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domingo, 11 de agosto de 2013

Ivanushka el bobalicon

Una madre tenía tres hijos. Dos eran listos, pero el tercero no; y le llamaban Ivánushka el bobalicón. Los listos estaban siempre ocupados: cazaban con cepos y con lazo. Una vez trajeron muchos animales. El bobalicón se bajó entonces del rellano de la estufa y gritó:
-¡Pero si yo también he cazado un zorro, hermanos!
-¿Y dónde está?
-Ahí en el corral.
Se asomaron los hermanos y vieron que había una pobre vieja muerta, atrapada en un cepo.
Le regañaron mucho, pero ya se sabe que regañar a un tonto es tiempo perdido.
Al poco tiempo pensó casarse el mayor de los hermanos. Como los listos estaban siempre ocupados y el bobalicón se pasaba el tiempo tumbado, le mandaron a él a comprar todo lo necesario para la boda en el mercado del pueblo vecino.
El bobalicón compró sal, carne y unos cinco o seis pucheros.
Regresaba a su casa cuando vio a un perro bebiendo agua del río.
-¡Pobrecito! -exclamó el bobalicón. Está bebiendo agua sin salar.
Agarró y echó al río toda la sal que había comprado.
Siguió su camino y unos cuervos, que vieron la carne, empezaron a girar sobre él graznando. El bobalicón pensó que le saludaban. Cogió la carne y se la echó diciendo:
-Tomad y que os aproveche.
Anda que te anda, se fijó de pronto en los postes que señalaban las verstas del camino.
-¡Infelices! Estarán pasando frío, ahí parados, sin gorro... -se compadeció el bobalicón, y los fue cubriendo con los pucheros.
Volvió donde sus hermanos y les refirió todo lo que había hecho.
Los hermanos se indignaron con él y le mandaron que no se moviera de casa.
-Eres tan bobalicón, que no sirves para nada.
Llegó el momento de que los novios fueran a recibir las bendiciones. El bobalicón se quedó solo en la casa. Entonces cerró la puerta, volcó una barrica de kvas, se metió en una artesa y, Iuánushka el bobalicón empuñando una espumadera, empezó a bogar por la casa diciendo:
-A ver si llego a tierra...
Regresaron los recién casados de la iglesia y llamaron a la puerta:
-Abre, bobalicón, que somos nosotros...
-Esperad a que llegue a la orilla -contestó.
Los otros no tuvieron más remedio que romper la puerta. En cuanto abrieron brotó el kuas con tanta fuerza que los tiró al suelo...

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

Ivanko de la osera

En cierta aldea vivían un rico campesino y su esposa. Una vez, la mujer fue al bosque a recoger setas, se extravió y fue a parar a una osera. El oso que la habitaba se quedó con ella y, al cabo de un tiempo -no sé si mucho o poco, la mujer tuvo un hijo que era una persona de cintura para arriba y un oso de cintura pa­ra abajo. La madre le puso por nombre Ivanko de la Osera. Fue­ron pasando años y más años. Ivanko creció, y él y su madre sin­tieron el deseo de volver a la aldea, con las personas. Un día que el oso había ido al colmenar, aprovecharon la ocasión y se escapa­ron. Mucho corrieron, pero al fin llegaron al pueblo.
El campesino se llevó una gran alegría al ver a su mujer, pues había perdido ya las esperanzas de que regresara algún día. Luego miró al hijo que traía y preguntó:
-¿Y este bicho qué es?
La mujer le refirió entonces todo lo ocurrido: que se extravió, que luego vivió con un oso en su guarida y con él había tenido un hijo, mitad persona y mitad oso.
-Bueno, Ivanko -dijo el campesino, ve al corral y mata una oveja para haceros una buena comida.
-¿Cuál mato?
-Cualquiera. La que se vuelva a mirarte.
Ivanko de la Osera agarró un cuchillo, fue al corral y, en cuan­to les pegó un grito a las ovejas, todas como una se volvieron a mirarle. Ivanko las degolló inmediatamente a todas, las desolló y fue a preguntar dónde tenía que guardar la carne y las pieles.
-¿Qué dices? -rugió el hombre. Yo te mandé matar una oveja, y no todas.
-¡No, padre! Me mandaste matar a la que se volviera a mirar­me. Y cuando fui al corral, todas a una se volvieron a mirarme. Podían muy bien no haberlo hecho...
-¡Pero, qué listo! Vete, anda, mete toda la carne y las pielesen el cobertizo y vigila esta noche la puerta del cobertizo, no vaya a ser que se cuelen los ladrones o se coman algo los perros.
-Está bien. La vigilaré.
Como si fuera a propósito, aquella noche estalló una tormenta y se puso a llover a cántaros. Ivanko de la Osera arrancó la puerta del cobertizo, se la llevó al edificio del baño y allí se quedó a dor­mir. La noche era oscura, el cobertizo estaba abierto, nadie vigila­ba... No era posible ponerles mejor las cosas a los ladrones para que se llevaran lo que quisieran.
El campesino se despertó por la mañana, fue a ver si todo es­taba en orden, y se encontró con que no quedaba nada: parte se la habían comido los perros y otra parte se la habían llevado los ladrones. Se puso a buscar al vigilante, le encontró en el baño y empezó a regañarle todavía más que la víspera.
-¡Pero, padre! -protestó Ivanko. ¿Qué culpa tengo yo? Tú mismo me mandaste vigilar la puerta, y eso he hecho: mírala ahí. Ni la han robado los ladrones ni se la han comido los perros.
«¿Quién le pide cuentas a un tonto? -pensó el campesino. Pero, si continúa así, me arruina en un par de meses. ¿Cómo me lo quitaría de encima?»
Y se le ocurrió una idea. Al día siguiente, sin esperar a más, envió a Ivanko de la Osera a trenzar cuerdas de arena junto a un lago donde habitaban muchos espíritus malignos. Porque, ¿y si le arrastraban los demonios a alguna hoya...?
Ivanko fue al lago, se sentó en la orilla y empezó a trenzar cuer­das de arena. De pronto salió un diablillo del agua.
-¿Qué estás haciendo, Ivanko?
-¿Quién? ¿Yo? Pues estoy trenzando cuerdas. Quiero remo­ver el lago y haceros brincar bien a vosotros para que aprendáis a pagar tributo si queréis vivir aquí.
-¡Aguarda un poco, Ivanko! Deja que vaya a consultar con mi abuelo en un instante.
Al decir estas palabras, se zambulló en el agua. Cinco minutos después volvió a salir.
-Dice mi abuelo que, si me ganas a correr, pagará el tributo. Pero, si no me ganas, me ha ordenado que te arrastre al fondo.
-¿Ganarme a mí? ¡Tú estás soñando! Mira: tengo yo un nieto que ha nacido ayer mismo y que también es capaz de ganarte.
-¿Qué nieto es ése?
-Al pie de aquellas matas está, mírale -dijo Ivanko de la Ose­ra, y le gritó a una liebre que había allí: ¡Eh! ¡Abre el ojo!
La liebre salió disparada a campo traviesa y desapareció en un instante. El diablillo hizo intención de correr detrás, pero se había quedado a la zaga lo menos media uersta.
-Y ahora, si quieres, podemos correr tú y yo. Pero con una condición, amigo: si te quedas rezagado, te pego una paliza que te mato.
-¡Quia, hombre! -exclamó el diablillo, y se zambulló en el agua.
Poco después volvió a emerger llevando en la mano el báculo de hierro de su abuelo.
-Dice mi abuelo que, si lanzas este báculo más alto que lo lance yo, pagará el tributo.
Ivanko de la Osera adelantó la mano hacia el báculo, y no pu­do ni moverlo.
-Aguarda un poco. Dentro de nada estará aquí aquella nube y yo arrojaré el báculo por encima de ella.
-¡Quia, hombre! ¿Cómo se las iba a arreglar mi abuelo sin bá­culo? -protestó el diablillo y, agarrando el báculo del viejo demo­nio, se zambulló en el agua a toda velocidad.
Poco después salió de nuevo.
-Dice mi abuelo que, si eres capaz de llevar este caballo a cues­tas alrededor del lago una vez más que yo por lo menos, pagará el tributo. De lo contrario, irás tú a parar al fondo.
-¡Valiente cosa! Empieza tú, anda.
El diablillo se cargó el caballo a la espalda y empezó a correr alrededor del lago, dio lo menos diez vueltas y el maldito se quedó derrengado. El sudor le caía a chorros de los hocicos.
-Ahora me toca a mí -dijo Ivanko de la Osera.
Se montó en el caballo y estuvo dando vueltas al lago hasta que se desplomó el caballo.
-¿Qué tal, amigo? -preguntó luego.
-Lo has llevado tú más tiempo que yo -reconoció el diabillo. Además, ¡de qué manera! ¡Entre las piernas! Así, yo no habría sido capaz de llevarlo ni una vuelta. ¿Qué tributo tenemos que pagar?
-Mira: me basta con que me llenes el gorro de monedas de oro y me sirvas de bracero un año.
El diablillo se zambulló para recoger el dinero. Ivanko de la Ose­ra, mientras tanto, le recortó el fondo al gorro y lo colocó vuelto hacia arriba, sobre un hoyo muy profundo. El diablillo empezó a subir monedas del fondo del lago y a echarlas en el gorro. Así se pasó el día entero y únicamente a la caída de la tarde logró ver el gorro lleno.
Ivanko buscó entonces un carro, lo cargó con las monedas y enganchó al diablillo entre las varas para transportarlo a su casa.
-Aquí te traigo esto, padre, y que te aproveche: un bracero y un carro de monedas de oro.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

Ivan-el-tomto

En cierto reino, en cierto país, vivía un viejo con su vieja. Tenían tres hijos. Al menor le llamaban Iván-el-tonto. Los dos mayores estaban casados, pero Iván-el-tonto seguía soltero. Los dos mayores eran hombres de provecho: gobernaban la hacienda, sembraban y labraban, mientras que el tercero no hacía nada.
El padre y las nueras mandaron una vez a Iván al campo a terminar de arar un pedazo de tierra. El muchacho llegó al campo, enganchó el caballo, abrió un par de surcos y vio que había una nube de mosquitos revoloteando encima. Agarró una varita y mató a un montón de ellos pegándole en un flanco al animal. Le pegó en el otro flanco y mató a cuarenta tábanos. «A mí no hay quien me pueda -pensó. Cuarenta bogatires he matado de una vez, además de la purrela, que ni siquiera la conté.»
Amontonó todos los insectos y los recubrió con estiércol del caballo. Abandonó la labranza, desenganchó el caballo y volvió a su casa. Allí les dijo a las cuñadas y a la madre:
-¡Venga una manta y una silla de montar! Y tú, padre, dame el sable que tienes ahí. Se está poniendo roñoso colgado en la pared. ¿Qué clase de hombre soy si no tengo ninguna de esas cosas?
Sus parientes se burlaron de él y, para mayor escarnio, le dieron un escabel roto. Nuestro Iván le ajustó una cincha y se lo puso al jamelgo. En lugar de manta, su madre le dio una estera vieja, y él también la cogió, así como el sable de su padre, que afiló muy bien, y, hechos sus preparativos, se puso en camino.
Llegó a una encrucijada. Como sabía un poco de letra, escribió en un poste que invitaba a los recios bogatires Ilyá Múromets y Fiodor Lízhnikov a que fueran a tal país a encontrarse con un recio bogatir que había matado a cuarenta de una vez, sin contar la purrela de a pie, y no les dio más sepultura que un montón de basura.
Al poco rato pasó efectivamente por allí el recio bogatir Ilyá Múromets, leyó la inscripción del poste y dijo:
-¡Oh! Por aquí ha pasado un recio bogatir al que no conviene deso-bedecer.
Espoleó el caballo y pronto alcanzó a Iván. Se quitó el gorro y saludó:
-Salud te deseo, recio y forzudo bogatir.
Iván contestó, sin tomarse el trabajo de descubrirse:
-Hola, Ilyuja.
Siguieron el camino juntos.
Poco después llegó también al poste Fiodor Lízhnikov, leyó lo que había allí escrito, y tampoco quiso desobedecer. Hizo lo mismo que había hecho Ilyá Múromets, pronto dio alcance a Iván y le saludó quitándose el gorro:
-Salud te deseo, recio y forzudo bogatir.
Iván contestó, sin tomarse el trabajo de descubrirse:
-Hola, Fediuja.
Siguieron el camino los tres juntos. Llegaron a cierto país y se detuvieron en los prados reales. Los bogatires montaron sus tiendas. Iván extendió su estera. Los bogatires trabaron a sus caballos con trabas de seda. Iván arrancó una varita de un árbol, la trenzó y con ella trabó a su jamelgo. Y allí se quedaron. El zar de aquel país vio desde sus aposentos que había gente pisoteando sus preciosos prados y en seguida mandó a uno de sus cortesanos a enterarse de quiénes eran.
El cortesano llegó a los prados, se acercó a Ilyá Múromets y le preguntó quiénes eran y cómo se habían atrevido a meterse en los prados reales sin pedir permiso. Ilyá Múromets contestó:
-Eso no es cosa nuestra. Pregunta al que nos manda, que es aquel recio y forzudo bogatir.
El emisario se acercó a Iván. Pero Iván se puso a gritar antes de que pronunciara una sola palabra:
-¡Largo de aquí mientras todavía puedes marcharte por tu pie! Y dile al zar que a sus prados ha llegado un recio y forzudo bogatir que ha matado a cuarenta de una vez, sin contar la purrela de a pie, y no les dio más sepultura que un montón de basura, que le acompañan Ilyá Múromets y Fiodor Lízhnikov y que quiere casarse con la hija del zar.
El emisario se lo refirio así al zar. Este agarró las listas de bogatires, y allí estaban Ilyá Múromets y Fiodor Lízhnikov, pero no el que mataba a cuarenta de una vez. El zar ordenó entonces formar un ejército, apresar a los tres bogatires y conducirlos a su presencia. ¿Apresarlos? Eso se dice muy pronto.
Iván vio que se aproximaban las tropas y gritó:
-illyuja! ¿Qué gente es ésa? ¡Echalos de aquí!
Pero él siguió tendido cuan largo era y mirándolo todo muy enfadado.
Nada más escuchar estas palabras, Ilyá Múromets montó en su caballo y lo lanzó contra las tropas del zar. Más estragos hizo con los cascos de su caballo que con su brazo. Hasta que acabó con todos, dejando sólo a los paganos.
Enterado del desastre, el zar reunió un ejército más numeroso todavía y lo envió para apresar a los bogatires.
Iván-el-tonto gritó:
-iFediunka! Echa de aquí a esa gentuza.
Fiodor Lízhnikov montó en su caballo y acabó con todos, dejando sólo a los paganos.
¿Qué podía hacer el zar después de que los bogatires le habían matado a tanta gente? Se quedó pensando y recordó que en su reino habitaba un recio bogatir llamado Dobrinia. Le envió un mensaje pidiéndole que viniera a vencer a los tres bogatires. Dobrinia se presentó y el zar salió a recibirle al balcón del tercer piso. Dobrinia llegó hasta el balcón sin echar pie a tierra y se encontró a la misma altura que el zar. ¡Así era él! Saludó, estuvieron hablando y luego partió hacia los prados reales.
Ilyá Múromets y Fiodor Lízhnikov vieron venir a Dobrinia, se asustaron, montaron en sus caballos y se largaron de allí.
Pero a Iván no le dio tiempo. Mientras atrapó a su jamelgo, Dobrinia estaba ya encima de él, riéndose de que aquel hombre tan pequeñajo, tan enclenque, se llamara bogatir. Había agachado la cabeza hasta la altura de Iván para verle mejor y lo miraba asombrado.
Ni corto ni perezoso, Iván enarboló su sablecillo y le cortó la cabeza.
El zar que lo vio, se llevó un susto tremendo.
-¡Ay! -exclamó. El bogatír ha matado a Dobrinia. ¡Menudo apuro! ¡Que vaya alguien corriendo a invitar a los bogatires a palacio!
¡Había que ver la comitiva que se organizó para ir a buscar a Iván! Las carrozas mejores, los personajes de más campanillas... Le invitaron a montar en una carroza y le condujeron ante el zar.
El zar le agasajó muy bien y le dio a su hija por esposa. Se casaron y allí están todavía gozando de la vida.
Yo estuve allí también, bebí hidromiel. Me corrió por el bigote, pero no me entró en el gañote. Me dieron un gorro de colores y la emprendieron conmigo a empellones. Cuando me iba a marchar, me dieron un kaftán. Un paro gritó al volar: «¡Un kaftán color añil!» Yo entendí: «Deja el kaftán ahíl». Me lo quité y lo dejé.
Esto no es el cuento, sino sólo el comienzo. Por si lo quieres saber, el cuento vendrá después.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

Ivan-bovino

En cierto reino, en cierto estado, vivían un zar y una zarina que no tenían hijos. Rogaron a Dios que les concediera uno para delei­te en la juventud y para ayuda en la vejez. Terminadas sus oracio­nes, se acostaron y quedaron profundamente dormidos.
Mientras dormían, soñaron que cerca del palacio había un es­tanque apacible donde vivía un acerino con púas de oro. Si la zari­na se lo comía, en seguida concebiría. En cuanto se despertaron hicieron venir a las ayas y las niñeras para contarles el sueño. Las ayas y las niñeras opinaron que lo soñado podía ocurrir en realidad.
El zar convocó a los pescadores y les ordenó que capturasen al acerino de las púas de oro. Los pescadores fueron al amanecer al estanque apacible, lanzaron las redes y, por fortuna, a la prime­ra capturaron al acerino de las púas de oro. Lo sacaron y lo lleva­ron al palacio. Nada más verlo, la zarina no pudo contenerse: co­rrió a los pescadores, les estrechó las manos, los recompensó con largueza... Luego hizo venir a su cocinera preferida para entregar­le ella misma el acerino de las púas de oro.
-Prepáralo paraa la comida -le dijo, y cuida de que nadie lo toque.
La cocinera limpió el acerino lo guisó y dejó en el patio el agua de lavarlo. Una vaca que andaba por el patio se bebió el agua. La zarina se comió el pescado, y la cocinera rebañó el plato. A ren­glón seguido quedaron preñadas la zarina, su cocinera preferida y la vaca, y las tres parieron por la misma época, cada una un hijo: la zarina le dio a luz a Iván-zarévich, la cocinera a Iván-cocina y la vaca a Iván-bovino.
Los tres chicos crecían a ojos vistas: igual que la masa sube con la levadura así se estiraban ellos. Los tres eran mozos apuestos y tan parecidos que no era posible distinguir cuál de ellos era el hijo del zar, de la cocinera o de la vaca. Sólo se diferenciaban en que, cuando volvían de pasear, Iván-zarévich pedía que le cambiaran la ropa, Iván-cocina buscaba la ocasión de comer algo e Iván-bovino se tumbaba en seguida a descansar.
Iban por los diez años, cuando se presentaron al zar y le dije­ron
-Querido bátiushka: haznos un bastón de hierro de cincuenta puds.
El zar ordenó a los herreros que fabricaran un bastón de hierro de cincuenta puds, ellos pusieron manos a la obra y en una sema­na lo forjaron. Nadie era capaz de levantarlo siquiera por un extremo, pero Iván-zarévich, Iván-cocina e Iván-bovino jugueteaban con él como si fuera una pluma de oca.
Salieron al espacioso patio del palacio.
-Vamos a probar nuestras fuerzas, hermanos -dijo Iván­-zarévich, para ver a cuál de nosotros debemos considerar el mayor.
-Está bien -aceptó Iván-bovino-. Agarra tú el bastón y pé­ganos en los hombros con él.
Iván-zarévich agarró el bastón de hierro, pegó con él a Iván-­cocina y a Iván-bovino en los hombros, y a los dos los hundió has­ta las rodillas en la tierra. Cuando Iván-cocina golpeó a Iván-zarévich y a Iván-bovino, los hundió en la tierra hasta el pecho. Pero, cuan­do le tocó golpear a Iván-bovino, hundió a sus hermanos hasta el cuello en la tierra.
-Hagamos otra prueba de fuerza -propuso Iván-zarévich: vamos a lanzar el bastón de hierro al aire. El que más alto lo lance, ése será considerado el mayor.
-Bueno, pues lánzalo tú.
Así lo hizo Iván-zarévich, y el bastón no cayó hasta un cuarto de hora después. Cuando lo lanzó Iván-cocina, tardó media hora en caer. Finalmente lo lanzó Iván-bovino, y no volvió hasta una hora después.
-Está bien, Iván-bovino: tú serás el hermano mayor.
Luego fueron a pasear por el jardín y encontraron una piedra enorme.
-¿Qué piedra tan grande! ¿Se podrá mover? -exclamó Iván­-zarévich, y quiso empujarla con las manos, pero no tuvo fuerzas suficientes por mucho que se afanó.
Probó Iván-cocina, y la piedra se movió un poco.
-¡Qué blandengues! -les dijo Iván-bovino. Dejadme que pruebe yo.
Se acercó y le pegó tal puntapié que la piedra retumbó y rodó hasta el otro extremo del jardín, rompiendo muchos árboles a su paso. En el sitio donde estuvo la piedra apareció un subterráneo, y en el subterráneo había tres caballos gigantescos y, colgados de las paredes, arneses de guerra... ¿Qué más podían desear unos jóvenes apuestos? Corrieron en seguida a ver al zar y le suplicaron:
-Soberano nuestro, bátiushka: danos tu bendición para mar­charnos a tierras extrañas a ver gente y a que nos vean a nosotros.
El zar les dio su bendición, así como dinero para el viaje. Ellos se des-pidieron, montaron en sus caballos gigantescos y empren­dieron la marcha.
Anduvieron por valles, por montañas y por prados verdes has­ta llegar a un bosque virgen donde había una casita con patas de gallina y cuernos de carnero que, cuando hacía falta, giraba sobre sí misma.
-Casa, casita -dijeron: vuélvete de cara a nosotros y de espaldas al bosque. Queremos entrar para comer algo.
La casita giró, los tres mozos entraron, y allí estaba la bruja Ya­gá, tendida en el rellano de la estufa, con la pata de hueso que iba desde una esquina a la otra y la nariz pegando en el techo.
-Fff, fff, fff... Nunca se había olido ni se había visto nada ru­so, y ahora vienen ellos a sentarse en la cuchara y a meterse en la boca.
-Oye, vieja, no gruñas. Baja de la estufa, siéntate en un ban­co, pregunta a dónde vamos, y yo te lo diré todo.
La bruja Yagá bajó de la estufa, llegó hasta Iván y le hizo un profundo saludo.
-Hola, bátiushka Iván-bovino. ¿A dónde vas? ¿Qué camino sigues?
-Pues vamos al río Grosella, abuela, al puente frambuesa, por­que nos han dicho que por allí hay bastantes monstruos.
-¡Muy bien, Iván! Harás una buena obra. Esos canallas han hecho prisioneros a todos, han arruinado a toda la gente, han aso­lado los reinos vecinos.
Los hermanos pasaron la noche en casa de la bruja Yagá. Por la mañana se levantaron muy temprano y se pusieron en camino. Llegaron al río Grosella. Las orillas estaban cubiertas de huesos hu­manos. Había tantos, que se hundían en ellos hasta las rodillas. Vieron una casita, entraron y, como la encontraron vacía y ya es­taba anocheciendo, decidieron quedarse allí.
-Hermanos -dijo Iván-bovino: nos hallamos en un país le­jano y extraño, conque debemos ser prudentes. Montaremos guar­dia por turno.
Echaron a suertes, y la primera noche le tocó hacer guardia a Iván-zarévich, la segunda a Iván-cocina y la tercera a Iván-bovino.
Iván-zarévich fue a hacer su guardia, se metió entre unos ma­torrales y se quedó profundamente dormido. Como Iván-bovino no se fiaba mucho de él, a medianoche se levantó, tomó su escu­do y su espada, salió y fue a meterse debajo del puente de fram­buesa. De pronto se agitaron las aguas del río, gritaron las águilas sobre los robles y apareció un monstruo de seis cabezas. El caballo que montaba tropezó, el cuervo negro que llevaba sobre el hom­
bro agitó las plumas, y al perro que le seguía se le erizó el pelo.
-¿Por qué tropiezas, carne de perro? ¿Por qué os agitáis, plu­mas de cuervo? ¿Por qué te erizas, pelo de can? ¿Os habéis creído que Iván-bovino está aquí? Ese valiente no ha nacido todavía. Y, si ha nacido, no sirve para pelear: yo lo cogeré con una mano, pe­garé con la otra encima y no quedará más que un charquito.
-¡No presumas, bicho inmundo! -gritó Iván-bovino saliendo de pronto. No se le arrancan las plumas al halcón antes de ca­zarle ni se desprecia a un valiente antes de probar su fuerza. Mejor será que midamos las nuestras, y el que venza podrá jactarse.
Se emplazaron, avanzaron, y la acometida fue tan fuerte que la tierra retumbó alrededor. El monstruo tuvo mala suerte porque Iván-bovino le cortó tres cabezas de un golpe.
-Espera, Iván-bovino: dame un poco de tregua.
-¿Tregua? ¡Pero si tú tienes tres cabezas, bicho inmundo, y yo solamente una! Haremos una tregua cuando a ti te quede tam­bién una sola.
De nuevo avanzaron, de nuevo se acometieron. Iván-bovino le cortó al monstruo las cabezas que le quedaban, agarró el cuer­po, lo hizo pedacitos y los arrojó al río. Las seis cabezas, las metió debajo del puente. Luego, volvió a la casita. Por la mañana llegó Iván-zarévich.
-¿Has visto algo?
-No, hermanos. Por delante de mí no ha pasado ni una mosca.
A la noche siguiente fue a montar su guardia Iván-cocina. Se metió entre unos matorrales y se quedó dormido. Iván-bovino tam­poco confiaba mucho en él. A medianoche se equipó, agarró el escudo y la espada, salió y se metió debajo del puente de fram­buesa. De pronto se agitaron las aguas del río, gritaron las águilas sobre los robles y apareció un monstruo de nueve cabezas. El ca­ballo que montaba tropezó, el cuervo negro que llevaba sobre el hombro agitó las plumas, y al perro que le seguía se le erizó el pe­lo. El monstruo atizó al caballo en los flancos, al cuervo en las plu­mas y al perro en las orejas.
-¿Por qué tropiezas, carne de perro? ¿Por qué os agitáis, plu­mas de cuervo? ¿Por qué te erizas, pelo de can? ¿Os habéis creído que Iván-bovino está aqui? Ese valiente no ha nacido todavía. Y, si ha nacido, no sirve para pelear: yo puedo aplastarle con un dedo.
-¡No presumas todavía! -gritó Iván-bovino saliendo de pronto. Ruega a Dios primero, lávate las manos antes de empe­zar, y ya veremos quién gana.
Iván-bovino empuñó luego su recia espada afilada y, ¡zas, zas!, de un mandoble le cortó seis cabezas al monstruo. Luego le descargó un golpe que le hizo hundirse en la tierra hasta las rodillas. Iván-bovino lanzó un puñado de tierra a los ojos de su enemigo y, mientras el monstruo se restregaba los ojos, le cortó las otras ca­bezas. Luego agarró el cuerpo y lo hizo pedacitos, que arrojó al río, y metió las nueve cabezas debajo del puente. Por la mañana llegó Iván-cocina.
-¿Has visto algo esta noche?
-No. Por allí no ha pasado una mosca ni se ha oído a un mos­quito.
Iván-bovino condujo a sus hermanos hasta el puente, les mos­tró las cabezas cortadas y les reprochó:
-¡Valientes dormilones! ¿Y vosotros queréis pelear? En casa y al amor de la estufa es donde debíais estar.
A la tercera noche, Iván-bovino se dispuso a montar su guar­dia. Colgó una toalla blanca de la pared, colocó debajo una fuente en el suelo y les dijo a sus hermanos:
-Voy a entablar una lucha terrible. Conque vosotros, herma­nos míos, no durmáis en toda la noche y estad atentos cuando flu­ya sangre de esta toalla: si la fuente se llena hasta la mitad, la cosa va bien; si se llena hasta arriba, todavía no va mal; pero en cuanto rebose, soltad a mi caballo y corred también vosotros en mi ayuda.
Estaba Iván-bovino debajo del puente cuando, a medianoche, se agitaron las aguas del río, gritaron las águilas sobre los robles y apareció un monstruo de doce cabezas montado en un caballo de doce alas con el pelo de plata y el rabo y las crines de oro. Con­forme avanzaba el monstruo, su caballo tropezó, el cuervo negro que llevaba sobre un hombro agitó las plumas, y al perro que le seguía se le erizó el pelo. El monstruo atizó al caballo en los flan­cos, al cuervo en las plumas y al perro en las orejas.
-¿Por qué tropiezas, carne de perro. ¿Por qué os agitáis, plu­mas de cuervo? ¿Por qué te erizas, pelo de can? ¿Os habéis creído que Iván-bovino está aquí? Ese valiente no ha nacido todavía. Y, si ha nacido, no sirve para pelear. A mí me basta con soplar para reducirlo a cenizas.
-Espera. Antes de presumir, encomiéndate a Dios -gritó Iván­-bovino saliendo de pronto.
-¡Ah! ¿Estás aquí? ¿A qué has venido?
-A mirarte, bicho inmundo, y a probar tus fuerzas.
-¿Probar mis fuerzas tú? ¡Pero si eres una mosca comparado conmigo!
-Yo no he venido aquí a contar cuentos -replicó Iván­-bovino-, sino a luchar a vida o muerte.
Enarboló su espada tajante y le cortó tres cabezas al monstruo. El monstruo las recogió, les hizo una señal con su dedo de fuego, y las cabezas volvieron a sus sitios como si nunca se hubieran des­prendido. Iván-bovino se vio en un apuro. El monstruo iba ven­ciéndole: le había hundido hasta las rodillas en la tierra húmeda.
-¡Espera, bicho inmundo! Hasta los reyes y los zares se con­ceden treguas cuando pelean. ¿No vamos a hacer nosotros igual? Concédeme por lo menos tres treguas.
El monstruo accedió. Iván-bovino se quitó la manopla de la ma­no derecha y la lanzó contra la casa. La manopla rompió todos los cristales, pero sus hermanos continuaron durmiendo, sin enterar­se de nada.
Iván-bovino pegó un tajo más fuerte todavía que el primero y le cortó seis cabezas al monstruo. Pero el monstruo las recogió, les hizo una señal con su dedo de fuego, y todas las cabezas volvieron a sus sitios. A Iván-bovino le había hundido ya hasta la cintura en la tierra húmeda. El bogatir pidió una tregua, se quitó la manopla de la mano izquierda y la lanzó contra la casa. La manopla atrave­só el tejado, pero sus hermanos continuaron durmiendo, sin ente­rarse de nada.
Por tercera vez enarboló su espada con mayor fuerza aún, y le cortó nueve cabezas al monstruo. Pero el monstruo las recogió, les hizo una señal con su dedo de fuego, y las cabezas volvieron a prender. A Iván-bovino le había hundido ya en la tierra húmeda hasta los mismos hombros. Iván-bovino pidió una tregua, se quitó el gorro y lo lanzó contra la casa. Esta vez la casa se desbarató de golpe, y los troncos salieron cada uno por su lado.
Sólo entonces se despertaron los hermanos. Entonces vieron que la sangre rebosaba de la fuente y que el caballo relinchaba, furioso, tratando de romper la cadena que le retenía. Corrieron a la cuadra, soltaron el caballo y también ellos se lanzaron en ayuda de su hermano.
-¡Ah! Conque me has engañado, ¿eh? Tienes ayuda.
El buen caballo llegó a la carrera y se puso a golpear al mons­truo con sus cascos. Mientras, Iván-bovino salió de la tierra y, con mucha habilidad, le cortó al monstruo el dedo de fuego. Luego empezó a cortarle las cabezas, una tras otra, hasta la última y, fi­nalmente, descuartizó el cuerpo en pedacitos, que arrojó al río. En esto, llegaron sus hermanos.
-¡Valientes dormilones! -les reprochó Iván-bovino. Por haberos dormido he estado a punto de perder la cabeza.
Por la mañana, muy temprano, Iván-bovino salió al campo, pegó contra la tierra, se convirtió en un gorrión y fue volando has­ta un palacio blanco. Allí se posó en una ventanita que estaba abier­ta. La vieja bruja que vivía allí le echó unos granos de comida di­ciendo:
-¡Ay, gorrioncito! Has venido a comer estos granos y a escu­char mis penas. Ese Iván-bovino se ha burlado de mí y a todos mis yernos los ha matado.
-No te aflijas, mátushka. Nosotros nos vengaremos de él -di­jeron las mujeres de los monstruos.
-Yo -dijo la menor- haré que tengan mucha hambre. Lue­go saldré al camino y me convertiré en un manzano con frutos de plata y de oro. Pero el que arranque una de esas manzanas, re­ventará inmediatamente.
-Pues yo -dijo la mediana- haré que sientan mucha sed y me convertiré en pozo. Sobre el pozo estarán flotando dos cazos: uno de plata y otro de oro. Al que agarre uno de los cazos, lo aho­garé.
-Pues yo -dijo la mayor- haré que sientan mucho sueño y me convertiré en cama de oro: el que se acueste en ella morirá entre llamas.
Después de escucharlo todo, Iván-bovino se alejó volando, pegó contra la tierra y recobró su forma. Los hermanos se dispusieron a regresar a su casa. Por el camino empezaron a sentir un hambre terrible, pero no tenían comida. En esto, vieron un manzano con frutos de oro y de plata. Iván-zarévich e Iván-cocina quisieron arran­car alguno, pero Iván-bovino se les adelantó y empezó a pegar ta­jos y mandobles que hicieron brotar mucha sangre del manzano. Luego hizo lo mismo con el pozo y con la cama. Así perecieron las mujeres de los monstruos.
La vieja bruja, al enterarse, salió al camino vestida de pordio­sera y con un zurrón a la espalda. Cuando Iván-bovino y sus her­manos llegaron donde estaba, adelantó la mano pidiendo una li­mosna.
Iván-zarévich le dijo a Iván-bovino:
-Nuestro padre tiene mucho dinero en sus arcas, hermano. Bien puedes darle una bendita limosna a esta pobre.
Iván-bovino sacó una moneda de oro de su escarcela y se la tendió a la vieja; pero ella no agarró la moneda, sino que agarró su mano, y al instante desapareció con él. Los hermanos miraron a su alrededor: ya no estaban ni la vieja ni tampoco Iván-bovino. Del susto, partieron al galope hacia su casa con el rabo entre las piernas.
Mientras, la bruja había hecho descender a Iván-bovino bajo tierra para conducirle ante su marido, que era un viejo viejísimo.
-Aquí tienes el causante de nuestra desdicha -dijo la bruja al llegar.
El viejo estaba acostado sobre una cama de hierro y no veía nada por unas largas pestañas y unas cejas muy tupidas que le ta­paban totalmente los ojos. Llamó a doce bogatires y les ordenó:
-Coged horquillas de hierro y levantad mis cejas y mis pesta­ñas negras para que yo pueda ver qué pajarraco es el que ha ma­tado a mis hijos.
Los bogatires le levantaron las cejas y las pestañas con horqui­llas. El viejo le miró:
-¡Vaya con Iván! -dijo. ¿Eres tú quien se ha atrevido con mis hijos? Y ahora, ¿qué hago yo contigo?
-Tú mandas y puedes hacer lo que quieras. Yo estoy dispuesto a todo.
-Por mucho que hablemos, mis hijos no van a resucitar. Con­que más vale que me hagas un servicio: vas a ir al reino nunca visto y al país nunca existente y me traerás a la zarina de los bucles de oro porque quiero casarme con ella.
«¿Dónde vas tú a casarte, viejo demonio? -pensó Iván-bovino para sus adentros. Si lo dijera yo, que soy joven...»
En cuanto a la vieja, se puso tan furiosa que se tiró al agua con una piedra al cuello y se ahogó.
-Toma esta estaca, Iván -dijo el viejo. Llégate hasta tal ro­ble, pégale tres veces con la estaca diciendo: «¡Que salga un bar­co!, ¡que salga un barco!, ¡que salga un barco!» En cuanto haya sa­lido el barco, le ordenas tres veces al roble que se cierre. ¡Que no se te olvide! Si no lo haces, me causarás un gran quebranto.
Iván-bovino llegó hasta el roble, pegó en él un número infinito de veces y ordenó:
-¡Que salga todo lo que hay dentro!
Salió el primer barco, Iván-bovino se montó en él y ordenó:
-¡Seguidme todos! -y se puso en marcha.
Cuando se alejaron un poco volvió la cabeza y vio una canti­dad incalculable de barcos y lanchas. Y todo el mundo le elogiaba y le daba las gracias.
Se acercó un viejecillo en una barca:
-Que tengas muchos años de vida, bátiushka Iván-bovino. Qui­siera que me llevaras contigo.
-¿Qué sabes hacer?
-Sé comer pan, bátiushka.
-¡Hombre! Eso también sé hacerlo yo. Pero no importa, sube porque un buen compañero siempre es bienvenido. Se acercó otro viejecillo en otra barca:
-¡Hola, Iván-bovino! Llévame contigo.
-Y tú, ¿qué sabes hacer?
-Sé beber vodka y cerveza, bátiushka.
-¡Valiente cosa! Bueno, sube al barco.
Se acercó un viejecillo más:
-¡Hola, Iván-bovino. Llévame a mí también.
-¿Qué sabes hacer, di?
-Pues yo, bátiushka, sé tomar baños de vapor.
-¡El demonio que te lleve! ¡Vaya con los sabios!
También le dejó subir a su nave, cuando se acercó una barca más y el cuarto viejecillo dijo:
-Que tengas muchos años de vida, Iván-bovino. Quisiera que me llevaras de compañero.
-¿Tú qué eres?
-Soy astrólogo, bátiushka.
-Bueno, de eso, por lo menos, yo no entiendo. Serás mi com­pañero.
Hizo subir al cuarto, y ya le requería otro más.
-¡Demonios! ¿Pero qué voy a hacer con vosotros? A ver, ex­plica lo que sabes hacer.
-Yo, bátiushka, sé nadar como los acerinos.
-Bueno, sube.
De esta manera partieron en busca de la zarina de los bucles de oro. Llegaron al reino nunca visto, al estado nunca existente, pero allí estaban enterados ya desde hacía mucho tiempo de que iba a llegar Iván-bovino y llevaban tres meses enteros cociendo pan, destilando vodka, fabricando cerveza... Iván-bovino se quedó to­do asombrado al ver un número incalculable de carros de pan y otros tantos de barriles de vodka y de cerveza.
-¿Qué es todo esto? -preguntó.
-Lo que hemos preparado para ti.
-¡Demonios! ¡Yo no soy capaz de comerme y beberme todo esto ni en un año!
En esto se acordó de sus compañeros, y llamó:
-¡Eh! ¿Dónde están esos bravos vejetes que saben comer y be­ber?
-Aquí estamos -contestaron Tragapán y Tragavino. Para nosotros esto es un juego de niños.
-Pues ya podéis empezar.
Se aproximó uno de los viejos y se puso a engullir pan, pero no por hogazas, sino a carretadas. Cuando se lo comió todo, em­pezó a gritar:
-Esto es poco. Que traigan más pan.
En seguida vino el otro viejecito y se puso a beber hasta que agotó la bebida y se tragó los barriles.
-Esto es poco -gritó luego-. Que traigan más.
Muy inquietos, los servidores corrieron a informar a la zarina de que no había habido bastante pan ni bebida.
La zarina de los bucles de oro dijo que llevaran a Iván-bovino al baño. Aquel baño habían estado calentándolo durante tres me­ses, de manera que ni a cinco verstas podía nadie aproximarse a él. Cuando invitaron a Iván-bovino a tomar un baño y él vio que aquello era un horno, se negó.
-¿Estáis locos? Yo ahí dentro me achicharro...
Pero de nuevo se acordó de sus compañeros.
-¡Eh! -gritó-. ¿Cuál es el bravo vejete que sabe tomar ba­
ños de vapor?
Llegó corriendo el viejecillo:
-Yo, bátiushka. Esto es un juego de niños para mí.
En seguida entró en el baño, sopló en un rincón, escupió en otro y el baño se enfrió hasta el punto de que se formó nieve por los rincones.
-¡Que me hielo! -se puso a gritar el viejo con todas sus fuerzas. Este baño hay que calentarlo tres años más.
Los servidores corrieron a informar de que el baño se había que­dado helado. Iván-bovino pidió entonces que le entregaran a la za­rina de los bucles de oro. Ella misma salió, le ofreció su blanca ma­no, subió al barco y se marchó con él.
Iban navegando un día, y otro, cuando la zarina se sintió triste y an-gustiada. Se dio un golpe en el pecho y subió al cielo converti­da en estrella.
-Ahora la hemos perdido para siempre -dijo Iván-bovino, pero luego se acordó de sus compañeros: ¡Eh, bravos vejetes! ¿Cuál de vosotros es el astrólogo?
-Yo, bátiushka. Para mí es un juego de niños.
El que había contestado se pegó contra el suelo, convirtiéndo­se en estrella. Subió al cielo, se puso a contar las estrellas, vio que había una de más y fue empujando, hasta que la estrella se des­prendió, rodó muy deprisa por el cielo y cayó sobre la nave donde se convirtió otra vez en la zarina de los bucles de oro.
De nuevo navegaron un día, y otro, y de nuevo se sintió muy triste la zarina. Se pegó un golpe en el pecho, convirtiéndose en lucio, y se fue nadando por el mar.
-Esta vez sí que está perdida -dijo Iván-bovino, pero se acordó del último viejecillo y le preguntó: ¿No eres tú quien sabe nadar como un acerino?
-Sí, bátiushka. Para mí es un juego de niños.
Pegó contra el suelo, se convirtió en acerino y se lanzó al mar detrás del lucio, pinchándole los costados con sus agujas. El lucio volvió de un salto al barco, convirtiéndose otra vez en lazarino de los bucles de oro. Los viejecillos se despidieron entonces de Iván­-bovino y cada cual se marchó a su casa mientras él volvía donde estaba el padre de los monstruos.
Cuando se presentó con la zarina, el viejo ordenó a los doce bogatires que le levantaran las pestañas y las cejas negras con hor­quillas de hierro. Miró a la zarina y dijo:
-Bien, Iván. ¡Muy bien! Ahora te perdono y te dejo que vuel­vas al mundo.
-No, no. Espera -contestó Iván-bovino. Lo he dicho sin pensar.
-¿Qué pasa?
-Yo tengo preparado un foso con una caña tendida encima. El que pase por la caña se quedará con la zarina. -Está bien, Iván. Anda tú primero.
Iván-bovino echó a andar por la caña mientras la zarina de los bucles de oro murmuraba como un conjuro:
-Pasa tan ligero como una pluma de cisne.
Pasó Iván-bovino sin que la caña se doblara. Luego probó el viejo, pero la caña se partió cuando estaba a mitad de camino, y se cayó al foso.
Iván-bovino volvió a su casa con la zarina de los bucles de oro y pronto se casaron, celebrando un gran banquete. Sentada a la mesa, Iván-bovino les decía a sus hermanos, muy satisfecho:
-Cierto que he peleado mucho tiempo, pero ahora tengo una joven esposa. A vosotros, en cambio, sólo os queda tumbaros en el rellano de la estufa y comer ladrillos.
En aquel festín, yo estuve también. Bebí vino y bebí hidromiel. A chorros me corrió por el bigote, pero no me entró ni gota en el gañote. Me agasajaron a más y mejor. Al buey le quitaron la ar­tesa, que luego llenaron de leche, y me dieron una rosca para que hiciera sopas. Sin comer y sin beber, cuando me quise marchar me empezaron a pegar. Entonces me puse el bonete y me echa­ron cogido por el cogote.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

Ivan, hijo de un mercader, vela a una zarevna

En cierto país vivía un mercader que tenía un hijo llamado Iván. Después de aprender a leer y escribir, Iván se colocó en casa de un hombre rico. Trabajó para él tres años, cobró todo el dinero que le correspondía por ese tiempo y emprendió el regreso a su casa.
Iba por el camino cuando se cruzó con un mendigo cojo y ciego que andaba renqueando pidiendo limosna por el amor de Dios. El hijo del mercader le dio al mendigo todo lo que había ganado y llegó a su casa con las manos vacías. Por si fuera poco, tuvo la desgracia de que falleciera su padre. Hubo de ocuparse de los funerales, pagar las deudas...
Salió por fin adelante con todos aquellos quehaceres y se puso a comerciar. En esto se enteró de que dos tíos suyos estaban cargando de mercaderías unos barcos y pensaban hacerse a la mar.
-¿Y si fuera yo también? -pensó. Quizá quieran llevarme mis tíos con ellos.
Así fue a pedírselo. Ellos parecieron aceptar:
-Bueno, pues ven mañana -dijeron.
Pero al día siguiente izaron velas y partieron ellos solos, sin su sobrino.
Iván se quedó muy triste. Entonces le dijo su madre:
-No te aflijas, hijo mío. Ve al mercado y búscate un dependiente, pero que no sea joven. Los hombres de edad tienen experiencia y se orientan mejor en todo. Cuando tengas apalabrado al dependiente, prepara un barco y haceos juntos a la mar. Dios es misericordioso.
Iván corrió al mercado siguiendo el consejo de su madre y por el camino se encontró con un viejecillo de cabellos grises.
-¿Dónde vas tan corriendo, buen mozo? -preguntó el viejo.
-Voy al mercado, abuelo, porque necesito un dependiente.
-Yo puedo servirte.
-¿Y cuánto quieres cobrar?
-La mitad de las ganancias.
El hijo del mercader aceptó y tomó al viejecillo de dependiente.
Prepararon un barco, lo cargaron de mercaderías y zarparon. Como tenían viento favorable y el barco era veloz, arribaron a cierto país extranjero al mismo tiempo que entraban en la bahía los barcos de los tíos de Iván.
En aquel país había muerto la hija del zar y desde que su cuerpo fue conducido a la iglesia tenían que mandarle a una persona cada noche para que la devorase. De esta manera había perecido ya mucha gente.
-Si esto continúa -pensó el zar-, acabará desapareciendo mi reino entero.
Y entonces se le ocurrió no enviar a sus súbditos, sino a los forasteros que caían por allí. Todo mercader que llegaba al muelle debía pasarse una noche en la iglesia y sólo después, si quedaba con vida, podía dedicarse a comprar, a vender, y volver a su tierra.
Conque los mercaderes recién llegados empezaron a hacer cábalas, nada más pisar el muelle, sobre cuál de ellos debía ir primero a la iglesia. Echaron a suertes y les correspondió ir la primera noche al mayor de los tíos, la segunda al menor y la tercera a Iván, el hijo del mercader. Los tíos, muertos de miedo, le pidieron al sobrino:
-Iván, muchacho: vela tú por nosotros en la iglesia y te daremos lo que pidas, sin regatear.
-Esperad que se lo pregunte a mi dependiente. Fue a ver al viejecillo y le dijo:
-Mis tíos se empeñan en que vele yo en la iglesia en su lugar. ¿Qué me aconsejas tú?
-Pienso que puedes hacerlo. Pero, a cambio, ellos deberán darte tres barcos cada uno.
Iván, el hijo del mercader, transmitió estas palabras a sus tíos, y ellos aceptaron.
-De acuerdo, Iván. Seis barcos serán tuyos.
Por la noche, el viejo agarró a Iván de la mano, le condujo a la iglesia y, colocándole cerca del féretro, trazó un círculo a su alrededor.
-Estate aquí quieto, sin traspasar la raya, recita salmos y no temas nada.
El viejecillo se marchó. Iván, el hijo del mercader, se quedó solo en la iglesia. Abrió un libro y se puso a recitar salmos.
Nada más sonar las campanadas de la medianoche, se levantó la tapa del féretro y salió de él la zarevna. Fue derecha hacia Iván.
-¡Te voy a devorar! -gritó, y se abalanzó, vociferando, ladrando y maullando, pero sin trasponer la raya trazada por el viejo.
Iván siguió con los salmos, sin mirarla siquiera, hasta que los gallos cantaron de pronto y la zarevna volvió a meterse en su Iván vela a una zarevna ataúd, con tanta precipitación, que el vuelo de su vestido quedó asomando por debajo de la tapa.
A la mañana siguiente, el zar envió a sus servidores a la iglesia.
-Id a recoger los huesos de ese muchacho -les ordenó.
Los servidores abrieron la puerta, miraron dentro de la iglesia y vieron al hijo del mercader vivo, recitando salmos junto al ataúd.
Lo mismo ocurrió a la noche siguiente. Pero, a la tercera, el viejo condujo a Iván de la mano hasta la iglesia y le advirtió:
-Esta vez, en cuanto den las doce de la noche, sube corriendo al coro. Allí verás una gran imagen del apóstol San Pedro. Colócate detrás y no temas nada.
El hijo del mercader volvió a sus salmos y estuvo recitando hasta que, justo a medianoche, empezó a levantarse la tapa del ataúd. Iván subió corriendo al coro y se colocó detrás de la imagen del apóstol San Pedro.
La zarevna se lanzó tras él, subió también al coro; pero, aunque estuvo buscándole por todos los rincones, no pudo dar con él. Por fin se aproximó a la imagen, contempló la faz del santo apóstol y se puso a temblar. De pronto partió del icono una voz que decía:
-iVade retro!
El espíritu malo abandonó en el mismo instante el cuerpo de la zarevna, que cayó de rodillas delante de la imagen, anegada en llanto.
Iván, el hijo del mercader, salió entonces de su escondite y se hincó a su lado, santiguándose y prosternándose.
Cuando los servidores del zar acudieron a la iglesia por la mañana, se encontraron a Iván, el hijo del mercader, y a la zarevna de rodillas y rezándole a Dios. Corrieron a informar al zar, que, lleno de alegría, acudió en persona a la iglesia. Se llevó a la zarevna a palacio y le dijo al hijo del mercader:
-Ya que has salvado a mi hija y al reino entero, cásate con ella y te daré como dote seis barcos cargados de valiosas mercaderías.
La ceremonia se celebró al día siguiente, y todo el mundo festejó en el banquete de bodas: los boyardos, los mercaderes, los simples campesinos...
Una semana después, Iván dispuso el regreso a su país. Se despidió del zar y, en compañía de su joven esposa, subió a un barco y ordenó hacerse a la mar. Su barco navegaba a toda vela, Iván vela a una zarevna seguido por doce barcos más: los seis que le regaló el zar y los seis que les ganó a sus tíos.
Habían hecho la mitad de la travesía cuando el viejo le preguntó a Iván, el hijo del mercader:
-¿Cuándo vamos a repartir las ganancias?
-Ahora mismo, si quieres. Elige los seis barcos que más te gusten.
-Pero esto no es todo. También hay que repartir a la zarevna.
-¿Qué dices, abuelo? ¿Cómo vamos a repartirla?
-Muy sencillo. Yo la partiré en dos: una mitad para ti y otra para mí.
-¡Hombre, por Dios! De esa manera, no será para ninguno. Mejor será que lo echemos a suertes.
-No quiero -contestó el viejo. ¿No dijimos que las ganancias a medias? Pues así ha de ser.
Agarró el sable y partió a la zarevna en dos pedazos, de los que empezaron a salir alimañas y serpientes. El viejo mató a todas las alimañas y las serpientes, juntó los dos trozos, los salpicó una vez con agua bendita, y el cuerpo volvió a unirse; lo salpicó otra vez y la zarevna resucitó, más bella aún que antes.
Entonces le dijo el viejo a Iván, el hijo del mercader:
-Quédate tú con la zarevna y con los doce barcos, que yo no necesito nada. Vive como un justo, no agravies a nadie, haz limosnas a los pobres y rézale al apóstol San Pedro.
Dichas estas palabras, el viejo desapareció.
El hijo del mercader volvió a su tierra y vivió largos años feliz, en compañía de su zarevna, sin agraviar a nadie y ayudando siempre a los pobres.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)