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viernes, 16 de agosto de 2013

La tiznada

Erase un barin que tenía una bondadosa mujer y una hija muy linda llamada Masha. Pero su esposa murió y él se casó de nuevo con una viuda que tenía dos hijas muy malvadas y crueles. Siempre estaban haciendo sufrir a la pobre Masha, la obligaban a servirlas y, cuando no tenía otra faena, le mandaban que estuviera al lado de la estufa sacando la ceniza. Por eso andaba siempre manchada y sucia. Así que le pusieron de mote la Tiznada.
De pronto empezó a decir la gente que el príncipe de aquellos lugares pensaba casarse y que iba a dar una gran fiesta, durante la cual elegiría novia.
Así fue. El príncipe invitó a todo el mundo. También la madrastra se dispuso a ir con sus hijas. Pero no quiso llevar a Masha. Por mucho que ella rogó, se negó en redondo.
Conque partió la madrastra con sus hijas a la fiesta que daba el príncipe, dejándole a la hijastra una medida entera de cebada, harina y hollín mezclados para que lo tuviera todo limpio y separado, grano por grano, cuando ella volviera.
Masha salió al porche y se puso a llorar amargamente. Llegaron volando dos palomos, separaron la cebada, la harina y el hollín, luego se posaron sobre sus hombros y la muchacha se encontró vestida de pronto con un traje nuevo, maravilloso y brillante.
-Ve a la fiesta -le dijeron los palomos-, pero no te quedes allí después de medianoche.
Apenas entró Masha en el palacio, todos se quedaron contemplándola admirados. A quien más le gustó fue al príncipe. En cuanto a la madrastra y sus hijas, no la reconocieron.
Masha disfrutó y se divirtió como las demás jóvenes; pero viendo que pronto iba a ser medianoche, recordó la advertencia de los palomos y escapó corriendo a su casa. El príncipe la siguió para preguntarle quién era, pero ella había desaparecido ya.
Al día siguiente daba otra fiesta el príncipe. Las hijas de la madrastra, muy ocupadas con sus galas, no hacían más que regañar a Masha y darle órdenes.
-¡Eh, Tiznada! Ven a cambiarnos de ropa... Limpia esos vestidos... Prepara la comida...
Masha hizo todo lo que le mandaron. Por la noche se divirtió mucho en la fiesta y escapó a su casa antes de las doce. El príncipe la siguió y estuvo a punto de darle alcance.
Llegó el tercer día, con otra fiesta en el palacio del príncipe. Los palomos vistieron y calzaron a Masha mejor aún que las otras veces. Fue al palacio, disfrutó y se divirtió tanto, que perdió la noción del tiempo. De pronto dieron las cam-panadas de medianoche. Masha escapó corriendo a su casa, pero el príncipe había mandado untar las escaleras con resina y pez. Un zapatito de Masha se quedó allí pegado. El príncipe lo recogió y al día siguiente ordenó buscar a su dueña.
Los enviados del príncipe recorrieron la ciudad entera sin encontrar a nadie que pudiera ponerse el zapatito. Por fin llegaron a casa de la madrastra. Tomó ella el zapatito y se lo probó a la hija mayor. No le entraba: tenía el pie demasiado grande.
-Córtate el dedo gordo -le dijo. Cuando seas princesa, no tendrás que andar a pie.
La hija mayor se cortó el dedo gordo y se calzó el zapato. Los enviados del príncipe iban a conducirla ya a palacio cuando acudieron los palomos y empezaron a zurear:
-Sangra del pie, sangra del pie...
Se fijaron los enviados y, en efecto, rezumaba sangre del zapato.
-No -dijeron. Esta no es.
La madrastra fue a probarle el zapato a la otra hija, pero lo mismo sucedió con ella.
Los enviados del príncipe vieron a Masha y le pidieron que se probara el zapatito. Ella se lo puso, y al instante quedó vestida con un maravilloso traje. Las hermanastras se quedaron con la boca abierta.
Masha fue llevada al palacio del príncipe y al día siguiente se celebró la boda. Cuando estaba casándose con el príncipe, acudieron volando los palomos y se posaron cada uno en uno de sus hombros.
Pero, a la vuelta de la iglesia, los palomos se remontaron, arremetieron contra las hermanastras y les saltaron un ojo a cada una.
La boda se celebró con gran alegría. Yo estuve allí también, bebí vino, bebí hidromiel, por los mostachos me chorreó, pero en la boca no me entró.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

La sal

En cierta ciudad vivía un mercader que tenía tres hijos. El mayor se llamaba Fiódor, el segundo Vasili y el menor Iván-el-tonto. Era un mercader rico, que navegaba hasta otras tierras en sus barcos propios y negociaba con toda clase de mercancías. En una ocasión fletó dos barcos cargados de valiosos artículos y los envió allende los mares, capitaneados por los dos hijos mayores.
En cuanto a Iván, el menor, como siempre andaba por tabernas y figones, el padre no le confiaba ningún negocio. Sin embargo, al enterarse de que sus hermanos se habían hecho a la mar, acudió al padre pidiéndole que a él también le enviara a otras tierras para ver gentes distintas, darse a conocer y sacar provecho de su inteligencia.
El mercader se resistió mucho tiempo, arguyendo que era capaz de bebérselo todo y volver a casa en cueros vivos; pero tanto insistió Iván, que acabó dándole un barco con el cargamento más barato que tenía: troncos y tablones.
Iván hizo sus preparativos, zarpó y pronto alcanzó a sus hermanos. Navegaron los tres por el mar azul un día, otro y otro más, hasta que, al cuarto día, un fuerte vendaval arrastró al barco de Iván hacia un lugar remoto donde se alzaba una isla desconocida.
-¡Muchachos! -gritó Iván a sus tripulantes. ¡Virad hacia la orilla!
Atracaron junto a la isla y desembarcó Iván, ordenando que le aguarda-sen. Echó a andar por un sendero y, al cabo de mucho caminar, se encontró al pie de una montaña inmensa, que no era de arena ni de piedra, sino de pura sal rusa.
Volvió Iván a la orilla y ordenó a sus tripulantes que arrojasen los troncos y los tablones al mar para cargar el barco de sal[1]. Concluida la faena, Iván zarpó de la isla y continuó navegando.
Así llegó a una grande y rica ciudad, no sé si próxima o no, como tampoco sé si navegó mucho o poco tiempo. Iván, el hijo del mercader, atracó en su puerto, bajó a tierra y fue a presentar sus respetos al zar que allí gobernaba y a pedirle su venia para comerciar sin tributo ni tasas, llevando como muestra un poco de la sal rusa de su cargamento. Informado el soberano de su llegada, le hizo comparecer.
-¿Qué te trae por aquí? ¿Qué deseas? -le preguntó.
-Majestad, quisiera vuestra venia para comerciar en esta ciudad sin tributo ni tasas.
-¿Y en qué comercias?
-En sal rusa, majestad.
Pero, como el zar no había oído nunca hablar de la sal porque nadie salaba la comida en su reino, le intrigó lo que podría ser aquella nueva mercadería desconocida.
-A ver qué es eso -ordenó.
Iván, el hijo del mercader, desenvolvió el pañuelo donde traía el puñado de sal. «¡Pero si sólo es arena blanca!», pensó el zar al verla. Luego le dijo a Iván con sorna:
-Eso que te parece tan valioso, lo damos aquí regalado.
Salía Iván muy cabizbajo de los reales aposentos, cuando se le ocurrió: «¿Y si fuera a las cocinas de palacio para ver cómo guisan allí y qué clase de sal echan a la comida?»
Efectivamente, se presentó en las cocinas, pidió que le dejaran descansar allí un poco y, sentado en una silla, se puso a observar. Los cocineros andaban todos muy atareados: unos con las cacerolas, otros con las sartenes, éste echando agua y aquél matando piojos con el cucharón... Pero lo que no veía Iván, el hijo del mercader, es que nadie hiciera intención de echar sal a la comida. Conque, aprovechando un momento en que habían salido todos, les echó la sal necesaria a los guisos y las salsas.
Llegó el momento de servir la comida y llevaron el primer plato a la mesa. El zar lo probó y le pareció más sabroso que nunca. Le presentaron el segundo plato, y le gustó más todavía. Hasta el extremo de que hizo comparecer a los cocineros para decirles:
-Desde que reino, nunca habíais guisado nada tan sabroso. ¿Cómo lo habéis conseguido?
-Majestad -contestaron los cocineros: nosotros hemos guisado como siempre, no hemos añadido nada nuevo. Pero en la cocina está el mercader que vino a pedir vuestra venia para comerciar sin tributo ni tasas. ¿No habrá echado él algo?
-¡Que venga ahora mismo!
Conducido ante el zar para ser interrogado, Iván, el hijo del mercader, cayó a sus plantas suplicando:
-¡Perdóname, zar soberano! Confieso que he aliñado con sal rusa los guisos y las salsas. Pero es que en mi tierra se hace así...
-¿Y a cuánto vendes la sal?
-Pues a un precio muy razonable: por cada dos medidas de sal, una medida de monedas de plata y una medida de monedas de oro.
El zar aceptó el precio y le compró todo el cargamento.
Iván llenó de monedas de oro y de plata las bodegas del barco y se puso a esperar a que soplara viento favorable. Entre tanto, la linda hija del zar quiso ver cómo era aquel barco ruso y le pidió permiso a su padre para llegarse al muelle. El zar accedió, y allí fue en carroza la linda zarevna, con sus ayas y sus doncellas, a visitar el barco ruso.
Le hizo los honores Iván, el hijo del mercader, explicándole lo que era y cómo se llamaba cada cosa -las velas, los aparejos, la proa, la popa...- hasta que la condujo a un camarote mientras ordenaba a los marineros que levaran inmediatamente anclas, izaran las velas y se hicieran a la mar. Y, como tenían el viento a favor, pronto se hallaron a gran distancia de la ciudad.
La zarevna subió luego a cubierta y rompió a llorar cuando se vio rodeada de agua por todas partes. Iván, el hijo del mercader, se puso a consolarla rogándole que detuviera sus lágrimas. Y, como era un mozo muy agraciado, la zarevna sonreía al poco tiempo, olvidada de su pesar.
Habían navegado ya Iván y la zarevna no sé cuánto tiempo por el mar, cuando los hermanos mayores les dieron alcance. Locos de envidia al enterarse de su buena suerte y su felicidad, subieron a su barco, le agarraron por los brazos y le arrojaron al mar. Luego echaron a suertes para repartírselo todo: el hermano mayor se quedó con la zarevna y el mediano con el barco y su cargamento de oro y plata.
Pero sucedió que, cuando sus hermanos arrojaron a Iván del barco, flotaba allí cerca uno de los troncos que él mismo había tirado al mar. Iván se agarró a aquel tronco y con él flotó mucho tiempo sobre los abismos marinos, hasta que las olas le empujaron hacia una isla desconocida.
Una vez en tierra, Iván echó a andar por la orilla hasta cruzarse con un gigante que tenía unos bigotes inmensos y llevaba, colgadas de los bigotes, unas manoplas para que se secaran después de la lluvia.
-¿Qué buscas por aquí? -le preguntó el gigante. Iván le explicó todo lo sucedido.
-Si quieres, te llevaré a tu casa, porque mañana se casa tu hermano mayor con la zarevna. Súbete sobre mis espaldas, anda.
El gigante agarró a Iván, lo montó sobre sus espaldas y echó a correr a través del mar. En esto se le voló a Iván el gorro.
-¡Eh! -gritó. Que se me ha caído el gorro...
-Pues despídete de él, hermano: ha quedado a quinientas verstas de nosotros -contestó el gigante dejándole en el suelo, porque habían llegado ya a su tierra. Una cosa te advierto -añadió: no te jactes a nadie de que has ido montado sobre mis espaldas, porque, si lo haces, te aplastaré.
Iván, el hijo del mercader, prometió que no se jactaría, le dio las gracias al gigante y se dirigió a su casa. Llegó cuando ya estaban todos sentados a la mesa de la boda y se disponían a salir para la iglesia.
Nada más verle, la linda zarevna abandonó la mesa y corrió a abrazarle.
-Este es mi prometido -declaró, y no el que está sentado a la mesa.
-¿Cómo se entiende esto? -preguntó el padre.
Iván le refirió entonces todo lo ocurrido: que después de comerciar con la sal había raptado a la zarevna y que sus hermanos le habían arrojado al mar.
Furioso contra sus hijos mayores, el padre los echó de su lado y casó a Iván con la zarevna. La boda se celebró con un gran banquete. Ya bebidos, los invitados empezaron a jactarse, éste de su fuerza, aquél de sus riquezas y el de más allá de la hermosura de su joven esposa. Iván, que también estaba a medios pelos, les escuchó un rato, hasta que saltó:
-Esas cosas no tienen importancia. Lo que me ha ocurrido a mí sí que es grande: he cruzado el mar entero montado sobre un gigante.
No había terminado de hablar cuando apareció el gigante en la puerta.
-¿No te había dicho que no te jactaras de eso? ¿Y tú qué has hecho, di, Iván, hijo del mercader?
-¡Perdóname! -rogó Iván. Además, que no ha sido mía la jactancia, sino de la embriaguez.
-¿Y qué es eso de la embriaguez?
Iván hizo traer un tonel de vino de cuarenta cubos de capacidad y otro igual de cerveza. El gigante se bebió los dos, se emborrachó y empezó a romper y destruir todo lo que caía bajo sus manos. Hizo un gran estropicio, abatiendo huertos enteros y desbaratando casas, hasta que él mismo se desplomó.
Estuvo durmiendo tres días y tres noches de un tirón. Cuando se despertó, le enseñaron todos los destrozos que había causado. Asombradísimo, el gigante dijo entonces:
-Iván, hijo del mercader, ya sé lo que es la embriaguez. Conque, desde ahora y para siempre, puedes jactarte de haber ido montado sobre mis espaldas.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)






[1] La sal (sal gema) era monopolio de la Corona. Tenía un precio bastante elevado, con lo cual la gente humilde pasaba más calamidades, puesto que hace falta para conservar las verduras, el pescado, etc., durante el largo invierno ruso.

La rana zarevna

En un reino muy lejano reinaban un zar y una zarina que tenían tres hijos. Los tres eran solteros, jóvenes y tan valientes que su valor y audacia eran envidiados por todos los hombres del país. El menor se llamaba el zarevich[1] Iván.
Un día les dijo el zar:
-Queridos hijos: Tomen cada uno una flecha, tiendan sus fuertes arcos y dispárenla al acaso, y dondequiera que caiga, allí irán a escoger novia para casarse.
Lanzó su flecha el hermano mayor y cayó en el patio de un boyardo, frente al torreón donde vivían las mujeres; disparó la suya el segundo hermano y fue a caer en el patio de un comerciante, clavándose en la puerta principal, donde a la sazón se hallaba la hija, que era una joven hermosa. Soltó la flecha el hermano menor y cayó en un pantano sucio al lado de una rana.
El atribulado zarevich Iván dijo entonces a su padre:
-¿Cómo podré, padre mío, casarme con una rana? No creo que sea ésa la pareja que me esté destinada.
-¡Cásate -le contestó el zar, puesto que tal ha sido tu suerte!
Y al poco tiempo se casaron los tres hermanos: el mayor, con la hija del boyardo; el segundo, con la hija del comerciante, e Iván, con la rana.
Algún tiempo después el zar les ordenó:
-Que sus mujeres me hagan, para la comida, un pan blanco y tierno.
Volvió a su palacio el zarevich Iván muy disgustado y pensativo.
-¡Kwa, kwa, Iván Zarevich! ¿Por qué estás tan triste? -le preguntó la Rana-. ¿Acaso te ha dicho tu padre algo desagradable o se ha enfadado contigo?
-¿Cómo quieres que no esté triste? Mi señor padre te ha mandado hacerle, para la comida, un pan blanco y tierno.
-¡No te apures, zarevich! Vete, acuéstate y duerme tranquilo. Por la mañana se es más sabio que por la noche -le dijo la Rana.
Se acostó el zarevich y se durmió profundamente; entonces la Rana se quitó la piel y se transformó en una hermosa joven llamada la Sabia Basilisa, salió al patio y exclamó en alta voz:
-¡Criadas! ¡Prepárenme un pan blanco y tierno como el que comía en casa de mi querido padre!
Por la mañana, cuando despertó el zarevich Iván, la Rana tenía ya el pan hecho, y era tan blanco y delicioso que no podía imaginarse nada igual. Por los lados estaba adornado con dibujos que representaban las poblaciones del reino, con sus palacios y sus iglesias.
El zarevich Iván presentó el pan al zar; éste quedó muy satisfecho y le dio las gracias; pero en seguida ordenó a sus tres hijos:
-Que sus mujeres me tejan en una sola noche una alfombra cada una.
Volvió el zarevich Iván muy triste a su palacio, y se dejó caer con gran desaliento en un sillón.
-¡Kwa, kwa, zarevich Iván! ¿Por qué estás tan triste? -le preguntó la Rana. ¿Acaso te ha dicho tu padre algo desagradable o se ha enfadado contigo?
-¿Cómo quieres que no esté triste cuando mi señor padre te ha ordenado que tejas en una sola noche una alfombra de seda?
-¡No te apures, zarevich! Acuéstate y duerme tranquilo. Por la mañana se es más sabio que por la noche.
Se acostó el zarevich y se durmió profundamente; entonces la Rana se quitó su piel y se transformó en la Sabia Basilisa; salió al patio y exclamó:
-¡Viento impetuoso! ¡Tráeme aquí la misma alfombra sobre la cual solía sentarme en casa de mi querido padre!
Por la mañana, cuando despertó Iván, la Rana tenía ya la alfombra tejida, y era tan maravillosa que es imposible imaginar nada semejante. Estaba adornada con oro y plata y tenía dibujos admirables.
Al recibirla el zar se quedó asombrado y dio las gracias a Iván; pero no contento con esto ordenó a sus tres hijos que se presentasen con sus mujeres ante él.
Otra vez volvió triste a su palacio Iván Zarevich; se dejó caer en un sillón y apoyó en su mano la cabeza.
-¡Kwa, kwa, zarevich Iván! ¿Por qué estás triste? ¿Acaso te ha dicho tu padre algo desagradable o se ha enfadado contigo?
-¿Cómo quieres que no esté triste? Mi señor padre me ha ordenado que te lleve conmigo ante él. ¿Cómo podré presentarte a ti?
-No te apures, zarevich. Ve tú solo a visitar al zar, que yo iré más tarde; en cuanto oigas truenos y veas temblar la tierra, diles a todos: «Es mi Rana, que viene en su cajita.»
Iván se fue solo a palacio. Llegaron sus hermanos mayores con sus mujeres engalanadas, y al ver a Iván solo empezaron a burlarse de él, diciéndole:
-¿Cómo es que has venido sin tu mujer?
-¿Por qué no la has traído envuelta en un pañuelo mojado?
-¿Cómo hiciste para encontrar una novia tan hermosa?
-¿Tuviste que rondar por muchos pantanos?
De repente retumbó un trueno formidable, que hizo temblar todo el palacio; los convidados se asustaron y saltaron de sus asientos sin saber qué hacer; pero Iván les dijo:
-No tengan miedo: es mi Rana, que viene en su cajita.
Llegó al palacio un carruaje dorado tirado por seis caballos, y de él se apeó la Sabia Basilisa, tan hermosísima, que sería imposible imaginar una belleza semejante. Se acercó al zarevich Iván, se cogió a su brazo y se dirigió con él hacia la mesa, que estaba dispuesta para la comida. Todos los demás convidados se sentaron también a la mesa; bebieron, comieron y se divirtieron mucho durante la comida.
Basilisa la Sabia bebió un poquito de su vaso y el resto se lo echó en la manga izquierda; comió un poquito de cisne y los huesos los escondió en la manga derecha. Las mujeres de los hermanos de Iván, que sorprendieron estos manejos, hicieron lo mismo.
Más tarde, cuando Basilisa la Sabia se puso a bailar con su marido, sacudió su mano izquierda y se formó un lago; sacudió la derecha y apare-cieron nadando en el agua unos preciosísimos cisnes blancos; el zar y sus convidados quedaron asombrados al ver tal milagro. Cuando se pusieron a bailar las otras dos nueras del zar quisieron imitar a Basilisa: sacudieron la mano izquierda y salpicaron con agua a los convidados; sacudieron la derecha y con un hueso dieron al zar un golpe en un ojo. El zar se enfadó y las expulsó de palacio.
Entretanto, Iván Zarevich, escogiendo un momento propicio, se fue corriendo a casa, buscó la piel de la Rana y, encontrándola, la quemó. Al volver Basilisa la Sabia buscó la piel, y al comprobar su desaparición quedó anonadada, se entristeció y dijo al zarevich:
-¡Oh Iván Zarevich! ¿Qué has hecho, desgraciado? Si hubieses aguardado un poquitín más habría sido tuya para siempre; pero ahora, ¡adiós! Búscame a mil leguas de aquí; antes de encontrarme tendrás que gastar andando tres pares de botas de hierro y comerte tres panes de hierro. Si no, no me encontrarás.
Y diciendo esto se transformó en un cisne blanco y salió volando por la ventana.
Iván Zarevich rompió en un llanto desconsolador, rezó, se puso unas botas de hierro y se marchó en busca de su mujer. Anduvo largo tiempo y al fin encontró a un viejecito que le preguntó:
-¡Valeroso joven! ¿Adónde vas y qué buscas?
El zarevich le contó su desdicha.
-¡Oh Iván Zarevich! -exclamó el viejo. ¿Por qué quemaste la piel de la Rana? ¡Si no eras tú quien se la había puesto, no eras tú quien tenía que quitársela! El padre de Basilisa, al ver que ésta desde su nacimiento le excedía en astucia y sabiduría, se enfadó con ella y la condenó a vivir transformada en rana durante tres años. Aquí tienes una pelota -continuó; tómala, tírala y síguela sin temor por donde vaya.
Iván Zarevich dio las gracias al anciano, tomó la pelota, la tiró y se fue siguiéndola.
Transcurrió mucho tiempo y al fin se acercó la pelota a una cabaña que estaba colocada sobre tres patas de gallina y giraba sobre ellas sin cesar. Iván Zarevich dijo:
-¡Cabaña, cabañita! ¡Ponte con la espalda hacia el bosque y con la puerta hacia mí!
La cabaña obedeció; el zarevich entró en ella y se encontró a la bruja Baba-Yaga, con sus piernas huesosas y su nariz que le colgaba hasta el pecho, ocupada en afilar sus dientes. Al oír entrar a Iván Zarevich gruñó y salió enfadada a su encuentro:
-¡Fiú, fiú! ¡Hasta ahora aquí ni se vio ni se olió a ningún hombre, y he aquí uno que se ha atrevido a presentarse delante de mí y a molestarme con su olor! ¡Ea, Iván Zarevich! ¿Por qué has venido?
-¡Oh tú, vieja bruja! En vez de gruñirme, harías mejor en darme de comer y de beber y ofrecerme un baño, y ya después de esto preguntarme por mis asuntos.
Baba-Yaga le dio de comer y de beber y le preparó el baño. Después de haberse bañado, el zarevich le contó que iba en busca de su mujer, Basilisa la Sabia.
-¡Oh, cuánto has tardado en venir! Los primeros años se acordaba mucho de ti, pero ahora ya no te nombra nunca. Ve a casa de mi segunda hermana, pues ella está más enterada que yo de tu mujer.
Iván Zarevich se puso de nuevo en camino detrás de la pelota; anduvo, anduvo hasta que encontró ante sí otra cabaña, también sobre patas de gallina.
-¡Cabaña, cabañita! ¡Ponte como estabas antes, con la espalda hacia el bosque y con la puerta hacia mí! -dijo el zarevich.
La cabaña obedeció y se puso con la espalda hacia el bosque y con la puerta hacia Iván, quien penetró en ella y encontró a otra hermana Baba-Yaga sentada sobre sus piernas huesosas, la cual al verle exclamó:
-¡Fiú, fiú! ¡Hasta ahora por aquí nunca se vio ni se olió a ningún hombre, y he aquí uno que se ha atrevido a presentarse delante de mí y a molestarme con su olor! Qué, Iván Zarevich, ¿has venido a verme por tu voluntad o contra ella?
Iván Zarevich le contestó que más bien venía contra su voluntad.
-Voy -dijo- en busca de mi mujer, Basilisa la Sabia.
-¡Qué pena me das, Iván Zarevich! -le dijo entonces Baba-Yaga. ¿Por qué has tardado tanto en venir? Basilisa la Sabia te ha olvidado por completo y quiere casarse con otro. Ahora vive en casa de mi hermana mayor, donde tienes que ir muy de prisa si quieres llegar a tiempo. Acuérdate del consejo que te doy: Cuando entres en la cabaña de Baba-Yaga, Basilisa la Sabia se transformará en un huso y mi hermana empezará a hilar unos finísimos hilos de oro que devanará sobre el huso; procura aprovechar algún momento propicio para robar el huso y luego rómpelo por la mitad, tira la punta detrás de ti y la otra mitad échala hacia delante, y entonces Basilisa la Sabia aparecerá ante tus ojos.
Iván Zarevich dio a Baba-Yaga las gracias por tan preciosos consejos y se dirigió otra vez tras la pelota.
No se sabe cuánto tiempo anduvo ni por qué tierras, pero rompió tres pares de botas de hierro en su largo camino y se comió tres panes de hierro.
Al fin llegó a una tercera cabaña, puesta, como las anteriores, sobre tres patas de gallina.
-¡Cabaña, cabañita! ¡Ponte con la espalda hacia el bosque y con la puerta hacia mí!
La cabaña le obedeció y el zarevich penetró en ella y encontró a la Baba-Yaga mayor sentada en un banco hilando, con el huso en la mano, hilos de oro; cuando hubo devanado todo el huso, lo metió en un cofre y cerró con llave. Iván Zarevich, aprovechando un descuido de la bruja, le robó la llave, abrió el cofrecito, sacó el huso y lo rompió por la mitad; la punta aguda la echó tras de sí y la otra mitad hacia delante, y en el mismo momento apareció ante él su mujer, Basilisa la Sabia.
-¡Hola, maridito mío! ¡Cuánto tiempo has tardado en venir! ¡Estaba ya dispuesta a casarme con otro!
Se cogieron de las manos, se sentaron en una alfombra volante y volaron hacia el reino de Iván.
Al cuarto día de viaje descendió la alfombra en el patio del palacio del zar. Éste acogió a su hijo y nuera con gran júbilo, hizo celebrar grandes fiestas, y antes de morir legó todo su reino a su querido hijo el zarevich Iván.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)




[1] Zarevich: hijo del zar.

La princesa y los bandoleros

Eranse un rey y una reina que tenían una hija muy linda. Tenía doce pretendientes, pero resulta que esos pretendientes eran todos bandoleros.
Estos bandoleros le pidieron que fuera a verlos una vez ricamente ataviada. Conque un día, sin que su padre lo supiera, ella se atavió y fue por el camino que le habían dicho.
Anda que te anda por el bosque, se encontró con un palacio. Entró en el palacio y en la primera estancia vio barriles de sangre humana; la segunda estaba llena de cabezas, piernas y brazos humanos; la tercera, llena de cuerpos humanos; la cuarta, llena de botas y chapines; la quinta, llena de prendas de vestir y piezas de tela; la sexta y la séptima, llenas de plata y de brillantes. En cuanto a la octava, era donde vivían los bandoleros.
Anduvo recorriendo todas las estancias hasta que oyó ruido y se escondió debajo de una cama. Estaba allí escondida, cuando llegaron aquellos doce bandoleros trayendo a una doncella muy hermosa y ricamente ataviada. La despojaron de toda su ropa, la acostaron sobre un potro y la degollaron. Luego empezaron a quitarle los anillos de los dedos. Pero había uno que no conseguían quitarle. Uno de los bandoleros pidió que le dejaran a él aquel anillo.
-Que sea para ti -dijeron los otros.
El agarró su cuchillo y pegó un tajo con tanta fuerza, que el dedo y el anillo fueron a rodar bajo la cama, allí donde se había escondido la princesa.
El bandolero se agachó y tanteó debajo de la cama, buscando el anillo; pero como había poca luz, no pudo encontrarlo y dejó la búsqueda para la mañana siguiente.
La princesa estuvo a punto de desmayarse al oírles hablar luego.
Porque dijeron que pensaban atraer también hasta allí a la princesa ricamente ataviada para matarla.
Los bandoleros estuvieron mucho tiempo comiendo, bebiendo y divirtién-dose. Pero al llegar la medianoche, todos se marcharon, unos al bosque, otros a un camino, otros a otro y los demás por distintos lugares.
Así que se fueron todos, la princesa salió de debajo de la cama y volvió a su casa, donde se acostó tranquilamente sin decirle a nadie lo que había visto.
A la mañana siguiente la princesa se lo refirió todo a su padre, que, naturalmente, hizo el propósito de apresar a los bandoleros.
Aquel mismo día vinieron los bandoleros a almorzar con el rey. Después de charlar un rato, se sentaron a la mesa. En cuanto sirvieron la comida empezó a contar la princesa:
-Esta noche he soñado que había ido a visitaros. Fui por el camino que vosotros me indicasteis hasta que me encontré delante de un palacio. Entré en el palacio y en la primera estancia vi barriles de sangre humana; en la segunda, barriles con cabezas, piernas y brazos humanos; en la tercera, cuerpos humanos; en la cuarta, botas y chapines; en la quinta, prendas de vestir y piezas de tela; en la sexta, plata y brillantes... Luego oí ruido y me escondí debajo de una cama. Allí estuve hasta que entraron doce hombres con una doncella muy hermosa y ricamente ataviada. La acostaron sobre un potro y la degollaron. Luego le quitaron los anillos de los dedos, pero había uno que no conseguían quitarle. Conque uno de los bandoleros dijo que le cedieran aquel anillo y él lo quitaría del dedo. Los demás se lo cedieron y él cortó el dedo con el anillo. El dedo fue a rodar bajo la cama, allí donde yo estaba escondida.
Mientras hablaba la princesa, los bandoleros se habían puesto como la grana, comprendiendo que ella había estado en su guarida y lo había visto todo. La princesa sacó luego de su escarcela el anillo con el dedo y dijo:
-Lo que acabo de contar no ha sido un sueño. Es la verdad.
Viendo que las cosas se ponían feas, los bandoleros se levantaron de la mesa y echaron a correr, tirándose por las ventanas. Pero había ya gente apostada que los apresó, los maniató y los condujo a la cárcel.
El rey mandó en seguida montar unos postes de hierro para ahorcar a los doce bandoleros.
En cuanto a la princesa, se casó con un gran príncipe. La boda fue fastuosa. Después de la boda fueron al palacio donde habían vivido los bandoleros, se hicieron con todas sus riquezas y, al volver, dieron un baile donde estuve yo también, bebí cerveza, bebí hidromiel y todo me corrió por el bigote, pero no me entró nada en el gañote.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

La princesa hechizada

En cierto reino, en cierto país, vivía un famoso mercader. Tenía un hijo llamado Iván. El mercader cargó una vez sus barcos, dejó la casa y los comercios a cargo de la mujer y del hijo y emprendió un largo viaje.
Navegó un mes, dos, tres... y arribó a tierras extrañas donde compró mercaderías de aquellos lugares y vendió las suyas a buen precio.
Entre tanto, su hijo Iván se hallaba en un gran apuro. Irritados por su buena suerte en los negocios, los demás mercaderes y los burgueses presentaron juntos una demanda, diciendo que el hijo del mercader Fulano de Tal era un ladrón y un juerguista indigno de hallarse en su corporación. Y se le condenó a servir de soldado. Le afeitaron la cabeza, y el pobre fue enviado a un regimiento.
Pasaba el tiempo. Iván hacía su servicio y sufría calamidades. Transcurridos diez años, sintió el deseo de ir por su tierra. Solicitó un permiso, obtuvo licencia por seis meses y se puso en camino.
El padre y la madre se llevaron una gran alegría al verle. Iván pasó con ellos todo el tiempo que pudo, pero llegó el momento de emprender el regreso. El padre le condujo entonces a unos sótanos profundos, llenos de monedas de oro y de plata, y le dijo:
-Hijo querido: toma todo el dinero que quieras.
Iván se llenó los bolsillos, les pidió al padre y a la madre su bendición eterna, se despidió de todos los familiares y marchó hacia su regimiento, montado en un hermoso caballo que le había comprado su padre.
Después de aquella separación le embargó al bravo muchacho una pesadumbre tan grande que, al encontrarse un mesón en el camino, entró a echar un trago para ahogar su pena. Bebió unas copas y le pareció poco. Volvió a beber, se le subió a la cabeza y se quedó dormido.
Unos rateros que rondaban por el mesón le sacaron de los bolsillos hasta el último kópek.
Cuando se despertó Iván, el hijo del mercader, con la bolsa vacía, se llevó un gran disgusto, pero reanudó su camino. Le sorprendió la noche en lugares bastante solitarios. Siguió adelante hasta dar con otro mesón. Cerca del mesón había un poste y en el poste un cartel diciendo que quien pasara allí la noche habría de pagar cien rublos.
¿Qué iba a hacer? No era cosa de morirse de hambre, ¿verdad? Conque llamó al portón. Le abrió un muchachuelo que le hizo pasar a la sala y condujo su caballo a la cuadra.
La cena que le sirvieron a Iván fue suculenta. Después de comer y beber cuanto quiso se quedó pensando.
-¿Cómo estás tan cabizbajo, señor soldado? -inquirió el mesonero-. ¿Es que no tienes con qué pagar?
-No es eso, amigo. Lo que ocurre es que yo he comido aquí tan a gusto, pero mi fiel caballo estará hambriento.
-Te equivocas, soldado. Si quieres, puedes ir y convencerte por ti mismo de que tiene heno y avena de sobra.
-No era un reproche. Pero has de saber que nuestros caballos están acostumbrados de una manera especial: si yo estoy a su lado, come; pero, sin mí, no prueba el pienso.
El mesonero se acercó a la cuadra y, en efecto, encontró al caballo con la cabeza gacha, sin mirar siquiera el pienso.
«¡Vaya caballo listo! Conoce a su amo», pensó el mesonero, y dispuso que le preparasen un lecho al soldado allí cerca. Iván, el hijo del mercader, se acostó entonces; pero a medianoche, cuando todo el mundo estuvo dormido, se levantó, ensilló el caballo y escapó de allí al galope.
Al atardecer del día siguiente llegó a otro mesón donde cobraban doscientos rublos por alojarse una noche. También allí empleó la misma treta.
El mesón que encontró al tercer día era aún mejor que los dos anteriores. El cartel del poste decía que por pernoctar allí cobraban trescientos rublos. «Bueno, probaré también mi truco», se dijo. Entró, comió copiosamente y luego se quedó pensativo.
-¿Cómo estás tan cabizbajo, soldado? ¿Es que no tienes con qué pagar? -preguntó el mesonero.
-No, no has acertado. Estaba pensando que yo he comido aquí tan a gusto, pero mi fiel caballo estará hambriento.
-¡Qué dices, hombre! Yo mismo le he echado paja y avena de sobra.
-Pero es que nuestros caballos están acostumbrados de una manera especial: si yo estoy a su lado, come; pero, sin mí, no prueba el pienso.
-Hombre, pues duerme tú también en la cuadra...
Pero la mujer de aquel mesonero era maga. Corrió a consultar sus libros y en seguida se enteró de que el soldado no tenía ni un kópek. De manera que puso a unos criados a vigilar el portón con la orden expresa de que no dejaran de ninguna manera escapar al soldado.
A medianoche se levantó Iván, el hijo del mercader, dispuesto a largarse, pero vio que los criados estaban vigilando. Se echó a dormir. Cuando se despertó, que ya clareaba, ensilló a toda prisa el caballo, montó en él y salió al patio.
-¡Alto! -gritaron los vigilantes. Aún no le has pagado al amo. ¡Venga el dinero!
-¿Qué dinero? ¡Largo de aquí! -contestó Iván, y quiso pasar a la fuerza, pero los braceros le echaron mano y se pusieron a vapulearlo. Tanto alboroto armaron, que acudió toda la gente de la casa.
-¡Muchachos! ¡Vamos a matarlo a golpes!
-¡Basta ya! -intervino el mesonero. Dejadlo vivo y que se pase aquí tres años trabajando hasta cubrir los trescientos rublos. Iván, el hijo del mercader, no tuvo más remedio que quedarse en el mesón. Así pasó un día, dos, tres...
-Oye, soldado -le dijo entonces el mesonero: tú sabrás disparar, ¿verdad?
-Claro que sí. Eso nos lo enseñan en el regimiento. -Bueno, pues vete a cazar algo. Por aquí hay muchos animales y aves de todas clases.
Iván, el hijo del mercader, agarró una escopeta y salió de caza. Anduvo mucho tiempo por el bosque sin encontrar nada. Caía ya la tarde, cuando divisó una liebre a la entrada de un bosque. Pero, cuando quiso apuntarla, la liebre pegó un saltó y emprendió la carrera.
Persiguiéndola llegó el cazador a una vasta pradera verde, donde se alzaba un magnífico palacio de mármol con el tejado de oro. La liebre se metió en el patio, Iván la siguió, pero ya no la vio por ninguna parte. «Bueno, pues por lo menos miraré cómo es el palacio.»
Entró en los salones y anduvo de un lado para otro. Todos los aposentos eran tan fastuosos, que nadie podría imaginárselo más que en un cuento de hadas. En una sala estaba una mesa servida con bebidas y manjares en vajilla fina.
Iván, el hijo del mercader, bebió una copa de cada botella, comió un bocado de cada plato y siguió allí tan campante.
En esto llegó una carroza hasta delante del porche, y de ella se apeó una princesa toda negra. También eran negros sus servidores y los caballos.
Acostumbrado al servicio, Iván se levantó de un salto y se cuadró al lado de la puerta. Cuando entró la princesa, Iván presentó armas.
-Hola, soldado -dijo la princesa. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Por tu voluntad o a la fuerza? ¿Escapas de algún percance o buscas aventuras? Ven, siéntate aquí y hablaremos. ¿Podrías hacerme un gran servicio? Si aceptas, te sonreirá la suerte. He oído decir que los soldados rusos no le temen a nada... Pues bien: este palacio lo han invadido los demonios...
-¡Alteza! Estoy dispuesto a serviros hasta verter la última gota de sangre.
-Entonces, escucha. Hasta medianoche, come, bebe y diviértete. Pero, al dar las doce, acuéstate en el lecho que cuelga de unas correas en el salón grande y, pase lo que pase a tu alrededor, veas lo que veas, no te asustes y sigue acostado sin decir nada.
Después de estas palabras, la princesa se despidió y abandonó el palacio. En cuanto a Iván, el hijo del mercader, se dedicó efectivamente a beber y divertirse; pero, nada más dar las doce, se acostó donde le dijo la princesa.
De pronto estalló una tormenta, con estampidos y truenos, y dio la impresión de que todas las paredes iban a venirse abajo y hundirse de un momento a otro. Los salones se llenaron de demonios que bailaban pegando aullidos y gritos. Cuando descubrieron a Iván, empezaron a inventar tretas para asustarle.
Apareció de pronto un cabo.
-¡Soldado Iván! ¿Qué haces aquí? Has sido declarado prófugo. Sal corriendo para el regimiento si no quieres pasarlo mal.
Detrás del cabo acudía ya el comandante de la compañía, luego el comandante del batallón y después el del regimiento.
-¿Qué haces aquí, miserable? Se conoce que quieres ser azotado. ¡A ver, que traigan varas recién cortadas!
Los demonios pusieron en seguida manos a la obra y pronto trajeron un montón de varas. Pero Iván, el hijo del mercader, seguía tumbado, como si tal cosa, sin decir nada.
-¡Este canalla! -exclamó el comandante del regimiento. Ni siquiera teme a los golpes. Se conoce que ha visto cosas peores en el servicio. ¡Que me manden un pelotón de soldados con los fusiles cargados para fusilar a este bandido!
Apareció un pelotón de soldados como si surgiera de bajo tierra. Se oyeron voces de mando, los soldados apuntaron, iban a apretar ya el gatillo... Pero en esto cantaron los gallos y todo desapareció al momento: los soldados, los oficiales, las varas...
Al día siguiente se presentó en el palacio la princesa, que ya estaba blanca desde la cabeza hasta la cintura, como también los servidores y los caballos.
-Gracias, soldado -dijo. Te han hecho pasar un susto, y aún te harán pasar más. Pero tú no te achiques. Aguanta dos noches todavía y yo haré tu suerte.
Comieron juntos, se divirtieron un rato y la princesa se marchó. Iván, el hijo del mercader, se acostó en el mismo sitio.
A medianoche estalló una tormenta, con truenos y estampidos, y todo se llenó de demonios aullando y bailando.
-¡Eh, hermanos! ¡Si aquí está el soldado otra vez! Se conoce que le ha tomado el gusto... -gritó un demonio cojo y tuerto. ¿Acaso quieres quitar-nos estos aposentos a nosotros? Pues voy a decírselo al abuelo.
El abuelo, que acudía ya, ordenó a los demonios que montaran una fragua para calentar unas varillas de hierro.
-Y con esas varillas al rojo le atizáis hasta llegarle a los huesos para que se entere de lo que ocurre cuando alguien se mete en propiedad ajena.
Pero los gallos cantaron antes de que los demonios montaran la fragua, y todo desapareció al momento.
Al tercer día se presentó la princesa en el palacio, y el soldado se quedó sorprendido al ver que tanto ella como los servidores y los caballos se habían vuelto blancos hasta las rodillas.
-Gracias, soldado, por tu buen servicio. ¿Cómo te encuentras?
-Hasta ahora sigo sano y salvo, alteza.
-Bueno, pues haz un esfuerzo esta última noche. Mira: te he traído esta pelliza. Póntela o los demonios te arrancarán el pellejo a tiras con las uñas, porque ahora están furiosos.
Se sentaron juntos a comer, se divirtieron un rato y partió la princesa después de despedirse. Iván, el hijo del mercader, se puso la pelliza, se santiguó y fue a acostarse en el mismo sitio.
Sonó la medianoche. Todo el palacio se estremeció de los truenos y los estampidos. Los aposentos se llenaron de una turba de demonios -unos cojos, otros tuertos, los de más allá contrahechos-, que se abalanzaron sobre Iván, el hijo del mercader, gritando:
-iA él! ¡Vamos a echarle mano a ese ladrón!
En efecto, quisieron tirarle abajo de donde estaba; pero todo el que intentaba clavarle las garras se dejaba las uñas en la pelliza.
-Así no conseguiremos nada. Se ve que es más duro de lo que pensábamos. Mejor será traer aquí a su padre y a su madre y desollarlos vivos delante de él.
Al momento trajeron a dos personas idénticas a los padres de Iván y empezaron a desollarlas con las uñas.
-¡Iván, hijito! -gritaban. ¡Ten compasión de nosotros! Baja de ahí: mira que por ti nos están desollando vivos...
Iván seguía donde estaba, callado y sin moverse. En esto cantaron los gallos y todo desapareció de golpe, como si no hubiera habido nada.
Por la mañana llegó la princesa. Los caballos se habían vuelto blancos, los servidores también, y ella estaba tan bella, tan deslumbrante, que nadie podría imaginarse nada igual: casi daba la impresión de que se veía correr la sangre por sus venas.
-Has visto horrores -dijo la princesa, pero aún verás más. Gracias por tu buen servicio. Ahora, vámonos de aquí cuanto antes.
-¿Por qué, princesa? -objetó Iván-. Podríamos reposar una hora o dos...
-¡Qué va! Si nos quedamos a reposar, estás perdido. Abandonaron el palacio y se pusieron en camino. Cuando se alejaron un poco dijo la princesa:
-Mira lo que ocurre a tus espaldas, buen mozo.
Iván volvió la cabeza: no quedaba ni huella del palacio, que había desaparecido bajo tierra, y en su lugar ardía una gran hoguera.
-Así habríamos perecido nosotros si hubié-ramos tardado en marcharnos -explicó la princesa-. Toma esta bolsa -añadió-, que tiene una virtud muy especial. Cuando necesites dinero, no tienes más que agitarla para que salgan de ella todas las monedas de oro que quieras. Vuelve al mesón, paga lo que debes y ve luego a la catedral de tal isla, donde yo te estaré esperando. Allí oiremos misa y luego nos casaremos, convirtiéndonos en marido y mujer. No te demores. Si no te da tiempo hoy, ve mañana; si no puedes mañana, ve al tercer día. Pero, si dejas pasar esos tres días, no me verás en un siglo.
Entonces se despidieron. La princesa marchó hacia la derecha; Iván, el hijo del mercader, hacia la izquierda. Llegó al mesón, sacudió su bolsa delante del mesonero y empezaron a caer monedas de oro.
-¿Qué, amigo? ¿Te habías creído que si un soldado no tiene dinero se le puede esclavizar durante tres años? Pues estabas equivocado. Coge de ahí lo que te corresponda.
Pagó los trescientos rublos, montó a caballo y se marchó adonde le había dicho la princesa.
Mientras, la mesonera se puso a cavilar muy extrañada. «¡Qué cosa tan rara! -pensó. ¿De dónde habrá sacado ese dinero?»
Corrió a sus libros mágicos y en ellos vio que Iván había salvado a una princesa hechizada y ella le había regalado una bolsa en la que nunca dejaba de haber dinero.
En seguida llamó a un criado, le mandó al campo con las vacas y le dio una manzana advirtiéndole:
-Cuando estés en el campo se te acercará un soldado diciendo que tiene sed. Tú le contestas que no tienes agua y le ofreces esta manzana.
El criado se fue con las vacas al campo. Nada más llegar, vio venir a Iván, el hijo del mercader.
-Oye, muchacho, ¿no podrías darme un poco de agua? Tengo una sed espantosa.
-No, soldado. El agua está lejos de aquí. Lo que sí tengo es esta manzana muy jugosa. Cómetela si quieres y te refrescará. Iván, el hijo del mercader, tomó la manzana, se la comió y le embargó un sueño profundo que le duró tres días seguidos.
En vano esperó la princesa aquellos tres días a su prometido.
«No estará escrito que me case con él», suspiró. Subió a su carroza y se fue. Por el camino vio al mozo que cuidaba las vacas.
-¡Zagal! -llamó. ¿No has visto pasar por aquí a un soldado ruso muy apuesto?
-Debajo de aquel roble lleva tres días dormido.
La princesa miró: ¡era él! Quiso despertarle; pero, por mucho que hizo, no pudo conseguirlo. Tomó entonces una hoja de papel, sacó un lápiz y escribió: «Si no vas a tal paso del río, nunca llegarás al más lejano de los países ni podrás llamarme esposa tuya.» Guardó la nota en un bolsillo de Iván, el hijo del mercader, le besó conforme estaba dormido, lloró amargamente y se marchó muy lejos, muy lejos, desapareciendo como si nunca hubiera estado allí.
Al anochecer se despertó Iván totalmente desconcertado. El zagal le contó entonces:
-Ha pasado por aquí una hermosa doncella, con un vestido maravilloso. Estuvo mucho tiempo intentando despertarte, pero no lo consiguió. Entonces escribió una nota, la guardó en uno de tus bolsillos, volvió a montar en su carroza y desapareció.
Iván hizo sus oraciones, se inclinó profundamente hacia los cuatro puntos cardinales y partió al galope en dirección al paso del río. Llegó al cabo de un tiempo -no sé si poco o mucho- y les gritó a los barqueros:
-¡Eh, muchachos! Pasadme en seguida a la otra orilla. Aquí tenéis el pago por adelantado.
Sacó la bolsa, empezó a sacudirla hasta que les llenó la lancha de monedas de oro. Los barqueros se quedaron con la boca abierta.
-¿Adónde tienes que ir, soldado?
-Al más lejano de los países.
-¡Oh!... Para llegar hasta allí se tarda tres años por el camino que rodea. En línea recta, se tardaría tres horas. Pero no hay camino recto.
-¿Qué podría hacer?
-Escucha una cosa: por aquí suele venir un grifo. Un pájaro tan grande, que parece una montaña. Agarra toda la carroña que encuentra y se la lleva a la otra orilla. Tú ábrele la panza a tu caballo, vacíala, lávala, métete dentro y nosotros la recoseremos. El grifo agarrará al caballo muerto, lo llevará al más lejano de los países y se lo echará de pitanza a sus crías. Aprovecha tú para salir en seguida de la panza del caballo y marchar adonde tengas que ir.
El soldado le cortó la cabeza a su caballo, le abrió la panza, la vació, la lavó y se metió dentro. Los barqueros recosieron la panza del caballo y se escondieron.
De pronto llegó volando el grifo, que parecía una montaña, agarró al caballo muerto, se lo llevó al más lejano de los países, lo arrojó de pitanza a sus crías y echó a volar otra vez en busca de más comida.
Iván descosió la panza del caballo, salió y fue a pedirle servicio al rey. Precisamente aquel país estaba padeciendo mucho por causa del grifo: a diario tenían que entregarle a una persona para que la devorase a cambio de que no devastara totalmente el reino.
El rey estuvo preguntándose un buen rato qué hacer con aquel soldado forastero. Por fin ordenó que lo apostaran en un lugar para que lo devorase el grifo. Los guardas reales lo agarraron, lo condujeron al huerto y le dijeron dejándole al lado de un manzano:
-Vigila, y que no desaparezca ni una sola manzana.
Iván, el hijo del mercader, se quedó allí de guardia. De pronto llegó volando el grifo que parecía una montaña.
-Hola, buen mozo. No sabía yo que estuvieras metido en la panza del caballo. Si no, hace tiempo que te habría devorado.
-Dios sabe quién habría devorado a quién.
El pájaro adelantó un labio a ras de tierra y otro por arriba, como si fuera un tejadillo, para engullir al bravo muchacho.
Entonces Iván descargó su bayoneta sobre el labio inferior del grifo y lo dejó fuertemente clavado en la tierra húmeda. Luego agarró el machete y empezó a pegar al grifo tajos a diestro y siniestro.
-¡Eh, bravo soldado! -dijo el grifo. No me pegues más machetazos y haré de ti un bogatir. Coge un frasquito que llevo debajo del ala izquierda, bébete su contenido y tú mismo lo comprobarás.    `
Cogió el frasquito Iván, se bebió su contenido, notó que se multiplicaban sus fuerzas y arremetió con más ímpetu contra el grifo, pegándole tajos sin parar.
-¡Eh, bravo soldado! No me pegues más machetazos y te daré otro frasco: el que llevo debajo del ala derecha.
Se bebió Iván el contenido del otro frasco, notó más fuerzas aún y siguió con sus tajos.
-¡Eh, bravo soldado! No me pegues más machetazos y te diré dónde encontrar la suerte. Hay unos prados verdes donde crecen tres altos robles. Debajo de los robles hay unas puertas de hierro y detrás de las puertas tres corceles de bogatír. En un momento dado te servirán de mucho.
Sin perder palabra de lo que decía el grifo, Iván, el hijo del mercader, seguía manejando el machete a más y mejor, hasta que dejó al grifo reducido a piltrafas y luego amontonó los pedazos.
Por la mañana, el rey llamó al general de guardia.
-Ve y manda recoger los huesos de Iván, el hijo del mercader -le dijo-. Aunque sea forastero, no está bien que sus huesos anden tirados por ahí sin sepultura.
El general fue al huerto y encontró a Iván sano y salvo, pero al grifo picado en pedazos. En seguida informó al rey, que se alegró mucho, hizo grandes elogios de Iván y léentregó un salvoconducto de su puño y letra, autorizán-dole para andar por donde quisiera y consumir de balde todo lo que se le antojara en tabernas y mesones.
Con aquel salvoconducto, Iván fue al mesón más afamado, se bebió tres cubos de vino para remojar tres hogazas de pan y medio buey asado y, de vuelta a las caballerizas de palacio, se tumbó a dormir.
Así vivió tres años, al cabo de los cuales se presentó la princesa, que había venido por el camino rodeando. Loco de contento, su padre le preguntó:
-Hija querida, ¿quién te ha salvado de la triste situación en que te encontrabas?
-Un soldado hijo de un mercader.
-¡Pero si ha venido aquí y me ha hecho un gran servicio despedazando al grifo!...
¿A qué pensarlo mucho? Iván, el hijo del mercader, se casó con la princesa y dieron un gran banquete para celebrar la boda. Yo también estuve allí y aunque mucho bebí, por el mostacho me corrió, pero en la boca no me entró.
Poco tiempo después recibió el rey una carta de un culebrón de tres cabezas, diciendo:
-Dame a tu hija si no quieres que abrase todo tu reino y aviente las cenizas.
El rey se puso muy triste, pero Iván, el hijo del mercader, se bebió tres cubos de vino para remojar tres hogazas de pan y medio buey asado y luego corrió a los prados verdes. Levantó una puerta de hierro, sacó un corcel de bogatir, empuñó una espada mágica y una maza de combate, montó a caballo y partió al galope a luchar.
-¡Pero qué ocurrencia has tenido, muchacho! -dijo el culebrón al verle. Si te cojo con una mano y te pego con la otra, no va a quedar más que un charquito.
-En vez de alardear, más te valdría rezar -contestó Iván y, de un solo tajo de su espada mágica, le cortó las tres cabezas.
Luego venció a un culebrón de seis cabezas y después a otro de doce, extendiéndose por todas las tierras la fama de su fuerza y su valor.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)