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jueves, 12 de diciembre de 2013

El quinto

No puedo dudarlo. Ella se aproxima; oigo el ruido de manera seca de sus canillas y el golpeteo de sus pies sin carne sobre los peldaños de la escalera. No la quieren dejar pasar  los  médicos;  mis  sobrinos  la  aguardan con  secreta  ansiedad...  Ella  está  segura  de entrar cuando lo juzgue oportuno. Pondrá los mondos  huesecillos  de  sus  dedos  sobre  mi corazón, y el péndulo se parará eternamente.
Viene  como  acreedora:  sabe  que  le  debo una vida..., que al fin cobró, pero que yo me negaba a entregar. Y es que en mi conciencia estaba  grabado  el  precepto  santo  que  nos manda no extinguir la antorcha que Dios enciende. ¿Hice bien? ¿Hice mal? Voy a recordar aquel  episodio,  por  si  a  la  luz  de  esta  hora suprema  lo  descifro.  Otros  sienten  remordi-mientos  de  haber  matado.  Yo  no  puedo  reconciliarme conmigo mismo..., porque no maté.
Fue mi mejor amigo de la juventud el marqués de Moncerrada. Juntos cursamos la facultad de Derecho; juntos corrimos las primeras aventuras. No teníamos dinero propio, todo era común, y ni el interés, ni la vanidad, ni la mujer abrieron entre nosotros grieta alguna. De dos que se quieren, siempre hay uno que  se  impone:  aquí  fue  Enrique,  y  yo  me avine a sus gustos, me adapté a su genio. Al pronto no me di cuenta del ascendiente que sobre  mí  ejercía,  cuando  lo  advertí,  experimenté cierta involuntaria mortifi-cación. En mi interior surgió el afán inconsciente de reivindicar  mi  personalidad  si  se  presentaba  una ocasión decisiva.
En las cosas pequeñas es a veces más difícil transigir que en las grandes. Yo, capaz de dar por Enrique Moncerrada hasta la piel, no acertaba a soportar su afición a rodearse de animales, sobre todo caballos y perros. A instancias  suyas  aprendí  a  montar,  y  de  mala gana  sufrí las  caricias  de  Medora,  la  perrilla predilecta, una faldera rizada, blanca como el ampo de la nieve, con hocico rosado y dos ojos  lo  mismo  que  cuentas  de  azabache.  La verdad  es  que  era  un  encanto,  y  nos  hacía mil travesuras graciosas, semejantes a coqueterías de niña o de mujer. Con Enrique partía el lecho, el suave calor del edredón y de las mantas.
Un  día...  Esto  sí  que  lo  tengo  presente, hasta  en  sus  circunstancias  más  mínimas.
Volvía  yo  de  alquilar  unos  dominós  para  el baile  del  Real  por  encargo  de  Enrique;  eran las cinco de la tarde, y le encontré cerca de la ventana,  aplicándose  un  parche  de  tafetán inglés sobre la mano derecha.
-Figúrate  -exclamó-  que  Medorita  me  ha clavado los dientes... no sé hasta dónde. ¡Así son todas las hembras! ¡Tan pronto halagos, como mordiscos! La vi triste; me empeñé en distraerla y que jugase..., y ahí tienes el premio -y diciéndolo, reía.
Por mis venas corrió hondo escalofrío. Adiviné con tremenda lucidez, en un relámpago; la luz lívida, horrible, me cegó, y, viéndome vacilar, Enrique me miró asombrado.
-¿Qué te pasa?
No contesté. En un rincón, sobre fofo cojín de  seda,  se  enros-caba  Medorita,  abatida, inerte. Mis ojos se fijaron con tal extravío en el animal, que Enrique, a su vez, comprendió. Nunca he visto semejante expresión de terror en un rostro humano. Su palidez fue de muerto, de muerto ya descompuesto en la tumba.  No  cruzamos  palabra.  Saqué  del  bolsillo mi  cortaplumas;  arranqué  el  tafetán  inglés que cubría las heridas; las dilaté; calenté la hoja  en  la  chimenea,  hasta  enrojecerla,  y practiqué el cauterio, brutalmente, como supe,  como  pude.  Enrique  rechinaba  los  dientes, pero no gemía. Al fin murmuró con acento desesperado:
-Si está rabiosa..., tiempo perdido. ¡Es muy tarde! ¡Mordió muy hondo!
Huimos  del  gabinete,  cerramos  con  llave, para asegurar a Medorita, y esperamos al veterinario,  avisado  urgentemente.  Buscando un pretexto, yo le aguardé en el portal, y le rogué que sólo a mí dijese la verdad entera.
Convinimos  en  que  si  la  perra  estaba,  en efecto, rabiosa, él afirmaría que no, pero por precaución daría orden de matarla. Así se hizo.  El  veterinario  examinó  a  Medorita,  salió chanceándose torpemente, afirmando que no padecía sino los primeros síntomas de un mal cutáneo muy repugnante; que a eso se debían su tristeza y su furor, y que convenía evitarle sufrimientos con un tiro. "Y no tenga usted pizca de aprensión, señor marqués..." Cogí el revólver de  Enrique, y a boca de jarro disparé dos veces. Medorita dio un salto y cayó, tiesa y erizada, con la cabeza deshecha y el  espinazo  partido...  Al  volverme,  impresionado  como  si  acabase  de  cometer  un  crimen,  sentí  que  Enrique  se  abalanzaba  a  mi cuello. Fue un momento atroz... Creí que me mordía,  y  era  que  con  acento sobre-humano murmuraba a mi oído:
-Es  inútil  tratar  de  engañarme...,  ¿entiendes? Inútil. ¡Vas a prometerme por tu honor, por tu madre..., que al declarárseme la rabia me matarás a mí lo mismo que a Medora!
Y,  subyugado,  prometí:  prometí,  por  mi honor. Enrique pareció tran-quilizarse un poco.
Inmediatamente nos dedicamos a consultar a las  eminencias.  Entonces  no  se  practicaban los atrevidos métodos modernos para combatir la rabia; pero el misterio del extraño mal era el mismo que es hoy. ¡Inmensa extensión de nuestra ignorancia!
-Nada  podemos  afirmar,  nada  pronosticar -declararon los hombres de ciencia.
-La  rabia  puede  presentarse  y  puede  no presentarse.  Si  se  presenta,  no  conocemos remedio seguro... Cruzarse de brazos... Calma y no preocupar el espíritu, que es peor.
¡No  preocupar  el  espíritu!  Enrique,  al  oír este consejo, soltó una risa demoníaca, una risa  que  blasfemaba.  ¡Qué  período  aquel,  el de los brazos cruzados! Mi amigo no me hablaba sino del fatídico plazo, de la hora espantable...  "¡Me  matarás!",  repetía  con  imperio.
En vano trataba yo de distraerle, de llevar su pensamiento a otros caminos. La idea fija derivaba  hacia  la  locura.  Sin  embargo,  corrían días, meses, trimestres; corrió medio año, un año..., y nada indicaba la aparición del mal. El tiempo hizo su oficio de lima: Enrique renació a la esperanza: empezó a interesarle algo de la vida exterior, a salir, a ver gente, a olvidar... ¡soberana medicina de todos los males de la tierra! Creyóse indultado, y entonces su juventud le rebosó por los poros, en vibrantes explosiones  de  alegría  y  de  placer.  Siempre había sido aficionado a la caza, y cuando me propuso una cacería, encontré en ella pretexto  para  disfrutar  del  campo,  y  acepté.  Nos trasladamos  al  pueblecillo  de  Turnes, donde Enrique poseía una casa solariega.
Aún me parece respirar el hálito de fuego de aquella siesta de agosto... Habíamos resuelto bañarnos en el río, y nos desnudamos en un  paraje  solitario,  bajo  unos  frondosos  alisos. Enrique se quejaba, desde hacía días, de malestar vago, de tener la garganta apretada, las fauces secas: era sin duda, el bochorno canicular... Vi sus blancas piernas musculosas  sumergirse  en el agua transparente, y de  pronto  escuché  un  grito,  un  alarido  más bien, algo estremecedor. Y le vi correr como un insensato hacia mí, agarrarse a mí, clavarme  las  uñas  en  la  desnuda  carne.  Sus  ojos salían de las órbitas.
-¡Ahí!  -balbuceaba.  ¡Ahí!  ¡Medora!  ¡Ahí! ¡Está  ahí  quieta  en  el  fondo  del  río!  ¡La  he visto en el espejo del agua!
Y cayó, revolcándose. Su boca espumaba; sus  brazos  se  retorcían;  pegaba  prodigiosos saltos, como si no le pesase el cuerpo. Aparecía más aterrador en su desnudez de demente. Al fin se calmó un poco. Enjugué su sudor frío, le hice vestirse, me vestí, y cuando, sosteniéndole,  volvíamos  a  casa,  me  suplicó, juntando las manos con angustiosa vehemencia:
-¡Acuérdate de lo que me has prometido!
¡Infeliz! No me atrevía a cumplir. Le dejé agonizar ocho días, entre torturas, en manos de curanderos, de médicos rurales, que le recetaban ruda cocida con sal y vino blanco, y que, por último, le sangraron, porque no se le podía sujetar.
No  quise  acceder  a  quebrantar  el  quinto mandamiento... Y por no infringirlo, por resistir al imperio que en mí ejercía Enrique, di lugar a que él, en un acceso más violento que ninguno, comunicase el horrible mal a la hija de  la  mayordoma,  que,  piadosa,  le  quería asistir. Enrique sucumbió entre dolores y frenesíes, y en los últimos momentos me gritó:
-¡Cobarde!
Yo huí; no sé qué hicieron de su cuerpo; no  lo  vi  enterrar;  no  pregunté  por  la  infeliz mordida, en quien la cadena de desesperación soldó otro anillo... A pesar de haber cumplido ¿mi deber?, no tuve una hora de alegría; viví huraño, solo, deseoso de morir también... Y ahora que ella se aproxima, quisiera cerrarle el paso. Pero avanza inflexible, y va a apoyar sobre mi agitado corazón los mondos huesecillos  de  sus  dedos,  parando  el  péndulo eternamente.

"Blanco y Negro", núm. 624, 1903.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El puño

Los que recuerdan esta historia la sitúan en los años en que Marineda era todavía uno de esos pueblos pacíficos y semi-adormilados donde ocurren precisamente las mayores tragedias individuales. La línea sombría de las fortificaciones rodeaba aún a la población como una cintura de hierro; las comunicaciones eran difíciles; se creería que ningún hecho pudiese envolverse en misterio, y que la gente viviese como bajo vidrio; y, sin embargo, latía el drama a favor de la misma calma pantanosa, del yerto sosiego que envolvía a la ciudad, dividida en dos grupos: el pueblo viejo, con sus iglesias, conventos y edificios públicos, Audiencia y Capitanía, y el barrio de los pescadores, con sus casuchas humildes y su naciente comercio.
Al margen del descampado que separaba a las dos mitades de la urbe, en una calle de las antiguas, empinadísima -tan empinada que llevaba el nombre poético y gráfico de la calle de la Amargura-, se ve aún la morada donde el caso sucedió. Era y es de ruin fachada: de mezquino aspecto por fuera, de angustiado portal, fétido y húmedo; pero si se ascendía la escalera negruzca y se lograba cruzar la segunda puerta, recia y resguardada interiormente por fuertes cerrojos, que daba acceso a la vivienda, se comprendía desde el primer instante que ésta no era ni reducida ni muy pobre. Era sórdida, que es distinto. Se adivinaba la estrecha economía en mil detalles; y, al mismo tiempo, entre las modestias exageradas de un ajuar cuyos servicios se prolongaban más tiempo del humanamente posible, asomaba a veces un signo indudable de desahogo, hasta de riqueza. Una jarra de plata, espléndidamente cincelada, sobre el aparador; un soberbio reloj inglés, de los que entonces empezaban a usarse, en la sala; un biombo de talla y damasco; una pintura en cobre, con todo el sello de Rubens, sobre el sofá. Y es que los moradores y dueños de la casa eran tratantes, como allí se dice, en alhajas, plata y muebles, y (adelantándose a los modernos chamarileros) solían hacer viajes a las aldeas y pueblecillos, trayendo objetos de mérito y valor, que revendían ventajosamente, en Marineda y en Estela, a la aristocracia de los caserones blasonados que aún hoy se ven en las hermosas calles de la ciudad antigua. Los dos hermanos, los Tomé, eran ambos semicontrahechos y en sumo grado listos y agenciadores, amén de tan ahorradores, que alrededor de su fortuna iba formándose una leyenda. «Más rico que los Tomé», decían habitualmente en el barrio. Y ellos se enfurecían, protestaban, lloraban, compraban en la plaza del Mercado, entre suspiros, el pescado barato y los pollos estíticos...; pero no les valía: «¡Más rico que los Tomé!».
Los Tomé no tenían criada. Eran misóginos, y ellos mismos, entre compra y compra de objetos preciosos, se hacían el puchero y se barrían el cuarto. Cuando se les preguntaba, alegaban razones de economía: la verdad era que temían que la criada, en alguna de sus frecuentes ausencias, les robase el tesoro que ocultaban en un escondrijo sólo de ellos conocido, pero que el diablo podía hacer que ella a su vez conociese...
Y vivían así, en el terror del robo, despertándose cada noche con el pelo de punta y la camisa empapada en sudor, trémulos por la pesadilla que acababa de mostrarles su caudal, trabajosamente ganado, arrebatado por un malhechor que, no contento con llevarse el dinero, les clavaba, antes de huir, largo y afilado puñal... Es justo decir que tales visiones teníalas principalmente el mayor de los dos, Jesús, que era pobre de espíritu, aunque sagaz para su granjería. Farruco, el segundo, en cambio, desconfiado «como un raposo», era resuelto, y solía murmurar entre dientes cuando se le mentaba a los ladrones:
-¡Que vengan! ¡Ya verán lo que es bueno!
Lo más singular de todo -lo que permitió que sucediese el caso atroz- que nadie sabía, en aquel momento, que existiese en Marineda ladrón alguno, o, por lo menos, de un grupo de ladrones capaces de organizarse para asaltar una casa habitada. Pero si en Marineda se ignoraba la presencia de tales elementos, se murmuraba en voz baja que en El Ferrol funcionaba una «gavilla» seria y organizada, y formaban parte de ella personalidades cuyos nombres se susurraban, sin decirse claramente: ¡tal asombro y escándalo envolvía la directa acusación! ¡Escribanos, comerciantes renombrados por su probidad, hasta oidores de la Audiencia!, figuraban entre los encubridores secretos y entre los valedores y directores de aquella asociación criminal, cuyos golpes de mano eran siempre contra pazos, donde se guardaban tesoros en buenas onzas peluconas de los últimos tres reinados, y contra conductas del correo que llevaban valores; en fin, para recoger botín cuantioso, nunca para pringarse en hurtos mezquinos. La «gavilla» actuaba pocas veces y a ganancia pingüe; mientras combinaba el golpe, reposaba en acecho. El duro Eguía, el terrible capitán general, no avanzaba un paso contra esta asociación, ni logró descubrir sus fechorías hasta más tarde, cuando, relevado el jefe político y militar de El Ferrol, puso en su lugar a otro, a un coronel llamado don Tomás Zumalacárregui.
Al ocurrir este episodio estaba aún de jefe Michelena, y la «gavilla» tenía aterrorizado al país.
Los dos hermanos Tomé, en su comedor, alumbrado por velón tríptico, acababan de cenar. Habían cerrado la puerta, según la patriarcal costumbre de entonces, desde el anochecer, y previas unas cuentas, asaz complicadas y prolijas, de los últimos negocios, se habían sentado a la mesa al toque de las diez. Era en invierno; llovía tenaz y pausadamente, y los canalones, que servían de desaguadero, hacían un ruido ahogado y vehemente, como de sollozos interrumpidos por un espasmo de dolor. El silencio era profundo: nadie pasaba por la calle, y en las viejas vigas de la techumbre, el trote de los roedores resonaba furtivo y burlón, como diablura de escondido duendezuelo.
Despachada la cena, rezados los dieces del rosario soñoliento, los hermanos, alzado el mantel, volvieron a cuchichear apasionadamente, porque no eran del mismo parecer: Jesús, el medroso, comunicaba a Farruco, el valiente, por centésima vez, su terror al guardar en casa aquella riqueza reunida a costa de trabajos y privaciones, y murmuraba:
-Tú dices que es más seguro esto que llevarlo a esconder en la aldea. Yo digo que no, y diré siempre que no. Porque si la escondemos con maña en un rincón de la casa de campo, como no estamos allí, los ladrones entrarán: no nos encontrarán para darnos tormento y confesemos el secreto del escondite; no van a derribar la casa..., y quedan burlados. Mientras que aquí, si entran y nos atan y nos dan cochura, habremos de confesar... y se llevarán, en una noche, toda la labor de nuestra vida.
Farruco, risueño, contestaba:
-No es tan fácil entrar aquí... ¡El escondrijo es bueno!... En todo caso, se llevarían cuatro chucherías de plata.
-¿Y si nos matan, hermano? -insinuó, trémulo, el jorobadito.
Un rayo de ferocidad pasó por la cara amarillenta, biliosa, del que pudiéramos llamar jorobado también, aunque su espalda era menos encorvada. Apretó los puños, enseñó los dientes y murmuró:
-Bueno, ya veremos... Tú déjalos venir, hombre.
Las once dieron en el reloj inglés, de argentino sonido, y las campanadas cayeron entre el gorgoteo de la lluvia, como un aviso de que el tiempo se va con la vida, mientras discurrimos planes que acaso no hayan de realizarse... En el mismo instante en que el péndulo dejó extinguirse su vibración última, Jesús murmuró con acento de pavor: «¡Silencio!». La mirada, el gesto, dijeron lo demás... En la puerta de la escalera, cerrada con dobles cerrojos, había sonado un ruidito singular, análogo al de los dientes de un roedor, un riqui-riqui cauteloso y porfiado, mordedura de acero en la madera resistente...
En los momentos de peligro, por instinto, hay uno que toma el mando. Viendo a su hermano lívido, Farruco ordenó:
-Apaga el velón callandito... Descálzate... Coge el candil pequeño de la cocina y una soga..., la de colgar los jamones...
Jesús obedecía a su hermano menor, protestando con una especie de ahogado suspiro de miedo. Lo que se debía hacer era asomarse inmediata-mente a la ventana y alborotar a la vecindad a gritos, porque, no cabía duda, al verse descubiertos, los ladrones huirían. Pero, debilitada por el terror, su voluntad sufría el ascendiente de otra voluntad que el peligro encontraba serena, violenta, férrea. El mayor de los dos deformes hizo cuanto le ordenaban, y, a una seña del menor, como soldado cobarde que entra en fuego mal de su grado, se acercó a la antesala llevando el candil en la mano trémula, y andando con tal cuidado que no hiciesen sus pasos el menor ruido...
Farruco puso el dedo en la boca, y después señaló a la puerta. Esta vez no era el tímido roer del ratón furtivo y porfiado: la sierra ya apretaba de firme: desde fuera hacían un agujero amplio, redondo, para que cupiese por él la mano del ladrón, y descorriendo los cerrojos, pudiese franquear la entrada... Jesús notaba hielo en las sienes. Su corazón armaba un ruido de fragua. Pero Farruco, imperioso, se imponía. Y aguardaban, ignorando lo que iba a sobrevenir...
El agujero crecía rápidamente... La mano era experta. ¡La mano! El temblor de Jesús aumentaba al pensar que pronto, por el hueco que abría el fino serrucho, cuya extremidad de víbora de acero veían, asomaría una mano humana... ¡Oh, profundo horror! Una mano viviente, armada quizá, más terrible por ignorarse a qué cuerpo corresponde... Y, en efecto, la sierra apresuró sus mordeduras, el redondel de madera se tambaleó un instante, cayó entre serrín, y la mano asomó, velluda, forzuda, ardiente a la presa, como boca de alano... Pero, antes que hubiese tocado el cerrojo que buscaba, Farruco, rápido como un rayo, la ciñó con el nudo corredizo, tiró y amarró la mano, ahorcada y contraída, a la fuerte aldaba de la puerta, al mismo cerrojo que quería descorrer. La mano resistía desesperadamente, pugnando por desasirse; Farruco apretaba y atirantaba la cuerda recia, ensebada para que el lazo resbalase mejor..., y ni una voz fuera ni dentro, ni un gemido, ni nada, sino silencio hondo y espantoso... Hecho el último nudo, Farruco sonrió satisfecho.
-Ahora -dijo- está en la ratonera el ratón; ahora, tonto, es cuando se puede llamar a la vecindad...
Y así lo hicieron; y, despavoridos, fueron algunos vecinos bajando a la calle... Los hermanos no se atrevían a abrir la puerta ni acercarse a ella. Desde el balcón explicaban: «Hay un ladrón... ¡Está amarrado! No se podrá defender... Suban; lo tenemos atado, seguro...»
El tropel de vecinos, que, en efecto, ya subía armado, furioso, gritó a una voz: «¡No hay nadie! ¡No hay nadie!». Y entonces se atrevieron los hermanos; descorrieron el cerrojo, voltearon la llave... La mano estaba allí..., engarrotada, pálida, como una araña difunta... Sólo que no tenía cuerpo el puño..., y en el descanso resbalaban los pies en un charco de sangre...
Y nunca, nunca se logró saber quién era el dueño de aquella mano cortada, horrible. Un rastro de gotas rojas se perdía en las contiguas callejuelas... ¿Adónde se habían llevado al mutilado sus compañeros? ¿Dónde le ocultaban? ¿Cómo le curaron? ¿Quién le asistió? ¡Bah! No olvidemos que en la gavilla formidable había médicos, boticarios, oidores, señorío...
El mayor de los Tomé se impresionó de tal suerte, que murió al poco tiempo, dejando toda su fortuna a los hospitales y por su alma. Y entonces se supo el verdadero caudal de los Tomé. Más de tres millones de reales cada uno. Para aquel tiempo, una cosa fabulosa.

La ilustración española y americana, núm. 10, 1910

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El principe amado

I

El rey Bonoso y la reina Serafina gobernaban pacíficamente, hacía veinte años largos de talle, uno de los reinos más fértiles y ricos del continente Oceánido, que se llamaba el reino de Colmania. No aconsejo a los lectores, si estudian Geografía, que se molesten en buscar en mapa ni en atlas alguno este reino y este continente, porque hace tantos siglos que ocurrió lo que voy contando que, o mudarían de nombre aquellas regiones, o se las tragaría el mar, como aseguran que sucedió con otra muy grande que nombran Atlántida.
Pues, como digo, los vasallos del rey Bonoso eran muchos y vivían felices, porque el rey y la reina tenían el genio más dulce y la pasta mejor del mundo, y ni los agobiaban a contribuciones ni perdonaban medio de prodigarles beneficios. Colmania gozaba de un clima igual y templado, y era abundante en trigo, en vino, en toda clase de productos agrícolas, con lo cual los colmanienses no tenían que temer la miseria, y andaban alegres como unas Pascuas por aquellas ciudades y aquellos campos, cantando cada villancico y cada seguidilla que daba gusto.
Pero como no hay felicidad perfecta en este pícaro mundo, el rey Bonoso y la reina Serafina estaban de cuando en cuando tristes y de mal humor, y entonces el rey se ponía también compungido para acompañar en sus pesares a los buenos reyes. El motivo de la pena de éstos era que nos les había concedido Dios hijo alguno, y cada vez que la reina Serafina pasaba por delante de una cabaña y veía a la puerta jugar muchos niños descalzos, risueños y frescos, se le saltaban de envidia unos lagrimones como puños. No es posible contar las ofertas y rogativas que hizo la pobre reina para que el cielo le enviase una criatura que alegrase el palacio y fuese heredera del trono de Colmania; pero ya hacía veinte años que la reina pedía y la criatura no acababa de llegar. Los súbditos también deseaban mucho que viniese el heredero, porque temían que si los reyes Bonoso y Serafina morían sin tener hijos, el rey de un país vecino, que se llamaba el país de Malaterra, se empeñase en conquistar a Colmania, lo que haría sin duda alguna, porque era un rey muy emprendedor y ambicioso y muy aficionado a dar batallas. Así es que los habitantes de Colmania se morían porque a la reina Serafina le naciese un príncipe; y como a este príncipe le querían tanto aun antes que existiese, hablaban de él cual de una persona real y efectiva, y le pusieron el nombre de Príncipe Amado.
Un día, estando la reina Serafina solazándose en sus jardines y echando pan a los pececillos colorados que nadaban en el tazón de mármol de una fuente, sintió mucho sueño y pesadez en los párpados, y sin poder resistir al deseo de descabezar la siesta, se reclinó en un banco de césped cubierto con un toldo de jazmines, y se quedó dormida en un abrir y cerrar de ojos. Cuando estaba en lo mejor del sueño sintió que la tocaban en un hombro, alzó la vista y vio ante sí una dama muy linda, vestida con un traje de color extraño, que no era blanco ni azul, sino una mezcla de las dos cosas, algo parecida al matiz especial que tiene la luz de la luna. En la mano derecha llevaba una varita de plata, y la reina, que no era lerda, conoció por la varita que era un hada o maga benéfica aquella señora. La cual, con una vocecita de miel, dijo inmediatamente:
-Yo soy el hada del Deseo cumplido, y vengo a causarte gran alegría. Yo bajo rara vez de las cimas de mis hermosas montañas para visitar a los mortales; pero cuando éstos me envían allá tantos y tantos deseos juntos, no puedo resistir y los cumplo casi siempre. Los deseos de tus vasallos, de tu esposo y tuyos me están molestando continuamente: voy a ver si, cumpliéndolos, me dejáis en paz.
Y como la reina escuchase con la boca abierta, el hada extendió la varita y añadió:
-Tendrás un hijo.
Y se fue tan ligera, que la reina no pudo comprender por dónde. Excusado es decir lo contenta que quedó la reina Serafina con la promesa del hada, y mucho más cuando vio que salía cierta, y que le nacía un hijo varón, robusto como un pino y hermoso como el sol mismo. Las fiestas y regocijos que por tal acontecimiento celebró el reino de Colmania no pueden escribirse en veinte volúmenes. Baste decir que en las plazas públicas de las ciudades se pusieron unas fuentes de cinco caños de oro purísimo, y por un caño manaba vino generoso, por otro, leche azucarada, por otro, rubia miel; por los dos restantes, agua de olor y licor de guindas. De estas fuentes podía beber todo el mundo, y llenar jarros y barriles para llevárselos a su casa. Pero la diversión que más gustó a los colmanienses fueron unas luminarias monstruosas que se colocaron con gran dispendio en la cumbre de los altos montes, y que trazaban en letras de fuego los nombres de Bonoso y Serafina. Hasta en la superficie del mar se pusieron tales luminarias, valiéndose para ello de muchos barcos, que cada uno iba envuelto en un globo de luz de distinto color, y que se situaron de manera que dibujasen sobre las aguas tranquilas una gigantesca B y una S enorme. Pero ¿quién me mete a mí en narrar tales fiestas? No acabaría el año que viene. Dejémoslas, y vayamos a la alcoba de la reina Serafina, en donde se halla la cuna de marfil, incrustada en esmeraldas, del pequeño Amado (porque por unanimidad se dio al recién nacido este nombre). En aquel instante acababan de salir de la alcoba todos los ministros, títulos, generales, altos funcionarios y notabilidades de Colmania, que habían venido a cumplir la etiqueta besando respetuosamente la manecita que Amado, dormido como un santo, dejaba asomar por entre los ricos encajes de la sábana. Cuando desapareció en el umbral de la puerta el último faldón de frac bordado y el último uniforme, el rey Bonoso y la reina Serafina se dieron un abrazo para desahogar el júbilo, que no les cabía en el pellejo. Estaban así abrazados y llorando como unos bobos, cuando he aquí que de pronto se les presenta el hada del Deseo cumplido. Venía más guapa que nunca: su traje brillaba como la luna misma, y el pelo suelto y negrísimo flotaba por sus hombros y caía hasta sus pies; en la cabeza lucía una corona de estrellitas que no están quietas sino que temblaban, temblaban como tiemblan de noche las estrellas en el cielo. El rey Bonoso iba a hincarse de rodillas ante el hada, pues no ignoraba que le debía su dicha; pero el hada extendiendo la varita sobre la cuna, le dijo:
-Rey de Colmania, por aumento de bienes voy a dar a tu hijo hermosura, inteligencia y buen carácter, ahora a ti te toca educarle de manera que sea feliz.
Y el hada, bajándose, besó tres veces suavemente al príncipe en los ojos, en la frente y en el corazón. No se despertó el niño, y el hada desapareció otra vez de la vista del rey y de la reina.
Quedáronse los reyes medio atortolados, gozosos con los dones que el hada otorgara al niño, pero cavilando en aquello de educarle de manera que fuese feliz. El hada lo había dicho con un tono solemne que daba en qué pensar, y los reyes, que un momento antes no se acordaban sino de mimar a Amadito y comérselo a besos, ahora se quebraban la cabeza discurriendo métodos de educación.
El rey Bonoso, que no tenía la vanidad de creerse más ilustrado que todo el reino junto, abrió inmediatamente un concurso ofreciendo premios a los autores que más a fondo tratasen y mejor resolviesen la cuestión de cómo se debe educar a un niño para que sea feliz. Emborronáronse con tal motivo más de 8.000 resmas de papel, y se imprimieron arriba de 24.800 Memorias, llenas de preceptos higiénicos y de sistemas muy eruditos, muy elegantes, pero que no sacaron de dudas al rey. Éste convocó entonces a todos los sabios de Colmania y los reunió en su palacio a fin de que discutiesen y ventilasen el punto, prometiéndose atenerse a las decisiones de tan docta Asamblea. Allí se juntaron sabios de todos colores y clases: unos, sucios, vestidos de andrajos y con luengas barbas; otros, afeitados, peinaditos y con quevedos de oro, unos, viejos, amarillos, sin dientes, que todo lo hallaban difícil y malo; otros, jóvenes, petulantes, que para todo encontraban salida y respuesta. Abierto el debate sobre la educación del príncipe Amado, se emitieron los pareceres más diferentes: unos opinaban que, para hacerle feliz, convenía enseñar al príncipe a mandar desde la niñez, con lo cual no le pesaría más tarde la corona en las sienes; otros, que era preciso adiestrarle en las armas para que adquiriese renombre de invencible, y hasta hubo un sabio que propuso que, para la dicha del príncipe, lo mejor era estrellarle la cabeza contra un muro, pues, no teniendo pecados, se iría de patitas a la gloria; por cuyo dictamen la reina Serafina, mandó que sus criados arrojasen al sabio por las escaleras a empellones. En suma, el rey no sacaba más en limpio del congreso de sabios que de las Memorias del concurso, y entonces resolvió tentar el extremo opuesto, es decir, llamar a una porción de mujeres sencillas del pueblo y consultarlas acerca del caso. Esta vez no hubo discordia; todas las mujeres opinaron que la felicidad consistía en poseer cuanto se deseaba, sin restricción de ninguna especie, y que, por consiguiente, el modo de hacer dichoso al principito era cumplirle todos, todos los gustos, y bailarle el agua delante. El consejo satisfizo por completo al rey Bonoso, que estaba muerto por mimar a su hijo; a la reina, que ya lo mimaba desde que nació; a las damas, pajes y servicio de Palacio, que andaban bobos con las gracias del chiquitín, y a todos los colmanienses, que idolatraban en su príncipe Amado. Arreglada así la cosa, nadie volvió a acordarse de la advertencia del hada, y todo el mundo se entregó al placer de adivinarle los antojos al recién nacido, que pocos tenía aún.

II 

Creció Amado en medio del cariño universal, y sus juegos y sus ocurrencias traían embelesado el reino entero. Por supuesto que, consecuentes con el programa de educación que adoptaron, sus padres prevenían los más mínimos caprichos del heredero; y si en la época de la lactancia no le dieron dos amas en vez de una, fue porque los médicos de Palacio declararon que tal exceso podría comprometer su salud. No bien el príncipe comenzó a interesarse por los objetos exteriores, le pusieron entre las manos cuanto señalaba con su dedito; y como llega una edad en que los niños quieren tocar todo, no hay que decir las preciosidades que hizo añicos, sin saberlo, el príncipe. En sólo una mañana destrozó la colección más rica de porcelanas y esmaltes que poseía Colmania, y que se guardaba en el museo de los reyes como tesoro artístico inestimable. También tuvo el placer de reducir a fragmentos unos abanicos delicadísimos de nácar y marfil, regalo de boda que estimaba mucho la reina Serafina, y unas sabonetas muy curiosas que el rey Bonoso se entretenía en arreglar y poner en hora diariamente; sin hablar de las flores exóticas que arrancó en el invernadero, ni de los libros raros y únicos que rasgó en la biblioteca. Al empezar la época de los juguetes, ya se comprenderá lo pronto que Amado se aburrió de trompos, pelotas, cuerdas, soldados de plomo, tambores y otras baratijas comunes; todos los días pedía juguetes nuevos y distintos, y he aquí que Colmania se puso en conmoción para idear novedades que distrajesen al príncipe. Llamados de real orden, acudieron a palacio los mecánicos más hábiles, y se dieron a discurrir creando muñecas que hablaban, cantaban y bailaban; bueyes que pacían, borricos que rebuznaban y multitud de artificios semejantes; pero sucedió que Amado hacía ya muecas de desdén a cada invención; y, por último, una noche, habiendo visto la luna, que apacible y majestuosa se reflejaba en un estanque, se empestilló en pedir aquel juguete, que le gustaba más que todos. Al verle patear y llorar, el rey Bonoso se puso casi de rodillas ante el mejor mecánico, rogándole que, por Dios, hiciese una luna falsa para aplacar a Amado con ella. El mecánico labró un lindo disco de plata muy reluciente, y haciendo como que se inclinaba al estanque para recogerlo, lo entregó al príncipe. Pero éste, según la promesa del hada, no tenía pelo de tonto, siguió gimiendo y asegurando que aquella luna era de mentirijillas y que no alumbraba como la otra. En semejante ocasión es fama que el mecánico, anticipándose mucho a los adelantos de la ciencia moderna, descubrió una aplicación de la luz eléctrica por medio de la cual logró que el disco esparciese una claridad suave como la de la luna, y contentó a Amado, haciéndole creer que poseía realmente el astro nocturno.
Pisando así sobre rosas, y viendo prevenidos sus deseos más leves, fue el príncipe haciéndose, de párvulo, niño, y de niño, mancebo, y cumpliendo los dieciocho años sin haber aprendido cosa de provecho; porque, es claro, como su primer movimiento fue negarse a trabajar y a estudiar, nadie soñó en insistir ni en molestarle. Por otra parte, su buena memoria y su natural despejo suplían un tanto a la instrucción que le faltaba; y como era, además de listo, muy guapo, rubio como unas candelas, con unos ojazos azules que daban gloria, toda Colmania consideraba a Amado el más perfecto de los príncipes.
Notábase, eso sí, que Amado tenía el rostro algo descolorido y los bellos ojos algo apagados y tristes, que no mostraba interés por cosa alguna de este mundo, y que después de una temporada en que tuvo gran afición a perros, y después a loros y pájaros, y por último a la caza de cetrería, que se hace con unas aves amaestradas que llaman halcones, el príncipe había caído en absoluta indiferencia, y su hermoso semblante revelaba un aburrimiento invencible. Temiose que su salud se hubiese alterado, y el reino hizo públicas plegarias por su restablecimiento, con tanto más motivo cuando que, hallándose el rey Bonoso muy cascadito y viejo, y la reina Serafina hecha una pasa, nadie dudaba de que presto pondrían ambos el cetro en manos de Amado, retirándose ellos del gobierno y del trono. Y es de advertir que los colmanienses deseaban muchísimo que así sucediese, porque desde hacía algunos años el reino andaba muy mal regido y los vasallos descontentos. El rey y la reina, buenos como siempre, pero embobados con su hijo, descuidaron los asuntos públicos, y un ministro orgulloso y audaz, el conde del Buitre, se hizo dueño del poder, cargando al pueblo de tributos, persiguiendo aquí, encarcelando acullá, y dándose tal maña en derrochar los fondos del erario, que, si en Colmania hubiese papel de tres, de fijo estaría casi tan por los suelos como el de España. Bonoso y Serafina se quejaban, pero no tenían resolución para coger al ministro y castigarle debidamente; y, entre tanto, en Colmania había muchas provincias cuyos habitantes perecían de hambre o se alimentaban con las hierbas y raíces del monte, no queriendo cultivar sus heredades, porque no les producían lo necesario para satisfacer las contribuciones inmensas que exigía el conde del Buitre. De manera que el pueblo, irritado y furioso, maldecía al ministro y hablaba de sublevarse y de arrojarlo por fuerza del poder.
El rey y la reina, aunque no dejaban de afligirse por lo que sabían del mal estado del país, por más que el conde del Buitre se lo ocultaba todo lo posible, pintándoles, al contrario, una situación muy halagüeña, pensaban principalmente en Amado, cuya apacible melancolía empezaba a inquietarlos. Si bien no imaginaban haber omitido nada para hacer a su hijo feliz, tenían barruntos de que no lo era, viéndole pálido y abatido. Consultaron al médico de cámara, el cual recetó una temporada de campo. Los reyes entonces se fueron con el príncipe a un magnífico sitio de recreo que se llamaba Lagoumbroso, y que estaba casi en las fronteras del reino, tocando con el país de Malaterra. Este lugar, que pocas veces visitaban los reyes, era amenísimo y de aspecto singular. Grandes bosques de árboles centenarios, cubiertos de musgo y liquen, rodeaban por todas partes un lago diáfano y sereno, en una de cuyas orillas, y sobre imponentes peñascos, se elevaba el castillo, residencia real; el castillo era ya muy antiguo y de arquitectura grandiosa; sus torres, cercadas de balconcillos calados de granito, se reflejaban en el lago; y la yedra, trepando por los muros, daba graciosísimo aspecto a la azotea, en cuyo borde unas estatuas de mármol, amarillosas ya con la intemperie, se inclinaban para mirarse en el lago también. Era tal la frondosidad de aquel parque, que parecía que jamás el pie humano pisara sus sendas. A Amado le gustó mucho el sitio, y mostró animarse paseando por él y recorriéndolo en todas direcciones, por más que a los pocos días volviese a mostrarse taciturno y alicaído como antes. Una tarde el rey y la reina salieron con Amado, dirigiéndose a un punto muy fragoso del bosque que no conocían aún. El rey Bonoso, aunque sus años y sus achaques no le hacían muy a propósito para sostén de nadie, daba el brazo a Amado porque éste no se fatigara, y detrás iban dos pajes dispuestos a reemplazar al rey y a servir de apoyo al príncipe. Más atrás venía un palafrenero llevando del diestro el caballo favorito de Amado, por si a éste se le ocurría montar, y después seguían lacayos con una silla de manos; otros, con blandos cojines; otros, cargados de refrescos y dulces, todo por si el príncipe experimentaba en la selva ganas de sentarse, o de comer, o de beber, Amado fue despacio y por su pie hasta el sitio marcado, que era un valle en que un torrente, saltando entre dos negras rocas, caía al borde de un prado de fresca y menuda hierba, bañando las raíces de álamos gigantescos que sombreaban la pradería. Ésta convidaba al descanso, y olía a manzanilla, a menta, recreando la vista con las mil flores silvestres y acuáticas que al lado del torrente abrían sus corolas. Amado se quiso tender sobre el tapiz de helechos y ranunclos; pero, por listo que anduvo, ya sus pajes le colocaron en el suelo dos o tres almohadones de terciopelo y seda, en los cuales quedó sentado. Estuvo así un rato sin hablar palabra, hasta que un espectáculo nuevo atrajo su atención. Al otro extremo de la pradería vio a un hombre que con un hacha estaba partiendo las ramas secas que alfombraban el piso, y juntándolas para reunir un haz de leña. Manejaba el hacha con tanto garbo, que Amado no apartaba la vista del leñador.
Amado se levantó y, escurriéndose entre los árboles, logró acercarse sin que el trabajador lo sintiese, y observarle. Era un mancebo de unos veinte años, pero robusto y vigoroso, con músculos de acero que se señalaban en su cuello y brazos a cada golpe del hacha. Su estatura era alta, y su rostro, noble y distinguido; y lo más extraño para Amado fue ver que el pobre leñador llevaba bajo un traje tosco una fina camisa de batista, y que los largos rizos de su cabello castaño oscuro relucían y eran suaves como si estuviesen ungidos de balsámico aceite. Amado salió de la espesura, y, llegándose al leñador, empezó a hacerle mil preguntas, a que éste contestó con respeto, pero sin turbarse. Dijo que se llamaba Ignoto; y como Amado se empeñase en que le había de mostrar su cabaña, el leñador le condujo a una próxima y muy pobre, en que sólo había un cántaro con agua, un banco de madera y tres o cuatro pucheros y escudillas de barro. Amado, que simpatizaba cada vez más con Ignoto, no paró hasta que le hizo comer de los exquisitos manjares y catar los vinos y helados que sus pajes traían, a lo cual se prestó el leñador con muy buen apetito, asegurando que pocas veces gustara tan delicadas golosinas. El rey y la reina se maravillaban de lo divertido que Amado parecía hallarse con el leñador, y propusieron a éste que entrase al servicio del príncipe; pero Ignoto, con gravedad que hizo reír a toda la comitiva, contestó que su clase no le permitía servir a nadie, ni aun al heredero de una corona. Con esto se despidieron y Amado prometió volver al otro día para pasar un rato con el leñador.
Pero aquella noche ocurrió una cosa muy terrible en Colmania. Y fue que el traidor conde del Buitre, sabiendo que el pueblo estaba decidido a aprovechar la ausencia de los reyes para vengarse de él, y conociendo que no podía resistir a la sublevación, porque hasta su misma guardia le quería mal, escribió una carta al rey de Malaterra ofreciéndose a entregarle el reino de Colmania si prometía hacerle a él primer ministro de ambos reinos juntos. El rey de Malaterra, que, como sabemos, era ambicioso y se moría por poseer a Colmania, aceptó en seguida, y a favor de la noche invadió el reino, sorprendiendo a las tropas descuidadas y penetrando en los cuarteles por medio de las llaves que el conde del Buitre poseía. Colmania se rindió por sorpresa, y un destacamento, mandado por el mismo rey de Malaterra, se dirigió al castillo de Lagoumbroso, a prender a los reyes. Sin dificultad lo consiguieron, pero Amado, a quien despertó el tumulto, pudo ocultarse dentro de un jarro enorme que contenía flores artificiales, con tal primor imitadas, que parecían verdaderas. Allí, cubierto de dalias y rosas de trapo, oyó el príncipe pasar a los que le buscaban, y les escuchó decir que, si a los reyes viejos se contentarían con llevarles a Malaterra cautivos, a él era preciso matarle, porque así no había que temer que hoy o mañana reclamase su trono. Cuando los perseguidores se alejaron después de registrar mucho, salió Amado de su escondite y, viendo la ventana abierta y la azotea delante, arrancó un grueso y largo cordón de seda que recogía el cortinaje de su lecho, lo ató al balaustre y se descolgó por él hasta el pie del castillo, desde donde, y como si tuviera alas en los talones, emprendió a correr y no paró hasta la cabaña de Ignoto. 

III

Ignoto no estaba en la cabaña; pero hacía luna, la puerta se hallaba franca, y Amado pudo ver el pobre banco del leñador sobre el cual se tumbó muerto de fatiga. Lo que más admiraba a Amado, era que, en medio de tan terrible imprevista catástrofe, con sus padres presos y su reino perdido, no se sentía ni la mitad de fastidiado y triste que otras veces. Estaba rendido, eso sí, pero muy satisfecho, porque al fin, si no es por la destreza y el valor con que supo evadirse, a estas horas se encontraría en la eternidad. Pensando en esto, empezó a apoderarse de él el sueño; y aunque sus huesos, acostumbrados a colchón de pluma de cisne, extrañaban el duro banco de roble, ello es que se quedó dormido como un lirón.
Cuando despertó brillaba el sol, y al pronto no pudo Amado comprender cómo estaba en aquel sitio. Mas fue recordando los sucesos de la noche, y al mismo tiempo notó cierta presión de estómago que significaba hambre. Levántose esperezándose, y como viese en una escudilla unas sopas de leche y pan moreno, les hincó el diente con brío. ¡Qué plato para el príncipe de Colmania, habituado a desdeñar melindrosamente pechugas de faisán con trufas! En aquel momento entró Ignoto, y se mostró muy alegre al ver a Amado. En dos palabras le enteró éste de lo que ocurría y concluyó diciendo:
-Ayer era heredero de una corona, y hoy no tengo ni cama en que dormir. Partiré leña contigo.
-No -respondió Ignoto, lo primero es que dejes estos alrede-dores, que son muy peligrosos para ti. Vente conmigo.
Y diciendo y haciendo, Ignoto tomó de la mano a Amado, y juntos se pusieron en camino al través de la selva. Ésta era muy espesa e intrincada, y Amado andaba trabajosamente; cuando llegó la noche, le sangraban los pies. Entonces Ignoto le descalzó los zapatos de raso que aún llevaba el príncipe, y con corteza de olmo le fabricó unas abarcas para que pudiese seguir marchando. Anduvieron muchos días, durante los cuales pudo Amado ver lo dispuesto y ágil que era en todo su compañero. El pobre Amado, criado entre algodones, no sabía saltar un charco, ni cruzar a nado un río, ni trepar a una montaña; en cambio, Ignoto servía para cualquier cosa, era fuerte como un toro, veloz como un gamo, y no cesaba de reírse de la torpeza de Amado, quien, a su vez, renegaba de su inutilidad. No obstante, al fin del viaje iba ya adquiriendo el príncipe algo de la soltura de su compañero; verdad es que estaba moreno como una castaña, y sus bucles rubios, enmarañados y llenos de polvo, parecían una madeja de lino.
Al cabo, un día, al ponerse el sol, divisaron ambos viajeros desde la cima de una colina una gran masa de edificios, o más bien un mar de cúpulas, techos, torres y miradores que, juntos, formaban una vasta ciudad. Amado preguntó a Ignoto el nombre de aquella, al parecer, rica metrópoli, y el leñador contestó:
-La capital de Malaterra.
-¡Cómo! -grito el príncipe-. ¡Falso guía, así me conduces a meter-me en la boca del lobo, en las uñas de mis enemigos!
-Mentira parece -respondió Ignoto- que te quejes cuando te traigo al sitio en que se hallan prisioneros tus padres. ¿No quieres verlos? ¿Quién te ha de reconocer con ese avío?
En efecto, ni sus mismos pajes podrían decir que aquél era el elegante príncipe de Colmania. Roto y destrozado, sin haber tenido en tantos días más espejo que el agua de las fuentes, que, por mucho que se diga, no es tan claro como una luna azogada, Amado parecía un mendigo. Entró, pues, sin temor en la ciudad, que era grande y magnífica. Ignoto, que conocía al dedillo las calles, le llevó por las más retiradas, hasta dar con una tapia enorme que les cerró el paso. Pero Ignoto sacó del bolsillo una llave y abrió una puertecilla medio oculta en el ancho muro. Por ella entraron en un jardín pequeño, pero cultivado con esmero extraordinariamente y cubierto de flores raras y olorosísimas.
-Espérame -dijo Ignoto-; vuelvo presto.
Y se escurrió entre los árboles, mientras Amado se sentaba en un banco para aguardar cómodamente. Media hora tardaría Ignoto, y al cabo de ella volvió acompañado de una mujer, que, a la dudosa claridad nocturna, le pareció a Amado joven y muy bonita. Su traje era sencillo y casi humilde, pero su voz muy dulce y su hablar distinguido.
-Señora -le dijo Ignoto, presentándole a Amado-, aquí tenéis el jardinero que os recomiendo. Es un joven muy honrado, y creo que con el tiempo aprenderá lo que ahora no sabe.
-Bien está -contestó la dama. Si es así, consiento en tomarle a mi servicio para que cuide del jardín. Ahora, que duerma y descanse; mañana le iré enterando de su obligación.
La joven se retiró, y quedaron solos Ignoto y Amado, explicando aquél a éste que la joven era una señora noble de la ciudad, muy amiga de flores y plantas, y que necesitaba un jardinero, y que era preciso que Amado se resignase a pasar por tal para estar mejor oculto en Malaterra y poder informarse de la suerte de sus padres. Con esto le condujo a un pabelloncito en que había azadas, palas, almocafres y otros útiles de jardinería, y una cama grosera, pero limpia; y despidiéndose de él y ofreciendo volver a verle con frecuencia, le dejó que se entregase a un sueño reparador.
Blanqueaba apenas el alba, cuando sintió Amado que llamaban a su puerta; echose de la cama, se puso aprisa una blusa y un pantalón de lienzo que vio colgados de un clavo, y fue a abrir. Era la dueña del jardín, que lo llamaba para el trabajo. Cogió los chismes el príncipe y la siguió. Todo el día se lo pasaron injertando, podando y traspasando; es decir, estas cosas las hacía la señorita, que se llamaba Florina; ella era la que con mucha maña y actividad enseñaba a Amado, que estaba hecho un papanatas, avergonzado de su ignorancia. Hacia la tarde, Florina le dijo:
-Se me figura que entendéis poco de este oficio; pero sabréis algún otro, eso no lo dudo. ¿Qué sabéis?
Amado se quedó muy confuso, y no acertó a contestar. Quería decir: «Sé extender la mano para que me la besen, y sé hacer cortesías graciosísimas que todos los figurines de mi reino han copiado, y sé...». Pero no se atrevió a responder así, figurándose que Florina no apreciaría bien el mérito de tales habilidades. Ésta, como le vio callado, añadió:
-Sospecho que carecéis completamente de instrucción; procurad, pues, atender a mis pobres lecciones, y siquiera aprenderéis el oficio de jardinero, que es muy bonito, y nunca faltará quien os dé pan para cuidar de los jardines.
En efecto, Florina siguió viniendo todas las mañanas a enseñar a Amado la jardinería. De paso le dio unas nociones de Botánica y Astronomía, y le corrigió las faltas gordas que cometía en la lectura y en la escritura, para que pudiese leer bien los libros que trataban de plantas y flores. Florina vestía con mucha sencillez trajes cortos y lisos para no enredarse en las matas, zapatos flojos para correr y un sombrerillo de paja; pero era tan linda, que Amado la miraba con gusto. Amado no podía consentir en que Florina fuese de la misma especie que las damas de la reina Serafina, que eran las pobrecillas tontas como ánsares, que se pasaban el día abanicándose y murmurando y que lloraban como perdidas cuando el príncipe no les alababa mucho el peinado o el traje. Resultó de estos pensamientos que Amado se enamoró de Florina, y un día se lo dijo, ofreciéndose casarse con ella. Florina contestó echándose a reír; y entonces Amado, muy ofendido porque pensó que Florina le despreciaba por su pobreza, declaró con orgullo que era el heredero del trono de Colmania. Pero Florina siguió riendo, y dijo a Amado:
-¡El trono de Colmania! Ese trono ya no existe; y, aunque fuerais su heredero, habíais de reinar tan mal, que no me lisonjearía nada compartir con vos la corona.
Amado lloró, se afligió; se arrodilló delante de Florina, la cual entonces le dirigió este discurso:
-Si es cierto que sois el príncipe de Colmania, yo os declaro que es una fortuna para vuestros vasallos el que no los gobernéis, siendo, como sois, incapaz todavía de gobernaros a vos mismo. Ahora bien; si queréis, caro príncipe, casaros conmigo, idos por el mundo y no volváis hasta que podáis ofrecerme un pequeño caudal ganado por vos, una flor descubierta por vos, una relación de vuestros viajes escrita por vos. Esta puerta estará siempre abierta, y yo esperándoos siempre aquí. Adiós, buen viaje.
-¿Y mis padres? -contestó Amado. ¿No os acordáis de mis padres? ¡Tengo que vengarlos! ¡Tengo que libertarlos!
-En cuanto a vengarlos -repuso Florina-, ya lo ha hecho el rey de Malaterra. Después de conceder al conde del Buitre el cargo de primer ministro permitiéndole desempeñarlo por espacio de veinticuatro horas, lo ha encerrado en una jaula, colgándole al cuello la carta en que el conde se ofrece a entregar a traición el reino de Colmania, y así enjaulado lo pasean por Colmania, y en cada aldea los chicos le arrojan lodo y piedras y le silban e insultan. Al rey de Malaterra no le agradan los traidores, aunque se valga de ellos como de un despreciable instrumento. Por lo que toca a libertar a vuestros padres, os advierto que están libres; que viven muy tranquilos en un palacio que les ha concedido el rey de Malaterra; que nadie se mete con ellos, y que yo me encargaré de decirles que su hijo está sano y salvo, y que viaja para completar su educación.
No quiso oír más Amado, y emprendió el camino. Embarcose en el primer puerto de Malaterra como grumete de un navío mercante, y este cuento sería el de nunca acabar si os contase una por una las peripecias que en sus excursiones le sucedieron. Básteos saber que al cabo de algunos años volvió siendo el dueño de un caudalito que había ganado con su trabajo; de una flor preciosa descubierta en unos montes inaccesibles, que en los tiempos modernos ha vuelto a encontrarse y se ha llamado camelia, y de una descripción exactísima de sus viajes, en que se revelaban los muchos conocimientos adquiridos con el estudio y la práctica de la vida. Al regresar a Malaterra supo que el rey había muerto en una batalla y que mandaba su hijo, mancebo muy querido del pueblo, porque, sin ser tan aficionado a guerras como su padre, era valeroso e instruido, y no se desdeñaba de trabajar por sus manos ni de aprender continuamente. Llegó Amado a la capital, y presto encontró abierta la puertecilla del jardín. No dio dos pasos por él sin tropezar a Florina sentada en su banco de costumbre. En un minuto la enteró de cómo volvía, habiendo cumplido las condiciones que ella le impusiera. Entonces Florina le tomó de la mano y, llevándole hasta la verja que dividía su jardín, la abrió y entraron en otro jardín más hermoso y ancho. Anduvieron largo rato por arboledas magníficas, dejando atrás fuentes, estatuas y estanques soberbios, y al fin entraron por el peristilo de un gran palacio, y los guardias que estaban en la escalera se apartaron con respeto, dejando pasar a Florina. Ante una puerta cubierta con rico tapiz de seda y oro estaba un ujier, que, inclinán-dose, dijo:
-Su majestad espera.
Atónito Amado, iba a preguntar qué era aquello; pero se encontró en una espléndida sala, colgada de terciopelo carmesí y baldosada de mármol rojo y negro, en donde vio sentados a una mesa y jugando al ajedrez a dos viejecitos, en quienes conoció a Bonoso y Serafina. Éstos, al verle, arrojaron un grito, y llorando se fueron a abrazarle. Amado no sabía lo que le pasaba; pero más se admiró cuando vio a un rey joven y hermoso con corona de oro abrirle también los brazos, y pudo reconocer en él a Ignoto, el leñador de la selva. Afortunadamente, las cosas agradables se explican pronto, y así no tardó Amado en enterarse de que Ignoto era el hijo del rey de Malaterra que, disfrazado de leñador, estaba próximo a la frontera para ayudar a su padre en la sorpresa de Lagoumbroso; que había salvado a Amado porque le tomó cariño en aquella tarde en que Amado le vio cortar leña; que después de salvarle había querido instruirle, y para eso le había colocado en aquel jardín donde recibiese las lecciones de Florina; que Florina era hermana de Ignoto, y que, al casarla con Amado, le daba en dote el reino de Colmania. Me parece inútil añadir que con tan felices sucesos Bonoso y Serafina, que estaban ya algo chochitos, lloraban a más y mejor; que Florina y Amado no cabían en sí de gozo, y que todo era júbilo en el palacio. Para colmo de alegría, aquella noche el hada del Deseo cumplido vino a honrar con su presencia una cena ostentosísima y un baile mágico que se celebró en aquellos salones. El hada dijo a Bonoso y Serafina que, aunque habían hecho lo posible por que su hijo fuese infeliz, ella, ayudada del hada de la Necesidad, lograra educarlo algo para la Dicha. Los pobres reyes confesaron que eran unos bobos, y su buena intención hizo que el hada les perdonase, no sin encargarles que, cuando tuviesen nietos, no se mezclasen en su educación, por amor de Dios.
Aquí tenéis cómo el reino de Colmania volvió a ser regido por su legítimo príncipe Amado, a quien tanto querían. Los habitantes de aquel reino no se cansaban de admirar la metamorfosis que había experimentado el príncipe, que salió hecho un rapazuelo encanijado y medio bobo, y que volvía hombre robusto, inteligente y muy capaz de mandar él solo, sin necesidad de recurrir a ministros, que a veces pueden ser tan malos como el conde del Buitre.

La niñez, núms. 4, 5, 6, 1879

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El pozo de la vida

La caravana se alejó, dejando al camellero enfermo abandonado al pie del pozo.
Allí las caravanas hacen alto siempre, por la fama del agua, de la cual se refieren mil consejas. Según unos, al gustarla se restaura la energía; según otros, hay en ella algo terrible, algo siniestro.
Los devotos de Alí, yerno y continuador de la obra religiosa y política de Mohamed, profesan respeto especial a este pozo; dicen que en él apagó su sed el generoso y desventurado príncipe, en el día de su decisiva victoria contra las huestes de su jurada enemiga Aixa o Aja, viuda del Profeta. Como no ignoran los fieles creyentes, en esta batalla cayó del camello que montaba la profetisa, y fue respetada y perdonada por Alí, que la mandó conducir a La Meca otra vez. Aseguran que de tal episodio histórico procede la discusión sobre las cualidades del agua del Pozo de la Vida. Es fama que Aixa la ilustre, una de las cuatro mujeres incomparables que han existido en el mundo, al acercar a sus labios el agua cuando la llevaban prisionera y vencida, aseguró que tenía insoportable sabor.
El camellero no pensaba entonces en el gusto del agua. Miraba desvane-cerse la nube de polvo de la caravana alejándose, y se veía como náufrago en el mar de arena del desierto.
Verdad que el pozo se encontraba enclavado en lo que llaman un oasis; diez o doce palmeras, una reducida construcción de yeso y ladrillo destinada a bebedero de los camellos y albergue mezquino y transitorio para los peregrinos que se dirigían a la mezquita lejana; a esto se reducía el oasis solitario. Devorado por la calentura, que secaba la sangre en sus venas, el camellero, frugal y sobrio siempre, ahora apenas se acercaba al alimento, a las provisiones de harina y dátiles. Su sostén era el agua del pozo.
-No en balde se llama el Pozo de la Vida... Bebiendo sanaré.
Transcurrieron dos o tres días. El abandonado no cesaba de sumergir el cuenco en el odre que al partir, con piadosa previsión, habían dejado lleno sus compañeros de caravana. Y pensaba para sí: «Mi mal me trastorna los sentidos. Esta agua, al pronto tan gustosa, ahora parece ha tenido en infusión coloquíntida.»
Al día tercero, algunas muchachas de la tribu de los Beni-Said, acampada a corta distancia en la vertiente de un valle árido, vinieron a cebar sus odres en el pozo. El enfermo solicitó de ellas que le renovasen la provisión, porque sus fuerzas no lo consentían. Una virgen como de quince años, de esbeltez de gacela, atirantó la cuerda con sus brazos morenos y el cangilón ascendió rebosando un líquido claro y frío como cristal. El enfermo tendió las manos ansiosas y hasta sonrió de gozo cuando la muchacha, en su cuenco de arcilla esmaltado de vivos colores, le presentó la prueba de aquella delicia. Pero, apenas humedeció la lengua, hizo un mohín de disgusto.
-¡Amarga más todavía que la del odre! -murmuró consternado.
La muchacha vertió otra vez agua en el cuenco y bebió despacio, con fruición.
-¿Qué dices de amargura? -interrogó burlándose. Está más fresca que los copos de la nieve y más dulce que la leche de nuestras ovejas. Ha refrigerado y exaltado mi corazón. No he encontrado jamás agua tan sabrosa. Probad vosotras, a ver quién se engaña.
Y el grupo de jóvenes aguadoras, antes de cargar en las fundas de red de cuerda, al costado de sus asnillos, los colmados odres, bebió largos tragos de agua del pozo. Hiciéronlo riendo sin causa, disputándose los cuencos de donde el agua se derramaba mojando las túnicas listadas de rojo y blanco, las gargantas aceitunadas y tersas como dátiles verdes, los senos chicos y los brazos bruñidos y mórbidos. Los negros ovales ojos de las vírgenes relucían; sus dientes de granizo eran más blancos al través de los labios pálidos avivados por el agua. Cabalgaron después en los jumentos, acomodándose para caber entre los odres, y con carcajadas locas tomaron la vuelta de su aduar.
El camellero quedóse solo otra vez. Como había mirado desva-necerse la nubecilla de la caravana, vio perderse, en la ilimitada extensión, no del camino (el desierto es camino todo él), sino de la planicie, la polvareda que levantaba el trote de los asnos aguadores, azuzados por las muchachas. La fiebre le consumía. Desesperado, bebió. El agua amargaba más aún.
Los días desfilaron. El enfermo los contaba por los granos del rosario de gordas cuentas que, a fuer de devoto creyente musulmán, llevaba colgado de la cintura. Porque eran iguales todos los días. Los mismos amaneceres deslumbrantes de sol en un cielo acerado; los mismos mediodías cegadores, crudamente magníficos, con lampos de brasa y rayos de sol sin velo, refractados por la amarillenta llanura; las mismas encendidas tardes, caliginosas, espirando abrasadores soplos de terral, entrecortadas por rugidos y aullidos lejanos de fieras; las mismas noches de esplendidez implacable, en que el firmamento sombrío y puro se adornaba con sus astros y constela-ciones más refulgentes, sin que ni una ráfaga de aire descendiese de la bóveda de bronce, empavonada de azul, ocelada de estrellas vivísimas, lucientes y duras como la mirada altiva del poderoso.
Y el enfermo, sin poderlo evitar, bebía, bebía... Y el agua era a cada trago más repugnante. Dijérase que las manos de los genios enemigos del hombre desleían en el pozo bolsas de hiel, puñados de sal, esencia de dolor. Llegó un momento en que las fuerzas del camellero se agotaron; en que la sola vista del agua le produjo escalofríos, y al pie del pozo se tendió en el agostado suelo resuelto a dejarse perecer, resignado y ansioso del fin.
Una voz que le llamó -una voz imperiosa y grave- le hizo abrir los ojos. Tenía ante sí a un santón, un viejo morabito de larga barba argentina, de remendado traje, apoyado en una cayada, con su zurrón de mendicante al hombro. La faz, requemada por el sol, presentaba nobles, aguileños rasgos, y los ojos fijos en el enfermo, no revelaban piedad, sino meditación serena; el estado de un alma que conoce los Libros sacros y sondea el existir. En la mano derecha, el santón sostenía el cuenco lleno de agua; tal vez se disponía a apurarlo.
-No bebas, santo varón -aconsejó el camellero. Es amarga como absintio. Te dará horror. Yo ya no la soporto.
Sin hacerle caso, el santo bebió, y ni mostró desagrado ni complacencia.
-Este agua -murmuró después de que se hubo limpiado la boca con el revés de su mano curtida por la intemperie- no es ni amarga ni dulce; su amargor y su dulzor están en el paladar de quien la bebe. ¿No han venido aquí, desde que languideces al pie del pozo, seres jóvenes y sanos? ¿No han bebido del agua?
-Han venido -respondió el camellero- unas mozas vírgenes, muy alboro-tadas, a tomar aguada para su aduar. Y han alabado lo refrigerante de la bebida.
-Ya ves -dijo reposadamente el santón. Que el ángel Azrael mire por ti y te permita encontrar tolerable al menos el agua del pozo. Yo te llevaría conmigo, sacándote de este mal paso; pero mi jumento no puede con más carga y tengo que adelantar camino para incorporarme a una caravana, porque si voy solo me devorarán las fieras.
Y el santón se alejó recitando un versículo del Corán. Al ver su silueta oscura desvanecerse en el horizonte inflamado, el camellero sintió que su última esperanza desaparecía, y en transporte delirante, acercóse al brocal del pozo, se agarró a él con ambas manos y, no sin trabajoso esfuerzo -¡hasta para darse la muerte se necesita vigor!, se precipitó dentro, de cabeza.
..............................
Y las aguas del Pozo de la Vida, desde que se arrojó a su profundidad el camellero, siguen siendo dulces para algunos, amargas para bastantes... Sólo hay que añadir que los de paladar fino las encuentran gusto a muerto.

«El Imparcial», 29 de mayo de 1905.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El pinar del tío ambrosio

Al volver de examinar la diminuta heredad que le daban en garantía de un préstamo al 60 por 100, se le ocurrió al tío Ambrosio de Sabuñedo echar un ojo a su pinar de Magonde, a ver qué testos y guapos estaban los pinos viejos y cómo crecían los nuevos. Aquel pinar era el quitapesares del tío Ambrosio. Dentro de un par de años contaba sacar de él una buena porrada de dinero; para entonces estaría afirmada la carretera a Marineda, y el acarreo sería fácil y los licitadores numerosos y francos en proponer. Si el tío Ambrosio pudiese, bajo un fanal de vidrio resguardaría sus gallardos pinos de Magonde.
Apenas hubo traspasado el lindero, el viejo profirió una imprecación. A su derecha, y sangrando aún densa resina, se veía el cabezo de un pino recién cortado. Pocos pasos más allá, otro cepo delataba un atentado semejante. Ni rastro del tronco. Y el tío Ambrosio, espumando de rabia, contó hasta cinco pinos soberbios, cercenados y sustraídos... ¿Por quién? Al punto, el pensamiento del tío Ambrosio se fijó en Pedro de Furoca, alias el Grilo, el más vagabundo y ladrón de la parroquia. Sólo él sería capaz de un golpe de mano tan atrevido: sacar el carro de noche, cortar y cargar los pinos con ayuda de algún bribón de su misma laya, y venderlos baratos en Marineda, ¡porque para lo que le costaban!... ¡Mal rayo!
En medio de su furor, el tío Ambrosio concibió una idea genial. Creía haber encontrado medio de hacer el pinar inviolable. Regresó a la aldea, y guardóse bien de quejarse del robo de los pinos. Al contrario; en las conversaciones junto al fuego, en las deshojas, a la salida de la misa mayor, aseguró que ignoraba el estado del pinar, que no se atrevía a llegarse por allí nunca, aun cuando le interesaba vigilar sus árboles, desde que un día, al caer la tarde, había visto, pero ¡visto con sus propios ojos que había de comer la tierra!, una cosa del otro mundo, probablemente un alma del Purgatorio. Y como la tía Margarida y Felisiña la de Zas le preguntasen, muertas ya de miedo, las señas del alma, el tío Ambrosio la describió minuciosamente: era muy altísima; arrastraba unos paños blancos y unas cadenas que metían un ruido atroz, y daba cada suspiro que temblaba la arboleda. Dos ojos de lumbre completaban el retrato de aquel ser misterioso.
Algunos mozos, preciso es confesarlo, se rieron de la descripción, porque el escepticismo hace ya estragos hasta en las aldeas; pero las mujeres, los viejos y los niños patrocinaron la conseja del tío Ambrosio, y el Grilo fue de los primeros a persignarse si pasaba con sus bueyes por delante del pinar. Frotábase el tío Ambrosio las manos creyendo salvados los pinos, cuando experimentó una gran sorpresa y una impresión profunda: el rapaz de la tía Margarida, Goriños, volviendo del monte al anochecer con un fajo de retama a cuestas, había visto también, en la linde del pinar, el alma. El tío Ambrosio interrogó al muchacho, cuyos dientes castañeteaban aún de terror, y le oyó repetir puntualmente su propia pintura: la estatura agigantada, los blancos lienzos, los ojos de brasa y los plañideros suspiros de la visión del otro mundo.
Pensativo y maravillado en extremo quedó el tío Ambrosio con tan extraña noticia. Mejor que nadie sabía él que lo de la aparición era un embuste gordo. Sin embargo, Goriños lo afirmaba de tal manera y con tal acento de sinceridad, que, ¡francamente!, daba en qué pensar algo y aun harto. Y por si no bastaban las afirmaciones, Goriños cayó enfermo del susto y estuvo ocho días en la cama sangrando del brazo izquierdo.
Hasta que el chiquillo convaleció, el tío Ambrosio, sin saber la razón, sin definirla, no tuvo ganas de dar una vuelta por el pinar. Era preciso ver lo que ocurría, y el viejo necesitaba, para no quitar verosimilitud a su propia invención, ir de modo que no le viesen, a boca de noche. Así lo hizo, provisto de vara y navaja, y rodeando por entre maíces y después por una tejera abandonada ya, en que formaban barrancos los hoyos abiertos para extraer el barro. Iba cautelosamente buscando la sombra de los árboles, ojo alerta, palpitante el corazón. Al encontrarse cerca del pinar, se detuvo un instante, respirando. La luna, que acababa de asomar entre dos sombríos nubarrones, prestaba fantástico aspecto a los negros troncos erguidos y apretados como haces de columnas; y el viento, al cruzar las copas, les arrancaba salmodias lúgubres, que parecían llantos y lamentaciones de ánimas en pena. Volvió la luna a nublarse, y el tío Ambrosio, dispuesto ya a salvar la linde, oyó de pronto un golpe sordo y a la vez un doloroso suspiro. Erizóse su escaso cabello y, despavorido, dio a correr en dirección opuesta al pinar.
A poco trecho andando se rehízo, que, al fin, era duro de pelar el tío Ambrosio, y jurando entre dientes volvió atrás, proponiéndose entrar en su pinarcito, pese a todos los gemidos y porrazos que allá dentro sonasen. Otra vez refulgía la luna en lo alto de los cielos, y su luz, fría y triste, en vez de prestar tranquilidad al espíritu, aumentaba el pavor. Los mil ruidos de la naturaleza, el correteo de las alimañas, el manso rumor del follaje, adquirían a tal hora y en tal sitio medrosa solemnidad. Ya cerca, el tío Ambrosio creyó oír de nuevo el fatídico golpe, apagado, mate, a mayor distancia. Dominó el estremecimiento de sus nervios y adelantó dos o tres pasos. De repente, sus pies se clavaron a la tierra como las raíces de un pino. Saliendo de los más fragoso de la espesura, acababa de aparecérsele, ¡atención!, la «cosa del otro mundo».
Allí estaba, allí, conforme con su descripción, tan alta que sus inflamados ojos parecían brillar en la copa de un árbol, arrastrando melancólicamente las blancas telas del sudario, cuyos fúnebres pliegues movía el viento de la noche; caminando poco a poco, haciendo resonar las roncas cadenas y suspirando horriblemente, como deben de suspirar los precitos... El tío Ambrosio abrió la boca, los brazos después, se tambaleó y cayó para atrás, lo mismo que si le hubiesen atizado un gran palo en la cabeza... Se aplanó contra la tierra, sin movimiento, sin conocimiento, accidentado de susto.
Volvió en sí a tiempo que amanecía. El rocío nocturno, que tendía una red de aljófar y diamantes sobre la hierba, había empapado las ropas del labriego y penetrado hasta sus huecos secos y vetustos. Quiso incorporarse, y sintió agudísimos dolores; se encontraba tullido o poco menos. Gritó, pidiendo auxilio, pero ninguna voz respondió a la suya: el sitio era muy solitario; por allí, desde que faltaban los tejeros, no existía humana vivienda. Mal como pudo y arrastrándose, el tío Ambrosio tomó el camino de su aldea y de su casa; y su mujer, al verle moribundo, se decidió a avisar al médico, con quien estaban arrendados por seis ferrados de trigo anuales. Vino el doctor, y hubo receta larga, porque el tío Ambrosio sufría una fiebre reumática de las más peligrosas. Lenta fue la convalecencia, y el viejo usurero anduvo en muletas más de dos meses. Cuando pudo valerse por su pie, estaba tan consumido y desfigurado, que en la aldea no le conocían.
El tío Ambrosio volvía a la vida con una idea fija incrustada en su meollo agudo y sutil. Quería a toda costa ver el pinar, verlo claramente, lo que se dice verlo. Y como no estaba para caminatas largas, arreó su jumento, y a las doce del día, con un alegre sol, se metió por el sendero y cruzó la linde. Desde el primer instante, advirtió que aquello era una perdición. A derecha e izquierda, entre pocos pinos respetados para encubrir la tala, sólo se divisaban cepos, los unos, frescos, blancos y resinosos; los otros cortados ya de antiguo, denegridos y resquebrajados. Las dos terceras partes del magnífico pinar habían desaparecido. Y el tío Ambrosio, ante aquel espectáculo de horror, descifró perfectamente los golpes sordos, la aparición del alma en pena y la fácil credulidad del Grilo... Crispó los puños, se atizó un recio golpe en la frente, miró al manso borrico y murmuró en dialecto:
-Aún soy yo más.

«Blanco y Negro», núm. 290, 1896.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)