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lunes, 1 de julio de 2013

El alba del viernes santo

Cuando creyendo hacer bien hacemos mal -dijo Celio, el corazón sangra, y nos acordamos de la frase de una heroína de Tolstoi: «No son nuestros defectos, sino nuestras cualidades, las que nos pierden.» Cada Semana Santa experimento mayor inquietud en la conciencia, porque una vez quise atribuirme el papel de Dios. Si algún día sabéis que me he metido fraile, será que la memoria de aquella Semana Santa ha resucitado en forma aguda, de remordimiento. Así que me hayáis oído, diréis si soy o no soy tan culpable como creo ser.
Es el caso que -por huir de días en que Madrid está insoportable, sin distracciones ni comodidades, sin coches ni teatros y hasta sin grandes solemnidades religiosas- se me ocurrió ir a pasar la Semana Santa a un pueblo donde hubiese catedral, y donde lo inusitado y pintoresco de la impresión me refrescase el espíritu. Metí ropa en una maleta y el Miércoles Santo me dirigí a la estación; el pueblo elegido fue S***, una de las ciudades más arcaicas de España, en la cual se venera un devotísimo Cristo, famoso por sus milagros y su antigüedad y por la leyenda corriente de que está vestido de humana piel.
En el mismo departamento que yo viajaba una señora, con quien establecí, si no amistad, esa comunicación casi íntima que suele crearse a las pocas horas de ir dos seres sociables juntos, encerrados en un espacio estrecho. La corriente de simpatía se hizo más viva al confesarme la señora que se dirigía también a S*** para detenerse allí los días de Semana Santa.
No empiecen ustedes a suponer que amaga algún episodio amoroso, de esos que en viaje caminan tan rápidos como el tren mismo. No me echó sus redes el amor, sino algo tan dañoso como él: la piedad. Era mi compañera de departamento una señora como de unos cuarenta y pico de años, con señales de grande y extraordinaria belleza, destruida por hondísimas y lacerantes penas, más que por la edad. Sus perfectas facciones estaban marchitas y adelgazadas; sus ojos, negros y grandes, revelaban cierto extravío y los cercaban cárdenas ojeras; su boca mostraba la contracción de la amargura y del miedo. Vestía de luto. Para expresar con una frase la impresión que producía, diré que se asemejaba a las imágenes de la Virgen de los Dolores; y apenas me refirió su corta y terrible historia, la semejanza se precisó, y hasta creí ver sobre su pecho anhelante brillar los cuchillos; seis hincados en el corazón, el séptimo ya a punto de clavarse del todo.
-Yo soy de S*** -declaró con voz gemidora. He tenido siete hijos, ¡siete!, a cuál más guapo, a cuál más bueno, a cuál más propio para envanecer a una reina. Tres eran niñas, y cuatro, niños. Nos consagramos a ellos por completo mi marido y yo, y logramos criarlos sanos de cuerpo y alma. Llegado el momento de darles educación, nos trasladamos a Madrid, y ahí empiezan las pruebas inauditas a que Dios quiso someternos. Poco a poco, de enfermedades diversas, fueron muriéndose seis de mis hijos..., ¡seis!, ¡seis!, y al cabo, mi marido, que más feliz que yo sucumbió al dolor, porque su mal fue un padecimiento del hígado, de esos que la melancolía engendra y agrava. ¿Comprende usted mi situación moral? ¿Se da usted cuenta de lo que seré yo, después de asistir, velar, medicinar a siete; de presenciar siete agonías, de secar siete veces el sudor de la muerte en las heladas sienes, de recoger siete últimos suspiros que eran el aliento de mi vida propia, y de amortajar siete rígidos cuerpos que habían palpitado de cariño bajo mis besos y mis ternezas? Pues bien: lo acepté todo, ¡todo!, porque me lo enviaba Dios; no me rebelé, y sólo pedí que me dejasen al hijo que me quedaba, al más pequeño, una criatura como un ángel, que, estoy segura de ello, no ha perdido la inocencia bautismal. Así se lo manifesté a Dios en mis continuos rezos: ¡que no me quite a mi Jacinto y conservaré fuerzas para conformarme y aceptar todo lo demás, en descargo de mis culpas!... Y ahora... Al llegar aquí, la madre dolorosa se cubrió los ojos con el pañuelo y su cuerpo se estremeció convulsivamente al batir de los sollozos que ya no salían afuera.
-Y ahora, caballero..., figúrese usted que también mi Jacinto se me muere.
Salté en el asiento; la lástima me exaltaba como exaltan las pasiones.
-Señora, ¡no es posible! -exclamé sin saber lo que decía.
-¡Sí lo es! -repitió ella, fijándome los ojos secos ya, por falta de lágrimas-. Jacinto, creen los médicos, tiene un principio de tisis; me voy a quedar sola..., es decir, ¡no, quedarme no!, porque Dios no tiene derecho a exigir que viva, si me arrebata lo único que me dejó. ¡Ah! ¡Si Dios se me lleva a Jacinto..., he sufrido bastante, soy libre! ¡No faltaba otra cosa! -añadió sombríamente. ¡A la Virgen sólo se le murió uno!
-Dios no se lo llevará -afirmé por calmar a la infeliz.
-Así lo creo -contestó ella con serenidad que encontré asombrosa-. Así le creó, así lo espero y a eso voy a mi pueblo, donde está el Santo Cristo, del que nunca debí apartarme. El Santo Cristo fue siempre mi abogado y protector y a Él vengo, porque Él puede hacerlo, a pedir el milagro: la salud de mi hijo, que allá queda en una cama, sin fuerzas para levantarse. Cuando yo me eche a los pies del Cristo, ¡veremos si me lo niega!
Transfigurada por la esperanza, irradiando luz sus ojos, encendido su rostro, la señora había recobrado, momentáneamente, una belleza sublime. 
-¿Usted no ha oído del Santo Cristo de mi pueblo? Dicen que es antiquísimo, y que lo modelaron sobre el propio cuerpo sagrado del Señor, cubriéndolo con la piel de un santo mártir, a quien se la arrancaron los verdugos. Su pelo y su barba crecen; su frente suda; sus ojos lloran, y cuando quiere conceder la gracia que se le pide, su cabeza, moviéndose, se inclina en señal de asentimiento al otro lado...
No me atreví a preguntar a la desolada señora si lo que afirmaba tenía fundamento y prueba. Al contrario: la fuerza sugestiva de la fe es tal, que me puse a desear creer, y, por consecuencia, a creer ya casi, toda aquella leyenda dorada de los primitivos siglos. Ella prosiguió, entusiasta, exaltadísima:
-Y dicen que cuando se le implora al amanecer del día de Viernes Santo, no se niega nunca... Iré, pues, ese día, de rodillas, arrastrándome, hasta el camarín del Cristo.
Así terminó aquella conversación fatal. Prodigué a la viajera, lo mejor que supe, atenciones y cuidados, y al bajarnos en S*** nos dirigimos a la misma fonda -tal vez la única del pueblo-. Dejando ya a la desdichada madre, fui a visitar la catedral, que es de las más características del siglo XII: entre fortaleza e iglesia, y con su ábside rodeado de capillas obscuras, misteriosas, húmedas, donde el aire es una mezcla de incienso y frío sepulcral, parecido al ritmo, ya solemnemente tranquilo, de las generaciones muertas. Una de estas capillas era la del Cristo, y naturalmente despertó mi curiosidad. Di generosa propina al sacristán, que era un jorobado bilioso y servil, y obtuve quedarme solo con la efigie, a horas en que los devotos no se aparecían por allí y podía, sin irreverencia ni escándalo, contemplarla y hasta tocarla, mirándola de cerca. Era una escultura mediocre, defectuosa, que no debía de haber sido modelada sobre ningún cuerpo humano. Poseía, no obstante, como otros muchos Cristos legendarios, cierta peculiar belleza, una sugestión romántica indudable. Sus melenas lacias caían sobre el demacrado pecho; sus pupilas de vidrio parecían llorar efectivamente. Lo envolvía una piel gruesa, amarillenta, flexible, de poros anchos, que sin ser humana podía parecerlo. Bajo los pies contraídos y enclavados, tres huevos de avestruz atestiguaban la devoción de algún navegante. Su enagüilla era de blanca seda, con fleco de oro. Registrando bien, armado de palmatoria, vi que el altar donde campea el Cristo, destacándose sobre un fondo de rojo damasco, está desviado de la pared, y que, por detrás, queda un hueco en que puede caber una persona. Carcomida escalerilla sube hasta la altura de las piernas de la efigie, y encaramándose por ella, noté que el paño de damasco tenía una abertura, un descosido entre dos lienzos, y que por él asomaba la punta de un cordel recio, del cual tiré maquinalmente. Al bajar de nuevo a la capilla y mirar al Cristo, observé con asombro, al pronto, con terror, que su cabeza, antes inclinada a la derecha, lo estaba a la izquierda ahora. Sin embargo, casi inmediatamente comprendí: subí la escalera de nuevo, tiré otra vez, bajé, y me cercioré de que la cabeza había girado al lado contrario. ¡Vamos, entendido! Había un mecanismo, el cordel lo ponía en actividad, y el efecto, para quien, ignorándolo, estuviese de rodillas al pie de la efigie, debía de ser completo y fulminante.
Creo que ya entonces germinó en mí la funesta idea que luego puse por obra. No lo puedo asegurar, porque no es fácil saber cómo se precisa y actúa sobre nosotros un propósito, latente en la voluntad. Acaso no me di cuenta de mi inspiración (llamémosle así) hasta que mi compañera de viaje me advirtió, la noche del Jueves Santo, que pensaba salir a las tres, antes de amanecer, a la capilla del Cristo, y me encargó de sobornar al sacristán para que abriese la catedral a una hora tan insólita.
-Yo deseaba más aún -advirtió ella. Deseaba quedarme en la capilla toda la noche velando y rezando. Pero tengo miedo a desmayarme. ¡Estoy tan débil! ¡Se me confunden tanto las ideas!
Cumplí el encargo, y cuando todavía las estrellas brillaban, nos dirigimos hacia la catedral. Nos abrieron la puerta excusada del claustro, luego otra lateral que comunica con las dos primeras capillas absidales, y pretextando que me retiraba para dejar en libertad a la señora -cuyo brazo sentí temblar sobre el mío todo el camino, aproveché la obscuridad y un momento favorable para deslizarme detrás de la efigie, en lo alto de la escalera, donde aguardé palpitándome el corazón. Dos minutos después entró la señora y se arrodilló, abismándose en rezos silenciosos. El alba no lucía aún.
Transcurrió media hora. Poco a poco una claridad blanquecina empezó a descubrir la forma de los objetos, y vi la hendidura, y vi el cordoncito, saliente, al alcance de mi mano. Al mismo tiempo escuché elevarse una voz, ¡qué voz!... Ardiente, de intensidad sobrehumana, clamando, como si se dirigiese no a una imagen, sino a una persona real y efectiva:
-¡No me lo lleves! Promételo... ¡Es lo único que me queda, es mi solo amor, Jesús! ¡Dios mío! ¡Promete! ¡No me lo lleves!
Trastornado, sin reflexionar, tiré pausadamente del cordoncito... Hubo un gran silencio, pavoroso; después oí un grito ronco, terrible, y la caída de un cuerpo contra el suelo... Me precipité...
-¿Se había desmayado? -preguntamos a Celio todos.
-Eso sería lo de menos... Volvió en sí..., ¡pero con la razón enteramente perdida! Nos burlamos de las locuras repentinas en novelas y comedias... ¡Y existen! Cierto que aquélla venía preparada de tiempo atrás, y sólo esperaba para mostrarse un choque, un chispazo.
-¿Y el hijo? ¿Se murió al fin?
-El hijo salvó, para mayor confusión y vergüenza mía -murmuró Celio.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El aire cativo

Felipe da Fonte no estaba con humor de romperse el cuerpo en aquella mañana tan bonita de mayo, con aquel chirrear de pájaros que alegraba el corazón, y aquel olido tan gracioso de las madreselvas, que ya abrían sus piñas de flor blanca matizada de rosa y amarillo. Harto se encontraba de golpear la tierra con el hierro, para despertar en el oscuro terruño los impulsos germinadores, y nunca había sentido pereza y desgano sino en aquel momento, en que sus pensamientos no le dejaban descansar, le paralizaban los brazos y le quitaban las fuerzas que requiere la labor mecánica y ruda.
Sus pensamientos iban hacia cierta moza, fresca y colocara como amapola entre el trigal, y que, según voz pública, no tenía voluntad de casarse, porque los hijos dan muchos trabajos. Era Camila de Berte, la sobrina de la tabernera, mujer activa y negociadora, a la cual le había ido demasiado mal en el matrimonio para que animase a nadie a echarse al cuello tal yugo. Y Camila, enemiga del laboreo del campo, ayudaba a su tía en el despacho de bebidas, cerillas, jabón y otros artículos semejantes, y hacía viajes a la villa próxima para surtir el establecimiento. Se la veía con su cesta en la cabeza, y si el surtido tenía que ser más copioso, con un carrillo tirado por un borrico viejo, que ella misma guiaba. Iba y venía sola, varonilmente, y en el contorno se murmuraba que aquella valentona trajinanta escondía entre los dobleces del pañuelo de talle, de colorines, un revólver cargado.
Todo ello, que repelía a no pocos galanes de la aldea, amigos de hembras mansas y cariñosas, agradaba a Felipe. Fuese que su condición humildosa y tímida le inclinase a buscar en otro ser las energías que le faltaban, fuese por algo que en un hombre de otra esfera y otra cultura llamaríamos romanticismo, aquel aldeano rubio, de facciones delicadas bajo el tueste de la faz, y a quien la vida rústica no había conseguido curtir y endurecer, se sentía atraído hacia la recia morena de manzaneros carrillos, al verla tan desenfadada y decidida, tan capaz de soltarle un estacazo o un tiro a quien se metiese con ella.
Y en ella estaba pensando Felipe intensamente cuando, de malísima gana, no tuvo más remedio que levantar el azadón y empezar a batirse con los terrones. Flojamente, porque quien da tensión al brazo es la voluntad, principió a desbrozar un manchón de maleza que, bajo el influjo vital de la primavera, se había formado al margen del riachuelo y se extendía por el prado adelante. Era una maraña de zarzas y malas hierbas, una viciosa exuberancia de follaje, tallos y raíces, que le subía hasta el pecho al aldeano. Las espinas le punzaban, y las plantas, envedijadas, resistían al golpe de la herramienta. Por fin consiguió abrir un boquete en la espesura, y alrededor de aquel boquete fue arrancando retoños y vástagos, que arrojaba a un lado, con reniegos sordos, pronunciados entre dientes.
Una crispación involuntaria encogía su mano, porque, nervioso lo mismo que un señorito, temía siempre que de la vegetación sombría, bañada y encharcada por el agua, saliesen reptiles. El caso era frecuente, y aún cuando en aquel país los reptiles son más bien inofensivos, Felipe sufría, a su vista, un estremecimiento indefinible, un misterioso terror. La menor sabandija le alteraba el pulso de la sangre, haciéndola afluir a su corazón, en vuelco súbito. Y ya, durante la faena, había brincado fuera del tupido matorral un lagarto, encantador a la luz del sol, que reverberó un instante en las imbricaciones de su verde piel, y encendió dos chispas en las cuentecillas de azabache de sus vivos ojuelos. Felipe, trémulo, había alzado el azadón y asestado certero golpe a la alimaña, partiéndola por la mitad. Los dos trozos quedaron vibrando y moviéndose, y, rabioso, Felipe abrió diminuta fosa y enterró los pedazos, bailando el pateado encima de la tierra con que los dejaba cubiertos... Se secó la frente sudorosa y, resignado, volvió a su tarea.
Apenas daría media docena de azadonazos más, cuando retrocedió horrorizado. Un ser repugnante y monstruoso asomaba entre las tupidas hojas, pegado al suelo, craso por la descomposición del follaje durante todo el invierno en aquel lugar húmedo. Tenía figura de sapo, sólo que era mayor, más ancho, más corpulento. Sobre su lomo, simétricas manchas anaranjadas le darían aspecto de algo metálico, de un capricho de joyería, si su boca de fuelle no se abriese amenazadora y su vientre blanquecino no subiese y bajase, en anchas aspiraciones, animado de una vida odiosa...
Sintió Felipe el ciego instinto del miedo, y estuvo a punto de apelar a la fuga. Comprendía qué clase de espantajo era el que se le aparecía así. Había oído hablar de él mil veces, siempre con acento de terror. Le llamaban la salmántiga, y el vaho de su aliento emponzoñado acarreaba la muerte... Temblando, Felipe discurrió cómo podría, sin peligro de aspirar el vaho, deshacerse del monstruo. Buscó una piedra grande, pesada. Desde lo más lejos que pudo la arrojó sobre el batracio. Seguro de haberlo reventado, se atrevió a acercarse. Y casi se dio un encontrón en la frente con la frente de una mujer, envuelta en el turbante amarillo pano. La mujer reía, mirando a Felipe, lívido.
-¡Home, home! -repetía Camila. ¿Me tirabas piedras a mí?
-A ti, no, miña xoya... -balbuceó él. Tiré a la salmántiga.
-En la vida la he visto -declaró la moza. Quiérola ver. Yergue esa piedra.
Vaciló el muchacho en cumplir la orden. Por último levantó el pedrusco y pudo ver el bicharraco, semiaplastado, pero alentando todavía. Una exhalación fétida soliviantó el estómago de Felipe. Parecía que la salmántiga sudaba veneno por su piel rota.
-Quitaday, Camila... ¿No te da enojo?
-Cosa de gusto no es -contestó ella; pero mal no lo hace ese bichoco.
-Mal lo hace, sí señor. Ya sabes que trae el aire cativo.
Fue una carcajada mofadora la que exhalaron los labios de púrpura, y la joven trajinanta se cogió las caderas para no desencuadernarse de tanto reír. Guiñaba los ojos, y en las pomas de carmín de sus mejillas se señalaban dos hoyuelos picarescos y tentadores. Estaba para condenar a un santo; pero Felipe más bien percibía la burla que la magia de la apetecible figura inundada de sol.
-Rite, rite... Quiera Dios no llores tú, y más yo, por haber tocado a la salmántiga.
La trajinanta hizo un gesto de indiferencia y buen humor. Luego, subiendo a la altura de su cabeza la cesta, emprendió, a paso gimnástico, el camino que conducía a la taberna. Felipe no intentó detenerla para un sabroso palique. Sentía cansancio inexplicable; pero por no dejar los restos del bichoco descubiertos allí, tuvo una idea. Se acercó al pinar vecino, cortó un brazado de ramas y, hacinándolas sobre el matorral, prendió una cerilla y les puso fuego. La llama se alzó, viva y chispeadora, y a toda la maleza fue comunicándose aquel reguero de viva lumbre; un humo espeso, el de la leña verde, se alzó, envolviendo a Felipe, que se alejó lentamente, yendo a derrumbarse en un vallado, para considerar de lejos el incendio que iba a ahorrarle la molestia de rozar tanta mala casta de zarzales y hierbas moras. Cuando se hubo extinguido la llama, acercóse, todavía receloso. Revolvió las cenizas con el mango del azadón..., y entre ellas, carbonizado, el cuerpo deforme de la salmántiga aún conservaba su hechura de pesadilla, de tentación de San Antonio...
Desde aquel día..., ¡ello sería lo que fuese!, lo cierto es que el labrador adoleció de un mal que todos en la aldea atribuyeron al consabido aire cativo. Era languidez, cansera, dolor de huesos, invencible deseo de pasarse el día echado, y por último, lenta fiebre que le consumía. Ya estaba muy adelantada la enfermedad, cuando una tarde Camila, la trajinanta, que hacía veces de mandadera, se llegó a la casuca del mozo a traerle un medicamento. Venía alegre, rozagante de salud, y el mozo, mirándola con una mezcla de admiración y envidia, exclamó penosamente, anhelando al hablar:
-¿Ves cómo fue el aire cativo? ¿Lo ves?
Ella se sentó un momento al borde de la cama del muchacho. Llena de piedad, le ofreció, de una garrafa que llevaba para el consumo de la taberna, un buen vaso de caña; y Felipe, reanimado con la bebida alcohólica, y hasta electrizado, le echó la mano por el hombro con un sordo gemido de amor...
-¡Camiliña! -susurró-. Nunca bien me quisiste... Nunca me diste crédito... Ahora voyme a morir y te pido un consuelo. Ten caridad, mujer...
Pero la trajinanta, la animosa, el espíritu fuerte, retrocedió estremecida ante los labios que se le tendían suplicantes, exclamando:
-Vaday... Sabe Dios si el aire cativo se pega...

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El ahogado

Atacado de hipocondria y roído de tedio; cansado del mundo, de los hombres, de las mujeres y hasta de los caballos; agotados los nervios y vacía el alma, Tristán decidió morir. ¡Bueno fuera quedarse, porque sí, en un mundo tan patoso y de tan poca lacha; un mundo en que los goces se resuelven en bostezos, y en desencantos las ilusiones! Acabar de una vez; dormir un sueño que no tuviese el contrapeso del despertar probable. Y Tristán, resuelto ya a la acción, empezó a pensar en el «modo».
La verdad ha de decirse: el pícaro «modo» era como un hueso que se le atragantaba a Tristán. Entre el sincero deseo de dejar la vida y el acto de quitársela media un solo movimiento; ¡pero qué movimiento, señores! Comparado con este, parece fácil el de levantar en peso una montaña... Las indecisiones de Hamlet, tortas y pan pintado en comparación con las de muchos infelices hijos de este siglo, a un tiempo codiciosos y temerosos del no ser. Ni pizca de cobarde tenía Tristán; pero el valor no es cantidad fija; hay quien no teme a un león, y se pone pálido al ver a una cucaracha. Nervioso, de imaginación cruel, Tristán se horripilaba del instante fugacísimo en que la bala del revólver destrozase la masa de su cerebro, o la cuerda estrujase brutalmente su garganta. Por extraña contradicción convencido del aniquilamiento final, hasta le preocupaba lo que sucedería «después» a su cuerpo, y veía la escena póstuma, el grupo formado alrededor de su cadáver y oía las frases triviales, las inevitables reflexiones lastimosas de amigos y sirvientes, todo ello ridículo, semigrotesco, parodia de algo trágico y grande no realizado. Su buen gusto se sublevaba contra semejante final, «Morir, si; pero sin dar espectáculo; irse de la vida como quien se retira de un salón, discretamente.» Maduro el propósito, Tristán discurrió que el lugar más oportuno de ponerlo por obra era un viejo castillo que poseía a orillas del mar. Recogiéndose allí algún tiempo, la sociedad, si al pronto extrañaba su falta ya le habría olvidado cuando sucediese lo que debía suceder...
El caso era no dejar rastro alguno. «Como averigüen Perico Gonzalo y Manolo Lanzafuerte mi paradero, allí se descuelgan a pretexto de cazar o pescar...». Y rodeó su último y solitario viaje del complicado misterio propio de otras escapatorias más gratas. «Creerán que mi fuga tiene cómplice...», se dijo a si propio, con irónica tristeza, el futuro suicida.
Al verse en el castillo, antiguo solar de su familia, Tristán comprendió que no cabía mejor fondo para el sombrío cuadro que intentaba pintar. Las abruptas montañas, las renegridas piedras, los paredones que la hiedra asaltaban, la costa erizada de escollos, la playa siempre azotada por el recio oleaje, la torre donde anidaban lechuzas y búhos, respiraban desolación y fúnebre melancolía. Acrecentaba el horror del paisaje la estación, que era la del equinoccio de otoño con sus furiosas tempestades y los frecuentes naufragios por la niebla, empujadas por el temporal, venían a encallar y a deshacerse en los traidores bajíos de la Corvera, próximos a la playa que se extendía a los pies de la residencia de Tristán. El incesante y ronco mugido del oleaje; el horizonte cerrado en brumas o surcado por lívidas exhalaciones; la tierra empapada en agua; el arenal sembrado de despojos, tablas y barricas, cuando no de cadáveres, armonizaban tan bien con el estado de ánimo y los proyectos de Tristán, que decidió buscar reposo en el fondo de las aguas, haciendo creer que le había arrebatado una ola. Y para familiarizarse con la idea, bajaba a la playa diariamente, sintiendo que se apoderaba de su alma el vértigo de lo desmesurado y la atracción del hondo abismo. Su plan de suicidio se concertaba aprisa, y se le agarraba al espíritu de tal manera, que ya soñaba con él lo mismo que se sueña con la primera cita de una mujer hermosa y adorada.
Una tarde de horrible tempestad, en el que el huracán sacudía las veletas del castillo y retorcía los árboles, desmelenando locamente el ramaje, creyó Tristán que era llegado el momento de ejecutar su determinación, y descendió, o, mejor dicho, se despeñó al arenal, luchando a brazo partido con el viento y alumbrado por el repentino fulgor de los relámpagos. Uno que encendió el horizonte le mostró, sobre la cresta de enorme ola, algo que podía ser o profecía o imagen fiel de su destino: era el cuerpo de un hombre, un ahogado que, flotando, venía a ser despedido contra los escollos. «Me pondré un buen peso a la garganta para no sobrenadar», calculó Tristán al divisar al muerto que se acercaba; y dos minutos después, la ola gigantesca, rompiéndose en las rocas a flor de tierra ya, depositaba sobre la arena al ahogado.
Tristán se precipitó hacia él por instinto, y, alzando el cadáver, lo arrastró hacia el fondo del arenal, reclinándolo en una peña. A la claridad macilenta del poniente pudo observar que era un hombre joven y robusto. «¡Cuánto habrá luchado éste -pensó- para evitar lo que yo busco a todo trance!» Palpó el torso desnudo, magullado por las piedras, y no creyó advertir en él la rigidez de la muerte. Hasta le pareció percibir un resto de calor vital. Sintió una sacudida eléctrica. «¡Vive! ¡Este hombre vive aún!» Temblando de emoción, recordando los primeros socorros que deben prestarse a los ahogados, colocó al hombre con la cabeza alta, le inclinó hacia el lado derecho y le sacudió reiteradamente hasta que hubo arrojado un chorro de agua por la boca. Volvió a hincar la palma sobre la tetilla izquierda, y creyó notar un débil latido del corazón, que le hizo exhalar un grito de alegría. Con sobrehumano vigor, cargando a hombros el cuerpo inerte, se lanzó por la cuesta que trepaba al castillo. El peso era grande; a mitad de la cuesta, notó Tristán que la respiración le faltaba; detúvose un instante, y con doblados bríos siguió después, sin detenerse hasta soltar al ahogado en la cocina del castillo, donde ardía un buen fuego de leña.
-¡Pronto! -gritó Tristán a sus servidores. Vengan mantas; a calentar ladrillos y a llenar botellas de agua hirviendo; a traer un colchón. ¿Hay aguardiente?
Y mientras corrían para facilitarle lo que reclamaba, Tristán, inclinado sobre el cuerpo, veía con inquietud la azulada palidez del rostro, señal cierta de la asfixia, y creía que la chispa de vida, la débil llama, iba a extinguirse. «Hay que intentar el gran remedio.» Y con más ilusión que nunca había probado al acercar sus labios a los de ninguna mujer, pegó su boca a la boca yerta del ahogado, acechando el primer soplo de aire, mientras sus manos fuertes y elásticas oprimían rítmicamente el esternón y el vientre, provocando, por medio de enérgicas tracciones, la respiración artificial. Palpitante de esperanza y de caridad, se regocijaba cuando a la boca fría asomaban buches de agua amarga, mezclados con impurezas. ¿Si era que ya penetraba en los pulmones el aire bienhechor? De súbito percibió bajo sus labios un estremecimiento ligero; no cabía duda: ¡el hombre respiraba! Afanoso, redobló la espiración, enviando aquella onda tibia que era la existencia, la resurrección, la salvación del moribundo... Y así que el rostro de éste se coloreó ligeramente, así que se entreabrieron sus párpados, Tristán, rendido, sin darse cuenta de lo que hacía, cayó de rodillas, cruzó las manos, y dos lágrimas pequeñas, dulces, frescas, se descolgaron de sus lagrimales...
A estas horas, Tristán no se ha suicidado, ni es de creer que piense en suicidarse. ¿Consistiría en que apreció la vida cuando la dio envuelta en su aliento? ¿Será que el tedio se disipa con la primera buena obra, como el fantasma al canto del gallo?

«Blanco y Negro», núm. 402, 1899.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

El abanico

-Como deseaba escrutar el corazón de mi novia -díjome Sandalio Aguilar, en la terraza del Casino, en la hora propicia a las confidencias, cuando los acordes de la orquesta se desmayan en el aire, aleteando débiles, a manera de fatigadas mariposas-, y en las conver­saciones de amor casi todo es mentira, decidí practicar una experiencia que me ilustrase. No había asistido ella nunca a una corrida de toros. ¡Su tía la educaba con tal rigidez...! Compré un palco, y las invité galantemente. La tía transigió, convidando a su vez a unas amigas que la ayudasen a lle­var, según ella decía, el peso de la «cesta».
Me senté en el ángulo del palco, al lado de mi Bertina (ya sabe usted: Albertina Laguarda, hoy marquesa de Lu­cientes). No, no crea usted que me he interrumpido porque me corte el ha­bla ninguna emoción. Es que la noche empieza a refrescar, y yo tengo unos bronquios que todo lo notan en segui­da. ¡Ejem!...
Y Sandalio tosió con la precisión y la pulcritud que le caracterizan, aplí-cando a la boca un fino pañuelo, fra­gante, de amplísima orla.
-Bien; ya hemos pagado el tributo irremisible a la señora tos... Quedamos en que me instalé a la vera de mi no­via, que por cierto estaba guapísima con su mantilla blanca de encaje ran­cio. Llevaba un traje rosa salmón, o más bien, rosa carne, escotado, y la ju­guetona blonda confundía de un modo delicioso los tonos similares de, la tez y de la vestidura. Sobre su pelo casta­ño y fosco, que el sol rafagueaba de oro viejo, un manojo entero de clave­lones enormes, de ese matiz indeciso que no es ni rojo ni rosa y que al re­mate de las hojas se cambia en gris argentado, se erguía provocativo, den­tro del medio canalón de la peinetaza de carey. No llevaba guantes, y su ma­nita, cuajada de sortijas, relucía al ma­nejar el abanico, un gran pericón ma­nileño sembrado de flores extravagan­tes, imposibles. La aureola de la man­tilla, haciendo sombra a frente y sie­nes, profundizaba sus ojos atra-yentes e insondables... En fin: era necesario tener mi calma, mi espíritu analítico, para no olvidar completamente que se trataba de una experiencia de psicolo­gía, de que impresiones fuertes e ines­peradas descubriesen algún rincón del alma de una mujer destinada a ser toda la vida mi amante compañera... Me dediqué, solícito, a explicar lo que allí iba a suceder, y desde el primer me­mento sufrí una decepción: Bertina sabía perfectamente los mínimos deta­lles de la fiesta nacional. Periódicos y conversaciones la tenían bien enterada. ¡Cualquiera enseña nada nuevo a na­die en la época presente! No quedan divinas ignorancias. Me sentí contra­riado de veras. ¡Qué iniciación me perdía!... Mi amor propio sufrió invo­luntariamente. ¡Cuánto placer en el ca­pullo cerrado, cuánta delicia en rasgar el velo!... Para más mortificarme, tro­cándose los papeles, ella misma, exper­ta por intuición, me iba guiando a mí...
-Ahora es lo más lucido: el despejo de la plaza y salida de la cuadrilla. ¡Qué Precioso! Ahí vienen Sombrerito Chico y el Pajel, con unos andares... Los trajes me encantan. Un ascua de oro el de Pajel y una pura filigrana de plata el de Sombrerito. Visten mejor que nosotras... El Pajel es muy elegante, muy esbelto. De cara morena.., Es chistosa su cara...
-De cerca, picado de viruelas, con cada agujero así -advertí, porque a ningún novio le hace maldita la gra­cia que su novia ensalce a otro hom­bre-. Un tío más bruto que un cerro­jo. Si le zamarrean, echa bellotas.
-¡Bah! De cerca creo que no ha­brá muchas ocasiones de contemplarle -respondió Bertina, riendo coqueta­mente, penetrando mi intención con agudeza de mujer-, por más que a él y a los de su cuadrilla me los encuen­tro en la calle vestidos de corto y me echan chicoleos. ¡Ay!... Mira: acaba de entregar el capote de paseo a Félix Nieva... Son muy amigotes,
-Veo que estás informadísima...
-¡Ah, el toro! -exclamó vivamente.
La fiera, que había salido corriendo, se plantó en mitad de la plaza. Era un bicho negro, poderoso, que parecía mo­delado por Benlliure. Sus astas, finísi­mas en la punta, curvadas con brío amenazador, contrastaban con la cabe­za estúpida, casi dulce, casi pacífica. La ferocidad vendría a su hora, cuando hubiesen acosado a la res, desgarrado su piel, acribillado su carne, inflamado su sangre, excitado su desesperación, hinchando sus pulmones con la queja cavernosa del mugido; pero en aquel instante, sorprendido y deslumbrado, molestado sólo por el picotazo de la divisa, el toro no sentía más que ex­trañeza y la nostalgia con que el ins­tinto le recordaba los frescores de la dehesa, los aromas de los pastos, el barboteo del agua del arroyo...
Iba a comenzar la faena de caba llos. Allí esperaba yo a Bertina. Espia­ba, en el lago pérfido de sus pupilas, la agitación de la sensibilidad. Por mucho que se la hubiesen explicado, la suerte de varas tiene siempre lo im­previsto y brutal del espectáculo cruen­to; la sensación material es nueva ne­cesariamente, aunque la inteligencia la haya razonado de antemano. Rígidos, terciada la pica, los varilargueros espe­raban la embestida de la fiera, que, después de recorrer a escape el redon­del dos o tres vueltas, distraída y des­deñosa, se fijó por fin en aquellas ma­cizas estantiguas ecuestres, en los fa­mélicos bultos que las soportaban, y cuya línea angulosa, desvencijada, se exageraba caricaturesca en la proyec­ción de sombra. Resopló el toro, partié como un rayo, y mientras la puya se le hincaba en la carne, rasgó él con la aguda cuerna el arca del vientre del caballo... Brotó de la rasgadura larga, humeante, todo el paquete intestinal; fiemo y sangrp, en hedionda mezcolan­za, se emplastaron en la arena; las pa­tas del caballo, al querer arrancar en espantada huída, se enredaron en el re­voltijo de tripas colgante, y lo pisotea­ron y despedazaron, sacudiendo trozos y piltrafas; el jaco, vacío, titubeó, tem­bló convulsivo sobre sus cuatro remos, y en tanto que el picador se zafaba pe­sadamente, tumbóse desplomado, mas­cando el aire con bascas de agonía...
Fijamente miraba a Bertina yo. Su perfil, de entre las ondas de la manti­lla, salía acentuado, como adelgazado por una contracción nerviosa. Las alas de su nariz delicada palpitaban, y sus mejillas eran dos hojas de magnolia re­cién abierta, tersas y blancas, que ja­más ha regado el rocío...
Es indudable que siente -pensé al pronto-. Es el horror lo que hace ale­tear su corazón y albear su tez. Va a volverse y a decirme que no la traiga más a esta carnicería.
Volvíase Bertina, en efecto. Su ros­tro, al buscar el mío, sonreía con tra­vesura deliciosa, con una mezcla de queja y mimo, de resignación y chusca­da, que desafiaba al pincel del retratis­ta más expresivo. Y su mano, cual re­licario de anillos de pedreria, engaste de la joya más valiosa aún de los dedi­tos ebúrneos y las uñas rosadas, alza­ba airosamente el abierto abanico ma­nileño, poniéndolo como un biombo ante la vista del cuerpo de la sardina despanzurrada, y dejando, a la parte que el país exornado con extravagan­tes flores no interceptaba, libre el cam­po para contemplar ávidamente cómo el Pajel iba a parear: una galantería al público, un rasgo de condescenden­cia del diestro...
-De estas cosas feas, lo mejor es ¡defenderse con el abanico -murmuró, traduciendo a su manera la pregunta de mis ojos. Porque no viéndolas, ¿verdad?, es lo mismo que si no las hubiese...
-¿Te basta a ti con el abanico? -respondí en el mismo tono confiden­cial y afable.
-Claro que sí... Ya no se ve ese asco -afirmó, acercando a su nariz el esen­ciero, que con otros dijes minúsculos colgaba de su cadena de oro.
Me precio de prudente, de hábil, y tardé aún seis meses en retirar de fin modo suave e insensible mi candidatu­ra a la mano ensortijada de Bertina. En este tiempo pude cerciorarme de que el sistema del abanico lo aplicaba a todos los casos posibles. Tapar, tapar, que ojos que no ven, corazón que no quiebra...; Y yo no quiero un cora­zón que se regula por la materialidad de los ojos!

-No estaba usted enamorado de Ber­tina -objeté. Si lo estuviese, prescin­diría de esos tiquis miquis; y aun sin estarlo, debió usted comprender que su actitud era eminentemente social. Na­die hace otra cosa. No se mira lo que no puede evitarse. La sociedad esgrime un abanico inmenso.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Durante el entreacto

El silencio de la alcoba -silencio casi religioso- se rompió con el sonar leve de unos pasos tácitos y recatados, que amortiguaban la alfombra espesa. El bulto de un hombre se interpuso ante la luz de la lamparilla, encerrada en globo de bohemio cristal. La mujer que velaba el sueño del niño, dormidito entre los encajes de su cuna, se irguió y, anhelante de ansiedad, miró fijamente al que entraba así, con precauciones de malhechor.
-¿Traes eso?
-¡Chis! Aquí viene.
-¿Se han fijado?
-Nadie. El portero, medio dormido estaba. El criado abrió sin mirar. Le dije que venía a ver a la parienta...
-Como de costumbre. ¡Digo yo que no habrán extrañao...!
-Que no, mujer. Ni ¿cómo iban ellos a pensarse...?
-No se les ocurrirá, me parece...
-¡Ea! ¡No moler! ¿Qué se les va a ocurrir, imbécila? Ni ¿quién lo averigua luego? De un tiempo son y en la cara se asemejan: ¡casualidás!
El hombre se desembozó. La mujer, envalentonada, hizo girar la llave de la luz eléctrica, y la lámpara, astro redondo formado por sartitas de facetado vidrio, alumbró la suntuosa estancia. Forradas de seda verde pálido las paredes; de laca blanca, con guirnaldas finas de oro, el lecho matrimonial; de marfil antiguo el Cristo que santificaba aquel nido de amor, y en cuna también laqueada, con pabellón de batista y Valenciennes, la criaturita fruto de una unión venturosa... Los ojos del hombre registraron con mirada zaina, artera, el encantador refugio, y se posaron en el chiquitín, que ni respiraba.
-Desnúdale ya -ordenó imperiosamente a la mujer.
Ella, al pronto, no obedeció. Temblaba un poco y sentía que se le enfriaban las manos, a pesar de la suave temperatura de la habitación.
-Miguel -articuló por fin-, miá lo que haces antes que no haiga remedio... Miá que esto es mu gordo, Miguel.
El hombre había depositado sobre la meridiana de brocado rameado, igual al que vestía la pared, un bulto informe. Era algo envuelto en raído y pingajoso mantón.
-¿Ahora me sales con esas? -articuló, mascando un terno-. ¿No vale lo tratado? Entonces se hará otra cosa mejor, que nos aprovechará a nosotros, aunque no le sirva de ná a nuestro nene... La ocasión es que ni encargá. Solos estamos y ahí guardan los amos sus alhajas y de fijo que monises... ¡Caya! ¡La órdiga! ¡Abierto se lo han dejao y colgás las yaves!
Un movimiento de feroz codicia impulsaba ya a Miguel hacia el mueblecito de boule moderno, incrustado y recargado de bronces de artística cinceladura; ya hacía descender la tapa, descubriendo el interior, lleno de cajoncitos, cuando la mujer le paró la acción.
-¡Eso no!... ¡Maldita sea! Si tal barbaridá cometes, ¡como soy Ginesa, que grito y llamo y nos perdemos pa toa la vía!... Malo será lo otro, pero es en bien de nuestro nenito... Esto sería robar, y yo no nací pa ladrona, ¿te enteras? Aunque estuviesen ay los tesoros de San Creso, seguros estaban por mí, ¿lo oyes?
Miguel había retrocedido, lívido.
-¡Caya, loca, no escandalices, que va a venir gente!... Y despacha, ¿entiendes?, y avívate, que son las once, y si a tus amos les da la manía de volver trempano... ¡Me caso en...! ¡Si se recuerdan que han dejao puestas las yaves!... ¡Me...!
-¡Quiera Dios y la Virgen la Paloma no sea hoy cuando nos hundamos, Miguel!...
Con manos inciertas, la mujer emprendió la labor, asaz complicada. El marido permanecía en acecho, temeroso de una sorpresa, que no sería, por otra parte fácil evitar... Ginesa desempeñaba y desfajaba al niño de sus amos, que gruñía y lloriqueaba, despertado súbitamente. Ya desnudito, con todo su cuerpo de rosa encima de la nitidez de la sábana, le amamantó para calmarle.
-¡Vivo, vivo, no tanto cuajo! -repetía, con terrible expresión de zozobra, la voz del hombre.
Del lío abandonado sobre la meridiana salió un vagido confuso. Dentro del cobijo de trapos había otra criatura. Ginesa, al oír aquella especie de gemido dulce y tierno, como balar de ovejilla desamparada, recobró valor, actividad, serenidad. Era la queja de su crío, a quien, necesitada, hubo de dejar por un hijo ajeno. Y amante de la criatura como una leona madre, Ginesa le daría, no leche, sangre de las venas brotando de heridas que doliesen mucho.
Y lo tenía entregado a manos indiferentes, sin cuidados, criado a biberón sabe Dios cómo, encanijándose tal vez; y el chorro de dulzura que surtía de sus senos era para un chiquillo rico, que podía comprarlo.
Ella no robaría un céntimo jamás; pero, vamos, que tampoco esto era justo. Y pensaba con salvaje gozo en que, desde aquel punto y hora, el chiquillo de sus entrañas sería quien bebiese el jugo de su vida, todo, sin tasa, a oleadas de amor...
Emprendió la otra tarea: la de desnudar a su rorro. Cada prenda que le quitaba, tibia del calor del corpezuelo, se la ponía al hijo de los señores. Embriagada ya en la temeraria acción, repetía mofándose:
-Toma..., toma... Toma ropa de pobres, a ver si te gusta...
El niño, satisfecho con la mamadura reciente, entornando sus ojitos, se adormecía... Lo soltó Ginesa sobre el mantón astroso, y vistió al otro con las prendas delicadas, que marcaba una coronita minúscula de marqués. La voz del marido, ronca por un terror que iba graduándose, insistía:
-Pero, ¿acabas u no, mardita? ¡Qué güelvan y nos piyen en la faena!...
Terminó el trueque, Miguel se acercó y contempló a su hijo, yacente en la elegante cuna. Se dilató su rostro de vanidad, de malignidad, de pasión satisfecha. Y, bajándose, riendo, le colocó un gran beso, a bulto.
-¡Adiós, marqués! -murmuró, irónico-. Pué que argunos haya por el mundo como tú...
-Por muchos años sea -exclamó Ginesa, vehemente.
-¡Menuda vía se dará el tunantón! -añadió, a guisa de comentario, Miguel.
Y recogiendo de la meridiana el bulto, cargó con él de nuevo, rezongando:
-¡Tú, ala pa mi casa!... A ver si te paece mejor que esta.
Ginesa, ya sin miedo ni escrúpulo alguno, le echó la capa sobre los hombros y le embozó en ella, empujándole, a fin de que no se demorase ni un segundo más... Habían salido bien del lance; no lo enredase el diablo...
Y sería el diablo o quien fuese, pero al punto mismo en que Miguel transponía el umbral, cara a cara se halló con el señor marqués en persona.
-¿Qué es esto? ¿Quién va? ¡Alto!... ¡Quieto!... ¡A desembozarse!...
Dos puños de hierro, de fuerte sportman, sujetaban, zarandeaban al presunto ladrón...
-¡Ginesa! ¡Ama Ginesa! ¿Quién es este hombre?
Y serena, sin perder la presencia de espíritu, Ginesa avanzó, se arrodilló, gimoteando:
-Señor marqués... Perdón... No es nadie, señor; es mi marío... Señorito, no goverá a suceer... Quince días que no veía a mi nene, y me lo ha traío pa que le diese un beso... Muy mal hecho fue; pero, señorito, una es madre...
-¿No le habrá dado usted de mamar? Ya sabe que hemos convenido...
-¡Ca! No, señor... Ya sé que eso es «otra cosa»... Pero una miradiya...
-Estas no son horas -reprendió, severamente, el marqués- de venir ni de traer al chico... Se solicita permiso, se viene por la tarde...
-Así se hará, señor -respondió Miguel, que agasajaba al niño contra su pecho cariñosamente-. No tenga cuidao. Y, con su licencia, me llevo al pequeño, que la noche está muy fría.
-Lléveselo cuanto antes... ¡Me gusta la ocurrencia! ¡Y ese portero! Ya me oirán... ¡Ea! Andando...
Cuando se alejó el marido del ama, apretando bajo la capa a la criatura, el marqués se volvió hacia Ginesa:
-Dé usted gracias a Dios que he venido solo. Si me acompaña la señora, mañana busca otra ama.
Y tendría razón de sobra. Y es lo que merecían ustedes. ¡Pues hombre!
Ginesa se echó a llorar, con un dolor que no podía ser más verdadero. ¡Ahora que tenía allí al nene suyo! ¡Irse! ¡No verle! ¡No criarle!
-Bueno; no se apure, no se le ponga mala leche; por esta vez, pase; que no se repita... Diga usted... ¿Ha estado usted siempre aquí?
-Sin moverme. ¿Lo ice el señorito por las yaves, que se quedaron puestas? Ya sabe que aunque hubiese ahí miyones...
-Ya sé, Ginesa, que es usted fiel... Sus amos antiguos respondieron por usted...
Y el marques recogió el manojillo, reparando el olvido que había motivado su vuelta impensada.
Bajando las escaleras aprisa, saltó en el mismo coche que le había traído, para llegar al teatro Real, a tiempo de no perder el último acto del Crepúsculo, la entrada de los dioses en la Walhalla.


«La Ilustración Española y Americana», núm. 26, 1911.

Cuento tragico

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Dura lex

Cada cuatro años, hacia el fin del otoño, vienen a la ciudad y se anuncian dando mil vueltas por sus calles los rusos traficantes en pieles, que buscan manera de colocar su mercancía, y, para conseguirlo, ejercitan la ingeniosidad insinuante de los mercaderes de Oriente. Cargados con diez o doce pieles de las malas -las ricas no las enseñan sino cuando descubren un marchante serio-, aguardan a que desde un balcón se les haga una seña, y suben a vender a precios módicos el visón lustrado, el rizoso astracán y la nutria terciopelosa. Si se les ofrece una taza de café y una copa de anisado, no la desprecian, y si se les interroga, cuentan mil cosas de sus largos viajes, de los remotos y casi perdidos países donde existen esas alimañas cuya bella y abrigada vestidura constituye la base de su comercio. Son pródigos en pintorescos detalles, y describen con realismo, tuteando a todo el mundo, pues en su patria se habla de tú al padrecito zar.
Por ellos supe interesantes pormenores de la existencia de los pueblos que nos surten de pieles finas, de ese armiño exquisito que parece traído de la región de las hadas. Son los hombres quizá más antiguos de la tierra; apegadísimos a sus ritos y costumbres, miserables hasta lo increíble, alegres como niños y próximos a desaparecer como las especies animales que acosan.
-El armiño ha encarecido mucho en estos últimos tiempos -decía Igor, el más elocuente de los tres traficantes, y es porque el animalito se acaba; pero tú deja pasar un siglo, y verás que una piel de esquimal es más rara que la del armiño, desde el mar de Baffin a las costas islandesas. ¡Es una gente! -repetía Igor en torno enfático-. ¡No se ha visto gente tan rara! Y siempre que estuve allí trabajando, a las órdenes del enviado de la Compañía que compra al por mayor toda piel, creí morir de asco de tanta suciedad. ¡Oh! ¡Los muy sucios!
Reprimimos una sonrisa, porque los rusos, en general, no gozan fama de aseados, y para que un ruso se horripile de la suciedad de algo o de alguien, ¿cómo será y qué abismos de inmundicia encerrará la vida de los cazadores de pieles del país del armiño inmaculado? ¿Y quién sabe si un holandés que estuviese presente -ellos que lavan las fachadas- sonreiría, a su vez, de nuestro sonreír?
-¡Es una gente! -repetía Igor, en cuya cara pomulosa y barbuda se leía una repugnancia antigua, evocada de nuevo-. ¡Cualquiera se asombra de lo que comen! ¡No es comer; es como si un saco tuviese la boca abierta y en él echásemos todo, crudo, medio cocido, medio perdido ya..., o perdido enteramente, que yo lo he visto! ¡Delante de mí hirieron a un reno y se comieron pedazos de su carne antes que expirase! ¡Y luego devoraron la papilla, a medio digerir, de las hierbas que el reno tenía en el estómago!
-Si esa gente no come lo mismo que fieras, no resiste el clima -observé.
Igor no apreció la excusa. Hacía gestos de desagrado, muecas de horror, y acabó por referirme un episodio que traslado, de su lenguaje semiespañol, falto de vocabulario y abundante en exclamaciones y onomatopeyas, al habla corriente.
-No son hombres como nosotros, no... Aparentan mucho afecto a sus niños; nunca les riñen ni les castigan; pero si abundan, los depositan en una cuna de hielo, al borde del mar, y allí los dejan morir de frío... El respeto a los padres es exagerado; delante de ellos no alzan la voz: ¡y he aquí lo que ocurrió a mi vista; lo que no pudimos impedir, y el jefe de la factoría me dijo que sucedía siempre y que anda escrito en los libros de los sabios!
En la ranchería de los Inuitos, donde adquirimos muchos lotes de pieles magníficas, conocí a un viejo, llamado Konega, que dirigía las ventas, por ser el mejor cazador y pescador de la tribu. Esta especie de patriarca, venerado en la tribu como si fuese adivino o mágico, ejercía verdadero mando entre una gente que no tiene forma de gobierno alguna. El mejor trozo de foca era siempre para él, y no se le escatimaba el aceite de ballena, que bebía a grandes tragos.
Un día, Konega cayó enfermo. Todos, y especialmente sus nueras y sus hijos, se desvivían por cuidarle, con tal celo, que empecé a estimar a los bárbaros por su ternura filial. Aunque nada sé de Medicina, con tanto viajar he tenido que aprender algunos remedios, y les ofrecí dos o tres drogas de que disponía. Poco después pregunté a los de la tribu que vinieron a la factoría a vender pieles y plumas de aves de mar, y supe que mis medicinas habían sentado bien al paciente.
-Lo sabemos, sin que quepa duda -me dijeron-, porque la piedra que Konega tiene debajo de su cabecera disminuye de peso, señal de que la enfermedad mengua también.
Pasó algún tiempo sin noticias del viejo pescador. No me decidí a visitarle en su cabaña o cueva subterránea, construida con pieles de foca y costillares de ballena, porque, a la verdad, aquel ambiente y aquel olor eran para tumbar de espaldas, por recio que se tenga el estómago. Llegó, sin embargo, un momento en que nos acercamos a la ranchería a fin de contratar a alguno de los esquimales más robustos y diestros en la caza, que nos acompañasen con sus trineos y sus perros en una expedición que proyectábamos, y entonces quise informarme del estado de Konega. Sin indicios de aflicción me respondieron que, ahora, la piedra pesaba más, indicio evidente de que el enfermo empeoraba...
¡Y vuelta con la piedra! ¿Quién se pone a discutir con esquimales? ¿Qué decirles a gentes que comen, a manera de confituras, el sebo y la vaselina y, cuyas mujeres os abrazan si les regaláis una pastilla de jabón, que saborean, quitándole el papel de plata, lo mismo que si fuese un marron glacé?
Al desviarnos un poco de la ranchería, vi que acababan de construir una cabaña nueva, hecha por el sistema, usual en estos pueblos del círculo polar, de emplear como materiales de construcción grandes bloques de hielo. Estos sillares transparentes son sólidos y duran mucho. Y la cabaña de hielo, al principio, es bonitísima. Un templete de cristal. Al través de hielo pasa una luz misteriosa, una claridad dulce, de infinita calma; y si el sol, al ponerse hiere los muros, les arranca reflejos de fuego y pedrería y juega con luces peregrinas, como si todo el edificio ardiese. Algunos esquimales se ocupaban en amueblar la nueva habitación con lujo: tendían cuidadosamente en el suelo pieles de reno, de oso y de perro polar, mulliendo una cama; colocaban sobre un poyo de hierro una jarra de agua de nieve derretida, y una lámpara de las que ellos usan, donde arde un puñado de musgo seco alimentado con aceite de ballena o de foca. ¿Y qué imaginé yo? Como acababa de dejar en una aldeíta, cerca de Moscú, a mi novia, y me acordaba bastante de ella en aquellas soledades, creí que la cabaña era para unos desposados, y sentí envidia, porque, aun en tierra de mujeres tatuadas y que llevan a sus hijos dentro de las botas, siempre es cosa buena el amor...
Aquella noche nos convidaron en la ranchería a un banquete. Rehusamos políticamente, porque sabíamos que se trataba de devorar cuartos de perro marino y morsa, y de beber aceite congelado; ofrecimos dos o tres botellas de aguardiente, y prometimos ir un momento, como el que dice, a los postres. Aun esto requería valor. Nos brindarían algún asqueroso regalo... Grande fue mi sorpresa al ver al anciano Konega presidiendo el festín. Estaba tan demacrado que daba miedo, y no comía, mientras los demás tenían la cara roja de indigestión; les salía por los ojos la comilona. Al final le fue presentada a Konega -supremo obsequio- una pipa rellena de tabaco, y el patriarca la apuró con voluptuosidad lenta, tragándose el humo para no perder nada del goce... Su cara expresaba perfecta beatitud.
Al otro día salimos a la expedición, en la cual hicimos una matanza regular de morsas y focas, y regresamos a los dos días, exhaustos de cansancio y habiéndosenos agotado los víveres. Para los esquimales había hartura, porque ellos devoran la foca fresca y podrida con igual deleite... Nosotros sentíamos necesidad, y la cabaña de la factoría, un poco más decente que las de ellos, nos pareció un paraíso.
Mi primera salida fue para rondar la nueva residencia, por curiosidad de ver a los novios, a quienes suponía comiendo el pescado crudo de la boda. Un silencio absoluto reinaba alrededor. Dentro se oía un gemido estertoroso, y se veía un bulto informe. Desvié el sillar de hielo que cerraba la puerta, y encontré al viejo Konega en el trance de morir. La lámpara estaba apagada, la cántara vacía. Me incliné para socorrerle; el moribundo abrió a medias los ojos y, sin articular palabra, se volvió hacia la pared. Fue como si me dijese: «Déjame irme en paz; mi hora ha llegado...»
En la factoría me enteraron luego de la costumbre. Cuando se prolonga el padecimiento, el enfermo es abandonado dentro de una cabaña, cuya puerta se cierra. Ni él protesta, ni titubea la familia. El cariño es una cosa y esto es otra...
-¿Verdad que es un pueblo extraño? -añadió Igor, que aún parecía sentir la horripilación de la cabaña que creyó tálamo y era ataúd.
-No es pueblo -respondí-. Es una plaza sitiada por hambre... ¡Sobran las bocas inútiles...!

«Blanco y Negro», núm. 991, 1910.

Cuento tragico

1.005. Pardo Bazan (Emilia)


Drago

Algunas o, por mejor decir, bastantes personas lo habían observado. Ni una noche faltaba de su silla del circo la admiradora del domador.
¿Admiradora? ¿Hasta qué punto llega la admiración y dónde se detiene, en un alma femenil, sin osar traspasar la valla de otro sentimiento? Que no se lo dijesen al vizconde de Tresmes, tan perito en materias sentimentales: toda admiración apasionada de mujer a hombre o de hombre a mujer para en amor, si es que no empieza siendolo.
La admiradora era una señorita que no figuraba en lo que suele llamarse buena sociedad de Madrid. De los concurrentes al palco de las Sociedades, sólo la conocía Perico Gonzalvo, el menos distanciado de la clase media y el más amigo de coleccionar relaciones. Y, según noticias de Gonzalvo, la señorita se llamaba Rosa Corvera, era huérfana y vivía con la hermana de su padre, viuda de un hombre muy rico, que le había legado su fortuna. Considerando a Rosa, más que como a sobrina, como a hija; resuelta a dejarla por heredera, le consentía, además, libertad suma; y no pudiendo la tía salir de casa -clavada en un sillón por el reúma- la muchacha iba a todas partes bajo la cómoda égida de una de esas que se conocen por carabinas, aunque oficialmente se las nombra damas de compañía, institutrices y misses. Rosa era una independiente; pero no podía Perico Gonzalvo (que no adolecía de bien pensado) añadir otra cosa. La independencia no llegaba a licencia.
Quizá la admiración vehemente mostrada al domador -que en los carteles adoptaba el título de vizconde de Praga, enteramente fantástico, imposible de descubrir en cancillería alguna- fuese la primera inconveniencia cometida por Rosa. Sin duda, el hecho constituía una exhibición de mal gusto en una joven soltera, y más en España, donde es sospechosa para el honor cualquier excentricidad de la mujer. Lo cierto es que Rosa llamaba la atención, y su actitud empezaba a darle notoriedad. Se discutía su figura, su modo de vestir; se convenía en que, sin ser una belleza, no carecía de encanto. Rubia, alta, bien formada (extremo que la moda ceñida hace muy fácilmente demostrable), la hermoseaba, sobre todo, la expresión como de embriaguez divina que adquiría su semblante al salir el vizconde de Praga a desempeñar su número: el encierro en una jaula con un sólo león, pero terrible: Drago, que, indómito, vigoroso, valía por seis de los criados en cautiverio.
-Las bacantes, en los misterios órficos, tendrían ese gesto -decía Tresmes, que había leído todo lo concerniente a anomalías amorosas y perversiones antiguas y modernas.
Pero Tresmes, en este punto, confundía. El gesto de Rosa, lejos de expresar nada impuro, sólo dejaba trasmanar el entusiasmo heroico. Eran nobles, hasta la sublimidad, los sentimientos que asomaban a aquel rostro de mujer, y si el amor entraba a la parte, sería con el carácter más espiritual, como transporte ante la nobleza del valor viril. Por otra parte, Rosa no practicaba el menor disimulo.
Abonada a diario a dos sillas, las más próximas al sitio en que se colocaba la jaula de Drago, entraba poco antes que comenzase el trabajo del domador, y, concluido éste, se levantaba con desdeñosa indiferencia, envolviéndose en un abrigo de última moda y pasando por entre los espectadores sin mirarlos. Su lindo landaulet eléctrico esperaba siempre a la puerta. Y, sin cuidarse del run-run curioso que alzaba a su paso, retirábase, pálida aún de la emoción.
El domador había notado lo que todos notaban. Era un hombre joven, aunque no tanto como parecía, por la robusta esbeltez de su cuerpo y la finura acentuada de sus facciones, debida a la sangre georgiana. Nada más airoso que su torso, nada mejor delineado que sus pies y manos, a no ser su bigote o los rizos naturales de sus cabellos negrísimos. No era el tipo del dandy, del elegante que se ha formado su distinción a fuerza de alta vida y de hábitos de lujo; era un ejemplar de las razas humanas aristocráticas de abolengo, perfectamente arianas.
Consciente del efecto que producía en Rosa, el domador adoptaba posturas románticas, quebraba la cintura como un torero, avanzaba la pierna, nerviosa y de perfecta forma, cautiva en el calzón de punto gris perla, y sacudía con gentileza los bucles de su frente, húmeda de sudor, enviando a la señorita una sonrisa y un ligero signo de inteligencia. Por señas, que en el palco de los elegantes, este signo fue considerado indicio de algo serio, y sólo cambiaron de opinión al exclamar Tresmes:
-¡Qué tontería! Si se entendiesen, ella no vendría ya a exhibirse aquí. Os digo que, a pesar de las apariencias, ese hombre y esa mujer no han cruzado palabra. Pongo la mano derecha a que no.
Y razón tenía el calvatrueno, sagacísimo conocedor del alma de la mujer. El domador no había dado un paso por ponerse en contacto con su apasionada, por una razón prosaica y sencilla, era casado. Vivían su esposa y sus dos hijos en una casita, al borde del lago de Como, y la fortuna de la señorita española -fortuna de la cual, por otra parte, ella no podía aún disponer- no le resolvía problema alguno. Halagábale, ciertamente, aquella devoción, aquel homenaje; aunque otra cosa diga la leyenda, no es tan frecuente que las espectadoras se enamoren de tenores, domadores y cómicos. Semejante fascinación, no oculta, acababa por envanecer al supuesto vizconde, llamado realmente Marco Diáspoli. Pero una aventura, de pasada, no se podía intentar. La contrata iba a terminar, y el domador era esperado en Viena. Y como, fuera de la aventura no existía finalidad, el domador se limitaba a dejarse acariciar por los magnéticos ojos fijos en él.
-¿En él? He aquí una pregunta que su vanidad de histrión heroico no le permitió formular, pero que el ducho Tresmes lanzó, con gran extrañeza del auditorio.
-¿Estáis seguros de que a esa muchacha quien la entusiasma es el domador? Porque yo, que la estudio mucho, he llegado a dudar ¡si no será más bien el león!
Se rieron. Sin embargo, Drago reunía todas las condiciones para producir eso que en Italia se nombra il fascino. Si hay un género de belleza sublime que se funda en la energía, nada más bello que Drago.
No era la fiera rendida, cansada, pelada, de los demás domadores, y en eso consistía la originalidad del trabajo temerario. Drago, con su bravura y fuerza, por su talla no común, lo enorme de su cabezota, lo rutilante y abundoso de su melenaza, imponía una especie de respeto, al cual se unía atracción misteriosa. Sus actitudes conservaban la gracia terrible y natural de la fiera que está en su propio ambiente, en el cálido desierto, y detrás de la majestuosa masa de su cuerpo se hubiese deseado ver extenderse el rojo rubí del celaje líbico. Su rugido infundía pavor, y sus ojos de venturina derretida, en que el sol de África parecía haberse quedado cautivo, tenían un encanto peculiar, amenazador y feroz. Drago había sido cogido no hacía seis meses en el Atlas. La única defensa del domador con aquel felino era la temeridad, la sorpresa. En realidad, ni estaba habituado a la sugestión y al olor del hombre ni a la obediencia de la varita. Acordábase de sus soledades, de que bajo sus dientes habían crujido costillas de caballos, ¡quién sabe si de jinetes moros!... El interés de la labor de Praga estaba en eso: en que cada noche sostenía un duelo a muerte.
Y así se podía explicar la palidez constante de Rosa, sus ojos dilatados de susto, su mano con tanta frecuencia llevada al corazón, como si no pudiese contener su latido, y hasta aquella especie de éxtasis con que seguía los incidentes de la lucha. Marco entraba en la jaula de pronto, y a los rugidos del rey de los animales contestaba con gritos estridentes de mando, de reto, de furor. El león le miraba y él arrostraba su mirada aterradora. Íbase acercando, ganando terreno, sin más armas que un latiguillo de puño de pedrería. Los rugidos se hacían menos roncos. El león bajaba la cabeza, como si no pudiese afrontar los ojos del hombre. Por último se tendía, siempre rugiendo sordamente, y Praga, un momento, alargando la bella pierna y el pie, calzado con reluciente bota de borlita, lo apoyaba en los lomos del vencido, y en rápida vuelta, antes que su enemigo se rehiciese, salía de la jaula, sonriendo, alzando el látigo, enviando besos a la multitud que aplaudía...
Dos noches antes de la última, pudieron notar algunos espectadores que Drago estaba de muy mal talante. Revolvíase inquieto en la estrecha prisión, y sus rugidos estremecían por lo hondos y roncos. Cuando el domador franqueó la puerta de la reja, la fiera, sin darle tiempo a nada, se lanzó contra él de un brinco feroz. Otras veces lo había hecho; pero al punto retrocedía, dominado, como a pesar suyo.
Algo distinto debía suceder aquella noche, porque Praga vaciló y se puso blanco. No tenía, sin embargo, más defensa que la valentía absoluta, y, vibrando el latiguillo, avanzó resuelto. Pero la fiera se había dado cuenta de aquel desfallecimiento momentáneo...
Un rugido tremebundo envió al rostro del domador el hálito bravío del felino. Sin intimidarse, Praga descargó el látigo, silbante, en las orejas del animal. Más que el imperceptible dolor, el ultraje enardeció a la fiera. Como una masa cayó sobre su enemigo; sus garras hicieron presa en un hombro, y sus dientes en el costado. En el circo se alzó un grito de horror, formado de mil clamores. No había modo de intervenir. Drago, que había probado la sangre, la bebía con áspera lengua en el mismo cuello de su víctima...
Y Rosa, la admiradora, de pie, transportada, electrizada, ya fuera de sí, sin atender a ningún respeto, aplaudía al vencedor.
-¡Bravo, Drago! ¡Bravo! ¡Drago, Drago, así!...
Por eso suele decir Tresmes:
-Yo bien lo sabía. No era el domador, era el león el que a la muchacha le parecía hermoso... Y acertaba; opino lo mismo que ella. Pero, ¡caramba con las mujeres! ¡Ponerse a aplaudir, a vitorear! Bueno fue que, como todo el mundo chillaba, sólo nosotros oímos la atrocidad... Si no, la linchan.

«La Ilustración Española y Americana», núm. 47, 1911.

Cuento tragico

1.005. Pardo Bazan (Emilia)