en el
cuerpo 'arrojado al río inmediatamente después de muerto por violencia'. Así
en el último caso, el cuerpo, por regla general,
no se hubiera hundido absolutamente, hecho que L’toile ignora, según se ve. Cuando la escomposición hubiera hecho
grandes progresos -cuando la carne se hubiera apartado de los huesos- entonces,
solamente entonces, habría desaparecido el cadáver.
"Y ahora ¿qué nos
resta por hacer con el argumento de que el cuerpo encontrado no podía ser el
de Marie Rogêt, porque, no habiendo pasado más que tres días, fue encontrado
flotando ya? Si fue ahogado, siendo una mujer, no debería haberse hundido
jamás, o, habiéndose hundido, debía haber reaparecido más o menos veinticuatro
horas después. Pero nadie la supone ahogada y, habiendo muerto antes de ser
arrojada al río, debía haber sido hallada flotando en cualquier período
subsiguiente.
" 'Pero -dice L’Etoile- si el cuerpo hubiera sido
conservado en su san-griento estado, en la ribera, hasta el martes por la
noche, se hubiera encontrado alguna huella de los asesinos.' Aquí es difícil,
al principio, comprender la intención del razonador. Quiere anticipar lo que imagina
que podría ser una objeción a su teoría, es decir que el cuerpo fue conservado
en tierra dos días, y sufrió rápida descomposición, más rápida que estando en
el agua. Supone que si éste hubiera sido el caso, debía haber aparecido en la
superficie el miércoles, y cree que solamente en tales circunstancias podía
haber aparecido. Con la misma prisa, hace ver que no fue guardado en tierra,
porque si lo hubieran hecho, 'alguna huella se habría encontrado de los
asesinos'. Presumo que usted sonríe frente a este sequitur. Usted no puede
comprender cómo la simple duración del cadáver en tierra podía operar la multiplicación de las huellas de los
asesinos. Ni yo tampoco.
"'Además, es
excesivamente improbable -continuó- que los bandidos que hubieran cometido un
crimen tal como se supone arrojaran el cuerpo al agua sin atarle un peso a los
pies, cuando esa precaución se podía haber tomado tan fácilmente.' ¡Observe
usted aquí la risible confusión de pensamiento! Nadie -ni siquiera L’Etoile- discute respecto al asesinato
cometido en el cuerpo encontrado.
"Las señales de
violencia son innegables. El objeto de nuestro razonador es simplemente
demostrar que ese cuerpo no es el de Marie; desea probar que Marie no ha sido
asesinada, no que el cuerpo no lo ha sido. Sin embargo, sus observaciones
prueban únicamente el último punto. Aquí hay un cadáver sin peso en los pies.
Los asesinos, arrojándolo al río, no hubieran dejado de ligar un peso para que
no sobrenadara. Luego no ha sido echado al agua por asesinos. Esto es todo lo
que ha probado el autor. La cuestión de identidad no es recordada siquiera y L’Etoile ha tenido gran trabajo simple-mente
para contradecir lo que había admitido un momento antes. 'Estamos perfectamente
convencidos, dice, que el cuerpo encontrado es el de una mujer asesinada.'
"Tampoco es ése el
único ejemplo de que el redactor razona inconscientemente contra sí mismo. Su
objeto evidente, lo he dicho ya, es reducir todo lo que le sea posible el
intervalo entre la desaparición de Marie y el encuentro del cadáver. Sin
embargo, lo encontramos verificando el punto de que nadie vio a la joven desde
el momento en que abandonó la casa de su familia. 'No tenemos evidencia, dice,
de que Marie estaba en la tierra de los vivos, después de las nueve del domingo
22 de junio.' Como su argumento es visiblemente ex parte, debía, por último, haber perdido de vista el asunto,
porque si alguien hubiera visto a Marie, fuera el lunes o el martes, el
intervalo en cuestión se habría reducido mucho y, por el razonamiento del
periodista, disminuiría también la probabilidad de que el cuerpo sea el de la grisette. No obstante, es divertido
observar que L’Etoile insiste sobre
el punto en la completa creencia de que adelanta el argumento general.
"Fíjese usted ahora
en la parte del argumento que hace referencia a la identificación del cuerpo
con Beauvais. Respecto al vello del brazo, L’Etoile
ha obrado con evidente doblez. El señor Beauvais no es un idiota y no
hubiera sostenido la identidad del cadáver simplemente porque el brazo tenía vello. Todos los brazos
tienen vello. La mayor parte de las expresiones de L’Etoile es una simple perversión de la fraseología del testigo.
Éste debe de haber hablado de alguna peculiaridad del vello. Debe de haber
tenido una peculiaridad de color, de cantidad, de longitud o de situación.
"'El pie del
cadáver, dice el diario, era pequeño, pero hay millares de pies pequeños. La
liga no es tampoco una prueba, ni el zapato, porque se venden miles de zapatos
y ligas iguales. Lo mismo se debe decir de las flores del sombrero. Una cosa
sobre la que insiste fuertemente el señor Beauvais es que el broche de la liga
había sido pegado más adentro del sitio en que se hallaba primitivamente. Esto
no quiere decir nada, porque muchas mujeres prefieren ajustar las ligas a la
medida de la pierna en sus casas, más bien que probarlas en las tiendas donde
las compran.'
"Aquí es difícil
creer sincero al razonador. Si el señor Beauvais, en su investigación acerca
del cuerpo de Marie, hubiera descubierto un cadáver con todas las apariencias
de la joven desaparecida (sin referencia a la cuestión del traje), habría
estado autorizado para creer que sus diligencias no habían sido infructuosas.
Si, conforme en cuanto a la medida y contorno del cuerpo, hubiera encontrado
sobre el brazo un vello aparentemente igual al que había observado en la Marie viva, su opinión se
habría fortificado con justicia y el aumento de la creencia hubiera estado en
razón de la peculiaridad o de los caracteres poco ordinarios del vello. Si,
siendo pequeños los pies de Marie, lo eran también los del cadáver, el aumento
de la probabilidad no estaría ya en razón simplemente aritmética, sino en
razón altamente geométrica o acumulativa. Agregue usted a todo eso los zapatos,
iguales a los que llevaba la joven el día que desapareció, y aunque esos
zapatos se 'venden por miles', aumenta usted la probabilidad hasta acercarse a
lo cierto. Lo que por sí solo no sería evidencia de identidad llega a ser, por
su posición corroborativa, la prueba más segura. Que nos den en seguida flores
en el sombrero, correspondientes a las que usaba la joven, y no buscamos más.
Si con una sola flor no buscamos más, ¿qué será con dos, o tres o más? Cada
evidencia sucesiva es múltiple, es una prueba no añadida a la prueba, sino
multiplicada por cientos o miles. Descubramos en seguida sobre la difunta ligas
iguales a las que usaba la viva, y es casi locura proseguir. Pero se encuentra
que estas ligas han sido ajustadas, corriéndoles un broche hacia atrás, de una
manera idéntica a la empleada por Marie en las de ella poco antes de salir de
su casa. Dudar ahora es realmente locura o hipocresía.
"Lo que dice L’Etoile respecto a la costumbre de
acortar las ligas no muestra otra cosa sino su pertinacia en el error. La
naturaleza elástica del broche de la liga es, por sí sola, una demostración de
que no es usual el acortarlas. Lo que se hace para ajustarlas debe, por
necesidad, requerir manos extrañas, pero raramente. Debe de haber sido por un
accidente, en su estricto sentido, que las ligas de Marie hubieron menester de
la operación descrita antes. Ellas solas podían haber establecido ampliamente
su identidad. Pero no es que el cuerpo encontrado haya tenido las ligas de la
joven desaparecida, o sus zapatos o su gorra o las flores de su gorra o sus
pies o una señal particular en el brazo o su estatura y la apariencia en
general; es que el cadáver tenía cada una de esas cosas, todo colectiva-mente. Aunque se probara que el redactor de L’Etoile tenía realmente una duda ante esas circunstancias, no habría necesidad,
en su caso, de una comisión de lunatico
inquirendo. Ha creído sagaz propagar las vulgaridades de los abogados,
quienes, en su mayor parte, se contentan haciendo lo mismo con los rígidos
preceptos de los tribunales.
"Quiero hacer notar
aquí que, mucho de lo que es rechazado como evidencia por una Corte, es la
mejor evidencia para el intelecto. La
Corte que se guía por los principios generales de la
evidencia, los principios reconocidos y registrados en los libros, es enemiga de detenerse en los
ejemplos particulares. Y esta firme adherencia al principio con riguroso
desdén de la excepción contradictoria es un seguro modo de alcanzar el maximum de la verdad asequible, en
cualquier sucesión de tiempo. La práctica, en masa, es sin embargo filosófica,
pero no es menos cierto que engendra vastos errores individuales[i].
"Respecto a las
sospechas dirigidas contra Beauvais, las verá usted desaparecer en un instante.
Usted ha sondeado ya el verdadero carácter de este buen hombre. Es un entrometido, con mucho de novelesco y
poca inteligencia. Cualquiera así constituido se conducirá, en un caso realmente
excitante, de tal manera que los perspicaces o los mal intencionados lo
encontrarán sospechoso. El señor Beauvais (como aparece por las notas de usted)
tuvo algunas entrevistas personales con el editor de L’Etoile, y lo ofendió aventurando una opinión de que el cadáver, a
pesar de la teoría del autor, era, sin duda ninguna, el de Marie. 'Persiste
-dice el diario- en asegurar que el cadáver es el de Marie, pero no puede dar
otro dato, en adición a los que ya hemos comentado, para hacer participar de
su creencia a los demás.' Ahora, sin atender al hecho de que la más notable
certeza 'para hacer participar de su creencia a los demás' no debía haberse
aducido nunca, debe ser notado que se puede comprender muy bien que un hombre
crea, en un caso de esta especie, sin que le sea posible dar una sola razón de
la creencia a los demás. Nada es más vago que las impresiones de una identidad
individual. Cada hombre reconoce a su vecino; sin embargo, hay pocos ejemplos
en que alguno esté preparado para dar una razón de su reconocimiento. El
editor de L’Etoile no ha tenido
motivo para ofenderse porque el señor Beauvais no le daba razones de su
creencia.
"Se encontrará que
las sospechosas circuns-tancias que presenta su conducta se adaptan mucho mejor
a mi hipótesis del entrometimiento romántico que a las sugestiones del
razonador respecto a la culpabilidad que le supone. Una vez adoptada la
interpretación más caritativa, no hallaremos dificultad en comprender la rosa
en el agujero de la cerradura, la 'Marie' en la pizarra, el 'alejó los
parientes masculinos de las investigaciones', la 'aversión a permitirles que
vieran el cuerpo', la prevención hecha a la señora B. para que conversara con
el gendarme hasta que él volviera, y, por último, su aparente determinación 'de
que nadie se mezclara en los procedimientos, excepto él mismo'. Para mí, es
incuestionable que Beauvais era un pretendiente de Marie, que ella coqueteaba
con él y que él tenía la ambición de que se creyera que gozaba de la más completa
intimidad y confianza de la joven. No diré nada más sobre este punto, y como la
evidencia rechaza enteramente la aserción de L’Etoile respecto a la indiferencia por parte de la madre y otros
parientes, una indiferencia contradictoria con la suposición de que creían que
el cuerpo era de Marie, procederemos ahora como si la cuestión de identidad estuviera establecida a
nuestra perfecta satisfacción."
-¿Y qué piensa usted -le
pregunté- de las opiniones de Le
Commerciel?
"Que, en verdad, son
mucho más dignas de atención que cualquiera de las que han sido enunciadas
sobre este tópico. Las deducciones de las premisas son filosóficas e
ingeniosas; pero las premisas, en dos ocasiones, han sido fundadas en
observaciones imperfectas. Le Commerciel desea insinuar que Marie fue asaltada
por una gavilla de bandidos miserables, no lejos de su propia casa. 'Es
imposible, dice, que una persona tan conocida como era la joven haya atravesado
tres manzanas sin que nadie la viera.' Esta es la idea de un hombre que ha
residido largo tiempo en París, un hombre público, un hombre cuyos paseos aquí
y allá, en la ciudad, se han limitado ordinariamente a los alrededores de las
oficinas judiciales. Sabe que él pasa a menudo a una distancia de doce manzanas
de su propia oficina sin dejar de ser reconocido y saludado. Y sabiendo la
extensión de su conoci-miento personal por los demás y de los demás por él,
compara su popula-ridad con la de la joven perfumista, no encuentra gran
diferencia entre ellas, y llega a la conclusión de que ella, en sus paseos,
debe de hallar igual número de conocidos que él en los suyos. Esto podía ser
así únicamente en el caso de que los paseos de ella fueran del mismo carácter
invariable y metódico, y en las mismas zonas que los de él. Él pasa por aquí y
allá, a intervalos regulares, dentro de una periferia limitada, abundante en
individuos que son llevados a observar su persona a causa de la naturaleza
semejante de sus ocupaciones. Pero los paseos de Marie deben, en general, ser
supuestos en direcciones imprecisas. En este caso particular debe concebirse,
como más probable, que hizo un camino de una diversidad mayor que de costumbre.
El paralelo que imaginamos haber existido en el ánimo de Le Commerciel podría
únicamente sostenerse en el caso de que dos individuos atravesaran toda la
ciudad. En este caso, admitiendo que el conocimiento personal sea igual,
podrían también ser iguales las probabilidades de que se efectuara un número
igual de encuentros. Por mi parte, tendría no solamente como posible, sino como
mucho más que probable, que Marie hubiera seguido, en un período dado, por
algunos de los muchos caminos entre su propia residencia y la de su tía, sin encontrar
un solo individuo a quien conociera o de quien fuera conocida. Considerando la
cuestión en su completa y propia luz, debemos tener en cuenta la gran
desproporción que hay entre los conocimientos personales del hombre más popular
de París y la población de París mismo.
"Pero cualquier
fuerza que todavía parezca haber en la sugestión de Le Commerciel, disminuirá mucho cuando tomemos en conside-ración la
hora en que la joven salió a la calle. 'Cuando las calles estaban llenas de
gente -dice Le Commerciel- salió ella
de su casa.' Pero no es así. Fue a las nueve de la mañana. Ahora bien, a las
nueve, en cualquier mañana de la semana, con excepción del domingo, las calles de la ciudad están,
es cierto, llenas de gente. A las nueve del domingo, la multitud está
generalmente en sus casas, arreglándose para ir a las iglesias. Ninguna persona
observadora habrá dejado de notar el aire peculiarmente desierto de la ciudad,
desde cerca de las ocho hasta las diez de la mañana de los domingos. Entre diez
y once las calles son invadidas por la gente, pero no sucede esto tan temprano
como ha dicho el diario que nos ocupa.
"Hay otro punto en
el que parece haber deficiencia de observación por parte de Le Commerciel. 'Un trozo -dice- de una
de las enaguas de la infortunada joven, de dos pies de largo por uno de ancho,
había sido cortado y atado bajo su barba, dando vuelta a la parte superior de
su cabeza, probablemente para prevenir los gritos. Esto ha sido hecho por
hombres que no tenían pañuelos de mano.' Si esta idea está o no bien fundada,
trata-remos de verlo más adelante, pues 'por hombres que no tenían pañuelos de
mano', el editor entiende la más baja clase de bandidos. Ésta, sin embargo, es
la verdadera descripción de la gente a quien se encontrará siempre con pañuelos,
aunque les falte la camisa. Usted debe de haber tenido ocasión de observar cuán
absolutamente indispensable ha llegado a ser el pañuelo de mano, para todos los
pillos, desde hace algunos años."
-¿Y qué debemos pensar
del artículo de Le Soleil? -pregunté.
"Que es una gran
lástima que el autor no haya nacido papagayo, caso en el cual hubiera sido el
más ilustre papagayo de su raza. Ha repetido simplemente las consideraciones
individuales de la opinión ya publicada, coleccionándolas con un laudable ingenio,
de este y aquel diario. 'Las cosas han estado evidentemente allí -dice- cuando
menos tres o cuatro semanas, y no puede haber duda de que el teatro de este
horroroso crimen ha sido descubierto.' Los hechos vueltos a comprobar aquí por Le Soleil están muy lejos de conmover
mis propias dudas respecto a este asunto y las examinaremos más
particularmente en conexión con otro aspecto del tema.
"Ahora debemos
ocuparnos de otras investiga-ciones. Usted no puede dejar de haber notado el
descuido en el examen del cadáver. Seguramente la cuestión de la identidad fue
muy pronto determinada, o debía haberlo sido; pero había otros puntos por
establecer. ¿Había sido el cuerpo despojado de algo? ¿Tenía la finada algunas
alhajas sobre su persona al salir de la casa? Y si era así, ¿tenía alguna de
esas prendas cuando fue encontrada? Éstas son importantes cuestiones, de las
que la indagación no se ha ocupado absoluta-mente, y hay otras de igual consecuencia
que no han llamado la atención de la autoridad. Debemos tratar de
satisfacernos nosotros mismos, por una investigación personal. El caso de
St.-Eustache debe ser examinado de nuevo. No tengo sos-pechas de esa persona,
pero procedamos metódicamente. Debemos establecer, sin dudas de ninguna clase,
la validez de la declaración respecto a los sitios en que estuvo el domingo.
Declaraciones de este carácter se convierten fácilmente en asunto de
mixtificación. Aunque no hubiera aquí nada malo, apartaremos a St. Eustache de
todas nuestras investigaciones. Su suicidio, aunque corrobore la sospecha, si
se encontrare desmentido en las declaraciones, no es una incomprensible
circunstancia que pueda desviarnos de la línea del análisis ordinario.
"Para lo que ahora
me propongo debemos descartar los puntos interiores de esta tragedia y
concentrar nuestra atención sobre sus puntos exteriores. No es el más pequeño
de los errores comunes el que en esta clase de investigaciones limita la
pesquisa a lo más inmediato, sin hacer caso absolutamente de los sucesos
accesorios o accidentales. Es la mala práctica de las Cortes de justicia el
reducir la evidencia y discusión a los puntos exteriores y de una ayuda
aparente. Sin embargo, la experiencia ha mostrado, y una verdadera filosofía
mostrará siempre, que una vasta, quizá la más grande porción de la verdad,
procede de lo que aparentemente no tiene aplicación. Es a causa del espíritu
de este principio, y no precisamente por su letra, por lo que la ciencia
moderna ha resuelto calcular sobre lo
imprevisto. Pero quizá no me comprende usted. La historia de los conoci-mientos
humanos ha mostrado sin interrupción que los más numerosos y más valiosos
descubrimientos se deben a los sucesos colaterales, inciden-tales o
accidentales, hasta que al fin se ha hecho necesario, con un previsor designio
de mejora, tener, no solo grande, sino hasta la más grande aceptación de las
invenciones debidas a la casualidad, y enteramente fuera del rango de las cosas
esperadas. Ya no es filosófico fundar, sobre lo que ha sido, una visión de lo
que será. El accidente es admitido
como una porción de la subestruc-tura. Hacemos del acaso un asunto de absoluto
cálculo. Subordinamos lo inesperado y lo no imaginado a la fórmula matemática
de las escuelas.
"Repito que no es
más que un hecho que la más grande parte de la verdad ha procedido de lo
colateral, y que no es sino de acuerdo con el espíritu del principio contenido
en ese hecho que quiero desviar la investigación, en el caso presente, de la
hollada y hasta ahora estéril tierra del suceso mismo, a las circunstancias coetáneas
que lo rodean. Mientras usted establece la validez de la declaración, yo
examinaré los diarios más cuidadosamente todavía de lo que usted lo ha hecho.
Hasta ahora hemos examinado sólo el campo de la investigación; pero será
extraño, en verdad, que una atenta inspección, como la que intento de los
impresos públicos, no nos suministre algunos pequeños puntos que den dirección
a la pesquisa."
En armonía con lo pedido
por Dupin hice un escrupuloso examen del asunto de la declaración. El resultado
fue una firme convicción de su validez y la consecuente inocencia de
St.-Eustache. Mientras tanto, mi amigo se ocupaba, con una minuciosidad que
parecía absolutamente infructuosa, en un escrutinio de los varios legajos de
periódicos. Al finalizar la semana, me presentó los siguientes extractos:
"Hace cerca de tres años y medio, una
perturbación muy similar a la presente fue causada por la desaparición de esta
misma Marie Rogêt, de la parfumerie del señor Le Blanc, en el Palacio Real. Al
cabo de una semana, sin embargo, volvió a aparecer en su acostumbrado comptoir tan buena como siempre, a excepción de una
pequeña palidez, no del todo usual. El señor Le Blanc y la madre de ella
hicieron correr la voz de que había estado simplemente de visita en casa de una
amiga en el campo y el asunto fue pronto olvidado. Presumimos que la presente
ausencia es un capricho de la naturaleza y que, a la expiración de una semana o
quizá de un mes, la tendremos entre nosotros otra vez." (Diario de la tarde, lunes, junio 23.)
"Un diario vespertino de ayer refiere
la desaparición misteriosa de la señorita Rogêt. Se sabe que durante la semana
de su ausencia de la parfumerie de Le Blanc estuvo en compañía de un joven
oficial de marina, muy conocido por sus orgías. Un disgusto, se supone, la
indujo a volver a su casa. Tenemos el nombre del marino en cuestión, que está
ahora de servicio en París, pero por obvias razones nos abstenemos de hacerlo
público." (Le
Mercure, martes por la mañana, 24 de
junio.)
"Un crimen del carácter más atroz fue
perpetrado anteayer, cerca de esta ciudad. Un caballero, con su esposa e hija,
hablaron al anochecer a seis jóvenes que se paseaban ociosamente en un bote
cerca de los bancos del Sena, para que los transportaran al otro lado del río.
Después de alcanzar la ribera opuesta, los tres pasajeros saltaron a tierra y,
prosiguiendo su camino, habían perdido ya de vista al bote, cuando la hija notó
que había dejado en él su quitasol. Se volvió a buscarlo; fue asida por los
jóvenes, llevada al interior del río, amordazada, tratada brutalmente, y por
último la abandonaron en la ribera, en un punto poco distante de aquel en que
se había embarcado con sus padres en el bote. Los miserables bandidos han
escapado por ahora, pero la policía les sigue la pista y algunos de ellos serán
pronto aprehendidos." (Diario
de la mañana, junio 28.)
"Hemos recibido una o dos
comunicaciones cuyo objeto es imputar el crimen a Mennais, pero como este
caballero ha sido completa-mente absuelto por una legal investigación y como
los argumentos de nuestros corresponsales parecen ser más celosos que
profundos, no creemos prudente hacerlos públicos." (Diario de la mañana,
junio 28.)
"Hemos recibido varias comunicaciones
muy bien escritas, aparentemente de varias fuentes, y que llegan hasta dar
certidumbre de que la infortunada Marie Rogêt ha sido víctima de una de las
numerosas bandas de delin-cuentes que infestan los alrededores de la ciudad.
Nuestra propia opinión está decididamente en favor de esta hipótesis.
Trataremos de hacer conocer más adelante algunos de los argumentos a que nos
referimos." (Diario
de la tarde, martes 31 de junio.)
"El lunes, uno de los barqueros al
servicio de la
Administración de Rentas vio un bote vacío flotando en el
Sena, río abajo; algunas velas se encontraban en el fondo del bote. Los
barqueros lo remolcaron hasta la puerta del guarda. A la mañana siguiente
desapareció de allí, sin que ninguno de los marineros viera a la persona que
lo llevó. El timón está en el puesto del guarda." (La
Diligence, junio 26, jueves.)
Después de leer estos
extractos, no sólo me parecieron deficientes sino que me fue imposible
encontrar medio de que alguno de ellos aclarara el asunto. Esperé algunas
explicaciones de Dupin.
"No es mi designio
ahora -dijo- detenerme sobre el primero y el segundo de esos extractos. Los he
copiado principalmente para mostrar a usted la extrema negligencia de la
policía, que, tanto como puedo comprender por el Prefecto, no se ha incomodado
absolutamente en examinar la oficina naval a que se ha aludido. Además, es una
simple tontería decir que entre la primera y segunda desaparición de Marie no
hay una conexión probable. Admitamos que de la primera fuga resultó un disgusto
entre los amantes y la vuelta de la joven engañada a su domicilio. Estamos ahora
preparados para mirar una segunda fuga (si sabemos que ha tenido lugar una
nueva fuga) como indicación de renovamiento de las protestas del seductor, más
bien que como el resultado de nuevas proposiciones por un segundo individuo;
estamos preparados para considerarlo como las paces del antiguo amour, más bien
que como el comienzo de uno nuevo. Las probabilidades son diez contra una, de que
el que se había fugado una vez con Marie propusiera una segunda fuga, y no que
aquella a quien se habían hecho proposiciones de fuga por un individuo las
recibiera de algún otro. Y déjeme usted aquí llamar la atención sobre el hecho
de que el tiempo transcurrido entre la primera fuga efectiva y la segunda
supuesta excede en pocos meses el período general empleado por nuestros buques
de guerra en su oficio de cruceros. ¿Había sido interrumpido el amante en su
primera infamia por la necesidad de embarcarse y había aprovechado el primer
momento de su vuelta para renovar los bajos designios no del todo cumplidos
todavía, o no cumplidos del todo todavía por él mismo? De todas estas cosas no
sabemos nada.
"Usted dirá, sin
embargo, que en el segundo caso no hubo fuga, como se imagina. Ciertamente no,
pero ¿estamos preparados para decir que no hubo el designio frustrado de ese
acto? Fuera de St.-Eustache y quizá Beauvais, no encontramos otros reconocidos,
francos y honorables pretendientes de Marie. De ningunos otros se habla, al
menos. ¿Quién es, entonces, el secreto amante, acerca del que los parientes (los más de ellos, al menos) no saben
nada, pero a quien encuentra Marie en la mañana del domingo, y con quien tiene
tan profunda confianza que no vacila en permanecer con él hasta la noche entre
las solitarias arboledas de la
Barriére du Roule? ¿Quién es ese secreto amante, pregúnto,
del que no saben nada los más de los parientes de la joven? ¿Y qué quiere decir
la singular profecía de la señora Rogêt en la mañana que salió su hija: `temo
que ya no veré más a María'?
"Pero si no podemos
imaginar a la señora Rogêt sabedora del designio de fuga, ¿no podemos al menos
suponer este designio concebido por la joven? Al salir de su casa, dio a
entender que estaba por visitar a su tía en la calle de Drómes, y a
St.-Eustache le pidió que la fuera a buscar al anochecer. Ahora, a primera
vista, este hecho milita poderosamente contra mi suges-tión, pero
reflexionemos. Que ella encontró algún acompañante y cruzó con él el río,
hasta alcanzar la Barriére
du Roule a las tres de la tarde, está probado. Pero consintiendo en ser
acompañada por este individuo (con
cualquier propósito, conocido o no de la señora Rogêt), debe de haber
pensado en la intención declarada cuando salió de su casa, y en la sorpresa y
sospecha que se despertó en el corazón de su prometido St. Eustache cuando, al
irla a buscar a la hora convenida a la calle de Drómes, encontró que ella no
había estado, y que, al volver a casa con esa alarmante noticia, supo su
prolongada ausencia. Debe de haber pensado en esas cosas, digo. Debe de haber
previsto el disgusto de St.-Eustache, la sospecha de todo. No podía haber
pensado en volver para desafiar esa sospecha, pues la sospecha se convierte en
un punto de trivial importancia para ella, si la suponemos con intención de no
volver.
"Podemos imaginar su
pensamiento así: 'Voy a encontrar a una cierta persona para el plan de la fuga
o para otros propósitos conocidos sólo por mí. Es necesario que no haya
probabilidades de fracaso -nos es menester tiempo suficiente para eludir la
persecución; daré a entender que voy a hacer una visita a mi tía en la calle
de Drómes, con quien pasaré el día -diré a St. Eustache que no me vaya a buscar
hasta el anochecer; así mi ausencia de casa por el más largo tiempo posible,
sin causar sospechas ni ansiedad, dará razón de mí, y ganaré más tiempo que de
cualquier otro modo. Si pido a St.-Eustache que me vaya a buscar al anochecer,
es seguro que no irá antes de esa hora, pero si dejo absolutamente de pedirle
que me vaya a buscar, mi tiempo para escapar disminuirá desde que seré
esperada más temprano y mi ausencia provocará inquietud más pronto. Ahora bien,
si fuera mi designio volver, si tuviera en proyecto simplemente un paseo con el
individuo en cuestión, no estaría en mi conveniencia pedirle a St.-Eustache
que fuera a buscarme, porque yendo podrá estar seguro de que le he jugado
sucio, hecho que podría ocultarle toda la vida saliendo de casa sin decirle mi
intención, volviendo antes del anochecer y explicando después que había estado
de visita en casa de mi tía, en la calle de Drómes. Pero como mi plan es no
volver jamás -o no volver por algunas
semanas o hasta que se haya producido cierto encubrimiento-, ganar tiempo es
el único punto sobre el que debo inquietarme'.
"Usted ha observado
en sus notas que la opinión más general relativa a este triste asunto es, y
fue desde el principio, que la joven había sido víctima de un grupo de
bandidos. Ahora bien, la opinión popular, bajo ciertas condiciones, merece ser
tenida en cuenta. Cuando nace por sí misma, cuando se manifiesta de una manera
estrictamente espontánea, debemos mirarla como análoga a esa intuición, que es la idiosincrasia del hombre
de genio. En noventa y nueve casos sobre cien me atendría a su decisión. Pero
es importante que no encontremos huellas palpables de sugestión. La opinión
debe ser rigurosamente la propia del público; la distinción es a menudo muy
difícil de percibir y de sostener. En el presente caso, aparece para mí que
esta opinión pública respecto de 'un grupo', ha sido apoyada por el suceso
accesorio que se detalla en el tercero de mis extractos. Todo París se excita
por el descubrimiento del cadáver de Marie, una joven bella y conocida. Este
cadáver es encontrado con señales de violencia y flotando en el río. Pero se
ha averiguado ahora que en el mismo período o casi en el mismo período, en que
se supone que la joven fue asesinada, un crimen de naturaleza similar al que
revela ese cadáver ha sido perpetrado por una banda de miserables en la persona
de una segunda joven. ¿Es sorprendente que la atrocidad conocida haya influido
en el juicio popular respecto de la atrocidad desconocida? Este juicio esperaba
dirección y el crimen conocido pareció dársela tan oportunamente. Marie,
además, fue encontrada en el río y sobre este mismo río fue perpetrado el
crimen conocido. La conexión de los dos sucesos tenía sobre sí tanto de
palpable que lo verdaderamente extraño hubiera sido que el pueblo dejara de
apreciarla y de aceptarla. Pero, de hecho, la atrocidad conocida como
perpetrada de una manera dada es, si es algo, la evidencia de que la otra,
cometida en un tiempo casi coincidente, no fue cometida de esa misma manera.
¡Habría sido un milagro, en verdad, si, mientras una banda de miserables estaba
perpetrando en una localidad precisa un terrible delito, hubiera habido otra
banda igual, en igual lugar, en la misma ciudad, bajo las mismas
circunstancias, con los mismos medios y aplicaciones, cometiendo un delito del
mismo aspecto precisamente, y precisamente en el mismo instante! Además ¿por
qué, sino por esta maravillosa coincidencia, solicita el pueblo que se crea en
su opinión?
"Antes de seguir más
adelante, consideremos la supuesta escena del asesinato en el bosquecito de la Barriére du Roule. Este
bosquecito, aunque espeso, está muy próximo al camino público. Dentro de él
había tres o cuatro grandes piedras que formaban una especie de asiento con
respaldo y escabel. En la piedra superior se descubrió una enagua blanca; en
la segunda, una túnica de seda. Un quitasol, guantes y un pañuelo de manos
fueron encontrados también en el mismo sitio. El pañuelo llevaba el nombre de
Marie Rogêt. Fragmentos de ropa fueron vistos en las ramas de los alrededores.
La tierra estaba pisada, los arbustos rotos, y había muchas señales de una
violenta lucha.
"A pesar de la
aclamación con que el descubrimiento de este bosquecito fue recibido por la
prensa y de la unanimidad con que se supuso que indicara el teatro preciso del
crimen, debe admitirse que hay algunas razones muy poderosas para dudar. Que fue el teatro puedo creerlo o no, pero
hay, como he dicho, excelentes razones para dudar. Si el verdadero teatro hubiera sido, como lo sugirió Le Commerciel, la vecindad de la calle
Pavée Saint-André, los perpetradores del crimen, suponiéndolos todavía
residentes en París, se hubieran aterrado naturalmente al ver dirigida la
atención pública al punto vulnerable, y en cierta clase de inteligencias debe
de haber nacido, en un instante dado, un sentimiento de la necesidad de hacer
algo para desviar esa atención. Y así, habiendo sido ya objeto de sospechas el
bosquecillo de la Barriére
du Roule, la idea de colocar las ropas donde fueran encontradas debe de haber
sido concebida fácilmente. No hay ninguna real evidencia, aunque Le Soleil diga lo contrario, de que los
objetos descubiertos hayan estado en el bosquecito más de unos cuantos días,
mientras que hay muchas pruebas accidentales de que no podían haber permanecido
allí sin atraer la atención durante los veinte días corridos entre el fatal
domingo y la tarde en que fueron encontrados por los niños. 'Estaban todos
enmohecidos y sumidos en el barro -dice Le
Soleil, adoptando las opiniones de sus predecesores- con la acción de la
lluvia y pegados unos a otros por el moho.
El césped había crecido a su alrededor y sobre algunos de ellos. La seda del
quitasol era fuerte, pero estaba desflocada por dentro. La parte superior,
donde había sido doblada y plegada, estaba enmohecida y podrida y se había
roto al ser abierta'. Respecto al césped que había 'crecido alrededor y sobre
algunos de ellos', es obvio que el hecho puede haber sido asegurado únicamente
por las palabras y, por consiguiente, por los recuerdos de los niños pequeños,
porque estos niños removieron los objetos y los llevaron a su casa, después de
haber sido vistos por una tercera persona. Pero el césped crece, especialmente
en tiempo caluroso y húmedo (tal como fue el del período del asesinato), hasta
dos o tres pulgadas en un solo día. Un quitasol, permaneciendo sobre una tierra
recientemente cubierta de césped, podía, en una sola semana, ocultarse del todo
a la vista por el césped que naciera en ese intervalo. Y viniendo a ese moho
sobre el que insiste tan pertinazmente el periodista de Le Soleil, que emplea la palabra no menos de tres veces en el breve
párrafo leído hace un instante, ¿ignora él, en realidad, la naturaleza de ese moho? ¿Necesita que le digan que es una
de las muchas clases de fungus, cuyo
carácter más ordinario es el nacimiento y la decadencia dentro de las
veinticuatro horas?
"Así vemos de una
ojeada que lo que se ha aducido más triunfalmente en apoyo de la idea de que
los objetos habían estado `al menos tres o cuatro semanas' en el bosquecito es
más absurdo y más nulo que cualquiera de las evidencias de ese hecho. Por otro
lado, es extremadamente difícil creer que esos objetos pudieran haber
permanecido en el sitio mencionado durante un período más largo de una semana,
durante un lapso más largo que de un domingo a otro. Los que conocen algo la
vecindad de París saben la extrema dificultad que hay en encontrar soledad hasta en los puntos más
apartados de sus suburbios. Un punto inexplorado y hasta poco visitado entre
sus bosques o florestas no es imaginable un solo momento. Que cualquiera,
siendo por inclinación un amante de la naturaleza; y encontrándose encade-nado
por el deber al polvo y al bullicio de esta gran metrópoli, que cual-quiera
como él trate, hasta durante los días de trabajo, de apagar su sed de soledad
entre las escenas de belleza que lo rodean por todas partes. En el punto a que
se dirija, verá disiparse el encanto que busca por la voz y la presencia de
algún pillo o coro de tunantes embriagados. Buscará el aislamiento entre lo más
espeso del bosque; todo es en vano. Allí están los verdaderos rincones donde
abunda más el populacho, allí están los templos más profanos. Con dolor en el
corazón, el vagamundo volverá de nuevo al mancillado París huyendo
definitivamente de esos centros de corrupción. Pero si los alrededores de la
ciudad son tan frecuentados durante los días de trabajo, ¡cuánto más no lo
serán el domingo! Es entonces cuando, libre de las fatigas diarias o privado de
las habituales oportunidades de crimen, el pillo busca los límites de la
ciudad, no por amor al campo, que desprecia íntimamente, sino como un medio de
escapar a las restricciones y conve-niencias de la sociedad. Desea menos el
aire fresco y el verdor de los árboles que la más grande licencia que le ofrece
el campo. Allí, en la posada del camino o bajo el follaje de los bosques, se
abandona, libre de toda mirada, excepto la de sus buenos compañeros, a los
locos excesos de una fingida hilaridad, producción legítima de la libertad y el
ron. No digo nada más que lo que debe ser claro para cualquier observador
imparcial cuando repito que la circunstancia de permanecer ocultos los objetos
en cuestión por un período más largo que el de un domingo a otro, en cualquier bosquecito de la inmediata vecindad de
París, debe ser mirada como poco menos que milagrosa.
"Pero no faltan
otras bases a la sospecha de que los objetos fueron colocados en el bosquecito
con la mira de desviar la atención del verdadero teatro del suceso.
Primeramente, déjeme usted llamar la suya hacia la fecha del descubrimiento de
los objetos. Agregue usted a esto la fecha
del quinto extracto hecho por mí mismo de los periódicos. Usted encontrará que
el descubri-miento siguió casi inmediatamente al envío de las urgentes
comunicaciones al diario de la tarde. Estas colaboraciones, aunque varias y
aparente-mente de diversas fuentes, tendían todas al mismo punto: dirigir la
atención hacia una banda como la perpetradora del crimen y a la vecindad de la Barriére du Roule como su
teatro. Por consiguiente, la sospecha no es que a conse-cuencia de esas
colaboraciones, o de la atención pública por ellas dirigida, los objetos
fueron encontrados por los niños; la sospecha podía y puede muy bien haber
sido que los objetos no fueron encontrados antes por los niños por la razón de
que no habían estado antes en el bosquecito, habiendo sido depositados allí,
solamente en la fecha o bien poco antes de la fecha de las colaboraciones,
por sus malvados autores en persona.
"Este bosquecito era
singular, extremadamente singular. Dentro de su recinto natural-mente cercado
había tres extraordinarias piedras que formaban
un asiento con espaldar y escabel. Y este bosquecito, tan lleno de arte
natural, estaba en la inmediata vecindad, a pocas varas de la vivienda de la
señora Deluc, cuyos niños tenían la costumbre de examinar minuciosamente los
plantíos del alrededor de ellos, en busca de la corteza del sasafrás. ¿Sería
una apuesta temeraria -una apuesta de mil contra uno- a que no pasó jamás un día sin encontrar, al menos uno de esos
niños, escondido bajo el umbroso bosque y sentado en su trono natural? Los que
vacilen ante semejante apuesta, o no han sido nunca niños ellos mismos o han
olvidado la naturaleza infantil. Lo repito: es extremadamente difícil
comprender cómo podían haber permanecido los objetos en ese bosquecito ocultos
por más de uno o dos días, y así es buena la base para una sospecha, a pesar de
la dogmática ignorancia de Le Soleil,
de que hayan sido colocados donde se los encontró en un momento
comparativamente tardío.
"Pero todavía hay
otras razones más poderosas, para creerlos depositados en esas condiciones,
que todas las que he enunciado hasta ahora. Deje usted que llame su atención
hacia el arreglo tan altamente artificial de los objetos. En la piedra superior había una enagua blanca;
en la segunda, una banda de seda; esparcidos alrededor estaban un quitasol,
guantes y un pañuelo con el nombre de 'Marie Rogêt'. Es justamente el arreglo
que hubiera hecho una persona sin ingenio queriendo disponer los objetos naturalmente. Pero desde ningún punto de
vista es un arreglo realmente
natural. Quisiera más bien haber tratado de ver las cosas todas en la tierra y
pisoteadas. En los estrechos límites de ese bosquecillo debe de haber sido
apenas posible que la enagua y la banda retuvieran una posición sobre las
piedras, estando en contacto de personas que luchaban. Había evidencia -se ha
dicho- de una lucha, y la tierra estaba pisoteada, los arbustos rotos; pero la
enagua y la banda fueron encontradas como puestas en un estante. Los trozos de
la bata desgarrados eran como de tres pulgadas de ancho por seis de largo. Una
parte era el dobladillo de la bata y había sido remendada. Parecían tiras arrancadas. Aquí, sin advertirlo, Le Soleil ha empleado una frase
extremadamente sospechosa. Los trozos, como se dice, 'parecían tiras
arrancadas' pero a propósito y con la mano. Es un accidente de los más raros
que un trozo 'sea arrancado' de ningún vestido, como el de que se trata, por un
arbusto espinoso. A causa de la
verdadera naturaleza de esos tejidos, una espina o clavo que entre en ellos
los rasga rectangularmente, los divide en dos jirones longitudinales que,
formando ángulos rectos entre sí, se encuentran en el ápice donde entra la
espina, pero es casi imposible concebir el trozo 'arrancado'. Yo jamás los he
visto así ni usted tampoco. Para arrancar
un trozo de esos tejidos se requieren, en casi todos los casos, dos distintas
fuerzas en direcciones diferentes. Si hay dos dobladillos en la pieza, si, por
ejemplo, es un pañuelo de manos y se desea sacar de él una tira, entonces, y
solamente entonces, bastaría para ello una de las fuerzas. Pero en el presente
caso, la cuestión es de un vestido, que no tiene más que un dobladillo. Rasgar
un trozo del interior, donde no hay dobladillo, podría únicamente ser
efectuado, por un milagro, con una espina y una sola espina no lo podría hacer.
Pues hasta cuando no hay más que un dobladillo serían necesarias dos espinas,
operando la una en dos direcciones distintas, y la otra en una. Y esto en la
suposición de que el dobladillo no esté guarnecido. Si lo está, el asunto es
casi de innecesaria discusión. De esta manera es como vemos los numerosos y
grandes obstáculos que estaban en la línea de los trozos 'arrancados' por
simples 'espinas'; todavía somos inducidos a creer no solamente que un trozo
sino que muchos han sido arrancados así. 'Y una parte, además, ¡era el ribete de la bata!' Otro trozo
era 'parte de la falda, no del ribete';
es decir, ¡había sido completamente arrancado por las espinas, del interior del
vestido, donde no se encontraba dobladillo! Éstas, digo, son cosas que bien
puede perdonarse a cualquiera que no las crea; sin embargo, tomadas
globalmente, forman, quizá, menos una razonable base de sospecha que la
sorprendente circunstancia de que los objetos han sido dejados en ese
bosquecito por algunos asesinos que tenían suficiente precaución para pensar en
remover el cadáver. Usted no me habrá com-prendido exactamente, no obstante, si
supone que mi designio es negar que ese bosquecito haya sido el teatro del
crimen. Debe de haber habido un delito en él o más bien un accidente en casa
de la señora Deluc. Pero, en realidad, éste es un punto de poca importancia.
No estamos empeñados en descubrir el teatro, sino los perpetradores del
asesinato. Lo que he aducido, a pesar de la minuciosidad con que lo hice, ha
sido con el fin, primero, de demostrar la tontería de las dogmáticas y
temerarias aser-ciones de Le Soleil,
y segundo y principalmente para llevar a usted, por el camino más natural, a
un último examen de la duda de si este asesinato ha sido o no obra de un grupo de bandidos.
"Principiaremos por una
simple alusión a los repugnantes detalles del cirujano interrogado en el
sumario. Basta sólo decir que sus deducciones,
publicadas en los diarios, respecto al número de los criminales, han sido
perfectamente ridiculizadas como injustas y sin fundamento alguno por todos los
reputados anatomistas de París. No es que el hecho no haya sido como él cree, sino que no había base para esa
creencia. ¿No hay, en cambio, muchas para otra deducción?
"Reflexionemos ahora
sobre 'las señales de una lucha' y déjeme usted preguntar qué es lo que se ha
supuesto que demostraban esas señales. Un grupo, una banda. Pero ¿no
demostrarán más bien la ausencia de una banda? ¿Qué lucha podía haber tenido lugar -qué lucha tan violenta y tan larga
para dejar `señales' en todas direcciones- entre una débil e indefensa joven y
el grupo de bandidos imaginado? El silencioso estrechamiento de algunos rudos
brazos, y todo hubiera concluido: la víctima debía haber quedado absoluta-mente
pasiva a sus deseos. Usted debe recordar que los argumentos enunciados contra
la hipótesis de que el bosquecito fue el teatro del crimen son aplicables, en
su mayor parte, únicamente contra la hipótesis de que ese paraje haya sido el
teatro de un crimen cometido por más de un solo individuo. Si imaginamos un
solo criminal, podemos concebir, y concebir así, únicamente, una lucha tan
violenta y obstinada que llegó a dejar señales inequívocas de su presencia.
"Todavía hay más. He
mencionado ya la sospecha que debe provocar el hecho de que los objetos en
cuestión permanecieran todos en el bosquecito donde se los descubrió. Parece
casi imposible que estas evidencias de delito hayan sido accidentalmente
dejadas donde se las encontró. Hubo suficiente presencia de espíritu (se
supone) para acarrear el cadáver y todavía una más positiva evidencia de que
el cadáver mismo (cuyas facciones podían haberse desfigurado rápidamente) ha
permanecido bien visible en el teatro del hecho: aludo al pañuelo de manos con
el nombre de la finada. Si fue olvidado, no fue el olvido de una banda. Podemos
imaginarlo únicamente como el olvido de un individuo. Veamos. Un individuo ha
cometido el asesinato. Se encuentra solo con la difunta. Está espantado por lo
que permanece sin movimiento a su lado. La furia de su pasión ha concluido y hay
abundante sitio en su corazón para el natural temor de su crimen. Su confianza
no es de las que engendra inevitablemente el número presente de cómplices.
Está solo con la muerta. Tiembla y está turbado. Sin embargo, es preciso hacer
algo con el cadáver. Lo lleva al río, pero deja tras de sí las otras evidencias
del delito, porque es difícil, si no imposible, acarrear todo de una vez, y
será fácil volver por lo que ha quedado. Pero en su penosa marcha hasta el río,
sus terrores se duplican. Los ruidos de la vida se oyen a su alrededor. A cada
momento percibe o cree percibir el paso de un observador. Las luces mismas de
la ciudad lo turban. Sin embargo, poco a poco y con largas y frecuentes pausas
de profunda agonía, alcanza la orilla del río y arroja su lúgubre carga, quizá
por medio de un bote. Pero ahora ¿qué
tesoro puede guardar el mundo, qué palabra de venganza puede proferir que haya
tenido el poder de llevar de nuevo a ese solitario asesino, por aquella
fatigante y peligrosa senda, hasta el bosquecito que le hiela la sangre con
sus recuerdos? No vuelve, no le importan las consecuencias. No podría volver aunque quisiera. Su
único pensamiento es el de la fuga. Huye para
siempre de aquellos horrorosos plantíos y huye de ellos como de una
venganza que lo amenazara.
"Pero ¿qué habría
sucedido con una banda? Su número hubiera inspirado tranquilidad a todos, y
esto, en el caso de que los bandidos consumados necesiten alguna vez
tranquilidad, y no se puede suponer una banda si no es de bandidos consumados.
Su número, digo, hubiera prevenido la turbación y el terror sin causa que he
imaginado como capaz de paralizar al hombre solo. Si suponemos un olvido en
uno, en dos o hasta tres, este olvido hubiera sido remediado por un cuarto
individuo. No hubiera dejado nada tras de sí, porque su número les habría
permitido llevar todo de una vez. No
hubiera habido ninguna necesidad de volver.
"Considere usted
ahora la circunstancia de que en la parte exterior del vestido del cadáver,
cuando se lo encontró, una tira de cerca de un pie de ancho había sido rasgada
hacia arriba desde el extremo del dobladillo hasta el talle, enrollada tres
veces alrededor de la cintura y asegurada por una especie de nudo en la
espalda. Eso fue hecho evidentemente con el designio de procurar un asidero
para acarrear el cuerpo. Pero ¿podía ningún número de hombres haber soñado en
recurrir a semejante expediente? Para tres o cuatro, los miembros del cadáver
hubieran procurado no solo un asidero suficiente, sino el mejor posible. El
recurso pertenece a un solo individuo, y esto nos lleva al hecho de que 'entre
el bosquecito y el río fueron encontrados destruidos los vallados y en la
tierra visibles huellas de haber sido arrastrado algún cuerpo pesado'. ¿Pero
podía un grupo de hombres haberse puesto en el superfluo trabajo de derribar
vallados, con el propósito de arrastrar un cadáver, cuando podían haberlo
alzado por sobre cualquier vallado, en un instante? ¿Podía un grupo de hombres
haber arrastrado tanto un cadáver
como para dejar huellas evidentes en
la tierra?
"Y aquí debemos
referirnos a una observación de Le Commerciel, observación sobre la que he
hecho ya algunos comentarios. 'Un trozo -dice este diario- de la enagua de la
infortunada joven había sido arrancado y atado bajo su barba y alrededor de la
parte posterior de su cabeza, probablemente para prevenir gritos. Esto ha sido
hecho por individuos que no tenían pañuelos de mano.'
"He establecido
antes que a un verdadero bandido jamás le falta un pañuelo. Pero no es a este
hecho al que debemos especialmente atender. Que no fue por necesidad de un
pañuelo para el propósito imaginado por Le
Commerciel por lo que se empleó aquel vendaje se demuestra por el pañuelo
dejado en el bosquecito, y que el objeto no fue el de 'prevenir gritos'
aparece también por la circunstancia de haber sido empleado el vendaje con
preferencia a lo que podía haber respondido mejor al propósito. Pero el
lenguaje de la evidencia habla del trozo en cuestión como 'encontrado alrededor
del cuello, débilmente ajustado y asegurado con un fuerte nudo'. Estas palabras
son muy vagas, pero difieren materialmente de las de Le Commerciel. La tira era de dieciocho pulgadas de ancho y, aunque
de muselina, podía formar una fuerte faja, estando doblada y plegada
longitudinalmente. Y así, plegada, fue como se la encontró. Mi deducción es
ésta. El solitario asesino, habiendo llevado el cadáver hasta alguna distancia
(sea desde el bosquecito u otra parte) por medio de vendajes atados alrededor
de su cintura, encontró que el peso con ese procedimiento era demasiado para
sus fuerzas. Resolvió arrastrar su carga; la evidencia va hasta mostrar que fue
arrastrada. Con este objeto en mira, llegó a ser necesario atar algo semejante
a una cuerda en una de las extremidades. Podía ser mejor atarla al cuello para
que la cabeza no goteara sangre. Y entonces el asesino, incuestionablemente, se
acordó del vendaje de la cintura. Podía haber usado ese mismo, pero, por sus
vueltas alrededor del cadáver, el nudo
que lo embarazaba y la reflexión de que no había sido 'arrancado' del vestido,
era más fácil cortar una nueva tira de la enagua. La cortó, la adaptó al cuello
y así arrastró su víctima hasta la orilla del río. Que este 'vendaje'
únicamente practicado con la turbación y la tardanza, y respondiendo además
imperfecta-mente a su propósito; que este vendaje fue empleado demuestra que la
necesidad de su empleo nació del hecho de que no era ya fácil poseer el
pañuelo; es decir, de circunstancias que se presentaron como hemos imaginado,
después de salir del bosquecito (si fue de allí) y en el camino entre el bosquecito
y el río.
"Pero la declaración
de la señora Deluc (!), dirá usted, llama especialmente la atención sobre la
presencia de una banda en los alrededores del bosquecito en el instante del
asesinato. Convenido. Dudo que no haya habido una docena de bandas, tales como
la descrita por la señora Deluc, cerca de la Barriére du Roule y hacia
el período de esta tragedia. Pero la banda que ha atraído sobre sí la terrible
animadversión y la declaración algo tardía y sospechosa de la señora Deluc es
la única representada por esa
honrada y escrupulosa anciana como 'habiendo comido sus pasteles y bebido su
brandy, sin tomarse el trabajo de pagar un centavo'. Et hinc illae irae?
"Pero ¿cuál es la precisa
declaración de la señora Deluc? 'Una banda de forajidos apareció, se condujeron
ruidosamente, comieron y bebieron sin pagar; siguieron el camino que habían
tomado los dos jóvenes, regresaron al anochecer, volvieron a la posada al
anochecer, y cruzaron de nuevo el río, como si estuvieran muy apurados.'
"Ahora 'este gran
apuro' muy posiblemente pareció más grande a los ojos de la señora Deluc, desde
que quedó lamentándose sobre sus violados pasteles y cerveza; pasteles y
cerveza por los que podía aún haber mantenido una débil esperanza de
compensación. Porque, de otra manera, desde que era al anochecer, hubiera
hecho punto del apuro. No es motivo de sorpresa, seguramente, que hasta una
banda de forajidos estuviesen apurados para
retirarse a sus casas, cuando es necesario cruzar un ancho río en pequeños
botes, cuando amenaza tormenta y cuando la noche se aproxima.
"He dicho aproxima porque la noche no había llegado todavía. Fue únicamente
al anochecer cuando el grosero apuro de esos 'forajidos' ofendió los serenos
ojos de la señora Deluc. Pero se nos dice que fue esa misma noche, ya tarde,
cuando la señora Deluc, lo mismo que su hijo mayor, 'oyeron los gritos de una
mujer en la vecindad de la posada'. ¿Y con qué palabras designa la señora Deluc
el período de la noche en que fueron oídos esos gritos? 'Era temprano después
de anochecer', dice. Pero `temprano después de anochecer' es al menos
anochecido, y al anochecer es también ciertamente de día. Así es perfectamente
claro que la banda abandonó la
Barriére du Roule antes que los gritos fueran oídos por la
señora Deluc. Y aunque, en todas las relaciones de la declaración, las
expresiones relativas a la hora son distintas e invariablemente empleadas,
como acabo de emplearl-as yo mismo, esa notable circunstancia contradictoria
no ha llamado la atención de ninguno de los diarios ni de ninguno de los
sabuesos de la policía.
"No añadiré más que
un argumento a los que existen ya, contra la idea de una banda, pero este uno
tiene, al menos ante mi propia inteligencia, un peso absolutamente
irresistible. No es imaginable que ante la expectativa del gran premio ofrecido
y el completo perdón por cualquier declaración; no es imaginable, digo, ni por
un momento, que algún miembro de una banda de míseros bandidos, o de cualquier
cuerpo de hombres, no hubiera traicionado a sus cómplices hace mucho tiempo.
Cada uno de los que forman parte de una banda colocada en esas condiciones no
desea tanto el premio o la libertad como teme la traición. Traiciona antes de
ser traicionado él mismo. Que el
secreto no se ha divulgado es la mejor prueba de que es realmente un secreto.
Los horrores de este sombrío suceso son conocidos únicamente de uno o dos seres
humanos y de Dios.
"Sumemos ahora los
pobres aunque ciertos frutos de nuestro largo análisis. Hemos llegado a la idea
o de un fatal accidente bajo el techo de la señora Deluc, o de un asesinato
perpetrado, en el bosquecito de la
Barriére du Roule, por un amante, o, al menos, por un íntimo
y secreto conocido de la víctima. Este conocido es de color moreno. Este color,
la 'atadura del vendaje' y el 'nudo de marinero' con que estaban atadas las
cintas de la gorra indican a un marino. Su relación con la víctima, una joven
alegre, pero no abyecta, lo designan como superior al grado de marinero común.
Aquí las urgentes y bien escritas comunicaciones a los diarios corroboran
bastante esa deducción. La circunstancia de la primera fuga, tal como ha sido
mencionada por Le Mercure, tiende a unir la idea de este marino con la del
'oficial naval' que llevó a la infortunada, por vez primera, a la senda del
vicio.
"Y aquí viene
justamente la consideración de la continuada ausencia del individuo de color
moreno. Déjeme usted detenerme para observar que el color de este hombre es
moreno; es un mismo color el que constituye el único punto de referencia para
Valence y la señora Deluc. Peto ¿por qué se encuentra ausente este hombre? ¿Fue
asesinado por la banda? Si es así, ¿por qué hay solamente huellas de la joven?
El teatro de los dos crímenes debe naturalmente ser supuesto el mismo. ¿Y dónde
está su cadáver? Es lo más probable que los asesinos hubieran dispuesto de
ambos del mismo modo. Pero se puede decir que este hombre vive y tiene temor de
dejarse ver por miedo de ser acusado del asesinato. Se puede suponer que esta
consideración obra sobre su ánimo ahora -en este último período-, desde que se
evidenció que había sido visto con Marie, pero no pudo haber tenido fuerza en
el período del hecho. El primer impulso de un hombre inocente hubiera sido
anunciar el crimen y ayudar a identificar a los autores. La prudencia lo
hubiera así aconsejado. Había sido visto con la joven. Había cruzado el río con
ella en un bote descubierto. La denuncia de los asesinos hubiera aparecido,
hasta a un idiota, el medio seguro y único de libertarse a sí mismo de las
sospechas. No podemos suponerlo, en la noche del fatal domingo, las dos cosas:
inocente e ignorante del crimen cometido. Únicamente en tales circunstancias
es posible imaginar que hubiera dejado, si vivía, de delatar a los asesinos.
"¿Y cuáles son
nuestros medios para llegar a la verdad? Debemos encontrar estos medios
multiplicando y recogiendo diferencias a medida que adelantamos. Examinemos
hasta el fin este asunto de la primera fuga. Conozcamos la completa historia
del 'oficial' con sus presentes circunstancias y sus residencias durante el
período preciso del asesinato. Comparemos cuidadosamente una con otra las
distintas cartas enviadas al diario de la tarde, y cuyo objeto era inculpar a
una banda. Hecho esto, comparemos estas cartas respecto a sus estilos y letras
con las enviadas al diario de la mañana, en un período anterior, en las que se
insistía tan vehementemente sobre el delito de Beauvais. Y hecho todo esto,
comparemos de nuevo esas cartas con la letra conocida del oficial. Tratemos de
establecer por medio de repetidas preguntas a la señora Deluc y sus hijos, así
como del conductor de ómnibus Valence, algo más sobre el aire y la apariencia
personal del 'hombre de color moreno'. Interrogaciones sagazmente dirigidas no
dejarán de proporcionar, de parte de esas personas, informes sobre ese punto
particular (o sobre otros), informes que esas personas mismas pueden no saber
jamás que los poseen. Sigamos ahora la huella del bote recogido por el barquero
en la mañana del lunes 23 de junio y que fue sacado de la oficina naval sin
conocimiento del oficial de servicio, y sin
el timón, poco antes de descubrirse el cadáver. Con prudencia y
perseverancia debemos encontrar este bote, porque no solo puede el barquero
reconocerlo, sino que el timón está a la
mano. El timón de un bote de vela no podía haberse perdido sin ser buscado
por alguno que hubiera estado con el corazón tranquilo. Y aquí déjeme usted
insinuar una pregunta. No hubo aviso
del hallazgo del bote. Fue silenciosamente sacado de la oficina y conducido
con el mismo silencio fuera de allí. Pero ¿cómo
es que pudo su propietario o patrón ser informado en un período tan breve
como el del martes por la mañana, sin aviso de nadie, del paradero del bote
sustraído el lunes, a menos que no imaginemos alguna relación en la marina, alguna relación personal y
permanente que lo condujera a conocer sus más pequeños intereses, sus pequeñas
noticias locales?
"Hablando del
solitario asesino que arrastró su carga hasta la ribera, he sugerido ya la
probabilidad de que se valió de un bote.
Ahora tenemos que comprender que Marie Rogêt fue precipitada al río desde un
bote. Este debía, naturalmente, haber sido el caso. El cadáver no podía haber
sido confiado a las aguas poco profundas de la orilla. Las singulares marcas
de la espalda y hombros de la víctima hablan de las cuadernas del fondo de un
bote. Que el cuerpo fue encontrado sin peso es también un hecho que corrobora
esta idea. Si hubiera sido arrojado desde la orilla, le habrían atado un peso a
los pies. Podemos únicamente explicarnos su ausencia suponiendo que el asesino
olvidó la precaución de proveerse de lo necesario para ello, antes de embarcar
el cadáver. En el acto de entregar el cuerpo al agua debe de haber saltado a
tierra. Pero el bote ¿podía él haberlo asegurado? Debe de haber estado con
demasiada prisa para ocuparse en cosas tales como asegurar un bote. Además,
atándolo al embarcadero, hubiera sentido como que aseguraba un testigo contra
sí mismo. Su natural pensamiento hubiera sido arrojar de sí, tan lejos como
fuera posible, todo lo que había tenido conexión con su crimen. Debía no
solamente haber huido del embarcadero, sino impedir que el bote permaneciera
allí. Indudablemente debe de haberlo arrojado a la derecha. Prosigamos nuestra
suposición. En la mañana, el pobre diablo es presa de inexplicable terror al
encontrar que el bote ha sido recogido y detenido en un punto que él frecuenta
diariamente, por costumbre; en un punto, quizá, que él tiene hasta el deber de
frecuentar. A la noche siguiente, sin
atreverse a preguntar por el timón, lo saca de ahí. Ahora, ¿dónde está ese
bote sin timón? Que sea uno de nuestros primeros propósitos el descubrirlo.
Con la primera ojeada lo obtendremos; nuestro éxito seguirá. Este bote nos
guiará con una rapidez sorprendente hasta la persona que lo empleó en la noche
del domingo fatal. Una corroboración se levantará sobre otra corroboración y
el asesinato será esclarecido."
(Por razones que no explicaremos, pero que aparecerán claras a muchos
lectores, nos hemos tomado la libertad de omitir aquí algunos párrafos del
manuscrito que poseemos, tales como los detalles de la forma como continuaron
las pesquisas iniciadas por la aparentemente pequeña huella obtenida por
Dupin. Sólo creemos prudente advertir que se alcanzó el resultado previsto y
que el Prefecto cumplió, aunque con disgusto, los términos de su pacto. El
artículo del señor Poe concluye con las siguientes palabras. Eds[ii])
Debe entenderse que hablo
de coincidencias y nada más. Lo que he dicho antes sobre este tópico debe
bastar. En mi alma no hay fe para los sucesos sobrenaturales. Que la Naturaleza y su Dios
son dos, ningún hombre que piensa lo negará. Que el último creando la primera
puede, si desea, gobernarla o modificarla, es absolutamente incuestionable.
Digo "si desea", porque la cuestión es de deseo, y no, como la
insania de la lógica lo ha pretendido, de poder. No es que la Deidad no pueda modificar
sus leyes, es que la insultamos imaginando una necesidad posible de
modificación. En su origen, esas leyes fueron hechas para abrazar todas las
contingencias que pudieran haber en el Futuro. Para Dios todo sucede en el Presente.
Repito, pues, que hablo
de estas cosas únicamente como de coincidencias. Y, además, en lo que relato
se verá que entre el fin de la infortunada Mary Cecilia Rogers, tanto como
este fin es conocido, y el fin de una Marie Rogêt hasta cierta época de su
historia, ha existido un paralelo, en la contemplación de cuya horrorosa exactitud
la razón se encuentra perpleja. Digo que todo esto será visto. Pero no se
suponga ni por un momento que, avanzando en la triste narración de Marie desde
la época recién mencionada y trazando hasta su dénouement el misterio que la encubrió, que es mi secreto designio
hacer entrever una prolongación del paralelo, ni siquiera sugerir que las
medidas adoptadas en París para el descubrimiento del asesino de una grisette pudieran producir similar
resultado al ser aplicados a otros casos.
Porque, respecto a la
última rama de la suposición, se debe considerar que la más trivial variación
en los hechos de los dos casos puede dar lugar a los más importantes errores,
desviando completamente los dos procesos, lo mismo que, en aritmética, un error
que en su propia individualidad puede ser inapreciable, produce al fin, por el
poder de multiplicación en todos los puntos de la serie, un resultado
enormemente lejano de la verdad. Y en cuanto a la primera parte de la
suposición, debemos tener en cuenta que el verdadero Cálculo de las
Probabilidades a que acabo de referirme impide toda idea de la prolongación del
paralelo: la impide con una seguridad fuerte y decidida justamente en la proporción
con que este paralelo ha sido traído de lejos y en proporción de su exactitud.
Esta es una de esas anómalas proposi-ciones que, pareciendo recurrir al
pensamiento opuesto al pensamiento matemático, es, sin embargo, de aquellas que
sólo el hombre matemático puede concebir. Nada, por ejemplo, es más difícil de
hacer comprender a la genera-lidad de los lectores que el hecho de que un
jugador de dados ponga en sucesión dos veces los seis es causa suficiente para
apostar lo que se tiene a que los seis no aparecerán en la tercera tentativa.
Una tentación de este efecto es habitualmente rechazada por la inteligencia. No
se comprende que los dos números que han sido tirados, y que permanecen ya en
el Pasado, puedan tener influencia sobre el que existe únicamente en el Futuro.
La probabilidad de sacar seis parece ser precisamente el privilegio de un
momento dado; es decir, sujeta únicamente a la influencia de los otros números
que pueden obtenerse. Y ésta es una reflexión tan sumamente fácil que tratar de
controvertirla provoca por lo general sólo una burlesca sonrisa. El error envuelto
en este asunto -error grande y lleno de malicia- no se puede analizar en los
límites asignados a este trabajo, pero para los filósofos no necesita
explicaciones. Será suficiente decir aquí que dicho error pertenece a una de
las series infinitas de fallas que se levantan en el camino de la Razón a causa de su
propensión a buscar la verdad en detalle.
[i] "Una teoría basada en las cualidades de un objeto impedirá que
sea desarrollada de acuerdo con sus objetos, y el que arregla sus tópicos con
referencia a sus causas, cesará de considerarlos de acuerdo con sus
resultados. Así, la jurisprudencia de cada nación mostrará que, cuando la ley
llega a ser una ciencia y un sistema, cesa de ser Justicia. Los errores en que
una ciega devoción a los principios de clasificaciones ha hecho caer a la ley
común se pueden ver observando cuán a menudo la legislatura ha sido obligada a
hacer progresos para restaurar la equidad, pues había perdido de vista su
objeto." (LANDOR.)
[ii] Nota del diario en que fue publicado
primitivamente este artículo. (N. del E., London, Chatto y Windus, 1872.) Igual
anotación se encuentra en la de Adam y Black, Edinburgh, 1874. (N. del T)