No había conocido Micaela, la de
Estivaliz, otro colegio, otros profesores, otras maestras de costura. Cuanto
sabía era aprendido allí, ante aquella mesa y haciendo funcionar aquella
máquina. Y, naturalmente, sabía poco. Sin embargo, la adoctrinaba en varias
cosas, malas y buenas, exaltándole la sensibilidad, el cinematógrafo, su recreo
del domingo.
Por las enseñanzas del
cinematógrafo había llegado la obrerita de apretadas trenzas a comprender, o a
figurarse que comprendía, el uso de lo que fabricaba durante la semana entera.
Del taller, donde, mezclados los alientos, juntas las rodillas y los hombros,
trabajaban sobre sesenta obreras más, casi todas mozas o chicuelas de catorce a
veinte, salían naipes y naipes, lindos, lustrosos, satinados, franceses y
españoles, de vivos colorines, de claros tonos. Primero recibían la impresión
cromolitográfica; después, los anchos pliegos eran guillotinados. Micaela
manejaba la acicalada cuchilla. Al margen del acero colocaba tranquilamente las
yemas de sus dedos bien torneados, y la fría hoja caía sin tocar las manos
morenas de Micaela, ágiles y activas en la labor.
Al principio se perdía en
curiosidades insatisfechas. ¿Para qué servirían, señor, tantos, tantísimos
naipes? Por cientos de miles los amontonaban en el taller, y por gruesas los
empaquetaban para remitir a toda España, a las Américas. Viajaban
incesantemente los redondos ases de oros, los brutales ases de bastos, los
heroicos ases de espadas, los regocijantes ases de copas. Y Micaela los veía
correr, llevando, para unos, la fortuna, la ruina para otros. Sólo le sugerían
estas consideraciones los naipes españoles, pues de los franceses, que también
pasaban por su cuchilla, apenas conocía el valor. ¡Aquéllas no debían de ser cartas
de jugar! Cuando alguna vez cruzaba ante las tabernas, en su paseo dominguero,
deteníase fascinada, mirando hacia las mesas donde, resobados y mugrientos,
caían los naipes, empujados por la suerte; y empezaba a formularse en el
espíritu de Micaela la idea de que los coquetones cartoncitos que ella
recortaba con tal arte y presteza eran cosa del diablo, añagaza para perder a
los hombres. Su confesor se lo había dicho una vez:
-¡Cuántos de pecados, hija!
¡Cuántos, por los maldecidos naipes!
En el cine, cuando podía asistir a él, también veía cosas que
confirmaban su recelo creciente, la aprensión, que le provocaba un
estremecimiento imperceptible, al comenzar la cotidiana tarea. A veces se
desarrollaban películas con episodios de juego, y, a consecuencia, dramas
terribles, desfilando vertiginosamente hombres con armas empuñadas, o
esgrimiendo espadas de desafío en algún campo rodeado de centenarios árboles. Y
los letreros comentaban el suceso en jerigonza francoespañola: «El marqués
había trichado...». «Él era
forzado a pagar en las veinticuatro horas...». «A la mañana siguiente, un
cadáver...». Lo que resaltaba para Micaela, de estos folletines, era que el
juego traía consigo terribles daños.
Y mientras faenaba Micaela,
manejando la cuchilla, entre la nube de diminutos recortes que deja el ovalado
de las barajas finas, tarea a la cual ahora la dedicaban, la niña se convertía
en mujer. Crecía en estatura, y suaves redondeces agraciaban su cuerpo. Había
cambiado de peinado, y la mata de pelo trigal se recogía en un moño de ninfa
antigua, protuberante y retorcido briosamente. Su talle adquiría flexibilidad y
sus ojos garzos eran, como a pesar suyo, prometedores. Cuando se presentan
estos síntomas, en puerta está el novio.
El de Micaela era un mocete corpulento,
inocentón, fornido, de oficio hortelano. Todas las mañanas traía a la ciudad su
cestón de magníficas hortalizas, de enormes acelgas, de blancas y cuajadas
coliflores, y todas las tardes esperaba a la puerta de la fábrica a su novia.
Primero faltaría el sol en el
firmamento que Iñasi ante aquella puerta a la hora en que la obrerita salía
contenta de haber terminado su tarea, dispuesta a gozar del corto momento
libre. Las primeras veces cargaron sobre Micaela las pullas y chanzas de sus
compañeras; pero acabaron por acostumbrarse a la presencia de aquel zagalón,
que parecía un cacho de pan.
-¡Ene! -decían. Ya está ahí Iñasi,
el de Socaldo...
Y acabaron por no decir ni eso.
Sonreían al mozo, que, a su vez, les hacía un gesto de concordia. Pero no las miraba
siquiera. Estando allí la suya,
la única para quien tenía ojos...
Y, sin hablarse al principio, los
novios emprendían la caminata hasta la vivienda, no muy céntrica, de la
obrerita.
Al fin se les soltaba la lengua y
acudían las palabras, escasas y graves en él, parleras en ella como gorjeo de
ave. Naturalmente, el tema de la conversación era el porvenir. Cuando se
casasen... Y podían hacerlo dentro de dos años a lo sumo, porque si bien
Micaela carecía de ahorros, habiendo dado siempre su jornal a sus padres
céntimo por céntimo, Iñasi, en cambio, atesoraba sus ganancias, y ya guardaba
en una hucha lo suficiente para el ajuar y los gastos de la boda. Entonces ella
dejaría la fábrica y se dedicaría a cuidar la casa y los chiquitos que
viniesen, ¡pues! Ni aun sentía Micaela, ante la suposición, que acudía un lampo
de rubor a sus mejillas. Todo ello era natural, y los matrimonios tenían
pequeños, que para eso se casaban las gentes. Pero antes de la santa bendición,
que se guardase el novio hasta de pasarla el brazo a la cintura... Ni lo
intentaba él. Las cosas, derechas...
Al hilo de las pláticas sobre lo
futuro vino la confesión de Micaela respecto a lo presente: su repugnancia a
los naipes, una aprensión vaga que no sabía cómo definir.
-¿Tú, Iñasi, ya juegas? -preguntó
una tarde, con ansiedad, al muchacho.
-Mus y brisca ya he jugado, pues
-contestó él sinceramente.
-¡Nunca más te vuelvas a jugar!
-suplicó ella, con acento tan acongojado, que el hortelano se echó a reír,
prometiendo lo que le pedía, a no ser que se viese en estrecho compromiso.
-Visioso no te soy -repetía. Sólo
que, los domingos, solían reunirse mozos, o para deportes de fuerza física,
barras y pelota, o para dar tormento a los naipes. Y no puede uno a veces
negarse; un mutil es un mutil, ¡ene! Cuando estuviesen casados, ya vería
Micaela, ya vería cómo pasaba los domingos en su huerto, o iba con ella a donde
fuese... Pero, entre tanto...
Y sucedió entonces que Micaela
enfermó. Mal leve, unas calenturillas, que le obligaron a guardar cama un
septenario. El médico temía la gástrica, que provoca el tifus, enemigo de la
juventud y de la robustez. Pero a los ocho días la muchacha estaba levantada,
deseando salir a la calle. Así que pudo conseguirlo, se acercó a la fábrica, al
anochecer, buscando con los ojos a Iñasi. No estaba. Inquieta, con mal
presentimiento, se atrevió a emprender el camino del huerto, cosa que nunca
hubiese intentado si el mal no hubiese alborotado sus nervios, por la fuerza de
la misma debilidad. Encontró a su novio cabizbajo, sentado en un poyete, al pie
del arroyillo que regaba los tablares. Y, a las primeras palabras, broncamente,
el mozo se acusó. No sabiendo cómo entretener las horas del domingo, cómo
engañar la impaciencia, había jugado. No en el campo, sino en la misma ciudad,
adonde le llevaba el ansia de saber noticias de Micaela. Se había dejado
arrastrar a una partida fuerte. Y había perdido todo el pequeño tesoro que
destinaba a su establecimiento. Y se iría a los Estados Unidos a ganar pronto
eso y más, porque ya no quería esperar tanto, ¡no quería!
Sollozando, Micaela le increpó.
¡Bien se lo había dicho! Sí, Iñasi convenía en que ella le había advertido
cuanto hay que advertir; y él la había oído resuelto a cumplir su voluntad, y
hasta sin importarle un comino de tal diversión. ¡Si el abstenerse de jugar no
era para él sacrificio alguno! Lo que pasó fue de eso que no se piensa. Hay
mucho así en la vida: se distrae uno un instante, y cogido estás por la rueda.
Si Iñasi fuese elocuente, diría por la fatalidad. Pero de palabras sonoras no
sabía el mutil... Y los sollozos de Micaela y su palidez de convaleciente le
penetraban de remordimiento infinito.
-Iñasi, te castiga Dios -fue lo
único que la muchacha supo exclamar.
Y al otro día volvió a la fábrica.
¡Qué remedio! Colocando su diestra enflaquecida al borde de la cuchilla
afilada, fueron cayendo ante ella los menudos confetti del recorte y las esquinas de los naipes, quedando
delicada-mente ovadas, primorosas. En el alma de Micaela había una resaca de
congoja y pesadumbre. ¡Las maldecidas cartas! Y en una vuelta, un segundo, tan
rápido como el palpitar de un corazón, se fue con el pensamiento al huerto
donde Iñasi también sufría. ¡Un vuelo! ¡Zas! La cuchilla, en vez de morder en
el cartón, mordió en la carne. Una placa de sangre fresca se extendió por los
naipes, coloreándolos. Al grito de dolor de la obrera corrieron las demás. Dos
dedos y un colgajo faltaban a la mano de Micaela, que acababa de desmayarse.
Y cuando, vendada y atendida,
recobró el conocimiento, para sufrir, comprendió aquello que, humillado,
confesaba Iñasi. El minuto de distracción, de olvido... Lo casual, lo que el
azar dispone. Por ese momento de inconsciencia, él, a bordo de un
transatlántico, va hacia la
América del Norte, y ella, medio manca, trata de reaprender
con lo que le resta de mano el movimiento de un trabajo que defienda la vida...
Raza Española, núm. 24, 1920
Cuentos
1.005. Pardo Bazan (Emilia)