Yo pertenezco al grupo de los
pobres diablos que salen noche a noche del cinematógrafo enamorados de una
estrella. Me llamo Guillermo Grant, tengo treinta y un años, soy alto, delgado
y trigueño, como cuadra, a efectos de la exportación, a un americano del sur.
Estoy apenas en regular posición, y gozo de buena salud.
Voy pasando la vida sin quejarme
demasiado, muy poco descontento de la suerte, sobre todo cuando he podido mirar
de frente un par de hermosos ojos todo el tiempo que he deseado.
Hay hombres, mucho más respetables
que yo desde luego, que si algo reprochan a la vida es no haberles dado tiempo
para redondear un hermoso pensamiento. Son personas de vasta responsabilidad
moral ante ellos mismos, en quienes no cabe, ni en posesión ni en comprensión,
la frivolidad de mis treinta y un años de existencia. Yo no he dejado, sin
embargo, de tener amarguras, aspiracioncitas, y por mi cabeza ha pasado una que
otra vez algún pensamiento. Pero en ningún instante la angustia y el ansia han
turbado mis horas como al sentir detenidos en mí dos ojos de gran belleza.
Es una verdad clásica que no hay
hermosura completa si los ojos no son el primer rasgo bello del semblante. Por
mi parte, si yo fuera dictador decretaría la muerte de toda mujer que
presumiera de hermosa, teniendo los ojos feos. Hay derecho para hacer saltar
una sociedad de abajo arriba, y el mismo derecho -pero al revés- para
aplastarla de arriba abajo. Hay derecho para muchísimas cosas. Pero para lo que
no hay derecho, ni lo habrá nunca es para usurpar el título de belleza cuando
la dama tiene los ojos de ratón. No importa que la boca, la nariz, el corte de
cara sean admirables. Faltan los ojos, que son todo.
El alma se ve en los ojos -dijo
alguien-. Y el cuerpo también, agrego yo. Por lo cual, erigido en comisario de
un comité ideal de Belleza Pública, enviaría sin otro motivo al patíbulo a toda
dama que presumiera de bella teniendo los ojos antedichos. Y tal vez a dos o
tres amigas.
Con esta indignación y los deleites
correlativos- he pasado los treinta y un años de mi vida esperando, esperando.
¿Esperando qué? Dios lo sabe. Acaso
el bendito país en que las mujeres consideran cosa muy ligera mirar largamente
en los ojos a un hombre a quien ven por primera vez. Porque no hay suspensión
de aliento, absorción más paralizante que la que ejercen dos ojos
extraordinariamente belios. Es tal, que ni aun se requiere que los ojos nos
miren con amor. Ellos son en sí mismos el abismó, el vértigo en que el varón
pierde la cabeza, sobre todo cuando no puede caer en él. Esto, cuando nos miran
por casualidad; porque si el amor es la clave de esa casualidad, no hay
entonces locura que no sea digna de ser cometida por ellos.
Quien esto anota es un hombre de bien,
con ideas juiciosas y ponderadas. Podrá parecer frívolo pero lo que dice no lo
es. Si una pulgada de más o de menos en la nariz de Cleopatra -según el
filósofo- hubiera cambiado el mundo, no quiero pensar en lo que podía haber
pasado si aquella señora llega a tener los ojos más hermosos de lo que los
tuvo: el Occidente desplazado hacia el Oriente trescientos años antes, y el
resto.
Siendo como soy, se comprende muy
bien que el advenimiento del cinematógrafo haya sido para mí el comienzo de
una nueva era, por la cual cuento las noches sucesivas en que he salido mareado
y pálido del cine, porque he dejado mi corazón, con todas sus pulsaciones, en
la pantalla que impregnó por tres cuartos de hora el encanto de Brownie
Vernon.
Los pintores odian al cinematógrafo
porque dicen que en éste la luz vibra infinitamente más que en sus cuadros
cinematográficos. Lo comprendo bien. Pero no sé si ellos comprenderán la
vibración que sacude a un pobre mortal, de la cabeza a los pies, cuando una
hermosísima muchacha nos tiende por una hora su propia vibración personal al
alcance de la boca.
Porque no debe olvidarse que contadísimas veces en la vida
nos es dado ver tan de cerca a una mujer como en la pantalla. El paso de
una hermosa chica a nuestro lado constituye ya una de las pocas cosas por las
cuales valga la pena retardar el paso, detenerlo, volver la cabeza, y
perderla. No abundan estas pequeñas felicidades.
Ahora bien: ¿qué es este fugaz
deslumbramiento ante el vértigo sostenido, torturador, implacable, de tener
toda una noche a diez centímetros los ojos de Mildred Harris? ¡A diez, cinco
centímetros! Piénsese en esto. Como aun en el cinematógrafo hay mujeres feas,
las pestañas de una mísera, vistas a tal distancia, parecen varas de mimbre.
Pero cuando una hermosa estrella detiene y abre el paraíso de sus ojos, de
toda la vasta sala, y la guerra europea, y el éter sideral, no queda nada más
que el profundo edén de melancolía que desfallece en los ojos de Miriam Cooper.
Todo esto es cierto. Entre otras
cosas, el cinematógrafo es, hoy por hoy, un torneo de bellezas sumamente
expresivas. Hay hombres que se han enamorado de un retrato y otros que han
perdido para siempre la razón por tal o cual mujer a la que nunca conocieron.
Por mi parte, cuanto pudiera yo perder incluso la vergüenza- me parecería un
bastante buen negocio si al final de la aventura Marion Davies
-pongo por caso- me fuera otorgada por esposa.
Así, provisto de esta sensibilidad
un poco anormal, no es de extrañar mi asiduidad al cine, y que las más de las
veces salga de él mareado. En ciertos malos momentos he llegado a vivir dos
vidas distintas: una durante el día, en mi oficina y el ambiente normal de
Buenos Aires, y la otra de noche, que se prolonga hasta el amanecer. Porque
sueño, sueño siempre. Y se querrá creer que ellos, mis sueños, no tienen nada
que envidiar a los de soltero -ni casado- alguno.
A tanto he llegado, que no sé en
esas ocasiones con quién sueño: Edith Roberts... Wanda Hawley... Dorothy
Phillips... Miriam Cooper...
Y este cuádruple paraíso ideal,
soñado, mentido, todo lo que se quiera, es demasiado mágico, demasiado vivo,
demasiado rojo para las noches blancas de un jefe de sección de ministerio.
¿Qué hacer? Tengo ya treinta y un
años y no soy, como se ve, una criatura. Dos únicas soluciones me quedan. Una
de ellas es dejar de ir al cinematógrafo. La otra...
Aquí un paréntesis. Yo he estado
dos veces a punto de casarme. He sufrido en esas dos veces lo indecible
pensando, calculando a cuatro decimales las probabilidades de felicidad que
podían concederme mis dos prometidas. Y he roto las dos veces.
La culpa no estaba en ellas -podrá
decirse, sino en mí, que encendía el fuego y destilaba una esencia que no se
había formado aún. Es muy posible. Pero para algo me sirvió mi ensayo de
química, y cuanto medité y torné a meditar hasta algunos hilos de plata en las
sienes, puede resumirse en este apotegma:
No hay mujer en el mundo de la cual
un hombre -así la conozca desde que usaba pañales- pueda decir: una vez casada
será así y así; tendrá este real carácter y estas tales reacciones.
Sé de muchos hombres que no se han
equivocado, y sé de otro en particular cuya elección ha sido un verdadero
hallazgo, que me hizo esta profunda observación:
Yo soy el hombre más feliz de la
tierra con mi mujer; pero no te cases nunca.
Dejemos; el punto se presta a
demasiadas interpretaciones para insistir, y cerrémosle con una leyenda que, a
lo que entiendo, estaba grabada en las puertas de una feliz población de
Grecia: Cada cual sabe lo que pasa en su casa.
Ahora bien; de esta convicción
expuesta he deducido esta otra: la única esperanza posible para el que ha
resistido hasta los treinta años al matrimonio es casarse inmediatamente con
la primera chica que le guste o le haya gustado mucho al pasar; sin saber
quién es, ni cómo se llama, ni qué probabilidades tiene de hacernos feliz;
ignorándolo todo, en suma, menos que es joven y que tiene bellos ojos.
En diez minutos, en dos horas a lo
más -el tiempo necesario para las formalidades con ella o los padres y el R.
C., la desconocida de media hora antes se convierte en nuestra íntima esposa.
Ya está. Y ahora, acodados al
escritorio, nos ponemos a meditar sobre lo que hemos hecho.
No nos asustemos demasiado, sin
embargo. Creo sinceramente que una esposa tomada en estas condiciones no está
mucho más distante de hacernos feliz que cualquier otra. La circunstancia de
que hayamos tratado uno o dos años a nuestra novia (en la sala, novias y novios
son sumamente agradables), no es infalible garantía de felicidad. Aparentemente
el previo y largo conocimiento supone otorgar esa garantía. En la práctica, los
resultados son bastante distintos. Por lo cual vuelvo a creer que estamos
tanto o más expuestos a hallar bondades en una esposa improvisada que decepciones
en la que nuestra madura elección juzgó ideal.
Dejemos también esto. Sirva, por lo
menos, para autorizar la resolución muy honda del que escribe estas líneas,
que tras el curso de sus inquietudes ha decidido casarse con una estrella del
cine.
De ellas, en resumen, ¿qué sé?
Nada, o poco menos que nada. Por lo cual mi matrimonio vendría a ser lo que fue
originariamente: una verdadera conquista, en que toda la esposa deseada
-cuerpo, vestidos y perfumes- es un verdadero hallazgo. Queremos creer que el
novio menos devoto de su prometida conoce, poco o mucho, el gusto de sus
labios. Es un placer al que nada se puede objetar, si no es que roba a las
bodas lo que debería ser su primer dulce tropiezo. Pero para el hombre que a
dichas bodas llegue con los ojos vendados, el solo roce del vestido, cuyo tacto
nunca ha conocido, será para él una brusca novedad cargada de amor.
No ignoro que ésta mi empresa
sobrepasa casi las fuerzas de un hombre que está apenas en regular posición;
las estrellas son difíciles de obtener. Allá veremos. Entre tanto, mientras
pongo en orden mis asuntos y obtengo la licencia necesaria, establezco el
siguiente cuadro, que podríamos llamar de diagnóstico diferencial:
Miriam
Cooper - Dorothy Phillips - Brownie Vernon
- Grace Cunard. El
caso Cooper es demasiado evidente para no llevar consigo su sentencia:
demasiado delgada. Y es lástima, porque los ojos de esta chica merecen
bastante más que el nombre de un pobre diablo como yo. Las mujeres flacas son
encantadoras en la calle, bajo las manos de un modisto, y siempre y toda vez
que el objeto a admirar sea, no la línea del cuerpo, sino la del vestido. Fuera
de estos casos, poco agradables son.
El caso Phillips es más serio,
porque esta mujer tiene una inteligencia tan grande como su corazón, y éste,
casi tanto como sus ojos.
Brownie Vernon: fuera de la Cooper,
nadie ha abierto los ojos al sol con más hermosura en ellos. Su sola sonrisa es
una aurora de felicidad. Grace Cunard, ella, guarda en sus ojos más picardía
que Alice Lake, lo que es ya bastante decir. Muy inteligente también;
demasiado, si se quiere. Se notará que lo que busca el autor es un matrimonio
por los ojos. Y de aquí su desasosiego, porque, si bien se mira, una mano más o
menos descarnada o un ángulo donde la piel debe ser tensa, pesan menos que la
melancolía insondable, que está muriendo de amor, en los ojos de María. Elijo,
pues, por esposa, a miss Dorothy Phillips. Es casada, pero no importa.
El momento tiene para mí seria
importancia. He vivido treinta y un años pasando por encima de dos noviazgos
que a nada me condujeron. Y ahora tengo vivísimo interés en destilar la
felicidad -a doble condensador esta vez- y con el fuego debido.
Como plan de campaña he pensado en
varios, y todos dependientes de la necesidad de figurar en ellos como hombre de
fortuna. ¿Cómo, si no, miss Phillips se sentiría inclinada a aceptar mi mano,
sin contar el previo divorcio con su mal esposo?
Tal simulación es fácil, pero no
basta. Precisa además revestir mi nombre de una cierta responsabilidad en el
orden artístico, que un jefe de sección de ministerio no es común posea. Con
esto y la protección del dios que está más allá de las probabilidades lógicas,
cambio de estado.
Con cuanto he podido hallar de chic
en recortes y una profusión verdaderamente conmovedora de retratos y cuadros
de estrellas, he ido a ver a un impresor.
-Hágame -le dije- un número único
de esta ilustración. Deseo una cosa extraordinaria como papel, impresión y
lujo.
-¿Y estas observaciones? -me consultó. ¿Tricromías?
-Desde luego.
-¿Y aquí?
-Lo que ve.
El hombre hojeó lentamente una por
una las páginas y me miró. De esta ilustración no se va a vender un solo
ejemplar -me dijo.
-Ya lo sé. Por esto no haga sino
uno solo.
-Es que ni éste se va a vender.
-Me quedaré con él. Lo que deseo
ahora es saber qué podrá costar.
-Estas cosas no se pueden contestar así...
Ponga ocho mil pesos, que pueden resultar diez mil.
-Perfectamente; pongamos diez mil
como máximo por diez ejemplares. ¿Le conviene?
-A mí, sí; pero a usted creo que
no.
-A mí, también. Apróntemelos, pues,
con la rapidez que den sus máquinas.
Las máquinas de la casa impresora
en cuestión son una maravilla; pero lo que le he pedido es algo para poner a
prueba sus máximas virtudes. Véase, si no: una ilustración tipo L'Illustration
en su número de Navidad, pero cuatro veces más voluminosa. Jamás, como
publicación quincenal, se ha visto nada semejante.
De diez mil pesos, y aun cincuenta
mil, yo puedo disponer para la
campaña. No más, y de aquí mi aristocrático empeño en un
tiraje reducidísimo. Y el impresor tiene a su vez, razón de reírse de mi
pretensión de poner en venta tal número.
En lo que se equivoca, sin embargo,
porque mi plan es mucho más sencillo. Con ese número en la mano, del cual soy
director, me presentaré ante empresarios, accionistas, directores de escena y
artistas del cine, como quien dice: en Buenos Aires, capital de Sud América, de
las estancias y del entusiasmo por las estrellas, se fabrican estas pequeñeces.
Y los yanquis, a mirarse a la cara.
A los compatriotas de aquí que
hallen que esta combinación rasa como una tangente a la estafa, les diré que
tienen mil veces razón. Y más aún: como el constituirse en editor de tal
publicación supone conjuntamente con una devoción muy viva por las bellas actrices,
una fortuna también ardiente, la segunda parte de mi plan consiste en pasar
por hombre que se ríe de unas decenas de miles de pesos para hacer su gusto.
Segunda estafa, como se ve, más rasante que la interior.
Pero los mismos puritanos
apreciarán que yo juego mucho para ganar muy poco: dos ojos, por hermosos que
sean, no han constituido nunca un valor de bolsa.
Y si al final de mi empresa obtengo
esos ojos, y ellos me devuelven en una larga mirada el honor que perdí por
conquistarlos, creo que estaré en paz con el mundo, conmigo mismo, y con el
impresor de mi revista.
Estoy a bordo. No dejo en tierra
sino algunos amigos y unas cuantas ilusiones, la mitad de las cuales se
comieron como bombones mis dos novias. Llevo conmigo la licencia por seis
meses, y en la valija los diez ejemplares. Además, un buen número de cartas,
porque cae de su peso que a mi edad no considero bastante para acercarme a miss
Phillips, toda la psicología de que he hecho gala en las anteriores líneas.
¿Qué más? Cierro los ojos y veo,
allá lejos, flamear en la noche una bandera estrellada. Allá voy, divina
incógnita, estrella divina y vendada como el Amor.
Por fin en Nueva York, desde hace
cinco días. He tenido poca suerte, pues una semana antes se ha iniciado la
temporada en Los Angeles. El tiempo es magnífico.
-No se queje de la suerte -me ha
dicho mientras almorzábamos mi informante, un alto personaje del
cinematógrafo. Tal como comienza el verano, tendrán allá luz como para
impresionar a oscuras. Podrá ver a todas las estrellas que parecen
preocuparle, y esto en los talleres, lo que será muy halagador para ellas; y a
pleno sol, lo que no lo será tanto para usted.
-¿Por qué?
-Porque las estrellas de día lucen
poco. Tienen manchas y arrugas.
-Creo que su esposa, sin embargo
-me he atrevido- es...
-Una estrella. También ella tiene
esas cosas. Por esto puedo informarle. Y si quiere un consejo sano, se lo voy
a dar. Usted, por lo que puedo deducir, tiene fortuna; ¿no es cierto?
-Algo.
-Muy bien. Y lo que es más fácil de
ver, tiene un confortante entusiasmo por las actrices. Por lo tanto, o usted
se irá a pasear por Europa con una de ellas y será muerto por la vanidad y la
insolencia de su estrella, o se casará usted y se irán a su estancia de Buenos
Aires, donde entonces será usted quien la mate a ella, a lazo limpio. Es un
modo de decir pero expresa la
cosa. Yo estoy casado.
-Yo no; pero he hecho algunas
reflexiones sobre el matrimonio... -Bien. ¿Y las va a poner en práctica
casándose con una estrella? Usted es un hombre joven. En South América todos
son jóvenes en este orden. De negocios no entienden la primera parte de un
film, pero en cuestiones de faldas van a prisa. He visto a algunos correr muy
ligero. Su fortuna, ¿la ganó o la ha heredado?
-La heredé.
-Se conoce. Gástela a gusto.
Y con un cordial y grueso apretón
de manos me dejó hasta el día siguiente.
Esto pasaba anteayer. Volví dos
veces más, en las cuales amplió mis conocimientos. No he creído deber enterarlo
a fondo de mis planes, aunque el hombre podría serme muy útil por el vasto
dominio que tiene de la cosa, lo que no le ha impedido, a pesar de todo,
casarse con una estrella.
-En el cielo del cine me ha dicho de despedida-, hay estrellas,
asteroides y cometas de larga cola y ninguna sustancia dentro. ¡Ojo, amigo...
panamericano! ¿También entre ustedes está de moda este film? Cuando vuelva lo
llevaré a comer con mi mujer; quedará encantada de tener un nuevo admirador
más. ¿Qué cartas lleva para allá?... No, no; rompa eso. Espere un segundo...
Esto sí. No tiene más que presentarse y casarse. ¡Ciao!
Al partir el tren me he quedado
pensando en dos cosas: que aquí también el ¡ciao! aligera notablemente las
despedidas, y que por poco que tropiece con dos o tres tipos como este demonio
escéptico y cordial, sentiré el frío del matrimonio.
Esta sensación particularísima la
sufren los solteros comprometidos, cuando en la plena, somnolienta y feliz
distracción que les proporciona su libertad, recuerdan bruscamente que al mes
siguiente se casan. ¡Animo, corazón!
El escalofrío no me abandona,
aunque estoy ya en Los Angeles y esta tarde veré a la Phillips.
Mi informante de Nueva York tenía
cien veces razón; sin las cartas que él me dio no hubiera podido acercarme ni
aun a las espaldas de un director de escena. Entre otros motivos, parece que
los astrónomos de mi jaez abundan en Los Angeles, efecto del destello estelar.
He visto así allanadas todas las dificultades, y dentro de dos o tres horas
asistiré a la filmación de La gran pasión, de la Blue Bird, con la
Phillips, Stowell, Chaney y demás, ¡por fin!
He vuelto a tener ricos informes de
otro personaje, Tom H. Burns, accionista de todas las empresas, primer
recomendado de mi amigo neoyorquino. Ambos pertenecen al mismo tipo rápido y
cortante. Estas gentes nada parecen ignorar tanto como la perífrasis.
-Que usted ha tenido suerte -me
dijo el nuevo personaje, se ve con sólo mirarlo. La Universal había proyectado
un raid por el Arizona, con el grupo Blue Bird. Buen país aquél. Una víbora de
cascabel ha estado a punto de concluir con Chaney el año pasado. Hay más de las
que se merece el Arizona. No se fíe, si va allá. ¿Y su ilustración...? ¡Ah!,
muy bien. ¿Esto lo hicieron ustedes en la Argentina? Magnífico. Cuando yo tenga
la fortuna suya voy a hacer también una zoncera como ésta. Zoncera, en boca de
un buen yanqui, ya sabe lo que quiere decir. ¡Ah, ah...! Todas las estrellas.
Y algunas repetidas. Demasiado repetidas, es la palabra, para un simple
editor. ¿Usted es el editor?
-Sí.
-No tenía la menor duda. ¿Y la Phillips?
Hay lo menos ocho retratos suyos.
-Tenemos en la Argentina una
estimación muy grande por esta artista.
-¡Ya lo creo! Esto se ve con sólo
mirarle a usted la cara. ¿Le gusta? -Bastante.
-¿Mucho?
-Locamente.
-Es un buen modo de decir. Hasta
luego. Lo espero a las tres en la Universal.
Y se fue. Todo lo que pido es que
este sentimiento hacia la Phillips, que, según parece, se me ve en seguida en
la cara, no sea visto por ella. Y si lo ve, que lo guarde su corazón y me lo
devuelvan sus ojos.
Mientras escribo esto no me
conformo del todo con la idea de que ayer vi a Dorothy Phillips, a ella misma,
con su cuerpo, su traje y sus ojos. Algo imprevisto me había ocupado la tarde,
de modo que apenas pude llegar al taller cuando el grupo Blue Bird se retiraba
al centro.
-Ha hecho mal -me dijo mi amigo-.
¿Trae su ilustración? Mejor; así podrá hojeársela a su favorita. Venga con
nosotros al bar. ¿Conoce a aquel tipo?
-Sí; Lon Chaney.
-El mismo. Tenía los pliegues de la
boca más marcados cuando se acostó con el crótalo. Ahí tiene a su estrella.
Acérquese.
Pero alguno lo llamó, y Burns se
olvidó de mí hasta la mitad de la tarde, ocupado en chismes del oficio.
En la mesa del bar -éramos más de
quince- yo ocupé un rincón de la cabecera, lejos de la Phillips, a cuyo lado mi
amigo tomó asiento. Y si la miraba yo a ella no hay para qué insistir. Yo no
hablaba, desde luego, pues no conocía a nadie; ellos, por su parte, no se
preocupaban en lo más mínimo de mí, ocupados en cruzar la mesa de diálogos en
voz muy alta.
Al cabo de una hora Burns me vio.
-¡Hola! -me gritó-. Acérquese aquí.
Duncan, deje su asiento, y cámbielo por el del señor. Es un amigo reciente,
pero de unos puños magníficos para hacerse ilusiones. ¿Cierto? Bien, siéntese.
Aquí tiene a su estrella. Puede acercarse más. Dolly, le presento a mi amigo
Grant, Guillermo Grant. Habla inglés, pero es sudamericano, como a mil leguas
de México. ¡Ojalá se hubieran quedado con el Arizona! No la presento a usted,
porque mi amigo la conoce. ¿La ilustración, Grant? Usted verá, Dolly, si digo
bien.
No tuve más remedio que tender el
número, que mi amigo comenzó a hojear del lado derecho de la Phillips.
-Vaya viendo, Dolly. Aquí, como es
usted. Aquí, como era en la Lola Morgan...
Le pasó el número, que ella
prosiguió hojeando con una sonrisa. Mi amigo había dicho ocho, pero eran doce
los retratos de ella. Sonreía siempre, pasando rápidamente la vista sobre sus
fotografías, hasta que se dignó volverse a mí:
-¿Suya, verdad, la edición? Es
decir, ¿usted la dirige?
-Sí, señora.
Aquí una buena pausa, hasta que
concluyó el número. Entonces mirándome por primera vez en los ojos, me dijo:
-Estoy encantada...
-No deseaba otra cosa.
-Muy amable. ¿Podría quedarme con
este número? Como yo demorara un instante en responder, ella añadió:
-Si le causa la menor molestia...
-¿A él? -volvió la cabeza a
nosotros mi amigo. No. -No es usted, Tom -objetó ella, quien debe responder.
A lo que repuse mirándola a mi vez
en los ojos con tanta cordialidad como ella a mí un momento antes:
-Es que el solo hecho, miss
Phillips, de haber dado en la revista doce fotografías suyas me excusa de
contestar a su pedido.
-Miss -observó mi amigo,
volviéndose de nuevo-. Muy bien. Un kanaca de tres años no se equivocaría. Pero
para un americano de allá abajo no hay diferencia. Mistress Phillips, aquí
presente, tiene un esposo. Aunque bien mirado... Dolly, ¿ya arregló eso?
-Casi. A fin de semana, me
parece...
-Entonces, miss de nuevo. Grant: si
usted se casa, divórciese; no hay nada más seductor, a excepción de la propia
mujer, después. Miss. Usted tenía razón hace un momento. Dios le conserve
siempre ese olfato.
Y se despidió de nosotros.
-Es nuestro mejor amigo -me dijo la Phillips-. Sin él,
que sirve de lazo de unión, no sé qué sería de las empresas unas en contra de
las otras. No respondí nada, claro está y ella aprovechó la feliz circunstancia
para volverse al nuevo ocupante de su derecha y no preocuparse en absoluto de
mí.
Quedé virtualmente solo, y bastante
triste. Pero como tengo muy buen estómago, comí y bebí con digna tranquilidad
que dejó, supongo, bien sentado mi nombre a este respecto.
Así, al retirarnos en comparsa, y
mientras cruzábamos el jardín para alcanzar los automóviles, no me extrañó que
la Phillips se hubiera olvidado hasta de sus doce retratos en mi revista -y
¡qué diremos de mí!-. Pero cuando puso un pie en el automóvil se volvió a dar
la mano a alguno, y entonces alcanzó a verme.
-¡Señor Grant! me gritó. No se
olvide de que nos prometió ir al taller esta noche.
Y levantando el brazo, con ese
adorable saludo de la mano suelta que las artistas dominan a la perfección:
-¡Ciao! -se despidió.
Tal como está planteado este
asunto, hoy por hoy, pueden deducirse dos cosas:
Primera. Que soy un desgraciado
tipo si pretendo otra cosa que ser un south americano salvaje y millonario.
Segunda. Que la señorita Phillips
se preocupa muy poco de ambos aspectos, a no ser para recordarme por
casualidad una invitación que no se me había hecho.
-"No se olvide que lo
esperamos"...
Muy bien. Tras de mi color trigueño
hay dos o tres estancias que se pueden obtener fácilmente, sin necesidad en lo
sucesivo de hacer muecas en la
pantalla. Un sudamericano es y será toda la vida un
rastacuero, magnífico marido que no pedirá sino cajones de champaña a las tres
de la mañana, en compañía de su esposa y de cuatro o cinco amigos solteros.
Tal piensa miss Phillips.
Con lo que se equivoca
profundamente.
Adorada mía: un sudamericano puede
no entender de negocios ni la primera parte de un film; pero si se trata de una
falda, no es el cónclave entero de cinematografistas quien va a caldear el
mercado a su capricho. Mucho antes, allá, en Buenos Aires, cambié lo que me
quedaba de vergüenza por la esperanza de poseer dos bellos ojos.
De modo que yo soy quien dirige la
operación, y yo quien me pongo en venta, con mi acento latino y mis millones.
¡Ciao!
A las diez en punto estaba en los
talleres de la
Universal. La protección de mi prepotente amigo me colocó
junto al director de escena, inmediatamente debajo de las máquinas, de modo
que pude seguir hito a hito la impresión de varios cuadros.
No creo que haya muchas cosas más
artificiales e incongruentes que las escenas de interior del film. Y lo más
sorprendente, desde luego, es que los actores lleguen a expresar con
naturalidad una emoción cualquiera ante la comparsa de tipos plantados a un
metro de sus ojos, observando su juego.
En el teatro, a quince o treinta
metros del público, concibo muy bien que un actor, cuya novia del caso está
junto a él en la escena, pueda expresar más o menos bien un amor fingido. Pero
en el taller el escenario desaparece totalmente, cuando los cuadros son de
detalle. Aquí el actor permanece quieto y solo mientras la máquina se va
aproximando a su cara, hasta tocarla casi. Y el director le grita:
-Mire ahora aquí... Ella se ha ido,
¿entiende? Usted cree que la va a perder... ¡Mírela con melancolía...! ¡Más!
¡Eso no es melancolía...! Bueno, ahora, sí... ¡La luz!
Y mientras los focos inundan hasta
enceguecerlo la cara del infeliz, él permanece mirando con aire de enamorado a
una escoba o a un tramoyista, ante el rostro aburrido del director.
Sin duda alguna se necesita una muy
fuerte dosis de desparpajo para expresar no importa qué en tales
circunstancias. Y ello proviene de que Dios hizo el pudor del alma para los
hombres y algunas mujeres, pero no para los actores.
Admirables, de todos modos, estos
seres que nos muestran luego en la totalidad del film una caracterización
sumamente fuerte a veces. En Casa de muñecas, por ejemplo, obra laboriosamente
interpretada en las tablas, está aún por nacer la actriz que pueda medirse con
la Nora de Dorothy Phillips, aunque no se oiga su voz ni sea ésta de oro, como la de Sarah. Y de paso
sea dicho: todo el concepto latino del cine vale menos que un humilde film yanqui,
a diez centavos. Aquél pivota entero sobre la afectación, y en éste suele
hallarse muy a menudo la divina condición que es primera en las obras de arte,
como en las cartas de amor: la sinceridad, que es la verdad de expresión
interna y externa.
"Vale más una declaración de
amor torpemente hecha en prosa, que una afiligranada en verso."
Este humilde aforismo de los
jóvenes da la razón de cuándo el arte es obra de modistas, y cuándo de varones.
-Sí, pero las gentes no lo ven -me
decía Stowell cuando salíamos del taller-. Usted conoce las concesiones
ineludibles al público en cada film.
-Desde luego; pero el mismo público
es quien ha hecho la fama del arte de ustedes. Algo pesca siempre; algo hay de
lúcido en la honradez -aun la artística- que abre los ojos del mismo ciego.
-En el país de usted es posible;
pero en Europa levantamos siempre resistencia. Cuantas veces pueden no dejar de
imputarnos lo que ellos llaman falta de expresión, y que no es más que falta
de gesticulación. Esta les encanta. Los hombres, sobre todo, les resultamos
sobrios en exceso. Ahí tiene, por ejemplo, Sendero de espinas. Es el trabajo
que he hecho más a gusto... ¿Se va? Venga con nosotros al bar. ¡Oh, la mesa es
grande...! ¡Dolly! La interpelada, que cruzaba ya el veredón, se volvió.
-Dolly, lleve al señor Grant al
bar. Thedy se llevó mi auto.
-¡Y sí! Siento no poder llevarlo,
Stowell... Está lleno.
-Si me permite podríamos ir en mi
máquina -me ofrecí.
-¡Ya lo creo! Entre, Stowell.
¡Cuidado! Usted cada vez se pone más grande.
Y he aquí cómo hice el primer viaje
en automóvil con Dorothy Phillips, y cómo he sentido también por primera vez
el roce de su falda, ¡y nada más!
Stowell, por su parte, me miraba
con atención, debida, creo, a la rareza de hallar conceptos razonables sobre
arte en un hijo pródigo de la Argentina. Por lo cual hicimos mesa aparte en el
bar. Y para satisfacer del todo su curiosidad, me dejé ir a diversas
impresiones, incluso las anotadas más arriba, sobre el taller.
Stowell es inteligente. Es además,
el hombre que en este mundo ha visto más cerca el corazón de la Phillips
desmayándosele en los ojos. Este privilegio suyo crea así entre nosotros un
tierno parentesco que yo soy el único en advertir.
A excepción de Burns.
-Buenas noches a uno y otro -nos ha
puesto las manos en los hombros. ¿Bien, Stowell? No pude ir. ¿Cuántos
cuadros? No adelantan gran cosa, que digamos. ¿Y usted, Grant? ¿Adelanta algo?
No responda, es inútil...
-¿Se me ve también en la cara? -no
he podido menos de reírme.
-Todavía no; lo que se ve desde ya
es que a Stowell alcanza también su efusión. Dolly quiere almorzar mañana con
usted y Stowell. No está segura de que sean doce las fotografías de su número.
Seremos los cuatro. ¿No le ha dicho nada Dolly? ¡Dolly! Deje a su Lon un momento.
Aquí están los dos Stowell. Y la ventana es fresca.
-¡Cómo lo olvidé! -nos dijo la
Phillips viniendo a sentarse con nosotros-. Estaba segura de habérselo
dicho... Tendré mucho gusto, señor Grant. Tom: ¿usted dice que está más fresco
aquí? Bajemos, por lo menos, al jardín.
Bajamos al jardín. Stowell tuvo el
buen gusto de buscarme la boca, y no hallé el menor inconveniente en recordar
toda la serie de meditaciones que había hecho en Buenos Aires sobre este
extraordinario arte nuevo, en un pasado remoto, cuando Dorothy Phillips, con la
sombra del sombrero hasta los labios, no me estaba mirando, ¡hace miles de
años!
Lo cierto es que aunque no hablé
mucho, pues soy más bien parco de palabras, me observaban con atención.
-¡Hum...! -me dije. Torna a
reproducirse el asombro ante el hijo pródigo del Sur.
-¿Usted es argentino? -rompió
Stowell al cabo de un momento.
-Sí.
-Su nombre es inglés.
-Mi abuelo lo era. No creo tener ya
nada de inglés.
-¡Ni el acento!
-Desde luego. He aprendido el
idioma solo, y lo practico poco. La Phillips me miraba.
-Es que le queda muy bien ese
acento. Conozco muchos mejicanos que hablan nuestra lengua, y no parece... No
es lo mismo.
-¿Usted es escritor? -tornó
Stowell.
-No -repuse.
-Es lástima, porque sus
observaciones tendrían mucho valor para nosotros, viniendo de tan lejos y de
otra raza.
-Es lo que pensaba -apoyó la Phillips-. La
literatura de ustedes se vería muy reanimada con un poco de parsimonia en la
expresión.
-Y en las ideas -dijo Burns. Esto
no hay allá. Dolly es muy fuerte en este sector.
-¿Y usted escribe? -me volví a
ella.
-No; leo cuantas veces tengo
tiempo... Conozco bastante, para ser mujer, lo que se escribe en Sud América.
Mi abuela era de Texas. Leo el español, pero no puedo hablarlo.
-¿Y le gusta?
-¿Qué?
-La literatura latina de América.
Se sonrió.
-¿Sinceramente? No.
-¿Y la de Argentina?
-¿En particular? No sé... Es tan
parecido todo... ¡tan mejicano!
-¡Bien, Dolly! -reforzó Burns. En
el Arizona, que es México, desde los mestizos hasta su mismo infierno, hay
crótalos. Pero en el resto hay sinsontes, y pálidas desposadas, y declamación
en todo. Y el resto, ¡falso! Nunca vi cosa que sea distinta en la América de
ustedes. ¡Salud, Grant!
-No hay de qué. Nosotros decimos,
en cambio, que aquí no hay sino máquinas.
-¡Y estrellas de cinematógrafo! -se
levantó Burns, poniéndome la mano en el hombro, mientras Stowell recordaba una
cita y retiraba a su vez la silla.
-Vamos, Tom; se nos va a ir el
tren. Hasta mañana, Dolly. Buenas noches, Grant.
Y quedamos solos. Recuerdo muy bien
haber dicho que de ella deseaba reservarlo todo para el matrimonio, desde su
perfume habitual hasta el escote de sus zapatos. Pero ahora, enfrente de mí,
inconmensurablemente divina por la evocación que había volcado la urna repleta
de mis recuerdos, yo estaba inmóvil, devorándola con los ojos.
Pasó un instante de completo
silencio.
-Hermosa noche -dijo ella.
Yo no contesté. Entonces se volvió
a mí.
-¿Qué mira?-me preguntó.
La pregunta era lógica; pero su
mirada no tenía la naturalidad exigible. -La miro a usted -respondí.
-Dése el gusto.
-Me lo doy. Nueva pausa, que
tampoco resistió ella esta vez.
-¿Son tan divertidos como usted en la
Argentina?
-Algunos.-Y agregué: Es que lo que
le he dicho está a una legua de lo que cree.
-¿Qué creo?
-Que he comenzado con esa frase una
conquista de suramericano. Ella me miró un instante sin pestañear.
-No -me respondió sencillamente-
Tal vez lo creí un momento, pero reflexioné.
-¿Y no le parezco un piratilla de
rica familia, no es cierto?
-Dejemos, Grant, ¿le parece? -se
levantó.
-Con mucho gusto, señora. Pero me
dolería muchísimo más de lo que usted cree que me desconociera hasta este
punto.
-No lo conozco aún; usted mejor que
yo debe de comprenderlo. Pero no es nada. Mañana hablaremos con más calma. A la
una, no se olvide.
He pasado mala noche. Mi estado de
ánimo será muy comprensible para los muchachos de veinte años a la mañana
siguiente de un baile, cuando sienten los nervios lánguidos y la impresión
deliciosa de algo muy lejano, y que ha pasado hace apenas siete horas.
-Duerme, corazón.
Diez nuevos días transcurridos sin
adelantar gran cosa. Ayer he ido, como siempre, a reunirme con ellos a la
salida del taller.
-Vamos, Grant -me dijo Stowell. Lon quiere contarle
eso de la víbora de cascabel.
-Hace mucho calor en el bar
-observé.
-¿No es cierto? -se volvió la Phillips. Yo voy a
tomar un poco de aire. ¿Me acompaña, Grant?
-Con mucho gusto. Stowell: a
Chaney, que esta noche lo veré. Allá, en mi tierra, hay, pero son de otra
especie. A sus órdenes, miss Phillips.
Ella se rió.
-¡Todavía no!
-Perdón.
Y salimos a buena velocidad,
mientras el crepúsculo comenzaba a caer. Durante un buen rato ella miró
adelante, hasta que se volvió francamente a mí.
-Y bien: dígame ahora, pero la
verdad, por qué me miraba con tanta atención aquella noche... y otras veces.
Yo estaba también dispuesto a ser
franco. Mi propia voz me resultó a mí grave.
-Yo la miro con atención -le dije-
porque durante dos años he pensado en usted cuanto puede un hombre pensar en
una mujer; no hay otro motivo.
-¿Otra vez...?
-No; ¡ya sabe que no! -¿Y qué
piensa?
-Que usted es la mujer con más
corazón y más inteligencia que haya interpretado personaje alguno.
-¿Siempre le pareció eso? -Siempre.
Desde Lola Morgan.
-No es ése mi primer film. -Lo sé;
pero antes no era usted dueña de sí. Me callé un instante.
-Usted tiene -proseguí, por encima
de todo, un profundo sentimiento de compasión. No hay para qué recordar; pero
en los momentos de sus films, en que la persona a quien usted ama cree serle
indiferente por no merecerla, y usted lo mira sin que él lo advierta, la mirada
suya en esos momentos, y ese lento cabeceo suyo y el mohín de sus labios
hinchados de ternura, todo esto no es posible que surja sino de una estimación
muy honda por el hombre viril, y de un corazón que sabe hondamente lo que es
amar. Nada más.
-Gracias, pero se equivoca.
-No.
-¡Está muy seguro!
-Sí. Nadie, créame, la conoce a
usted como yo. Tal vez conocer no es la palabra; valorar, esto quiero decir.
-¿Me valora muy alto?
-Sí.
-¿Como artista?
-Y como mujer. En usted son una
misma cosa.
-No todos piensan como usted.
-Es posible.
Y me callé. El auto se detuvo.
-¿Bajamos un instante? -dijo. Es
tan distinto este aire al del centro...
Caminamos un momento, hasta que se dejó
caer en un banco de la alameda.
-Estoy cansada; ¿usted no?
Yo no estaba cansado, pero tenía
los nervios tirantes. Exactamente como en un film estaba el automóvil detenido
en la calzada. Era
ese mismo banco de piedra que yo conocía bien, donde ella, Dorothy Phillips,
estaba esperando. Y Stowell... Pero no; era yo mismo quien me acercaba, no Stowell;
yo, con el alma temblándome en los labios por caer a sus pies. Quedé inmóvil
frente a ella, que soñaba:
-¿Por qué me dice esas cosas...?
-Se las hubiera dicho mucho antes.
No la conocía.
-Queda muy raro lo que dice, con su
acento...
-Puedo callarme -corté.
Ella alzó entonces los ojos desde
el banco, y sonrió vagamente, pero un largo instante.
-¿Qué edad tiene? -murmuró al fin.
-Treinta y un años.
-¿Y después de todo lo que me ha
dicho, y que yo he escuchado, me ofrece callarse porque le digo que le queda
muy bien su acento?
-¡Dolly!
Pero ella se levantaba con brusco
despertar.
-¡Volvamos...! La culpa la tengo
yo, prestándome a esto... Usted es un muchacho loco, y nada más.
En un momento estuve delante de
ella, cerrándole el paso.
-¡Dolly! ¡Míreme! Usted tiene ahora
la obligación de mirarme. Oiga esto, solamente: desde lo más hondo de mi alma
le juro que una sola palabra de cariño suya redimiría todas las canalladas que
haya yo podido cometer con las mujeres. Y que si hay para mí una cosa
respetable, ¿oye bien?, ¡es usted misma! Aquí tiene -concluí marchando adelante.
Piense ahora lo que quiera de mí.
Pero a los veinte pasos ella me
detenía a su vez.
-Óigame usted ahora a mí. Usted me
conoce hace apenas quince días.
Y yo bruscamente:
-Hace dos años; no son un día.
-Pero, ¿qué valor quiere usted que
dé a un... a una predilección como la suya por mis condiciones de
interpretación? Usted mismo lo ha dicho. ¡Y a mil leguas!
-O a dos mil; ¡es lo mismo! Pero el
solo hecho de haber conocido a mil leguas todo lo que usted vale... Y ahora no
estoy en Buenos Aires -concluí.
-¿A qué vino?
-A verla.
-¿Exclusivamente?
-Exclusivamente.
-¿Está contento?
-Sí.
Pero mi voz era bastante sorda.
-¿Aun después de lo que le he
dicho?
No contesté.
-¿No me responde? -insistió.
Usted, que es tan amigo de jurar, ¿puede jurarme que está contento?
Entonces, de una ojeada, abarqué el
paisaje crepuscular, cuyo costado ocupaba el automóvil esperándonos.
-Estamos haciendo un film -le
dije. Continuémoslo. Y poniéndole la mano derecha en el hombro:
-Míreme bien en los ojos... Dígame
ahora. ¿Cree usted que tengo cara de odiarla cuando la miro?
Ella me miró, me miró...
-Vamos -se arrancó pestañeando.
Pero yo había sentido, a mi vez, al
tener sus ojos en los míos, lo que nadie es capaz de sentir sin romperse los
dedos de impotente felicidad.
-Cuando usted vuelva -dijo por fin
en el auto- va a tener otra idea de mí.
-Nunca.
-Ya verá. Usted no debía haber
venido...
-¿Por usted o por mí?
-Por los dos... ¡A casa, Harry! Y a
mí:
-¿Quiere que lo deje en alguna
parte?
-No; la acompaño hasta su casa.
Pero antes de bajar me dijo con voz
clara y grave:
-Grant... respóndame con toda
franqueza... ¿Usted tiene fortuna?
En el espacio de un décimo de
segundo reviví desde el principio toda esta historia, y vi la sima abierta por
mí mismo, en la que me precipitaba.
-Sí respondí.
-¿Muy grande? ¿Comprende por qué se
lo pregunto?
-Sí -reafirmé.
Sus inmensos ojos se iluminaron, y
me tendió la mano.
-¡Hasta pronto, entonces! ;Ciao!
Caminé los primeros pasos con los
ojos cerrados. Otra voz y otro ¡Ciao!, que era ahora una bofetada, me llegaban
desde el fondo de quince días lejanísimos, cuando al verla y soñar en su
conquista me olvidé un instante de que yo no era sino un vulgar pillete.
Nada más que esto; he aquí a lo que
he llegado, y lo que busqué con todas mis psicologías. ¿No descubrí allá abajo
que las estrellas son difíciles de obtener porque sí, y que se requiere una
gran fortuna para adquirirlas? Allí estaba, pues, la confirmación. ¿No levanté
un edificio cínico para comprar una sola mirada de amor de Dorothy Phillips? No
podía quejarme.
¿De qué, pues, me quejo?
Surgen nítidas las palabras de mi
amigo: "De negocios los sudamericanos no entienden ni el abecé".
¡Ni de faldas, señor Burns! Porque
si me faltó dignidad para vestirme ante ella de pavo real, siento que me sobra
vergüenza para continuar recibiendo por más tiempo una sonrisa que está aspirando
sobre mi cara trigueña la inmensa pampa alfalfada. Conté con muchas cosas;
pero con lo que no conté nunca es con este rubor tardío que me impide robar
-aun tratándose de faldas- un beso, un roce de vestido, una simple mirada que
no conquisté pobre.
He aquí a lo que he llegado.
Duerme, corazón, ¡para siempre!
Imposible. Cada día la quiero más,
y ella... Precisamente por esto debo concluir. Si fuera ella a esta regia
aventura matrimonial con indiferencia hacia mí, acaso hallara fuerzas para
llegar al fin. Negocio contra negocio. Pero cuando muy cerca a su lado
encuentro su mirada, y el tiempo se detiene sobre nosotros, soñando él a su
vez, entonces mi amor a ella me oprime la mano como a un viejo criminal y
vuelvo en mí.
¡Amor mío! Una vez canté ¡Ciao!
porque tenía todos los triunfos en mi juego. Los rindo ahora, mano sobre mano,
ante una última trampa más fuerte que yo: sacrificarte.
Llevo la vida de siempre, en
constante sociedad con Dorothy Phillips, Burns, Stowell, Chaney del cual he
obtenido todos los informes apetecidos sobre las víboras de cascabel y su
manera de morder.
Aunque el calor aumenta, no hay
modo de evitar el bar a la salida del taller. Cierto es que el hielo lo
congela aquí todo, desde el chicle a los ananás. Rara vez como solo. De noche,
con la Phillips. Y
de mañana, con Burns y Stowell, por lo menos. Sé por mi amigo que el divorcio
de la Phillips es cosa definitiva, miss, por lo tanto.
-Como usted lo meditó antes de
adivinarlo -me ha dicho Burns-.
¿Matrimonio, Grant? No es malo.
Dolly vale lo que usted, y otro tanto.
-¿Pero ella me quiere realmente? -he dejado caer.
-Grant: usted haría un buen film;
pero no poniéndome a mí de director de escena. Cásese con su estrella y gaste
dos millones en una empresa. Yo se la administro. Hasta
aquí Burns. ¿Qué le parece La gran pasión?
-Muy buena. El autor no es tonto.
Salvo un poco de amanera-miento de Stowell, ese tipo de carácter le sale.
Dolly tiene pasajes como hace tiempo no hallaba.
-Perfecto. No llegue tarde a la
comida.
-¿Hoy? Creía que era el lunes.
-No. El lunes es el banquete
oficial, con damas de mundo, y además. La consagración. A
propósito: ¿usted tiene la cabeza fuerte?
-Ya se lo probé la primera noche.
-No basta. Hoy habrá concierto de
rom al final.
-Pierda cuidado.
Magnífico. Para mi situación
actual, una orquesta es lo que me conviene.
Concluido todo. Sólo me resta hacer
los preparativos y abandonar Los Angeles. ¿Qué dejo, en suma? Un mal negocillo
imaginativo, frustrado. Y más abajo, hecho trizas, mi corazón.
El incidente de anoche pudo haberme
costado, según Burns, a quien acabo de dejar en la estación, rojo de calor.
-¿Qué mosquitos tienen ustedes
allá? -me ha dicho-. No haga tonterías, Grant. Cuando uno no es dueño de sí, se
queda en Buenos Aires. ¿Lo ha visto ya? Bueno, hasta luego.
Se refiere a lo siguiente:
Anoche, después del banquete,
cuando quedamos solos los hombres, hubo concierto general, en mangas de camisa.
Yo no sé hasta dónde puede llegar la bonachona tolerancia de esta gente para el
alcohol. Cierto es que son de origen inglés.
Pero yo soy suramericano. El
alcohol es conmigo menos benevolente, y no tengo además motivo alguno de
felicidad. El rom interminable me ponía constantemente por delante a Stowell,
con su pelo movedizo y su alta nariz de cerco. Es en el fondo un buen muchacho
con suerte, nada más. ¿Y por qué me mira? ¿Cree que le voy a envidiar algo, sus
bufonadas amorosas con cualquier cómica, para compadecerme así? ¡Infeliz!
-¡A su salud, Stowell! -brindé. ¡Al gran Stowell!
-¡A la salud de Grant!
-Y a la de todos ustedes... ¡Pobres
diablos!
El ruido cesó bruscamente; todas
las miradas estaban sobre mí.
-¿Qué pasa, Grant? -articuló Burns.
-Nada, queridos amigos... sino que
brindo por ustedes. Y me puse de pie.
-Brindo a la salud de ustedes, porque
son los grandes ases del cinematógrafo: empresa Universal, grupo Blue Bird,
Lon Chaney, William S. Stowell y... ¡todos! Intérpretes del impulso, ¿eh,
Chaney? Y del amor... ¡todos! ¡Y del amor, nosotros, William S. Stowell!
Intérpretes y negociantes del arte, ¿no es esto? ¡Brindo por la gran fortuna
del arte, amigos únicos! ¡Y por la de alguno de nosotros! ¡Y por el amor
artístico a esa fortuna, William S. Stowell, compañero!
Vi las caras contraídas de
disgusto. Un resto de lucidez me permitió apreciar hasta el fondo las heces de
mi actitud, y el mismo resto de dominio de mí me contuvo. Me retiré, saludando
amplia-mente.
-¡Buenas noches, señores! Y si
alguno de los presentes, o Stowell o quienquiera que sea, quiere seguir
hablando mañana conmigo, estoy a sus órdenes. ¡Ciao!
Se comprende bien que lo primero
que he hecho esta mañana al levantarme ha sido ir a buscar a Stowell.
-Perdóneme -le he dicho. Ustedes son aquí de otra pasta. Allá, el
alcohol nos pone agresivos e idiotas.
-Hay algo de esto -me ha apretado
la mano sonriendo. Vamos al bar; allá encontraremos la soda y el hielo
necesarios.
Pero en el camino me ha observado:
-Lo que me extraña un poco en usted
es que no creo tenga motivos para estar disgustado de nadie. ¿No es cierto?
-Me ha mirado con intención. -Más o menos -he cortado.
-Bien.
La soda y el hielo son pobres
recursos, cuando lo que se busca es sólo un poco de satisfacción de sí mismo.
"Concluyó todo" -anoté
este mediodía. Sí, concluyó.
A las siete, cuando comenzaba a
poner orden en la valija, el teléfono me llamó.
-¿Grant?
-Sí.
-Dolly. ¿No va a venir, Grant?
Estoy un poco triste.
-Yo más. Voy en seguida.
Y fui, con el estado de ánimo de
Régulo cuando volvía a Cartago a sacrificar su vida por insignificancias de
honor.
¡Dolly! ¡Dorothy Phillips! ¡Ni la
ilusión de haberte gustado un día me queda!
Estaba en traje de calle.
-Sí; hace un momento pensaba salir.
Pero le telefoneé. ¿No tenía nada que hacer?
-Nada.
-¿Ni aun deseos de verme?
Pero al mirarme de cerca me puso
lentamente los dedos en el brazo.
-¡Grant! ¿Qué tiene usted hoy?
Vi sus ojos angustiados por mi
dolor huraño.
-¿Qué es eso, Grant?
Y su mano izquierda me tomó del
otro brazo. Entonces fijé mis ojos en los de ella y la miré larga y claramente.
-¡Dolly! -le dije-. ¿Qué idea tiene
usted de mí?
-¿Qué?
-¿Qué idea tiene usted de mí? No,
no responda... ya sé; que soy esto y aquello... ¡Dolly! Se lo quería decir, y
desde hace mucho tiempo... Desde hace mucho tiempo no soy más que un simple
miserable. ¡Y si siquiera fuese esto...! Usted no sabe nada. ¿Sabe lo que soy?
Un pillete, nada más. Un ladronzuelo vulgar, menos que esto... Esto es lo que
soy. ¡Dolly! ¿Usted cree que tengo fortuna, no es cierto?
Sus manos cayeron; como estaba
cayendo su última ilusión de amor por un hombre; como había caído yo...
-¡Respóndame! ¿Usted lo creía?
-Usted mismo me lo dijo -murmuró.
-¡Exactamente! Yo mismo se lo dije,
y lo dejé decir a todo el mundo. Que tenía una gran fortuna, millones... Esto
le dije. ¿Se da bien cuenta ahora de lo que soy? ¡No tengo nada, ni un millón,
ni nada! Menos que un miserable, ya se lo dije; ¡un pillete vulgar! Esto soy,
Dolly.
Y me callé. Pudo haberse oído
durante un rato el vuelo de una mosca. Y mucho más la lenta voz, si no lejana,
terriblemente distante de mí:
-¿Por qué me engañó, Grant...?
-¿Engañar? -salté entonces
volviéndome bruscamente a ella-. ¡Ah, no! ¡No la he engañado! Esto no... Por
lo menos... ¡No, no la engañé, porque acabo de hacer lo que no sé si todos
harían! Es lo único que me levanta aún ante mí mismo. ¡No, no! Engaño, antes,
puede ser; pero en lo demás... ¿Usted se acuerda de lo que le dije la primera
tarde? Quince días decía usted. ¡Eran dos años! ¡Y aun sin conocerla! Nadie en
el mundo la ha valorado ni ha visto lo que era usted como mujer, como yo. ¡Ni
nadie la querrá jamás todo cuanto la quiero! ¿Me oye? ¡Nadie, nadie!
Caminé tres pasos; pero me senté en
un taburete y apoyé los codos en las rodillas, postura cómoda cuando el
firmamento se desploma sobre nosotros.
-Ahora ya está...-murmuré. Me voy
mañana... Por eso se lo he dicho...
Y más lento:
-Yo le hablé una vez de sus ojos
cuando la persona a quien usted amaba no se daba cuenta...
Y callé otra vez, porque en la
situación mía aquella evocación radiante era demasiado cruel. Y en aquel nuevo
silencio de amargura desesperada -y final- oí, pero como en sueños, su voz.
-¡Zonzote!
¿Pero era posible? Levanté la
cabeza y la vi a mi lado, ¡a ella! ¡Y vi sus ojos inmensos, húmedos de
entregado amor! ¡Y el mohín de sus labios, hinchados de ternura consoladora,
como la soñaba en ese instante! ¡Como siempre la vi conmigo!
-¡Dolly! -salté.
Y ella, entre mis brazos:
-¡Zonzo...! ¡Crees que no lo sabía!
-¿Qué...? ¿Sabías que era pobre?
-¡Y sí!
-¡Mi vida! ¡Mi estrella! ¡Mi Dolly!
-Mi suramericano...
-¡Ah, mujer siempre...! ¿Por qué me
torturaste así?
-Quería saber bien... Ahora soy
toda tuya.
-¡Toda, toda! No sabes lo que he
sufrido... ¡Soy un canalla, Dolly!
-Canalla mío...
-¿Y tú?
-Tuya.
-¡Farsante, eso eres! ¿Cómo pudiste
tenerme en ese taburete media hora, si sabías ya? Y con ese aire: "¿Por
qué me engañó, Grant...?".
-¿No te encantaba yo como
intérprete?
-¡Mi amor adorado! ¡Todo me
encanta! Hasta el film que hemos hecho. ¡Contigo, por fin, Dorothy Phillips!
-¿Verdad que es un film?
-Ya lo creo. Y tú ¿qué eres?
-Tu estrella.
-¿Y yo?
-Mi sol.
-¡Pst! Soy hombre. ¿Qué soy? Y con
su arrullo:
-Mi suramericano...
He volado en el auto a buscar a
Burns.
-Me caso con ella -le he dicho.
Burns: usted es el más grande hombre de este país, incluso el Arizona. Otra
buena noticia: no tengo un centavo.
-Ni uno. Esto lo sabe todo Los
Angeles. He quedado aturdido.
-No se aflija -me ha respondido.
¿Usted cree que no ha habido antes que usted mozalbetes con mejor fortuna que
la suya alrededor de Dolly? Cuando pretenda otra vez ser millonario -para
divorciarse de Dolly, por ejemplo, suprima las informaciones telegráficas. Mal
negociante, Grant.
Pero una sola cosa me ha
inquietado.
-¿Por qué dice que me voy a
divorciar de Dolly?
-¿Usted? Jamás. Ella vale dos o
tres Grant, y usted tiene más suerte ante los ojos de ella de la que se
merece. Aproveche.
-¡Déme un abrazo, Burns!
-Gracias. ¿Y usted qué hace ahora,
sin un centavo? Dolly no le va a copiar sus informes del ministerio.
Me he quedado mirándolo.
-Si usted fuera otro, le
aconsejaría que se contratara con Stowell y Chaney. Con menos carácter y menos
ojos que los suyos, otros han ido lejos. Pero usted no sirve.
-¿Entonces?
-Ponga en orden el film que ha
hecho con Dolly; tal cual, reforzando la escena del bar. El final ya lo tienen
pronto. Le daré la sugestión de otras escenas, y propóngaselo a la Blue Bird. ¿El pago? No
sé; pero le alcanzará para un paseo por Buenos Aires con Dolly, siempre que
jure devolvérnosla para la próxima temporada. O'Mara lo mataría.
-¿Quién?
-El director. Ahora déjeme bañar.
¿Cuándo se casa?
-Enseguida.
-Bien hecho. Hasta luego. Y
mientras yo salía apurado:
-¿Vuelve otra vez con ella? Dígale
que me guarde el número de su ilustración. Es un buen documento.
...................................................................
Pero esto es un sueño. Punto por
punto, como acabo de contarlo, lo he soñado. No me queda sino para el resto de
mis días su profunda emoción, y el pobre paliativo de remitir a Dolly el
relato -como lo haré en seguida, con esta dedicatoria:
"A la señora Dorothy Phillips,
rogándole perdone las impertinencias de este sueño, muy dulce para el
autor".