Todo el fervor del neófito y toda
la devoción del seide hacían temblar mi mano cuando la puse en el llamador de
la casa del ilustre Sofías, señalada con una lápida de honor, y donde continuaba
residiendo su viuda.
Me llevaba allí el deseo de
documentarme para escribir un estudio o, más bien, un elogio de las obras de
aquella lumbrera, en las cuales había yo bebido ampliamente la enseñanza y la
doctrina. Por cierto que Gaspar Roelas, uno de mis amigos, en un círculo intelectual,
hizo todo lo posible para disuadirme de la visita al domicilio de Sofías. «Si
piensas elogiar -repetía-, no te documentes. Los documentos son un estorbo para
los panegíricos. Siempre que ahondamos, socavamos cimientos.» No hice caso de
estas blas-femias; mi entusiasmo por el maestro era superior a insinuaciones
tan malignas.
Confieso que en el momento de dar
los golpes y de oírlos resonar sordamente en las profundidades de la vivienda,
me oprimía el corazón un temor muy natural. Iba a encontrarme frente a frente
con la amante compañera de Sofías, con la que le asistió, cuidó y veló en sus
últimos años. ¿No sería un desencanto inmenso que aquella señora, favorecida
por la suerte con honra tan señalada, apareciese indiferente a ella y se
creyese viuda de un hombre como los demás? ¿Iba yo a encontrar dentro del
templo de mis devociones el piadoso culto o la indiferencia impía?
Desde que se abrió la puerta
empecé a tranquilizarme. Ya en la antesala vi, cuidadosamente ordenados, en
bruñidos estantes, los libros del sabio. El despacho en que me introdujo una
criada modesta era, sin duda, ell del mismo Sofías, y el orden y el respeto al
recuerdo brillaban en cada detalle. De la pared pendían las coronas que en
ocasión de apoteosis solemne le habían sido ofrecidas; ni un átomo de polvo
empañaba su follaje dáfneo. Su retrato al óleo, medio velado por un crespón,
se alzaba sobre dorado caballete, a la luz más favorable. Sus últimos
manuscritos estaban encerrados en linda arquilla de cristal, con placa
explicativa de bronce. El modelado de su mano derecha, fundido en bronce
también, se alzaba sobre un zócalo de mármol y terciopelo oscuro. Tales
cuidados, que nunca son obra sino de cariñosa veneración, me indicaban que el
corazón de la viuda albergaba los mismos sentimientos con que yo me acercaba a
ella. No por eso me hallaba menos conmovido; al contrario.
Empujando una puertecilla de escape,
entró impensadamente la viuda, y la saludé sorprendido, al encontrarla joven y
de buen parecer. Su luto, sencillo y de corte airoso, realzaba la blancura de
su cutis y el luminismo de su pelo rubio, peinado artísticamente. Una cadenita
de azabache serpenteaba alrededor de su busto.
En pocas palabras, algo
balbucientes, porque la emoción me cortaba la voz, enteré a la señora de Sofías
del objeto de mi visita. Necesitaba celebrar con ella varias entrevistas;
rogaba que me fuesen confiados papeles y apuntes que me permitiesen dar a mi
obra el atractivo y el realce del dato inédito; quería escribir acerca de
Sofías y su labor admirable, algo distinto y un poco mejor, o, al menos,
inspirado en idolatría más profunda, que otras biografías y artículos. ¡Era
preciso que la edad presente, que los países extranjeros, conociesen a Sofías
tal cual fué verdaderamente, en toda su altura y representación intelectual!
La viuda, entristecida y grave,
aprobó. Sabía por Sofías mi nombre, mis antecedentes. Podía ir allí siempre
que quisiese, y hasta trabajar (favor soberano) en el mismo despacho del
maestro, en su mesa, con sus cabos de pluma.
Salí de allí transportado de
orgullo y de alegría. Desde la mañana siguiente me dediqué con ardor al
trabajo. La viuda me confió la llave de los cajones y armarios donde guardaba
sus notas y borradores Sofías. Encontré verdaderos tesoros; al menos, a mí me
lo parecían. Planes de obras, críticas y observaciones de esas que revelan el
verdadero pensamiento de un escritor y que no se confían a la publicidad,
correspondencia interesantísima... Cuanto podía desear para mi empresa. La
viuda, de cuando en cuando, venía a saludarme, a preguntarme si algo
necesitaba. A los quince días, como yo prolongase mi sesión de trabajo, se me
presentó trayendo una taza de caldo y una copa de jerez.
-Estará usted desfallecido...
¡Tanto papelear! -murmuró, con su pálida sonrisa de monja.
Al mes, charlábamos
frecuentemente, y, poco a poco, el atractivo de aquella conversación fué
superando al de los papelotes. ¡No malicie nadie que esto consistiese en el
sexo de mi interlocutora! Era que me hablaba de Sofías, y yo, de Sofías le
preguntaba y le volvía a preguntar, insaciable. ¿Qué caprichos, qué rarezas,
qué costumbres, qué dichos, qué opiniones eran las de Sofías en este terreno,
en el otro, en el de más allá? ¿De qué manera se desarrolló su enfermedad?
¿Cómo fué su muerte? Etcétera, etcétera...
Por sendas tan abiertas y francas
llegamos, sin embargo, insensiblemente, a otros senderitos: salió a plaza la
cuestión íntima del sentimiento, del amor, de la ternura. ¿La había amado
mucho Sofíás? Y al preguntar esto (prevalido ya de la intimidad que iba
estableciéndose), yo buscaba con la mirada, en las sienes de raso de la viuda,
las huellas de unos besos ilustres...
Ella suspiraba, se enrojecía y
hasta sorprendí lágrimas en sus pupilas, del color de la pervinca primaveral.
-Es difícil contestar a
eso... -murmuró al fin. Yo creo que me quería, aunque no me lo demostrase
«así»..., vamos..., con mucho fuego... Ya sabe usted que el estudio y el
talento hacen: a la gente..., qué sé yo..., un poco huraña... Es decir, hablo
en general... Mi esposo, el pobre, a sus libros, a, sus cuartillas, a sus
bibliotecas; no crea usted que en casa paraba mucho... Don= de escribía era en la Nacional ; y se venía con
su porfolio atestado de notas, de borradores...
-De modo que... -exclamé involuntariamente,
con expresión extraña.
-Y además... -continuó ella palpitando-,
nuestras edades... diferentes... Ya ve usted: Sofías al morir cumplía los
setenta y uno... Y yo...
-Usted tendrá veintiocho...
-En seis meses se ha equivocado
usted... Veintiocho y medio... -y una llamarada de juventud alumbró la cara
resignada y melancólica, y una risa dulce entreabrió los labios frescos y
puros...
Sin saber lo que hacía, le
estreché las manos, y en voz baja, apasionada, pronuncié su nombre. Ella cerró
los ojos; se deprimía y alzaba su pecho bajo la tirante lana negra de su corpiño
enlutado... Salté de la silla, avergonzado y lleno de terror. ¡Estábamos
ofendiendo la memoria gloriosa de Sofías! Me despedí atropelladamente, con
propósito de no volver más allí; ¡nunca, nunca! ¡Sería hacerme reo de un
delito; sería desmentir completamente mi ideal! Al levantar el portier, me
volví un momento y vi que la viuda reprimía el llanto, apoyando el pañuelo
sobre la boca. «¡Adiós para toda la vida! -pronuncié en mis adentros. ¡No
seré yo quien te despoje del blasón de ser viuda del eminente!... ¡No volverás
a verme, mujer encantadora!... Así como así -pensaba al bajar la escalera, y
por vía de consuelo, ya tengo noticias y datos sobrados para redactar mi
fundamental estudio.»
1.005. Pardo Bazan (Emilia)