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martes, 17 de diciembre de 2013

El retrato oval

El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:
"Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: "¡En verdad, esta es la vida misma!" Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!"

1.011. Poe (Edgar Allan)

El pozo y el pendulo

Impia tortorum longos hic turba furores,
sanguinis innocui, non satiata, aluit.

Sospite nunc patriá fracto nunc funeris antro,
mors ubi dira fuit vita salusque patent.

(Cuarteta compuesta para las puertas de un merca­do
que debía construirse en el sitio donde se hallaba el
Club de los Jacobinos en París.)[i]

Estaba quebrantado, casi Moribundo por aquella larga agonía, y cuando al fin me desataron y me fue permitido sentarme me pareció que los sen­tidos me abandonaban. La sentencia, la terrible sentencia de muerte, fue la última frase claramente pronunciada que hirió mis oídos; después de esto, el murmullo de las voces de los inquisidores pareció perderse entre las confusas imágenes de un sueño; aquel murmullo producía en mi espí­ritu el efecto de una rotación, tal vez porque en el pensamiento lo aso­ciaba con una rueda de molino, pero esto duró poco, pues de repente no oí ya nada.
Sin embargo, durante algún tiempo pude ver (¡con qué terrible exa­geración!) los labios de los jueces, que me parecieron blancos, tanto como la hoja de papel en que escribo estas palabras, y delgados hasta lo grotesco, adelgazados por la intensidad de su expresión de dureza, de inmu­table resolución, de soberbio desdén ante el dolor humano.
Veía que los decretos de lo que para mí representaba el destino se pronunciaban aún por aquellos labios; observé su contracción al expre­sar la terrible sentencia; los vi indicar las sílabas de mi nombre y me estremecí de espanto al reconocer que el sonido no seguía al movimien­to. También observé durante algunos minutos de horror delirante la suave y casi imperceptible ondulación de los tapices negros que cubrían las paredes de la sala, y entonces mi vista se fijó en los siete grandes can­delabros colocados en la mesa.
Al pronto creí reconocer en ellos la imagen de la Caridad, parecién­dome ángeles blancos y esbeltos que debían salvarme, pero de repente una náusea mortal invadió mi alma y cada una de las fibras de todo mi ser se estremeció como si hubiese tocado el conductor de una pila vol­taica; las formas angélicas se convirtieron en insignificantes espectros; sus cabezas, en llamas, y comprendí bien que no se debía esperar ningún auxilio de ellos.
Entonces se deslizó en mi imaginación, como melodiosa nota musical, la idea del tranquilo reposo que nos espera en la tumba; esta idea pene­tró suave y furtivamente, y se me figuró que necesitaba mucho tiempo para apreciarla bien, pero en el momento mismo en que comenzaba al fin a acariciarla, las figuras de los jueces se desvanecieron como por encanto, los candelabros se redujeron a la nada, sus llamas se apagaron del todo, se sucedieron las tinieblas, todas las sensaciones se disiparon al parecer y el universo no fue ya más que noche, silencio, inmovilidad.
Estaba sin conocimiento, pero no diré que lo hubiese perdido del todo, aunque no podría definir qué parte conservaba. ¿Era aquello un sueño profundo? No. ¿Era el delirio? No. ¿Era un desvanecimiento? No. ¿La muerte? Tampoco, pues ni aun en la tumba se ha perdido todo, por­que de lo contrario no habría inmortalidad para el hombre. Al despertar de un profundo sueño rasgamos el velo a través del cual veíamos las imá­genes, pero un segundo después, tan frágil era el tejido, no nos acorda­mos ya de haber soñado.
Cuando se recobra el conocimiento después de un desmayo hay dos grados: el primero es el sentimiento de la existencia moral o espiritual, y el segundo, el de la existencia física. Parece probable que, si al llegar al segundo grado pudiéramos evocar las impresiones del primero, volvería­mos a encontrar todos los elocuentes recuerdos del abismo del otro mundo.
¿Y qué es este abismo? ¿Cómo distinguiríamos, por lo menos, sus sombras de las de la tumba? Si las impresiones de lo que yo considero como el primer grado no vuelven al ser llamadas por la voluntad, ¿no se manifiestan, sin embargo, al cabo de algún tiempo, sin ser invitadas, cau­sándonos admiración, porque no sabemos de dónde pueden salir? Aquel que no ha perdido nunca el conocimiento no descubre extraños palacios y rostros singularmente familiares entre las llamas ardientes; no ve flotar en medio del aire las melancólicas visiones que al vulgo no le es dado percibir; no es el que medita sobre el perfume de alguna flor desconoci­da; no es aquel cuyo cerebro se puede extraviar en el misterio de alguna melodía que hasta entonces no llamó nunca su atención.
En medio de mis repetidos esfuerzos, y a pesar de mi energía para recoger algún vestigio de aquel estado en que mi alma acababa de desli­zarse, muy semejante a la nada, hubo momentos en que soñaba un triun­fo; hubo cortos instantes, muy breves, en que provoqué recuerdos que, según me había demostrado mi razón lúcida en época posterior, no podían relacionarse sino con ese estado en que la conciencia parece aniquilada.
Con estas sombras de recuerdos se presentaban indistintamente grandes figuras que me arrebataban y me llevaban en silencio hacia abajo, cada vez más abajo, hasta que la sola idea de la eternidad del des­censo me oprimía y me causaba un horrible mareo. Después vino la impresión de una inmovilidad repentina en todos los seres que estaban alrededor, como si aquellos que me conducían -cortejo de espectros­hubieran traspasado en su descenso los límites de lo ilimitado y se dete­nían al fin, vencidos por el infinito enojo de su tarea. Después mi alma experimentó una sensación de insipidez y humedad, y luego la locura de una memoria que se agita en lo prohibido.
De pronto volvieron a mi alma sonido y movimiento, el movimien­to tumultuoso del corazón y el rumor de sus latidos; después, una pausa en la que todo desaparecía; más tarde, otra vez el sonido, el movimien­to y el tacto, como una sensación vibrante que penetrara en mi ser, y al fin la simple conciencia de que existía, sin pensamiento, estado que duró mucho. De pronto se manifestó el pensamiento, con un terror que me estremecía, y el ardiente deseo de com-prender mi verdadera situación.
Después ansié vivamente volver a la insensibilidad, pero el alma renació de improviso, e intenté, con buen resultado, el movimiento. Entonces recordé del todo el proceso, las colgaduras negras, la sentencia, mi debilidad y mi desvanecimiento, pero olvidé completamente lo que siguió, y sólo más tarde, por un esfuerzo de energía, conseguí recor­darlo de una manera vaga.
Hasta entonces no había abierto los ojos, pero comprendía que me hallaba tendido de espaldas y sin ligaduras; extendí el brazo y mi mano cayó pesadamente sobre alguna cosa húmeda y dura; no la retiré durante algunos minutos y me esforcé por adivinar dónde podía hallarme y "qué era" de mí; estaba impaciente por servirme de mis ojos, pero no me atre­vía a ello, temiendo dirigir la primera mirada sobre los objetos que tenía alrededor. No era porque me arredrase ver cosas horribles, sino porque me espantaba la idea de no ver cosa alguna.
Al fin, poseído de indecible angustia, abrí los ojos vivamente: mi horrible idea se confirmaba: me rodeaban las tinieblas de la noche eter­na; hice un esfuerzo para respirar y me parecía que la oscuridad me oprimía y sofocaba.
La pesadez de la atmósfera era intolerable; permanecí echado tran­quilamente y me esforcé para reflexionar. De pronto recordé los proce­dimientos de la Inquisición y, partiendo de aquí, procuré darme cuenta de mi estado en aquel momento.
Me parecía que después de dictada la sentencia había transcurrido mucho tiempo, pero no imaginé un solo instante que pudiera estar ver­daderamente muerto. Semejante idea, a pesar de todas las ficciones lite­rarias, es de todo punto incompatible con la existencia real, pero ¿dónde estaba y en qué situación?
Yo sabía que los condenados a muerte solían sufrir la pena en los autos de fe y precisamente se había celebrado una solemnidad de este género el mismo día en que se me juzgó. ¿Me habrían conducido de nuevo al calabozo para esperar allí el próximo sacrificio, que no debía efectuarse hasta dentro de algunos meses? Desde luego vi que esto no podía ser, pues se había reunido el contingente de las víctimas. Por otra parte, mi primer calabozo, así como las celdas de todos los condenados en Toledo, tenía el pavimento de piedra y no faltaba completamente la luz.
De pronto, una idea horrible hizo afluir la sangre a mi corazón y durante algunos minutos volví a quedar en estado de insensibilidad. Al volver en mí me puse en pie, temblando convulsivamente; extendí con ansiedad los brazos hacia adelante y no toqué nada, pero temía dar un solo paso, figurándome que iba a tropezar contra las paredes de mi tumba.
El sudor inundaba mi cuerpo y formando gruesas gotas se acumula­ba en mi frente; la angustia de la incertidumbre llegó a ser intolerable, y al fin avancé poco a poco con los brazos extendidos y los ojos desenca­jados, esperando sorprender un débil rayo de luz. Di algunos pasos, pero todo estaba negro y vacío; entonces respiré más libremente y me pareció indudable que no se me había reservado la muerte más espantosa.
Y mientras seguía avanzando con precaución, asaltaron mi pensa­miento los mil vagos rumores que habían circulado sobre los horribles hechos ocurridos en Toledo. Se referían cosas muy extrañas sobre aque­llos calabozos y yo las había considerado siempre como fábulas, pues eran tan espantosas que sólo se podían repetir en voz baja. ¿Debería yo morir de hambre en aquel mundo subterráneo de las tinieblas o qué des­tino aún más terrible me esperaba? Conocía demasiado bien el carácter de mis jueces para poner en duda que el resultado sería mi muerte, y alguna muerte elegida con cruel refinamiento, y por eso me preocupaba sólo sobre el día y la hora.
Mis manos extendidas encontraron al fin un obstáculo sólido: era una pared, al parecer de piedra lisa, húmeda y fría; la seguí de cerca, avanzando con la recelosa desconfianza que me habían infundido cier­tas antiguas historias, pero esta maniobra no me facilitó el medio de reconocer las dimensiones de mi calabozo, pues podía dar la vuelta y regresar al punto de partida sin echarlo de ver: tan uniforme parecía el muro. Entonces busqué el cuchillo que llevaba en la faltriquera cuando me condujeron al tribunal, pero había desaparecido, pues se me despojó de la ropa para ponerme una especie de sayón de estameña; mi objeto era introducir la hoja en alguna grieta de la pared para reconocer el punto de que había partido.
La dificultad me hubiera parecido vulgar en cualquier otro caso, pero en aquel momento, atendido el desorden de mis ideas, la consideré invencible. Arranqué un pedazo del dobladillo del sayón y lo puse en el suelo de modo que formase ángulo recto contra la pared, pues, siguiendo mi camino a tientas alrededor del calabozo, no podía menos que encon­trar aquella señal cuando hubiese recorrido todo el circuito.
Yo lo creía así, por lo menos, mas no tuve en cuenta la extensión del calabozo ni mi debilidad. El terreno era húmedo y resbaladizo; avancé tambaleándome durante algún tiempo, y después tropecé y caí. Mi extremada fatiga me indujo a permanecer inmóvil, sin levantarme, y el sueño me sorprendió muy pronto en aquel estado.
Al despertar y cuando extendí los brazos, encontré a mi lado un pan y un jarro de agua: estaba demasiado desfallecido para reflexionar sobre aquella circunstancia, pero bebí y comí ávidamente. Poco tiempo des­pués continué mi exploración alrededor del calabozo y con mucho tra­bajo llegué a la señal; es decir, al pedazo de estameña.
Había contado ya cincuenta y dos pasos cuando caí y al continuar el recorrido conté cuarenta y ocho hasta el sitio de la señal, de lo que resultaba, pues, un total de ciento, y, suponiendo que dos pasos compu­sieran una vara, presumí que el calabozo tenía cincuenta de circuito.
Sin embargo, había reconocido muchos ángulos en la pared y, por lo tanto, no había medio de conjeturar la forma del calabozo o, mejor dicho la cueva, pues en mi concepto no podía ser otra cosa.
No me interesaba mucho aquella investigación, pues no tenía espe­ranza alguna, pero una vaga curiosidad me impulsó a continuarla. Sepa­rándome de la pared, resolví atravesar la superficie circunscrita y al principio avancé con suma precaución, pues aunque el suelo parecía de una materia dura era muy resbaladizo, pero al fin, armándome de valor, me adelanté con paso seguro, procurando seguir en lo posible la línea recta. Había avanzado ya diez o doce pasos, cuando de pronto se me enredó entre las piernas el sayón por donde lo había rasgado y al pisarlo caí de bruces.
Aturdido por el golpe, no observé de pronto una circunstancia algo sorprendente, y en la cual fijé mi atención, sin embargo, algunos minu­tos después, cuando aún estaba tendido. Era esto: mi barba se apoyaba en el suelo, pero mis labios y la parte superior de la cabeza no tocaban en nada; al mismo tiempo me pareció que la frente estaba bañada en un vapor viscoso y percibí un olor particular como de setas pasadas; exten­dí los brazos y no pude menos de estremecerme al reconocer que había caído sobre el borde de un pozo circular, cuya profundidad no podía medir en aquel momento.
Al tocar la pared del brocal pude extraer un fragmento y lo arrojé al abismo. Por espacio de algunos segundos escuché atentamente; en su caída chocaba con las paredes del pozo, y al fin se hundió en el agua, produciendo un sonido sordo y lúgubre, seguido de ruidosos ecos. En el mismo instante se produjo sobre mi cabeza un rumor, como si cerrasen y abriesen una puerta, un débil rayo de luz atravesó pronto la oscuridad y se extinguió al punto.
Comprendí entonces claramente la muerte que me deparaban y me felicité del oportuno incidente que me había salvado. Este género de muerte, evitada tan a tiempo, tenía ese carácter que yo consideraba hasta entonces como fabuloso y absurdo en los muchos cuentos que cir­culaban sobre la Inquisición.
Las víctimas de su tiranía no tenían más alternativa que la muerte con sus más crueles agonías físicas o con sus más abominables tormen­tos morales; a mí se me había reservado para esta última. Mis nervios estaban tensos a causa de tan largo padecimiento, tanto que temblaba al oír mi propia voz, y por todos conceptos era yo entonces la mejor presa para la especie de martirio que me esperaba.
Temblando como un azogado, retrocedí al punto a tientas hacia la pared, resuelto a morir antes que arrostrar los horrores del pozo, multi­plicados entonces por mi espíritu en las tinieblas de la prisión. En otra situación de ánimo hubiera tenido valor para acabar de una vez con tan­tas miserias precipitándome en el abismo, pero en aquel momento era el mayor de los cobardes y por otra parte no podía olvidar lo que había leído sobre aquellos pozos, es decir que la extinción repentina de la vida era una posibilidad cuidadosamente evitada por el genio infernal que había concebido el plan.
La agitación de mi espíritu me tuvo despierto durante largas horas, pero al fin me aletargué de nuevo. Al despertar hallé junto a mí, como la primera vez, un pan y un jarro de agua; la sed más abrasadora me devoraba y apuré todo el contenido. Preciso era que aquella agua tuvie­
se alguna droga, pues apenas la bebí me sobrecogió un sopor irresistible; un sueño profundo se apoderó de mí, sueño semejante al de la muerte.
Ignoro cuánto tiempo duró, pero cuando abrí los ojos, los objetos que había a mi alrededor eran visibles; gracias a un resplandor singular, sulfuroso, cuyo origen no pude descubrir al principio, me fue dado ver la extensión y el aspecto de mi calabozo.
Me había equivocado de medio a medio sobre sus dimensiones; las paredes no medían más de veinticinco varas de circuito, detalle que por espacio de algunos minutos me ocasionó profunda turbación, entera­mente pueril en verdad, pues, en medio de las terribles circunstancias que me rodeaban, nada podían importarme las dimensiones de mi pri­sión, pero mi espíritu se interesaba singularmente en aquellas nimieda­des y me afané en explicarme el error cometido en mis medidas.
Al fin se me representó la verdad como un rayo de luz: en mi pri­mera tentativa de exploración había contado cincuenta y dos pasos hasta el momento de caer; debía hallarme entonces a uno o dos de mi señal y de hecho había recorrido casi el circuito del calabozo cuando me dormí, pero, al despertar, sin duda hube de retroceder, creando así una circunferencia casi doble. La confusión de mi cerebro me impidió segu­ramente observar que había comenzado la vuelta con la pared de la izquierda y la terminaba teniéndola a mi derecha.
También me engañé relativamente a la forma de mi prisión: tante­ando el camino, había encontrado muchos ángulos, y deduje de esto que el conjunto era muy irregular: tan poderoso es el efecto de una oscuri­dad completa en todo aquel que despierta de un letargo o de un sueño.
Aquellos ángulos se producían simplemente por algunas ligeras depre-siones a intervalos desiguales; la forma general del calabozo era un cuadrado y lo que yo había tomado por mampostería asemejábase ahora al hierro, o cualquier otro metal, en forma de grandes planchas, cuyas suturas producían las depresiones. Toda la superficie de aquella cons­trucción metálica estaba toscamente pintarrajeada con todos los hediondos y repulsivos emblemas a que dio nacimiento la superstición sepulcral de los frailes; varias figuras de diablos con aspecto amenazador, formas de esqueletos y otras imágenes horribles manchaban aquellas paredes en toda su extensión.
Observé que los contornos de estas monstruosidades se marcaban bastante bien, pero que los colores estaban marchitos y alterados, como por efecto de una atmósfera húmeda, y también noté entonces que el suelo era de piedra. En el centro veía la boca circular del pozo del que había escapado y que era el único.
Vi todo esto confusamente, no sin algún esfuerzo, pues mi posición física había cambiado singularmente durante mi sueño: estaba tendido de espaldas en una especie de tablado de madera muy bajo y atado fuer­temente por una cosa que me pareció una correa, la cual se arrollaba varias veces alrededor de mis miembros y del cuerpo, dejando sólo libres la cabeza y el brazo izquierdo, mas para mover este último, a fin de tomar el alimento de una especie de escudilla puesta junto a mí en el suelo, era preciso esforzarme penosamente. Con terror eché de ver que se habían llevado la jarra, y digo con terror porque me devoraba una sed intolerable. Me pareció entonces que el plan de mis verdugos era exasperar mi sed, pues el alimento contenido en la escudilla estaba cargado de especias.
Alcé la vista para examinar el techo de mi prisión; estaba a una altu­ra de treinta a cuarenta pies y por su aspecto asemejábase mucho a las paredes laterales. En una de sus divisiones me llamó la atención una de las figuras, la más extraña; era la del Tiempo, según se lo suele repre­sentar, sólo que en vez de la hoz tenía un objeto que a primera vista tomé por la imagen pintada de un enorme péndulo, como los que vemos en los relojes antiguos. Sin embargo, en el aspecto de aquella máquina noté alguna cosa que me indujo a mirar más atentamente, y cuando la mira­ba, con la vista fija, pues se hallaba precisamente sobre mí, me pareció que se movía.
Un instante después mi idea se confirmó: su balanceo era corto y naturalmente muy lento; lo observé durante algunos minutos, no sin cierta desconfianza, pero particularmente con asombro, y, cansado al fin de su monótono movimiento, fijé la vista en los demás objetos del calabozo.
Un ligero ruido me llamó la atención y, mirando el suelo, vi varias ratas enormes que iban de un lado a otro; habían salido del pozo, que estaba a mi derecha, y muy pronto aparecieron otras muchas, las cuales avanzaban presurosas, con ojos voraces y atraídas, sin duda, por el olor de la carne: hube de hacer muchos esfuerzos para que no se acercasen.
Habría transcurrido media hora, o tal vez una, pues no podía medir bien el tiempo, cuando, al levantar de nuevo la vista, observé una cosa
que me confundió y asombró. El péndulo estaba una vara más abajo y, como consecuencia natural, su velocidad era también mucho mayor, pero lo que me turbó sobre todo fue la circuns-tancia de que había "baja­do" visiblemente.
Entonces observé, e inútil es decir con qué espanto, que su extre­midad inferior tenía la forma de una brillante media luna de acero, de un pie de longitud de un cuerno a otro, siendo el filo inferior tan cor­tante como el de una navaja de afeitar; esta especie de cuchillo, pesada y maciza, estaba sujeta a una gruesa varilla de cobre y el todo silbaba balanceándose en el espacio.
Apenas podía dudar ya de la muerte que me preparaba el horrible ingenio monacal. Los agentes de la Inquisición habían adivinado, sin duda, que ya conocía yo la existencia del pozo, el pozo, cuyos horrores estaban reserva-dos para un hereje tan temerario como yo; el pozo, figu­ra del infierno y considerado por la opinión pública como la última Thule de todos sus castigos.
Yo había evitado la caída por la más rara de las casualidades y sabía que la sorpresa, o la sujeción en un tormento, tenía gran importancia en todo aquel sistema de ejecuciones secretas. Ahora bien, habiendo esca­pado yo del abismo, no era ya el plan diabólico de mis verdugos precipi­tarme en él; se me reservaba, y esta vez sin alternativa posible, una muerte distinta y más dulce. ¡Más dulce! Casi sonreí en medio de mi agonía al pensar en la singular aplicación que hacía de esta palabra.
¿A qué referir las largas horas de horror, más que mortales, en las que conté las oscilaciones vibrantes del acero? Pulgada por pulgada, línea por línea, se efectuaba el descenso gradual, sólo apreciable a inter­valos que me parecían siglos, pero siempre descendía, siempre más y más. Transcurrieron varios días, tal vez muchos, antes que la brillante media­luna se balanceara lo bastante cerca de mí para darme aire con su acre soplo. Mis fosas nasales percibían la sensación del afilado acero. Rogué al cielo, y hasta lo cansé con mis súplicas, para que la cuchilla bajara más rápidamente; me parecía que me volvía loco estaba frenético, y me esfor­cé para levantarme a fin de ir al encuentro de la espantosa cimitarra movible, pero después permanecí tranquilo, sonriendo ante aquella muer­te brillante, como un niño cuando contempla algún precioso juguete.
Siguió un nuevo intervalo de perfecta insensibilidad, intervalo corto, pues al volver en mí observé que el péndulo no había bajado de una manera apreciable, pero tal vez aquel tiempo fuera largo, pues no se me ocultaba que los agentes diabólicos, al observar mi desvaneci-miento, pudieron detener la vibración a su antojo.
Al recobrar el uso de los sentidos experimenté un malestar y una debilidad indecibles, como por efecto de una larga inanición, pero aun en medio de aquellas angustias la naturaleza humana imploraba su alimento. Con penosos esfuerzos extendí mi brazo izquierdo, tanto como lo permi­tieron las ligaduras, y me apoderé del resto que las ratas me habían dejado.
Al acercarme el alimento a la boca, una idea halagüeña, un rayo de esperanza cruzó de pronto por mi mente, pero ¿qué había ya de común entre la esperanza y yo? Me dije que aquello era un pensamiento infor­me; el hombre concibe a menudo otros análogos que nunca son com­pletos; comprendí que era idea alegre, de esperanza, pero también que moría al nacer. En vano traté de rehacerla, de no dejarla escapar; mis largos padecimientos habían aniquilado casi las facultades ordinarias de mi espíritu: era un imbécil, un idiota.
La vibración del péndulo se efectuaba en un plano que formaba ángulo recto con mi longitud y observé que la medialuna se había dis­puesto de modo que atravesase la región del corazón. A pesar de la espantosa dimensión de la curva recorrida (unos treinta pies o tal vez más) y de la irresistible energía del descenso, que hubiera bastado para cortar aquellas paredes de hierro, todo cuanto podía hacer dentro de algunos minutos era rozarme la ropa; al pensar esto, no osé proseguir mi reflexión; me fijé en la idea con tenacidad, como si esta insistencia pudiese contener la bajada del acero.
Comencé a meditar sobre el sonido que la medialuna produciría al pasar por mi ropa, sobre la sensación particular y penetrante que el fro­tamiento de la tela ocasionaría en los nervios. Pensé en todas estas nimiedades, hasta que mis dientes se entrechocaron.
Se deslizaba más, cada vez más, acercándose siempre, y yo me com­placía, con una especie de frenesí, en comparar su celeridad de arriba abajo con la de los lados. ¡A derecha, a izquierda, y después se alejaba mucho, y volvía, produciendo un golpe, como un espíritu condenado, y acercándose a mi corazón con el paso furtivo del tigre! Yo reía y gritaba alternativamente, según me dominaba una u otra idea.
¡Más abajo, invariablemente más abajo! Vibraba a tres pulgadas de mi pecho, e hice un esfuerzo furioso para desasir mi brazo izquierdo, que sólo podía mover desde el codo hasta la mano; era posible servirme de esta últi­ma sólo para llevar el alimento desde el plato que estaba junto a mí hasta la boca, y aun esto con mucho trabajo. Si hubiera podido romper las liga­duras más arriba del codo, habría tomado el péndulo procurando detenerlo, pero esto hubiese sido tan inútil como tratar de contener una avalancha.
¡Siempre más abajo, más abajo! Respiré dolorosamente y me agita­ba a cada vibración. Mis ojos lo seguían en su movimiento de ascenso y descenso con desesperado frenesí, y se cerraban con un estremecimien­to espasmódico en el momento de la bajada, aunque la muerte habría sido un alivio. Sin embargo, temblaba de pies a cabeza al pensar que bas­taba que la máquina bajase un poco para precipitar sobre mi pecho aque­lla cuchilla afilada y brillante.
La esperanza era la que hacía temblar así mis nervios; era la esperan­za, que triunfa hasta en el tormento, que susurra al oído de los conde­nados a muerte en los calabozos mismos de la Inquisición.
Observé que diez o doce vibraciones pondrían el acero en contacto con mi ropa y este detalle produjo en mi ánimo la calma de la desespe­ración; por primera vez, hacía muchas horas, y tal vez días, pensé, y ocu­rrió que la ligadura que me sujetaba era de una sola pieza; estaba atado por un lazo continuo: el primer corte de la hoja de acero en una parte cualquiera de la correa debía desprenderla lo bastante para que mi mano izquierda pudiera desarrollarla a mi alrededor, pero ¡cuán terrible llega­ría a ser en este caso la proximidad del acero!
El resultado de la más ligera sacudida sería mortal.
¿Era verosímil, por otra parte, que los ayudantes del verdugo no hubiesen previsto y obviado esta posibilidad? ¿Era probable que la liga­dura cruzara por mi pecho en el trayecto del péndulo? Temblaba al pen­sar que podría frustrarse aquella débil esperanza, sin duda la última; levanté lo bastante la cabeza para mirar bien el pecho: la ligadura rode­aba fuertemente mis miembros en todos sentidos, excepto en la parte que debía tocar la hoja homicida.
Apenas volví a inclinar la cabeza, dejándola tomar su primera posi­ción, brilló en mi espíritu alguna cosa que yo definiría como el complemento de esa idea de libertad de que ya he hablado y de la cual sólo había concebido vagamente una parte cuando acerqué el alimento a mis abrasados labios. Ahora tenía toda la idea, débil, apenas definida, pero completa, e inmediata-mente intenté realizarla con la energía de la de­sesperación.
Hacía algunas horas que las ratas pululaban materialmente en la inmediación del tablado en que me hallaba tendido; eran turbulentas, atrevidas, voraces; sus rojizos ojos tenían la mirada fija en mí, como si sólo esperasen la inmovilidad para hacer presa de mi cuerpo. ¿A qué alimento, pensé, se habrían acostumbrado en este pozo?
Ya habían devorado, a pesar de mis esfuerzos para impedirlo, casi todo el contenido del plato; mi mano estaba ya acostumbrada al movi­miento de vaivén hacia aquél, y por efecto de su uniformidad maquinal, había perdido toda la fuerza. A tal punto llegaba la voracidad de los roe­dores que con frecuencia clavaban sus agudos dientes en mis dedos. Con los pedacitos de carne aceitosa que aún quedaba froté la ligadura allí donde podía alcanzar y, retirando después mi mano del suelo, permane­cía inmóvil sin respirar.
Los voraces animales se atemorizaron al principio por el cambio, por la cesación del movimiento; se alarmaron y emprendieron la retirada, volvien-do algunos de ellos al pozo, pero esto sólo duró un instante y no en vano conté con su glotonería.
Al observar que continuaba inmóvil, uno o dos de los más atrevidos saltaron al tablado y olfatearon la ligadura, lo cual me pareció señal de que la invadirían muy pronto todos los demás, y, en efecto, una nume­rosa legión salió del pozo; todas se agarraron a la madera, la escalaron y saltaron a centenares sobre mi cuerpo.
El movimiento regular del péndulo no los inquietaba en manera alguna; evitaban su paso y roían activamente la ligadura aceitosa; opri­miéndose cada vez más, se amontonaban sin cesar sobre mí; enroscá­banse sobre mi cuello, sus hocicos buscaban mis labios, su multiplicado peso me sofocaba casi, y una repugnancia que no tiene nombre en el mundo llenaba mi pecho y me helaba el corazón con su espesa viscosi­dad. Comprendí, sin embargo, que dentro de un minuto habría termi­nado ya la horrible operación, pues sentía que la ligadura se aflojaba y estaba seguro de que los roedores la habían cortado en más de una parte. Con una resolución sobrehumana permanecí inmóvil y pronto pude reconocer que no me había engañado en los cálculos: mis padecimien­tos no resultaron inútiles.
Al fin observé que estaba libre; los pedazos de la ligadura pendían alrededor de mi cuerpo, pero el movimiento del péndulo llegaba a mi pecho; había cortado ya la tela de mi sayón y la camiseta interior osciló dos veces más y la sensación de un dolor agudo atravesó todos mis ner­vios, pero era llegado el momento de la salvación. Un ademán instantá­neo bastó para que mis salvadores emprendieran tumultuosamente la fuga y entonces, practicando un movimiento resuelto y oblicuo, aunque con prudencia, y aplanándome lentamente, me deslicé fuera de la liga­dura y de los alcances de la cilnitarra. Por lo pronto, cuando menos, esta­ba libre.
¡Libre! ¡Y en las garras de la Inquisición! Apenas hube salido de aquel horrible lecho y dado algunos pasos por el calabozo, el movimien­to de la máquina infernal cesó y observé que la retiraba por el techo alguna fuerza invisible. Este detalle me desesperó, pues comprendí que se espiaban todos mis movimientos.
¡Libre! No había escapado de la muerte en forma de agonía sino para sufrir alguna cosa peor por cualquier otro medio; al hacer esta refle­xión, fijé la mirada convulsivamente en las paredes de hierro que me rodeaban y entonces eché de ver, ¡cosa singular!, un cambio que se pro­ducía en la habitación, y que al principio no pude apreciar claramente.
Al cabo de algunos minutos de horrorosa meditación y cuando me perdía en vanas conjeturas, observé por primera vez el origen de la luz sulfurosa que iluminaba la celda. Provenía de una grieta de media pul­gada de anchura que se extendía alrededor del calabozo por la base de las paredes, las cuales parecían así separadas del suelo y lo estaban efec­tivamente. Traté de mirar por aquella abertura, pero ya se entenderá que fue inútil.
Al levantarme, completamente desanimado, comprendí el misterio de la alteración producida. Había observado que, si bien los contornos de las figuras murales eran bastante distintos, los colores parecían vagos e indecisos, pero, a cada momento, adquirían un brillo más intenso, el cual comunicaba a aquellas fanáticas y diabólicas imágenes un aspecto que hubiera hecho estremecer a personas de nervios más sólidos que los míos. Ojos de demonio, de una viveza feroz y siniestra, fijaban en mí su mirada desde numerosos sitios donde antes no se veía cosa alguna, con el lúgubre brillo de un fuego que yo quería, aunque inútilmente, consi­derar como imaginario.
¡Imaginario! Me bastaba respirar para percibir el vapor del hierro calentado. Un olor sofocante llenó mi calabozo; los ojos que me miraban para contemplar mi agonía brillaban con más fuerza y en aquellas horri­bles pinturas de sangre noté un tinte más rojizo.
Respiraba con dificultad, pues era indudable el designio de mis ver­dugos. ¡Oh, eran los hombres más despiadados y diabólicos! Me alejé cuanto pude del metal ardiente, dirigiéndome al centro de mi prisión, y ante aquella muerte por el fuego, la idea de la frescura del pozo me ali­vió como un bálsamo.
Entonces me precipité hacia el terrible brocal y dirigí una mirada al fondo; el brillo de la bóveda inflamada iluminó sus más recónditas cavi­dades, pero durante un momento de extravío mi espíritu no pudo expli­carse la significación de lo que veía. Al fin lo comprendí, estremecido de espanto. ¡Oh, si pudiera expresarlo! ¡Oh, qué horrores! ¡Todos menos los que veía serían preferibles! Profiriendo un grito me retiré del brocal y, con el rostro oculto en las manos, lloré amargamente.
El calor aumentaba con rapidez; de nuevo alcé los ojos estremecién­dome como en un acceso de fiebre. En aquel momento se verificaba un segundo cambio en el calabozo y esta vez era evidentemente en la forma.
Así como antes, no pude al principio apreciar ni comprender lo que pasaba, pero no me dejaron mucho tiempo en la duda. La ven­ganza de la Inquisición no se detenía; burlada dos veces por mi esca­patoria, no quería entretenerse ya más con el Rey de los Espantos.
La habitación era antes cuadrada, y en aquel momento observé que dos de sus ángulos de hierro se habían hecho agudos, de lo que resulta­ba, como ya se comprenderá, otros dos obtusos. El terrible contraste aumentaba rápidamente con un crujido sordo y mi calabozo tomó al punto la forma de un romboide, pero la transformación no cesó aquí; yo no deseaba ni esperaba tampoco que cesase, y hubiera aplicado los rojos muros contra mi pecho para disfrutar al fin de la eterna paz. "¡La muer­te!", me dije, icualquier género de muerte excepto la del pozo! ¡Insen­sato! ¡Cómo no había comprendido yo que era necesario el pozo, y que sólo aquel pozo era la razón del hierro candente que me asediaba! ¿Podía yo resistir a su ardor? Y aunque así fuese, ¿me sería dado rechazar su pre­sión? Entre tanto, el romboide se aplanaba con una rapidez que no me permitía reflexionar; su centro, colocado en la línea de su mayor anchu­ra, coincidía exactamente con la boca del abismo.
Traté de retroceder, pero las paredes, estrechándose cada vez más, se oprimían irresistiblemente. Por último, llegó el instante en que mi cuer­po, quemado y contraído, apenas halló sitio, porque no había, ni para mi pie un espacio donde apoyarse. No luché más, pero la agonía de mi alma se exhaló en un prolongado grito de desesperación; sentía que vacilaba en el borde del abismo y aparté la vista...
Pero de pronto oí un ruido discordante de voces humanas, seguido de una explosión, un huracán de trompetas, y después un poderoso rugi­do, semejante al fragor de mil truenos. Las paredes de fuego retrocedie­ron rápidamente; un brazo extendido agarró el mío en el momento en que iba a caer en el pozo; era el brazo del general Lasalle: el ejército fran­cés había entrado en Toledo; la Inquisición estaba en manos de sus ene­migos.

1.011. Poe (Edgar Allan)


[i] Este mercado, el de San Honorato, no tuvo nunca puertas ni inscripción.

El poder de las palabras

Oinos.- Perdona, Agathos, la flaqueza de un espíritu al que acaban de brotarle las alas de la inmortalidad.
Agathos.- Nada has dicho, Oinos mío, que requiera ser perdonado. Ni siquiera aquí el conocimiento es cosa de intuición. En cuanto a la sabiduría, pide sin reserva a los ángeles que te sea concedida.
Oinos.- Pero yo imaginé que en esta existencia todo me sería dado a conocer al mismo tiempo, y que alcanzaría así la felicidad por conocerlo todo.
Agathos.- ¡Ah, la felicidad no está en el conocimiento, sino en su adquisición! La beatitud eterna consiste en saber más y más; pero saberlo todo sería la maldición de un demonio.
Oinos.- El Altísimo, ¿no lo sabe todo?
Agathos.- Eso (puesto que es el Muy Bienaventurado) debe ser aún la única cosa desconocida hasta para Él.
Oinos.- Sin embargo, puesto que nuestro saber aumenta de hora en hora, ¿no llegarán por fin a ser conocidas todas las cosas?
Agathos.-¡Contempla las distancias abismales! Trata de hacer llegar tu mirada a la múltiple perspectiva de las estrellas, mientras erramos lentamente entre ellas... ¡Más allá, siempre más allá! Aun la visión espiritual, ¿no se ve detenida por las continuas paredes de oro del universo, las paredes constituidas por las miríadas de esos resplandecientes cuerpos que el mero número parece amalgamar en una unidad?
Oinos.- Claramente percibo que la infinitud de la materia no es un sueño.
Agathos.- No hay sueños en el Aidenn, pero se susurra aquí que la única finalidad de esta infinitud de materia es la de proporcionar infinitas fuentes donde el alma pueda calmar la sed de saber que jamás se agotará en ella, ya que agotarla sería extinguir el alma misma. Interrógame, pues, Oinos mío, libremente y sin temor. ¡Ven!, dejaremos a nuestra izquierda la intensa armonía de las Pléyades, lanzándonos más allá del trono a las estrelladas praderas allende Orión, donde, en lugar de violetas, pensamientos y trinitarias, hallaremos macizos de soles triples y tricolores.
Oinos.- Y ahora, Agathos, mientras avanzamos, instrúyeme. ¡Háblame con los acentos familiares de la tierra! No he comprendido lo que acabas de insinuar sobre los modos o los procedimientos de aquello que, mientras éramos mortales, estábamos habituados a llamar Creación. ¿Quieres decir que el Creador no es Dios?
Agathos.- Quiero decir que la Deidad no crea.
Oinos.- ¡Explícate!
Agathos.- Solamente creó en el comienzo. Las aparentes criaturas que en el universo surgen ahora perpetuamente a la existencia sólo pueden ser consideradas como el resultado mediato o indirecto, no como el resultado directo o inmediato del poder creador divino.
Oinos.- Entre los hombres, Agathos mío, esta idea sería considerada altamente herética.
Agathos.- Entre los ángeles, Oinos mío, se sabe que es sencillamente la verdad.
Oinos.- Alcanzo a comprenderte hasta este punto: que ciertas operaciones de lo que denominamos Naturaleza o leyes naturales darán lugar, bajo ciertas condiciones, a aquello que tiene todas las apariencias de creación. Muy poco antes de la destrucción final de la tierra recuerdo que se habían efectuado afortunados experimentos, que algunos filósofos denominaron torpemente creación de animálculos.
Agathos.- Los casos de que hablas fueron ejemplos de creación secundaria, de la única especie de creación que hubo jamás desde que la primera palabra dio existencia a la primera ley.
Oinos.- Los mundos estrellados que surgen hora a hora en los cielos, procedentes de los abismos del no ser, ¿no son, Agathos, la obra inmediata de la mano del Rey?
Agathos.- Permíteme, Oinos, que trate de llevarte paso a paso a la concepción a que aludo. Bien sabes que, así como ningún pensamiento perece, todo acto determina infinitos resultados. Movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos moradores de la tierra, y al hacerlo hacíamos vibrar la atmósfera que las rodeaba. La vibración se extendía indefinidamente hasta impulsar cada partícula del aire de la tierra, que desde entonces y para siempre era animado por aquel único movimiento de la mano. Los matemáticos de nuestro globo conocían bien este hecho. Sometieron a cálculos exactos los efectos producidos por el fluido por impulsos especiales, hasta que les fue fácil determinar en qué preciso período un impulso de determinada extensión rodearía el globo, influyendo (para siempre) en cada átomo de la atmósfera circundante. Retrogradando, no tuvieron dificultad en determinar el valor del impulso original partiendo de un efecto dado bajo condiciones determinadas. Ahora bien, los matemáticos que vieron que los resultados de cualquier impulso dado eran interminables, y que una parte de dichos resultados podía medirse gracias al análisis algebraico, así como que la retrogradación no ofrecía dificultad, vieron al mismo tiempo que este análisis poseía en sí mismo la capacidad de un avance indefinido; que no existían límites concebibles a su avance y aplicabilidad, salvo en el intelecto de aquel que lo hacía avanzar o lo aplicaba. Pero en este punto nuestros matemáticos se detuvieron.
Oinos.- ¿Y por qué, Agathos, hubieran debido continuar?
Agathos.- Porque había, más allá, consideraciones del más profundo interés. De lo que sabían era posible deducir que un ser de una inteligencia infinita, para quien la perfección del análisis algebraico no guardara secretos, podría seguir sin dificultad cada impulso dado al aire, y al éter a través del aire, hasta sus remotas consecuencias en las épocas más infinitamente remotas. Puede, ciertamente, demostrarse que cada uno de estos impulsos dados al aire influyen sobre cada cosa individual existente en el universo, y ese ser de infinita inteligencia que hemos imaginado, podría seguir las remotas ondulaciones del impulso, seguirlo hacia arriba y adelante en sus influencias sobre todas las partículas de toda la materia, hacia arriba y adelante, para siempre en sus modificaciones de las formas antiguas; o, en otras palabras, en sus nuevas creaciones... hasta que lo encontrara, regresando como un reflejo, después de haber chocado -pero esta vez sin influir- en el trono de la Divinidad. Y no sólo podría hacer eso un ser semejante, sino que en cualquier época, dado un cierto resultado (supongamos que se ofreciera a su análisis uno de esos innumerables cometas), no tendría dificultad en determinar, por retrogradación analítica, a qué impulso original se debía. Este poder de retrogradación en su plenitud y perfección absolutas, esta facultad de relacionar en cualquier época, cualquier efecto a cualquier causa, es por supuesto prerrogativa única de la Divinidad; pero en sus restantes y múltiples grados, inferiores a la perfección absoluta, ese mismo poder es ejercido por todas las huestes de las inteligencias angélicas.
Oinos.- Pero tú hablas tan sólo de impulsos en el aire.
Agathos.- Al hablar del aire me refería meramente a la tierra, pero mi afirmación general se refiere a los impulsos en el éter, que, al penetrar, y ser el único que penetra todo el espacio, es así el gran medio de la creación.
Oinos.- Entonces, ¿todo movimiento, de cualquier naturaleza, crea?
Agathos.- Así debe ser; pero una filosofía verdadera ha enseñado hace mucho que la fuente de todo movimiento es el pensamiento, y que la fuente de todo pensamiento es...
Oinos.- Dios.
Agathos.- Te he hablado, Oinos, como a una criatura de la hermosa tierra que pereció hace poco, de impulsos sobre la atmósfera de esa tierra.
Oinos.- Sí.
Agathos.- Y mientras así hablaba, ¿no cruzó por tu mente algún pensamiento sobre el poder físico de las palabras? Cada palabra, ¿no es un impulso en el aire?
Oinos.- ¿Pero por qué lloras, Agathos... y por qué, por qué tus alas se pliegan mientras nos cernimos sobre esa hermosa estrella, la más verde y, sin embargo, la más terrible que hemos encontrado en nuestro vuelo? Sus brillantes flores parecen un sueño de hadas... pero sus fieros volcanes semejan las pasiones de un turbulento corazón.
Agathos.- ¡Y así es... así es! Esta estrella tan extraña... hace tres siglos que, juntas las manos y arrasados los ojos, a los pies de mi amada, la hice nacer con mis frases apasionadas. ¡Sus brillantes flores son mis más queridos sueños no realizados, y sus furiosos volcanes son las pasiones del más turbulento e impío corazón!

1.011. Poe (Edgar Allan)


El misterio de marie rogêt

Hay series ideales de sucesos que corren paralelamente a los rea­les. Coinciden entre sí raras veces. En general, los hombres y las cir­cunstancias modifican la sucesión ideal de los acontecimientos, tal manera que parece imperfecta, y sus consecuencias son igualmente imperfectas.
Ejemplo: la Reforma; en lugar del protestantismo, vino el lutera­nismo.
Novalis.

Hay pocas personas, hasta entre los pensadores más calmosos, que no hayan temblado ante una vaga aunque penetrante semicreencia en lo sobrenatural, adquirida a la vista de coincidencias de un carácter tan aparen-temente maravilloso que el intelecto ha sido incapaz de recibirlas como simples coincidencias. Tales sentimientos, para la semicreencia de los que hablo, no han tenido nunca la completa fuerza del pensamiento; tales senti-mientos son rara vez ahogados del todo, a no ser por referen­cia a la doctrina del acaso, o, como ha sido llamada técnicamente, el cálculo de las probabilidades. Ahora bien, este cálculo, en su esencia, es puramente matemático, y así tenemos la anomalía de lo más rígidamen­te exacto en ciencia aplicado a la sombra, a la espiritualidad de lo más intangible en especulación.
Se encontrará que los extraordinarios detalles que he sido exhorta­do a publicar forman, teniendo en cuenta el tiempo transcurrido, la pri­mera de una serie de coincidencias apenas inteligibles cuya rama secundaria o final será reconocida por todos los lectores del asesinato de Mary Cecilia Rogers en Nueva York.
Cuando en un relato titulado "Los crímenes de la calle Morgue", traté, hace un año, de pintar algunos notabilísimos rasgos del carácter mental de mi amigo el señor C. Augusto Dupin, no me figuré tener que ocuparme de nuevo del mismo asunto. Esa pintura del carácter consti­tuía mi designio y este designio se vio completamente satisfecho en la extraña sucesión de circuns-tancias narradas como una prueba de la idio­sincrasia de Dupin. Hubiera podido presentar otros ejemplos, pero no habría probado más. Hechos producidos hace poco, sin embargo, me habían llevado, en su sorprendente desen-volvimiento, a algunas conclu­siones que traerán consigo el aspecto de confesiones violentas. Oyendo lo que he oído últimamente, sería, en verdad, extraño que guardara silencio acerca de lo que he oído y sabido hace tanto tiempo.
Después del desenlace de la tragedia oculta en las muertes de la señora Espanaye y su hija, Dupin relegó el asunto al olvido y volvió a caer en sus antiguos hábitos de extravagante meditación. Dispuesto, en todo tiempo, a las abstracciones, caí prontamente en ellas con su ironía, y, continuando en nuestros cuartos del arrabal San Germán, dejábamos el futuro a los vientos y reposábamos tranquilamente en el presente, cru­zando en sueños el oscuro mundo de nuestro alrededor.
Pero estos sueños eran interrumpidos algunas veces. Puede fácil­mente suponerse que el papel de mi amigo en el drama de la calle Mor­gue había hecho impresión en el ánimo de la policía parisiense. El­nombre de Dupin se convirtió, para sus agentes, en una palabra familiar.
El simple carácter de las inducciones con que había desembrollado el misterio no había sido explicado ni aun al prefecto ni a ninguna otra persona más que a mí; no es sorprendente que el asunto fuera mirado casi como un milagro o que la capacidad analítica de Dupin adquiriera para él el crédito de la intuición. Su franqueza hubiera hecho desenga­ñar de esa preocupación a cualquier curioso, pero su ironía indolente le prohibía toda agitación ulterior sobre un tópico cuyo interés había cesa­do hacía tiempo para él. Sucedió que la policía puso en él los ojos como en un faro guiador, y no fueron pocas las veces que se pretendió utilizar sus servicios en la Prefectura. Uno de los más notables ejemplos fue el del asesinato de una niña llamada Marie Rogét.
Ocurrió este suceso unos dos años después de la atrocidad de la calle Morgue. Marie, cuyos nombre y apellido llamarán la atención por su parecido con los de la infortunada vendedora de cigarrillos de Nueva York, era la única hija de la viuda Estelle Rogêt. El padre había fallecido cuando esta niña tenía muy poca edad aún, y desde el período de su muerte hasta ocho meses antes del asesinato que motiva nuestra narra­ción, madre e hija habían vivido juntas en la calle Pavée Saint-André; la señora tenía allí una pensión, ayudada por Marie. Pasó así el tiempo, hasta que la última hubo cumplido 22 años de edad; su notable belleza llamó la atención de un perfumista que ocupaba uno de los almacenes del entresuelo del Palais Royal y cuya clientela estaba formada princi­palmente por los terribles aventureros que infestaban la vecindad. El señor Le Blanc no ignoraba las ventajas que reportaría a su estableci­miento la asistencia de la hermosa Marie, y sus liberales proposiciones fueron aceptadas ardientemente por la joven, aunque con gran disgusto de su señora madre.
Las esperanzas del negociante se vieron realizadas y sus salones lle­garon bien pronto a hacerse célebres gracias a los encantos de la espiri­tual grisette. Llevaba ella un año en su empleó, cuando sus admiradores fueron confundidos por su repentina desaparición de la tienda. El señor le Blanc no pudo dar explicaciones acerca de su ausencia y la señora Rogêt se vio presa de ansiedad y terror. Los diarios recogieron inmedia­tamente el tema y la policía estaba a punto de hacer serias investigacio­nes, cuando, una bella mañana, después de una semana, Marie, en buena salud, aunque con aire algo triste, hizo su reaparición en su habi­tual mostrador de la perfumería. Toda averiguación, excepto las de carácter privado, fue abandonada inmediata-mente, como se comprende. El señor Le Blanc profesaba una ignorancia total, lo mismo que antes. Marie, con la señora Rogêt, replicaba a todas las preguntas, que la últi­ma semana la había pasado en el campo, en casá de una parienta. Así se apaciguó el asunto y fue olvidado por todo el mundo porque la joven, ostensiblemente para librarse de la impertinencia de la curiosidad, dio pronto un último adiós al perfumista y se refugió en la residencia de su madre, en la calle Pavée Saint-Andrée.
Fue cerca de cinco meses después de su retorno a la casa cuando sus amigos se alarmaron por una segunda desaparición repentina. Corrieron tres días y no se supo nada de ella. Al cuarto día su cuerpo fue encon­trado flotando en el Sena, cerca de la ribera opuesta al barrio de la calle Saint-Andrée y en un punto no muy distante de la apartada vecindad de la Barriére du Roule.
La atrocidad de este asesinato (porque era evidente que se había cometido asesinato), la juventud y belleza de la víctima y, sobre todo, lo conocida que era, conspiraban para producir una intensa excitación en el ánimo de los sensitivos parisienses. No recuerdo que ningún otro acci­dente de este carácter haya producido jamás un efecto tan general y tan intenso. Durante muchas semanas, en la discusión de este absorbente tema, fueron olvidados hasta los importantes tópicos de la política dia­ria. El Prefecto hizo esfuerzos que no había hecho nunca y los medios de toda la policía parisiense fueron empleados en todos sentidos.
Después del descubrimiento del cadáver, no se supuso que el asesi­no pudiera escapar, por más de un breve período, a la diligencia que fue inmediatamente puesta en juego. Sólo después de una semana se juzgó necesario ofrecer un premio y entonces este premio fue limitado a mil francos. Mientras tanto, las diligencias se practicaban con vigor, si no siempre con buen juicio, y un gran número de individuos fueron exami­nados sin éxito alguno, y debido a la obstinada ausencia de todo dato que pudiera descubrir el misterio, la excitación del pueblo crecía gran­demente. Al final del décimo día fue considerado conveniente doblar la suma ofrecida, y por último, habiendo corrido la segunda semana sin conducir a ningún descubrimiento, y habiéndose manifestado en algu­nos serios motines la preocupación que existe en París contra la policía, el Prefecto resolvió ofrecer, por sí mismo, la suma de 20.000 francos por "la denuncia del asesino" o, si más de uno estaba implicado en el hecho, "por la denuncia de algunos de los asesinos". En la proclama que anun­ciaba este premio, se prometía un completo perdón a cualquier cómpli­ce que delatase a los criminales, y a todo se añadía el aviso particular de un comité de ciudadanos que ofrecía 10.000 francos, además de la can­tidad propuesta por la prefectura. El total del premio alcanzaba, pues, a treinta mil francos, que debe ser mirado como una suma extraordinaria, si consideramos la humilde condición de la joven y la frecuencia con que en las grandes ciudades tienen lugar atrocidades como la que hemos narrado.
Nadie dudaba casi que, de esa manera, cesara el misterio del asesi­nato. Pero, aunque en uno o dos casos se hicieron capturas que prome­tían aclaración, nada pudo descubrirse que arrojara sospechas sobre los presos y fueron puestos inmediatamente en libertad. Extraño parecerá que la tercera semana, desde el encuentro del cadáver, hubiera pasado, y hubiera pasado sin que se descubriera nada respecto a los asesinos, sin que ni el más leve rumor de los sucesos que así habían agitado al públi­co fuera a herir los oídos de Dupin ni de mí mismo. Empeñados en inves­tigaciones que habían absorbido toda nuestra atención, hacía cerca de un mes que ninguno de los dos habíamos salido a la calle ni recibido una visita ni hecho más que ojear los artículos principales sobre política en uno de los diarios. El primer aviso del crimen nos fue llevado por G. en persona. Entró en casa, temprano, en la mañana del 13 de julio de 18... y permaneció con nosotros hasta muy entrada la noche. Estaba picado por la inutilidad de sus esfuerzos para dar con la pista de los asesinos. Su reputación -esto lo dijo con un aire exclusivamente parisiense- esta­ba empañada. Hasta su honor se hallaba comprometido. Los ojos del pueblo estaban fijos sobre él y no había, en realidad, ningún sacrificio que no deseara hacer por el descubrimiento del misterio. Concluyó su discurso algo raro con un cumplimiento sobre lo que le agradó llamar el tacto de Dupin, y le hizo una proposición directa y ciertamente liberal cuya naturaleza precisa no tengo el poder para manifestar y que además no está ligada al objeto propio de esta narración.
Mi amigo respondió al cumplimiento como mejor pudo, pero acep­tó la proposición, aunque sus ventajas eran del todo provisionales. Habiendo sido fijado este punto, el Prefecto nos explicó sus propias opi­niones, mezclán-dolas con largos comentarios respecto a los testimonios recogidos, de los cuales no estábamos, todavía, en posesión. Discurrió mucho y, sin duda, sabiamente, hasta que aventuré una insinuación res­pecto a lo lentamente que pasaba la noche. Dupin, sin variar de postu­ra en su habitual silla de brazos, era la personificación de la atención respetuosa. Tuvo puestas sus gafas durante toda la entrevista, y una inci­dental ojeada por debajo de sus cristales verdes bastó para convencerme de que había dormido no poco profundamente, aunque en silencio, las siete u ocho pesadas horas que precedieron inmediatamente a la partida del Prefecto.
Al día siguiente por la mañana procuré en la prefectura una relación completa de todos los datos adquiridos y, en las oficinas de varios diarios, un ejemplar de todos aquellos en que se había publicado algún informe decisivo sobre este triste asunto. Libre de lo que había sido positiva­mente confutado, aquella reunión de informes establecía lo siguiente:
Marie Rogêt dejó la residencia de su madre, en la calle Pavée Saint­André, cerca de las 9 de la mañana, el domingo 22 de junio de 18... Al salir comunicó a un tal Jacques St.-Eustache, y solamente a él, su inten­ción de pasar el día en casa de una tía que residía en la calle de Drómes. La calle de Drómes es una estrecha aunque populosa calle, no lejos de los bancos del río, y a una distancia de casi dos millas, en la línea más directa posible, desde la casa de huéspedes de la señora Rogêt. St. Eus­tache era el preten-diente aceptado de María, y se alojaba y comía en la pensión. Debía ir por ella al anochecer y acompañarla hasta su domici­lio. En la tarde, sin embargo, llovió copiosa-mente, y suponiendo que pasaría la noche en casa de su tía (como lo había hecho antes, en idén­ticas circunstancias), no creyó necesario cumplir su promesa. Cuando la noche se acercó, la señora Rogêt (que es enferma y de setenta años de edad) expresó el temor "de que no vería de nuevo a su hija", pero esta observación produjo poco cuidado en ese momento.
El lunes se supo que la joven no había estado en la calle de Drómes, y, habiendo pasado el día sin que se tuvieran noticias de ella, se hizo una pequeña investigación en muchos puntos de la ciudad y sus alrededores. Sin embargo, sólo al cuarto día de su desaparición fue cuando se averi­guó algo respecto a ella. Ese día (miércoles 25 de junio) un señor Beau­vais, que con un amigo había estado inquiriendo por María cerca de la Barriére du Roule, en la ribera del Sena opuesta a la calle Pavée Saint­André, fue informado de que un cuerpo acababa de ser recogido por algunos pescadores que lo habían encontrado flotando en el río. Des­pués de examinarlo y vacilar algún tiempo, lo identificó como el de la joven per-fumista. Su amigo la reconoció más prontamente que él.
El rostro estaba cubierto en algunos puntos por sangre negra, que brotaba del interior de su boca. No había espuma en ella, como en los casos de simple muerte por sumersión. No había decoloración en el teji­do celular. En la garganta presentaba magulladuras e impresiones de dedos. Los brazos estaban encorvados sobre el pecho y rígidos. La mano derecha estaba cerrada; la izquierda, semiabierta. En la muñeca izquierda se notaban dos escoriaciones circulares, efecto evidente de cuerdas o de una cuerda que había sido enrollada. Una parte de la muñeca dere­cha, también, estaba muy desollada, lo mismo que la espalda en toda su extensión, pero más especialmente en los omóplatos. Para sacar el cuer­po a tierra, los pescadores lo habían atado con una cuerda, pero ningu­na de las escoriaciones había sido causada por ella. La carne del cuello se hallaba muy hinchada. No había ninguna herida aparente ni magu­lladura que pareciera efecto de heridas. Un trozo de cordel se encontró tan apretado alrededor del cuello que se ocultaba a la vista; estaba com­pletamente enterrado en la carne y anudado tras de la oreja izquierda. Esto sólo hubiera bastado para producir la muerte. Los testimonios médicos hablan confidencialmente del carácter virtuoso de la finada. Había sido víctima, decían, de una violencia brutal. El cuerpo estaba en tal estado, cuando se lo encontró, que no podía haber ninguna dificul­tad en reconocerlo.
El vestido se hallaba roto y en completo desorden. En la ropa exte­rior, una tira de cerca de un pie de ancho había sido rasgada hacia arri­ba desde el extremo del dobladillo hasta el talle, pero no arrancada. Había sido enrollada tres veces en la cintura y asegurada por una espe­cie de nudo en la espalda. La ropa que seguía inmediatamente bajo la bata era de rica muselina, y de ella había sido arrancada por completo una tira de ocho pulgadas de ancho con mucha precisión y con gran cui­dado. Fue encontrada alrededor de su cuello, flojamente adaptada y ase­gurada con un fuerte nudo. Sobre esta tira de muselina y sobre el trozo de cuerda habían sido atadas las cintas de una gorra, que pendía, ligada por ellas. El nudo que sujetaba las cintas de esta gorra no era de una señora, sino más bien de un marinero.
Después que el cuerpo hubo sido reconocido, no se lo llevó, como es de costumbre, a la morgue, pues esta formalidad era superflua, y se lo enterró apresuradamente no lejos del punto en que había sido sacado del río. Por las diligencias de Beauvais, el asunto fue ocultado tanto como fue posible y muchos días corrieron sin que el público supiera nada de lo sucedido. Un periódico semanal, sin embargo, se apoderó del tema; el cuerpo fue desenterrado y se produjo un nuevo examen médico; pero nada fue descubierto, fuera de lo que ha sido ya dicho. Los vestidos, no obstante, fueron sometidos a la inspección de la madre y hermanos de la muerta, y resultaron ser exactamente los mismos que llevaba la joven al abandonar su casa.
Mientras tanto, la excitación popular crecía de hora en hora. Algu­nos individuos fueron arrestados y puestos en libertad en seguida. En St.-Eustache recayeron especialmente las sospechas y no pudo, al prin­cipio, probar dónde había estado durante el domingo en que Marie había salido de su domicilio. Subsecuentemente, sin embargo, dio alseñor G. una declaración satisfactoria acerca de las horas del día en cuestión. Como el tiempo pasaba sin que se descubriera nada, circularonmil contradictorios rumores, y los mismos periodistas se ocuparon en hacer sugestiones. Entre ellas la que llamó más la atención fue la idea deque Marie Rogêt vivía aún y que el cuerpo encontrado en el Sena era el de alguna otra desgraciada. Será conveniente que dé a conocer al lectoralgunos pasajes que resumen las sugestiones de que he hablado. Estos pasajes son traducciones literales de L’Etoile, diario redactado en generalcon mucha habilidad:

"La señorita Rogêt dejó la casa de su madre, en la mañana del domin­go 22 de junio de 18..., con el ostensible propósito de ir a ver a su tía o' alguna otra parienta, en la calle de Drómes. No se ha podido probar que nadie la haya visto después de esa hora. No hay absolutamente ninguna huella ni noticia de su persona... Nadie se ha presentado, hasta este momento, que la haya visto ese día, después de la hora en que salió de su casa. Ahora, aunque no tenemos la evidencia de que Marie Rogêt estu­viese en la tierra de los vivos después de las 9 del domingo 22 de junio, existen pruebas de que antes de esa hora estaba viva. El miércoles a mediodía, a las 12, un cuerpo de mujer fue descubierto flotando en la mar­gen de la Barrière du Roule. Hacía, pues -si presumimos que Marie Rogêt fue arrojada al río tres horas después de salir de casa de su madre-, sola­mente tres días que había desaparecido de su domicilio: tres días menos una hora. Resulta, pues, locura suponer que el asesinato, si asesinato había sido cometido, podía haberse consumado lo suficiente-mente temprano para permitir a los asesinos arrojar el cuerpo al río, antes de medianoche. Los autores de crímenes tan horribles escogen la oscuridad más bien que la luz... Vemos por estas consideraciones que si el cuerpo encontrado en el río era el de Marie Rogêt, no podía haber estado en el agua sino dos días y medio, o tres, cuando más. Todas las experiencias han mostrado que los cuerpos de ahogados, o los cuerpos arrojados al agua inmediatamente des­pués de ser muertos por violencia, necesitan de seis a diez días para que una descomposición suficiente les permita salir a la superficie del agua. Hasta cuando se dispara un cañón cerca de un cadáver y llega a sobrena­dar después de cinco o seis días de inmersión, se hunde de nuevo, si no se lo recoge. Ahora preguntamos: ¿qué hay en este caso que autorice una desviación del curso ordinario de la naturaleza?... Si el cuerpo hubiera sido guardado en su sangriento estado hasta el martes por la noche, se habría encontrado alguna huella de los asesinos. Es un punto dudoso, también, si el cuerpo hubiera flotado tan pronto, hasta habiendo sido muerto dos días antes. Además es muy poco probable que los infames que hayan cometido un asesinato tal como se lo supone hayan arrojado el cuerpo al agua sin atarle un peso cualquiera a los pies, cuando esa precaución se podía haber tomado tan fácilmente."

El periodista seguía arguyendo que el cuerpo debía de haber estado en el río "no tres días solamente, sino cinco veces tres días, cuando menos", porque estaba tan descompuesto que Beauvais había tenido gran dificultad para reconocerlo. Este último punto, sin embargo, se hallaba plenamente controvertido por la realidad. Continúo la transcripción:

"¿Cuáles son los hechos en que se apoya el señor Beauvais para decir que no tiene duda de que el cuerpo era el de Marie Rogêt? Rasgó la manga de la bata que cubría el cadáver y dice que encontró señales que lo deja­ron satisfecho acerca de la identidad. El público, en general, supuso que esas señales consistirían en alguna cicatriz. Frotó el brazo y encontró vello en él -algo tan indefinido, tan poco concluyente como encontrar el brazo en la manga-. El señor Beauvais no volvió esa noche, pero envió a decir a la señora Rogêt, el miércoles a las 7 de la tarde, que se proseguía aún una investigación respecto a su hija. Si admitimos que la señora Rogêt, por su edad y sus dolencias, no podía comparecer (lo que es admitir mucho), cier­tamente debía de haber alguien que pensara que valía la pena de compa­recer y esperar la investigación, si creía que el cuerpo era el de Marie. Nadie compareció.
"Nada de lo dicho u oído acerca del asunto de la calle Pavée Saint­André había llegado siquiera a los habitantes del edificio mismo. El señor St.-Eustache, el amante y futuro esposo de Marie, que se alojaba en casa de la madre de ésta, no supo del descubrimiento del cuerpo de su prome­tida hasta la mañana siguiente, en que el señor Beauvais fue a su pieza y se lo comunicó. Una noticia de tal naturaleza sorprende verdaderamente que fuera recibida con tanta frialdad."

Siguiendo este camino, el diario trataba de mostrar a los parientes de Marie culpables de una indolencia incompatible con la suposición de que creían que el cuerpo era el de ella. Sus insinuaciones importaban esto: que Marie, en connivencia con sus amigos, se había ausentado por razones que envolvían un cargo contra su honestidad, y que estos ami­gos, habiéndose descubierto un cadáver en el Sena, algo parecido al de la joven, habían aprovechado la oportunidad para impresionar al públi­co con la noticia de su muerte. Pero otra vez L’Etoile se había apresura­do demasiado. Fue perfectamente probado que no existía ninguna indolencia como la imaginada; que la anciana señora estaba en extremo débil y tan afligida que le era imposible atender a nada; que St.-Eustache, lejos de recibir la noticia con frialdad, se enloqueció casi de dolor y sufría tan desesperadamente que el señor Beauvais pidió a un amigo y un parien­te que lo cuidaran y le privaran que asistiera al examen cuando se exhu­mara el cuerpo. Además, aunque fue comprobado por L’Etoile que el cadáver había sido inhumado la segunda vez a expensas del pueblo -una ventajosa oferta para sepultarlo privadamente había sido rechazada en absoluto por la familia- y que ningún miembro de la familia asistió al ceremonial religioso -aunque, digo, todo esto fue asegurado por L’Etoile en apoyo de la impresión que deseaba trasmitir, todo fue satisfacto­riamente refutado. En un número posterior del diario se pretendió arro­jar sospechas hasta sobre Beauvais mismo. El periodista decía:

"Ahora el asunto cambia una de sus fases. Se nos ha dicho que una vez, estando la señora B. en casa de la señora Rogêt, el señor Beauvais, que había salido a la calle, le dijo a ella que se esperaba a un gendarme, y que ella, la señora B., no debía decir nada al gendarme hasta que él volviera; que le dejara el asunto a él... En el estado actual de los asuntos, el señor Beauvais parece que tiene todo el caso encerrado en su cabeza. No se puede dar el más simple paso sin el señor Beauvais, porque, en el camino que toméis, estará siempre él... Por ciertas razones, ha determinado que nadie tenga que hacer con los procedimientos, sino él mismo, y han alejado de las investigaciones a los parientes masculinos, accediendo, a sus deseos de ser representados, de una manera verdadera-mente singular. Pare­ce haber hecho todo lo posible para no permitirles que vieran el cuerpo."

Por el siguiente hecho, adquirió cierta fuerza la sospecha así arroja­da sobre Beauvais. Un individuo que había ido a verlo a su oficina, pocos días antes de la desaparición de la joven, lo encontró ausente de ella, y notó que en el agujero de la cerradura había una rosa y el nombre deMarie, escrito en una pizarrita colgada al alcance de la mano.
La creencia general, hasta donde nos era posible recogerla de los diarios, parecía ser que Marie había sido víctima de una banda de atre­vidos, que por éstos había sido llevada cerca del río, maltratada y asesi­nada. Le Commer-ciel, sin embargo, diario de gran influencia, combatió ardientemente esa idea popular. Reproduzco aquí algunos pasajes de sus columnas:

"Estamos persuadidos de que la pesquisa ha seguido una falsa huella, hasta la Barriére du Roule. Es imposible que una persona tan conocida como era la joven Marie Rogêt haya pasado tres manzanas sin que nadie la haya visto, pues cualquiera que la hubiese visto la recordaría, porque interesaba a todos los que la conocían. La calle estaba llena de gente cuan­do ella salió... Es imposible que pudiera haber llegado hasta la Barriére du Roule, o hasta la calle de Drômes, sin que la conocieran una docena de personas; sin embargo, nadie ha declarado haberla visto fuera de los umbrales de su casa, y no hay ninguna evidencia, excepto el testimonio de su intención expresada, de que haya salido a la calle. Su vestido estaba roto, enrollado a su cuerpo y atado; así el cadáver había sido llevado como un fardo. Si el crimen hubiera sido cometido en la Barriére du Roule, no habría habido necesidad de hacer tal cosa. El hecho de que el cuerpo haya sido encontrado flotando cerca de la $arriére no prueba dónde fue arroja­do al agua... Un trozo de una de las enaguas de la infortunada joven, de dos pies de largo por uno de ancho, había sido cortado y atado bajo su mentón, dando vuelta a la parte posterior de su cabeza, probablemente para prevenir gritos. Esto ha sido hecho por hombres que no tenían pañue­los de manos."

Sin embargo, un día o dos antes de que el Prefecto fuera a casa, algu­nas importantes informaciones llegaban a la policía, las que parecían echar por tierra la parte principal de los argumentos de Le Commerciel. Dos niños, hijos de la señora Deluc, que jugaban en los bosques cerca­nos de la Barriére du Roule, penetraron por casualidad en un espeso bos­quecito, en el que había tres o cuatro grandes piedras, formando una especie de asiento, con espaldar y escabel. En la piedra superior se halla­ba una enagua blanca; en la segunda, una túnica de seda. Encontraron también un quitasol, guantes y un pañuelo de manos. Este pañuelo tenía el nombre de Marie Rogêt. Fragmentos de vestido fueron descubiertos en los arbustos espinosos de allí cerca. La tierra estaba pisoteada, la hier­ba hollada, y, en fin, había muchos testimonios de una lucha. Entre el bosquecito y el río se encontraron destruidos los vallados, y en la tierra, señales de que un pesado fardo había sido arrastrado por ella.
Un periódico semanal, Le Soleil, traía los siguientes comentarios sobre ese descubrimiento, comentarios que eran simplemente el eco del senti-miento de toda la prensa parisiense:

"Todo lo encontrado había permanecido allí, evidentemente, tres o cuatro semanas, cuando menos; estaba enmohecido y sumido en el barro por la acción de la lluvia, y pegadas unas cosas a otras por el moho. El cés­ped había crecido alrededor y hasta sobre algunas de ellas. La seda del qui­tasol era fuerte, pero por dentro estaba desflocada. La parte superior, que había estado plegada y doblada, estaba enmohecida y podrida, y se rompió al ser abierta. Los trozos de su bata, desgarrados por los zarzales, eran de cerca de tres pulgadas de ancho por seis de largo. Una parte era el dobla­dillo y había sido remendada; la otra era un pedazo de la falda, no del dobladillo. Parecían jirones arrancados y estaban en los espinos, como a un pie del suelo... No puede haber duda, por consiguiente, de que ha sido des­cubierto el teatro de este horrible crimen."

Como una consecuencia de este descubrimiento, nuevos datos apa­recieron. La señora Deluc declaró tener una posada no lejos de la orilla del río, opuesta a la Barriére du Roule. No hay casas ni vecinos a su alre­dedor. Es el punto de reunión habitual que tienen los domingos los pillastres de la ciudad, que cruzan el río en botes. Hacia las tres de la tarde del domingo en cuestión, una joven llegó a la posada, acompaña­da por un hombre de tez morena. Ambos permanecieron en ella por algún tiempo. Al partir, tomaron el camino de unos bosques muy espesos de la vecindad. La atención de la señora Deluc fue atraída por el ves­tido que llevaba la joven, a causa de su parecido con otro de una parien­ta ya muerta. Observó particularmente una túnica de seda. Poco después de la partida de ellos, una banda de forajidos apareció en la posada, en la que se condujeron ruidosamente; comieron y bebieron sin pagar, siguie­ron el camino que habían tomado los dos jóvenes, regresaron al ano­checer y volvieron a atravesar el río como si estuvieran muy apurados.
Temprano, antes de oscurecer, esa misma noche, la señora Deluc, así como su hijo mayor, oyeron los gritos de una mujer, en la proximidad de su establecimiento. Los gritos eran violentos pero breves. La señora Deluc reconoció no solamente la túnica que fue encontrada en el bos­quecito sino también el vestido con que estaba cubierto el cuerpo. Un conductor de ómnibus, Valence, declaró en seguida haber visto a Marie Rogêt cruzar el Sena en un bote el domingo en cuestión, en compañía de un joven de tez morena. Valence conocía a Marie y no puede haber­se equivocado a este respecto. Los objetos encontrados en el bosquecito fueron reconocidos sin dificultad por los parientes de la víctima.
Estos diversos detalles recogidos así por mí mismo, de los periódicos, a pedido de Dupin, abrazaban únicamente el punto más grande, pero era un punto de vasta consecuencia al parecer. Aconteció que inmediata­mente después del descubrimiento de las ropas, que he mencionado, el inanimado o casi inanimado cuerpo de St. Eustache, novio de Marie, fue hallado cerca del sitio supuesto como teatro del crimen. A su lado se halló un frasquito con este rótulo: láudano. Su aliento dio evidencia del veneno. Murió sin hablar. Se halló una carta sobre su cuerpo, en la que declaraba lacónicamente su amor por Marie y su propósito de suicidarse.
"Casi no necesito decir a usted -dijo Dupin cuando hubo conclui­do de leer mis apuntes- que éste es un caso muchísimo más intrincado que el de la calle Morgue, del cual difiere en un punto importante. Éste es un crimen ordinario, aunque atroz. No hay en él nada especialmente exagerado. Usted observará que por esta razón el misterio ha sido consi­derado como de solución fácil, cuando por eso mismo debía haber sido considerado todo lo contrario. Así, al principio, se creyó innecesario ofrecer un premio. Los esbirros de G. han sido capaces solamente de comprender cómo y por qué podía haber sido cometida una atrocidad semejante. Podían imaginar un modo -muchos modos- y un motivo -muchos motivos-, y porque no era imposible que alguno de esos numerosos modos y motivos existiera en el caso presente, dieron por supuesto que uno de ellos existía. Pero la facilidad con que fueron con­cebidas esas imaginaciones y la verdadera plausibilidad que asumía cada una debía haber sido tomada como una indicación de las dificultades más bien que de las facilidades por elucidar. He observado en otra oca­sión que son las prominencias en el plano de lo ordinario las que hacen perder su camino a la razón, al menos en su investigación de la verdad, y que la pregunta necesaria en casos como éste es no tanto '¿Qué ha ocurrido?' como '¿Qué ha ocurrido que no haya ocurrido antes?' En la indagación en casa de la señora Espanaye, los agentes de G. se desalen­taron y confundieron por lo poco habitual del hecho, cosa que para una inteligencia bien dispuesta hubiera sido un seguro presagio de éxito, aunque esta misma inteligencia podía haberse desesperado en presencia del carácter ordinario de todo lo que se encuentra en el caso de la joven perfumista y hablado nada más que de triunfos triviales a los funciona­rios de la prefectura.
"En el caso de la señora Espanaye y su hija había, desde el principio de nuestra investigación, seguridad de que un asesinato había sido per­petrado. La idea del suicidio estaba excluida en absoluto. Aquí, igual­mente, estamos libres, desde el comienzo, de toda suposición de suicidio. El cuerpo encontrado en la Barriére du Roule estaba en condiciones tales que nos inhiben de todo embarazo acerca de ese importante punto. Pero se ha dicho que el cuerpo descubierto no es el de Marie Rogêt, por la denuncia de cuyo asesino o asesinos se ha ofrecido el premio, y sobre los cuales, únicamente, versa nuestro convenio con el Prefecto. Ambos conocemos bien a este caballero. Conviene no fiarse mucho en él. Si principiando nuestras inquisiciones en el cuerpo encontrado y, siguien­do la huella de un asesino, descubrimos que el cuerpo es el de alguna otra persona distinta de Marie o si, partiendo de la Marie viva, la llega­mos a encontrar, aunque no muerta, en cualquiera de los dos casos per­demos nuestro trabajo, puesto que es el señor G. con quien tenemos que tratar. Para nuestro propio fin, si no para el de la justicia, es indispensa­ble, por consiguiente, que la primera diligencia sea la determinación de la identidad del cadáver con el de Marie Rogêt, a quien se busca.
"Los argumentos de L’Etoile han tenido eco en el público, y que el diario mismo está convencido de la importancia de ellos, se comprende por la manera con que comienza uno de sus ensayos a ese respecto: 'Varios de los colegas matutinos, dice, hablan del concluyente artículo de L’Etoile del lunes'. Para mí, ese artículo es concluyente de poco, excepto del celo de su autor. Debemos tener presente que, en general, el objeto de nuestros periódicos es más bien crear una sensación -hacer ruido­- que adelantar la causa de la verdad. Este último propósito es buscado solamente cuando parece coincidir con el primero. El diario que con­cuerda con la opinión de todo el mundo (por más bien fundada que pueda ser) no merece crédito a la multitud. La masa del pueblo mira como profundo sólo el que sugiere abiertas contradicciones a la creencia general. En el raciocinio, no menos que en literatura, el epigrama es lo más inmediato y universalmente apreciado. En ambos casos es lo que tiene menos mérito real.
"Quiero decir que el epigrama y el melodrama envuelto en la idea de que Marie Rogêt vive todavía, más bien que la plausibilidad de esta idea, es lo que se le ha ocurrido a L’Etoile, procurándole una favorable recepción en el público. Examinemos los principales argumentos de ese diario, tratando de evitar la incoherencia con que han sido originaria­mente expuestos.
"El primer objeto del autor es mostrar, apoyándose en el hecho de la brevedad del intervalo entre la desaparición de Marie y el encuentro del cadáver, que este cadáver no puede ser el de Marie. La reducción de este intervalo a su más pequeña dimensión posible, parece ser un fin para el razonador. En la precipitada persecución de este fin, se arroja a hacer simples suposiciones al principio. 'Es locura suponer, dice, que el asesi­nato, si asesinato había sido cometido, podía haberse consumado lo sufi­cientemente temprano para permitir a los asesinos arrojar el cuerpo al río, antes de media noche. Pregunto, y muy naturalmente, ¿Por qué? ¿Por qué es locura suponer que el asesinato fue cometido cinco minutos después de haber salido la joven de su casa? ¿Por qué es locura suponer que el asesinato se cometió en un período dado del día? Se han perpe­trado crímenes a todas horas. Pues, aun teniendo lugar el asesinato entre las nueve de la mañana del domingo y un cuarto de hora antes de media noche, todavía habría habido tiempo suficiente `para arrojar el cuerpo al río antes de media noche'. Esta suposición, por lo tanto, alcanza preci­samente a esto: que el asesinato no fue cometido el domingo, y, si per­mitimos presumir esto a L’Etoile, podemos dejar que tome otras libertades cualesquiera. El párrafo que comienza: 'Es locura suponer que el asesi­nato', etcétera, aunque aparece como impreso en L’Etoile, podemos ima­ginar que ha existido así en el cerebro del redactor: 'Es locura suponer que el asesinato, si asesinato ha sido cometido, podía haberse perpetra­do lo suficientemente temprano para permitir a los asesinos arrojar el cuerpo antes de medianoche; es locura, decimos, suponer todo esto, y suponer al mismo tiempo (como estamos resueltos a suponer) que el cuerpo no fue arrojado hasta después de medianoche, un juicio incon­secuente en sí mismo, pero no tan absolutamente absurdo como el dado por el diario de que hablamos.
"Aunque fuera mi propósito -continuó Dupin- simplemente esta­blecer un hecho contra ese argumento de L’Etoile, debería dejarlo donde está. No es, sin embargo, con L’Etoile con quien tenemos que hacer, sino con la verdad. El juicio de que se trata no tiene más que un designio, y este designio lo he establecido claramente; pues es visible que vamos detrás de simples palabras en busca de una idea que evidentemente las ha dictado, pero que no han podido expresar. El comentarista ha tenido intención de decir que, en cualquier momento del día o noche del domin­go que haya sido cometido el asesinato, es improbable que los asesinos se aventuraran a llevar el cadáver al río antes de medianoche. Y ésta es, en realidad, la suposición que critico. Se ha supuesto que el asesinato fue cometido en tal situación y bajo tales circunstancias que hicieron nece­saria la conducción del cadáver al río. Ahora bien, el crimen puede haber tenido lugar cerca de la ribera misma, y así arrojar el cadáver al agua es una idea que debe de haber acudido, a cualquier hora del día o de la noche, como el más fácil y más inmediato modo de hacerlo desaparecer. Usted comprenderá que no sugiero aquí nada de eso como probable o como coin­cidente con mi propia opinión. Mi designio, hasta ahora, no tiene refe­rencia con los hechos del caso. Deseo simplemente precaver a usted contra las inducciones de L’Etoile, llamando su atención sobre el carácter de ellas en una de sus partes, enunciada al principio del artículo que comento.
"Habiendo prescrito así un límite a sus propias y preconcebidas opi­niones; habiendo supuesto que si el cuerpo hallado era el de Marie, no debía haber estado en el agua más que un breve tiempo, el diario prosigue:

'Todas las experiencias han mostrado que los cuerpos de ahogados, o los cuerpos arrojados al agua inmediatamente después de ser muertos por violencia, necesitan de seis a diez días para que una descomposición sufi­ciente les permita salir a la superficie. Hasta cuando se dispara un cañón cerca de un cadáver y llega a aparecer después de cinco o seis días de inmersión se hunde de nuevo, si no se lo recoge.'

"Estas aserciones han sido tácitamente recibidas por todos los perió­dicos de París, excepto Le Moniteur. Este diario trata de combatir el párra­fo que se refiere a los 'cuerpos ahogados' citando cinco o seis ejemplos en que los cuerpos de individuos muertos de esa manera fueron encon­trados flotando después de un lapso menor que el que señala L’Etoile. Pero hay algo excesivamente poco filosófico en la tentativa de Le Moniteur y es rechazar la aserción general de L’Etoile únicamente citando casos par­ticulares contrarios a ella. Aunque hubiera sido posible aducir cincuen­ta ejemplos de cuerpos que han flotado al cabo de dos o tres días, estos cincuenta ejemplos podían todavía ser mirados únicamente como excepciones a la regla de L’Etoile, hasta que el período sostenido, así como la regla misma, fueran confutados. Admitiendo la regla (y Le Moniteur no lo niega, insistiendo simplemente sobre sus excepciones), el argumento de L’Etoile permanece en toda su fuerza, porque este argu­mento no pretende envolver más que una cuestión de probabilidad de que el cuerpo haya aparecido en la superficie en menos de tres días, y esta probabilidad estará en favor de la posición de L’Etoile hasta que los ejemplos tan puerilmente aducidos sean suficientes en número para establecer una regla antagónica.
"Usted ve que todos los argumentos a este respecto deben ser con­siderados lo más pronto posible, aunque sean contra la regla misma, y con este fin examinaremos lo racional de la regla. El cuerpo humano, en general, no es mucho más pesado que el agua del Sena; es decir, la gra­vedad específica del cuerpo humano, en su condición natural, es casi igual a la del volumen de agua que desaloja. Los cuerpos de personas gruesas y de huesos cortos, y los de mujeres en general, son más livianos que los flacos y de huesos largos (de hombres, casi siempre), y la grave­dad específica del agua de un río es un poco influida por la presencia de la marea. Pero dejando aparte la marea, se puede decir que muy pocos cuerpos humanos se hundirán del todo, ni aun en el agua fría, espontá­neamente. Casi a nadie, habiendo caído a un río, le puede ser posible flo­tar, si la gravedad específica del agua está justamente en comparación con la suya propia; es decir, si toda su persona se sumerge, con la más pequeña excepción posible. La posición propia del que no puede nadar es la posición vertical del que camina, con la cabeza metida completa­mente debajo; sólo la boca y la nariz aparecen sobre la superficie. Así colocados, encontraremos que flotamos sin dificultad y sin esfuerzo. Es evidente, sin embargo, que la gravedad del cuerpo y del volumen de agua desalojado, están exactamente balanceados, y que una nada puede causar la preponderancia de uno de los dos. Un brazo, por ejemplo, sacado fuera del agua, y privado así de su sostén, es un peso adicional sufi­ciente para sumergir toda la cabeza, mientras que la ayuda accidental del más pequeño trozo de madera puede permitirnos elevar la cabeza lo bas­tante como para mirar alrededor. Ahora bien, en los esfuerzos de uno que no sabe nadar, los brazos son invariable-mente levantados en el aire, mientras se hace lo posible por mantener la cabeza en su acos-tumbrada posición perpendicular. El resultado es la inmersión de la boca y nariz, y la entrada de agua en los pulmones, durante los esfuerzos por respirar bajo la superficie. Mucha agua es recibida también por el estómago, y el cuerpo se vuelve más grave por la diferencia entre el peso del aire que originalmente distendía esas cavidades y el del fluido que entonces las llena. Esta diferencia es suficiente para hacer hundir el cuerpo, por regla general, pero no lo es en los casos de individuos de huesos pequeños y que poseen una cantidad anormal de materia fláccida o untuosa. Tales individuos flotan hasta después de ahogados.

"Suponiendo el cadáver en el fondo del río, permanecerá en él hasta que por algunos medios, su gravedad específica vuelva a ser menor que la del volumen de agua que desaloja. Este efecto es producido por la des­composición o de otra manera. El resultado de la descomposición es la generación de gases, que distienden el tejido celular y todas las cavida­des, dando la apariencia de hinchazón, que hace tan horrible al cuerpo. Cuando esta distensión ha progresado tanto que el volumen del cuerpo ha crecido materialmente sin un crecimiento correspondiente de masa o peso, su gravedad específica llega a ser menor que la del agua desaloja­da, y en el acto hace su aparición en la superficie. Pero la descomposi­ción es modificada por innumerables circunstancias, apresurada o retardada por muchísimas influencias; por el calor o frío de la estación, por las impregnaciones mine-rales o pureza del agua, por su mayor o menor profundidad, por el tempera-mento del cuerpo, por la corrupción propia de la enfermedad antes de producida la muerte, etcétera. Así, es evidente que no podemos asignar período, con algo parecido a exacti­tud, a ta aparición del cadáver por medio de la descomposición. En cier­tas circunstancias, este resultado puede ser producido en una hora, más o menos; en otras, puede no tener lugar nunca. Hay preparaciones quí­micas por medio de las cuales, el cuerpo animal puede ser preservado, por siempre, de la corrupción; el bicloruro de mercurio es una de ellas.
"Pero, aparte la descomposición, puede haber, y hay usualmente, generación de gas en el estómago, por las acetosas fermentaciones de las materias vegetales (o en otras cavidades, por otras causas), suficiente para producir una distensión que lleva el cuerpo a la superficie. El efec­to producido por el disparo de un cañón es el de la simple vibración. Esta vibración puede o bien arrancar el cadáver del blando barro o limo en que está sujeto, permitiéndole así levantarse, cuando otras influencias lo han preparado ya para hacerlo, o bien vencer la tenacidad de algunas porciones putrescentes del tejido celular y facilitar la distensión de las cavidades por los gases.
"Teniendo así delante de nosotros toda la filosofía de este asunto, podemos someter a prueba con ella las aserciones de L’toile. 'Todas las experiencias muestran, dice ese diario, que los cuerpos de ahogados, o los cuerpos arrojados al agua inmediatamente después de muertos por violencia, necesitan de seis a diez días para que una descomposición sufi­ciente les permita salir a la superficie del agua. Hasta cuando se dispara un cañón cerca de un cadáver y llega a sobrenadar después de cinco o seis días de inmersión, se hunde de nuevo si no se lo recoge.'
"Todo este párrafo debe aparecer ahora como un tejido de inconse­cuencias o incoherencias. Todas las experiencias no muestran que los uerpos de ahogados necesitan de seis a diez días para que una suficiente descomposición les permita salir a la superficie. Ambas, ciencia y expe­riencia, muestran que el período de la aparición es, y necesariamente debe ser, indeterminado. Si además un cuerpo ha aparecido en la super­ficie por medio del disparo de un cañón, no 'se hundirá de nuevo si no se lo recoge', hasta que la descomposición haya progresado tanto que permita el escape de los gases generados. Pero deseo llamar la atención de usted hacia la distinción que se hace entre `cuerpos de ahogados' y `cuerpos arrojados al agua inmediatamente después de ser muertos por violencia'. Aunque el periodista admite la distinción, los incluye sin embargo en la misma categoría. He mostrado cómo el cuerpo de un hombre se vuelve específica-mnte más pesado que su volumen de agua y que no se hundiría si no es por los esfuerzos con que eleva sus brazos por arriba de su cabeza y sus aspiraciones de aire hallándose bajo la superficie, aspiraciones que llevan agua a los pulmones, en lugar del aire habitual. Pero estos esfuerzos y estas aspiraciones no se producen en el cuerpo 'arrojado al río inmediatamente después de muerto por violen­cia'. Así en el último caso, el cuerpo, por regla general, no se hubiera hun­dido absolutamente, hecho que L’toile ignora, según se ve. Cuando la escomposición hubiera hecho grandes progresos -cuando la carne se hubiera apartado de los huesos- entonces, solamente entonces, habría desaparecido el cadáver.
"Y ahora ¿qué nos resta por hacer con el argumento de que el cuer­po encontrado no podía ser el de Marie Rogêt, porque, no habiendo pasado más que tres días, fue encontrado flotando ya? Si fue ahogado, siendo una mujer, no debería haberse hundido jamás, o, habiéndose hundido, debía haber reaparecido más o menos veinticuatro horas des­pués. Pero nadie la supone ahogada y, habiendo muerto antes de ser arrojada al río, debía haber sido hallada flotando en cualquier período subsiguiente.
" 'Pero -dice L’Etoile- si el cuerpo hubiera sido conservado en su san-griento estado, en la ribera, hasta el martes por la noche, se hubiera encontrado alguna huella de los asesinos.' Aquí es difícil, al principio, comprender la intención del razonador. Quiere anticipar lo que imagina que podría ser una objeción a su teoría, es decir que el cuerpo fue conservado en tierra dos días, y sufrió rápida descomposición, más rápida que estando en el agua. Supone que si éste hubiera sido el caso, debía haber aparecido en la superficie el miércoles, y cree que solamente en tales circunstancias podía haber aparecido. Con la misma prisa, hace ver que no fue guardado en tierra, porque si lo hubieran hecho, 'alguna hue­lla se habría encontrado de los asesinos'. Presumo que usted sonríe fren­te a este sequitur. Usted no puede comprender cómo la simple duración del cadáver en tierra podía operar la multiplicación de las huellas de los asesinos. Ni yo tampoco.
"'Además, es excesivamente improbable -continuó- que los ban­didos que hubieran cometido un crimen tal como se supone arrojaran el cuerpo al agua sin atarle un peso a los pies, cuando esa precaución se podía haber tomado tan fácilmente.' ¡Observe usted aquí la risible con­fusión de pensamiento! Nadie -ni siquiera L’Etoile- discute respecto al asesinato cometido en el cuerpo encontrado.
"Las señales de violencia son innegables. El objeto de nuestro razo­nador es simplemente demostrar que ese cuerpo no es el de Marie; desea probar que Marie no ha sido asesinada, no que el cuerpo no lo ha sido. Sin embargo, sus observaciones prueban únicamente el último punto. Aquí hay un cadáver sin peso en los pies. Los asesinos, arrojándolo al río, no hubieran dejado de ligar un peso para que no sobrenadara. Luego no ha sido echado al agua por asesinos. Esto es todo lo que ha probado el autor. La cuestión de identidad no es recordada siquiera y L’Etoile ha tenido gran trabajo simple-mente para contradecir lo que había admitido un momento antes. 'Estamos perfectamente convencidos, dice, que el cuerpo encontrado es el de una mujer asesinada.'
"Tampoco es ése el único ejemplo de que el redactor razona incons­cientemente contra sí mismo. Su objeto evidente, lo he dicho ya, es reducir todo lo que le sea posible el intervalo entre la desaparición de Marie y el encuentro del cadáver. Sin embargo, lo encontramos verifi­cando el punto de que nadie vio a la joven desde el momento en que abandonó la casa de su familia. 'No tenemos evidencia, dice, de que Marie estaba en la tierra de los vivos, después de las nueve del domingo 22 de junio.' Como su argumento es visiblemente ex parte, debía, por último, haber perdido de vista el asunto, porque si alguien hubiera visto a Marie, fuera el lunes o el martes, el intervalo en cuestión se habría reducido mucho y, por el razonamiento del periodista, disminuiría tam­bién la probabilidad de que el cuerpo sea el de la grisette. No obstante, es divertido observar que L’Etoile insiste sobre el punto en la completa creencia de que adelanta el argumento general.
"Fíjese usted ahora en la parte del argumento que hace referencia a la identificación del cuerpo con Beauvais. Respecto al vello del brazo, L’Etoile ha obrado con evidente doblez. El señor Beauvais no es un idio­ta y no hubiera sostenido la identidad del cadáver simplemente porque el brazo tenía vello. Todos los brazos tienen vello. La mayor parte de las expresiones de L’Etoile es una simple perversión de la fraseología del tes­tigo. Éste debe de haber hablado de alguna peculiaridad del vello. Debe de haber tenido una peculiaridad de color, de cantidad, de longitud o de situación.
"'El pie del cadáver, dice el diario, era pequeño, pero hay millares de pies pequeños. La liga no es tampoco una prueba, ni el zapato, porque se venden miles de zapatos y ligas iguales. Lo mismo se debe decir de las flores del sombrero. Una cosa sobre la que insiste fuertemente el señor Beauvais es que el broche de la liga había sido pegado más adentro del sitio en que se hallaba primitivamente. Esto no quiere decir nada, por­que muchas mujeres prefieren ajustar las ligas a la medida de la pierna en sus casas, más bien que probarlas en las tiendas donde las compran.'
"Aquí es difícil creer sincero al razonador. Si el señor Beauvais, en su investigación acerca del cuerpo de Marie, hubiera descubierto un cadá­ver con todas las apariencias de la joven desaparecida (sin referencia a la cuestión del traje), habría estado autorizado para creer que sus dili­gencias no habían sido infructuosas. Si, conforme en cuanto a la medi­da y contorno del cuerpo, hubiera encontrado sobre el brazo un vello aparentemente igual al que había observado en la Marie viva, su opinión se habría fortificado con justicia y el aumento de la creencia hubiera estado en razón de la peculiaridad o de los caracteres poco ordinarios del vello. Si, siendo pequeños los pies de Marie, lo eran también los del cadáver, el aumento de la probabilidad no estaría ya en razón simple­mente aritmética, sino en razón altamente geométrica o acumulativa. Agregue usted a todo eso los zapatos, iguales a los que llevaba la joven el día que desapareció, y aunque esos zapatos se 'venden por miles', aumenta usted la probabilidad hasta acercarse a lo cierto. Lo que por sí solo no sería evidencia de identidad llega a ser, por su posición corrobo­rativa, la prueba más segura. Que nos den en seguida flores en el som­brero, correspondientes a las que usaba la joven, y no buscamos más. Si con una sola flor no buscamos más, ¿qué será con dos, o tres o más? Cada evidencia sucesiva es múltiple, es una prueba no añadida a la prueba, sino multiplicada por cientos o miles. Descubramos en seguida sobre la difunta ligas iguales a las que usaba la viva, y es casi locura proseguir. Pero se encuentra que estas ligas han sido ajustadas, corriéndoles un broche hacia atrás, de una manera idéntica a la empleada por Marie en las de ella poco antes de salir de su casa. Dudar ahora es realmente locu­ra o hipocresía.
"Lo que dice L’Etoile respecto a la costumbre de acortar las ligas no muestra otra cosa sino su pertinacia en el error. La naturaleza elástica del broche de la liga es, por sí sola, una demostración de que no es usual el acortarlas. Lo que se hace para ajustarlas debe, por necesidad, requerir manos extrañas, pero raramente. Debe de haber sido por un accidente, en su estricto sentido, que las ligas de Marie hubieron menester de la operación descrita antes. Ellas solas podían haber establecido amplia­mente su identidad. Pero no es que el cuerpo encontrado haya tenido las ligas de la joven desaparecida, o sus zapatos o su gorra o las flores de su gorra o sus pies o una señal particular en el brazo o su estatura y la apa­riencia en general; es que el cadáver tenía cada una de esas cosas, todo colectiva-mente. Aunque se probara que el redactor de L’Etoile tenía real­mente una duda ante esas circunstancias, no habría necesidad, en su caso, de una comisión de lunatico inquirendo. Ha creído sagaz propagar las vulgaridades de los abogados, quienes, en su mayor parte, se conten­tan haciendo lo mismo con los rígidos preceptos de los tribunales.
"Quiero hacer notar aquí que, mucho de lo que es rechazado como evidencia por una Corte, es la mejor evidencia para el intelecto. La Corte que se guía por los principios generales de la evidencia, los princi­pios reconocidos y registrados en los libros, es enemiga de detenerse en los ejemplos particulares. Y esta firme adherencia al principio con rigu­roso desdén de la excepción contradictoria es un seguro modo de alcanzar el maximum de la verdad asequible, en cualquier sucesión de tiempo. La práctica, en masa, es sin embargo filosófica, pero no es menos cierto que engendra vastos errores individuales[i].
"Respecto a las sospechas dirigidas contra Beauvais, las verá usted desaparecer en un instante. Usted ha sondeado ya el verdadero carácter de este buen hombre. Es un entrometido, con mucho de novelesco y poca inteligencia. Cualquiera así constituido se conducirá, en un caso real­mente excitante, de tal manera que los perspicaces o los mal intencio­nados lo encontrarán sospechoso. El señor Beauvais (como aparece por las notas de usted) tuvo algunas entrevistas personales con el editor de L’Etoile, y lo ofendió aventurando una opinión de que el cadáver, a pesar de la teoría del autor, era, sin duda ninguna, el de Marie. 'Persiste -dice el diario- en asegurar que el cadáver es el de Marie, pero no puede dar otro dato, en adición a los que ya hemos comentado, para hacer partici­par de su creencia a los demás.' Ahora, sin atender al hecho de que la más notable certeza 'para hacer participar de su creencia a los demás' no debía haberse aducido nunca, debe ser notado que se puede comprender muy bien que un hombre crea, en un caso de esta especie, sin que le sea posible dar una sola razón de la creencia a los demás. Nada es más vago que las impresiones de una identidad individual. Cada hombre recono­ce a su vecino; sin embargo, hay pocos ejemplos en que alguno esté pre­parado para dar una razón de su reconocimiento. El editor de L’Etoile no ha tenido motivo para ofenderse porque el señor Beauvais no le daba razones de su creencia.
"Se encontrará que las sospechosas circuns-tancias que presenta su conducta se adaptan mucho mejor a mi hipótesis del entrometimiento romántico que a las sugestiones del razonador respecto a la culpabilidad que le supone. Una vez adoptada la interpretación más caritativa, no hallaremos dificultad en comprender la rosa en el agujero de la cerradu­ra, la 'Marie' en la pizarra, el 'alejó los parientes masculinos de las inves­tigaciones', la 'aversión a permitirles que vieran el cuerpo', la prevención hecha a la señora B. para que conversara con el gendarme hasta que él volviera, y, por último, su aparente determinación 'de que nadie se mez­clara en los procedimientos, excepto él mismo'. Para mí, es incuestiona­ble que Beauvais era un pretendiente de Marie, que ella coqueteaba con él y que él tenía la ambición de que se creyera que gozaba de la más com­pleta intimidad y confianza de la joven. No diré nada más sobre este punto, y como la evidencia rechaza enteramente la aserción de L’Etoile respecto a la indiferencia por parte de la madre y otros parientes, una indiferencia contradictoria con la suposición de que creían que el cuer­po era de Marie, procederemos ahora como si la cuestión de identidad estuviera establecida a nuestra perfecta satisfacción."
-¿Y qué piensa usted -le pregunté- de las opiniones de Le Commerciel?
"Que, en verdad, son mucho más dignas de atención que cualquie­ra de las que han sido enunciadas sobre este tópico. Las deducciones de las premisas son filosóficas e ingeniosas; pero las premisas, en dos oca­siones, han sido fundadas en observaciones imperfectas. Le Commerciel desea insinuar que Marie fue asaltada por una gavilla de bandidos mise­rables, no lejos de su propia casa. 'Es imposible, dice, que una persona tan conocida como era la joven haya atravesado tres manzanas sin que nadie la viera.' Esta es la idea de un hombre que ha residido largo tiem­po en París, un hombre público, un hombre cuyos paseos aquí y allá, en la ciudad, se han limitado ordinariamente a los alrededores de las oficinas judiciales. Sabe que él pasa a menudo a una distancia de doce manzanas de su propia oficina sin dejar de ser reconocido y saludado. Y sabiendo la extensión de su conoci-miento personal por los demás y de los demás por él, compara su popula-ridad con la de la joven perfumista, no encuentra gran diferencia entre ellas, y llega a la conclusión de que ella, en sus paseos, debe de hallar igual número de conocidos que él en los suyos. Esto podía ser así únicamente en el caso de que los paseos de ella fueran del mismo carácter invariable y metódico, y en las mismas zonas que los de él. Él pasa por aquí y allá, a intervalos regulares, dentro de una periferia limitada, abundante en individuos que son llevados a observar su persona a causa de la naturaleza semejante de sus ocupaciones. Pero los paseos de Marie deben, en general, ser supuestos en direcciones imprecisas. En este caso particular debe concebirse, como más probable, que hizo un camino de una diversidad mayor que de costumbre. El para­lelo que imaginamos haber existido en el ánimo de Le Commerciel podría únicamente sostenerse en el caso de que dos individuos atravesaran toda la ciudad. En este caso, admitiendo que el conocimiento personal sea igual, podrían también ser iguales las probabilidades de que se efectuara un número igual de encuentros. Por mi parte, tendría no solamente como posible, sino como mucho más que probable, que Marie hubiera seguido, en un período dado, por algunos de los muchos caminos entre su propia residencia y la de su tía, sin encontrar un solo individuo a quien conociera o de quien fuera conocida. Considerando la cuestión en su completa y propia luz, debemos tener en cuenta la gran desproporción que hay entre los conocimientos personales del hombre más popular de París y la población de París mismo.
"Pero cualquier fuerza que todavía parezca haber en la sugestión de Le Commerciel, disminuirá mucho cuando tomemos en conside-ración la hora en que la joven salió a la calle. 'Cuando las calles estaban llenas de gente -dice Le Commerciel- salió ella de su casa.' Pero no es así. Fue a las nueve de la mañana. Ahora bien, a las nueve, en cualquier maña­na de la semana, con excepción del domingo, las calles de la ciudad están, es cierto, llenas de gente. A las nueve del domingo, la multitud está generalmente en sus casas, arreglándose para ir a las iglesias. Ninguna persona observadora habrá dejado de notar el aire peculiarmente desier­to de la ciudad, desde cerca de las ocho hasta las diez de la mañana de los domingos. Entre diez y once las calles son invadidas por la gente, pero no sucede esto tan temprano como ha dicho el diario que nos ocupa.
"Hay otro punto en el que parece haber deficiencia de observación por parte de Le Commerciel. 'Un trozo -dice- de una de las enaguas de la infortunada joven, de dos pies de largo por uno de ancho, había sido cortado y atado bajo su barba, dando vuelta a la parte superior de su cabeza, probablemente para prevenir los gritos. Esto ha sido hecho por hombres que no tenían pañuelos de mano.' Si esta idea está o no bien fundada, trata-remos de verlo más adelante, pues 'por hombres que no tenían pañuelos de mano', el editor entiende la más baja clase de bandidos. Ésta, sin embargo, es la verdadera descripción de la gente a quien se encontrará siempre con pañuelos, aunque les falte la camisa. Usted debe de haber tenido ocasión de observar cuán absolutamente indispensable ha llegado a ser el pañuelo de mano, para todos los pillos, desde hace algunos años."
-¿Y qué debemos pensar del artículo de Le Soleil? -pregunté.
"Que es una gran lástima que el autor no haya nacido papagayo, caso en el cual hubiera sido el más ilustre papagayo de su raza. Ha repe­tido simplemente las consideraciones individuales de la opinión ya publicada, coleccionándolas con un laudable ingenio, de este y aquel diario. 'Las cosas han estado evidentemente allí -dice- cuando menos tres o cuatro semanas, y no puede haber duda de que el teatro de este horroroso crimen ha sido descubierto.' Los hechos vueltos a comprobar aquí por Le Soleil están muy lejos de conmover mis propias dudas res­pecto a este asunto y las examinaremos más particularmente en cone­xión con otro aspecto del tema.
"Ahora debemos ocuparnos de otras investiga-ciones. Usted no puede dejar de haber notado el descuido en el examen del cadáver. Seguramente la cuestión de la identidad fue muy pronto determinada, o debía haberlo sido; pero había otros puntos por establecer. ¿Había sido el cuerpo despojado de algo? ¿Tenía la finada algunas alhajas sobre su persona al salir de la casa? Y si era así, ¿tenía alguna de esas prendas cuando fue encontrada? Éstas son importantes cuestiones, de las que la indagación no se ha ocupado absoluta-mente, y hay otras de igual conse­cuencia que no han llamado la atención de la autoridad. Debemos tra­tar de satisfacernos nosotros mismos, por una investigación personal. El caso de St.-Eustache debe ser examinado de nuevo. No tengo sos-pechas de esa persona, pero procedamos metódicamente. Debemos establecer, sin dudas de ninguna clase, la validez de la declaración respecto a los sitios en que estuvo el domingo. Declaraciones de este carácter se con­vierten fácilmente en asunto de mixtificación. Aunque no hubiera aquí nada malo, apartaremos a St. Eustache de todas nuestras investigacio­nes. Su suicidio, aunque corrobore la sospecha, si se encontrare desmentido en las declaraciones, no es una incomprensible circunstancia que pueda desviarnos de la línea del análisis ordinario.
"Para lo que ahora me propongo debemos descartar los puntos inte­riores de esta tragedia y concentrar nuestra atención sobre sus puntos exteriores. No es el más pequeño de los errores comunes el que en esta clase de investigaciones limita la pesquisa a lo más inmediato, sin hacer caso absolutamente de los sucesos accesorios o accidentales. Es la mala práctica de las Cortes de justicia el reducir la evidencia y discusión a los puntos exteriores y de una ayuda aparente. Sin embargo, la experiencia ha mostrado, y una verdadera filosofía mostrará siempre, que una vasta, quizá la más grande porción de la verdad, procede de lo que aparente­mente no tiene aplicación. Es a causa del espíritu de este principio, y no precisamente por su letra, por lo que la ciencia moderna ha resuelto cal­cular sobre lo imprevisto. Pero quizá no me comprende usted. La historia de los conoci-mientos humanos ha mostrado sin interrupción que los más numerosos y más valiosos descubrimientos se deben a los sucesos cola­terales, inciden-tales o accidentales, hasta que al fin se ha hecho necesa­rio, con un previsor designio de mejora, tener, no solo grande, sino hasta la más grande aceptación de las invenciones debidas a la casualidad, y enteramente fuera del rango de las cosas esperadas. Ya no es filosófico fundar, sobre lo que ha sido, una visión de lo que será. El accidente es admitido como una porción de la subestruc-tura. Hacemos del acaso un asunto de absoluto cálculo. Subordinamos lo inesperado y lo no imagi­nado a la fórmula matemática de las escuelas.
"Repito que no es más que un hecho que la más grande parte de la verdad ha procedido de lo colateral, y que no es sino de acuerdo con el espíritu del principio contenido en ese hecho que quiero desviar la investigación, en el caso presente, de la hollada y hasta ahora estéril tie­rra del suceso mismo, a las circunstancias coetáneas que lo rodean. Mientras usted establece la validez de la declaración, yo examinaré los diarios más cuidadosamente todavía de lo que usted lo ha hecho. Hasta ahora hemos examinado sólo el campo de la investigación; pero será extraño, en verdad, que una atenta inspección, como la que intento de los impresos públicos, no nos suministre algunos pequeños puntos que den dirección a la pesquisa."
En armonía con lo pedido por Dupin hice un escrupuloso examen del asunto de la declaración. El resultado fue una firme convicción de su validez y la consecuente inocencia de St.-Eustache. Mientras tanto, mi amigo se ocupaba, con una minuciosidad que parecía absolutamente infructuosa, en un escrutinio de los varios legajos de periódicos. Al fina­lizar la semana, me presentó los siguientes extractos:

"Hace cerca de tres años y medio, una perturbación muy similar a la presente fue causada por la desaparición de esta misma Marie Rogêt, de la parfumerie del señor Le Blanc, en el Palacio Real. Al cabo de una sema­na, sin embargo, volvió a aparecer en su acostumbrado comptoir tan buena como siempre, a excepción de una pequeña palidez, no del todo usual. El señor Le Blanc y la madre de ella hicieron correr la voz de que había estado simplemente de visita en casa de una amiga en el campo y el asunto fue pronto olvidado. Presumimos que la presente ausencia es un capricho de la naturaleza y que, a la expiración de una semana o quizá de un mes, la tendremos entre nosotros otra vez." (Diario de la tarde, lunes, junio 23.)
"Un diario vespertino de ayer refiere la desaparición misteriosa de la señorita Rogêt. Se sabe que durante la semana de su ausencia de la parfu­merie de Le Blanc estuvo en compañía de un joven oficial de marina, muy conocido por sus orgías. Un disgusto, se supone, la indujo a volver a su casa. Tenemos el nombre del marino en cuestión, que está ahora de servi­cio en París, pero por obvias razones nos abstenemos de hacerlo público." (Le Mercure, martes por la mañana, 24 de junio.)

"Un crimen del carácter más atroz fue perpetrado anteayer, cerca de esta ciudad. Un caballero, con su esposa e hija, hablaron al anochecer a seis jóvenes que se paseaban ociosamente en un bote cerca de los bancos del Sena, para que los transportaran al otro lado del río. Después de alcan­zar la ribera opuesta, los tres pasajeros saltaron a tierra y, prosiguiendo su camino, habían perdido ya de vista al bote, cuando la hija notó que había dejado en él su quitasol. Se volvió a buscarlo; fue asida por los jóvenes, lle­vada al interior del río, amordazada, tratada brutalmente, y por último la abandonaron en la ribera, en un punto poco distante de aquel en que se había embarcado con sus padres en el bote. Los miserables bandidos han escapado por ahora, pero la policía les sigue la pista y algunos de ellos serán pronto aprehendidos." (Diario de la mañana, junio 28.)
"Hemos recibido una o dos comunicaciones cuyo objeto es imputar el crimen a Mennais, pero como este caballero ha sido completa-mente absuelto por una legal investigación y como los argumentos de nuestros corresponsales parecen ser más celosos que profundos, no creemos pru­dente hacerlos públicos." (Diario de la mañana, junio 28.)

"Hemos recibido varias comunicaciones muy bien escritas, aparente­mente de varias fuentes, y que llegan hasta dar certidumbre de que la infortunada Marie Rogêt ha sido víctima de una de las numerosas bandas de delin-cuentes que infestan los alrededores de la ciudad. Nuestra propia opinión está decididamente en favor de esta hipótesis. Trataremos de hacer conocer más adelante algunos de los argumentos a que nos referi­mos." (Diario de la tarde, martes 31 de junio.)

"El lunes, uno de los barqueros al servicio de la Administración de Rentas vio un bote vacío flotando en el Sena, río abajo; algunas velas se encontraban en el fondo del bote. Los barqueros lo remolcaron hasta la puerta del guarda. A la mañana siguiente desapareció de allí, sin que nin­guno de los marineros viera a la persona que lo llevó. El timón está en el puesto del guarda." (La Diligence, junio 26, jueves.)

Después de leer estos extractos, no sólo me parecieron deficientes sino que me fue imposible encontrar medio de que alguno de ellos acla­rara el asunto. Esperé algunas explicaciones de Dupin.
"No es mi designio ahora -dijo- detenerme sobre el primero y el segundo de esos extractos. Los he copiado principalmente para mostrar a usted la extrema negligencia de la policía, que, tanto como puedo comprender por el Prefecto, no se ha incomodado absolutamente en examinar la oficina naval a que se ha aludido. Además, es una simple tontería decir que entre la primera y segunda desaparición de Marie no hay una conexión probable. Admitamos que de la primera fuga resultó un disgusto entre los amantes y la vuelta de la joven engañada a su domicilio. Estamos ahora preparados para mirar una segunda fuga (si sabemos que ha tenido lugar una nueva fuga) como indicación de reno­vamiento de las protestas del seductor, más bien que como el resultado de nuevas proposiciones por un segundo individuo; estamos preparados para considerarlo como las paces del antiguo amour, más bien que como el comienzo de uno nuevo. Las probabilidades son diez contra una, de que el que se había fugado una vez con Marie propusiera una segunda fuga, y no que aquella a quien se habían hecho proposiciones de fuga por un individuo las recibiera de algún otro. Y déjeme usted aquí llamar la atención sobre el hecho de que el tiempo transcurrido entre la primera fuga efectiva y la segunda supuesta excede en pocos meses el período general empleado por nuestros buques de guerra en su oficio de cruce­ros. ¿Había sido interrumpido el amante en su primera infamia por la necesidad de embarcarse y había aprovechado el primer momento de su vuelta para renovar los bajos designios no del todo cumplidos todavía, o no cumplidos del todo todavía por él mismo? De todas estas cosas no sabemos nada.
"Usted dirá, sin embargo, que en el segundo caso no hubo fuga, como se imagina. Ciertamente no, pero ¿estamos preparados para decir que no hubo el designio frustrado de ese acto? Fuera de St.-Eustache y quizá Beauvais, no encontramos otros reconocidos, francos y honorables pretendientes de Marie. De ningunos otros se habla, al menos. ¿Quién es, entonces, el secreto amante, acerca del que los parientes (los más de ellos, al menos) no saben nada, pero a quien encuentra Marie en la maña­na del domingo, y con quien tiene tan profunda confianza que no vaci­la en permanecer con él hasta la noche entre las solitarias arboledas de la Barriére du Roule? ¿Quién es ese secreto amante, pregúnto, del que no saben nada los más de los parientes de la joven? ¿Y qué quiere decir la singular profecía de la señora Rogêt en la mañana que salió su hija: `temo que ya no veré más a María'?
"Pero si no podemos imaginar a la señora Rogêt sabedora del desig­nio de fuga, ¿no podemos al menos suponer este designio concebido por la joven? Al salir de su casa, dio a entender que estaba por visitar a su tía en la calle de Drómes, y a St.-Eustache le pidió que la fuera a buscar al anochecer. Ahora, a primera vista, este hecho milita poderosamente contra mi suges-tión, pero reflexionemos. Que ella encontró algún acom­pañante y cruzó con él el río, hasta alcanzar la Barriére du Roule a las tres de la tarde, está probado. Pero consintiendo en ser acompañada por este individuo (con cualquier propósito, conocido o no de la señora Rogêt), debe de haber pensado en la intención declarada cuando salió de su casa, y en la sorpresa y sospecha que se despertó en el corazón de su prometido St. Eustache cuando, al irla a buscar a la hora convenida a la calle de Drómes, encontró que ella no había estado, y que, al volver a casa con esa alarmante noticia, supo su prolongada ausencia. Debe de haber pensado en esas cosas, digo. Debe de haber previsto el disgusto de St.-Eustache, la sospecha de todo. No podía haber pensado en volver para desafiar esa sospecha, pues la sospecha se convierte en un punto de trivial importancia para ella, si la suponemos con intención de no volver.
"Podemos imaginar su pensamiento así: 'Voy a encontrar a una cier­ta persona para el plan de la fuga o para otros propósitos conocidos sólo por mí. Es necesario que no haya probabilidades de fracaso -nos es menester tiempo suficiente para eludir la persecución; daré a enten­der que voy a hacer una visita a mi tía en la calle de Drómes, con quien pasaré el día -diré a St. Eustache que no me vaya a buscar hasta el ano­checer; así mi ausencia de casa por el más largo tiempo posible, sin causar sospechas ni ansiedad, dará razón de mí, y ganaré más tiempo que de cualquier otro modo. Si pido a St.-Eustache que me vaya a buscar al anochecer, es seguro que no irá antes de esa hora, pero si dejo absoluta­mente de pedirle que me vaya a buscar, mi tiempo para escapar dismi­nuirá desde que seré esperada más temprano y mi ausencia provocará inquietud más pronto. Ahora bien, si fuera mi designio volver, si tuviera en proyecto simplemente un paseo con el individuo en cuestión, no esta­ría en mi conveniencia pedirle a St.-Eustache que fuera a buscarme, por­que yendo podrá estar seguro de que le he jugado sucio, hecho que podría ocultarle toda la vida saliendo de casa sin decirle mi intención, volviendo antes del anochecer y explicando después que había estado de visita en casa de mi tía, en la calle de Drómes. Pero como mi plan es no volver jamás -o no volver por algunas semanas o hasta que se haya pro­ducido cierto encubrimiento-, ganar tiempo es el único punto sobre el que debo inquietarme'.
"Usted ha observado en sus notas que la opinión más general relati­va a este triste asunto es, y fue desde el principio, que la joven había sido víctima de un grupo de bandidos. Ahora bien, la opinión popular, bajo ciertas condiciones, merece ser tenida en cuenta. Cuando nace por sí misma, cuando se manifiesta de una manera estrictamente espontánea, debemos mirarla como análoga a esa intuición, que es la idiosincrasia del hombre de genio. En noventa y nueve casos sobre cien me atendría a su decisión. Pero es importante que no encontremos huellas palpables de sugestión. La opinión debe ser rigurosamente la propia del público; la dis­tinción es a menudo muy difícil de percibir y de sostener. En el presente caso, aparece para mí que esta opinión pública respecto de 'un grupo', ha sido apoyada por el suceso accesorio que se detalla en el tercero de mis extractos. Todo París se excita por el descubrimiento del cadáver de Marie, una joven bella y conocida. Este cadáver es encontrado con seña­les de violencia y flotando en el río. Pero se ha averiguado ahora que en el mismo período o casi en el mismo período, en que se supone que la joven fue asesinada, un crimen de naturaleza similar al que revela ese cadáver ha sido perpetrado por una banda de miserables en la persona de una segunda joven. ¿Es sorprendente que la atrocidad conocida haya influido en el juicio popular respecto de la atrocidad desconocida? Este juicio esperaba dirección y el crimen conocido pareció dársela tan opor­tunamente. Marie, además, fue encontrada en el río y sobre este mismo río fue perpetrado el crimen conocido. La conexión de los dos sucesos tenía sobre sí tanto de palpable que lo verdaderamente extraño hubiera sido que el pueblo dejara de apreciarla y de aceptarla. Pero, de hecho, la atrocidad conocida como perpetrada de una manera dada es, si es algo, la evidencia de que la otra, cometida en un tiempo casi coincidente, no fue cometida de esa misma manera. ¡Habría sido un milagro, en verdad, si, mientras una banda de miserables estaba perpetrando en una locali­dad precisa un terrible delito, hubiera habido otra banda igual, en igual lugar, en la misma ciudad, bajo las mismas circunstancias, con los mis­mos medios y aplicaciones, cometiendo un delito del mismo aspecto pre­cisamente, y precisamente en el mismo instante! Además ¿por qué, sino por esta maravillosa coincidencia, solicita el pueblo que se crea en su opinión?
"Antes de seguir más adelante, consideremos la supuesta escena del asesinato en el bosquecito de la Barriére du Roule. Este bosquecito, aunque espeso, está muy próximo al camino público. Dentro de él había tres o cuatro grandes piedras que formaban una especie de asiento con respaldo y escabel. En la piedra superior se descubrió una enagua blan­ca; en la segunda, una túnica de seda. Un quitasol, guantes y un pañue­lo de manos fueron encontrados también en el mismo sitio. El pañuelo llevaba el nombre de Marie Rogêt. Fragmentos de ropa fueron vistos en las ramas de los alrededores. La tierra estaba pisada, los arbustos rotos, y había muchas señales de una violenta lucha.

"A pesar de la aclamación con que el descubrimiento de este bos­quecito fue recibido por la prensa y de la unanimidad con que se supuso que indicara el teatro preciso del crimen, debe admitirse que hay algu­nas razones muy poderosas para dudar. Que fue el teatro puedo creerlo o no, pero hay, como he dicho, excelentes razones para dudar. Si el ver­dadero teatro hubiera sido, como lo sugirió Le Commerciel, la vecindad de la calle Pavée Saint-André, los perpetradores del crimen, suponién­dolos todavía residentes en París, se hubieran aterrado naturalmente al ver dirigida la atención pública al punto vulnerable, y en cierta clase de inteligencias debe de haber nacido, en un instante dado, un sentimien­to de la necesidad de hacer algo para desviar esa atención. Y así, habien­do sido ya objeto de sospechas el bosquecillo de la Barriére du Roule, la idea de colocar las ropas donde fueran encontradas debe de haber sido concebida fácilmente. No hay ninguna real evidencia, aunque Le Soleil diga lo contrario, de que los objetos descubiertos hayan estado en el bos­quecito más de unos cuantos días, mientras que hay muchas pruebas accidentales de que no podían haber permanecido allí sin atraer la aten­ción durante los veinte días corridos entre el fatal domingo y la tarde en que fueron encontrados por los niños. 'Estaban todos enmohecidos y sumidos en el barro -dice Le Soleil, adoptando las opiniones de sus pre­decesores- con la acción de la lluvia y pegados unos a otros por el moho. El césped había crecido a su alrededor y sobre algunos de ellos. La seda del quitasol era fuerte, pero estaba desflocada por dentro. La parte superior, donde había sido doblada y plegada, estaba enmohecida y podri­da y se había roto al ser abierta'. Respecto al césped que había 'crecido alrededor y sobre algunos de ellos', es obvio que el hecho puede haber sido asegurado únicamente por las palabras y, por consiguiente, por los recuerdos de los niños pequeños, porque estos niños removieron los objetos y los llevaron a su casa, después de haber sido vistos por una ter­cera persona. Pero el césped crece, especialmente en tiempo caluroso y húmedo (tal como fue el del período del asesinato), hasta dos o tres pulgadas en un solo día. Un quitasol, permaneciendo sobre una tierra recientemente cubierta de césped, podía, en una sola semana, ocultarse del todo a la vista por el césped que naciera en ese intervalo. Y vinien­do a ese moho sobre el que insiste tan pertinazmente el periodista de Le Soleil, que emplea la palabra no menos de tres veces en el breve párrafo leído hace un instante, ¿ignora él, en realidad, la naturaleza de ese moho? ¿Necesita que le digan que es una de las muchas clases de fungus, cuyo carácter más ordinario es el nacimiento y la decadencia dentro de las veinticuatro horas?

"Así vemos de una ojeada que lo que se ha aducido más triunfal­mente en apoyo de la idea de que los objetos habían estado `al menos tres o cuatro semanas' en el bosquecito es más absurdo y más nulo que cualquiera de las evidencias de ese hecho. Por otro lado, es extremada­mente difícil creer que esos objetos pudieran haber permanecido en el sitio mencionado durante un período más largo de una semana, duran­te un lapso más largo que de un domingo a otro. Los que conocen algo la vecindad de París saben la extrema dificultad que hay en encontrar soledad hasta en los puntos más apartados de sus suburbios. Un punto inexplorado y hasta poco visitado entre sus bosques o florestas no es imaginable un solo momento. Que cualquiera, siendo por inclinación un amante de la naturaleza; y encontrándose encade-nado por el deber al polvo y al bullicio de esta gran metrópoli, que cual-quiera como él trate, hasta durante los días de trabajo, de apagar su sed de soledad entre las escenas de belleza que lo rodean por todas partes. En el punto a que se dirija, verá disiparse el encanto que busca por la voz y la presencia de algún pillo o coro de tunantes embriagados. Buscará el aislamiento entre lo más espeso del bosque; todo es en vano. Allí están los verdaderos rin­cones donde abunda más el populacho, allí están los templos más profa­nos. Con dolor en el corazón, el vagamundo volverá de nuevo al mancillado París huyendo definitivamente de esos centros de corrup­ción. Pero si los alrededores de la ciudad son tan frecuentados durante los días de trabajo, ¡cuánto más no lo serán el domingo! Es entonces cuando, libre de las fatigas diarias o privado de las habituales oportuni­dades de crimen, el pillo busca los límites de la ciudad, no por amor al campo, que desprecia íntimamente, sino como un medio de escapar a las restricciones y conve-niencias de la sociedad. Desea menos el aire fresco y el verdor de los árboles que la más grande licencia que le ofrece el campo. Allí, en la posada del camino o bajo el follaje de los bosques, se abandona, libre de toda mirada, excepto la de sus buenos compañeros, a los locos excesos de una fingida hilaridad, producción legítima de la libertad y el ron. No digo nada más que lo que debe ser claro para cual­quier observador imparcial cuando repito que la circunstancia de per­manecer ocultos los objetos en cuestión por un período más largo que el de un domingo a otro, en cualquier bosquecito de la inmediata vecindad de París, debe ser mirada como poco menos que milagrosa.
"Pero no faltan otras bases a la sospecha de que los objetos fueron colocados en el bosquecito con la mira de desviar la atención del verda­dero teatro del suceso. Primeramente, déjeme usted llamar la suya hacia la fecha del descubrimiento de los objetos. Agregue usted a esto la fecha del quinto extracto hecho por mí mismo de los periódicos. Usted encon­trará que el descubri-miento siguió casi inmediatamente al envío de las urgentes comunicaciones al diario de la tarde. Estas colaboraciones, aunque varias y aparente-mente de diversas fuentes, tendían todas al mismo punto: dirigir la atención hacia una banda como la perpetradora del crimen y a la vecindad de la Barriére du Roule como su teatro. Por consiguiente, la sospecha no es que a conse-cuencia de esas colaboracio­nes, o de la atención pública por ellas dirigida, los objetos fueron encon­trados por los niños; la sospecha podía y puede muy bien haber sido que los objetos no fueron encontrados antes por los niños por la razón de que no habían estado antes en el bosquecito, habiendo sido depositados allí, solamente en la fecha o bien poco antes de la fecha de las colaboracio­nes, por sus malvados autores en persona.
"Este bosquecito era singular, extremadamente singular. Dentro de su recinto natural-mente cercado había tres extraordinarias piedras que formaban un asiento con espaldar y escabel. Y este bosquecito, tan lleno de arte natural, estaba en la inmediata vecindad, a pocas varas de la vivien­da de la señora Deluc, cuyos niños tenían la costumbre de examinar minuciosamente los plantíos del alrededor de ellos, en busca de la cor­teza del sasafrás. ¿Sería una apuesta temeraria -una apuesta de mil contra uno- a que no pasó jamás un día sin encontrar, al menos uno de esos niños, escondido bajo el umbroso bosque y sentado en su trono natural? Los que vacilen ante semejante apuesta, o no han sido nunca niños ellos mismos o han olvidado la naturaleza infantil. Lo repito: es extremadamente difícil comprender cómo podían haber permanecido los objetos en ese bosquecito ocultos por más de uno o dos días, y así es buena la base para una sospecha, a pesar de la dogmática ignorancia de Le Soleil, de que hayan sido colocados donde se los encontró en un momento comparativamente tardío.

"Pero todavía hay otras razones más poderosas, para creerlos depo­sitados en esas condiciones, que todas las que he enunciado hasta ahora. Deje usted que llame su atención hacia el arreglo tan altamente artifi­cial de los objetos. En la piedra superior había una enagua blanca; en la segunda, una banda de seda; esparcidos alrededor estaban un quitasol, guantes y un pañuelo con el nombre de 'Marie Rogêt'. Es justamente el arreglo que hubiera hecho una persona sin ingenio queriendo disponer los objetos naturalmente. Pero desde ningún punto de vista es un arreglo realmente natural. Quisiera más bien haber tratado de ver las cosas todas en la tierra y pisoteadas. En los estrechos límites de ese bosquecillo debe de haber sido apenas posible que la enagua y la banda retuvieran una posición sobre las piedras, estando en contacto de personas que lucha­ban. Había evidencia -se ha dicho- de una lucha, y la tierra estaba pisoteada, los arbustos rotos; pero la enagua y la banda fueron encon­tradas como puestas en un estante. Los trozos de la bata desgarrados eran como de tres pulgadas de ancho por seis de largo. Una parte era el dobladillo de la bata y había sido remendada. Parecían tiras arrancadas. Aquí, sin advertirlo, Le Soleil ha empleado una frase extremadamente sospechosa. Los trozos, como se dice, 'parecían tiras arrancadas' pero a propósito y con la mano. Es un accidente de los más raros que un trozo 'sea arrancado' de ningún vestido, como el de que se trata, por un arbus­to espinoso. A causa de la verdadera naturaleza de esos tejidos, una espi­na o clavo que entre en ellos los rasga rectangularmente, los divide en dos jirones longitudinales que, formando ángulos rectos entre sí, se encuentran en el ápice donde entra la espina, pero es casi imposible con­cebir el trozo 'arrancado'. Yo jamás los he visto así ni usted tampoco. Para arrancar un trozo de esos tejidos se requieren, en casi todos los casos, dos distintas fuerzas en direcciones diferentes. Si hay dos dobladi­llos en la pieza, si, por ejemplo, es un pañuelo de manos y se desea sacar de él una tira, entonces, y solamente entonces, bastaría para ello una de las fuerzas. Pero en el presente caso, la cuestión es de un vestido, que no tiene más que un dobladillo. Rasgar un trozo del interior, donde no hay dobladillo, podría únicamente ser efectuado, por un milagro, con una espina y una sola espina no lo podría hacer. Pues hasta cuando no hay más que un dobladillo serían necesarias dos espinas, operando la una en dos direcciones distintas, y la otra en una. Y esto en la suposición de que el dobladillo no esté guarnecido. Si lo está, el asunto es casi de innece­saria discusión. De esta manera es como vemos los numerosos y grandes obstáculos que estaban en la línea de los trozos 'arrancados' por simples 'espinas'; todavía somos inducidos a creer no solamente que un trozo sino que muchos han sido arrancados así. 'Y una parte, además, ¡era el ribete de la bata!' Otro trozo era 'parte de la falda, no del ribete'; es decir, ¡había sido completamente arrancado por las espinas, del interior del vestido, donde no se encontraba dobladillo! Éstas, digo, son cosas que bien puede perdonarse a cualquiera que no las crea; sin embargo, toma­das globalmente, forman, quizá, menos una razonable base de sospecha que la sorprendente circunstancia de que los objetos han sido dejados en ese bosquecito por algunos asesinos que tenían suficiente precaución para pensar en remover el cadáver. Usted no me habrá com-prendido exactamente, no obstante, si supone que mi designio es negar que ese bosquecito haya sido el teatro del crimen. Debe de haber habido un deli­to en él o más bien un accidente en casa de la señora Deluc. Pero, en rea­lidad, éste es un punto de poca importancia. No estamos empeñados en descubrir el teatro, sino los perpetradores del asesinato. Lo que he adu­cido, a pesar de la minuciosidad con que lo hice, ha sido con el fin, pri­mero, de demostrar la tontería de las dogmáticas y temerarias aser-ciones de Le Soleil, y segundo y principalmente para llevar a usted, por el cami­no más natural, a un último examen de la duda de si este asesinato ha sido o no obra de un grupo de bandidos.
"Principiaremos por una simple alusión a los repugnantes detalles del cirujano interrogado en el sumario. Basta sólo decir que sus deduc­ciones, publicadas en los diarios, respecto al número de los criminales, han sido perfectamente ridiculizadas como injustas y sin fundamento alguno por todos los reputados anatomistas de París. No es que el hecho no haya sido como él cree, sino que no había base para esa creencia. ¿No hay, en cambio, muchas para otra deducción?
"Reflexionemos ahora sobre 'las señales de una lucha' y déjeme usted preguntar qué es lo que se ha supuesto que demostraban esas seña­les. Un grupo, una banda. Pero ¿no demostrarán más bien la ausencia de una banda? ¿Qué lucha podía haber tenido lugar -qué lucha tan vio­lenta y tan larga para dejar `señales' en todas direcciones- entre una débil e indefensa joven y el grupo de bandidos imaginado? El silencioso estrechamiento de algunos rudos brazos, y todo hubiera concluido: la víctima debía haber quedado absoluta-mente pasiva a sus deseos. Usted debe recordar que los argumentos enunciados contra la hipótesis de que el bosquecito fue el teatro del crimen son aplicables, en su mayor parte, únicamente contra la hipótesis de que ese paraje haya sido el teatro de un crimen cometido por más de un solo individuo. Si imaginamos un solo criminal, podemos concebir, y concebir así, únicamente, una lucha tan violenta y obstinada que llegó a dejar señales inequívocas de su presencia.
"Todavía hay más. He mencionado ya la sospecha que debe provo­car el hecho de que los objetos en cuestión permanecieran todos en el bosquecito donde se los descubrió. Parece casi imposible que estas evi­dencias de delito hayan sido accidentalmente dejadas donde se las encontró. Hubo suficiente presencia de espíritu (se supone) para aca­rrear el cadáver y todavía una más positiva evidencia de que el cadáver mismo (cuyas facciones podían haberse desfigurado rápidamente) ha permanecido bien visible en el teatro del hecho: aludo al pañuelo de manos con el nombre de la finada. Si fue olvidado, no fue el olvido de una banda. Podemos imaginarlo únicamente como el olvido de un indi­viduo. Veamos. Un individuo ha cometido el asesinato. Se encuentra solo con la difunta. Está espantado por lo que permanece sin movi­miento a su lado. La furia de su pasión ha concluido y hay abundante sitio en su corazón para el natural temor de su crimen. Su confianza no es de las que engendra inevitablemente el número presente de cómpli­ces. Está solo con la muerta. Tiembla y está turbado. Sin embargo, es preciso hacer algo con el cadáver. Lo lleva al río, pero deja tras de sí las otras evidencias del delito, porque es difícil, si no imposible, acarrear todo de una vez, y será fácil volver por lo que ha quedado. Pero en su penosa marcha hasta el río, sus terrores se duplican. Los ruidos de la vida se oyen a su alrededor. A cada momento percibe o cree percibir el paso de un observador. Las luces mismas de la ciudad lo turban. Sin embargo, poco a poco y con largas y frecuentes pausas de profunda agonía, alcan­za la orilla del río y arroja su lúgubre carga, quizá por medio de un bote. Pero ahora ¿qué tesoro puede guardar el mundo, qué palabra de ven­ganza puede proferir que haya tenido el poder de llevar de nuevo a ese solitario asesino, por aquella fatigante y peligrosa senda, hasta el bos­quecito que le hiela la sangre con sus recuerdos? No vuelve, no le impor­tan las consecuencias. No podría volver aunque quisiera. Su único pensamiento es el de la fuga. Huye para siempre de aquellos horrorosos plantíos y huye de ellos como de una venganza que lo amenazara.
"Pero ¿qué habría sucedido con una banda? Su número hubiera ins­pirado tranquilidad a todos, y esto, en el caso de que los bandidos con­sumados necesiten alguna vez tranquilidad, y no se puede suponer una banda si no es de bandidos consumados. Su número, digo, hubiera pre­venido la turbación y el terror sin causa que he imaginado como capaz de paralizar al hombre solo. Si suponemos un olvido en uno, en dos o hasta tres, este olvido hubiera sido remediado por un cuarto individuo. No hubiera dejado nada tras de sí, porque su número les habría permiti­do llevar todo de una vez. No hubiera habido ninguna necesidad de volver.
"Considere usted ahora la circunstancia de que en la parte exte­rior del vestido del cadáver, cuando se lo encontró, una tira de cerca de un pie de ancho había sido rasgada hacia arriba desde el extremo del dobladillo hasta el talle, enrollada tres veces alrededor de la cintura y asegurada por una especie de nudo en la espalda. Eso fue hecho eviden­temente con el designio de procurar un asidero para acarrear el cuerpo. Pero ¿podía ningún número de hombres haber soñado en recurrir a seme­jante expediente? Para tres o cuatro, los miembros del cadáver hubieran procurado no solo un asidero suficiente, sino el mejor posible. El recur­so pertenece a un solo individuo, y esto nos lleva al hecho de que 'entre el bosquecito y el río fueron encontrados destruidos los vallados y en la tierra visibles huellas de haber sido arrastrado algún cuerpo pesado'. ¿Pero podía un grupo de hombres haberse puesto en el superfluo traba­jo de derribar vallados, con el propósito de arrastrar un cadáver, cuando podían haberlo alzado por sobre cualquier vallado, en un instante? ¿Podía un grupo de hombres haber arrastrado tanto un cadáver como para dejar huellas evidentes en la tierra?
"Y aquí debemos referirnos a una observación de Le Commerciel, observación sobre la que he hecho ya algunos comentarios. 'Un trozo -dice este diario- de la enagua de la infortunada joven había sido arrancado y atado bajo su barba y alrededor de la parte posterior de su cabeza, probablemente para prevenir gritos. Esto ha sido hecho por indi­viduos que no tenían pañuelos de mano.'
"He establecido antes que a un verdadero bandido jamás le falta un pañuelo. Pero no es a este hecho al que debemos especialmente atender. Que no fue por necesidad de un pañuelo para el propósito imaginado por Le Commerciel por lo que se empleó aquel vendaje se demuestra por el pañuelo dejado en el bosquecito, y que el objeto no fue el de 'preve­nir gritos' aparece también por la circunstancia de haber sido empleado el vendaje con preferencia a lo que podía haber respondido mejor al pro­pósito. Pero el lenguaje de la evidencia habla del trozo en cuestión como 'encontrado alrededor del cuello, débilmente ajustado y asegurado con un fuerte nudo'. Estas palabras son muy vagas, pero difieren material­mente de las de Le Commerciel. La tira era de dieciocho pulgadas de ancho y, aunque de muselina, podía formar una fuerte faja, estando doblada y plegada longitudinalmente. Y así, plegada, fue como se la encontró. Mi deducción es ésta. El solitario asesino, habiendo llevado el cadáver hasta alguna distancia (sea desde el bosquecito u otra parte) por medio de vendajes atados alrededor de su cintura, encontró que el peso con ese procedimiento era demasiado para sus fuerzas. Resolvió arrastrar su carga; la evidencia va hasta mostrar que fue arrastrada. Con este obje­to en mira, llegó a ser necesario atar algo semejante a una cuerda en una de las extremidades. Podía ser mejor atarla al cuello para que la cabeza no goteara sangre. Y entonces el asesino, incuestionablemente, se acor­dó del vendaje de la cintura. Podía haber usado ese mismo, pero, por sus vueltas alrededor del cadáver, el nudo que lo embarazaba y la reflexión de que no había sido 'arrancado' del vestido, era más fácil cortar una nueva tira de la enagua. La cortó, la adaptó al cuello y así arrastró su víc­tima hasta la orilla del río. Que este 'vendaje' únicamente practicado con la turbación y la tardanza, y respondiendo además imperfecta-mente a su propósito; que este vendaje fue empleado demuestra que la necesidad de su empleo nació del hecho de que no era ya fácil poseer el pañuelo; es decir, de circunstancias que se presentaron como hemos imaginado, después de salir del bosquecito (si fue de allí) y en el camino entre el bos­quecito y el río.
"Pero la declaración de la señora Deluc (!), dirá usted, llama espe­cialmente la atención sobre la presencia de una banda en los alrededo­res del bosquecito en el instante del asesinato. Convenido. Dudo que no haya habido una docena de bandas, tales como la descrita por la señora Deluc, cerca de la Barriére du Roule y hacia el período de esta tragedia. Pero la banda que ha atraído sobre sí la terrible animadversión y la declaración algo tardía y sospechosa de la señora Deluc es la única repre­sentada por esa honrada y escrupulosa anciana como 'habiendo comido sus pasteles y bebido su brandy, sin tomarse el trabajo de pagar un cen­tavo'. Et hinc illae irae?
"Pero ¿cuál es la precisa declaración de la señora Deluc? 'Una banda de forajidos apareció, se condujeron ruidosamente, comieron y bebieron sin pagar; siguieron el camino que habían tomado los dos jóvenes, regre­saron al anochecer, volvieron a la posada al anochecer, y cruzaron de nuevo el río, como si estuvieran muy apurados.'
"Ahora 'este gran apuro' muy posiblemente pareció más grande a los ojos de la señora Deluc, desde que quedó lamentándose sobre sus viola­dos pasteles y cerveza; pasteles y cerveza por los que podía aún haber mantenido una débil esperanza de compensación. Porque, de otra mane­ra, desde que era al anochecer, hubiera hecho punto del apuro. No es motivo de sorpresa, seguramente, que hasta una banda de forajidos estu­viesen apurados para retirarse a sus casas, cuando es necesario cruzar un ancho río en pequeños botes, cuando amenaza tormenta y cuando la noche se aproxima.
"He dicho aproxima porque la noche no había llegado todavía. Fue únicamente al anochecer cuando el grosero apuro de esos 'forajidos' ofendió los serenos ojos de la señora Deluc. Pero se nos dice que fue esa misma noche, ya tarde, cuando la señora Deluc, lo mismo que su hijo mayor, 'oyeron los gritos de una mujer en la vecindad de la posada'. ¿Y con qué palabras designa la señora Deluc el período de la noche en que fueron oídos esos gritos? 'Era temprano después de anochecer', dice. Pero `temprano después de anochecer' es al menos anochecido, y al anochecer es también ciertamente de día. Así es perfectamente claro que la banda abandonó la Barriére du Roule antes que los gritos fueran oídos por la señora Deluc. Y aunque, en todas las relaciones de la declaración, las expresiones relativas a la hora son distintas e invariablemente emplea­das, como acabo de emplearl-as yo mismo, esa notable circunstancia con­tradictoria no ha llamado la atención de ninguno de los diarios ni de ninguno de los sabuesos de la policía.
"No añadiré más que un argumento a los que existen ya, contra la idea de una banda, pero este uno tiene, al menos ante mi propia inteli­gencia, un peso absolutamente irresistible. No es imaginable que ante la expectativa del gran premio ofrecido y el completo perdón por cualquier declaración; no es imaginable, digo, ni por un momento, que algún miembro de una banda de míseros bandidos, o de cualquier cuerpo de hombres, no hubiera traicionado a sus cómplices hace mucho tiempo. Cada uno de los que forman parte de una banda colocada en esas con­diciones no desea tanto el premio o la libertad como teme la traición. Traiciona antes de ser traicionado él mismo. Que el secreto no se ha divul­gado es la mejor prueba de que es realmente un secreto. Los horrores de este sombrío suceso son conocidos únicamente de uno o dos seres huma­nos y de Dios.
"Sumemos ahora los pobres aunque ciertos frutos de nuestro largo análisis. Hemos llegado a la idea o de un fatal accidente bajo el techo de la señora Deluc, o de un asesinato perpetrado, en el bosquecito de la Barriére du Roule, por un amante, o, al menos, por un íntimo y secreto conocido de la víctima. Este conocido es de color moreno. Este color, la 'atadura del vendaje' y el 'nudo de marinero' con que estaban atadas las cintas de la gorra indican a un marino. Su relación con la víctima, una joven alegre, pero no abyecta, lo designan como superior al grado de marinero común. Aquí las urgentes y bien escritas comunicaciones a los diarios corroboran bastante esa deducción. La circunstancia de la primera fuga, tal como ha sido mencionada por Le Mercure, tiende a unir la idea de este marino con la del 'oficial naval' que llevó a la infortuna­da, por vez primera, a la senda del vicio.
"Y aquí viene justamente la consideración de la continuada ausen­cia del individuo de color moreno. Déjeme usted detenerme para obser­var que el color de este hombre es moreno; es un mismo color el que constituye el único punto de referencia para Valence y la señora Deluc. Peto ¿por qué se encuentra ausente este hombre? ¿Fue asesinado por la banda? Si es así, ¿por qué hay solamente huellas de la joven? El teatro de los dos crímenes debe naturalmente ser supuesto el mismo. ¿Y dónde está su cadáver? Es lo más probable que los asesinos hubieran dispuesto de ambos del mismo modo. Pero se puede decir que este hombre vive y tiene temor de dejarse ver por miedo de ser acusado del asesinato. Se puede suponer que esta consideración obra sobre su ánimo ahora -en este último período-, desde que se evidenció que había sido visto con Marie, pero no pudo haber tenido fuerza en el período del hecho. El pri­mer impulso de un hombre inocente hubiera sido anunciar el crimen y ayudar a identificar a los autores. La prudencia lo hubiera así aconsejado. Había sido visto con la joven. Había cruzado el río con ella en un bote descubierto. La denuncia de los asesinos hubiera aparecido, hasta a un idiota, el medio seguro y único de libertarse a sí mismo de las sospechas. No podemos suponerlo, en la noche del fatal domingo, las dos cosas: inocente e ignorante del crimen cometido. Únicamente en tales cir­cunstancias es posible imaginar que hubiera dejado, si vivía, de delatar a los asesinos.
"¿Y cuáles son nuestros medios para llegar a la verdad? Debemos encontrar estos medios multiplicando y recogiendo diferencias a medida que adelantamos. Examinemos hasta el fin este asunto de la primera fuga. Conozcamos la completa historia del 'oficial' con sus presentes cir­cunstancias y sus residencias durante el período preciso del asesinato. Comparemos cuidadosamente una con otra las distintas cartas enviadas al diario de la tarde, y cuyo objeto era inculpar a una banda. Hecho esto, comparemos estas cartas respecto a sus estilos y letras con las enviadas al diario de la mañana, en un período anterior, en las que se insistía tan vehementemente sobre el delito de Beauvais. Y hecho todo esto, comparemos de nuevo esas cartas con la letra conocida del oficial. Tratemos de establecer por medio de repetidas preguntas a la señora Deluc y sus hijos, así como del conductor de ómnibus Valence, algo más sobre el aire y la apariencia personal del 'hombre de color moreno'. Interrogaciones sagazmente dirigidas no dejarán de proporcionar, de parte de esas perso­nas, informes sobre ese punto particular (o sobre otros), informes que esas personas mismas pueden no saber jamás que los poseen. Sigamos ahora la huella del bote recogido por el barquero en la mañana del lunes 23 de junio y que fue sacado de la oficina naval sin conocimiento del ofi­cial de servicio, y sin el timón, poco antes de descubrirse el cadáver. Con prudencia y perseverancia debemos encontrar este bote, porque no solo puede el barquero reconocerlo, sino que el timón está a la mano. El timón de un bote de vela no podía haberse perdido sin ser buscado por alguno que hubiera estado con el corazón tranquilo. Y aquí déjeme usted insi­nuar una pregunta. No hubo aviso del hallazgo del bote. Fue silenciosa­mente sacado de la oficina y conducido con el mismo silencio fuera de allí. Pero ¿cómo es que pudo su propietario o patrón ser informado en un período tan breve como el del martes por la mañana, sin aviso de nadie, del paradero del bote sustraído el lunes, a menos que no imaginemos alguna relación en la marina, alguna relación personal y permanente que lo condujera a conocer sus más pequeños intereses, sus pequeñas noti­cias locales?

"Hablando del solitario asesino que arrastró su carga hasta la ribera, he sugerido ya la probabilidad de que se valió de un bote. Ahora tenemos que comprender que Marie Rogêt fue precipitada al río desde un bote. Este debía, naturalmente, haber sido el caso. El cadáver no podía haber sido confiado a las aguas poco profundas de la orilla. Las singulares mar­cas de la espalda y hombros de la víctima hablan de las cuadernas del fondo de un bote. Que el cuerpo fue encontrado sin peso es también un hecho que corrobora esta idea. Si hubiera sido arrojado desde la orilla, le habrían atado un peso a los pies. Podemos únicamente explicarnos su ausencia suponiendo que el asesino olvidó la precaución de proveerse de lo necesario para ello, antes de embarcar el cadáver. En el acto de entre­gar el cuerpo al agua debe de haber saltado a tierra. Pero el bote ¿podía él haberlo asegurado? Debe de haber estado con demasiada prisa para ocuparse en cosas tales como asegurar un bote. Además, atándolo al embarcadero, hubiera sentido como que aseguraba un testigo contra sí mismo. Su natural pensamiento hubiera sido arrojar de sí, tan lejos como fuera posible, todo lo que había tenido conexión con su crimen. Debía no solamente haber huido del embarcadero, sino impedir que el bote per­maneciera allí. Indudablemente debe de haberlo arrojado a la derecha. Prosigamos nuestra suposición. En la mañana, el pobre diablo es presa de inexplicable terror al encontrar que el bote ha sido recogido y dete­nido en un punto que él frecuenta diariamente, por costumbre; en un punto, quizá, que él tiene hasta el deber de frecuentar. A la noche siguiente, sin atreverse a preguntar por el timón, lo saca de ahí. Ahora, ¿dónde está ese bote sin timón? Que sea uno de nuestros primeros pro­pósitos el descubrirlo. Con la primera ojeada lo obtendremos; nuestro éxito seguirá. Este bote nos guiará con una rapidez sorprendente hasta la persona que lo empleó en la noche del domingo fatal. Una corrobo­ración se levantará sobre otra corroboración y el asesinato será esclare­cido."

(Por razones que no explicaremos, pero que aparecerán claras a muchos lecto­res, nos hemos tomado la libertad de omitir aquí algunos párrafos del manuscrito que poseemos, tales como los detalles de la forma como continuaron las pesquisas inicia­das por la aparentemente pequeña huella obtenida por Dupin. Sólo creemos pruden­te advertir que se alcanzó el resultado previsto y que el Prefecto cumplió, aunque con disgusto, los términos de su pacto. El artículo del señor Poe concluye con las siguien­tes palabras. Eds[ii])

Debe entenderse que hablo de coincidencias y nada más. Lo que he dicho antes sobre este tópico debe bastar. En mi alma no hay fe para los sucesos sobrenaturales. Que la Naturaleza y su Dios son dos, ningún hombre que piensa lo negará. Que el último creando la primera puede, si desea, gobernarla o modificarla, es absolutamente incuestionable. Digo "si desea", porque la cuestión es de deseo, y no, como la insania de la lógica lo ha pretendido, de poder. No es que la Deidad no pueda modi­ficar sus leyes, es que la insultamos imaginando una necesidad posible de modificación. En su origen, esas leyes fueron hechas para abrazar todas las contingencias que pudieran haber en el Futuro. Para Dios todo suce­de en el Presente.
Repito, pues, que hablo de estas cosas únicamente como de coinci­dencias. Y, además, en lo que relato se verá que entre el fin de la infor­tunada Mary Cecilia Rogers, tanto como este fin es conocido, y el fin de una Marie Rogêt hasta cierta época de su historia, ha existido un para­lelo, en la contemplación de cuya horrorosa exactitud la razón se encuentra perpleja. Digo que todo esto será visto. Pero no se suponga ni por un momento que, avanzando en la triste narración de Marie desde la época recién mencionada y trazando hasta su dénouement el misterio que la encubrió, que es mi secreto designio hacer entrever una prolon­gación del paralelo, ni siquiera sugerir que las medidas adoptadas en París para el descubrimiento del asesino de una grisette pudieran produ­cir similar resultado al ser aplicados a otros casos.
Porque, respecto a la última rama de la suposición, se debe conside­rar que la más trivial variación en los hechos de los dos casos puede dar lugar a los más importantes errores, desviando completamente los dos procesos, lo mismo que, en aritmética, un error que en su propia indivi­dualidad puede ser inapreciable, produce al fin, por el poder de multi­plicación en todos los puntos de la serie, un resultado enormemente lejano de la verdad. Y en cuanto a la primera parte de la suposición, debemos tener en cuenta que el verdadero Cálculo de las Probabilidades a que acabo de referirme impide toda idea de la prolongación del para­lelo: la impide con una seguridad fuerte y decidida justamente en la pro­porción con que este paralelo ha sido traído de lejos y en proporción de su exactitud. Esta es una de esas anómalas proposi-ciones que, parecien­do recurrir al pensamiento opuesto al pensamiento matemático, es, sin embargo, de aquellas que sólo el hombre matemático puede concebir. Nada, por ejemplo, es más difícil de hacer comprender a la genera-lidad de los lectores que el hecho de que un jugador de dados ponga en suce­sión dos veces los seis es causa suficiente para apostar lo que se tiene a que los seis no aparecerán en la tercera tentativa. Una tentación de este efecto es habitualmente rechazada por la inteligencia. No se comprende que los dos números que han sido tirados, y que permanecen ya en el Pasado, puedan tener influencia sobre el que existe únicamente en el Futuro. La probabilidad de sacar seis parece ser precisamente el privile­gio de un momento dado; es decir, sujeta únicamente a la influencia de los otros números que pueden obtenerse. Y ésta es una reflexión tan sumamente fácil que tratar de controvertirla provoca por lo general sólo una burlesca sonrisa. El error envuelto en este asunto -error grande y lleno de malicia- no se puede analizar en los límites asignados a este trabajo, pero para los filósofos no necesita explicaciones. Será suficiente decir aquí que dicho error pertenece a una de las series infinitas de fallas que se levantan en el camino de la Razón a causa de su propensión a buscar la verdad en detalle.

 1.011. Poe (Edgar Allan)






[i] "Una teoría basada en las cualidades de un objeto impedirá que sea desarrollada de acuerdo con sus objetos, y el que arregla sus tópicos con referencia a sus causas, cesará de con­siderarlos de acuerdo con sus resultados. Así, la jurisprudencia de cada nación mostrará que, cuando la ley llega a ser una ciencia y un sistema, cesa de ser Justicia. Los errores en que una ciega devoción a los principios de clasificaciones ha hecho caer a la ley común se pueden ver observando cuán a menudo la legislatura ha sido obligada a hacer progresos para restaurar la equidad, pues había perdido de vista su objeto." (LANDOR.)
[ii] Nota del diario en que fue publicado primitivamente este artículo. (N. del E., London, Chatto y Windus, 1872.) Igual anotación se encuentra en la de Adam y Black, Edinburgh, 1874. (N. del T)