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martes, 6 de agosto de 2013

El oso

Erase una vieja que vivía en una casita algo apartada del pueblo. Tenía una vaca y seis ovejas, pero la cerca del corral estaba bastante estropeada. En invierno, ya se sabe que rondan por todas partes los lobos y los osos. Pues bien, precisamente un oso había cogido la costumbre de acercarse por las noches hasta la casa de esta vieja para comerse sus ovejas. Hizo un agujero en la cerca por la parte de atrás y se comió una oveja y luego otra... La vieja se puso entonces a vigilar, y tan preocupada estaba, que ya no distinguía el día de la noche. De manera que permanecía siempre en vela, hilando la lana de las ovejas que se había comido el oso.
El oso llegó varias veces más hasta por allí cerca para ver si podía comerse alguna otra oveja. Pero, ¡quiá! Apenas se aproximaba, oía rechinar la puerta: era la vieja que salía al corral.
Muy fastidiado, el oso cambió de táctica y, en lugar de acercarse por la parte trasera, llegaba hasta debajo de una ventana y se ponía a cantar:

Cruje, cruje, cruje…
Cruje, pata de palo,
Mientras duerme el agua
Y duerme la tierra
Y sólo una abuela
Está siempre en vela,
Dándole a la rueca...

La vieja se asomaba al portón para ver quién cantaba aquella canción tan bonita, y el oso volvía corriendo a la parte trasera, le echaba la garra a una oveja y escapaba al bosque con ella. Hasta que acabó con todas las ovejas.
La pobre viejecita echó entonces abajo su isba y se marchó a casa de un hermano suyo, donde vivieron juntos, tan campantes, sin que les ocurrieran más percances.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

El niño prodigioso

Érase un acreditado comerciante que vivía con su mujer y poseía grandes riquezas. Sin embargo, el matrimonio no era feliz porque no tenía hijos, cosa que deseaban ambos ardientemente, y para ello pedían a Dios todos los días que les concediese la gracia de tener un niño que los hiciese muy dichosos, los sostuviera en la vejez y heredase sus bienes y rezase por sus almas después de muertos.
Para agradar a Dios ayudaban a los pobres y desvalidos dándoles limosnas, comida y albergue; además de esto, idearon construir un gran puente a través de una laguna pantanosa próxima al pueblo, para que todas las gentes pudiesen servirse de él y evitarles tener que dar un gran rodeo. El puente costaba mucho dinero; pero a pesar de ello el comerciante llevó a cabo su proyecto y lo concluyó, en su afán de hacer bien a sus semejantes.
Una vez el puente terminado, dijo a su mayordomo Fedor:
-Ve a sentarte debajo del puente, y escucha bien lo que la gente dice de mí.
Fedor se fue, se sentó debajo del puente y se puso a escuchar. Pasaban por el puente tres virtuosos ancianos hablando entre sí, y decían:
-¿Con qué recompensaríamos al hombre que ha mandado construir este puente? Le daremos un hijo que tenga la virtud de que todo lo que diga se cumpla y todo lo que le pida a Dios le sea concedido.
El mayordomo, después de haber oído estas palabras, volvió a casa.
-¿Qué dice la gente, Fedor? -le preguntó el comerciante.
-Dicen cosas muy diversas: según unos, haz hecho una obra de caridad construyendo el puente, y según otros, lo has hecho sólo por vanagloria.
Aquel mismo año la mujer del comerciante dio a luz un hijo, al que bautizaron y pusieron en la cuna. El mayordomo, envidioso de la felicidad ajena y deseoso del mal de su amo, a media noche, cuando todos los de la casa dormían profundamente, cogió un pichón, lo mató, manchó con la sangre la cama, los brazos y la cara de la madre, y robó al niño, dándolo a criar a una mujer de un pueblo lejano.
Por la mañana los padres se despertaron y notaron que su hijo había desaparecido; por más que lo buscaron por todas partes no pudieron encontrarlo. Entonces el astuto mayordomo señaló a la madre como culpable de la desaparición.
-¡Se lo ha comido su misma madre! -dijo-. Mira, todavía tiene los brazos y los labios manchados de sangre.
Encolerizado el comerciante, hizo encarcelar a su mujer sin hacer caso de sus protestas de inocencia.
Así transcurrieron algunos años, y entretanto el niño creció y empezó a correr y a hablar. Fedor se despidió del comerciante, se estableció en un pueblo a la orilla del mar y se llevó al niño a su casa.
Aprovechándose del don divino del niño, le mandaba realizar todos sus caprichos diciéndole:
-Di que quieres esto y lo otro y lo de más allá.
Y apenas el niño pronunciaba su deseo, éste se realizaba al instante.
Al fin un día le dijo:
-Mira, niño, pide a Dios que aparezca aquí un nuevo reino, que desde esta casa hasta el palacio del zar se forme sobre el mar un puente todo de cristal de roca y que la hija del zar se case conmigo.
El niño pidió a Dios lo que Fedor le decía, y en seguida, de una orilla a otra del mar, se extendió un maravilloso puente, todo él de cristal de roca, y apareció una espléndida población con suntuosos palacios de mármol, innumerables iglesias y altos castillos para el zar y su familia.
Al día siguiente, al despertarse el zar, miró por la ventana, y viendo el puente de cristal, preguntó:
-¿Quién ha construido tal maravilla?
Los cortesanos se enteraron y anunciaron al zar que había sido Fedor.
-Si Fedor es tan hábil -dijo el zar-, le daré por esposa a mi hija.
Con gran rapidez se hicieron todos los preparativos para la boda y casaron a Fedor con la hermosa hija del zar. Una vez instalado Fedor en el palacio del zar, empezó a maltratar al niño; lo hizo criado suyo, lo reñía y pegaba a cada paso, y muchas veces lo dejaba sin comer.
Una noche hablaba Fedor con su mujer, que estaba ya acostada, y el niño, escondido en un rincón oscuro, lloraba silenciosamente con desconsuelo; la hija del zar preguntó a Fedor cuál era la causa de su don maravilloso.
-Si antes sólo eras un pobre mayordomo, ¿cómo conseguiste tantas riquezas? ¿Cómo pudiste en una noche hacer el puente de cristal?
-Todas mis riquezas y mi poder mágico -contestó Fedor- las he obtenido de ese niño que habrás visto siempre conmigo, y que le robé a su padre, mi antiguo amo.
-Cuéntame cómo -dijo la hija del zar.
-Estaba yo de mayordomo en casa de un rico comerciante al que Dios había prometido que tendría un hijo dotado de tal virtud que todo lo que dijera se realizaría y todo lo que pidiese a Dios le sería dado. Por eso, apenas nació el niño yo lo robé, y para que no se sospechase de mí acusé a la madre diciendo a todos que se había comido a su propio hijo.
El niño, después de haber oído estas palabras, salió de su escondite y dijo a Fedor:
-¡Bribón! ¡Por mi súplica y por voluntad de Dios, transfórmate en perro!
Y apenas pronunció estas palabras, Fedor se transformó en perro. El niño, atándole al cuello una cadena de hierro, se fue con él a casa de su padre.
Una vez allí dijo al comerciante:
-¿Quieres hacerme el favor de darme unas ascuas?
-¿Para qué las necesitas?
-Porque tengo que dar de comer al perro.
-¿Qué dices, niño? -le contestó el comerciante. ¿Dónde has visto tú que los perros se alimenten con brasas?
-¿Y dónde has visto tú que una madre se pueda comer a su hijo? Has de saber que soy tu hijo y que este perro es tu infame mayordomo Fedor, que me robó de tu casa y acusó falsamente a mi madre.
El comerciante quiso conocer todos los detalles, y ya seguro de la inocencia de su mujer, hizo que la pusieran en libertad. Luego se fueron todos a vivir al nuevo reino que había aparecido en la orilla del mar por el deseo del niño.
La hija del zar volvió a vivir en el palacio de su padre y Fedor se quedó en miserable perro hasta su muerte.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

Miss dorothy phillips, mi esposa

Yo pertenezco al grupo de los pobres diablos que salen noche a noche del cinematógrafo enamorados de una estrella. Me llamo Guillermo Grant, tengo treinta y un años, soy alto, delgado y trigueño, como cuadra, a efec­tos de la exportación, a un americano del sur. Estoy apenas en regular po­sición, y gozo de buena salud.
Voy pasando la vida sin quejarme demasiado, muy poco descontento de la suerte, sobre todo cuando he podido mirar de frente un par de her­mosos ojos todo el tiempo que he deseado.
Hay hombres, mucho más respetables que yo desde luego, que si algo reprochan a la vida es no haberles dado tiempo para redondear un hermoso pensamiento. Son personas de vasta responsabilidad moral ante ellos mis­mos, en quienes no cabe, ni en posesión ni en comprensión, la frivolidad de mis treinta y un años de existencia. Yo no he dejado, sin embargo, de tener amarguras, aspiracioncitas, y por mi cabeza ha pasado una que otra vez al­gún pensamiento. Pero en ningún instante la angustia y el ansia han turba­do mis horas como al sentir detenidos en mí dos ojos de gran belleza.
Es una verdad clásica que no hay hermosura completa si los ojos no son el primer rasgo bello del semblante. Por mi parte, si yo fuera dictador decretaría la muerte de toda mujer que presumiera de hermosa, teniendo los ojos feos. Hay derecho para hacer saltar una sociedad de abajo arriba, y el mismo derecho -pero al revés- para aplastarla de arriba abajo. Hay derecho para muchísimas cosas. Pero para lo que no hay derecho, ni lo ha­brá nunca es para usurpar el título de belleza cuando la dama tiene los ojos de ratón. No importa que la boca, la nariz, el corte de cara sean admira­bles. Faltan los ojos, que son todo.
El alma se ve en los ojos -dijo alguien-. Y el cuerpo también, agrego yo. Por lo cual, erigido en comisario de un comité ideal de Belleza Pública, enviaría sin otro motivo al patíbulo a toda dama que presumiera de bella teniendo los ojos antedichos. Y tal vez a dos o tres amigas.
Con esta indignación y los deleites correlativos- he pasado los treinta y un años de mi vida esperando, esperando.
¿Esperando qué? Dios lo sabe. Acaso el bendito país en que las muje­res consideran cosa muy ligera mirar largamente en los ojos a un hombre a quien ven por primera vez. Porque no hay suspensión de aliento, absorción más paralizante que la que ejercen dos ojos extraordinariamente belios. Es tal, que ni aun se requiere que los ojos nos miren con amor. Ellos son en sí mismos el abismó, el vértigo en que el varón pierde la cabeza, sobre todo cuando no puede caer en él. Esto, cuando nos miran por casualidad; por­que si el amor es la clave de esa casualidad, no hay entonces locura que no sea digna de ser cometida por ellos.
Quien esto anota es un hombre de bien, con ideas juiciosas y ponde­radas. Podrá parecer frívolo pero lo que dice no lo es. Si una pulgada de más o de menos en la nariz de Cleopatra -según el filósofo- hubiera cambiado el mundo, no quiero pensar en lo que podía haber pasado si aquella señora llega a tener los ojos más hermosos de lo que los tuvo: el Oc­cidente desplazado hacia el Oriente trescientos años antes, y el resto.

Siendo como soy, se comprende muy bien que el advenimiento del ci­nematógrafo haya sido para mí el comienzo de una nueva era, por la cual cuento las noches sucesivas en que he salido mareado y pálido del cine, por­que he dejado mi corazón, con todas sus pulsaciones, en la pantalla que im­pregnó por tres cuartos de hora el encanto de Brownie Vernon.
Los pintores odian al cinematógrafo porque dicen que en éste la luz vibra infinitamente más que en sus cuadros cinematográficos. Lo comprendo bien. Pero no sé si ellos comprenderán la vibración que sacude a un pobre mortal, de la cabeza a los pies, cuando una hermosísima muchacha nos tiende por una hora su propia vibración personal al alcance de la boca. Porque no debe olvidarse que contadísimas veces en la vida nos es da­do ver tan de cerca a una mujer como en la pantalla. El paso de una her­mosa chica a nuestro lado constituye ya una de las pocas cosas por las cua­les valga la pena retardar el paso, detenerlo, volver la cabeza, y perderla. No abundan estas pequeñas felicidades.
Ahora bien: ¿qué es este fugaz deslumbramiento ante el vértigo sos­tenido, torturador, implacable, de tener toda una noche a diez centímetros los ojos de Mildred Harris? ¡A diez, cinco centímetros! Piénsese en esto. Como aun en el cinematógrafo hay mujeres feas, las pestañas de una míse­ra, vistas a tal distancia, parecen varas de mimbre. Pero cuando una her­mosa estrella detiene y abre el paraíso de sus ojos, de toda la vasta sala, y la guerra europea, y el éter sideral, no queda nada más que el profundo edén de melancolía que desfallece en los ojos de Miriam Cooper.
Todo esto es cierto. Entre otras cosas, el cinematógrafo es, hoy por hoy, un torneo de bellezas sumamente expresivas. Hay hombres que se han enamorado de un retrato y otros que han perdido para siempre la razón por tal o cual mujer a la que nunca conocieron. Por mi parte, cuanto pudiera yo perder incluso la vergüenza- me parecería un bastante buen nego­cio si al final de la aventura Marion Davies -pongo por caso- me fuera otorgada por esposa.
Así, provisto de esta sensibilidad un poco anormal, no es de extrañar mi asiduidad al cine, y que las más de las veces salga de él mareado. En ciertos malos momentos he llegado a vivir dos vidas distintas: una duran­te el día, en mi oficina y el ambiente normal de Buenos Aires, y la otra de noche, que se prolonga hasta el amanecer. Porque sueño, sueño siempre. Y se querrá creer que ellos, mis sueños, no tienen nada que envidiar a los de soltero -ni casado- alguno.
A tanto he llegado, que no sé en esas ocasiones con quién sueño: Edith Roberts... Wanda Hawley... Dorothy Phillips... Miriam Cooper...
Y este cuádruple paraíso ideal, soñado, mentido, todo lo que se quie­ra, es demasiado mágico, demasiado vivo, demasiado rojo para las noches blancas de un jefe de sección de ministerio.
¿Qué hacer? Tengo ya treinta y un años y no soy, como se ve, una cria­tura. Dos únicas soluciones me quedan. Una de ellas es dejar de ir al cine­matógrafo. La otra...

Aquí un paréntesis. Yo he estado dos veces a punto de casarme. He sufrido en esas dos veces lo indecible pensando, calculando a cuatro deci­males las probabilidades de felicidad que podían concederme mis dos pro­metidas. Y he roto las dos veces.
La culpa no estaba en ellas -podrá decirse, sino en mí, que encen­día el fuego y destilaba una esencia que no se había formado aún. Es muy posible. Pero para algo me sirvió mi ensayo de química, y cuanto medité y torné a meditar hasta algunos hilos de plata en las sienes, puede resumirse en este apotegma:
No hay mujer en el mundo de la cual un hombre -así la conozca des­de que usaba pañales- pueda decir: una vez casada será así y así; tendrá este real carácter y estas tales reacciones.
Sé de muchos hombres que no se han equivocado, y sé de otro en par­ticular cuya elección ha sido un verdadero hallazgo, que me hizo esta pro­funda observación:
Yo soy el hombre más feliz de la tierra con mi mujer; pero no te ca­ses nunca.
Dejemos; el punto se presta a demasiadas interpretaciones para insistir, y cerrémosle con una leyenda que, a lo que entiendo, estaba grabada en las puer­tas de una feliz población de Grecia: Cada cual sabe lo que pasa en su casa.
Ahora bien; de esta convicción expuesta he deducido esta otra: la úni­ca esperanza posible para el que ha resistido hasta los treinta años al matri­monio es casarse inmediatamente con la primera chica que le guste o le ha­ya gustado mucho al pasar; sin saber quién es, ni cómo se llama, ni qué probabilidades tiene de hacernos feliz; ignorándolo todo, en suma, menos que es joven y que tiene bellos ojos.
En diez minutos, en dos horas a lo más -el tiempo necesario para las formalidades con ella o los padres y el R. C., la desconocida de media hora antes se convierte en nuestra íntima esposa.
Ya está. Y ahora, acodados al escritorio, nos ponemos a meditar sobre lo que hemos hecho.

No nos asustemos demasiado, sin embargo. Creo sinceramente que una esposa tomada en estas condiciones no está mucho más distante de ha­cernos feliz que cualquier otra. La circunstancia de que hayamos tratado uno o dos años a nuestra novia (en la sala, novias y novios son sumamente agradables), no es infalible garantía de felicidad. Aparentemente el previo y largo conocimiento supone otorgar esa garantía. En la práctica, los resul­tados son bastante distintos. Por lo cual vuelvo a creer que estamos tanto o más expuestos a hallar bondades en una esposa improvisada que decep­ciones en la que nuestra madura elección juzgó ideal.
Dejemos también esto. Sirva, por lo menos, para autorizar la resolu­ción muy honda del que escribe estas líneas, que tras el curso de sus inquie­tudes ha decidido casarse con una estrella del cine.

De ellas, en resumen, ¿qué sé? Nada, o poco menos que nada. Por lo cual mi matrimonio vendría a ser lo que fue originariamente: una verda­dera conquista, en que toda la esposa deseada -cuerpo, vestidos y perfu­mes- es un verdadero hallazgo. Queremos creer que el novio menos de­voto de su prometida conoce, poco o mucho, el gusto de sus labios. Es un placer al que nada se puede objetar, si no es que roba a las bodas lo que debería ser su primer dulce tropiezo. Pero para el hombre que a dichas bodas llegue con los ojos vendados, el solo roce del vestido, cuyo tacto nunca ha conocido, será para él una brusca novedad cargada de amor.
No ignoro que ésta mi empresa sobrepasa casi las fuerzas de un hom­bre que está apenas en regular posición; las estrellas son difíciles de obte­ner. Allá veremos. Entre tanto, mientras pongo en orden mis asuntos y ob­tengo la licencia necesaria, establezco el siguiente cuadro, que podríamos llamar de diagnóstico diferencial:
Miriam Cooper - Dorothy Phillips - Brownie Vernon - Grace Cunard. El caso Cooper es demasiado evidente para no llevar consigo su sen­tencia: demasiado delgada. Y es lástima, porque los ojos de esta chica me­recen bastante más que el nombre de un pobre diablo como yo. Las muje­res flacas son encantadoras en la calle, bajo las manos de un modisto, y siempre y toda vez que el objeto a admirar sea, no la línea del cuerpo, sino la del vestido. Fuera de estos casos, poco agradables son.
El caso Phillips es más serio, porque esta mujer tiene una inteligen­cia tan grande como su corazón, y éste, casi tanto como sus ojos.
Brownie Vernon: fuera de la Cooper, nadie ha abierto los ojos al sol con más hermosura en ellos. Su sola sonrisa es una aurora de felicidad. Grace Cunard, ella, guarda en sus ojos más picardía que Alice Lake, lo que es ya bastante decir. Muy inteligente también; demasiado, si se quiere. Se notará que lo que busca el autor es un matrimonio por los ojos. Y de aquí su desasosiego, porque, si bien se mira, una mano más o menos des­carnada o un ángulo donde la piel debe ser tensa, pesan menos que la me­lancolía insondable, que está muriendo de amor, en los ojos de María. Elijo, pues, por esposa, a miss Dorothy Phillips. Es casada, pero no importa.
El momento tiene para mí seria importancia. He vivido treinta y un años pasando por encima de dos noviazgos que a nada me condujeron. Y ahora tengo vivísimo interés en destilar la felicidad -a doble condensador esta vez- y con el fuego debido.
Como plan de campaña he pensado en varios, y todos dependientes de la necesidad de figurar en ellos como hombre de fortuna. ¿Cómo, si no, miss Phillips se sentiría inclinada a aceptar mi mano, sin contar el previo divorcio con su mal esposo?
Tal simulación es fácil, pero no basta. Precisa además revestir mi nombre de una cierta responsabilidad en el orden artístico, que un jefe de sección de ministerio no es común posea. Con esto y la protección del dios que está más allá de las probabilidades lógicas, cambio de estado.

Con cuanto he podido hallar de chic en recortes y una profusión ver­daderamente conmovedora de retratos y cuadros de estrellas, he ido a ver a un impresor.
-Hágame -le dije- un número único de esta ilustración. Deseo una cosa extraordinaria como papel, impresión y lujo.
-¿Y estas observaciones? -me consultó. ¿Tricromías?
-Desde luego.
-¿Y aquí?
-Lo que ve.
El hombre hojeó lentamente una por una las páginas y me miró. De esta ilustración no se va a vender un solo ejemplar -me dijo.
-Ya lo sé. Por esto no haga sino uno solo.
-Es que ni éste se va a vender.
-Me quedaré con él. Lo que deseo ahora es saber qué podrá costar. 
-Estas cosas no se pueden contestar así... Ponga ocho mil pesos, que pueden resultar diez mil.
-Perfectamente; pongamos diez mil como máximo por diez ejem­plares. ¿Le conviene?
-A mí, sí; pero a usted creo que no.
-A mí, también. Apróntemelos, pues, con la rapidez que den sus máquinas.
Las máquinas de la casa impresora en cuestión son una maravilla; pe­ro lo que le he pedido es algo para poner a prueba sus máximas virtudes. Véase, si no: una ilustración tipo L'Illustration en su número de Navidad, pero cuatro veces más voluminosa. Jamás, como publicación quincenal, se ha visto nada semejante.
De diez mil pesos, y aun cincuenta mil, yo puedo disponer para la campaña. No más, y de aquí mi aristocrático empeño en un tiraje reduci­dísimo. Y el impresor tiene a su vez, razón de reírse de mi pretensión de poner en venta tal número.
En lo que se equivoca, sin embargo, porque mi plan es mucho más sencillo. Con ese número en la mano, del cual soy director, me presentaré ante empresarios, accionistas, directores de escena y artistas del cine, como quien dice: en Buenos Aires, capital de Sud América, de las estancias y del entusiasmo por las estrellas, se fabrican estas pequeñeces. Y los yanquis, a mirarse a la cara.
A los compatriotas de aquí que hallen que esta combinación rasa co­mo una tangente a la estafa, les diré que tienen mil veces razón. Y más aún: como el constituirse en editor de tal publicación supone conjuntamente con una devoción muy viva por las bellas actrices, una fortuna también ar­diente, la segunda parte de mi plan consiste en pasar por hombre que se ríe de unas decenas de miles de pesos para hacer su gusto. Segunda estafa, co­mo se ve, más rasante que la interior.
Pero los mismos puritanos apreciarán que yo juego mucho para ganar muy poco: dos ojos, por hermosos que sean, no han constituido nunca un valor de bolsa.
Y si al final de mi empresa obtengo esos ojos, y ellos me devuelven en una larga mirada el honor que perdí por conquistarlos, creo que estaré en paz con el mundo, conmigo mismo, y con el impresor de mi revista.
Estoy a bordo. No dejo en tierra sino algunos amigos y unas cuantas ilusiones, la mitad de las cuales se comieron como bombones mis dos no­vias. Llevo conmigo la licencia por seis meses, y en la valija los diez ejem­plares. Además, un buen número de cartas, porque cae de su peso que a mi edad no considero bastante para acercarme a miss Phillips, toda la psicolo­gía de que he hecho gala en las anteriores líneas.
¿Qué más? Cierro los ojos y veo, allá lejos, flamear en la noche una bandera estrellada. Allá voy, divina incógnita, estrella divina y vendada co­mo el Amor.

Por fin en Nueva York, desde hace cinco días. He tenido poca suerte, pues una semana antes se ha iniciado la temporada en Los Angeles. El tiempo es magnífico.
-No se queje de la suerte -me ha dicho mientras almorzábamos mi informante, un alto personaje del cinematógrafo. Tal como comienza el verano, tendrán allá luz como para impresionar a oscuras. Podrá ver a to­das las estrellas que parecen preocuparle, y esto en los talleres, lo que será muy halagador para ellas; y a pleno sol, lo que no lo será tanto para usted.
-¿Por qué?
-Porque las estrellas de día lucen poco. Tienen manchas y arrugas.
-Creo que su esposa, sin embargo -me he atrevido- es...
-Una estrella. También ella tiene esas cosas. Por esto puedo infor­marle. Y si quiere un consejo sano, se lo voy a dar. Usted, por lo que pue­do deducir, tiene fortuna; ¿no es cierto?
-Algo.
-Muy bien. Y lo que es más fácil de ver, tiene un confortante entu­siasmo por las actrices. Por lo tanto, o usted se irá a pasear por Europa con una de ellas y será muerto por la vanidad y la insolencia de su estrella, o se casará usted y se irán a su estancia de Buenos Aires, donde entonces será usted quien la mate a ella, a lazo limpio. Es un modo de decir pero expre­sa la cosa. Yo estoy casado.
-Yo no; pero he hecho algunas reflexiones sobre el matrimonio... -Bien. ¿Y las va a poner en práctica casándose con una estrella? Us­ted es un hombre joven. En South América todos son jóvenes en este or­den. De negocios no entienden la primera parte de un film, pero en cues­tiones de faldas van a prisa. He visto a algunos correr muy ligero. Su for­tuna, ¿la ganó o la ha heredado?
-La heredé.
-Se conoce. Gástela a gusto.
Y con un cordial y grueso apretón de manos me dejó hasta el día si­guiente.
Esto pasaba anteayer. Volví dos veces más, en las cuales amplió mis conocimientos. No he creído deber enterarlo a fondo de mis planes, aun­que el hombre podría serme muy útil por el vasto dominio que tiene de la cosa, lo que no le ha impedido, a pesar de todo, casarse con una estrella.
-En el cielo del cine me ha dicho de despedida-, hay estrellas, asteroides y cometas de larga cola y ninguna sustancia dentro. ¡Ojo, ami­go... panamericano! ¿También entre ustedes está de moda este film? Cuan­do vuelva lo llevaré a comer con mi mujer; quedará encantada de tener un nuevo admirador más. ¿Qué cartas lleva para allá?... No, no; rompa eso. Espere un segundo... Esto sí. No tiene más que presentarse y casar­se. ¡Ciao!
Al partir el tren me he quedado pensando en dos cosas: que aquí tam­bién el ¡ciao! aligera notablemente las despedidas, y que por poco que tro­piece con dos o tres tipos como este demonio escéptico y cordial, sentiré el frío del matrimonio.
Esta sensación particularísima la sufren los solteros comprometidos, cuando en la plena, somnolienta y feliz distracción que les proporciona su libertad, recuerdan bruscamente que al mes siguiente se casan. ¡Ani­mo, corazón!

El escalofrío no me abandona, aunque estoy ya en Los Angeles y esta tarde veré a la Phillips.
Mi informante de Nueva York tenía cien veces razón; sin las cartas que él me dio no hubiera podido acercarme ni aun a las espaldas de un di­rector de escena. Entre otros motivos, parece que los astrónomos de mi jaez abundan en Los Angeles, efecto del destello estelar. He visto así allanadas todas las dificultades, y dentro de dos o tres horas asistiré a la filmación de La gran pasión, de la Blue Bird, con la Phillips, Stowell, Chaney y demás, ¡por fin!
He vuelto a tener ricos informes de otro personaje, Tom H. Burns, ac­cionista de todas las empresas, primer recomendado de mi amigo neoyor­quino. Ambos pertenecen al mismo tipo rápido y cortante. Estas gentes na­da parecen ignorar tanto como la perífrasis.
-Que usted ha tenido suerte -me dijo el nuevo personaje, se ve con sólo mirarlo. La Universal había proyectado un raid por el Arizona, con el grupo Blue Bird. Buen país aquél. Una víbora de cascabel ha estado a punto de concluir con Chaney el año pasado. Hay más de las que se mere­ce el Arizona. No se fíe, si va allá. ¿Y su ilustración...? ¡Ah!, muy bien. ¿Esto lo hicieron ustedes en la Argentina? Magnífico. Cuando yo tenga la fortuna suya voy a hacer también una zoncera como ésta. Zoncera, en boca de un buen yanqui, ya sabe lo que quiere decir. ¡Ah, ah...! Todas las estre­llas. Y algunas repetidas. Demasiado repetidas, es la palabra, para un sim­ple editor. ¿Usted es el editor?
-Sí.
-No tenía la menor duda. ¿Y la Phillips? Hay lo menos ocho retra­tos suyos.
-Tenemos en la Argentina una estimación muy grande por esta artista.
-¡Ya lo creo! Esto se ve con sólo mirarle a usted la cara. ¿Le gusta? -Bastante.
-¿Mucho?
-Locamente.
-Es un buen modo de decir. Hasta luego. Lo espero a las tres en la Universal.
Y se fue. Todo lo que pido es que este sentimiento hacia la Phillips, que, según parece, se me ve en seguida en la cara, no sea visto por ella. Y si lo ve, que lo guarde su corazón y me lo devuelvan sus ojos.

Mientras escribo esto no me conformo del todo con la idea de que ayer vi a Dorothy Phillips, a ella misma, con su cuerpo, su traje y sus ojos. Al­go imprevisto me había ocupado la tarde, de modo que apenas pude llegar al taller cuando el grupo Blue Bird se retiraba al centro.
-Ha hecho mal -me dijo mi amigo-. ¿Trae su ilustración? Mejor; así podrá hojeársela a su favorita. Venga con nosotros al bar. ¿Conoce a aquel tipo?
-Sí; Lon Chaney.
-El mismo. Tenía los pliegues de la boca más marcados cuando se acostó con el crótalo. Ahí tiene a su estrella. Acérquese.
Pero alguno lo llamó, y Burns se olvidó de mí hasta la mitad de la tar­de, ocupado en chismes del oficio.
En la mesa del bar -éramos más de quince- yo ocupé un rincón de la cabecera, lejos de la Phillips, a cuyo lado mi amigo tomó asiento. Y si la miraba yo a ella no hay para qué insistir. Yo no hablaba, desde luego, pues no conocía a nadie; ellos, por su parte, no se preocupaban en lo más mínimo de mí, ocupados en cruzar la mesa de diálogos en voz muy alta.
Al cabo de una hora Burns me vio.
-¡Hola! -me gritó-. Acérquese aquí. Duncan, deje su asiento, y cámbielo por el del señor. Es un amigo reciente, pero de unos puños magní­ficos para hacerse ilusiones. ¿Cierto? Bien, siéntese. Aquí tiene a su estrella. Puede acercarse más. Dolly, le presento a mi amigo Grant, Guillermo Grant. Habla inglés, pero es sudamericano, como a mil leguas de México. ¡Ojalá se hubieran quedado con el Arizona! No la presento a usted, porque mi amigo la conoce. ¿La ilustración, Grant? Usted verá, Dolly, si digo bien.
No tuve más remedio que tender el número, que mi amigo comenzó a hojear del lado derecho de la Phillips.
-Vaya viendo, Dolly. Aquí, como es usted. Aquí, como era en la Lo­la Morgan...
Le pasó el número, que ella prosiguió hojeando con una sonrisa. Mi amigo había dicho ocho, pero eran doce los retratos de ella. Sonreía siempre, pasando rápidamente la vista sobre sus fotografías, hasta que se dignó volverse a mí:
-¿Suya, verdad, la edición? Es decir, ¿usted la dirige?
-Sí, señora.
Aquí una buena pausa, hasta que concluyó el número. Entonces mi­rándome por primera vez en los ojos, me dijo:
-Estoy encantada...
-No deseaba otra cosa.
-Muy amable. ¿Podría quedarme con este número? Como yo demorara un instante en responder, ella añadió:
-Si le causa la menor molestia...
-¿A él? -volvió la cabeza a nosotros mi amigo. No. -No es usted, Tom -objetó ella, quien debe responder.
A lo que repuse mirándola a mi vez en los ojos con tanta cordialidad como ella a mí un momento antes:
-Es que el solo hecho, miss Phillips, de haber dado en la revista do­ce fotografías suyas me excusa de contestar a su pedido.
-Miss -observó mi amigo, volviéndose de nuevo-. Muy bien. Un kanaca de tres años no se equivocaría. Pero para un americano de allá aba­jo no hay diferencia. Mistress Phillips, aquí presente, tiene un esposo. Aunque bien mirado... Dolly, ¿ya arregló eso?
-Casi. A fin de semana, me parece...
-Entonces, miss de nuevo. Grant: si usted se casa, divórciese; no hay nada más seductor, a excepción de la propia mujer, después. Miss. Usted tenía razón hace un momento. Dios le conserve siempre ese olfato.
Y se despidió de nosotros.
-Es nuestro mejor amigo -me dijo la Phillips-. Sin él, que sirve de lazo de unión, no sé qué sería de las empresas unas en contra de las otras. No respondí nada, claro está y ella aprovechó la feliz circunstancia pa­ra volverse al nuevo ocupante de su derecha y no preocuparse en absoluto de mí.
Quedé virtualmente solo, y bastante triste. Pero como tengo muy buen estómago, comí y bebí con digna tranquilidad que dejó, supongo, bien sentado mi nombre a este respecto.
Así, al retirarnos en comparsa, y mientras cruzábamos el jardín para alcanzar los automóviles, no me extrañó que la Phillips se hubiera olvida­do hasta de sus doce retratos en mi revista -y ¡qué diremos de mí!-. Pe­ro cuando puso un pie en el automóvil se volvió a dar la mano a alguno, y entonces alcanzó a verme.
-¡Señor Grant! me gritó. No se olvide de que nos prometió ir al taller esta noche.
Y levantando el brazo, con ese adorable saludo de la mano suelta que las artistas dominan a la perfección:
-¡Ciao! -se despidió.

Tal como está planteado este asunto, hoy por hoy, pueden deducirse dos cosas:
Primera. Que soy un desgraciado tipo si pretendo otra cosa que ser un south americano salvaje y millonario.
Segunda. Que la señorita Phillips se preocupa muy poco de ambos as­pectos, a no ser para recordarme por casualidad una invitación que no se me había hecho.
-"No se olvide que lo esperamos"...
Muy bien. Tras de mi color trigueño hay dos o tres estancias que se pueden obtener fácilmente, sin necesidad en lo sucesivo de hacer muecas en la pantalla. Un sudamericano es y será toda la vida un rastacuero, mag­nífico marido que no pedirá sino cajones de champaña a las tres de la ma­ñana, en compañía de su esposa y de cuatro o cinco amigos solteros. Tal piensa miss Phillips.
Con lo que se equivoca profundamente.
Adorada mía: un sudamericano puede no entender de negocios ni la primera parte de un film; pero si se trata de una falda, no es el cónclave en­tero de cinematografistas quien va a caldear el mercado a su capricho. Mu­cho antes, allá, en Buenos Aires, cambié lo que me quedaba de vergüenza por la esperanza de poseer dos bellos ojos.
De modo que yo soy quien dirige la operación, y yo quien me pongo en venta, con mi acento latino y mis millones. ¡Ciao!

A las diez en punto estaba en los talleres de la Universal. La protec­ción de mi prepotente amigo me colocó junto al director de escena, inme­diatamente debajo de las máquinas, de modo que pude seguir hito a hito la impresión de varios cuadros.
No creo que haya muchas cosas más artificiales e incongruentes que las escenas de interior del film. Y lo más sorprendente, desde luego, es que los actores lleguen a expresar con naturalidad una emoción cualquie­ra ante la comparsa de tipos plantados a un metro de sus ojos, observan­do su juego.
En el teatro, a quince o treinta metros del público, concibo muy bien que un actor, cuya novia del caso está junto a él en la escena, pueda expre­sar más o menos bien un amor fingido. Pero en el taller el escenario desa­parece totalmente, cuando los cuadros son de detalle. Aquí el actor perma­nece quieto y solo mientras la máquina se va aproximando a su cara, hasta tocarla casi. Y el director le grita:
-Mire ahora aquí... Ella se ha ido, ¿entiende? Usted cree que la va a perder... ¡Mírela con melancolía...! ¡Más! ¡Eso no es melancolía...! Bue­no, ahora, sí... ¡La luz!
Y mientras los focos inundan hasta enceguecerlo la cara del infeliz, él permanece mirando con aire de enamorado a una escoba o a un tramoyis­ta, ante el rostro aburrido del director.
Sin duda alguna se necesita una muy fuerte dosis de desparpajo para expresar no importa qué en tales circunstancias. Y ello proviene de que Dios hizo el pudor del alma para los hombres y algunas mujeres, pero no para los actores.
Admirables, de todos modos, estos seres que nos muestran luego en la totalidad del film una caracterización sumamente fuerte a veces. En Ca­sa de muñecas, por ejemplo, obra laboriosamente interpretada en las tablas, está aún por nacer la actriz que pueda medirse con la Nora de Dorothy Phillips, aunque no se oiga su voz ni sea ésta de oro, como la de Sarah. Y de paso sea dicho: todo el concepto latino del cine vale menos que un humilde film yanqui, a diez centavos. Aquél pivota entero sobre la afec­tación, y en éste suele hallarse muy a menudo la divina condición que es primera en las obras de arte, como en las cartas de amor: la sinceridad, que es la verdad de expresión interna y externa.
"Vale más una declaración de amor torpemente hecha en prosa, que una afiligranada en verso."
Este humilde aforismo de los jóvenes da la razón de cuándo el arte es obra de modistas, y cuándo de varones.
-Sí, pero las gentes no lo ven -me decía Stowell cuando salíamos del taller-. Usted conoce las concesiones ineludibles al público en ca­da film.
-Desde luego; pero el mismo público es quien ha hecho la fama del arte de ustedes. Algo pesca siempre; algo hay de lúcido en la honradez -aun la artística- que abre los ojos del mismo ciego.
-En el país de usted es posible; pero en Europa levantamos siempre resistencia. Cuantas veces pueden no dejar de imputarnos lo que ellos lla­man falta de expresión, y que no es más que falta de gesticulación. Esta les encanta. Los hombres, sobre todo, les resultamos sobrios en exceso. Ahí tie­ne, por ejemplo, Sendero de espinas. Es el trabajo que he hecho más a gus­to... ¿Se va? Venga con nosotros al bar. ¡Oh, la mesa es grande...! ¡Dolly! La interpelada, que cruzaba ya el veredón, se volvió.
-Dolly, lleve al señor Grant al bar. Thedy se llevó mi auto.
-¡Y sí! Siento no poder llevarlo, Stowell... Está lleno.
-Si me permite podríamos ir en mi máquina -me ofrecí.
-¡Ya lo creo! Entre, Stowell. ¡Cuidado! Usted cada vez se pone más grande.
Y he aquí cómo hice el primer viaje en automóvil con Dorothy Phi­llips, y cómo he sentido también por primera vez el roce de su falda, ¡y na­da más!

Stowell, por su parte, me miraba con atención, debida, creo, a la ra­reza de hallar conceptos razonables sobre arte en un hijo pródigo de la Ar­gentina. Por lo cual hicimos mesa aparte en el bar. Y para satisfacer del to­do su curiosidad, me dejé ir a diversas impresiones, incluso las anotadas más arriba, sobre el taller.
Stowell es inteligente. Es además, el hombre que en este mundo ha visto más cerca el corazón de la Phillips desmayándosele en los ojos. Este privilegio suyo crea así entre nosotros un tierno parentesco que yo soy el único en advertir.
A excepción de Burns.
-Buenas noches a uno y otro -nos ha puesto las manos en los hom­bros. ¿Bien, Stowell? No pude ir. ¿Cuántos cuadros? No adelantan gran co­sa, que digamos. ¿Y usted, Grant? ¿Adelanta algo? No responda, es inútil...
-¿Se me ve también en la cara? -no he podido menos de reírme.
-Todavía no; lo que se ve desde ya es que a Stowell alcanza también su efusión. Dolly quiere almorzar mañana con usted y Stowell. No está se­gura de que sean doce las fotografías de su número. Seremos los cuatro. ¿No le ha dicho nada Dolly? ¡Dolly! Deje a su Lon un momento. Aquí es­tán los dos Stowell. Y la ventana es fresca.
-¡Cómo lo olvidé! -nos dijo la Phillips viniendo a sentarse con no­sotros-. Estaba segura de habérselo dicho... Tendré mucho gusto, señor Grant. Tom: ¿usted dice que está más fresco aquí? Bajemos, por lo menos, al jardín.
Bajamos al jardín. Stowell tuvo el buen gusto de buscarme la boca, y no hallé el menor inconveniente en recordar toda la serie de meditaciones que había hecho en Buenos Aires sobre este extraordinario arte nuevo, en un pasado remoto, cuando Dorothy Phillips, con la sombra del sombrero hasta los labios, no me estaba mirando, ¡hace miles de años!
Lo cierto es que aunque no hablé mucho, pues soy más bien parco de palabras, me observaban con atención.
-¡Hum...! -me dije. Torna a reproducirse el asombro ante el hi­jo pródigo del Sur.
-¿Usted es argentino? -rompió Stowell al cabo de un momento.
-Sí.
-Su nombre es inglés.
-Mi abuelo lo era. No creo tener ya nada de inglés.
-¡Ni el acento!
-Desde luego. He aprendido el idioma solo, y lo practico poco. La Phillips me miraba.
-Es que le queda muy bien ese acento. Conozco muchos mejicanos que hablan nuestra lengua, y no parece... No es lo mismo.
-¿Usted es escritor? -tornó Stowell.
-No -repuse.
-Es lástima, porque sus observaciones tendrían mucho valor para nosotros, viniendo de tan lejos y de otra raza.
-Es lo que pensaba -apoyó la Phillips-. La literatura de ustedes se vería muy reanimada con un poco de parsimonia en la expresión.
-Y en las ideas -dijo Burns. Esto no hay allá. Dolly es muy fuer­te en este sector.
-¿Y usted escribe? -me volví a ella.
-No; leo cuantas veces tengo tiempo... Conozco bastante, para ser mujer, lo que se escribe en Sud América. Mi abuela era de Texas. Leo el es­pañol, pero no puedo hablarlo.
-¿Y le gusta?
-¿Qué?
-La literatura latina de América. Se sonrió.
-¿Sinceramente? No.
-¿Y la de Argentina?
-¿En particular? No sé... Es tan parecido todo... ¡tan mejicano!
-¡Bien, Dolly! -reforzó Burns. En el Arizona, que es México, desde los mestizos hasta su mismo infierno, hay crótalos. Pero en el res­to hay sinsontes, y pálidas desposadas, y declamación en todo. Y el res­to, ¡falso! Nunca vi cosa que sea distinta en la América de ustedes. ¡Sa­lud, Grant!
-No hay de qué. Nosotros decimos, en cambio, que aquí no hay si­no máquinas.
-¡Y estrellas de cinematógrafo! -se levantó Burns, poniéndome la mano en el hombro, mientras Stowell recordaba una cita y retiraba a su vez la silla.
-Vamos, Tom; se nos va a ir el tren. Hasta mañana, Dolly. Buenas noches, Grant.
Y quedamos solos. Recuerdo muy bien haber dicho que de ella desea­ba reservarlo todo para el matrimonio, desde su perfume habitual hasta el escote de sus zapatos. Pero ahora, enfrente de mí, inconmensurablemente divina por la evocación que había volcado la urna repleta de mis recuerdos, yo estaba inmóvil, devorándola con los ojos.
Pasó un instante de completo silencio.
-Hermosa noche -dijo ella.
Yo no contesté. Entonces se volvió a mí.
-¿Qué mira?-me preguntó.
La pregunta era lógica; pero su mirada no tenía la naturalidad exigible. -La miro a usted -respondí.
-Dése el gusto.
-Me lo doy. Nueva pausa, que tampoco resistió ella esta vez. 
-¿Son tan divertidos como usted en la Argentina?
-Algunos.-Y agregué: Es que lo que le he dicho está a una le­gua de lo que cree.
-¿Qué creo?
-Que he comenzado con esa frase una conquista de suramericano. Ella me miró un instante sin pestañear.
-No -me respondió sencillamente- Tal vez lo creí un momento, pero reflexioné.
-¿Y no le parezco un piratilla de rica familia, no es cierto?
-Dejemos, Grant, ¿le parece? -se levantó.
-Con mucho gusto, señora. Pero me dolería muchísimo más de lo que usted cree que me desconociera hasta este punto.
-No lo conozco aún; usted mejor que yo debe de comprenderlo. Pero no es nada. Mañana hablaremos con más calma. A la una, no se olvide.

He pasado mala noche. Mi estado de ánimo será muy comprensible para los muchachos de veinte años a la mañana siguiente de un baile, cuan­do sienten los nervios lánguidos y la impresión deliciosa de algo muy leja­no, y que ha pasado hace apenas siete horas.
-Duerme, corazón.
Diez nuevos días transcurridos sin adelantar gran cosa. Ayer he ido, como siempre, a reunirme con ellos a la salida del taller.
-Vamos, Grant -me dijo Stowell. Lon quiere contarle eso de la víbora de cascabel.
-Hace mucho calor en el bar -observé.
-¿No es cierto? -se volvió la Phillips. Yo voy a tomar un poco de aire. ¿Me acompaña, Grant?
-Con mucho gusto. Stowell: a Chaney, que esta noche lo veré. Allá, en mi tierra, hay, pero son de otra especie. A sus órdenes, miss Phillips.
Ella se rió.
-¡Todavía no!
-Perdón.
Y salimos a buena velocidad, mientras el crepúsculo comenzaba a caer. Durante un buen rato ella miró adelante, hasta que se volvió franca­mente a mí.
-Y bien: dígame ahora, pero la verdad, por qué me miraba con tan­ta atención aquella noche... y otras veces.
Yo estaba también dispuesto a ser franco. Mi propia voz me resultó a mí grave.
-Yo la miro con atención -le dije- porque durante dos años he pensado en usted cuanto puede un hombre pensar en una mujer; no hay otro motivo.
-¿Otra vez...?
-No; ¡ya sabe que no! -¿Y qué piensa?
-Que usted es la mujer con más corazón y más inteligencia que ha­ya interpretado personaje alguno.
-¿Siempre le pareció eso? -Siempre. Desde Lola Morgan.
-No es ése mi primer film. -Lo sé; pero antes no era usted dueña de sí. Me callé un instante.
-Usted tiene -proseguí, por encima de todo, un profundo sen­timiento de compasión. No hay para qué recordar; pero en los momentos de sus films, en que la persona a quien usted ama cree serle indiferente por no merecerla, y usted lo mira sin que él lo advierta, la mirada suya en esos momentos, y ese lento cabeceo suyo y el mohín de sus labios hinchados de ternura, todo esto no es posible que surja sino de una estimación muy hon­da por el hombre viril, y de un corazón que sabe hondamente lo que es amar. Nada más.
-Gracias, pero se equivoca.
-No.
-¡Está muy seguro!
-Sí. Nadie, créame, la conoce a usted como yo. Tal vez conocer no es la palabra; valorar, esto quiero decir.
-¿Me valora muy alto?
-Sí.
-¿Como artista?
-Y como mujer. En usted son una misma cosa.
-No todos piensan como usted.
-Es posible.
Y me callé. El auto se detuvo.
-¿Bajamos un instante? -dijo. Es tan distinto este aire al del centro...
Caminamos un momento, hasta que se dejó caer en un banco de la alameda.
-Estoy cansada; ¿usted no?
Yo no estaba cansado, pero tenía los nervios tirantes. Exactamente co­mo en un film estaba el automóvil detenido en la calzada. Era ese mismo banco de piedra que yo conocía bien, donde ella, Dorothy Phillips, estaba esperando. Y Stowell... Pero no; era yo mismo quien me acercaba, no Sto­well; yo, con el alma temblándome en los labios por caer a sus pies. Quedé inmóvil frente a ella, que soñaba:
-¿Por qué me dice esas cosas...?
-Se las hubiera dicho mucho antes. No la conocía.
-Queda muy raro lo que dice, con su acento...
-Puedo callarme -corté.
Ella alzó entonces los ojos desde el banco, y sonrió vagamente, pero un largo instante.
-¿Qué edad tiene? -murmuró al fin.
-Treinta y un años.
-¿Y después de todo lo que me ha dicho, y que yo he escuchado, me ofrece callarse porque le digo que le queda muy bien su acento?
-¡Dolly!
Pero ella se levantaba con brusco despertar.
-¡Volvamos...! La culpa la tengo yo, prestándome a esto... Usted es un muchacho loco, y nada más.
En un momento estuve delante de ella, cerrándole el paso.
-¡Dolly! ¡Míreme! Usted tiene ahora la obligación de mirarme. Oi­ga esto, solamente: desde lo más hondo de mi alma le juro que una sola pa­labra de cariño suya redimiría todas las canalladas que haya yo podido co­meter con las mujeres. Y que si hay para mí una cosa respetable, ¿oye bien?, ¡es usted misma! Aquí tiene -concluí marchando adelante­. Piense ahora lo que quiera de mí.
Pero a los veinte pasos ella me detenía a su vez.
-Óigame usted ahora a mí. Usted me conoce hace apenas quin­ce días.
Y yo bruscamente:
-Hace dos años; no son un día.
-Pero, ¿qué valor quiere usted que dé a un... a una predilección co­mo la suya por mis condiciones de interpretación? Usted mismo lo ha di­cho. ¡Y a mil leguas!
-O a dos mil; ¡es lo mismo! Pero el solo hecho de haber conocido a mil leguas todo lo que usted vale... Y ahora no estoy en Buenos Aires -concluí.
-¿A qué vino?
-A verla.
-¿Exclusivamente?
-Exclusivamente.
-¿Está contento?
-Sí.
Pero mi voz era bastante sorda.
-¿Aun después de lo que le he dicho?
 No contesté.
-¿No me responde? -insistió. Usted, que es tan amigo de jurar, ¿puede jurarme que está contento?
Entonces, de una ojeada, abarqué el paisaje crepuscular, cuyo costado ocupaba el automóvil esperándonos.
-Estamos haciendo un film -le dije. Continuémoslo. Y poniéndole la mano derecha en el hombro:
-Míreme bien en los ojos... Dígame ahora. ¿Cree usted que tengo cara de odiarla cuando la miro?
Ella me miró, me miró...
-Vamos -se arrancó pestañeando.
Pero yo había sentido, a mi vez, al tener sus ojos en los míos, lo que nadie es capaz de sentir sin romperse los dedos de impotente felicidad.
-Cuando usted vuelva -dijo por fin en el auto- va a tener otra idea de mí.
-Nunca.
-Ya verá. Usted no debía haber venido...
-¿Por usted o por mí?
-Por los dos... ¡A casa, Harry! Y a mí:
-¿Quiere que lo deje en alguna parte?
-No; la acompaño hasta su casa.
Pero antes de bajar me dijo con voz clara y grave:
-Grant... respóndame con toda franqueza... ¿Usted tiene fortuna?
En el espacio de un décimo de segundo reviví desde el principio toda esta historia, y vi la sima abierta por mí mismo, en la que me precipitaba.
-Sí respondí.
-¿Muy grande? ¿Comprende por qué se lo pregunto?
-Sí -reafirmé.
Sus inmensos ojos se iluminaron, y me tendió la mano.
-¡Hasta pronto, entonces! ;Ciao!
Caminé los primeros pasos con los ojos cerrados. Otra voz y otro ¡Ciao!, que era ahora una bofetada, me llegaban desde el fondo de quince días lejanísimos, cuando al verla y soñar en su conquista me olvidé un ins­tante de que yo no era sino un vulgar pillete.
Nada más que esto; he aquí a lo que he llegado, y lo que busqué con todas mis psicologías. ¿No descubrí allá abajo que las estrellas son difí­ciles de obtener porque sí, y que se requiere una gran fortuna para adqui­rirlas? Allí estaba, pues, la confirmación. ¿No levanté un edificio cínico para comprar una sola mirada de amor de Dorothy Phillips? No podía quejarme.
¿De qué, pues, me quejo?
Surgen nítidas las palabras de mi amigo: "De negocios los sudameri­canos no entienden ni el abecé".
¡Ni de faldas, señor Burns! Porque si me faltó dignidad para vestirme ante ella de pavo real, siento que me sobra vergüenza para continuar reci­biendo por más tiempo una sonrisa que está aspirando sobre mi cara tri­gueña la inmensa pampa alfalfada. Conté con muchas cosas; pero con lo que no conté nunca es con este rubor tardío que me impide robar -aun tratándose de faldas- un beso, un roce de vestido, una simple mirada que no conquisté pobre.
He aquí a lo que he llegado. Duerme, corazón, ¡para siempre!

Imposible. Cada día la quiero más, y ella... Precisamente por esto de­bo concluir. Si fuera ella a esta regia aventura matrimonial con indiferen­cia hacia mí, acaso hallara fuerzas para llegar al fin. Negocio contra nego­cio. Pero cuando muy cerca a su lado encuentro su mirada, y el tiempo se detiene sobre nosotros, soñando él a su vez, entonces mi amor a ella me oprime la mano como a un viejo criminal y vuelvo en mí.
¡Amor mío! Una vez canté ¡Ciao! porque tenía todos los triunfos en mi juego. Los rindo ahora, mano sobre mano, ante una última trampa más fuerte que yo: sacrificarte.
Llevo la vida de siempre, en constante sociedad con Dorothy Phillips, Burns, Stowell, Chaney del cual he obtenido todos los informes apeteci­dos sobre las víboras de cascabel y su manera de morder.
Aunque el calor aumenta, no hay modo de evitar el bar a la salida del ta­ller. Cierto es que el hielo lo congela aquí todo, desde el chicle a los ananás. Rara vez como solo. De noche, con la Phillips. Y de mañana, con Burns y Stowell, por lo menos. Sé por mi amigo que el divorcio de la Phi­llips es cosa definitiva, miss, por lo tanto.
-Como usted lo meditó antes de adivinarlo -me ha dicho Burns-.
¿Matrimonio, Grant? No es malo. Dolly vale lo que usted, y otro tanto.
-¿Pero ella me quiere realmente? -he dejado caer.
-Grant: usted haría un buen film; pero no poniéndome a mí de di­rector de escena. Cásese con su estrella y gaste dos millones en una empre­sa. Yo se la administro. Hasta aquí Burns. ¿Qué le parece La gran pasión?
-Muy buena. El autor no es tonto. Salvo un poco de amanera-mien­to de Stowell, ese tipo de carácter le sale. Dolly tiene pasajes como hace tiempo no hallaba.
-Perfecto. No llegue tarde a la comida.
-¿Hoy? Creía que era el lunes.
-No. El lunes es el banquete oficial, con damas de mundo, y ade­más. La consagración. A propósito: ¿usted tiene la cabeza fuerte?
-Ya se lo probé la primera noche.
-No basta. Hoy habrá concierto de rom al final.
-Pierda cuidado.
Magnífico. Para mi situación actual, una orquesta es lo que me conviene.

Concluido todo. Sólo me resta hacer los preparativos y abandonar Los Angeles. ¿Qué dejo, en suma? Un mal negocillo imaginativo, frustrado. Y más abajo, hecho trizas, mi corazón.
El incidente de anoche pudo haberme costado, según Burns, a quien acabo de dejar en la estación, rojo de calor.
-¿Qué mosquitos tienen ustedes allá? -me ha dicho-. No haga tonterías, Grant. Cuando uno no es dueño de sí, se queda en Buenos Aires. ¿Lo ha visto ya? Bueno, hasta luego.
Se refiere a lo siguiente:
Anoche, después del banquete, cuando quedamos solos los hombres, hubo concierto general, en mangas de camisa. Yo no sé hasta dónde puede llegar la bonachona tolerancia de esta gente para el alcohol. Cierto es que son de origen inglés.
Pero yo soy suramericano. El alcohol es conmigo menos benevolente, y no tengo además motivo alguno de felicidad. El rom interminable me ponía constantemente por delante a Stowell, con su pelo movedizo y su al­ta nariz de cerco. Es en el fondo un buen muchacho con suerte, nada más. ¿Y por qué me mira? ¿Cree que le voy a envidiar algo, sus bufonadas amo­rosas con cualquier cómica, para compadecerme así? ¡Infeliz!
-¡A su salud, Stowell! -brindé. ¡Al gran Stowell!
-¡A la salud de Grant!
-Y a la de todos ustedes... ¡Pobres diablos!
El ruido cesó bruscamente; todas las miradas estaban sobre mí.
-¿Qué pasa, Grant? -articuló Burns.
-Nada, queridos amigos... sino que brindo por ustedes. Y me puse de pie.
-Brindo a la salud de ustedes, porque son los grandes ases del cine­matógrafo: empresa Universal, grupo Blue Bird, Lon Chaney, William S. Stowell y... ¡todos! Intérpretes del impulso, ¿eh, Chaney? Y del amor... ¡todos! ¡Y del amor, nosotros, William S. Stowell! Intérpretes y negocian­tes del arte, ¿no es esto? ¡Brindo por la gran fortuna del arte, amigos úni­cos! ¡Y por la de alguno de nosotros! ¡Y por el amor artístico a esa fortu­na, William S. Stowell, compañero!
Vi las caras contraídas de disgusto. Un resto de lucidez me permitió apreciar hasta el fondo las heces de mi actitud, y el mismo resto de domi­nio de mí me contuvo. Me retiré, saludando amplia-mente.
-¡Buenas noches, señores! Y si alguno de los presentes, o Stowell o quienquiera que sea, quiere seguir hablando mañana conmigo, estoy a sus órdenes. ¡Ciao!

Se comprende bien que lo primero que he hecho esta mañana al le­vantarme ha sido ir a buscar a Stowell.
-Perdóneme -le he dicho. Ustedes son aquí de otra pasta. Allá, el alcohol nos pone agresivos e idiotas.
-Hay algo de esto -me ha apretado la mano sonriendo. Vamos al bar; allá encontraremos la soda y el hielo necesarios.
Pero en el camino me ha observado:
-Lo que me extraña un poco en usted es que no creo tenga motivos pa­ra estar disgustado de nadie. ¿No es cierto? -Me ha mirado con intención. -Más o menos -he cortado.
-Bien.
La soda y el hielo son pobres recursos, cuando lo que se busca es sólo un poco de satisfacción de sí mismo.
"Concluyó todo" -anoté este mediodía. Sí, concluyó.
A las siete, cuando comenzaba a poner orden en la valija, el teléfono me llamó.
-¿Grant?
-Sí.
-Dolly. ¿No va a venir, Grant? Estoy un poco triste.
-Yo más. Voy en seguida.
Y fui, con el estado de ánimo de Régulo cuando volvía a Cartago a sa­crificar su vida por insignificancias de honor.
¡Dolly! ¡Dorothy Phillips! ¡Ni la ilusión de haberte gustado un día me queda!
Estaba en traje de calle.
-Sí; hace un momento pensaba salir. Pero le telefoneé. ¿No tenía na­da que hacer?
-Nada.
-¿Ni aun deseos de verme?
Pero al mirarme de cerca me puso lentamente los dedos en el brazo.
-¡Grant! ¿Qué tiene usted hoy?
Vi sus ojos angustiados por mi dolor huraño.
-¿Qué es eso, Grant?
Y su mano izquierda me tomó del otro brazo. Entonces fijé mis ojos en los de ella y la miré larga y claramente.
-¡Dolly! -le dije-. ¿Qué idea tiene usted de mí?
-¿Qué?
-¿Qué idea tiene usted de mí? No, no responda... ya sé; que soy es­to y aquello... ¡Dolly! Se lo quería decir, y desde hace mucho tiempo... Desde hace mucho tiempo no soy más que un simple miserable. ¡Y si si­quiera fuese esto...! Usted no sabe nada. ¿Sabe lo que soy? Un pillete, na­da más. Un ladronzuelo vulgar, menos que esto... Esto es lo que soy. ¡Dolly! ¿Usted cree que tengo fortuna, no es cierto?
Sus manos cayeron; como estaba cayendo su última ilusión de amor por un hombre; como había caído yo...
-¡Respóndame! ¿Usted lo creía?
-Usted mismo me lo dijo -murmuró.
-¡Exactamente! Yo mismo se lo dije, y lo dejé decir a todo el mun­do. Que tenía una gran fortuna, millones... Esto le dije. ¿Se da bien cuen­ta ahora de lo que soy? ¡No tengo nada, ni un millón, ni nada! Menos que un miserable, ya se lo dije; ¡un pillete vulgar! Esto soy, Dolly.
Y me callé. Pudo haberse oído durante un rato el vuelo de una mos­ca. Y mucho más la lenta voz, si no lejana, terriblemente distante de mí:
-¿Por qué me engañó, Grant...?
-¿Engañar? -salté entonces volviéndome bruscamente a ella­-. ¡Ah, no! ¡No la he engañado! Esto no... Por lo menos... ¡No, no la enga­ñé, porque acabo de hacer lo que no sé si todos harían! Es lo único que me levanta aún ante mí mismo. ¡No, no! Engaño, antes, puede ser; pero en lo demás... ¿Usted se acuerda de lo que le dije la primera tarde? Quince días decía usted. ¡Eran dos años! ¡Y aun sin conocerla! Nadie en el mundo la ha valorado ni ha visto lo que era usted como mujer, como yo. ¡Ni nadie la querrá jamás todo cuanto la quiero! ¿Me oye? ¡Nadie, nadie!
Caminé tres pasos; pero me senté en un taburete y apoyé los codos en las rodillas, postura cómoda cuando el firmamento se desploma sobre no­sotros.
-Ahora ya está...-murmuré. Me voy mañana... Por eso se lo he dicho...
Y más lento:
-Yo le hablé una vez de sus ojos cuando la persona a quien usted amaba no se daba cuenta...
Y callé otra vez, porque en la situación mía aquella evocación radian­te era demasiado cruel. Y en aquel nuevo silencio de amargura desespera­da -y final- oí, pero como en sueños, su voz.
-¡Zonzote!
¿Pero era posible? Levanté la cabeza y la vi a mi lado, ¡a ella! ¡Y vi sus ojos inmensos, húmedos de entregado amor! ¡Y el mohín de sus labios, hinchados de ternura consoladora, como la soñaba en ese instante! ¡Como siempre la vi conmigo!
-¡Dolly! -salté.
Y ella, entre mis brazos:
-¡Zonzo...! ¡Crees que no lo sabía!
-¿Qué...? ¿Sabías que era pobre?
-¡Y sí!
-¡Mi vida! ¡Mi estrella! ¡Mi Dolly!
-Mi suramericano...
-¡Ah, mujer siempre...! ¿Por qué me torturaste así?
-Quería saber bien... Ahora soy toda tuya.
-¡Toda, toda! No sabes lo que he sufrido... ¡Soy un canalla, Dolly!
-Canalla mío...
-¿Y tú?
-Tuya.
-¡Farsante, eso eres! ¿Cómo pudiste tenerme en ese taburete media hora, si sabías ya? Y con ese aire: "¿Por qué me engañó, Grant...?".
-¿No te encantaba yo como intérprete?
-¡Mi amor adorado! ¡Todo me encanta! Hasta el film que hemos he­cho. ¡Contigo, por fin, Dorothy Phillips!
-¿Verdad que es un film?
-Ya lo creo. Y tú ¿qué eres?
-Tu estrella.
-¿Y yo?
-Mi sol.
-¡Pst! Soy hombre. ¿Qué soy? Y con su arrullo:
-Mi suramericano...

He volado en el auto a buscar a Burns.
-Me caso con ella -le he dicho. Burns: usted es el más grande hombre de este país, incluso el Arizona. Otra buena noticia: no tengo un centavo.
-Ni uno. Esto lo sabe todo Los Angeles. He quedado aturdido.
-No se aflija -me ha respondido. ¿Usted cree que no ha habido antes que usted mozalbetes con mejor fortuna que la suya alrededor de Dolly? Cuando pretenda otra vez ser millonario -para divorciarse de Dolly, por ejemplo, suprima las informaciones telegráficas. Mal nego­ciante, Grant.
Pero una sola cosa me ha inquietado.
-¿Por qué dice que me voy a divorciar de Dolly?
-¿Usted? Jamás. Ella vale dos o tres Grant, y usted tiene más suer­te ante los ojos de ella de la que se merece. Aproveche.
-¡Déme un abrazo, Burns!
-Gracias. ¿Y usted qué hace ahora, sin un centavo? Dolly no le va a copiar sus informes del ministerio.
Me he quedado mirándolo.
-Si usted fuera otro, le aconsejaría que se contratara con Stowell y Chaney. Con menos carácter y menos ojos que los suyos, otros han ido le­jos. Pero usted no sirve.
-¿Entonces?
-Ponga en orden el film que ha hecho con Dolly; tal cual, reforzan­do la escena del bar. El final ya lo tienen pronto. Le daré la sugestión de otras escenas, y propóngaselo a la Blue Bird. ¿El pago? No sé; pero le al­canzará para un paseo por Buenos Aires con Dolly, siempre que jure devol­vérnosla para la próxima temporada. O'Mara lo mataría.
-¿Quién?
-El director. Ahora déjeme bañar. ¿Cuándo se casa?
-Enseguida.
-Bien hecho. Hasta luego. Y mientras yo salía apurado:
-¿Vuelve otra vez con ella? Dígale que me guarde el número de su ilustración. Es un buen documento.

...................................................................

Pero esto es un sueño. Punto por punto, como acabo de contarlo, lo he soñado. No me queda sino para el resto de mis días su profunda emo­ción, y el pobre paliativo de remitir a Dolly el relato -como lo haré en se­guida, con esta dedicatoria:

"A la señora Dorothy Phillips, rogándole perdone las impertinencias de este sueño, muy dulce para el autor".

1.044. Quiroga (Horacio)