Si hay luchas electorales reñidas y
encarnizadas, ninguna como la que presenció en el memorable año de 18... el
distrito de Palizás (no se busque en ningún mapa). Digo que la presenció, y
digo mal, porque, en efecto, la representó a lo vivo, y aún, con mayor
exactitud, la padeció, sangró de ella por todas las venas. Cuando obtuvo la
victoria el candidato ministerial, hecho trizas quedó el distrito. Piérdese la
cuenta de los atropellos, desafueros, barrabasadas, iniquidades y trapisondas
que costó «sacar» al joven Sixto Dávila, protegido a capa y espada por el
ministro, pero combatido a degüello por el señor don Francisco Javier
Magnabreva, conspicuo personaje de la anterior situación.
Sixto Dávila,
muchacho simpático y ambiciosillo, había aceptado aquel distrito de batalla...,
entre varias razones de peso, porque no le daban otro; y contando con su
actividad y denuedo, impulsado por las brisas favorables que siempre soplan en
la juventud -ya se sabe que no es amiga de viejos la señora Fortuna, se
propuso trabajar la elección, estar en todo y no perder ripio. A caballo desde
las cinco de la mañana hasta las altas horas de la noche; ayunando al traspaso
o comiendo lo que saltaba; descabezando una siesta cuando podía; afrentando con
su intacto capital de salud y vigor los reumatismos y la apoltronada pachorra
de su contrincante, Sixto incubó su acta hasta sacarla del cascarón vivita y en
regular estado de limpieza.
No fueron
únicamente energías físicas las que derrochó el mozo candidato. También hizo
despilfarros oportunos de frases amables, persuasivas y discretas. Con un
instinto y una habilidad que presagiaban brillante porvenir, Sixto Dávila supo
decir a cada cual lo que más podía gustarle, y se captó amigos gastando esa
moneda que el aire acuña: la palabra.
Aunque la gente
de Palizás es suspicaz y ladina y no se deja engatusar fácilmente, la labia de
Sixto dio frutos, especialmente al dirigirse a una mitad del género humano que
no entiende de política y obedece a las impresiones del corazón. Sabía el
candidato ministerial presentar a los electores las doradas perspectivas y los
horizontes risueños del favor y la influencia; pero se excedía a sí mismo al
hablar a las mujeres, halagando su amor propio. Hay quien opina que Sixto, al
desplegar tales recursos, no hacía sino practicar una asignatura que tenía muy
cursada, y es posible que así fuese, lo cual en nada amengua el mérito del
muchacho.
Como suele
suceder a los grandes actores, que hasta sin querer están en escena, Sixto,
durante su tournée electoral, solía gastar pólvora en salvas, regalando
miel sólo por regalar, sin miras interesadas y egoístas. Así, verbigracia, con
Rosiña la tejedora. Era Rosiña una pobre huérfana; no pudiendo cultivar la
tierra por falta de hombres en su casa, y reducida a sacar a pastar una vaca
por las lindes, se ganaba la vida con un telar primitivo y rudo, teniendo el
lino que ella misma tascaba y hasta hilaba pacientemente a la luz del candil en
invierno. ¿Qué necesitaba Rosiña para subsistir? Un mendrugo de borona, un pote
de coles, una manzana verde, una sardina salada, una taza de leche «presa»...
Dios, que viste a los lirios del campo, más holgazanes que Rosiña, pues nos
consta que no hilan ni tejen, había adornado a la humilde «tecelana» con una
primavera en las mejillas y un apretado haz de rayos de sol en la trenza doble
que colgaba hasta sus caderas, y al pasar Sixto por delante de la choza y oír
el runrún... del telar activo, y divisar a la laboriosa muchacha -aunque sabía
perfectamente que no tenía padre, hermano, ni novio que pudiesen votarle-, se
detuvo, se bajó del jaco, pidió agua «de la ferrada» o leche «de la vaquiña»,
bebió, alabó, agradeció y sostuvo con Rosa una plática que sólo podrían narrar
las ramas del cerezo que sombrea el arroyo más cercano.
Ocurrió este
pequeño episodio dos días antes de que cierto formidable cacique, al servicio y
devoción del señor de Magnabreva, se decidiese, desesperado ya, a jugar el todo
por el todo, a fin de salvar la elección comprometidísima y a dos dedos de
perderse irremisiblemente. Lo apurado del caso le sugería un supremo recurso,
que el desalmado vacilaba en emplear, porque hay remedios heroicos que pueden
ser funestos, sobre todo cuando no se administran desde las alturas del Poder...
Más que el inminente triunfo de Sixto tentó al cacique la ciega confianza del
joven candidato «No quiero ser cunero antipático, diputado impuesto, sino
popular y querido», decía Sixto, gozándose en aparecer donde menos se contaba
con él, en sorprender a sus partidarios con iniciativas propias. Esto decidió
al enemigo. El golpe se tramó en una tabernucha, cuyo dueño era de los
contrarios de Sixto; la taberna se alzaba al borde de la carretera, no lejos de
la choza de Rosiña. Habíanse reunido allí los más ternes, los capaces de hacer
una hombrada dejándose encausar después, seguros de que mano próvida y que
alcanzaba muy lejos les había de mullir colchón para que no les doliese el
porrazo. Uno de los conspiradores, conocido por varias siniestras fechorías,
era radical: quería «dejar seco» a Sixto Dávila; otro proponía un secuestro;
pero el cacique, prudente y cauto, emitió distinto parecer; nada de navajazos,
nada de armas de fuego, que hacen ruido y alarman; nada de escopetas, ni
siquiera de garrotes.
-Aquí lo que
interesa es que se inutilice..., para la elección, vamos... para estos días;
que no pueda menearse, porque... si sigue meneándose y apretando, ¡nos
revienta! Tú, Gallo -ordenó al primero, me vas a traer hoy un carreto de arena
fina de la mar... ¡que así como así, te hace falta para echar a la heredad del
trigo! Tú... -mandó al dueño de la taberna- le dices a la mujer que amañe unos
sacos de lienzo bien hechitos y larguitos y fuertes... Él ha de pasar por aquí
mañana al anochecer, para ir a Doas, a casa del cura... ¡Y cuidado, muchos
golpes en la espalda... pero a modo, a modo, como quien no hace daño...!
La mañana que
siguió al conciliábulo, Rosiña fue llamada por la tabernera para que
suministrase el lienzo, y cortase, y cogiese, y rellenase los sacos... Nadie
desconfiaba de la rapaza, a quien la tabernera, además, encargó el mayor
sigilo. «Son para hacerle unos cariños a un galopín, mujer...» Por alusiones e
indiscreciones, Rosiña adivinó quién sería el acariciado; y temblando lo mismo
que una vara verde, empezó su faena. La mano no acertaba a manejar la aguja,
los ojos se nublaban. Demasiado sabía ella los «cariños» que con los sacos de
arena se hacen. El que los recibe no dura mucho, no... Al pronto sólo advierte
gran postración, profundo decaimiento; queda molido, rendido, deseoso
únicamente de extenderse en la cama pero sin dolor alguno, sin enfermedad; y
pasan días, y no recobra el apetito, y palidece, y arroja sangre por la boca
hasta que al fin... Y Rosiña veía al señorito guapo y llano y de palabreo
tierno, que le había pedido agua de la «ferrada», tendido entre cuatro cirios,
menos amarillos que su rostro...
Al anochecer,
como Sixto, al galope de su caballejo se aproximase a la taberna, el jaco pegó
un respingo, y el jinete vio surgir de pronto una mujer que se agarró a la
brida con fuerza. Reconoció a Rosiña, la tejedora..., y sus primeras frases
fueron alegres galanterías. Pero la moza, balbuciente de terror, pidió
atención, refirió una historia... Sixto -después de vacilar un instante- echó
pie a tierra y con el caballo del diestro, emparejando con Rosiña, guiado por
ella, callados los dos, tomó a campo traviesa en busca de un sendero oculto por
los árboles. Para volver atrás era tarde, y seguir adelante, una temeridad
insensata. Su vida peligraba, y con horrible peligro... «No tenga miedo,
señorito, que en mi casa no le buscan», advirtió la moza, al disponerse a dar
acomodo en el establo de su vaca a la montura del candidato.
En efecto, nadie
le buscó allí; a la mañana la
Guardia Civil , avisada por Rosiña le recogió y escoltó hasta
dejarle en salvo. Y Sixto Dávila venció en toda línea; pero no sospecha nadie
en Gobernación ni en los pasillos del Congreso que el triunfo se debió al voto
de Rosiña, la tejedora.
«Blanco y Negro», núm. 449, 1899.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)