I
Cómo talan los árboles en China
A media milla hacia el norte desde el bar de Jo.
Dunfer, en el camino de Hutton a Mexican Hill, la
carretera baja hacia un barranco al que no llega el sol, y que se despliega a derecha
e izquierda de un modo semiconfidencial, como si tuviera un secreto que
revelar en un período más conveniente. Nunca cabalgaba por allí sin mirar
primero a un lado y luego al otro, para ver si había llegado el momento de la
revelación. Si no veía nada, y nunca vi nada, no me decepcionaba, pues sabía
que la manifes-tación sencillamente estaba siendo retenida un tiempo por
alguna buena razón que yo no era quién para poner en entredicho. Que un día se
me revelarían todas esas confidencias era algo de lo que no dudaba, no más que
de la existen-cia del propio Jo. Dunfer, por cuyas tierras discurría el
barranco.
Se decía que Jo. había intentado una vez levantar
una cabaña en alguna remota parte de él, pero por alguna razón había abandonado
la empresa y construido su actual establecimiento hermafrodita, mitad bar,
mitad vivienda, junto al camino, en el extremo más alejado de su propiedad; lo
más alejado posible, como si tuviera el propósito de mostrar cuán radicalmente
había cambiado de idea.
Este Jo. Dunfer, o Whisky Jo., como era conocido
familiarmente en los contornos, era un personaje muy importante por estos
parajes. Aparentaba unos cuarenta años, y era un tipo alto, greñudo, de
facciones contraídas, con un brazo torcido y una mano nudosa como un manojo de
llaves de prisión. Era un individuo con mucho vello, que andaba encorvado, como
alguien que está a punto de saltar sobre algo para destrozarlo.
Aparte de la peculiaridad a la que debía su apodo
local, la característica más destacada de Mr. Dunfer era una antipatía,
profundamente arraigada, hacia lo chino. Una vez le vi sufrir un ataque de
rabia porque uno de sus vaqueros había permitido a un asiático rendido por el
viaje saciar su sed en el abrevadero de los caballos que hay delante del
establecimiento de Jo. Me atreví a reconvenirle con suavidad por su falta de
espíritu cristiano, pero él se limitó a responder que el Nuevo Testamento no
decía nada acerca de los chinos, y se marchó a pagar su enfado con el perro, a
quien supongo que los inspirados escribas también habían olvidado.
Algunos días después le encontré sentado en el bar,
solo, y saqué de nuevo el tema con precaución; observé, para gran alivio mío,
que la austeridad habitual de su expresión se había transformado en algo que a
mí me pareció condescendencia.
-Vosotros, los jóvenes del Este -dijo-, vivís muy
alejados de estas tierras y no comprendéis nuestra actividad. La gente que no
distingue a un Chileño de un Kanaka puede permitirse expresar ideas liberales
sobre la inmigración china, pero el tipo que tiene que luchar por su sustento
con un montón de mestizos «coolies» no tiene tiempo para perderlo en tonterías.
Este gran bebedor, que con toda probabilidad no
había realizado un día de trabajo honrado en su vida, hizo saltar la tapa de
una caja de tabaco china y sacó con el pulgar y el índice un pedazo que parecía
un almiar de heno. Sosteniendo el estimulante a cierta distancia, arremetió de
nuevo con renovada confianza.
-Por si no lo sabías, son una plaga de langostas
devastadoras que atacan todo lo verde que hay en esta bendita tierra de Dios.
En este punto se echó el taco a la boca, y cuando su
mecanismo parlante estuvo de nuevo libre, reanudó su inspirado discurso.
-Hace cinco años tuve aquí a uno, en el rancho, y te
voy a hablar de él para que comprendas lo esencial de este asunto. En aquella
época las cosas no me iban muy bien; bebía más whisky del que tenía prescrito y
no parecía preocuparme, como patriota, de mis obligaciones de ciudadano
americano. Así que contraté a aquel pagano para que fuera algo así como el
cocinero. Pero cuando me convertí en religioso practicante en Mexican Hill y me
hablaron de presentarme como candidato a la Asamblea Legislativa,
me di cuenta de mi error. Pero, ¿qué podía hacer? Si le despedía, algún otro le
contrataría, y no iba a tratarle bien. ¿Qué
podía hacer yo? ¿Qué haría cualquier buen cristiano, especialmente un neófito
rebosante de ideas tales como la hermandad entre los hombres y la paternidad de
Dios?
Jo. hizo una pausa antes de contestar, poniendo una
expresión de frágil satisfacción, como la de alguien que ha resuelto un
problema usando un método no muy digno de confianza. Entonces se levantó, bebió
un vaso de whisky de una botella llena que había en el mostrador y prosiguió
su relato.
Además no servía de mucho, no sabía nada y encima
presumía. Todos lo hacen. Le dije que nones, pero se puso testarudo y siguió en
esa línea mientras duró; después de poner la otra mejilla setenta y siete veces
truqué los dados para que no fuera eterno. Y me alegra haber tenido el valor de
hacerlo.
La alegría de Jo., que por alguna razón no me
impresionó, fue celebrada, debida y ostentosa-mente, con la botella.
-Hace unos cinco años empecé a levantar una choza.
Eso fue antes de que se construyera ésta, y en otro lugar. Puse a Ah Wee y a un
tipo pequeño a cortar la madera. Ni que decir tiene que no esperaba que Ah Wee ayudara
mucho, porque tenía una cara como un día de junio y unos grandes ojos negros;
creo que debían de ser los ojos más endemoniados de la región.
Mientras lanzaba este ataque mordaz contra el sentido
común, Mr. Dunfer
observaba con aire ausente un agujero en el delgado tablero que separaba el bar
del cuarto de estar, como si se tratara de uno de los ojos cuyo tamaño y color
habían dejado a su sirviente inútil para el servicio.
-Ahora vosotros, las torpes gentes del Este, no
queréis creer nada que vaya en contra de los diablos amarillos -estalló de
repente con un tono de seriedad no del todo convincente-, pero te aseguro que aquel chino era el canalla más infame
que puedes encontrar fuera de San Francisco. Aquel miserable mogol con coleta
empezó a horadar los árboles jóvenes alrededor del tronco, como un gusano que
royera un rábano. Le indiqué su error con toda la paciencia que pude y le
enseñé cómo talarlos sólo por dos lados para que cayeran derechos; pero en
cuanto le volvía la espalda, así -dijo volviéndome la espalda y reforzando su
explicación con un nuevo trago de licor-, volvía a las andadas. Ocurría del
siguiente modo: mientras le miraba, así -explicó mirándome de forma un
tanto insegura y con problemas evidentes de visión-, todo estaba bien; pero
cuando apartaba la vista, así-añadió echando un buen trago de la botella-, me
desafiaba. Entonces le miraba con cara de reproche, así, y parecía que
nunca hubiera roto un plato.
Sin duda Mr. Dunfer pretendía de un modo honrado que la mirada
que me había dirigido era sencillamente reprobatoria, pero en realidad era de
lo más adecuada para provocar seria aprensión en cualquier persona inerme que
la recibiera; como además había perdido todo interés en su narrativa fútil e
interminable, me dispuse a marcharme. Antes de que hubiera terminado de
ponerme en pie, se volvió de nuevo hacia el mostrador, y con un casi inaudible
«así», vació la botella de un trago.
¡Cielo santo! ¡Qué alarido! Fue como un Titán en su
última agonía. Jo. retrocedió después de emitirlo, igual que hace un cañón tras
el disparo, y se dejó caer en su silla, como si le hubieran «golpeado en la
cabeza», igual que a una vaca, con los ojos desviados oblicuamente hacia la
pared y mostrando una mirada de terror. Al dirigir la vista en esa dirección
observé que el agujero de la pared se había convertido en un ojo humano, grande
y negro, que se clavaba en los míos con una total ausencia de expresión, más
desagradable que cualquier brillo diabólico. Creo que yo debía de tener la cara
tapada con las manos para hacer que aquella horrible ilusión, si es que era
eso, se desvaneciera, cuando el pequeño tipo blanco, el hombre para todo
dejo., entró en la habitación y rompió el hechizo; entonces salí de la casa
algo aturdido, pensando que el delirium tremens podría ser contagioso.
Mi caballo estaba amarrado junto al abrevadero; lo desaté, subí a él y le di
rienda suelta, pues me encontraba demasiado asustado para preocuparme de hacia
dónde me llevaba.
No sabía qué pensar de todo esto y, como le ocurre a
todo el que no sabe qué pensar, pensé mucho, y con pocos resultados. La única
reflexión que parecía ser completamente satisfactoria era que al día siguiente
me encontraría a varias millas de allí, y con muchas probabilidades de no
volver nunca.
Un frío repentino me sacó de mis abstracciones y, al
levantar la cabeza, me di cuenta de que estaba llegando a las oscuras sombras
del barranco. El día era bochornoso, y este cambio, desde el calor despiadado y
visible de los campos secos a la fresca oscuridad, llena de la austeridad de
los cedros y del canto de los pájaros que habían sido conducidos a su frondoso
asilo, resultaba exquisitamente refrescante. Busqué el misterio, como siempre,
pero al no encontrar el barranco muy comunicativo, desmonté, llevé a mi
sudoroso caballo hacia la espesura, lo até con firmeza a un árbol y me senté en
una roca a meditar.
Comencé por analizar con valor mi superstición
preferida sobre aquel lugar. Una vez que hube desglosado sus elementos
integran-tes, los dispuse en un número oportuno de tropas y escuadrones y,
reuniendo todas las fuerzas de la lógica, avancé hacia ellos desde unas premisas inexpugnables, acompañado de un estruendo de
conclusiones irresistibles, de un gran ruido de carros y del clamor intelectual
general. Entonces, cuando mis tremendos cañones mentales habían vencido toda
oposición y su rugido reverberaba de un modo casi imperceptible en la lejanía
del horizonte de la pura especulación, el derrotado enemigo se desplegó por la
retaguardia, concentró sus fuerzas sigilosamente formando una falange compacta,
y me capturó, con todos los bártulos. Me asaltó una sensación de terror
indescriptible. Para deshacerme de ella, me puse en pie y empecé a abrirme paso
por la estrecha vaguada, siguiendo una vieja cañada llena de hierba que
discurría por el fondo, en sustitución del arroyo que la Naturaleza había
olvidado proveer.
Los árboles entre los que se perdían los caminos
eran normales, plantas de buen comportamiento, un poco perversas en el tronco y
excéntricas en las ramas, pero sin nada de misterioso en su aspecto general.
Unos cuantos peñascos se habían desprendido de las laderas del barranco para
establecerse independientemente en el fondo, habían destrozado la cañada, aquí
y allá, pero su pétreo reposo no tenía en absoluto la rigidez de la muerte.
Había un silencio sepulcral en el valle, es cierto, y por encima de él se
escuchaba un misterioso susurro: era el viento, que acariciaba las copas de los
árboles; eso era todo.
No se me había ocurrido relacionar el relato del
borracho Jo. Dunfer con lo que ahora buscaba; sólo cuando llegué a un espacio
abierto y tropecé con los troncos a ras de suelo de algunos árboles pequeños, tuve
la revelación. Era el emplazamiento de la cabaña abandonada. El descubrimiento
quedó verificado al advertir que algunos de los podridos tocones estaban
mellados alrededor, de un modo que nunca se le ocurriría a un leñador, mientras
otros apare-cían cortados limpiamente, y los extremos de los troncos correspon-dientes
tenían esa forma de cuña roma producida por el hacha de un maestro.
El claro que había entre los árboles no abarcaba más
de treinta pasos. A un lado había un pequeño otero, un montículo natural sin
arbustos, aunque cubierto de plantas silvestres, sobre las que sobresalía ¡la
lápida de una tumba!
No recuerdo haber sentido por aquel descubrimiento
nada parecido a sorpresa. Observé aquella tumba solitaria con una sensación
semejante a la que Colón debió de experimentar cuando vio las colinas y promontorios
del Nuevo Mundo. Antes de acercarme a ella acabé de examinar con calma los
alrededores. Incluso fui culpable de la presunción de dar cuerda al reloj en
aquella hora tan insólita, sin tomar precauciones ni decisiones innecesarias.
Después, me aproximé al misterio.
La tumba, bastante pequeña, se encontraba en mejor
estado del que cabría esperar por su edad y aislamiento, y hubo un pequeño
gesto de sorpresa en mis ojos cuando descubrieron un manojo de inconfundibles
flores cultivadas que daban prueba de haber sido regadas recientemente. Sin
lugar a dudas la lápida había servido alguna vez como escalón. Sobre ella
aparecía grabada, o mejor dicho excavada, una inscripción que decía lo siguiente:
AH WEE - CHINO
Edad desconocida. Trabajó para
Jo. Dunfer
Este monumento fue erigido por él
para mantener fresca la memoria del chino.
Asimismo como aviso a los Celestiales
para que no presuman.
¡Que el diablo se los lleve!
Ella era un buen tipo.
Soy incapaz de expresar mi asombro ante aquella
extraña inscripción. La escasa, aunque suficiente, identificación del difunto,
el candor atrevido de la confesión, el brutal anatema, el absurdo cambio de
sexo y sentimiento: todo indicaba que este protocolo era obra de alguien que,
como mínimo, debía de haber estado tan loco como afligido. Pensé que cualquier
revelación posterior sería una miserable decepción, por lo que, con un respeto
inconsciente por el efecto dramático, me di la vuelta completamente y me alejé
de allí. No volví por aquella parte de la región en cuatro años.
II
Quien hace a los bueyes cuerdos
debería él mismo estarlo
-¡Arre, viejo Fuddy-Duddy!
Esta orden singular salió de los labios de un
extraño hombrecillo sentado en lo alto de un carro lleno de leña, tirado por
una yunta de bueyes, que hacían avanzar lentamente simulando un poderoso
esfuerzo que evidentemente no engañaba a su amo y señor. Como en aquel momento
daba la casualidad de que aquel individuo me estaba mirando a mí, que me encontraba
junto a la carretera, directamente a la cara, no quedaba del todo claro si era
a mí a quien se dirigía o a sus bestias; tampoco podría decir si se llamaban
Fuddy y Duddy, y eran
las dos sujeto del imperativo «arre». De cualquier modo, la orden no tuvo
ningún efecto sobre nosotros y el extraño hombrecillo apartó sus ojos de los
míos mucho antes de golpear alternativamente a Fuddy y a Duddy con una vara
larga, mientras juraba en voz baja pero con decisión: «¡Maldita sea vuestra
piel!», como si disfrutaran de aquel tegumento en común. Al comprobar que la
petición de que me llevara no había atraído su atención lo más mínimo y
sintiendo que me iba quedando cada vez más rezagado, coloqué un pie sobre la
circunferencia interior de una rueda trasera que, al girar, me elevó lentamente
hasta la altura del centro, desde donde abordé la empresa, sans cérémonie,
de arrastrarme hasta sentarme al lado del cochero, que no me prestó
atención hasta que hubo administrado otro castigo indiscriminado a su ganado,
acompañado del consejo de «¡esforzaos, malditos incapaces!» Después, el amo del
carromato (o mejor dicho, el amo anterior, porque no pude evitar un sentimiento
caprichoso de que todo aquel tinglado era mi legítimo premio) apuntó sus
grandes ojos negros hacia mí y, mostrando una expresión extraña y en cierto
modo desagradable, familiar, dejó a un lado la vara (que ni floreció ni se
convirtió en serpiente, como yo casi había esperado), se cruzó de brazos y
preguntó solemnemente:
-¿Qué hizo con el viejo Whisky?
Mi respuesta natural habría sido que me lo había
bebido, pero había algo en la pregunta que me sugirió un significado oculto, y
algo en el hombre que no invitaba a hacer un chiste fácil. Por eso, al no tener
ninguna otra respuesta preparada, simplemente contuve la lengua, aunque sentí
como si se me estuviera acusando de algo y mi silencio se interpretara como una
confesión.
En ese momento una sombra fría me cubrió la mejilla,
lo queme obligó a levantar la vista. ¡Estábamos entrando en el barranco! No sé
cómo expresar la sensación que me produjo: no había estado allí desde que me
abrió su pecho cuatro años antes, y ahora me sentía como alguien a quien un
amigo afligido ha confesado un delito acaecido hace tiempo, y al que, por
consiguiente, se ha abandonado vilmente. Los viejos recuerdos de Jo. Dunfer, su
revelación incompleta y la insuficiente nota aclaratoria en la lápida,
volvieron sobre mí con una claridad meridiana. Me pregunté qué habría sido de
Jo. Me di la vuelta rápidamente y pregunté a mi prisionero. Estaba vigilando
sus bueyes con atención y, sin apartar la vista de ellos, contestó:
-¡Arre, vieja tortuga! Yace al lado de Ah Wee, ahí
adelante, en el barranco. ¿Quieres verlo? Siempre vuelven al lugar; te estaba
esperando. ¡Sooo!
Al oír la larga vocal, Fuddy-Duddy, la tortuga
inútil, se detuvieron, y antes de que el sonido se perdiera por el barranco
habían doblado sus ocho patas y yacían en el camino polvoriento, sin tener en
cuenta las consecuencias sobre su maldita piel. El extraño hombrecillo se deslizó
del asiento al suelo y echó a andar por el barranco sin dignarse a volver la
cabeza para ver si yo le seguía. Y así era.
Era más o menos la misma estación del año, y casi la
misma hora del día, que cuando lo visité por última vez. Los arrendajos vociferaban
con fuerza y los árboles susurraban misteriosamente, como la otra vez. Por
alguna razón, en los dos sonidos observé una fantástica analogía con la abierta
jactancia de la verborrea de Mr.
Jo. Dunfer y la secreta reticencia de sus modales, y
con la indistinta severidad y ternura de su única producción literaria: el
epitafio. Todo parecía seguir igual en el valle, salvo la cañada, que estaba
prácticamente cubierta de maleza. Sin embargo, cuando llegamos al «claro» la
alteración era mayor. Entre los tocones y troncos de los pequeños árboles
caídos, aquellos que habían sido cortados «al estilo chino» no se distinguían
ya de los que lo habían sido «al modo Mejicano». Era como si el barbarismo del
Viejo Mundo y la civilización del Nuevo hubieran reconciliado sus diferencias
por medio del arbitrio de un deterioro imparcial, como ocurre entre los pueblos
civilizados. El otero seguía allí, pero los peñascos tudescos habían invadido y
casi arrasado las lacias hierbas. Y la patricia violeta de jardín había capitulado
ante su hermano plebeyo (tal vez había retornado a su forma original.) Otra
tumba, un túmulo grande y vigoroso, había sido construida junto a la primera,
que parecía encogerse ante la comparación. A la sombra de una nueva lápida, la
vieja yacía postrada, con su maravillosa
inscripción ilegible por la acumulación de hojas y tierra. En cuanto al mérito
literario, la nueva era inferior a la antigua, resultando incluso repulsiva por
su humor lacónico y salvaje:
JO.DUNFER. ELIMINADO
Me aparté de ella con indiferencia y, retirando las
hojas que cubrían la lápida del pagano difunto, devolví a la luz las palabras
burlonas que, frescas aún después de su largo olvido, daban la impresión de
tener un cierto patetismo. Mi guía también pareció adoptar una seriedad añadida
al leerla y creí detectar bajo su actitud caprichosa algo de honorabilidad,
casi de dignidad. Pero mientras le observaba, su aspecto anterior, tan
sutilmente inhumano, tan atormentadamente familiar, volvió a surgir de
aquellos enormes ojos, repugnantes y a la vez atractivos. Decidí poner fin a
aquel misterio, si es que era posible.
-Amigo -dije señalando la tumba más pequeña-,
¿asesinó Jo. Dunfer a ese chino?
Estaba apoyado contra un árbol, con la vista en la
copa de otro o en el cielo azul que había más allá. No apartó la vista, ni
varió su postura, mientras decía lentamente:
-No, señor. Cometió un homicidio justificado.
-Entonces, realmente le mató.
-¿Matarle? Debería decir que sí, claro. ¿No lo sabe
ya todo el mundo? ¿No se presentó al juez y lo confesó? ¿Y no hubo un veredicto
de «encontró la muerte» por un saludable sentimiento cristiano que actuaba en
el corazón caucasiano? ¿Y no rechazó la iglesia de Mexican Hill a Whisky
por eso? ¿No le eligió el pueblo soberano Juez de Paz para que ajustara las
cuentas con los evangelistas? No sé dónde se ha criado usted.
-Pero, ¿hizo Jo. eso porque el chino no quería, o no
quiso, aprender a talar árboles como lo hacen los blancos?
-¡Claro! Así consta en el protocolo, lo que lo convierte
en verdadero y legal. Que yo conozca mejor los hechos no supone ninguna
diferencia respecto a la verdad legal; no fue mi funeral y nadie me invitó a
pronunciar una oración. Pero el hecho es que Whisky tenía celos de mí -añadió aquel tunante, henchido de
orgullo como un pavo real, mientras pretendía ajustarse un imaginario lazo de
corbata, añadiendo el efecto producido por la palma de su mano, colocada
delante de él como si fuera un espejo.
-¡Celos de usted! -repetí con una asombrosa
mala educación.
-Eso he dicho. ¿Por qué no? ¿No tengo yo buen
aspecto? -Adoptó una actitud burlona con estudiada gracia y se estiró el raído
chaleco para quitarle las arrugas. Después, haciendo que el tono de su voz
decreciera hasta un nivel muy bajo, de una dulzura excepcional, prosiguió-: Whisky
pensaba mucho en aquel chino; nadie más que yo sabía cómo le mimaba. No podía
soportar dejar de verle, ¡el maldito protoplasma! Y cuando un día vino a este
claro y nos encontró a él y a mí descuidando el trabajo (a él dormido y a mí
quitándole una tarántula de la manga) Whisky agarró mi hacha y nos sacudió,
bien y fuerte. Yo conseguí esquivar el golpe, porque la araña me picó, pero a
Ah Wee le dio de
lleno en un costado y empezó a revolverse. Whisky iba a asestarme un hachazo
cuando vio la araña agarrada a mi dedo. Entonces se dio cuenta de que había
hecho una barbaridad. Tiró el hacha y se arrodilló junto a Ah Wee quien,
dando un pequeño puntapié y abriendo los ojos (que eran igual que los míos),
estiró los brazos, agarró la desagradable cabeza de Whisky y la mantuvo así
mientras estuvo allí. Lo que no duró mucho, porque un temblor le recorrió el
cuerpo y, tras emitir un quejido, la espichó.
Durante el desarrollo de la historia, el narrador se
había ido transfigurando. El elemento cómico, o mejor dicho, sardónico, había
desaparecido, y mientras relataba aquella extraña escena me fue difícil
mantener la compostura. Este actor consumado me había manejado de tal modo que
la compasión debida a sus dramatis personae le fue
otorgada a él. Avancé para agarrarle la mano, pero de repente una amplia sonrisa apareció en su rostro.
Con una risa
ligeramente burlona, continuó:
-Cuando Whisky consiguió sacar el gaznate de allí,
verle era todo un acontecimiento. Sus elegantes ropas (vestía de un modo
deslumbrante por entonces) estaban completamente destrozadas. Tenía el pelo
revuelto y la cara (lo que pude ver de ella) estaba más blanca que la flor de
lis. Me lanzó una larga mirada y apartó la vista hacia otro lado, como si yo no
contara; y entonces sentí unos agudos pinchazos que me subían desde el dedo
hasta la cabeza, y Gopher se vio rodeado de oscuridad. Por eso no estuve
presente en la investigación.
-Pero, ¿por qué contuvo la lengua después?
-Mi lengua es así -replicó, sin decir una palabra
más sobre ello.
-Después de aquello -continuó aquel individuoWhisky
se dio cada vez más a la bebida y llegó a convertirse en un fanático
«anti-coolie», aunque no creo que se alegrara especialmente de haberse deshecho
de Ah Wee. Nunca se
dio tanta importancia por ello cuando estábamos solos como la vez en que
consiguió un oído tan atento, de una maldita «Extravaganza Espectacular»,
como el suyo. Levantó la lápida y excavó con la gubia, de acuerdo con su
carácter mutable, esta inscripción. Tardó tres semanas, trabajando cuando no
estaba borracho. Yo grabé la suya en un día.
Entonces pregunté con descuido:
La respuesta me dejó sin respiración:
-Poco después de que yo le viera a través del
agujero del tablón, cuando usted le puso algo en el whisky, ¡maldito Borgia!
Una vez repuesto de mi sorpresa por tan asombrosa
acusación, estaba casi dispuesto a estrangular a aquel difamador audaz, pero la
repentina convicción que me asaltó a la luz de aquella revelación, me reprimió.
Le miré seriamente y le pregunté, con la mayor tranquilidad que pude:
-¿Y cuándo se volvió usted loco?
-¡Hace nueve años! -exclamó, extendiendo sus puños
cerrados-. Hace nueve años, ¡cuando aquel salvaje mató a la mujer que le amaba
a él, y no a mí! A mí, que le había seguido desde San Francisco, ¡donde el
viejo Whisky la había ganado en una partida de póquer! A mí, que me había
preocupado por ella durante años, ¡cuando el canalla al que pertenecía se
avergonzaba de reconocerla y tratarla bien! A mí, que por el bien de ella
mantuve oculto su terco secreto ¡hasta que le devoró! A mí, que cuando usted
envenenó a la bestia ¡cumplí su último deseo de yacer al lado de ella y colocar
una lápida junto a su cabeza! Y desde entonces nunca he vuelto a visitar la
tumba de Ah Wee,
porque
no quiero encontrarme con él aquí.
-¿Encontrarse con él? Pero, Gopher, mi pobre
amigo, ¡él está muerto!
Seguí a aquel desgraciado hasta la carreta y
estreché su mano para despedirme. La noche empezaba a caer y, mientras me
encontraba allí, junto al camino, observando los vagos contornos del carro que
se alejaba en aquella creciente oscuridad, me llegó un sonido a través del
viento vespertino, un sonido semejante al de una serie de golpes vigorosos, y
una oz salió de
la noche:
-Arre, maldito viejo Geranio