En cierto
reino, en cierto país, vivía un famoso mercader. Tenía un hijo llamado Iván. El
mercader cargó una vez sus barcos, dejó la casa y los comercios a cargo de la
mujer y del hijo y emprendió un largo viaje.
Navegó un
mes, dos, tres... y arribó a tierras extrañas donde compró mercaderías de
aquellos lugares y vendió las suyas a buen precio.
Entre
tanto, su hijo Iván se hallaba en un gran apuro. Irritados por su buena suerte
en los negocios, los demás mercaderes y los burgueses presentaron juntos una
demanda, diciendo que el hijo del mercader Fulano de Tal era un ladrón y un
juerguista indigno de hallarse en su corporación. Y se le condenó a servir de
soldado. Le afeitaron la cabeza, y el pobre fue enviado a un regimiento.
Pasaba el
tiempo. Iván hacía su servicio y sufría calamidades. Transcurridos diez años,
sintió el deseo de ir por su tierra. Solicitó un permiso, obtuvo licencia por
seis meses y se puso en camino.
El padre
y la madre se llevaron una gran alegría al verle. Iván pasó con ellos todo el
tiempo que pudo, pero llegó el momento de emprender el regreso. El padre le
condujo entonces a unos sótanos profundos, llenos de monedas de oro y de plata,
y le dijo:
-Hijo
querido: toma todo el dinero que quieras.
Iván se
llenó los bolsillos, les pidió al padre y a la madre su bendición eterna, se
despidió de todos los familiares y marchó hacia su regimiento, montado en un
hermoso caballo que le había comprado su padre.
Después
de aquella separación le embargó al bravo muchacho una pesadumbre tan grande
que, al encontrarse un mesón en el camino, entró a echar un trago para ahogar
su pena. Bebió unas copas y le pareció poco. Volvió a beber, se le subió a la
cabeza y se quedó dormido.
Unos
rateros que rondaban por el mesón le sacaron de los bolsillos hasta el último
kópek.
Cuando se
despertó Iván, el hijo del mercader, con la bolsa vacía, se llevó un gran
disgusto, pero reanudó su camino. Le sorprendió la noche en lugares bastante
solitarios. Siguió adelante hasta dar con otro mesón. Cerca del mesón había un
poste y en el poste un cartel diciendo que quien pasara allí la noche habría de
pagar cien rublos.
¿Qué iba
a hacer? No era cosa de morirse de hambre, ¿verdad? Conque llamó al portón. Le
abrió un muchachuelo que le hizo pasar a la sala y condujo su caballo a la
cuadra.
La cena
que le sirvieron a Iván fue suculenta. Después de comer y beber cuanto quiso se
quedó pensando.
-¿Cómo
estás tan cabizbajo, señor soldado? -inquirió el mesonero-. ¿Es que no tienes
con qué pagar?
-No es
eso, amigo. Lo que ocurre es que yo he comido aquí tan a gusto, pero mi fiel
caballo estará hambriento.
-Te
equivocas, soldado. Si quieres, puedes ir y convencerte por ti mismo de que
tiene heno y avena de sobra.
-No era
un reproche. Pero has de saber que nuestros caballos están acostumbrados de una
manera especial: si yo estoy a su lado, come; pero, sin mí, no prueba el
pienso.
El
mesonero se acercó a la cuadra y, en efecto, encontró al caballo con la cabeza
gacha, sin mirar siquiera el pienso.
«¡Vaya
caballo listo! Conoce a su amo», pensó el mesonero, y dispuso que le preparasen
un lecho al soldado allí cerca. Iván, el hijo del mercader, se acostó entonces;
pero a medianoche, cuando todo el mundo estuvo dormido, se levantó, ensilló el
caballo y escapó de allí al galope.
Al
atardecer del día siguiente llegó a otro mesón donde cobraban doscientos rublos
por alojarse una noche. También allí empleó la misma treta.
El mesón
que encontró al tercer día era aún mejor que los dos anteriores. El cartel del
poste decía que por pernoctar allí cobraban trescientos rublos. «Bueno, probaré
también mi truco», se dijo. Entró, comió copiosamente y luego se quedó
pensativo.
-¿Cómo
estás tan cabizbajo, soldado? ¿Es que no tienes con qué pagar? -preguntó el
mesonero.
-No, no
has acertado. Estaba pensando que yo he comido aquí tan a gusto, pero mi fiel
caballo estará hambriento.
-¡Qué
dices, hombre! Yo mismo le he echado paja y avena de sobra.
-Pero es
que nuestros caballos están acostumbrados de una manera especial: si yo estoy a
su lado, come; pero, sin mí, no prueba el pienso.
-Hombre,
pues duerme tú también en la cuadra...
Pero la
mujer de aquel mesonero era maga. Corrió a consultar sus libros y en seguida se
enteró de que el soldado no tenía ni un kópek. De manera que puso a unos
criados a vigilar el portón con la orden expresa de que no dejaran de ninguna
manera escapar al soldado.
A
medianoche se levantó Iván, el hijo del mercader, dispuesto a largarse, pero
vio que los criados estaban vigilando. Se echó a dormir. Cuando se despertó,
que ya clareaba, ensilló a toda prisa el caballo, montó en él y salió al patio.
-¡Alto!
-gritaron los vigilantes. Aún no le has pagado al amo. ¡Venga el dinero!
-¿Qué
dinero? ¡Largo de aquí! -contestó Iván, y quiso pasar a la fuerza, pero los
braceros le echaron mano y se pusieron a vapulearlo. Tanto alboroto armaron,
que acudió toda la gente de la casa.
-¡Muchachos!
¡Vamos a matarlo a golpes!
-¡Basta
ya! -intervino el mesonero. Dejadlo vivo y que se pase aquí tres años
trabajando hasta cubrir los trescientos rublos. Iván, el hijo del mercader, no
tuvo más remedio que quedarse en el mesón. Así pasó un día, dos, tres...
-Oye,
soldado -le dijo entonces el mesonero: tú sabrás disparar, ¿verdad?
-Claro
que sí. Eso nos lo enseñan en el regimiento. -Bueno, pues vete a cazar algo.
Por aquí hay muchos animales y aves de todas clases.
Iván, el
hijo del mercader, agarró una escopeta y salió de caza. Anduvo mucho tiempo por
el bosque sin encontrar nada. Caía ya la tarde, cuando divisó una liebre a la
entrada de un bosque. Pero, cuando quiso apuntarla, la liebre pegó un saltó y
emprendió la carrera.
Persiguiéndola
llegó el cazador a una vasta pradera verde, donde se alzaba un magnífico
palacio de mármol con el tejado de oro. La liebre se metió en el patio, Iván la
siguió, pero ya no la vio por ninguna parte. «Bueno, pues por lo menos miraré
cómo es el palacio.»
Entró en
los salones y anduvo de un lado para otro. Todos los aposentos eran tan
fastuosos, que nadie podría imaginárselo más que en un cuento de hadas. En una
sala estaba una mesa servida con bebidas y manjares en vajilla fina.
Iván, el
hijo del mercader, bebió una copa de cada botella, comió un bocado de cada
plato y siguió allí tan campante.
En esto
llegó una carroza hasta delante del porche, y de ella se apeó una princesa toda
negra. También eran negros sus servidores y los caballos.
Acostumbrado
al servicio, Iván se levantó de un salto y se cuadró al lado de la puerta.
Cuando entró la princesa, Iván presentó armas.
-Hola,
soldado -dijo la princesa. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Por tu voluntad o a
la fuerza? ¿Escapas de algún percance o buscas aventuras? Ven, siéntate aquí y
hablaremos. ¿Podrías hacerme un gran servicio? Si aceptas, te sonreirá la
suerte. He oído decir que los soldados rusos no le temen a nada... Pues bien:
este palacio lo han invadido los demonios...
-¡Alteza!
Estoy dispuesto a serviros hasta verter la última gota de sangre.
-Entonces,
escucha. Hasta medianoche, come, bebe y diviértete. Pero, al dar las doce,
acuéstate en el lecho que cuelga de unas correas en el salón grande y, pase lo
que pase a tu alrededor, veas lo que veas, no te asustes y sigue acostado sin
decir nada.
Después
de estas palabras, la princesa se despidió y abandonó el palacio. En cuanto a
Iván, el hijo del mercader, se dedicó efectivamente a beber y divertirse; pero,
nada más dar las doce, se acostó donde le dijo la princesa.
De pronto
estalló una tormenta, con estampidos y truenos, y dio la impresión de que todas
las paredes iban a venirse abajo y hundirse de un momento a otro. Los salones
se llenaron de demonios que bailaban pegando aullidos y gritos. Cuando
descubrieron a Iván, empezaron a inventar tretas para asustarle.
Apareció
de pronto un cabo.
-¡Soldado
Iván! ¿Qué haces aquí? Has sido declarado prófugo. Sal corriendo para el
regimiento si no quieres pasarlo mal.
Detrás
del cabo acudía ya el comandante de la compañía, luego el comandante del
batallón y después el del regimiento.
-¿Qué
haces aquí, miserable? Se conoce que quieres ser azotado. ¡A ver, que traigan
varas recién cortadas!
Los
demonios pusieron en seguida manos a la obra y pronto trajeron un montón de
varas. Pero Iván, el hijo del mercader, seguía tumbado, como si tal cosa, sin
decir nada.
-¡Este
canalla! -exclamó el comandante del regimiento. Ni siquiera teme a los golpes.
Se conoce que ha visto cosas peores en el servicio. ¡Que me manden un pelotón
de soldados con los fusiles cargados para fusilar a este bandido!
Apareció
un pelotón de soldados como si surgiera de bajo tierra. Se oyeron voces de
mando, los soldados apuntaron, iban a apretar ya el gatillo... Pero en esto
cantaron los gallos y todo desapareció al momento: los soldados, los oficiales,
las varas...
Al día
siguiente se presentó en el palacio la princesa, que ya estaba blanca desde la
cabeza hasta la cintura, como también los servidores y los caballos.
-Gracias,
soldado -dijo. Te han hecho pasar un susto, y aún te harán pasar más. Pero tú
no te achiques. Aguanta dos noches todavía y yo haré tu suerte.
Comieron
juntos, se divirtieron un rato y la princesa se marchó. Iván, el hijo del
mercader, se acostó en el mismo sitio.
A
medianoche estalló una tormenta, con truenos y estampidos, y todo se llenó de
demonios aullando y bailando.
-¡Eh,
hermanos! ¡Si aquí está el soldado otra vez! Se conoce que le ha tomado el
gusto... -gritó un demonio cojo y tuerto. ¿Acaso quieres quitar-nos estos
aposentos a nosotros? Pues voy a decírselo al abuelo.
El
abuelo, que acudía ya, ordenó a los demonios que montaran una fragua para
calentar unas varillas de hierro.
-Y con
esas varillas al rojo le atizáis hasta llegarle a los huesos para que se entere
de lo que ocurre cuando alguien se mete en propiedad ajena.
Pero los
gallos cantaron antes de que los demonios montaran la fragua, y todo
desapareció al momento.
Al tercer
día se presentó la princesa en el palacio, y el soldado se quedó sorprendido al
ver que tanto ella como los servidores y los caballos se habían vuelto blancos
hasta las rodillas.
-Gracias,
soldado, por tu buen servicio. ¿Cómo te encuentras?
-Hasta
ahora sigo sano y salvo, alteza.
-Bueno,
pues haz un esfuerzo esta última noche. Mira: te he traído esta pelliza.
Póntela o los demonios te arrancarán el pellejo a tiras con las uñas, porque
ahora están furiosos.
Se
sentaron juntos a comer, se divirtieron un rato y partió la princesa después de
despedirse. Iván, el hijo del mercader, se puso la pelliza, se santiguó y fue a
acostarse en el mismo sitio.
Sonó la
medianoche. Todo el palacio se estremeció de los truenos y los estampidos. Los
aposentos se llenaron de una turba de demonios -unos cojos, otros tuertos, los
de más allá contrahechos-, que se abalanzaron sobre Iván, el hijo del mercader,
gritando:
-iA él!
¡Vamos a echarle mano a ese ladrón!
En
efecto, quisieron tirarle abajo de donde estaba; pero todo el que intentaba
clavarle las garras se dejaba las uñas en la pelliza.
-Así no
conseguiremos nada. Se ve que es más duro de lo que pensábamos. Mejor será
traer aquí a su padre y a su madre y desollarlos vivos delante de él.
Al
momento trajeron a dos personas idénticas a los padres de Iván y empezaron a
desollarlas con las uñas.
-¡Iván,
hijito! -gritaban. ¡Ten compasión de nosotros! Baja de ahí: mira que por ti
nos están desollando vivos...
Iván
seguía donde estaba, callado y sin moverse. En esto cantaron los gallos y todo
desapareció de golpe, como si no hubiera habido nada.
Por la
mañana llegó la princesa. Los caballos se habían vuelto blancos, los servidores
también, y ella estaba tan bella, tan deslumbrante, que nadie podría imaginarse
nada igual: casi daba la impresión de que se veía correr la sangre por sus
venas.
-Has
visto horrores -dijo la princesa, pero aún verás más. Gracias por tu buen
servicio. Ahora, vámonos de aquí cuanto antes.
-¿Por
qué, princesa? -objetó Iván-. Podríamos reposar una hora o dos...
-¡Qué va!
Si nos quedamos a reposar, estás perdido. Abandonaron el palacio y se pusieron
en camino. Cuando se alejaron un poco dijo la princesa:
-Mira lo
que ocurre a tus espaldas, buen mozo.
Iván
volvió la cabeza: no quedaba ni huella del palacio, que había desaparecido bajo
tierra, y en su lugar ardía una gran hoguera.
-Así
habríamos perecido nosotros si hubié-ramos tardado en marcharnos -explicó la
princesa-. Toma esta bolsa -añadió-, que tiene una virtud muy especial. Cuando
necesites dinero, no tienes más que agitarla para que salgan de ella todas las
monedas de oro que quieras. Vuelve al mesón, paga lo que debes y ve luego a la
catedral de tal isla, donde yo te estaré esperando. Allí oiremos misa y luego
nos casaremos, convirtiéndonos en marido y mujer. No te demores. Si no te da
tiempo hoy, ve mañana; si no puedes mañana, ve al tercer día. Pero, si dejas
pasar esos tres días, no me verás en un siglo.
Entonces
se despidieron. La princesa marchó hacia la derecha; Iván, el hijo del
mercader, hacia la izquierda. Llegó al mesón, sacudió su bolsa delante del
mesonero y empezaron a caer monedas de oro.
-¿Qué,
amigo? ¿Te habías creído que si un soldado no tiene dinero se le puede
esclavizar durante tres años? Pues estabas equivocado. Coge de ahí lo que te
corresponda.
Pagó los
trescientos rublos, montó a caballo y se marchó adonde le había dicho la
princesa.
Mientras,
la mesonera se puso a cavilar muy extrañada. «¡Qué cosa tan rara! -pensó. ¿De
dónde habrá sacado ese dinero?»
Corrió a
sus libros mágicos y en ellos vio que Iván había salvado a una princesa
hechizada y ella le había regalado una bolsa en la que nunca dejaba de haber
dinero.
En
seguida llamó a un criado, le mandó al campo con las vacas y le dio una manzana
advirtiéndole:
-Cuando
estés en el campo se te acercará un soldado diciendo que tiene sed. Tú le
contestas que no tienes agua y le ofreces esta manzana.
El criado
se fue con las vacas al campo. Nada más llegar, vio venir a Iván, el hijo del
mercader.
-Oye,
muchacho, ¿no podrías darme un poco de agua? Tengo una sed espantosa.
-No,
soldado. El agua está lejos de aquí. Lo que sí tengo es esta manzana muy
jugosa. Cómetela si quieres y te refrescará. Iván, el hijo del mercader, tomó
la manzana, se la comió y le embargó un sueño profundo que le duró tres días
seguidos.
En vano
esperó la princesa aquellos tres días a su prometido.
«No
estará escrito que me case con él», suspiró. Subió a su carroza y se fue. Por
el camino vio al mozo que cuidaba las vacas.
-¡Zagal!
-llamó. ¿No has visto pasar por aquí a un soldado ruso muy apuesto?
-Debajo
de aquel roble lleva tres días dormido.
La
princesa miró: ¡era él! Quiso despertarle; pero, por mucho que hizo, no pudo
conseguirlo. Tomó entonces una hoja de papel, sacó un lápiz y escribió: «Si no
vas a tal paso del río, nunca llegarás al más lejano de los países ni podrás
llamarme esposa tuya.» Guardó la nota en un bolsillo de Iván, el hijo del
mercader, le besó conforme estaba dormido, lloró amargamente y se marchó muy
lejos, muy lejos, desapareciendo como si nunca hubiera estado allí.
Al
anochecer se despertó Iván totalmente desconcertado. El zagal le contó
entonces:
-Ha
pasado por aquí una hermosa doncella, con un vestido maravilloso. Estuvo mucho
tiempo intentando despertarte, pero no lo consiguió. Entonces escribió una
nota, la guardó en uno de tus bolsillos, volvió a montar en su carroza y
desapareció.
Iván hizo
sus oraciones, se inclinó profundamente hacia los cuatro puntos cardinales y
partió al galope en dirección al paso del río. Llegó al cabo de un tiempo -no
sé si poco o mucho- y les gritó a los barqueros:
-¡Eh,
muchachos! Pasadme en seguida a la otra orilla. Aquí tenéis el pago por
adelantado.
Sacó la
bolsa, empezó a sacudirla hasta que les llenó la lancha de monedas de oro. Los
barqueros se quedaron con la boca abierta.
-¿Adónde
tienes que ir, soldado?
-Al más
lejano de los países.
-¡Oh!...
Para llegar hasta allí se tarda tres años por el camino que rodea. En línea
recta, se tardaría tres horas. Pero no hay camino recto.
-¿Qué
podría hacer?
-Escucha
una cosa: por aquí suele venir un grifo. Un pájaro tan grande, que parece una
montaña. Agarra toda la carroña que encuentra y se la lleva a la otra orilla.
Tú ábrele la panza a tu caballo, vacíala, lávala, métete dentro y nosotros la
recoseremos. El grifo agarrará al caballo muerto, lo llevará al más lejano de
los países y se lo echará de pitanza a sus crías. Aprovecha tú para salir en
seguida de la panza del caballo y marchar adonde tengas que ir.
El
soldado le cortó la cabeza a su caballo, le abrió la panza, la vació, la lavó y
se metió dentro. Los barqueros recosieron la panza del caballo y se
escondieron.
De pronto
llegó volando el grifo, que parecía una montaña, agarró al caballo muerto, se
lo llevó al más lejano de los países, lo arrojó de pitanza a sus crías y echó a
volar otra vez en busca de más comida.
Iván
descosió la panza del caballo, salió y fue a pedirle servicio al rey.
Precisamente aquel país estaba padeciendo mucho por causa del grifo: a diario
tenían que entregarle a una persona para que la devorase a cambio de que no
devastara totalmente el reino.
El rey
estuvo preguntándose un buen rato qué hacer con aquel soldado forastero. Por
fin ordenó que lo apostaran en un lugar para que lo devorase el grifo. Los
guardas reales lo agarraron, lo condujeron al huerto y le dijeron dejándole al
lado de un manzano:
-Vigila,
y que no desaparezca ni una sola manzana.
Iván, el
hijo del mercader, se quedó allí de guardia. De pronto llegó volando el grifo
que parecía una montaña.
-Hola,
buen mozo. No sabía yo que estuvieras metido en la panza del caballo. Si no,
hace tiempo que te habría devorado.
-Dios
sabe quién habría devorado a quién.
El pájaro
adelantó un labio a ras de tierra y otro por arriba, como si fuera un tejadillo,
para engullir al bravo muchacho.
Entonces
Iván descargó su bayoneta sobre el labio inferior del grifo y lo dejó
fuertemente clavado en la tierra húmeda. Luego agarró el machete y empezó a
pegar al grifo tajos a diestro y siniestro.
-¡Eh,
bravo soldado! -dijo el grifo. No me pegues más machetazos y haré de ti un
bogatir. Coge un frasquito que llevo debajo del ala izquierda, bébete su
contenido y tú mismo lo comprobarás. `
Cogió el
frasquito Iván, se bebió su contenido, notó que se multiplicaban sus fuerzas y
arremetió con más ímpetu contra el grifo, pegándole tajos sin parar.
-¡Eh,
bravo soldado! No me pegues más machetazos y te daré otro frasco: el que llevo
debajo del ala derecha.
Se bebió
Iván el contenido del otro frasco, notó más fuerzas aún y siguió con sus tajos.
-¡Eh,
bravo soldado! No me pegues más machetazos y te diré dónde encontrar la suerte.
Hay unos prados verdes donde crecen tres altos robles. Debajo de los robles hay
unas puertas de hierro y detrás de las puertas tres corceles de bogatír. En un
momento dado te servirán de mucho.
Sin
perder palabra de lo que decía el grifo, Iván, el hijo del mercader, seguía
manejando el machete a más y mejor, hasta que dejó al grifo reducido a
piltrafas y luego amontonó los pedazos.
Por la
mañana, el rey llamó al general de guardia.
-Ve y
manda recoger los huesos de Iván, el hijo del mercader -le dijo-. Aunque sea
forastero, no está bien que sus huesos anden tirados por ahí sin sepultura.
El
general fue al huerto y encontró a Iván sano y salvo, pero al grifo picado en
pedazos. En seguida informó al rey, que se alegró mucho, hizo grandes elogios
de Iván y léentregó un salvoconducto de su puño y letra, autorizán-dole para
andar por donde quisiera y consumir de balde todo lo que se le antojara en
tabernas y mesones.
Con aquel
salvoconducto, Iván fue al mesón más afamado, se bebió tres cubos de vino para
remojar tres hogazas de pan y medio buey asado y, de vuelta a las caballerizas
de palacio, se tumbó a dormir.
Así vivió
tres años, al cabo de los cuales se presentó la princesa, que había venido por
el camino rodeando. Loco de contento, su padre le preguntó:
-Hija
querida, ¿quién te ha salvado de la triste situación en que te encontrabas?
-Un
soldado hijo de un mercader.
-¡Pero si
ha venido aquí y me ha hecho un gran servicio despedazando al grifo!...
¿A qué
pensarlo mucho? Iván, el hijo del mercader, se casó con la princesa y dieron un
gran banquete para celebrar la boda. Yo también estuve allí y aunque mucho
bebí, por el mostacho me corrió, pero en la boca no me entró.
Poco
tiempo después recibió el rey una carta de un culebrón de tres cabezas,
diciendo:
-Dame a
tu hija si no quieres que abrase todo tu reino y aviente las cenizas.
El rey se
puso muy triste, pero Iván, el hijo del mercader, se bebió tres cubos de vino
para remojar tres hogazas de pan y medio buey asado y luego corrió a los prados
verdes. Levantó una puerta de hierro, sacó un corcel de bogatir, empuñó una
espada mágica y una maza de combate, montó a caballo y partió al galope a
luchar.
-¡Pero qué
ocurrencia has tenido, muchacho! -dijo el culebrón al verle. Si te cojo con
una mano y te pego con la otra, no va a quedar más que un charquito.
-En vez
de alardear, más te valdría rezar -contestó Iván y, de un solo tajo de su
espada mágica, le cortó las tres cabezas.
Luego
venció a un culebrón de seis cabezas y después a otro de doce, extendiéndose
por todas las tierras la fama de su fuerza y su valor.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)