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miércoles, 21 de agosto de 2013

La casa espectral

En la carretera que va desde Manchester, al Este de Kentucky, hacia el Norte, a Booneville, que se encuen­tra a veinte millas, había en 1862 una plantación con una casa de madera, en cierto modo de mejor calidad que la mayoría de las viviendas de la región. Al año siguiente la casa fue destruida por el fuego causado probablemente por unos rezagados de las columnas del General George W. Morgan, que se retiraban hacia el río Ohio después de ser expulsados del desfiladero de Cumberland por el General Kirby Smith. En el mo­mento de su destrucción llevaba deshabitada cuatro o cinco años. Los campos de alrededor estaban plagados de zarzamoras, sin vallas, y hasta las pocas viviendas de los negros, y el resto de los cobertizos en general, aparecían en parte en ruinas a causa del abandono y del pillaje. Porque los negros y los blancos pobres de la vecindad encontraban en el edificio y en las vallas un abundante suministro de combustible, del que se aprovechaban sin dudarlo, abiertamente y a la luz del día. Y sólo de día; después de anochecer ningún ser humano, salvo los forasteros que por allí pasaban, se acercaba al lugar.
Se la conocía como la «Casa Espectral». Que en ella moraban espíritus malignos, visibles, audibles y acti­vos, no era puesto en duda por nadie en aquella región, no más que lo que el predicador ambulante decía los domingos. La opinión del propietario a este respecto era desconocida; él y su familia habían desaparecido una noche y nunca se había encontrado rastro de ellos. Dejaron todo: los enseres domésticos, la ropa, las provisiones, los caballos en el establo, las vacas en el campo, los negros en sus viviendas; todo tal y como estaba. No faltaba nada, excepto un hombre, una mujer, tres niñas, un chico y un bebé. No era sorpren­dente en absoluto que una plantación en la que siete seres humanos podían desaparecer al mismo tiempo, y nadie se diera cuenta, resultara sospechosa.
Una noche de junio, en 1859, dos ciudadanos de Frankfort, el coronel J.C. McArdle, abogado, y el juez Myron Veigh, de la Milicia Estatal, se trasladaban de Booneville a Manchester. Sus asuntos eran tan impor­tantes que decidieron continuar el viaje a pesar de la oscuridad y del retumbar de una tormenta que se aproximaba, y que finalmente estalló sobre ellos cuan­do pasaban por delante de la «Casa Espectral». El relampagueo era tan incesante que encontraron sin dificultad el camino de entrada que llevaba a un cobertizo, donde ataron los caballos y les quitaron los arreos. Después, bajo la lluvia, se dirigieron hacia la casa y llamaron a todas las puertas sin recibir respuesta alguna. Atribuyéndolo al continuo tronar de la tor­menta, decidieron empujar una puerta; ésta cedió. Entraron sin más ceremonia y la cerraron. En aquel momento se encontraron a oscuras y en silencio. Por las ventanas y grietas no se veía ni un destello del resplandor de los incesantes rayos; ni un murmullo del horrible tumulto exterior llegaba hasta ellos. Era como si se hubieran quedado ciegos y sordos de repente, y McArdle dijo más tarde que por un momento creyó haber sido alcanzado por un rayo cuando traspasaba el umbral. El resto de la aventura quedó relatado en sus propias palabras, en el Advocate de Frankfort del 6 de agosto de 1876:
«Cuando conseguí recuperarme del aturdimiento de la transición del tumulto al silencio, mi primer impulso fue volver a abrir la puerta que había cerrado, de cuyo pomo no era consciente de haber retirado la mano. Podía sentirlo claramente todavía entre los dedos. Mi idea era averiguar al salir de nuevo bajo la tormenta si había perdido la vista y el oído. Giré el pomo y abrí la puerta de un tirón. ¡Pero daba a otra habitación!
» Esta estancia estaba inundada por una tenue luz verdosa, cuya fuente no pude determinar, que hacía que todo se viera con claridad, aunque no de un modo definido. Digo todo, aunque en realidad los únicos objetos que había dentro de las desnudas paredes de piedra de aquella habitación eran cadáveres humanos. Eran unos ocho o diez (se podrá comprender fácilmen­te que no los contara.) Sus edades y tamaños eran diversos, desde niños para arriba, y de ambos sexos. Todos estaban postrados en el suelo, salvo uno, el de una mujer joven sentada con la espalda apoyada en una esquina de la pared. Había otra mujer mayor que agarraba a un niño en sus brazos. Un mozo de mediana edad yacía boca abajo entre las piernas de un hombre barbudo. Uno o dos estaban prácticamente desnudos, y en la mano de una muchacha había un trozo de camisón que debía de haberse arrancado del pecho ella misma. Los cuerpos presentaban distintos grados de putrefacción, y todos ellos tenían la cara y la figura muy apergaminadas. Algunos eran poco más que es­queletos.
» Mientras observaba horrorizado el espantoso es­pectáculo, con el tirador de la puerta aún en la mano, por alguna perversión inexplicable mi atención se desvió de aquella horrible escena y pasó a ocuparse de detalles y pequeñeces. Tal vez mi mente, por un instinto de conservación, buscó alivio en asuntos que pudieran relajar su peligrosa tensión. Entre otras cosas, observé que la puerta que mantenía abierta estaba hecha de pesadas planchas de hierro, con remaches. Equidistantes unos de otros y de arriba abajo, tres fuertes cerrojos sobresalían del canto biselado. Di media vuelta al pomo y se retiraron hasta quedar al nivel del borde; lo solté y salieron disparados. Tenía un sistema de muelles. Por dentro no había agarrador, ni ningún tipo de saliente, sólo una lisa superficie de hierro.
» Mientras advertía estas cosas con un interés y atención que ahora me asombra recordar, me sentí apartado bruscamente, y el juez Veigh, del que me había olvidado por completo debido a la intensidad y las vicisitudes de mis impresiones, me empujó hacia el interior de la habitación.
» -¡Por Dios! -exclamé-. ¡No entre ahí! ¡Marché­monos de este horroroso lugar!
» Pero no hizo caso de mis ruegos, y (tan intrépido como cualquier caballero del Sur) se dirigió con rapi­dez hacia el centro de la habitación, se arrodilló junto a uno de los cuerpos para examinarlo con detenimien­to y levantó suavemente la arrugada y ennegrecida cabeza entre sus manos. Un olor fuerte y desagradable llegó hasta la puerta, apoderándose completamente de mí. Mis sentidos se trastornaron; noté que me derrum­baba y, al agarrarme al borde de la puerta para no caerme, se cerró con un chasquido.
» No recuerdo nada más. Seis semanas después recuperé la razón en un hotel de Manchester al que había sido llevado al día siguiente por unos extraños. Durante todo aquel tiempo había sufrido una fiebre nerviosa acompañada de un constante delirio. Me habían encontrado tirado en la carretera a varias millas de la casa; cómo había escapado de allí hasta llegar al camino es algo que nunca supe. Una vez repuesto, o tan pronto como los médicos me permitieron hablar, pregunté por el destino del juez Veigh, de quien (para tranquilizarme, según sé ahora) me decían que se encontraba bien y en casa.
» Nadie creyó una palabra de mi relato, pero ¿quién puede asombrarse? ¿Y quién podría imaginar mi tristeza cuando me enteré, al llegar a mi casa en Frankfort dos meses más tarde, de que no se sabía nada del juez Veigh desde aquella noche? Entonces lamenté amargamente el orgullo que me había im­pedido repetir mi increíble historia e insistir en su realidad, ya desde los primeros días que sucedieron a mi recuperación.
» Los lectores del Advocate ya están familiarizados con todo lo que ocurrió después: el examen de la casa, el fracaso en encontrar una habitación que correspon­diera a la que yo había descrito, el intento de declarar­me loco, y mi triunfo sobre mis acusadores. Después de todos estos años todavía considero que las excava­ciones que no tengo derecho legal de iniciar, ni la riqueza suficiente para llevar a cabo, revelarían el secreto de la desaparición de mi infeliz amigo, y posi­blemente de los anteriores ocupantes y propietarios de la abandonada y hoy destruida casa. No desespero sin embargo de realizar tal búsqueda, y es una fuente de profunda tristeza para mí el que haya sido retrasada por la hostilidad inmerecida y la incredulidad impru­dente de los familiares y amigos del fallecido juez Veigh.
El coronel McArdle murió en Frankfort el trece de diciembre de 1879.

1.007. Briece (Ambrose)

La alucinación de staley fleming

De los dos hombres que estaban hablando, uno era médico.
-Le pedí que viniera, doctor, aunque no creo que pueda hacer nada. Quizás pueda recomendarme un especialista en psicopatía, porque creo que estoy un poco loco.
-Pues parece usted perfectamente -contestó el médico.
-Juzgue usted mismo: tengo alucinaciones. Todas las noches me despierto y veo en la habitación, mirándome fijamente, un enorme perro negro de Terranova con una pata delantera de color blanco.
-Dice usted que despierta; ¿pero está seguro de eso? A veces, las alucinaciones tan sólo son sueños.
-Oh, despierto, de eso estoy seguro. A veces me quedo acostado mucho tiempo mirando al perro tan fijamente como él a mí... siempre dejo la luz encendida. Cuando no puedo soportarlo más, me siento en la cama: ¡y no hay nada en la habitación!
-Mmmm... ¿qué expresión tiene el animal?
-A mí me parece siniestra. Evidentemente sé que, salvo en el arte, el rostro de un animal en reposo tiene siempre la misma expresión. Pero este animal no es real. Los perros de Terranova tienen un aspecto muy amable, como usted sabrá; ¿qué le pasará a éste?
-Realmente mi diagnosis no tendría valor alguno: no voy a tratar al perro.
El médico se rió de su propia broma, pero sin dejar de observar al paciente con el rabillo del ojo. Después, dijo:
-Fleming, la descripción que me ha dado del animal concuerda con la del perro del fallecido Atwell Barton.
Fleming se incorporó a medias en su asiento, pero volvió a sentarse e hizo un visible intento de mostrarse indiferente.
-Me acuerdo de Barton -dijo. Creo que era... se informó que... ¿no hubo algo sospechoso en su muerte?
Mirando ahora directamente a los ojos de su paciente, el médico respondió:
-Hace tres años, el cuerpo de su viejo enemigo, Atwell Barton, se encontró en el bosque, cerca de su casa y también de la de usted. Había muerto acuchillado. No hubo detenciones porque no se encontró ninguna pista. Algunos teníamos nuestra «teoría». Yo tenía la mía. ¿Pensó usted algo?
-¿Yo? Por su alma bendita, ¿qué podía saber yo al respecto? Recordará que marché a Europa casi inmediatamente después, y volví mucho más tarde. No puede pensar que en las escasas semanas que han transcurrido desde mi regreso pudiera construir una «teoría». En realidad, ni siquiera había pensado en el asunto. ¿Pero qué pasa con su perro?
-Fue el primero en encontrar el cuerpo. Murió de hambre sobre su tumba.
Desconocemos la ley inexorable que subyace bajo las coincidencias. Staley Fleming no, o quizás no se habría puesto en pie de un salto cuando el viento de la noche trajo por la ventana abierta el aullido prolongado y lastimero de un perro distante. Recorrió varias veces la habitación bajo la mirada fija del médico, hasta que, parándose abruptamente delante de él, casi le gritó:
-¿Qué tiene que ver todo esto con mi problema, doctor Halderman? Se ha olvidado del motivo de que le hiciera venir.
El médico se levantó, puso una mano sobre el brazo del paciente y le dijo con amabilidad:
-Perdóneme. Así, de improviso, no puedo diagnosticar su trastorno... quizás mañana. Hágame el favor de acostarse dejando la puerta sin cerrar; yo pasaré la noche aquí, con sus libros. ¿Podrá llamarme sin levantarse de la cama?
-Sí, hay un timbre eléctrico.
-Perfectamente. Si algo le inquieta, pulse el botón, pero sin erguirse. Buenas noches.
Instalado cómodamente en un sillón, el médico se quedó mirando fijamente los carbones ardientes de la chimenea y meditando en profundidad, aunque aparentemente sin propósito, pues frecuentemente se levantaba y abría la puerta que daba a la escalera, escuchaba atentamente y después volvía a sentarse. Sin embargo, acabó por quedarse dormido y al despertar había pasado ya la medianoche. Removió el fuego, cogió un libro de la mesa que tenía a su lado y miró el título. Eran las Meditaciones de Denneker. Lo abrió al azar y empezó a leer.
«Lo mismo que ha sido ordenado por Dios que toda carne tenga espíritu y adopte por tanto las facultades espirituales, también el espíritu tiene los poderes de la carne, aunque se salga de ésta y viva como algo aparte, como atestiguan muchas violencias realizadas por fantasmas y espíritus de los muertos. Y hay quien dice que el hombre no es el único en esto, pues también los animales tienen la misma inducción maligna, y...»
Interrumpió su lectura una conmoción en la casa, como si hubiera caído un objeto pesado. El lector soltó el libro, salió corriendo de la habitación y subió velozmente las escaleras que conducían al dormitorio de Fleming. Intentó abrir la puerta pero, contrariando sus instrucciones, estaba cerrada. Empujó con el hombro con tal fuerza que ésta cedió. En el suelo, junto a la cama en desorden, vestido con su camisón, yacía Fleming moribundo.
El médico levantó la cabeza de éste del suelo y observó una herida en la garganta.
-Debería haber pensado en esto -dijo, suponiendo que se había suicidado.
Cuando el hombre murió, el examen detallado reveló las señales inequívocas de unos colmillos de animal profundamente hundidos en la vena yugular.
Pero allí no había habido animal alguno.

1.007. Briece (Ambrose)

La casa del viejo eckert

Philip Eckert vivió durante muchos años en una vieja casa de madera ennegrecida por las inclemencias del tiempo, que se encontraba a unas tres millas de la pequeña ciudad de Marion, en Vermont. Aún deben de quedar vivas algunas personas que le recuerden (confío en que no de un modo desagradable) y sepan algo de la historia que voy a contar.
«El viejo Eckert», como todos le llamaban, no tenía un temperamento muy sociable y vivía solo. Al no haberle oído hablar nunca de sus propios asuntos, nadie en los contornos sabía nada acerca de su pasado ni de sus parientes, si es que los tenía. Sin resultar especialmente grosero ni desdeñoso en sus maneras o en sus palabras, conseguía ser inmune a una curiosidad impertinente, aunque libre de la mala fama con la que normalmente aquélla suele vengarse cuando se la des­concierta; por lo que yo sé, el renombre de Mr. Eckert como asesino reformado o como pirata retirado del Caribe no había llegado a oídos de nadie en Marion. Su medio de vida era el cultivo de una pequeña granja, no muy productiva.
-Un día desapareció, y la búsqueda prolongada de sus vecinos no consiguió encontrarle ni arrojó luz alguna sobre su paradero o las razones de su desapari­ción. Nada indicaba que hubiera hecho preparativos para la marcha: todo estaba como podría haberlo dejado para ir a la fuente a llenar un cubo de agua. Durante algunas semanas poco más se habló de ello en la región; después, «el viejo Eckert» se convirtió en un relato local para los oídos de los forasteros. Desco­nozco lo que se hizo con sus propiedades; sin duda, lo correcto, lo que la ley mandara. La casa seguía allí, todavía vacía y en condiciones muy deterioradas, cuando oí hablar de ella por última vez, unos veinte años más tarde.
Desde luego, llegó a considerarse que estaba «en­cantada», y se contaban las acostumbradas historias de luces que se movían, sonidos lastimeros y apariciones asombrosas. En cierto momento, unos cinco años después de la desaparición, estos relatos de tinte sobre­natural llegaron a ser tan abundantes, o por algunas circunstancias que los confirmaban parecieron tan importantes, que algunos de los ciudadanos más serios de Marion creyeron conve-niente investigar y organi­zaron a tal fin una reunión nocturna en el local. Los interesados en esta empresa eran: John Holcomb, boticario; Wilson Merle, abogado; y Andrus C. Pal­mer, maestro de la escuela pública. Todos ellos hom­bres de importancia y reputación. Su intención era reunirse en casa de Holcomb a las ocho de la tarde del día fijado y dirigirse juntos al escenario de su vigilia, donde se habían hecho algunos preparativos para su comodidad, como un abastecimiento de leña y simi­lares, pues era invierno.
Palmer faltó a la cita, y tras media hora de espera los otros dos se marcharon a la casa de Eckert sin él. Se acomodaron en la habitación principal, donde encendieron un fuego vivo y, sin más luz que la que él producía, se dispusieron a esperar los acontecimientos. Se había acordado hablar lo menos posible: ni siquiera volvieron a intercambiar opiniones sobre la deserción de Palmer, tema que había ocupado sus mentes en el camino.
Debía de haber pasado una hora sin que se produ­jera incidente alguno, cuando escucharon (no sin emoción, desde luego) el ruido de una puerta que se abría en la parte posterior de la casa, seguido por el de unas pisadas en la habitación contigua a aquélla en la que se encontraban. Los investigadores se pusieron en pie y se prepararon para lo que pudiera ocurrir sin hacer movimiento alguno. Hubo un largo silencio, aunque ninguno de los dos supo luego definir lo que duró. Entonces la puerta que conectaba las dos habi­taciones se abrió y entró un hombre.
Era Palmer. Estaba pálido, como asustado; tan pálido como se habían quedado los otros dos. Su actitud era también singularmente distraída: no res­pondió a sus saludos ni les dirigió la mirada, sino que cruzó despacio la habitación a la luz del fuego agoni­zante y, tras abrir la puerta principal, se perdió en la oscuridad.
Parece que la primera explicación que se les ocu­rrió a ambos era que Palmer había sufrido un fuerte susto por algo que había visto, oído o imaginado en la habitación trasera, que le había privado de los sentidos. Impulsados por el mismo sentimiento de amistad echaron a correr tras él. ¡Pero ni ellos ni ninguna otra persona volvió a ver o a saber de Andrus Palmer!
Esto fue lo que se descubrió a la mañana siguiente. Durante la reunión de los señores Holcomb y Merle en la «casa encantada» había caído una capa de nieve limpia de varias pulgadas de espesor sobre la antigua, ya sucia. Se podían apreciar en ella las huellas de Palmer desde su casa en el pueblo hasta la puerta trasera de la casa de Eckert. Pero allí terminaban: a partir de la puerta principal no había más marcas que las dejadas por los dos hombres que juraban ir detrás de Palmer. La desaparición de Palmer fue tan comple­ta como la del propio «viejo Eckert», a quien, como era de esperar, el director de un periódico acusó muy gráficamente de haber «alargado la mano y habérselo llevado».

1.007. Briece (Ambrose)


El viudo turmore

Las circunstancias bajo las que Joram Turmore se convirtió en viudo nunca fueron popularmente comprendidas. Yo las conozco, naturalmente, pues yo soy Joram Turmore; mi mujer, la difunta Elizabeth Mary Turmore, tampoco las ignora, y aunque ella las cuente, aún permanecen en secreto ya que no hay un alma que le haya creído jamás.
Cuando me casé con Elizabeth Mary Johnin, era muy rica, de lo contrario yo no hubiese podido afrontar el casamiento puesto que no tenía un centavo y el Cielo no había puesto en mi corazón ninguna intención de ganar alguno. Tenía la Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin y los ejercicios escolásticos me inhabilitaban para el peso de cualquier negocio u ocupación. Además, yo no podía olvidar que era un Turmore, un miembro de la familia cuyo lema desde el tiempo de Guillermo de Normandía había sido Laborare est errare. La única infracción que se conoce de la sagrada tradición familiar ocurrió cuando Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, ilustre ladrón del siglo XVII, asistió personalmente a una difícil operación llevada a cabo por algunos de sus empleados. Esa mancha sobre nuestro blasón no puede contemplarse sin sentir la más desgarrada mortificación.
Mi Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin jamás se destacó, por supuesto, por el trabajo. En ninguna época hubo más de dos estudiantes de la Noble Ciencia, y tan sólo repitiendo las conferencias manuscritas de mi predecesor, que había encontrado entre sus pertenencias (murió en el mar, camino de Malta), podía apenas saciar lo suficiente su hambre de conocimientos sin ganar siquiera la distinción que se otorgaba a manera de salario.
Naturalmente, bajo tan apremiantes circuístancias, vi a Elizabeth Mary como a una suerte de especial Providencia. Ella imprudentemente rehusó compartir conmigo su fortuna, pero eso no me preocupó para nada, ya que si bien de acuerdo con las leyes del país (como es sabido), la esposa tiene el control de su patrimonio durante su vida, éste pasa al marido a su muerte: ni siquiera puede ella disponer de él por testamento. La mortalidad entre esposas es considerable pero no excesiva.
Habiéndome casado con Elizabeth Mary y, en cierta forma, habiéndola ennoblecido haciéndola una Turmore, sentí que la forma de su muerte debía igualarse a su distinción social. Si yo la hubiera matado por cualquiera de los métodos maritales ordinarios hubiera incurrido en justo reproche, por no poseer el orgullo familiar adecuado. Mas no podía encontrar un plan adecuado.
En esta emergencia decidí consultar el archivo Turmore, una valiosa colección de documentos, incluyendo los registros de la familia desde el tiempo de su fundador en el siglo VII de nuestra era. Sabía que entre estos sagrados títulos debería encontrar detallados relatos de los principales asesinatos cometidos por mis santos ancestros durante cuarenta generaciones. De entre esa masa de papeles no podía dejar de sacar las más valiosas sugerencias.
La colección contenía también muy interesantes reliquias. Había títulos de nobleza concedidos a mis antepasados por hacer desaparecer atrevida e ingeniosamente a pretendientes al trono o a sus ocupantes; estrellas, cruces y otras condecoraciones atestiguando servicios del más secreto e innombrable carácter; heterogéneos regalos de los conspiradores más grandes del mundo que representaban un valor monetario intrínseco incalculable. Había joyas, trajes, espadas de honor y toda suerte de "testimonios de estima"; el cráneo de un rey transformado en copa de vino; títulos de vastas fincas, largo tiempo confiscadas, vendidas o abandonadas; un breviario iluminado que había pertenecido a Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, de infausta memoria; orejas embalsa-madas de muchos de los más reconocidos enemigos de la familia; el intestino delgado de un cierto indigno hombre del estado italiano hostil a los Turmore que, enroscado como una soga de saltar, había servido a la juventud de seis generaciones consanguíneas... momentos y recuerdos preciosos más allá de las valoraciones de la imaginación pero, por los mandatos sagrados de tradición y sentimiento, para siempre inalienables por la venta o el regalo.
Como cabeza de la familia, yo era el custodio de todos estos preciosísimos bienes heredados y, para su segura conservación, había construido sobre los cimientos de mi casa una fortaleza de mampostería maciza, cuyas sólidas paredes de piedra y cuya única puerta de hierro podían desafiar por igual el choque de un terremoto, el incansable azote del Tiempo o la mano profana de la Codicia.
A estos tesoros del alma, fragantes de sentimiento y ternura, ricos en sugerencias de crímenes, me volví para encontrar ahora las claves del asesinato. Para mi indecible asombro y dolor, lo encontré vacío. Cada estante, cada cajón, cada cofre había sido saqueado. ¡De tan única e incomparable colección no quedaba vestigio! Sin embargo, probé que hasta que yo mismo había abierto la maciza puerta de metal, ni un cerrojo, ni una barra había sido movida: los sellos de la cerradura estaban intactos.
Pasé la noche entre la lamentación y la indagación; ambas fueron infructuosas. El misterio era impenetrable a la conjetura y ningún bálsamo podía calmar semejante dolor. Pero ni una sola vez durante esa horrible noche mi firme espíritu pudo abandonar su alto designio contra Elizabeth Mary, y el alba me halló aún más resuelto a cosechar los frutos de mi matrimonio. Mi gran pérdida pareció acercarme a relaciones espirituales más profundas con mis ancestros muertos, y darme una nueva e inevitable obediencia a la persuasión que hablaba en cada glóbulo de mi sangre.
Inmediatamente formé un plan de acción, y procurándome un fuerte cordel entré a la habitación de mi esposa, encontrándola, como esperaba, profunda-mente dormida. Antes de que se despertara la tenía fuertemente atada de pies y manos. Estaba muy sorprendida y dolorida, pero sin atender a sus protestas hechas a viva voz, la llevé a la ahora saqueada fortaleza, allí donde nunca permití que entrara y de cuyos tesoros no la había advertido. Sentándola, todavía atada, contra un ángulo de la pared, pasé los siguientes dos días con sus noches en acarrear al lugar ladrillos y argamasa. A la mañana del tercer día la tuve firmemente emparedada, desde el suelo hasta el techo. Durante todo este tiempo no tuve en cuenta sus ruegos de piedad más que (ante su promesa de no resistir, que debo decir que ella cumplió con honor) para concederle la libertad de sus piernas. Le concedí un espacio de cerca de cuatro pies por seis. Cuando coloqué los últimos ladrillos en la parte superior, en contacto con el cielo raso de la fortaleza, me dijo adiós con lo que me pareció la serenidad de la desesperación, y me fui a descansar sintiendo que había observado fielmente las tradiciones de una antigua e ilustre familia. Mi única amarga reflexión, en lo que a mi conducta concernía, surgió al tomar conciencia de que había trabajado durante la realización de mi designio; pero nadie lo sabría jamás.
Después de descansar durante una noche, fui a ver al juez de la Corte de Sucesiones y Herencias y firmé una declaración jurada de todo lo que había hecho, excepto el trabajo manual de construir la pared, que imputé a un sirviente. Su Excelencia designó a un comisionado de la Corte, quien realizó un cuidadoso examen del trabajo y, según su informe, Elizabeth Mary Turmore fue formalmente declarada muerta al fin de la semana. De acuerdo con la ley tomé posesión de sus bienes que, a pesar de no ser mucho más valiosos que mis tesoros perdidos, me elevaron de la pobreza a la riqueza y me trajeron el respeto de los grandes y de los buenos.
Unos seis meses más tarde me llegaron extraños rumores: el fantasma de mi mujer muerta había sido visto en distintos lugares de la región, pero siempre a una considerable distancia de Graymaulkin. Estos rumores, de cuya auténtica fuente no me pude enterar, diferían en varios detalles, pero eran semejantes en atribuir a la aparición un alto grado de prosperidad mundana aparente combinada con una audacia poco común en los fantasmas. ¡No sólo estaba el espíritu ataviado con ropajes costosos, sino que caminaba a mediodía y, más aún, conducía! Me sentí indeciblemente molesto con estos cuentos y, pensando que podría hacer algo más que superstición en la creencia popular de que sólo espíritus de los muertos no enterrados pueden caminar sobre tierra, decidí llevar a algunos obreros equipados con picos y barras hacia la fortaleza en la que nadie había entrado durante mucho tiempo. Les ordené demoler la pared de ladrillo que había construido alrededor de la compañera de mis alegrías. Había resuelto dar al cuerpo de Elizabeth Mary un entierro como el que creía que su parte inmortal aceptaría como un equivalente del privilegio de encontrarse a gusto entre las apariciones de los vivos.
En pocos minutos volteamos la pared y, metiendo una lámpara a través de la brecha, miré adentro. ¡Nada! Ni un hueso, ni un cabello, ni un jirón de ropa... ¡el angosto espacio que, de acuerdo con mi testimonio, contenía legalmente todo lo que había sido mortal de la difunta señora Turmore, estaba absolutamente vacío! Este admirable descubrimiento, para una mente ya perturbada por tanto misterio y excitación, era más de lo que yo podía soportar. Lancé un grito y caí en un estado de paroxismo. Durante meses estuve entre la vida y la muerte, afiebrado y delirante; no me recuperé hasta que mi médico tuvo el cuidado de sacar de mi caja fuerte un estuche de mis más valiosas joyas y huir el país.
Al verano siguiente tuve ocasión de visitar mi bodega, en un rincón de la cual había construido la fortaleza, que hacía tiempo se encontraba en desuso. Al mover un tonel de oporto, lo arrojé con fuerza contra la pared medianera y me sorprendió descubrir que desplazaba dos grandes piedras cuadradas que formaban una parte de la pared.
Apoyando sobre ellas las manos, las empujé fácilmente y, mirando a través del hueco, vi que habían caído dentro del nicho en el cual yo había emparedado a mi lamentada esposa. Frente a la abertura que su caída había dejado, a una distancia de cuatro pies, estaba la pared que mis propias manos habían construido a fin de encarcelar a la infortunada y gentil esposa. Ante una revelación tan significativa, comencé a explorar la bodega. Detrás de una hilera de barriles encontré cuatro objetos muy interesantes desde el punto de vista histórico, pero sin valor alguno.
En primer lugar, los restos enmohecidos de un traje ducal florentino del siglo XI; segundo, un breviario de resplandeciente pergamino con el nombre de Sir Aldebaran Turmore de Peters-Turmore inscripto en colores en la primera página; tercero, una calavera transformada en copa y muy manchada de vino; cuarto, la cruz de hierro de un Caballero Comendador de la Orden Imperial Austríaca de Asesinos por Veneno.
Eso era todo; ni un objeto que tuviera valor comercial, ni papeles, ni nada. Pero esto era suficiente para aclarar el misterio de la fortaleza. Mi esposa había adivinado tempranamente la existencia y el propósito de este apartamento, y, con la destreza del genio había efectuado una entrada, desprendiendo las dos piedras de la pared.
En diferentes oportunidades, y a través de esta abertura, había sustraído la colección entera que, sin duda, logró convertir en dinero. Cuando con un inconsciente sentido de la justicia (cuyo recuerdo no me trae ninguna satisfacción) decidí emparedarla, por alguna maligna fatalidad escogí aquella parte donde estaban las piedras removidas y, sin duda antes de que hubiera terminado mi trabajo, ella las movió y, deslizándose hacia la bodega, las volvió a colocar en su sitio. Se escapó del sótano fácilmente, sin ser observada, para disfrutar sus infames ganancias en lejanos lugares. Me he esforzado en procurar una orden de prisión, pero el dignísimo Barón de la Corte de Sumarios y Condenas me recuerda que ella está legalmente muerta y dice que mi único recurso es apelar ante el Jefe de Cadáveres y solicitar una orden de exhumación y resurrección. Tal parece que debo sufrir sin remedio este enorme daño a manos de una mujer desprovista tanto de principios como de vergüenza.

1.007. Briece (Ambrose)

El valle encantado

I

Cómo talan los árboles en China

A media milla hacia el norte desde el bar de Jo. Dunfer, en el camino de Hutton a Mexican Hill, la carretera baja hacia un barranco al que no llega el sol, y que se despliega a derecha e izquierda de un modo semicon­fidencial, como si tuviera un secreto que revelar en un período más conveniente. Nunca cabalgaba por allí sin mirar primero a un lado y luego al otro, para ver si había llegado el momento de la revelación. Si no veía nada, y nunca vi nada, no me decepcionaba, pues sabía que la manifes-tación sencillamente estaba siendo rete­nida un tiempo por alguna buena razón que yo no era quién para poner en entredicho. Que un día se me revelarían todas esas confidencias era algo de lo que no dudaba, no más que de la existen-cia del propio Jo. Dunfer, por cuyas tierras discurría el barranco.
Se decía que Jo. había intentado una vez levantar una cabaña en alguna remota parte de él, pero por alguna razón había abandonado la empresa y construi­do su actual establecimiento hermafrodita, mitad bar, mitad vivienda, junto al camino, en el extremo más alejado de su propiedad; lo más alejado posible, como si tuviera el propósito de mostrar cuán radicalmente había cambiado de idea.
Este Jo. Dunfer, o Whisky Jo., como era conocido familiarmente en los contornos, era un personaje muy importante por estos parajes. Aparentaba unos cuaren­ta años, y era un tipo alto, greñudo, de facciones contraídas, con un brazo torcido y una mano nudosa como un manojo de llaves de prisión. Era un individuo con mucho vello, que andaba encorvado, como alguien que está a punto de saltar sobre algo para destrozarlo.
Aparte de la peculiaridad a la que debía su apodo local, la característica más destacada de Mr. Dunfer era una antipatía, profundamente arraigada, hacia lo chino. Una vez le vi sufrir un ataque de rabia porque uno de sus vaqueros había permitido a un asiático rendido por el viaje saciar su sed en el abrevadero de los caballos que hay delante del establecimiento de Jo. Me atreví a reconvenirle con suavidad por su falta de espíritu cristiano, pero él se limitó a responder que el Nuevo Testamento no decía nada acerca de los chinos, y se marchó a pagar su enfado con el perro, a quien supongo que los inspirados escribas también habían olvidado.
Algunos días después le encontré sentado en el bar, solo, y saqué de nuevo el tema con precaución; obser­vé, para gran alivio mío, que la austeridad habitual de su expresión se había transformado en algo que a mí me pareció condescendencia.
-Vosotros, los jóvenes del Este -dijo-, vivís muy alejados de estas tierras y no comprendéis nuestra actividad. La gente que no distingue a un Chileño de un Kanaka puede permitirse expresar ideas liberales sobre la inmigración china, pero el tipo que tiene que luchar por su sustento con un montón de mestizos «coolies» no tiene tiempo para perderlo en tonterías.
Este gran bebedor, que con toda probabilidad no había realizado un día de trabajo honrado en su vida, hizo saltar la tapa de una caja de tabaco china y sacó con el pulgar y el índice un pedazo que parecía un almiar de heno. Sosteniendo el estimulante a cierta distancia, arremetió de nuevo con renovada confianza.
-Por si no lo sabías, son una plaga de langostas devastadoras que atacan todo lo verde que hay en esta bendita tierra de Dios.
En este punto se echó el taco a la boca, y cuando su mecanismo parlante estuvo de nuevo libre, reanudó su inspirado discurso.
-Hace cinco años tuve aquí a uno, en el rancho, y te voy a hablar de él para que comprendas lo esencial de este asunto. En aquella época las cosas no me iban muy bien; bebía más whisky del que tenía prescrito y no parecía preocuparme, como patriota, de mis obli­gaciones de ciudadano americano. Así que contraté a aquel pagano para que fuera algo así como el cocinero. Pero cuando me convertí en religioso practicante en Mexican Hill y me hablaron de presentarme como candidato a la Asamblea Legislativa, me di cuenta de mi error. Pero, ¿qué podía hacer? Si le despedía, algún otro le contrataría, y no iba a tratarle bien. ¿Qué podía hacer yo? ¿Qué haría cualquier buen cristiano, espe­cialmente un neófito rebosante de ideas tales como la hermandad entre los hombres y la paternidad de Dios?
Jo. hizo una pausa antes de contestar, poniendo una expresión de frágil satisfacción, como la de alguien que ha resuelto un problema usando un método no muy digno de confianza. Entonces se levantó, bebió un vaso de whisky de una botella llena que había en el mostra­dor y prosiguió su relato.
Además no servía de mucho, no sabía nada y encima presumía. Todos lo hacen. Le dije que nones, pero se puso testarudo y siguió en esa línea mientras duró; después de poner la otra mejilla setenta y siete veces truqué los dados para que no fuera eterno. Y me alegra haber tenido el valor de hacerlo.
La alegría de Jo., que por alguna razón no me impresionó, fue celebrada, debida y ostentosa-mente, con la botella.
-Hace unos cinco años empecé a levantar una choza. Eso fue antes de que se construyera ésta, y en otro lugar. Puse a Ah Wee y a un tipo pequeño a cortar la madera. Ni que decir tiene que no esperaba que Ah Wee ayudara mucho, porque tenía una cara como un día de junio y unos grandes ojos negros; creo que debían de ser los ojos más endemoniados de la región.
Mientras lanzaba este ataque mordaz contra el sen­tido común, Mr. Dunfer observaba con aire ausente un agujero en el delgado tablero que separaba el bar del cuarto de estar, como si se tratara de uno de los ojos cuyo tamaño y color habían dejado a su sirviente inútil para el servicio.
-Ahora vosotros, las torpes gentes del Este, no queréis creer nada que vaya en contra de los diablos amarillos -estalló de repente con un tono de seriedad no del todo convincente-, pero te aseguro que aquel chino era el canalla más infame que puedes encontrar fuera de San Francisco. Aquel miserable mogol con coleta empezó a horadar los árboles jóvenes alrededor del tronco, como un gusano que royera un rábano. Le indiqué su error con toda la paciencia que pude y le enseñé cómo talarlos sólo por dos lados para que cayeran derechos; pero en cuanto le volvía la espalda, así -dijo volviéndome la espalda y reforzando su ex­plicación con un nuevo trago de licor-, volvía a las andadas. Ocurría del siguiente modo: mientras le miraba, así -explicó mirándome de forma un tanto insegura y con problemas evidentes de visión-, todo estaba bien; pero cuando apartaba la vista, así-añadió echando un buen trago de la botella-, me desafiaba. Entonces le miraba con cara de reproche, así, y parecía que nunca hubiera roto un plato.
Sin duda Mr. Dunfer pretendía de un modo hon­rado que la mirada que me había dirigido era sencilla­mente reprobatoria, pero en realidad era de lo más adecuada para provocar seria aprensión en cualquier persona inerme que la recibiera; como además había perdido todo interés en su narrativa fútil e intermina­ble, me dispuse a marcharme. Antes de que hubiera terminado de ponerme en pie, se volvió de nuevo hacia el mostrador, y con un casi inaudible «así», vació la botella de un trago.
¡Cielo santo! ¡Qué alarido! Fue como un Titán en su última agonía. Jo. retrocedió después de emitirlo, igual que hace un cañón tras el disparo, y se dejó caer en su silla, como si le hubieran «golpeado en la cabeza», igual que a una vaca, con los ojos desviados oblicua­mente hacia la pared y mostrando una mirada de terror. Al dirigir la vista en esa dirección observé que el agujero de la pared se había convertido en un ojo humano, grande y negro, que se clavaba en los míos con una total ausencia de expresión, más desagradable que cualquier brillo diabólico. Creo que yo debía de tener la cara tapada con las manos para hacer que aquella horrible ilusión, si es que era eso, se desvane­ciera, cuando el pequeño tipo blanco, el hombre para todo dejo., entró en la habitación y rompió el hechizo; entonces salí de la casa algo aturdido, pensando que el delirium tremens podría ser contagioso. Mi caballo estaba amarrado junto al abrevadero; lo desaté, subí a él y le di rienda suelta, pues me encontraba demasiado asustado para preocuparme de hacia dónde me llevaba.
No sabía qué pensar de todo esto y, como le ocurre a todo el que no sabe qué pensar, pensé mucho, y con pocos resultados. La única reflexión que parecía ser completamente satisfactoria era que al día siguiente me encontraría a varias millas de allí, y con muchas probabilidades de no volver nunca.
Un frío repentino me sacó de mis abstracciones y, al levantar la cabeza, me di cuenta de que estaba llegando a las oscuras sombras del barranco. El día era bochornoso, y este cambio, desde el calor despiadado y visible de los campos secos a la fresca oscuridad, llena de la austeridad de los cedros y del canto de los pájaros que habían sido conducidos a su frondoso asilo, resul­taba exquisitamente refrescante. Busqué el misterio, como siempre, pero al no encontrar el barranco muy comunicativo, desmonté, llevé a mi sudoroso caballo hacia la espesura, lo até con firmeza a un árbol y me senté en una roca a meditar.
Comencé por analizar con valor mi superstición preferida sobre aquel lugar. Una vez que hube desglo­sado sus elementos integran-tes, los dispuse en un número oportuno de tropas y escuadrones y, reunien­do todas las fuerzas de la lógica, avancé hacia ellos desde unas premisas inexpugnables, acompañado de un estruendo de conclusiones irresistibles, de un gran ruido de carros y del clamor intelectual general. En­tonces, cuando mis tremendos cañones mentales ha­bían vencido toda oposición y su rugido reverberaba de un modo casi imperceptible en la lejanía del hori­zonte de la pura especulación, el derrotado enemigo se desplegó por la retaguardia, concentró sus fuerzas sigilosamente formando una falange compacta, y me capturó, con todos los bártulos. Me asaltó una sensa­ción de terror indescriptible. Para deshacerme de ella, me puse en pie y empecé a abrirme paso por la estrecha vaguada, siguiendo una vieja cañada llena de hierba que discurría por el fondo, en sustitución del arroyo que la Naturaleza había olvidado proveer.
Los árboles entre los que se perdían los caminos eran normales, plantas de buen comportamiento, un poco perversas en el tronco y excéntricas en las ramas, pero sin nada de misterioso en su aspecto general. Unos cuantos peñascos se habían desprendido de las laderas del barranco para establecerse independientemente en el fondo, habían destrozado la cañada, aquí y allá, pero su pétreo reposo no tenía en absoluto la rigidez de la muerte. Había un silencio sepulcral en el valle, es cierto, y por encima de él se escuchaba un misterioso susurro: era el viento, que acariciaba las copas de los árboles; eso era todo.
No se me había ocurrido relacionar el relato del borracho Jo. Dunfer con lo que ahora buscaba; sólo cuando llegué a un espacio abierto y tropecé con los troncos a ras de suelo de algunos árboles pequeños, tuve la revelación. Era el emplazamiento de la cabaña abandonada. El descubrimiento quedó verificado al advertir que algunos de los podridos tocones estaban mellados alrededor, de un modo que nunca se le ocurriría a un leñador, mientras otros apare-cían cor­tados limpiamente, y los extremos de los troncos correspon-dientes tenían esa forma de cuña roma pro­ducida por el hacha de un maestro.
El claro que había entre los árboles no abarcaba más de treinta pasos. A un lado había un pequeño otero, un montículo natural sin arbustos, aunque cubierto de plantas silvestres, sobre las que sobresalía ¡la lápida de una tumba!
No recuerdo haber sentido por aquel descubrimien­to nada parecido a sorpresa. Observé aquella tumba solitaria con una sensación semejante a la que Colón debió de experimentar cuando vio las colinas y pro­montorios del Nuevo Mundo. Antes de acercarme a ella acabé de examinar con calma los alrededores. Incluso fui culpable de la presunción de dar cuerda al reloj en aquella hora tan insólita, sin tomar precaucio­nes ni decisiones innecesarias. Después, me aproximé al misterio.
La tumba, bastante pequeña, se encontraba en me­jor estado del que cabría esperar por su edad y aisla­miento, y hubo un pequeño gesto de sorpresa en mis ojos cuando descubrieron un manojo de inconfundi­bles flores cultivadas que daban prueba de haber sido regadas recientemente. Sin lugar a dudas la lápida había servido alguna vez como escalón. Sobre ella aparecía grabada, o mejor dicho excavada, una inscrip­ción que decía lo siguiente:

AH WEE - CHINO

Edad desconocida. Trabajó para Jo. Dunfer
Este monumento fue erigido por él
para mantener fresca la memoria del chino.
Asimismo como aviso a los Celestiales
para que no presuman.
¡Que el diablo se los lleve!
Ella era un buen tipo.

Soy incapaz de expresar mi asombro ante aquella extraña inscripción. La escasa, aunque suficiente, identificación del difunto, el candor atrevido de la confesión, el brutal anatema, el absurdo cambio de sexo y sentimiento: todo indicaba que este protocolo era obra de alguien que, como mínimo, debía de haber estado tan loco como afligido. Pensé que cualquier revelación posterior sería una miserable decepción, por lo que, con un respeto inconsciente por el efecto dramático, me di la vuelta completamente y me alejé de allí. No volví por aquella parte de la región en cuatro años.

II

Quien hace a los bueyes cuerdos
debería él mismo estarlo

-¡Arre, viejo Fuddy-Duddy![1]
Esta orden singular salió de los labios de un extraño hombrecillo sentado en lo alto de un carro lleno de leña, tirado por una yunta de bueyes, que hacían avanzar lentamente simulando un poderoso esfuerzo que evidentemente no engañaba a su amo y señor. Como en aquel momento daba la casualidad de que aquel individuo me estaba mirando a mí, que me encontraba junto a la carretera, directamente a la cara, no quedaba del todo claro si era a mí a quien se dirigía o a sus bestias; tampoco podría decir si se llamaban Fuddy y Duddy, y eran las dos sujeto del imperativo «arre». De cualquier modo, la orden no tuvo ningún efecto sobre nosotros y el extraño hombrecillo apartó sus ojos de los míos mucho antes de golpear alternati­vamente a Fuddy y a Duddy con una vara larga, mientras juraba en voz baja pero con decisión: «¡Mal­dita sea vuestra piel!», como si disfrutaran de aquel tegumento en común. Al comprobar que la petición de que me llevara no había atraído su atención lo más mínimo y sintiendo que me iba quedando cada vez más rezagado, coloqué un pie sobre la circunferencia interior de una rueda trasera que, al girar, me elevó lentamente hasta la altura del centro, desde donde abordé la empresa, sans cérémonie, de arrastrarme hasta sentarme al lado del cochero, que no me prestó aten­ción hasta que hubo administrado otro castigo indis­criminado a su ganado, acompañado del consejo de «¡esforzaos, malditos incapaces!» Después, el amo del carromato (o mejor dicho, el amo anterior, porque no pude evitar un sentimiento caprichoso de que todo aquel tinglado era mi legítimo premio) apuntó sus grandes ojos negros hacia mí y, mostrando una expre­sión extraña y en cierto modo desagradable, familiar, dejó a un lado la vara (que ni floreció ni se convirtió en serpiente, como yo casi había esperado), se cruzó de brazos y preguntó solemnemente:
-¿Qué hizo con el viejo Whisky?
Mi respuesta natural habría sido que me lo había bebido, pero había algo en la pregunta que me sugirió un significado oculto, y algo en el hombre que no invitaba a hacer un chiste fácil. Por eso, al no tener ninguna otra respuesta preparada, simplemente con­tuve la lengua, aunque sentí como si se me estuviera acusando de algo y mi silencio se interpretara como una confesión.
En ese momento una sombra fría me cubrió la mejilla, lo queme obligó a levantar la vista. ¡Estábamos entrando en el barranco! No sé cómo expresar la sensación que me produjo: no había estado allí desde que me abrió su pecho cuatro años antes, y ahora me sentía como alguien a quien un amigo afligido ha confesado un delito acaecido hace tiempo, y al que, por consiguiente, se ha abandonado vilmente. Los viejos recuerdos de Jo. Dunfer, su revelación incom­pleta y la insuficiente nota aclaratoria en la lápida, volvieron sobre mí con una claridad meridiana. Me pregunté qué habría sido de Jo. Me di la vuelta rápi­damente y pregunté a mi prisionero. Estaba vigilando sus bueyes con atención y, sin apartar la vista de ellos, contestó:
-¡Arre, vieja tortuga! Yace al lado de Ah Wee, ahí adelante, en el barranco. ¿Quieres verlo? Siempre vuel­ven al lugar; te estaba esperando. ¡Sooo!
Al oír la larga vocal, Fuddy-Duddy, la tortuga inútil, se detuvieron, y antes de que el sonido se perdiera por el barranco habían doblado sus ocho patas y yacían en el camino polvoriento, sin tener en cuenta las consecuencias sobre su maldita piel. El extraño hombrecillo se deslizó del asiento al suelo y echó a andar por el barranco sin dignarse a volver la cabeza para ver si yo le seguía. Y así era.
Era más o menos la misma estación del año, y casi la misma hora del día, que cuando lo visité por última vez. Los arrendajos vociferaban con fuerza y los árboles susurraban misteriosamente, como la otra vez. Por alguna razón, en los dos sonidos observé una fantástica analogía con la abierta jactancia de la verborrea de Mr.
Jo. Dunfer y la secreta reticencia de sus modales, y con la indistinta severidad y ternura de su única produc­ción literaria: el epitafio. Todo parecía seguir igual en el valle, salvo la cañada, que estaba prácticamente cubierta de maleza. Sin embargo, cuando llegamos al «claro» la alteración era mayor. Entre los tocones y troncos de los pequeños árboles caídos, aquellos que habían sido cortados «al estilo chino» no se distinguían ya de los que lo habían sido «al modo Mejicano». Era como si el barbarismo del Viejo Mundo y la civiliza­ción del Nuevo hubieran reconciliado sus diferencias por medio del arbitrio de un deterioro imparcial, como ocurre entre los pueblos civilizados. El otero seguía allí, pero los peñascos tudescos habían invadido y casi arrasado las lacias hierbas. Y la patricia violeta de jardín había capitulado ante su hermano plebeyo (tal vez había retornado a su forma original.) Otra tumba, un túmulo grande y vigoroso, había sido cons­truida junto a la primera, que parecía encogerse ante la comparación. A la sombra de una nueva lápida, la vieja yacía postrada, con su maravillosa inscripción ilegible por la acumulación de hojas y tierra. En cuanto al mérito literario, la nueva era inferior a la antigua, resultando incluso repulsiva por su humor lacónico y salvaje:

JO.DUNFER. ELIMINADO

Me aparté de ella con indiferencia y, retirando las hojas que cubrían la lápida del pagano difunto, devolví a la luz las palabras burlonas que, frescas aún después de su largo olvido, daban la impresión de tener un cierto patetismo. Mi guía también pareció adoptar una seriedad añadida al leerla y creí detectar bajo su actitud caprichosa algo de honorabilidad, casi de dignidad. Pero mientras le observaba, su aspecto anterior, tan sutilmente inhumano, tan atormentadamente fami­liar, volvió a surgir de aquellos enormes ojos, repug­nantes y a la vez atractivos. Decidí poner fin a aquel misterio, si es que era posible.
-Amigo -dije señalando la tumba más pequeña-, ¿asesinó Jo. Dunfer a ese chino?
Estaba apoyado contra un árbol, con la vista en la copa de otro o en el cielo azul que había más allá. No apartó la vista, ni varió su postura, mientras decía lentamente:
-No, señor. Cometió un homicidio justificado.
-Entonces, realmente le mató.
-¿Matarle? Debería decir que sí, claro. ¿No lo sabe ya todo el mundo? ¿No se presentó al juez y lo confesó? ¿Y no hubo un veredicto de «encontró la muerte» por un saludable sentimiento cristiano que actuaba en el corazón caucasiano? ¿Y no rechazó la iglesia de Mexi­can Hill a Whisky por eso? ¿No le eligió el pueblo soberano Juez de Paz para que ajustara las cuentas con los evangelistas? No sé dónde se ha criado usted.
-Pero, ¿hizo Jo. eso porque el chino no quería, o no quiso, aprender a talar árboles como lo hacen los blancos?
-¡Claro! Así consta en el protocolo, lo que lo con­vierte en verdadero y legal. Que yo conozca mejor los hechos no supone ninguna diferencia respecto a la verdad legal; no fue mi funeral y nadie me invitó a pronunciar una oración. Pero el hecho es que Whisky tenía celos de -añadió aquel tunante, henchido de orgullo como un pavo real, mientras pretendía ajus­tarse un imaginario lazo de corbata, añadiendo el efecto producido por la palma de su mano, colocada delante de él como si fuera un espejo.
-¡Celos de usted! -repetí con una asombrosa mala educación.
-Eso he dicho. ¿Por qué no? ¿No tengo yo buen aspecto? -Adoptó una actitud burlona con estudiada gracia y se estiró el raído chaleco para quitarle las arrugas. Después, haciendo que el tono de su voz decreciera hasta un nivel muy bajo, de una dulzura excepcional, prosiguió-: Whisky pensaba mucho en aquel chino; nadie más que yo sabía cómo le mimaba. No podía soportar dejar de verle, ¡el maldito proto­plasma! Y cuando un día vino a este claro y nos encontró a él y a mí descuidando el trabajo (a él dormido y a mí quitándole una tarántula de la manga) Whisky agarró mi hacha y nos sacudió, bien y fuerte. Yo conseguí esquivar el golpe, porque la araña me picó, pero a Ah Wee le dio de lleno en un costado y empezó a revolverse. Whisky iba a asestarme un hachazo cuan­do vio la araña agarrada a mi dedo. Entonces se dio cuenta de que había hecho una barbaridad. Tiró el hacha y se arrodilló junto a Ah Wee quien, dando un pequeño puntapié y abriendo los ojos (que eran igual que los míos), estiró los brazos, agarró la desagradable cabeza de Whisky y la mantuvo así mientras estuvo allí. Lo que no duró mucho, porque un temblor le recorrió el cuerpo y, tras emitir un quejido, la espichó.
Durante el desarrollo de la historia, el narrador se había ido transfigurando. El elemento cómico, o me­jor dicho, sardónico, había desaparecido, y mientras relataba aquella extraña escena me fue difícil mantener la compostura. Este actor consumado me había mane­jado de tal modo que la compasión debida a sus dramatis personae le fue otorgada a él. Avancé para agarrarle la mano, pero de repente una amplia sonrisa apareció en su rostro.
Con una risa ligeramente burlona, continuó:
-Cuando Whisky consiguió sacar el gaznate de allí, verle era todo un acontecimiento. Sus elegantes ropas (vestía de un modo deslumbrante por entonces) esta­ban completamente destrozadas. Tenía el pelo revuelto y la cara (lo que pude ver de ella) estaba más blanca que la flor de lis. Me lanzó una larga mirada y apartó la vista hacia otro lado, como si yo no contara; y entonces sentí unos agudos pinchazos que me subían desde el dedo hasta la cabeza, y Gopher se vio rodeado de oscuridad. Por eso no estuve presente en la investigación.
-Pero, ¿por qué contuvo la lengua después?
-Mi lengua es así -replicó, sin decir una palabra más sobre ello.
-Después de aquello -continuó aquel individuo­Whisky se dio cada vez más a la bebida y llegó a convertirse en un fanático «anti-coolie», aunque no creo que se alegrara especialmente de haberse deshecho de Ah Wee. Nunca se dio tanta importancia por ello cuando estábamos solos como la vez en que consiguió un oído tan atento, de una maldita «Extravaganza Espectacular», como el suyo. Levantó la lápida y exca­vó con la gubia, de acuerdo con su carácter mutable, esta inscripción. Tardó tres semanas, trabajando cuan­do no estaba borracho. Yo grabé la suya en un día.
Entonces pregunté con descuido:
-¿Cuándo murió Jo?
La respuesta me dejó sin respiración:
-Poco después de que yo le viera a través del agujero del tablón, cuando usted le puso algo en el whisky, ¡maldito Borgia!
Una vez repuesto de mi sorpresa por tan asombrosa acusación, estaba casi dispuesto a estrangular a aquel difamador audaz, pero la repentina convicción que me asaltó a la luz de aquella revelación, me reprimió. Le miré seriamente y le pregunté, con la mayor tranqui­lidad que pude:
-¿Y cuándo se volvió usted loco?
-¡Hace nueve años! -exclamó, extendiendo sus pu­ños cerrados-. Hace nueve años, ¡cuando aquel salvaje mató a la mujer que le amaba a él, y no a mí! A mí, que le había seguido desde San Francisco, ¡donde el viejo Whisky la había ganado en una partida de pó­quer! A mí, que me había preocupado por ella durante años, ¡cuando el canalla al que pertenecía se avergon­zaba de reconocerla y tratarla bien! A mí, que por el bien de ella mantuve oculto su terco secreto ¡hasta que le devoró! A mí, que cuando usted envenenó a la bestia ¡cumplí su último deseo de yacer al lado de ella y colocar una lápida junto a su cabeza! Y desde entonces nunca he vuelto a visitar la tumba de Ah Wee, porque no quiero encontrarme con él aquí.
-¿Encontrarse con él? Pero, Gopher, mi pobre ami­go, ¡él está muerto!
-Por eso le tengo miedo.
Seguí a aquel desgraciado hasta la carreta y estreché su mano para despedirme. La noche empezaba a caer y, mientras me encontraba allí, junto al camino, obser­vando los vagos contornos del carro que se alejaba en aquella creciente oscuridad, me llegó un sonido a través del viento vespertino, un sonido semejante al de una serie de golpes vigorosos, y una oz salió de la noche:
-Arre, maldito viejo Geranio[2]

1.007. Briece (Ambrose)





[1] Fuddy-Duddy. En "slang" tiene el significado de persona timorata, conservadora y falta de imagina-ción, especialmente re­ferido a una persona de edad. Algo así como un carcamal.
[2] Geranium. Además de referirse a la planta, en "slang" se emplea para hacer alusión a una chica bonita.

El solicitante

Abriéndose paso entre la capa de nieve que había caído la noche anterior, que le llegaba hasta las espinillas, y estimulado por la alegría de su hermana pequeña que le seguía por el camino que él iba abriendo, el hijo del ciudadano más distinguido de Grayville, un muchacho pequeño y robusto, chocó uno de sus pies con algo que no resultaba visible bajo la superficie de la nieve. El propósito de esta narración es explicar cómo llegó hasta allí
Nadie que hubiera tenido la suerte de pasar por Grayville durante el día podía dejar de observar el gran edificio de piedra que coronaba la colina baja situada al norte de la estación del ferrocarril: es decir hacia la derecha si uno se dirigía a Great Mowbray. Es un edificio de aspecto algo insípido, del estilo "comatoso temprano", que parecía haber sido construido por un arquitecto que huía de la publicidad, y aunque no pudo ocultar su obra -en este caso incluso se vio obligado a mostrarla por tener que situarla a la vista de los hombres, sobre un promontorio, hizo honestamente todo lo que pudo para asegurarse de que nadie le echara una segunda mirada. Por lo que concierne a su aspecto exterior y visible, el Hogar de Hombres Ancianos Abersush es incuestiona-blemente poco hospitalario por lo que se refiere a la atención humana.
Pero es un edificio de gran magnitud que costó a su benevolente fundador los beneficios de muchas cargas de té, sedas y especias que traían sus barcos desde los bajos fondos cuando se dedicaba al comercio en Boston; aunque los gastos principales fueron los de dotar el edificio de todo lo necesario. En resumidas cuentas, esta imprudente persona había robado a sus herederos una suma no inferior al medio millón de dólares, de los que se deshizo con donaciones desenfrenadas. Con la idea, posiblemente, de desa-parecer de la vista de los testigos silenciosos de su extravagancia, poco después dispuso de todas las propiedades que le quedaban en Grayville, dio la espalda al escenario de su prodigalidad y cruzó el mar en uno de sus barcos. Las murmuraciones, que parecen obtener directamente del cielo su inspiración, afirmaban que fue en busca de una esposa: teoría que no era fácil de reconciliar con la del humorista del pueblo, quien aseguraba solemnemente que el filantrópico soltero había abandonado esta vida (es decir, se había ido de Grayville) porque las doncellas casaderas se lo estaban poniendo demasiado difícil. Pero, aunque así hubiera podido ser, no había regresado, y aunque de vez en cuando llegaban hasta Grayville, de forma poco metódica, vagos rumores acerca de sus recorridos por tierras extrañas, nadie llegó a saber nada con certeza acerca de él, por lo que para la nueva generación llegó a ser nada más que un nombre. Pero sobre la puerta del Hogar de Ancianos, la piedra gritaba ese nombre.
A pesar de lo poco prometedor del exterior, el Hogar es un lugar bastante cómodo para retirarse de todos los males que habían sufrido sus internos por ser pobres, viejos y hombres. En la época a la que se refiere esta breve crónica, debían ser una veintena, pero por su acritud, ingratitud general y nivel de quejas podría parecer que llegaban casi a cien; ése era al menos el cálculo del superintendente, el señor Silas Tilbody. El señor Tilbody tenía la convicción firme de que siempre que los fideicomisarios o administradores admitían a ancianos nuevos, para sustituir a los que se habían ido a otro y mejor Hogar, lo hacían claramente con la voluntad de interrumpir su paz y poner a prueba su paciencia. En verdad, cuanto más se iba relacionando con la institución más poderoso era su sentimiento de que el benevolente plan del fundador se veía tristemente perjudicado por el hecho de tener que admitir internos. No tenía demasiada imaginación, pero con la que poseía acostumbraba a reconstruir el Hogar para Hombres Ancianos en una especie de "castillo en el aire", con él mismo como castellano, dedicado a mantener hospitalariamente a una veintena de aseados y prósperos caballeros de mediana edad, de muy buen humor y con la voluntad de pagar cortésmente por la comida y el alojamiento. En esta revisión del proyecto filantrópico, felizmente no existían los fideicomisarios, a quienes les debía su trabajo y ante los que era responsable de su conducta. Por lo que se refiere a los fideico-misarios, el humorista del pueblo antes mencionado sostenía que, en su gestión de la gran obra caritativa, la providencia les había proporcionado solícitamente incentivos para su prosperidad. Nada sabemos de las deducciones que esperaba el humorista se extrajeran de dicha opinión; los internos, que desde luego eran los más implicados, ni la apoyaban ni la negaban.
Vivían sus escasos restos de vida, se deslizaban a unas tumbas ordenadamente numeradas y eran sucedidos por otros ancianos que se asemejaban a ellos todo lo que podría haber deseado el Adversario de la Paz. Si el Hogar era un lugar de castigo por el pecado de haber sido manirrotos, los veteranos pecadores buscaban justicia con una persistencia que era testigo de la sinceridad de su arrepentimiento. Hacia uno de ellos invito ahora al lector a que preste su atención.
Por lo que se refiere al atuendo, dicha persona no resultaba excesivamente atractiva. Pues dada la estación, mediados de invierno, hasta un observador descuidado habría visto en él una estratagema astuta de aquel que no está dispuesto a compartir los frutos de su trabajo con los cuervos que ni trabajan ni hilan; un error que no habría podido disiparse sin una observación más prolongada y atenta; pues su avance por la calle Abersush, hacia el Hogar, en la oscuridad de una tarde invernal, no resultaba más veloz del que podría haberse esperado de un espantapájaros bendecido con la juventud, la salud y el descontento. Aquel hombre iba claramente mal vestido, aunque no careciera de cierta salud ni de buen gusto; pues resultaba evidente que era un solicitante que trataba de ser admitido en el Hogar, donde la pobreza era una cualificación. En el ejército de los indigentes, el uniforme son los harapos, que sirven a los oficiales reclutantes para distinguir a sus soldados.
Cuando el anciano cruzó la puerta de la finca y empezó a ascender arrastrando los pies por el ancho camino, blanqueado ya por la nieve que caía rápidamente y que él, de vez en cuando, se sacudía de diversos rincones de su cuerpo, se colocó bajo la inspección de un farol grande y redondo que estaba encendido la noche entera encima de la puerta principal del edificio. Como si no deseara someterse a sus reveladores rayos luminosos, giró hacia la izquierda, recorrió una considerable distancia a lo largo de la fachada principal del edificio, llamó en una puerta más pequeña de cuyo interior salía una luz más tenue a través de un montante en forma de abanico, y que por tanto se extendía, poco favorable a la curiosidad, hacia arriba. El personaje que abrió la puerta no fue otro que el propio e importante señor Tilbody. Al observar al visitante, quien de inmediato se destocó y redujo algo el radio de la curvatura permanente de su espalda, el hombre importante no dio señal visible ni de sorpresa ni de incomodidad. El señor Tilbody se encontraba en un estado poco común de buen humor, fenómeno que sin duda podía achacarse a la alegre influencia del momento, pues era la víspera de Navidad y el siguiente día sería esa bendita trescientas setenta y cincoava parte del año que todas las almas cristianas destinan a sus mejores hazañas de bondad y de alegría. Tan repleto estaba el señor Tilbody del espíritu del momento que su rostro grueso y sus ojos de color azul claro -cuyo fuego inexistente permitía distinguirlo de una calabaza que se hubiera dado fuera de temporada- difundían un brillo tan afable que era una pena que no pudiera mantener solazándose en la conciencia de su propia identidad. Iba preparado con sombrero, botas, abrigo y paraguas, tal como correspondía a una persona a punto de exponerse a la noche y la tormenta en una misión de caridad; pues el señor Tilbody acababa de despedirse de su esposa y de sus hijos para ir "al centro" a comprar los elementos con los que confirmar la falsedad anual acerca de ese santo de vientre hinchado que frecuenta las chimeneas para recompensar a las niñas y niños pequeños que son buenos y sobre todo fieles. Ésa es la razón de que no invitara al anciano a entrar, sino que le saludara alegremente con estas palabras:
-¡Hola! Viene justo a tiempo. Un momento más tarde y no me habría encontrado. Vamos, no tengo tiempo que perder; haremos juntos una parte del camino.
-Se lo agradezco -contestó el anciano, sobre cuyo rostro delgado y blanco, pero no innoble, la luz de la puerta abierta dejaba al descubierto una expresión que era, quizás, de decepción. Pero si los fideicomisarios...si mi solicitud...
 -Los fideicomisarios han aceptado que su solicitud no les es aceptable -contestó el señor Tilbody cerrando así dos puertas, con lo que eliminaba dos tipos de luz.
Hay algunos sentimientos que no resultan apropiados para la Navidad, pero el humor tiene para sí, lo mismo que la muerte, todas las estaciones.
-¡Ay, Dios mío! -gritó el anciano en un tono tan ronco y tenue que la invocación resultó cualquier cosa menos impresionante, y al menos a uno de sus dos auditores le pareció ciertamente algo ridícula. Al Otro... Pero éste es un asunto que los profanos no tenemos suficiente luz para exponer.
-Sí -prosiguió el señor Tilbody acomodando su paso al del compañero, que mecánicamente, pero no con demasiado éxito, recorría a la inversa el camino que él mismo había abierto en la nieve. Han decidido que dadas las circunstancias, las circunstancias muy peculiares, usted me entenderá, no sería adecuado admitirle. Como superintendente y secretario ex officio de la honorable junta -tal como el señor Tilbody "pronunciaba claramente su título", la magnitud del gran edificio, visto tras el velo que formaba la nieve al caer, parecía sufrir algo con la comparación, es mi deber informarle de que, con las palabras mismas del presidente, el diácono Byram, su presencia en el Hogar resultaría, repito que dadas las circunstancias, peculiarmente embarazosa. Consideré que era mi deber someter a la honorable junta la expresión que me hizo usted ayer de sus necesidades, su condición física y las pruebas que la Providencia ha tenido a bien enviarle, y hasta el esfuerzo de presentar personal-mente su petición; pero tras una consideración cuidadosa, y me atrevería a decir suplicatoria, de su caso -y confío que también algo de esa gran capacidad para la caridad que es apropiada a esta estación, se decidió que no estaría justificado hacer nada que probablemente dañaría la utilidad de la institución que se ha confiado (por la Providencia) a nuestro cuidado.
Mientras hablaban, habían salido ya de los terrenos del Hogar; el farol situado frente a la puerta resultaba apenas visible por causa de la nieve. Se había borrado ya el rastro anterior del anciano y éste parecía inseguro con respecto a qué camino debería seguir. El señor Tilbody se había adelantado un poco, pero se detuvo y se dio la vuelta hacia él, pues no parecía deseoso de perder aquella oportunidad.
-Dadas las circunstancias, la decisión...
Pero el anciano resultaba inaccesible a la capacidad persuasiva de su verbosidad; había cruzado la calle hacia un solar vacío y seguía avanzando en una progresión bastante sinuosa hacia ningún lugar en particular; lo cual, puesto que no tenía ningún lugar en particular al que acudir, no era un procedimiento tan irrazonable como podría parecer.
 Y así es como sucedió que a la mañana siguiente, cuando las campanas de las iglesias de todo Grayville sonaban con la unción adicional que era apropiada al día, el robusto y pequeño hijo del diácono Byram, abriéndose un camino por la nieve hasta el lugar de veneración, golpeó uno de sus pies contra el cuerpo del filántropo Amasa Abersush.

1.007. Briece (Ambrose)