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lunes, 16 de diciembre de 2013

Gloriosa viudez

Todo el fervor del neófito y toda la devoción del seide hacían temblar mi mano cuando la puse en el llamador de la casa del ilustre Sofías, señalada con una lápida de honor, y donde continua­ba residiendo su viuda.
Me llevaba allí el deseo de documen­tarme para escribir un estudio o, más bien, un elogio de las obras de aquella lumbrera, en las cuales había yo bebi­do ampliamente la enseñanza y la doc­trina. Por cierto que Gaspar Roelas, uno de mis amigos, en un círculo in­telectual, hizo todo lo posible para di­suadirme de la visita al domicilio de Sofías. «Si piensas elogiar -repetía-, no te documentes. Los documentos son un estorbo para los panegíricos. Siem­pre que ahondamos, socavamos cimien­tos.» No hice caso de estas blas-femias; mi entusiasmo por el maestro era su­perior a insinuaciones tan malignas.
Confieso que en el momento de dar los golpes y de oírlos resonar sorda­mente en las profundidades de la vi­vienda, me oprimía el corazón un temor muy natural. Iba a encontrarme frente a frente con la amante compañera de Sofías, con la que le asistió, cuidó y ve­ló en sus últimos años. ¿No sería un desencanto inmenso que aquella señora, favorecida por la suerte con honra tan señalada, apareciese indiferente a ella y se creyese viuda de un hombre como los demás? ¿Iba yo a encontrar dentro del templo de mis devociones el piadoso culto o la indiferencia impía?
Desde que se abrió la puerta empecé a tranquilizarme. Ya en la antesala vi, cuidadosamente ordenados, en bruñidos estantes, los libros del sabio. El despa­cho en que me introdujo una criada modesta era, sin duda, ell del mismo So­fías, y el orden y el respeto al recuerdo brillaban en cada detalle. De la pared pendían las coronas que en ocasión de apoteosis solemne le habían sido ofre­cidas; ni un átomo de polvo empañaba su follaje dáfneo. Su retrato al óleo, me­dio velado por un crespón, se alzaba so­bre dorado caballete, a la luz más favo­rable. Sus últimos manuscritos estaban encerrados en linda arquilla de cristal, con placa explicativa de bronce. El mo­delado de su mano derecha, fundido en bronce también, se alzaba sobre un zó­calo de mármol y terciopelo oscuro. Tales cuidados, que nunca son obra si­no de cariñosa veneración, me indica­ban que el corazón de la viuda alber­gaba los mismos sentimientos con que yo me acercaba a ella. No por eso me hallaba menos conmovido; al contra­rio.
Empujando una puertecilla de esca­pe, entró impensadamente la viuda, y la saludé sorprendido, al encontrarla joven y de buen parecer. Su luto, sen­cillo y de corte airoso, realzaba la blan­cura de su cutis y el luminismo de su pelo rubio, peinado artísticamente. Una cadenita de azabache serpenteaba alre­dedor de su busto.
En pocas palabras, algo balbucientes, porque la emoción me cortaba la voz, enteré a la señora de Sofías del objeto de mi visita. Necesitaba celebrar con ella varias entrevistas; rogaba que me fuesen confiados papeles y apuntes que me permitiesen dar a mi obra el atractivo y el realce del dato inédito; quería escribir acerca de Sofías y su labor admirable, algo distinto y un poco mejor, o, al menos, inspirado en idolatría más profunda, que otras bio­grafías y artículos. ¡Era preciso que la edad presente, que los países extranje­ros, conociesen a Sofías tal cual fué verdaderamente, en toda su altura y re­presentación intelectual!
La viuda, entristecida y grave, apro­bó. Sabía por Sofías mi nombre, mis antecedentes. Podía ir allí siempre que quisiese, y hasta trabajar (favor sobe­rano) en el mismo despacho del maestro, en su mesa, con sus cabos de pluma.
Salí de allí transportado de orgullo y de alegría. Desde la mañana siguien­te me dediqué con ardor al trabajo. La viuda me confió la llave de los cajones y armarios donde guardaba sus notas y borradores Sofías. Encontré verdade­ros tesoros; al menos, a mí me lo pare­cían. Planes de obras, críticas y obser­vaciones de esas que revelan el verda­dero pensamiento de un escritor y que no se confían a la publicidad, corres­pondencia interesantísima... Cuanto po­día desear para mi empresa. La viuda, de cuando en cuando, venía a saludar­me, a preguntarme si algo necesitaba. A los quince días, como yo prolongase mi sesión de trabajo, se me presentó trayendo una taza de caldo y una copa de jerez.
-Estará usted desfallecido... ¡Tanto papelear! -murmuró, con su pálida sonrisa de monja.
Al mes, charlábamos frecuentemente, y, poco a poco, el atractivo de aquella conversación fué superando al de los papelotes. ¡No malicie nadie que esto consistiese en el sexo de mi interlocu­tora! Era que me hablaba de Sofías, y yo, de Sofías le preguntaba y le volvía a preguntar, insaciable. ¿Qué capri­chos, qué rarezas, qué costumbres, qué dichos, qué opiniones eran las de So­fías en este terreno, en el otro, en el de más allá? ¿De qué manera se desarro­lló su enfermedad? ¿Cómo fué su muer­te? Etcétera, etcétera...
Por sendas tan abiertas y francas lle­gamos, sin embargo, insensiblemente, a otros senderitos: salió a plaza la cues­tión íntima del sentimiento, del amor, de la ternura. ¿La había amado mucho Sofíás? Y al preguntar esto (prevalido ya de la intimidad que iba establecién­dose), yo buscaba con la mirada, en las sienes de raso de la viuda, las huellas de unos besos ilustres...
Ella suspiraba, se enrojecía y hasta sorprendí lágrimas en sus pupilas, del color de la pervinca primaveral.
-Es difícil contestar a eso... -mur­muró al fin. Yo creo que me quería, aunque no me lo demostrase «así»..., vamos..., con mucho fuego... Ya sabe usted que el estudio y el talento hacen: a la gente..., qué sé yo..., un poco hu­raña... Es decir, hablo en general... Mi esposo, el pobre, a sus libros, a, sus cuartillas, a sus bibliotecas; no crea usted que en casa paraba mucho... Don= de escribía era en la Nacional; y se venía con su porfolio atestado de notas, de borradores...
-De modo que... -exclamé involun­tariamente, con expresión extraña.
-Y además... -continuó ella palpi­tando-, nuestras edades... diferentes... Ya ve usted: Sofías al morir cumplía los setenta y uno... Y yo...
-Usted tendrá veintiocho...
-En seis meses se ha equivocado us­ted... Veintiocho y medio... -y una lla­marada de juventud alumbró la cara resignada y melancólica, y una risa dulce entreabrió los labios frescos y puros...
Sin saber lo que hacía, le estreché las manos, y en voz baja, apasionada, pronuncié su nombre. Ella cerró los ojos; se deprimía y alzaba su pecho bajo la tirante lana negra de su corpi­ño enlutado... Salté de la silla, aver­gonzado y lleno de terror. ¡Estábamos ofendiendo la memoria gloriosa de So­fías! Me despedí atropelladamente, con propósito de no volver más allí; ¡nun­ca, nunca! ¡Sería hacerme reo de un delito; sería desmentir completamente mi ideal! Al levantar el portier, me volví un momento y vi que la viuda re­primía el llanto, apoyando el pañuelo sobre la boca. «¡Adiós para toda la vi­da! -pronuncié en mis adentros. ¡No seré yo quien te despoje del blasón de ser viuda del eminente!... ¡No volve­rás a verme, mujer encantadora!... Así como así -pensaba al bajar la escalera, y por vía de consuelo, ya tengo noti­cias y datos sobrados para redactar mi fundamental estudio.»

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Gipsy

Aquel día los laceros del Ayuntamiento de Madrid hicieron famosa presa. En el sucio carro donde se hacinan mustios o gruñidores los perros errantes, famélicos, extenuados de hambre y de calor, fue lanzada una perrita inglesa, de la raza más pura; una galga de ese gris que afrenta al raso, toda reflejos la piel, una monería; estrecho el hocico, delicadas como cañas las patitas, y ciñendo el pescuezo flexible un collarín original: imitado en esmalte blanco sobre oro un cuello de camisa planchado con las dos pajaritas dobladas graciosamente, y una minúscula corbata azul, cuyo lazo sujetaba un cuquísimo imperdible de rubíes calibrés; todo ello en miniatura, lo más gentil del mundo.
Atónita, crispada de miedo, se apelotonó la galga en un rincón del hediondo carro, aislándose, a fuer de señorita que se respeta, de los tres o cuatro chuchos que lo ocupaban desde antes. El instinto de hallarse en poder de un enemigo superior impedía que aquellos canes armasen camorra, que se amenazasen enseñando los dientes fuertes y blancos. Ni aun les preocupaba que la galguita perteneciese a otro sexo, y menos que procediese de esferas sociales para ellos inaccesibles. Mohínos, zarandeados por el saltar de las ruedas del carrángano sobre el pavimento, los bordoneros se engurruminaban y encogían, esperando a ver qué giro iba a tomar la aventura.
No sabían ellos, a pesar de su experiencia de golfos hambrones, que aventuras tales siempre terminan en el depósito, en aquel gran patio cercado de un muro de ladrillo, con sus tres corralillos separados, revestidos de cemento, de los cuales el tercero es ya antesala del suplico por asfixia...
Y menos lo sospechaba la prisionera, pues las realidades de la vida, y, sobre todo, los conflictos y miserias del perro proletario, éranle completa-mente desconocidos, no habiendo encontrado a su paso sino caricias y esmerada atención a sus mínimas necesidades y deseos. Desde la mañana, Gipsy, que a este nombre respondía, era enjabonada, lavada y perfumada, como la dama más pulcra. Esencias de heno cortado y de brisa de violetas de Parma impregnaban su piel satinada y flexible, y cuando, satisfecha del aseo -porque los animales se habitúan a él y llegan a exigirlo como las personas-, empezaba a juguetear y correr en torno de la doncella encargada de la toilette, otra doncella acudía con la bandeja de plata, en que la taza del té con leche humeaba en medio de una torrecilla de bizcochos dorados, crocantes y frágiles. Era el desayuno de Gipsy lo suficiente para aquel corpezuelo ligero y elegante como silueta trazada por hábil acuarelista. Y ya en todo el día no se apartaba de su ama, de la marquesa, en cuyas faldas fofas y muelles encontraba cobijo, cuyos brazos de alabastro la formaban como tibio y firme aro defensor, cuyos besos calentaban su hocico frío, sus ojos hermosos, destellantes de inteligencia...
Y ¡ahora! Gipsy no comprendía palabra de lo que le estaba pasando. ¿Qué era de su ama? ¿Qué era de Jacinta, la doncella, la del té aromático, delicioso? Y su comida, su sopa de avena con azúcar, a la británica, ¿quién se la iba a dar? Empezaba la galga a sentir la roezón del hambre. Al perderse, rompiéndose el anillo de la cadena, había vagado por las calles largas horas, y ya no tenía ni idea del tiempo transcurrido. ¿Por qué estaban allí a su lado aquellos ferósticos, de erizada pelambrera, que apestaban, sí, apestaban, bien lo notaba Gipsy, como villanotes que debían de ser?
Cuando la soltaron en el primer patio del depósito, Gipsy, sin embargo, se reanimó. Recelosa, no obstante, de lo desconocido, metió entre los zancos nerviosos el rabo, que era una coma color ceniza, lustrada y primorosa, y buscó instintivamente el ángulo, donde se guareció. Los laceros cambiaban impresiones acerca de su captura.
-Oyes, tú, Melecio, tié un collar que quita el hipo.
-A recogerlo, Sidro..., y a llevarlo onde está mandao, no haiga luego una historia.
Con terror sintió Gipsy que la cogían en brazos, que desabrochaban su collarín, del cual estaba envanecida...
-A este bicho -profetizó Melecio- va a venir a sacarlo de la cárcel un lacayo más grande que un tranvía; verás tú.
-Éste es de señorona -asintió Sidro, dejando en el suelo a la galga, con respeto involuntario y profundo a su posición social.
Y se equivocaron. No fue el lacayazo, reluciente de librea y fornido de hombros, el que apareció a la tarde. Fue la propia marquesa, trémula de emoción. Saltó Gipsy, alocada, guiada, aun antes de ver a su ama, por la percepción de los sentidos del animal, más sutiles que los nuestros, y sus ladridos de gozo y sus brincos ágiles armaron una gazapera entre sus compañeros de cautiverio, que la miraban de reojo, sorprendidos y prevenidos en contra de la aristócrata, que no hacía con ellos amistades y les mostraba un desdén tan ofensivo. ¿Qué sucedía? ¿Por qué tal arrebato de júbilo? No tardaron en comprenderlo. La entrada de la dama, llamando tiernamente a Gipsy, les explicó el enigma ¡Gipsy era feliz! Hay perros con suerte, ¡caramba! La galguita gris tenía en este mundo quien la protegiese, quien la amase, y no era un ciego roñoso, no era un carnicero brutal, que hoy acaricia y mañana atiza un puntapié, sino una señora deslumbradora de majeza y lujo, que derramaba fragancias, que hablaba con tono imperativo, y ante la cual se inclinaban hasta el suelo los guardianes... Y aquella señora aupaba a la perrita, la estrechaba contra su corazón de un modo delirante...
-Gipsy, tesoro, hechizo, bruja, ¿quién te quiere, di? Tu amita, ¿no es eso? Monada, amor, ¿cómo estás aquí? ¿Y tu collar, que te falta? ¡Yo te compraré otro!...
-No, señora; dispense la señora -articuló, grave y solícito, el guarda. El collar ahí está, a disposición de la señora. Nos pareció mejor quitárselo mientras no salga de aquí el animalito.
-Pero va a salir en seguida, ¿verdad?
-En seguida... La señora dispense; ¡no es posible! Tiene la señora que gestionar el pago de inscripción y multa, porque no estará inscrita la perra, creo yo, y, de todos modos, hay que averiguarlo...
La dama frunció el ceño y taconeó, despechada.
-No sé nada de eso. Es mi apoderado el que se ocupa... De todos modos, voy a enterarme ahora mismo. Lo mejor sería que me dejasen ustedes llevarme a mi perra; claro es que he de pagar cuanto sea necesario, y el doble, si quieren.
-No puede ser, señora marquesa: no podemos... Tenemos órdenes...
¡Gente inaguantable! ¡Dejar allí a su Gipsy, en aquel presidio, confundida con los canes plebeyos, sucios! ¡Su Gipsy, tan remilgada, tan exquisita! ¿Y si alguno de aquellos perdidos la galanteaba? Hizo, muy bajo, como si alguien pudiera oír, una indicación al guardián.
-Pierda cuidado la señora marquesa...
Un billete de a cinco, deslizado en la mano del guardián, fue acompañado de nuevas instrucciones:
-Tráigale usted comida a Gipsy. No va a probar ese chicharrón asqueroso, y se morirá de hambre la criatura. Tráiganle de lo mejorcito, ¿eh? Ternera, merluza, bizcochos, leche... Lo que haya en el ventorro. Si está bien tratada, más propina para usted.
A la media hora, el guardián entraba con una tartera colmada de víveres. Solícito, con palabras cariñosas, la puso delante de la perra, que permanecía en su rincón, pero, ahora, triste hasta la muerte. Porque eso de haberse ido su ama sin llevársela era de los problemas que no pueden los irracionales resolver, y, obscuramente, sentía Gipsy que aquello constituía ya el abandono, la reclusión eterna en el horrible patio vaharante de ardor de verano, de sol implacable, entre perros de mal vivir, cuya sola presencia la horripilaba.
Hasta el último instante se había resistido a separarse de su amita, agarrándose a las faldas, y fue preciso que el guarda la arrastrase suavemente, mientras la marquesa, a pique de deshacerse en llanto, huía, sin querer volver la cara atrás.
El estómago tiene tiranías, y Gipsy, en medio de su aflicción y desamparo, olfateó emanaciones... No era ya, por cierto, el chicharro pestífero, residuo de sebos repugnantes, lo que le presentaban, sino cosa más grata, aunque no tan escogida como su pitanza de costumbre. Todavía, dengosa, acercó el hociquillo, eligiendo el bocado más apetecible. Sus dientes, como granos de arroz, iban ya a clavarse, cuando la rodeó un tumulto, una batahola infernal. El guarda, llamado por una chiquilla, hija suya, no se sabe para qué, acababa de salir precipitadamente, y los compañeros de cárcel, antes contenidos por su presencia, ya se arrojaban sobre la tartera tentadora. También ellos, ¡qué demontre!, aunque canes humildes hechos a desperdicios, tenían su paladar, y, a veces, entre las piltrafas de polvero de los grandes hoteles y de los cafés de rumbo, algún hallazgo de viandas ricas les había afinado el gusto, haciéndoles relamerse. Lo bueno a nadie desagrada. Además, era hacer escarnio de los pobres, de los desheredados de la suerte, servir a una damisela de la aristocracia, aparte y para ella sola, tan magnífica ración.
Y, sin necesidad de ponerse de acuerdo, se arrojaron los cinco o seis que compartían el primer corralillo con Gipsy, sobre la galga y sobre su comida. Vueltos a su primitiva condición de fieras, aullaban, regañaban los belfos, ladraban con la furia de animales de presa, de alanos que saltan a la oreja del puerco montés. Gipsy, heroica, había querido defender su porción. Pero los amotinados no le dieron tiempo a nada. Quizá por encima de la glotona codicia que les inspiraba la tartera había otra cosa: el odio a la privilegiada, que tenía ama que la quisiese y mimase, criados que la cuidasen, comida para hartarse y desprecio hacia los que estaban debajo... Era la venganza social la que impulsaba a aquellas feroces mandíbulas, la que encarnizaba aquellos mordiscos hasta cruzar los colmillos, que hacían crujir las costillas delgadas de la mísera Gipsy. Y sólo cuando la dejaron ya por paquete sangriento, inerte, sin hálito de vida, se acercaron, siniestros, a la tartera fatal. Como no cabían todos los hocicos, se enzarzaron en nueva pelea, y los más fuertes ahuyentaron a los más flacos, devorando entero el sabroso contenido.

La ilustración española y americana, núm. 13, 1913

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Georgicas

Fue por el tiempo de las majas, mientras la rubia espiga, tendida en las eras, cruje blandamente, amortiguando el golpe del mallo, cuando empezó la discordia entre los del tío Ambrosio Lebriña y los del tío Juan Raposo.
Sucedió que todo el julio había sido aquel año un condenado mes de agua, y que sólo a primeros de agosto despejó el cielo y se metió calor, el calor seco y vivo que ayuda a la faena. «Hay que majar, que ya andan las canículas por el aire», decían los labriegos; y el tío Raposo pidió al tío Lebriña que le ayudase en la labor. Este ruego envolvía implícitamente el compromiso de que, a su vez, Raposo ayudaría a Lebriña, según se acostumbra entre aldeanos.
No obstante, llegado el momento de la maja de Lebriña, el socarrón de Raposo escurrió el bulto, pretextando enfermedades de sus hijos, ocupaciones; en plata, disculpas de mal pagador. Lebriña, indignado de la jugarreta, tuvo con Raposo unas palabras más altas que otras en el atrio de la iglesia, el domingo, a la salida de misa. Por la tarde, en la romería, Andrés, el mayor de Lebriña, después de beber unos tragos, se encontró con Chinto, el mayor de Raposo, y requiriendo la moca o porra claveteada, mirándose de solayo, como si fuesen a santiguarse...; pero no hubo más entonces.
Vivían las familias de Lebriña y Raposo pared por medio, en dos casas gemelas, que el señor había mandado edificar de nuevo para dos lugarcitos muy redondos. Al recogerse aquel domingo, mientras los hombres, gruñones y enfurruñados, mascullaban la ira, las mujeres, sacando a la puerta los tallos o asientos hechos de un tronco, se disponían a pasar las primeras horas de la noche al fresco. En vez de armar tertulia con las vecinas, cada bando afectó situarse lo más lejos que permitía la estrechez de los corrales. La tía Raposo y su hija Joliana, que tenían fama de mordaces y satíricas, tomaron sus panderetas e improvisaron una triada muy injuriosa; en sustancia, venía a decir que, en casa de Lebriña, los hombres eran hembras y las mujeres machos bigotudos. Es de advertir que los Lebriñas debían su apodo, convertido en apellido ya, a cierta mansedumbre tradicional en los varones de la familia, y también conviene saber que Aura Lebriña, moza soltera de unos veinticinco años de edad, lucía sobre sus gruesos y encendidos labios un pronunciado bozo oscuro. Aura no sabía improvisar como las Raposos; pero, ni tarda ni perezosa, recogió el guante, y en prosa vil les soltó una carretera de desvergüenzas gordas, mezcladas con maldiciones a los hombres, gallinas cluecas, que no tenían alma para cosa ninguna. Al oír la pauliña de Aura, el tío Ambrosio asomó la nariz, y empujando a su hija por los hombros, la hizo retirar, mientras los de Raposo la perseguían con pullas irónicas.
Pocos días después, yendo Chinto Raposo armado de gavilo, a cortar tojo en el monte, vio a Aura Lebriña que lindaba su vaca en una heredad de maíz. Aunque tostada del sol, como la heroína de los cantares, y aunque de boca sombreada y recias formas, la moza no era despreciable, y al mozo se le ocurrió burlarla, más tentado por el fino gusto de pisotear a los Lebriñas que por los atractivos de la pastora. Y avínole mal, porque en el país galiciano, la mujer, hecha a trabajos tan rudos como el hombre, le iguala en fuerza física, y a veces le supera, y en el juego de la lucha no es raro el caso de que salgan vencedoras las mujeres. Sin más armas que sus puños, Aura sujetó a Chinto y le dio una paliza con el mango de la guadaña, mientras la vaca, pendiente el bocado de hierba entre los belfos, fijaba en el grupo sus ojazos pensativos. Molido y humillado, Chinto Raposo se vengó cobarde-mente; aprovechó un descuido de Aura, y metiéndole de pronto la mano en la boca y apartando con violencia los dedos pulgar e índice, rasgó las comisuras de los labios. La sorpresa y el dolor paralizaron un instante a la amazona, y Chinto pudo huir.
Todo el día lloriqueó la muchacha desesperadamente, porque el eterno femenino salta también de entre los terrones, y la infeliz temía quedar desfigurada. Las malditas comadres de las Raposos, desde su puerta, se mofaban de Aura sin compasión, apodándola Boca Rota, y Aura, en sorda voz, murmuraba que, si se había concluido ya la casta de los hombres, saldrían a plaza las mujeres, y se vería lo que eran capaces de hacer.
Andrés Lebriña, muy descolorido, oía a su hermana y callaba como un muerto. Estos silencios cerrados son de mal agüero en las personas pacíficas. Sin embargo, pasó una semana, las heridas de Aura empezaron a cicatrizarse, y los Raposos, más insolentes que nunca, se reían en público de toda la casta de Lebriña. El día de la feria, Chinto Raposo cargó un carro de repollos y bajó a la ciudad a venderlo. Regresaba, anochecido ya, algo chispón, con el carro vacío, y al sepultarse en uno de esos caminos hondos y angostos, limitados por los surcos de la llanta, recibió a traición un golpe en el duro cráneo y luego otro, que le derribó aturdido como un buey. En medio de su desvanecimiento sintió confusamente que algo muy pesado y duro le oprimía el pecho: eran unos zuecos de álamo, con tachuelas, bailando el pateado sobre su esternón.
Cuando suceden estas cosas en la aldea, en verdad os digo que rara vez pasa el asunto a los tribunales. El labriego, por una parcelilla de terreno, por un tronco de pino, por un puñado de castañas se apresurará en acudir a la justicia: la propiedad entiende el que ha de defenderse por las vías legales; pero la seguridad personal es cuenta de cada quisque: contra palos, palos, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. En la aldea, el que más y el que menos tiene sobre su alma una buena ración de leña administrada al prójimo y nadie quiere habérselas con escribanos procuradores y jueces, negras aves fatídicas, que traen la miseria entre su corvo pico.
Antes que Chinto Raposo pudiese levantarse de la cama, donde permanecía arrojando en abundancia bocanadas de sangre, sus dos hermanos menores, Román y Duardos, le había jurado la vendetta. Andrés Lebriña, por su parte, trataba de esconderse; pero el labriego ha de salir sin remedio a su trabajo, y la fatalidad quiso que le llamasen a jornal en la carretera en construcción, adonde también acudían los Raposos. Estos velaron a su enemigo, como el cazador a la perdiz, y aprovechándose de una disputa que se alzó entre los jornaleros, arrojaron a Andrés sobre un montón de piedra sin partir, y con otra piedra le machacaron la sien. Se formó causa, pero faltó prueba testifical: nadie sabe nada, nadie ha visto nada en tales casos. El señor abad de la parroquia de Tameige rezó unos responsos sobre el muerto y hubo una cruz más en el campo santo: negra, torcida, con letras blancas.
El golpe aplanó completamente a los Lebriñas. Ellos eran gente apocada, resignada, y solo a fuerza de indignación y ultrajes había salido de sus casillas Andrés. También los Raposos, astutos en medio de su barbarie, creyeron que, después de suprimir a un hombre, les convenía estarse callados y quietos, por lo cual cesaron completamente las provocaciones e invectivas de las mujeres desde la puerta.
Sin embargo, había alguien que no olvidaba al que se pudría bajo la cruz negra del cementerio: Aura, la hermana, la que se había llevado toda la virilidad de la familia. Vestida de luto, en pie en el umbral de su casucha, ronca a fuerza de llorar, lanzaba a la casa de los Raposos ardientes miradas de reto y maldición. Y sucedió que al verano siguiente, cuando la cosecha recogida ya prometía abundancia, una noche, sin saber por qué, prendióse fuego el pajar de Raposo y a la vez aparecieron ardiendo el cobertizo, el hórreo y la vivienda. Los Raposos, aunque dormían como marmotas, al descubrirse el fuego pudieron salvar, sufriendo graves quemaduras, solo a uno de los hijos. A Román, el que pasaba por autor material de la muerte de Andrés Lebriña, se le encontró carbonizado sin que nadie comprendiese cómo un mozo tan ágil no supo librarse del incendio.
Aquí tienen ustedes lo que aconteció en la feligresía de San Martín de Tameige por no querer los Raposos ayudar a los Lebriñas en la faena de la maja.

«Nuevo Teatro Crítico», núm. 30, 1893.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Fumando

Cosa más elegante que aquel fumoir no se ha visto. Auténticos muebles ingleses, de esos inconfundibles, con muelles de elasticidad misteriosa -¡oh, sólo Maple!- y forrados de un cuero bronceado, flexible y terso a la vez; paredes revestidas con viejos tapices persas, en que se funden armoniosos matices verdes y amarillos; vitrinas morunas de concha y nácar, donde se luce soberbia colección de boquillas, pipas, narguiles, bolsas de tabaco, petacas, pitilleras, fosforeras y tabaqueras. La colección está valuada en varios cientos de miles de pesetas, pero los inteligentes aseguran que muy por bajo de su verdadero valor, aun cuando sólo se calculen los esmaltes y las pedrerías que guarnecen muchos de los objetos que la componen.
El fumoir (llamémosle fumadero para no usar sino palabras castizas) tiene al frente una galería encristalada. En ella, grandes vasos de «china», fabricada en Sajonia en el siglo XVIII, encierran plantas, cuyas hojas recortadas, de un verde de raso liso, decoran el recinto con una nota de naturaleza fina, alegre, mejorada por la mano del hombre. Dentro de esta galería o cierre, los privilegiados amigos del dueño de la casa se sientan a fumar, mientras a sus pies rueda el torrente de la capital populosa. Porque la casa -pudiera decirse palacio- de aquel niño mimado de la suerte está situada en la calle más céntrica, y los amigos, saboreando los lentos goces de la pereza, conocedores de las almas que animan los cuerpos de las mujeres a quienes ven pasar reclinadas en sus coches, comentan la historia de aquellas almas con indulgencias y tolerancias de escépticos amables y gastados.
El humo de los cigarros selectos, como guata de cardado algodón, apagaba el estridor de las opiniones cortantes y duras. Era el humo suave y social: de grises copos, deshechos blandamente y renovados sin tregua, su aroma sedante, adormecían las vehemencias verbales de la raza, narcotizaban las mentes y prestaban al diálogo cierto tranquilo tono de buen gusto. Los fumadores, generalmente, habían almorzado con el dueño de la casa, y una beatitud de buena digestión, de excelentes y bien condimen-tados manjares, regados por vinos de exquisita calidad y nobleza, completaba el goce más espiritual del habano, y el bienestar de reclinarse en tales sillones -¡oh la superioridad anglosajona!- adaptados al cuerpo como guantes. Y así se determinaba en aquéllos, pocos y muy escogidos, ese estado gratísimo en que el pensamiento no atormenta, antes parece disolverse en neblina dorada.
Me preguntaréis sus nombres, los nombres de una gente tan dichosa -dichosa, por lo menos, mientras dura la fumadura-; pero ¿quién puede aspirar a ser dichoso a todas las horas del día? Básteos saber (ya que los nombres no me es lícito entregarlos a la publicidad) que entre ellos había algunos muy ilustres y muy históricos, al lado de otros que sólo representan la ilustración del dinero y de alguno que representa el parasitismo chic. En cuanto al anfitrión, llamémosle sencillamente Ramiro. Sus apellidos y títulos salen a relucir frecuentemente en historias y genealogías.
Envidiado, deseado en todo salón, Ramiro no concurre a ninguno. Cuanto puede ponerle en contacto con gente que no sea exactamente la misma que reúne en su fumadero, le es antipático o le causa desdén. No encuentra que haya nada menos digno de ser visto que una fiesta, así se celebre en el palacio y bajo la dirección de la mismísima reina de las hadas, y cuando quiere ver piruetas y contorsiones, se trae a domicilio a las más guapas artistas de los teatros, convidando a sus amigos.
-Así -les dice, tendremos la seguridad de no padecer a ninguna feróstica, ninguna vieja y ninguna cursi. ¡Mujeres, las seguras!
En el cierre de cristales hay un surtido de gemelos magníficos, acromáticos, con los cuales los fumadores observan el mujerío que pasa por la calle, siempre concurrida.
A decir verdad, es el tema de conversación predilecto la hermosura de la mujer. No les importa sino accidentalmente la política, no les atrae nada social, no les estremece profundamente el arte. El sport les preocupa algo a dos o tres de ellos, pero solamente a sus horas. Quizá en el secreto de su pensar les interesen otras cuestiones, de esas personales que todo el mundo lleva a cuestas -hacienda, porvenir, recuerdos, esperanzas-; pero así que se reúnen, ocupa el primer lugar la cuestión de estética femenina. Se diría que perpetuamente están eligiendo para el Gran Señor.
Y algo tiene de verdad la hipótesis... El Gran Señor es el dueño de la casa, Ramiro. Al verle tan indiferente, preocupado sólo de la forma y la línea, estudiaban a las que veían pasar desde el cierre, esperando la aparición de alguna beldad perfecta que cautivase al caprichoso potentado. ¿Habría amado alguna vez Ramiro?
-¿Veis este cigarro? -dijo él cierta tarde, después de consagrar una mirada a la encantadora extranjera, la secretaria de embajada Nadina Stolewsky, que en su landó eléctrico bajaba hacia el paseo. Pues así son mis impresiones. Fuego en un instante, convertido sin tardanza en columna de humo. Lo pienso siempre: la vida no es para vivida, sino para fumada. Por eso he hecho una especie de santuario de este fumadero. Hubo un momento de mi existencia en que viví de otro modo, como viven los demás hombres que sienten, se afanan y penan, y a esa manera de existir le llaman dicha... Sí, no os riáis: yo estuve enamorado como puede estarlo mi escribiente o mi cochero... Y tampoco os riáis; no me enamoré de una belleza... Fea precisamente, no; pero ni fu ni fa... Nada de particular... Pues bien; yo no dormía... Yo hacía mil extra-vagancias... Tenía diecinueve años, ¡es mi excusa!, cuando aquella mujer desapareció...
-¿Desapareció? -preguntaron todos a una voz, sorprendidos, apartando, en su emoción de curiosidad, el cigarro de la boca.
-¡Como si se la hubiese tragado la tierra! De la noche a la mañana. Desapareció con su padre, que era un antiguo cabecilla carlista, muy bruto, muy celoso de la honra... Yo la había comprometido, es cierto, pero de todos modos...
-¡Hay gentes imposibles? -comentó el parásito, arrancando una chupada deliciosa y un humo a oleadas lentas.
-Cuanto hice para averiguar su paradero fue inútil -continuó Ramiro. Verdad que entonces yo era un hijo de familia; mi padre, ya lo recordaréis los que le conocisteis, no derrochaba el dinero y me faltó el arma principal... Así y todo, hasta donde alcanzaron mis recursos, revolví cielo y tierra. Y pude averiguar únicamente que se habían marchado a América. Comprenderéis que América es muy grande...
-Parece conmovido -susurró uno de los amigos al oído del otro.
-Desde entonces -continuó Ramiro- he resuelto fumar, fumar, convertirlo todo en humareda que adormezca, que se disipe en el aire. Fumar los años, los días, las horas... Que no dejen recuerdo.
Y, reclinándose, encendió en la lamparilla de plata, cincelada primorosamente, otro habano.
-Mira, mira -avisó entonces el parásito oficiosamente- una chiquilla que parece muy mona... ¿No la ves? Va a pasar enteramente por debajo de la ventana... y ha levantado la cabeza y se ha fijado en nosotros. ¡Un capullito! Échale con los dedos un beso.
Sonrió Ramiro... La niña parecía pertenecer a la clase media modesta, en que las muchachas gastan chápiro a la moda, y las mamás velito. Alzando el rostro, con involuntaria curiosidad de Eva naciente, miraba al grupo de hombres que se asomaba a la galería para avizorarla. La madre, inquieta, la dirigió una advertencia sin duda, y se la llevó aprisa.
Y entonces fue cuando Ramiro pudo ver ambos rostros, el marchito y el florecido... y un grito y un impulso le pusieron de un salto en la puerta, en la escalera, en la calle.
-¿Qué demonios le pasa?
-¡Va sin sombrero!
-¡Cosa más rara!
-¡Se ha enamorado de la chica, no cabe duda!
-¡El flechazo!
-¡Pero es que sí! ¿No veis? Ahí va... Corre tras ellas...
-¡Ellas ya están muy lejos!
-¡Corre más! Mirad, ¡le van a tomar por loco!
-Ya las ha alcanzado... La gente se para..., se arremolina...
Minutos después se vio que Ramiro, rompiendo el grupo formado, llamó a un coche, dio una orden, se metió con las dos mujeres en el vehículo, que salió a buen trote, trote de propina... de encaprichado...
Los amigos, al pronto, quedaron convencidos: flechazo, flechazo...
Y sucedió que desde el día siguiente el fumadero y la casa de Ramiro aparecieron cerrados a piedra y lodo, y pocas semanas después se supo que Ramiro se había casado -no con la niña, sino con la mamá, y salido, en compañía de su esposa y de su hija, a pasar una larga temporada en Inglaterra...
-¡Qué lástima! -exclamaba el parásito. ¡Para qué le haría yo fijarse en la tal chica! ¡Se fumaba allí tan a gusto!

«Blanco y negro», núm. 966, 1909

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Fuego a bordo

-Cuando salimos del puerto de Marineda -serían, a todo ser, las diez de la mañana- no corría temporal; sólo estaba la mar rizada y de un verde..., vamos, un verde sospechoso. A las once servimos el almuerzo, y fueron muchos pasajeros retirándose a sus camarotes, porque el oleaje, no bien salimos a alta mar, dio en ponerse grueso, y el buque cabeceaba de veras. Algunos del servicio nos reunimos en el comedor, y mientras llegaba la hora de preparar la comida nos divertíamos en tocar el acordeón y hacer bailar al pinche, un negrito muy feo; y nos reíamos como locos, porque el negro, con las cabezadas de la embarcación y sus propios saltos, se daba mil coscorrones contra el tabique. En esto, uno de los muchachos camareros, que les dicen estuarts, se llega a mí:
-Cocinero, dos fundas limpias, que las necesito.
-Pues vaya usted al ropero y cójalas, hombre.
-Allá voy.
Y sin más, entra y enciende un cabo de vela para escoger las fundas.
¡Aquel cabo de vela! Nadie me quitará de la cabeza que el condenado..., ¡Dios me perdone!, el infeliz del camarero, lo dejó encendido, arrimado a los montones de ropa blanca. Como un barco grande requiere tanta blancura, además de las estanterías llenas y atestadas de manteles, sábanas y servilletas, había en el San Gregorio rimeros de paños de cocina, altos así, que llegaban a la cintura de un hombre. Por fuerza, el cabo se quedó pegadito a uno de ellos, o cayó de la mesa, encendido, sobre la ropa. En fin: era nuestra suerte, que estaba así preparada.
Yo no sé qué cosa me daba a mí el cuerpo ya cuando salimos de Marineda. Siempre que embarco estoy ocho días antes alegre como unas castañuelas, y hasta parece que me pide el cuerpo algo de broma con los amigos y la familia. Pues de esta vez..., tan cierto como que nos hemos de morir..., tenía yo el viaje atravesado en el gaznate, y ni reía ni apenas hablaba. La víspera del embarque le dije a mi esposa:
-Mujer, mañana tempranito me aplancharás una camisola, que quiero ir limpio a bordo.
Por la mañana entró con la camisola, y le dije:
-Mujer, tráeme el pequeño que mama.
Vino el chiquillo y le di un beso, y mandé que me lo quitasen pronto de allí, porque las entrañas me dolían y el corazón se me subía a la garganta. También la víspera fui a casa del segundo oficial, el señorito de Armero, y estaba la familia a la mesa; y la madre, que es así, una señora muy franca, no ofendiendo lo presente, me dijo:
-Tome usted esta yema, Salgado.
-Mil gracias, señora; no tengo voluntad.
-Pues lléveles éstas a los niños... ¿Y qué le pasa a usted, que está qué sé yo cómo?
-Pasar, nada.
-¿Y qué le parece el viaje, Salgado?
-Señor, la mar está bella, y no hay queja del tiempo.
-No, pues usted no las tiene todas consigo. Le noto algo en la cara.
Para aquel viaje había yo comprado todos los chismes del oficio; por cierto que en la compra se me fue lo último que me quedaba: setenta duretes. Los chismes eran preciosos: cuchillos de lo mejor, moldes superiores, herramientas muy finas de picar y adornar; porque en el barco, ya se sabe: le dan a uno buena batería de cocina, grandes cazos y sartenes, carbón cuanto pida, y víveres a patadas; pero ciertas monaditas de repostería y de capricho, si no se lleva con qué hacerlas... Y como yo tengo este pundonor de que me gusta sobresalir en mi arte y que nadie me pueda enseñar un plato... Por cierto que esta vanidad fue mi perdición cuando sostuve restaurante abierto. Me daba vergüenza que estuviese desairado el escaparate, sin una buena polla en galantina, o solomillo mechado, o jamón en dulce, o chuletas bien panadas y con su papillotito de papel en el hueso... Y los parroquianos no acudían; y los platos se morían de viejos allí; y cuando empezaban a oler, nos los comíamos por recurso; mis chiquillos andaban mantenidos con trufas y jamón, y el bolsillo se desangraba... Si no levanto el restaurante, no sé qué sería de mí; de manera que encontrar colocación en el barco y admitirla fue todo uno. Pensaba yo para mi chaleco: «Ánimo, Salgado; de veintiocho duros que te ofrecen al mes, mal será que no puedas enviarle doce o quince a la familia. No es la primera vez que te embarcas; vámonos a Manila; ¿quién sabe si allí te ajustas en alguna fonda y te dan mil o mil quinientos reales mensuales, y eres un señor?». Lo dicho: la suerte, que arregla a su modo nuestros pasos... Estaba de Dios que yo había de perder mis chismes, y pasar lo que pasé, y volver a Marineda desnudo.
¿En qué íbamos? Sí, ya me acuerdo. Faltaría hora y media para la comida, cuando me pareció que por la puerta del ropero salía humo. El que primero lo notó no se atrevía a decirlo: nos mirábamos unos a otros, y nadie rompía a gritar. Por fin, casi a un tiempo, chillamos:
-¡Fuego! ¡Fuego a bordo!
Mire usted, no cabe duda: lo peor, en esos momentos en que se suceden cosas horrorosas, es aturdirse y perder la sangre fría. Si cuando corrió el aviso se pudiese dominar el pánico y mantener el orden; si media docena de hombres serenos tomasen la dirección, imponiéndose, y aislasen el fuego en las tripas del barco, estoy seguro de que el siniestro se evitaba. Yo, que todo lo presencié, que no perdí detalle, puedo jurar que no entiendo cómo en un minuto se esparció la noticia, y ya no se vieron sino gentes que corrían de aquí para allí, locas de miedo. Para mayor desdicha empezaba a anochecer, y la mar cada vez más gruesa y el temporal cada vez más recio aumentaba el susto. Aquello se convirtió en una Babel, donde nadie se entendía ni obedecía a las voces de mando.
El capitán, que en paz descanse, era un mallorquín de pelo en pecho, valentón, y no tiene que dar cuenta a Dios de nada, pues el pobrecillo hizo cuanto estuvo en su mano; pero le atendían bien poco. Acaso debió levantar la tapa de los sesos a alguno para que los demás aprendiesen; bueno, no lo hizo; él fue el primero a pagarlo, ¡cómo ha de ser! Nos metimos él y yo por el corredor de popa, con objeto de ver qué importancia tenía el incendio; y apenas abrimos la puerta de hierro, nos salió al paso tal columna de humo y tal cortina de llamas, que apenas tuvimos tiempo a retroceder, cerrar y apoyarnos, chamuscados a medio asfixiar, en la pared. Yo le grité al capitán:
-Don Raimundo, mire que se deben cerrar también las puertas de hierro a la parte de proa.
Él daría la orden a cualquiera de los que andaban por allí atortolados; puede que el tercero de abordo; no sé; lo cierto es que no se cumplió, y en no cumplirse estuvo la mitad de la desgracia. Nosotros, a toda prisa, nos dedicamos a refrescar con chorros de agua las puertas de hierro, para que el horno espantoso de dentro no las fundiese y saltasen dejando paso a las llamas. ¿De qué nos sirvió? Lo que no sucedió por allí sucedió por otro lado. Nos pasamos no sé cuánto tiempo remojando la placa, envueltos en humareda y vapor; mas al oír que por la proa salían las llamas ya, se nos cansaron los brazos, y huyendo de aquel infierno pasamos a la cubierta.
Verdaderamente cesó desde entonces la batalla con el fuego y las esperanzas de atajarlo, y no se pensó más que en el salvamento; en librar, si era posible, la piel; eso, los que aún eran capaces de pensar; porque muchísimos se tiraron al suelo, o se metieron a arrancarse el pelo por los rincones, o se quedaron hechos estatuas, como el tercero de a bordo, que tan pronto se declaró el incendio se sentó en un rollo de cuerdas y ni dijo media palabra, ni se meneó ni soñó en ayudarnos.
A las dos horas de notarse el fuego la máquina se paró. Si no se para, tenemos la salvación casi segura; ardiendo y todo, llegaríamos al puerto. Lo que recelábamos era que el vapor comprimido y sin desahogo hiciese estallar la caldera. Todos preguntábamos al engineer, un inglés muy tieso, muy callado y con un corazón más grande que la máquina. No se meneaba de su sitio, ni se demudó poco ni mucho; abrió todas las válvulas, y nos dijo con flema:
-Mi responde con mi head, máquina very-good, seguros por ella no explosión.
Al ver que la pobre de la máquina se paraba, nos quedamos, si cabe, más aterrados; no creíamos que el incendio llegase hasta donde, por lo visto, llegaba ya; comprendimos que el fuego no estaba localizado y contenido sino que era dueño de todo el interior del buque y no había más remedio que cruzarse de brazos y dejarle hacer su capricho.
-¡Barco perdido, don Raimundo! -dije al capitán.
-Barco perdido, Salgado.
-¿Y nosotros?
-Perdidos también.
-Esperanza en Dios, don Raimundo. Y él se echó las manos a la cabeza, y dijo de un modo que nunca se me olvida:
-¡Dios!
Yo no sé qué le habíamos hecho a Dios los trescientos cristianos que en aquel barco íbamos; pero algún pecado muy gordo debió de ser el nuestro para que así nos juntase castigos y calamidades. De cuantas noches de temporal recuerdo -y mire usted que algo se ha navegado, ninguna más atroz, más furiosa que aquella noche. Una marejada frenética; el barco no se sostenía; ola por aquí, ola por acullá; montes de agua y de espuma que nos cubrían; ya no era balancearse; era despeñarse, caer en un precipicio; parecía que la tormenta gozaba en movernos y abanicarnos para avivar el incendio. Soplaba un viento iracundo; llovía sin cesar; y la noche, tan negra, tan negra, que sobre cubierta no nos veíamos las caras. Unos lloraban de un modo que partía el corazón; otros blasfemaban; muchos decían: «¡Ay, mis pobres hijos!». No entiendo cómo el timonel era capaz de estarse tan quieto en su puesto de honor, manteniendo fijo el rumbo del barco para que no rodase como una pelota por aquel mar loco.
Pronto empezaron a alumbrarnos las llamas, que salían por la proa, no ya a intervalos, sino continuamente, igual que si desde adentro las soplasen con fuelles de fragua. Lo tremendo de la marejada hizo que no se pensase en esquifes; meterse en ellos se reducía a adelantar la muerte. En esto gritaron que se veía embarcación a sotavento.
¡Un buque! Desde que se declaró el incendio no habíamos cesado de disparar cohetes y fuegos de bengala, con objeto de que los buques, al pasar cerca de nosotros, comprendiesen que el barco incendiado contenía gente necesitada de socorro. Y vea usted cómo Dios, a pesar de lo que dije antes, nunca amontona todas las desgracias juntas. Aún tenemos que agradecerle que el sitio del siniestro es un punto de cruce, donde se encuentran las embarcaciones que hacen rumbo al Atlántico y al Mediterráneo. Pocas millas más adelante ya no sería fácil hallar quien nos socorriese.
Al ver el buque, la gente se alborotó, y los más resueltos arriaron los esquifes en un minuto. Allí no había capitán, ni oficiales, ni autoridad de ninguna especie; los contramaestres se cogieron el esquife mejor, y cabiendo en él treinta personas, resultó que lo ocuparon sólo cinco. Ya se sabe lo que hace el miedo a morir; ni se repara en el peligro, ni hay compasión, ni prójimo. Sin mirar lo furioso del oleaje y lo imposible que era nadar allí, se echaron al mar muchísimas personas por meterse en los esquifes. Aún parece que oigo las voces con que decían al contramaestre.
-¡Espere, nuestramo Nicolás, espere por la madre que le parió; la mano, nuestramo!
Y él, en su maldita jerga catalana, respondía:
-N'om fa res; n'om fa res.
Y cuando los infelices querían halarse al esquife y se agarraban a la borda, los de adentro, desenvainando cuchillos, amenazaban coserlos a puñaladas.
De esta vez hubo ya bastantes víctimas; los esquifes se alejaron, y nuestra esperanza con ellos. Después de recoger a aquellos primeros náufragos, el buque siguió su rumbo, porque no le permitía mantenerse al pairo el temporal.
A todo esto, ¡si viese usted cómo iba poniéndose la cubierta! Oíamos el roncar del incendio, que parecía el resoplido de un animalazo feroz, y a cada instante esperábamos ver salir las llamas por el centro del buque y hundirse la cubierta. Nos arrimábamos cuanto podíamos a la parte de popa, pues además el calor del suelo se hacía insoportable, y del piso de hierro cubierto con planchas de madera salían, por los agujeros de los tornillos, llamitas cortas, igual que si a un tiempo se inflamasen varias docenas de fósforos, sembrados aquí y acullá. Ya ni el frío ni la oscuridad eran de temer; ¡qué disparate!, buena oscuridad nos dé Dios: la popa algunas veces estaba tan clara como un salón de baile; iluminación completa: daba gusto ver el horizonte cerrado por unas olas inmensas, verdes y negruzcas, que se venían encima, y sobre las cuales volaba una orillita de espuma más blanca que la nieve. También divisamos otro buque, un paquebote de vapor, que se paraba, sin duda, para auxiliarnos. ¡Estaba tan lejos! Con todo, la gente se animó. El segundo, el señorito de Armero, se llegó a mí y me tocó en el hombro.
-Salgado, ¿puede usted bajar a la cámara? Necesito un farol.
-Mi segundo, estoy casi ciego... Con el calor y el humo me va faltado la vista.
-Aunque sea a tientas..., quiero un farol.
Vaya, no sé yo mismo cómo gateé por las escaleras; la cámara era un horno; el farol todavía estaba encendido; lo descolgué y se lo entregué al segundo, convencido de que le daba el pasaporte para la eternidad, pues el esquife en que él y otros cuantos se decidieron a meterse era el más chico y estaba muy deteriorado. Lo arriaron, y por milagro consiguieron sentarse en él sin que zozobrase. Entonces empezó la gente a lanzarse al mar para salvarse en el esquife, y pude notar que, apenas caían al agua, morían todos. Alguno se rompió la cabeza contra los costados del buque; pero la mayor parte, sin tropezar en nada, expiró instantáneamente. ¿Era que hervía el agua con el calor del incendio y los cocía? ¿Era que se les acababan las fuerzas? Lo cierto es que daban dos paladitas muy suaves para nadar, subían de pronto las rodillas a la altura de la boca, y flotaban ya cadáveres.
Los del esquife remaban desesperadamente hacia el barco salvador. Supe después que a la mitad del camino, notaron que el esquife, roto por el fondo, hacía agua y se sumergía; que pusieron en la abertura sus chaquetas, sus botas, cuanto pudieron encontrar; y no bastando aún, el señorito de Armero, que es muy resuelto, cogió a un marinerillo, lo sentó o, por mejor decir, lo embutió en el boquete, y le dijo (con perdón):
-¡No te menees, y tapa con el...!
Gracias a lo cual llegaron al buque y les pudimos ver ascendiendo sobre cubierta. No sé si nos pesaba o no el habernos quedado allí sin probar el salvamento. ¡Los muertos ya estaban en paz, y los salvados..., qué felices! El buque aquel tampoco se detenía; era necesario aguardar a que Dios nos mandase otro, y resistir como pudiésemos todo el tiempo que tardase. Es verdad que nuestro San Gregorio aún podía durar. Al fin, era un gran vapor de línea, con su cargamento, y daba qué hacer a las llamas. El caso era refugiarse en alguna esquina para no perecer abrasados.
Al capitán se le ocurrió la idea de trepar a la cofa del gran árbol de hierro, del palo mayor. Mientras el barco ardía, creyó él poder mantenerse allí, seguro y libre de las llamas, como un canario en su jaula. Yo, que le vi acercarse al palo, le cogí del brazo en seguida.
-No suba usted, capitán; ¿pues no ve que el palo se tiene que doblar en cuanto se ponga candente?
El pobre hombre, enamorado del proyecto, daba vueltas alrededor del palo estudiando su resistencia. Creo que si más pronto le anuncio la catástrofe, más pronto sucede. El árbol..., ¡pim!, se dobló de pronto, lo mismo que el dedo de una persona, y arrastrado por su peso, besó el suelo con la cima. Por listo que anduvo el capitán, como estaba cerca, un alambre candente de la plataforma le cogió el pie por cerca del tobillo y se lo tronzó sin sacarle gota de sangre, haciendo a un tiempo mismo la amputación y el cauterio; respondo de que ningún cirujano se lo cortaba con más limpieza. Le levantamos como se pudo, y colocando un sofá al extremo de la popa, le instalamos del mejor modo para que estuviese descansado. Se quejaba muy bajito, entre dientes, como si masticase el dolor, y medio le oí: «¡Mi pobre mujer!, ¡mis hijitos queridos!, ¿qué será de ellos?». Pero de repente, sin más ni más, empezó a gritar como un condenado, pidiendo socorro y medicina. ¡Sí, medicina! ¡Para medicinas estábamos! Ya el fuego había llegado a la cámara y a pesar del ruido de la tormenta oíamos estallar los frascos del botiquín, la cristalería y la vajilla. Entonces el desdichado comenzó a rogar, con palabras muy tristes, que le echásemos al agua, y usando, por última vez, de su autoridad a bordo, mandó que le atásemos un peso al cuerpo. Nos disculpamos con que no había con qué atarle, y él, que al mismo tiempo estaba sereno, recordó que en la bitácora existe una barra muy gruesa de plomo, porque allí no puede entrar ni hierro ni otro metal que haga desviar la aguja imantada. Por más que nos resistimos, fue preciso arrancarla y colgársela del cuello, y como el peso era grande y le obligaba a bajar la cabeza, tuvo que sostenerlo con las dos manos, recostándose en el respaldo del sofá. Como llevaba en el bolsillo su revólver, lo armó, y suplicó que le permitiesen pegarse un tiro y le arrojasen al mar después. ¡Naturalmente que nos opusimos! Le instamos para que dejase amanecer; con el día se calmaría la tormenta, y algún barco de los muchos que cruzaban nos salvaría a todos. Le porfiábamos y le hacíamos reflexiones de que el mayor valor era sufrir. Por último desmontó y guardó el revólver, declarando que lo hacía por sus hijos nada más. Se quejó despacito y se empeñó en que habíamos de buscar y enseñarle el pie que le faltaba. ¿Querrá usted creer que anduvimos tras del pie por toda la cubierta y no pudimos cumplirle aquel gusto?
Después del lance del capitán, ocurrió el del oficial tercero, y se me figura que de todos los horrores de la noche fue el que más me afectó. ¡Lo que somos, lo que somos! Nada; una miseria. El tercero era un joven que tenía su novia, y había de casarse con ella al volver del viaje. La quería muchísimo, ¡vaya si la quería! Como que en el viaje anterior le trajo de Manila preciosidades en pañuelos, en abanicos de sándalo, en cajitas en mil monadas. No obstante... o por lo mismo... en fin ¡qué sé yo! Desgracias y flaquezas de los mortales..., el pobre andaba triste, preocupado, desde tiempo atrás. Nadie me convencerá de que lo que hizo no lo hizo «queriendo» porque ya lo tenía pensado de antes y porque le pareció buena la ocasión de realizarlo. Si no, ¿qué trabajo le costaba intentar el salvamento con el señorito de Armero? Ya determinado a morir, tanto le daba de un modo como de otro, y al menos podía suceder que en el esquife consiguiese librar la piel. Bien; no cavilemos. El no dio señales de pretender combatir el fuego, y mientras nosotros manejábamos el «caballo» y soltábamos mangas de agua contra las puertas, envueltos en llamas y humo, él, quietecito y como atontado. Al marcharse el señorito de Armero, le llamó a la cámara para entregarle su reloj, un reloj precioso con tapa de brillantes, y dos sortijas muy buenas también, encargándole que se las llevase a su novia como recuerdo y despedida. Lo que yo digo; el hombre se encontraba resuelto a morir. Luego subió a popa, y le vi sentado, muy taciturno, con la cabeza entre las manos.
A dos pasos me coloqué yo. Él se volvió y me dijo:
-Cocinero, ¿tiene usted ahí un cigarro?
-Mi oficial, sólo tengo picadura en el bolsillo del chaquetón... Pero este tiene tabacos, de seguro... añadí, señalando a un camarero que estaba allí cerca.
¿Querrá usted creer que el bruto del camarero se resistía a meter la mano en el bolsillo y soltar el cigarro?
-Animal -le grité-, no seas tacaño ahora. ¿De qué te servirá el tabaco, si vamos todos a perecer?
En vista de mis gritos, el hombre aflojó el cigarro. El tercero lo encendió y daría, a todo dar, tres chupadas; a cada una le veía yo la cara con la lumbre del cigarro: un gesto que ponía miedo. A la tercera chupada, acercó a la sien el revólver, y oímos el tiro. Cayó redondo, sin un «ay».
Nadie se asustó, nadie gritó; casi puede decirse que nadie se movió, estábamos ya de tal manera, que todo nos era indiferente. Sólo el capitán preguntó desde el sofá:
-¿Qué es eso? ¿Qué ocurre?
-El tercero que se acaba de levantar la tapa de los sesos.
-¡Hizo bien!
De allí a poco rato, murmuró:
-Echadle al mar.
Obedecimos, y a ninguno se le ocurrió rezar el Padrenuestro.
¡Es que se vuelve uno estúpido en ocasiones semejantes! Figúrese usted que en los primeros instantes recogió el capitán, de la caja, seis mil duros y pico en oro y billetes; seis mil duros y pico que anduvieron rodando por allí, sobre cubierta, sin que nadie les hiciese caso ni los mirase. En cambio, al piloto se le había metido en la cabeza buscar el cuaderno de bitácora y se desdichaba todo porque no daba con él, lo mismo que si fuese indispensable apuntar a qué altura y latitud dejábamos el pellejo. Pues otra rareza. En todo aquel desastre, ¿quién pensará usted que me infundía más lástima? El perro del capitán, un terranova precioso, que días atrás se había roto una pata y la tenía entablillada; el animalito, echado junto al timón, remedaba a su amo, los dos iguales, inválidos y aguardando por la muerte. ¡Si seré majadero! El perro me daba más pena.
Ya las llamas salían por sotavento y la mañana se iba acercando ¡Qué amanecer, Virgen Santa! Todos estábamos desfallecidos, muertos de sed, de frío, de calor, de hambre, de cansancio y de cuanto hay que padecer en la vida. Algunos dormitaban. Al asomar la claridad del día, salió del centro del barco una hoguera enorme; por el hueco del palo mayor se habían abierto paso las llamas, y la cubierta iba, sin duda, a hundirse, descubriendo el volcán. Contábamos con el suceso, y a pesar de que contábamos, nos sorprendió terriblemente. Empezamos a clamar al Cielo, y muchos a enseñarle el puño cerrado, preguntando a Dios.
-¿Pero qué te hicimos?
El capitán, que tiritaba de fiebre, me dijo gimiendo:
-¡Agua! ¡Por caridad, un sorbo de agua!
¡Agua! Puede que la hubiese en el aljibe. Así que lo pensé fui hacia él y se me agregaron varios sedientos, poniendo la boca en unos remates que tiene el aljibe y son como biberones por donde sale el agua. ¡Qué de juramentos soltaron! El agua, al salir hirviendo, les abrasó la boca. Yo tuve la precaución de recibirla en mi casquete y dejarla enfriar. El capitán continuaba con sus gemidos. Tuve que dársela medio templada aún. ¡Me miró con unos ojos!
-Gracias, Salgado.
-No hay de qué, capitán... ¡Se hace lo que se puede!
La tormenta, en vez de ir a menos, hasta parece que arreciaba desde que era de día. Para no caer al mar, nos cogíamos a la barandilla. Pasó un barco, y por más señales que le hicimos, no se detuvo; y debió de vernos, pues cruzó a poca distancia. A mí me dolían de un modo cruel los ojos secos por el fuego, y cuanto más descubría el sol, menos veía yo, no distinguiendo los objetos sino como a través de una niebla. Por otra parte, me sentía desmayar, pues desde el almuerzo de la víspera no había comido bocado, y se me iba el sentido. Casualmente, se encontraron sobre cubierta, descuartizadas y colgadas, las reses muertas para el consumo del buque, y con el calor del incendio estaban algo asadas ya. Los que nos caíamos de necesidad nos echábamos sobre aquel gigantesco rosbif, medio crudo, y refrescábamos la boca con la sangre que soltaba. Nos reanimamos un poco.
A mediodía sucedió lo que temíamos: quedó cortada la comunicación entre la popa y la proa, derrumbándose con gran estrépito media cubierta y viéndose el brasero que formaba todo el centro del barco. Salieron las llamas altísimas, como salen de los volcanes, y recomendamos el alma a Dios, porque creíamos que iban a alcanzarnos. No sucedió esto por dos razones: primera, por tener el buque, en vez de obra muerta de madera, barandilla de hierro, segunda, por estar las puertas de hierro cerradas hacia la parte de popa, lo cual contuvo el incendio por allí, obligándole a cebarse en la proa. De todas maneras, no debían las llamas de andar muy lejos de nuestras personas, ya que a eso de las tres de la tarde empezamos a advertir que el piso nos tostaba las plantas de los pies. Atamos a una cuerda un cubo, y lo subíamos lleno de agua de mar, vertiéndolo por el suelo para refrescarlo un poco. Ya comprendíamos lo estéril del recurso, y en medio de lo apurados que estábamos, no faltó quien se riese viendo que era menester levantar primero un pie y luego bajar aquel y levantar el otro para no achicharrarse. Serían las tres. El capitán me llamó despacio
-Salgado, ¡cuánto mejor era morir de una vez!
-Para morir siempre hay tiempo, mi capitán. Aún puede que la Virgen Santísima nos saque de este apuro.
Claro que yo se lo decía para darle ánimos; allá, en mi interior, calculaba que era preciso hacer la maleta para el último viaje. Bien sabe Dios que no pensaba en las herramientas que había perdido ni en mi propia muerte, sino en los chiquillos que quedaban en tierra. ¿Cómo los trataría su padrastro? ¿Quién les ganaría el pan? ¿Saldrían a pedir limosna por las calles? A lo que yo estaba resuelto era a no morir asado. Miré dos o tres veces al mar, reflexionando cómo me tiraría para no romperme la cabeza contra el casco y no sufrir más martirio que el del agua cuando me entrase en la boca. Para acabar de quitarnos el valor, pasó un barco sin hacer caso de nuestras señales. Le enseñamos el puño, y hubo quien gritó:
-¡Permita Dios que te veas como nos vemos!
Ya nos rendía los brazos la faena de bajar y subir baldes de agua, que era lo mismo que apagar con saliva una hoguera grande, y convencidos de que perdíamos el tiempo y que era igual perecer un cuarto de hora antes o después, el que más y el que menos empezó a pensar cómo se las arreglaría para hacer sin gran molestia la travesía al otro barrio. Yo me persigné, con ánimo de arrojarme en seguida al mar. ¡Qué casualidades! Hete aquí que aparece una embarcación, y en vez de pasar de largo, se detiene.
Ya estaba el barco al habla con nosotros: una goleta inglesa, una hermosa goleta, que desafiaba la tempestad manteniéndose al pairo. Los que conservaban ojos sanos pudieron leer en su proa, escrito con letras de oro, Duncan. Empezamos a gritar en inglés, como locos desesperados:
-Schooner! Schooner! Come near!
-Trhow te the water! -nos respondían a voces, sin atreverse a acercarse.
¡Echarnos al agua! ¡No quedaba otro recurso y este era tan arriesgado! En fin qué remedio: los esquifes no podían aproximarse, por el temporal, y el buque menos aún. Nuestro San Gregorio, cercado por todas partes de llamas inmensas, ponía miedo. Había que escoger entre dos muertes: una segura y otra dudosa. Nos dispusimos a beber el sorbo de agua salada.
El primer chaleco salvavidas que nos arrojaron al extremo de un cabo se lo ofrecimos al capitán.
-¡Ánimo! -le dijimos. Póngase usted el chaleco, y al mar; mal será que no bracee usted hasta la goleta.
-¡No puedo, no puedo!
-Vaya, un poco de resolución.
Se lo puso y medio murmuró gimiendo:
-Tanto da así como de otro modo.
Y acertaba. Aquello fue adelantar el desenlace, y nada más. Se conoce que o la humedad del agua, o el sacudimiento de la caída, le abrieron las arterias del pie tronzado, y se desangró en un decir Jesús; o acaso el frío le produjo calambre; no sé, el caso es que le vimos alzar los brazos, juntarlos en el aire y colarse por el ojo del salvavidas al fondo del mar. Quedaron flotando el chaleco y la gorra, a él no le vimos más en este mundo.
Seguían echándonos, desde la goleta, cabos y salvavidas, y la gente, visto el caso del capitán, recelaba aprovecharlos. Yo me decidí primero que nadie. Ya quería, de un modo o de otro, salir del paso. Pero antes de dar el salto mortal reflexioné un poco y determiné echarme de soslayo, como los buzos, para que la corriente, en vez de batirme contra el buque, me ayudase a desviarme de él. Así lo hice, y, en efecto, tras de la zambullida, fui a salir bastante lejos del San Gregorio. Oía los gritos con que desde el schooner me animaban, y oí también el último alarido de algunos de mis compañeros a quienes se tragó el agua o zapatearon las olas contra los buques. Yo choqué con la espalda en el casco del Duncan: un golpe terrible, que me dejó atontado. Cuando me halaron, caí sobre cubierta como un pez muerto.
Acordé rodeado de ingleses. Me decían: ¡Go!, ¡cook!, ¡go! ¡a la cámara! Me incorporé y quise ir a donde me mandaban, pero no veía nada, y después de tantos horrores me eché a llorar por primera vez, exclamando:
-My no look..., ciego..., enséñeme el camino.
Me levantaron entre dos y me abracé al primero que tropecé, que era un grumete, y rompió también a llorar como un tonto. No sé las cosas que hicieron conmigo los buenos de los ingleses. Me obligaron a beber de un trago una copa enorme de brandy, me pusieron un traje de franela, me dieron fricciones, me acostaron, me echaron encima qué sé yo cuántas mantas y me dejaron solito.
¿Qué sentí aquella noche? Verá usted... Cosas muy raras; no fue delirar, pero se le parecía mucho. Al principio sudaba algo y no tenía valor para mover un dedo, de puro feliz que me encontraba. Después, al oír el ruido del mar, me parecía que aún estaba dentro de él y que las olas me batían y me empujaban aquí y allí. Luego iban desfilando muchas caras; mis compañeros, el terceto a la luz del cigarro, el capitán y gentes que no veía hacía tiempo, y hasta un chiquillo que se me había muerto años antes...
En fin, por acabar luego: llegamos a Newcastle, se me alivió la vista, el cónsul nos dio una guinea para tabaco, y a los pocos días nos embarcamos en un barco español con rumbo a Marineda ¡Qué diferencia del buque inglés! Nuestros paisanos nos hicieron dormir en el pañol de las velas, sobre un pedazo de lona; apenas conseguimos un poco de rancho y galleta por comida; como si fuésemos perros.
De la llegada, ¿qué quiere usted que diga? A mi mujer le habían dado por cierta mi muerte; en la calle le cantaban los chiquillos coplas anunciándosela. Supóngase usted cómo estaba y cómo me recibió. Ahora he de ir al santuario de La Guardia: no tengo dinero para misas; pero iré a pie descalzo, con el mismo traje que tenía cuando me hallaron sobre la cubierta del Duncan: chaleco roto por los garfios del salvavidas, pantalón chamuscado y la cabeza en pelo; se reirán de verme en tal facha, no me importa, quiero besar el manto de la Virgen y rezar allí una Salve.
Me faltará para pan, pero no para comprar una fotografía del San Gregorio... ¿Ha visto usted cómo quedó? El casco parece un esqueleto de persona, y aún humea; el cargamento de algodón arde todavía, dentro se ve un charco negro, cosas de vidrio y de metal fundidas y torcidas... ¡Imponente!
¡Que si me da miedo volver a embarcarme! ¡Bah! ¡lo que está de Dios..., por mucho que el hombre se defienda...! Ya tengo colocación buscada ¿Quiere usted algo para Manila? ¿Que le traiga a usted algún juguete de los que hacen los chinos? El domingo saldremos...

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Di al cocinero del San Gregorio unos cuantos puros. Tiene el cocinero del San Gregorio buena sombra y arte para narrar con viveza y colorido. Durante la narración, vi acudir varias veces las lágrimas a sus ojos azules, ya sanos del todo.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)