El palacio del
rey de Magna estaba triste, muy triste, desde que un padecimiento extraño,
incomprensible para los médicos, obligaba a la princesa Rosamor a no salir de
sus habitaciones. Silencio glacial se extendía, como neblina gris, por las
vastas galerías de arrogantes arcadas, y los salones revestidos de tapices, con
altos techos de grandiosas pinturas, y el paso apresurado y solícito de los
servidores, el andar respetuoso y contenido de los cortesanos, el golpe mate
del cuento de las alabardas sobre las alfombras, las conversaciones en voz
baja, susurrantes apenas, producían impresión peculiar de antecámara de enfermo
grave. ¡Tenía el Rey una cara tan severa, un gesto tan desalentado e indiferente
para los áulicos, hasta para los que antaño eran sus amigos y favoritos! ¿A qué
luchar? ¡La princesa se moría de languidez... Nadie acertaba a salvarla, y la
ciencia declaraba agotados sus recursos!
Una mañana llegó
a la puerta del palacio cierto viejo de luenga barba y raída hopalanda color
avellana seca, precedido de un borriquillo, cuyos lomos agobiaba enorme caja de
madera enne-grecida. Intentaron los guardias desviar con aspereza al viejo y a
su borriquillo pero titubearon al oír decir que en aquella caja tosca venían la
salud y la vida de la princesa Rosamor. Y mientras se consultaban, irresolutos,
dominados a pesar suyo por el aplomo y seguridad con que hablaba el viejo, un
gallardo caballero desconocido, mozo y de buen talante, cuya toca de plumas
rizaba el viento, cuya melena oscura caía densa y sedosa sobre un cuello moreno
y erguido, se acercó a los guardias, y con la superioridad que prestan el rico
traje y la bizarra apostura, les ordenó que dejasen pasar al anciano, si no
querían ser responsables ante el Rey de la muerte de su hija; y los guardias,
aterrados, se hicieron atrás, el anciano pasó, y el jumentillo hirió con sus
cascos las sonoras losas de mármol del gran patio donde esperaban en fila las
carrozas de los poderosos. En pos del viejo y el borriquillo, entró el mozo
también.
Avisado el Rey
de que abajo esperaba un hombre que aseguraba traer en un cajón la salud de la
princesa, mandó que subiese al punto; porque los desesperados de un clavo
ardiendo se agarran, y no se sabe nunca de qué lado lloverá la Providencia. Hubo
entre los cortesanos cuchicheos y alguna sonrisa reprimida pronto, al ver subir
a dos porteros abrumados bajo el peso de la enorme caja de madera, y detrás de
ellos al viejo de la hopalanda avellana y al lindo hidalgo de suntuoso traje a
quien nadie conocía; pero la curiosidad, más aguda que el sarcasmo, les
devoraba el alma con sus dientecillos de ratón, y no tuvieron reposo hasta que
el primer ministro, también algo alarmado por la novedad, les enteró de que la
famosa caja del viejo sólo contenía un panorama, y que con enseñarle las vistas
a la Princesa
aquel singular curandero respondía de su alivio. En cuanto al mozo, era el
ayudante encargado de colocarse detrás de una cortina sin ser visto, y hacer
desfilar los cuadros por medio de un mecanismo original. Inútil me parece
añadir que al saber en qué consistía el remedio, los cortesanos, sin perder el
compás de la veneración monárquica, se burlaron suavemente y soltaron muy
donosas pullas.
Entre tanto,
instalábase el panorama en la cámara de la Princesa , la cual, desde el mismo sillón donde
yacía recostada sobre pilas de almohadones, podía recrearse en aquellas vistas
que, según el viejo continuaba afirmando terminantemente, habían de sanarla.
Oculto e invisible, el galán hizo girar un manubrio, y empezaron a aparecer,
sobre el fondo del inmenso paño extendido que cubría todo un lado de la cámara,
y al través de amplio cristal, cuadros interesantísimos. Con una verdad y un
relieve sorprendentes, desfilaron ante los ojos de la princesa las ciudades más
magníficas, los monumentos más grandiosos y los paisajes más admirables de todo
el mundo. En voz cascada, pero con suma elocuencia, explicaba el viejo los
esplen-dores, verbigracia, de Roma, el Coliseo, las Termas, el Vaticano, el
Foro; y tan pronto mostraba a la
Princesa una naumaquia, con sus luchas de monstruos marinos y
sus combates navales entre galeras incrustadas de marfil, como la hacía
descender a las sombrías Catacumbas y presenciar el entierro de un mártir, depuesto
en paz con su ampolla llena de sangre al lado. Desde los famosos pensiles de
Semíramis y las colosales construcciones de Nabucodonosor, hasta los risueños
valles de la Arcadia ,
donde en el fondo de un sagrado bosque centenario danzan las blancas ninfas en
corro alrededor de un busto de Pan que enrama frondosa mata de hiedra; desde
las nevadas cumbres de los Alpes hasta las voluptuosas ensenadas del golfo
partenópeo, cuyas aguas penetran vueltas líquido zafiro bajo las bóvedas
celestes de la gruta de azur, no hubo aspecto sublime de la historia, asombro
de la naturaleza ni obra estupenda de la actividad humana que no se presentase
ante los ojos de la princesa Rosamor -aquellos ojos grandes y soñadores,
cercados de una mancha de livor sombrío, que delataba los estragos de la
enfermedad. Pero los ojos no se reanimaban; las mejillas no perdían su palidez
de transparente cera; los labios seguían contraídos, olvidados de las sonrisas;
las encías marchitas y blanquecinas hacían parecer amarilla la dentadura, y las
manos afiladas continuaban ardiendo de fiebre o congeladas por el hielo mortal.
Y el rey, furioso al ver defraudada una última esperanza, más viva cuanto más
quimérica, juró enojadísimo que ahorcaría de muy alto al impostor del viejo, y
ordenó que subiese el verdugo, provisto de ensebada soga, a la torre más
eminente del palacio, para colgar de una almena. a vista de todos, al que le
había engañado. Pero el viejo, tranquilo y hasta desdeñoso, pidió al rey un
plazo breve; faltábale por enseñar a la princesa una vista, una sola de su
panorama, y si después de contemplarla no se sentía mejor, que le ahorcasen
enhorabuena, por torpe e ignorante. Condescendió el rey, no queriendo espantar
aún la vana esperanza postrera, y se salió de la cámara, por no asistir al
desengaño. Al cuarto de hora, no pudiendo contener la impaciencia, entró, y
notó con transporte una singular variación en el aspecto de la enferma; sus
ojos relucían; un ligero sonrosado teñía sus mejillas flacas; sus labios
palpitaban enrojecidos, y su talle se enderezaba airoso como un junco. Parecía
aquello un milagro, y el rey, en su enajenación, se arrancó del cuello una
cadena de oro y la ofreció al viejo, que rehusó el presente. La única
recompensa que pedía era que le dejasen continuar la cura de la princesa, sin
condiciones ni obstáculos, ofreciendo terminarla en un mes. Y, loco de gozo, el
rey se avino a todo, hasta a respetar el misterio de aquella vista prodigiosa
que había empezado a devolver a su hija la salud.
No obstante
-transcurrida una semana y confirmada la mejoría de la enferma, mejoría tan
acentuada que ya la princesa había dejado su sillón, y, esbelta como un lirio,
se paseaba por el aposento y las galerías próximas, ansiosa de respirar el
aire, animada y sonriente, anheló el rey saber qué octava maravilla del orbe,
qué portentoso cuadro era aquel, cuya contemplación había resucitado a Rosamor
moribunda. Y como la princesa, cubierta de rubor, se arrojase a sus pies
suplicándole que no indagara su secreto, el Rey, cada vez más lleno de
curiosidad, mandó que sin dilación se le hiciese contemplar la milagrosa última
vista del panorama. ¡Oh, sorpresa inaudita! Lo que se apareció sobre el fondo
del inmenso paño negro, al través del claro cristal, no fue ni más ni menos que
el rostro de un hombre, joven y guapo, eso sí, pero que nada tenía de
extraordinario ni de portentoso. El rostro sostenía con dulzura y pasión a la
princesa, y ella pagaba la sonrisa con otra no menos tierna y extática... El
rey reconoció al supuesto ayudante del médico, aquel mozo gallardo, y
comprendió que, en vez de enseñar las vistas de su panorama, se enseñaba a sí
propio, y sólo con este remedio había sanado el enfermo corazón y el espíritu
contristado y abatido de la niña; y si alguna duda le quedase acerca de este
punto, se la quitaría la misma Rosamor, al decirle confusa, temblorosa, y en
voz baja, como quien pide anticipadamente perdón y aquiescencia:
-Padre, todos
los monumentos y todas las bellezas del mundo no equivalen a la vista de un
rostro amado...
Cuentos de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)