Gran batahola aquel día, en el
siempre pacífico y silencioso palacio episcopal de Arcayla. Entradas y salidas
de presbíteros y canónigos, con la tejuela bajo el brazo y los manteos
flotantes, y de señorones y caciques de la ciudad y de veinte leguas a la
redonda, muy soplados, de levita cerrada, guantes prietos, acabaditos de
estrenar, y bastones de puño dorado y reluciente contera; zambra en las amplias
cocinas, bullir de pinches y marmitones, limpiando legumbres, batiendo claras y
picando jamón; llegada de mandaderas de convento con recados de las monjitas y
fuentes de natillas muy bordadas y festoneadas; bureo y trajín magno en el
comedor, para disponer y adornar la luenga mesa de cuarenta cubiertos, disimu-lando
que el servicio no era parejo, y que el señor obispo, no contando con dar
banquetes de tanto rumbo, había tenido que pedir prestado un suplemento de
mantelería, de cristalería, de servicio de plata y de vajilla de loza... El
caso se consideraba mortificante para el amor propio del mayordomo «de
Palacio», y dos o tres veces sus labios apretados dejaron escapar frases
agridulces (más agrias que dulces, si toda la verdad ha de decirse), contra «el
exceso de la caridad», porque «en todo cabe exceso», y el no «hacerse cargo» de
que las dignidades y altos puestos tienen sus exigencias, y docena y media de
tenedores con mellas no es nada para la casa de un prelado, expuesto a que de
repente le caiga encima el chaparrón de un convite tan solemne como aquél...
Mal como se
pudo, remediáronse las deficiencias y discordancias del servicio, y hasta quedó
la mesa que daba gozo, con sus ocho compoteras de variados dulces monjiles, sus
tres canastillas llenas de magníficas flores naturales, sus cuatro platos de
escogidas frutas, sus cinco ramilletes de helados, caramelo y almendras, sus
dos piñas, obsequio de un indiano, sus servilletas dobladas y repulgadas
figurando una serie de blancas mitras, sus seis candelabros de plata con bujías
de color, y su profusión de copas para los diversos vinos que habían de
servirse.
Acudieron a «ver
la mesa» algunas señoras de lo principal de Arcayla, y se extasiaron, llenas de
orgullo y cayéndoseles la baba, por el lucimiento de su obispo ante los peces
gordos de Madrid; que, al cabo, sobre Arcayla refluía el honor dispensado al
obispo, y ahora verían los envidiosos y los malos e incrédulos cómo se estima
en elevadas esferas al que lo merece, y cómo no hacían ellos nada de más en
desvivirse por su pastor.
Las tres
acababan de sonar pausadamente en el gran reloj de la torre de la arcaylense
catedral, y el obispo, de ocupar una de las presidencias de la mesa, frente al
ministro, que aceptaba, sonriendo e inclinándose, la otra, cuando el portero de
Palacio vio cruzar el zaguán y dirigirse resueltamente hacia la escalera a una
señora desconocida, de aspecto en tal sitio asaz extraño.
Para ojos
inexpertos, ignorantes de ciertos artificios del tocador, la dama... o lo que
fuese, representaba cuarenta años a lo sumo; para los inteligentes, sabe Dios
si podrán añadirse a la cuenta cuatro lustros bien corridos. Cinchado por un
corsé magistral, el talle de la señora se gallardeaba señalando ciertas curvas
osadas, mórbidas aún. El traje era de corte exagerado y provocativo; y el
sombrero, redondo, enorme, recargado de plumaje y broches de brillantes falsos,
sombreaba la cara lunar, barnizada de afeites, en que los labios de bermellón
se destacaban como herida reciente, mientras el pelo, teñido de un rubio de
cobre, fulguraba recordando la aureola de fuego de Satanás.
-¡Eh, señora,
eh! ¡No se pasa! -gruñó el portero. Pero la dama, que sin duda esperaba
recibimiento semejante, se lanzó impávida por la escalera de piedra, empujó la
mampara de damasco y se coló de rondón en la antesala, donde un familiar
platicaba con dos o tres rezagadas devotas, con media docena de señores
formales y tal cual bulle-bulle desperdigado del séquito del ministro.
-Imposible,
señora; lo siento mucho -exclamó el familiar, algo preocupado. Y bajando
cautelosamente la voz, porque notaba la extrañeza y recelo indefinible del
grupo reunido en la antesala. Su ilustrísima, en este instante, está
comiendo... Mañana, a otra hora..., veremos si es posible que conceda a usted
una audiencia.
La frase cayó
como una bomba en el grupo de la antesala. ¡Madre! Si la intrusa llega a soltar
otra cosa, una enormidad realmente atroz, no sería mayor el escándalo. ¡Madre!
¡»Aquello», la madre del obispo de Arcayla! Salía cierto lo que decían en voz
baja los impíos de la Prensa
y los rebeldes del cabildo; lo que llamaban calumnia infame los amigos y
admiradores del prelado: que éste era un hijo espurio, recogido por su padre a
fin de que no se degradase al contacto de la mujer galante y venal que le había
llevado en sus entrañas. ¡Aquella historia de oprobio se confirmaba con la
presencia de la pájara, de la empedernida y vieja pecadora. ¡Y qué oportunidad
la suya, aparecerse en tal momento! El familiar se interpuso, aterrado, tan
fuera de sentido que ni acertaba a formar cláusula.
-¡Fallecer!
¡Pronto me ha enterrado usted, curita! -exclamó riendo cínicamente la del
perfume. Y como una cabra, deslizóse de entre el grupo hostil. Guiada por su
instinto maléfico, se lanzó al largo pasillo, y, no sin tropezar con un mozo
que llevaba una fuente de frito y volcarla entera, hizo irrupción en el
comedor. El familiar la seguía desesperado, sin conseguir darle alcance.
Cuando vio surgir,
a manera de espectro del pasado, a la mujer que tan amenazado le tenía con
«armar la gorda» si no le enviaba dinero y más dinero, el obispo de Arcayla
palideció y se demudó, como el sentenciado cuando ve el patíbulo. No amor, no
ternura, sino vergüenza y espanto le causaba, por terrible anomalía, la
presencia de la que le había concebido en el pecado, abandonado en la niñez,
olvidado en la juventud y abochornado y torturado en la edad viril. Cabalmente
la ignominia y degradación de la madre impulsaron al hijo a abrazar el
sacerdocio, renunciando para siempre al amor, al hogar, a toda perspectiva de
felicidad mundana. ¡Y ahora se le presentaba, le echaba en rostro la afrenta,
allí, en presencia de todos, delante de los que venían a honrarle, en ocasión
de estar recibiendo públicamente un testimonio de respeto, un homenaje
halagüeño y merecido!
Era hombre el
obispo, era de carne su corazón, y se retorcieron en él las víboras de una
tentación horrible... ¡Desmentir, negar, expulsar a aquella mujer, sin perder
un minuto, como a una pobre loca! Pero casi en el mismo instante, los
brillantes del rico pectoral que estrenaba enviaron un rayo claro a sus
pupilas... ¡La cruz resplandeció!
Cuento
1.005. Pardo Bazan (Emilia)