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domingo, 23 de junio de 2013

Desde allí

Don Javier de Campuzano iba acercándose a la muerte, y la veía llegar sin temor; arrepentido de sus culpas, confiaba en la misericordia de Aquél que murió por tenerla de todos los hombres. Sólo una inquietud le acuciaba algunas noches, de ésas en que el insomnio fatiga a los viejos. Pensaba que, faltando él, entre sus dos hijos y únicos herederos nacerían disensiones, acerbas pugnas y litigios por cuestión de hacienda. Era don Javier muy acaudalado propietario, muy pudiente señor, pero no ignoraba que las batallas más reñidas por dinero las traban siempre los ricos. Ciertos amarguísimos recuerdos de la juventud contribuían a acrecentar sus aprensiones. Acordábase de haber pleiteado largo tiempo con su hermano mayor; pleito intrincado, encarnizado, interminable, que empezó entibiando el cariño fraternal y acabó por convertirlo en odio sangriento. El pecado de desear a su hermano toda especie de males, de haberle injuriado y difamado, y hasta -¡tremenda memoria!- de haberle esperado una noche en las umbrías de un robledal con objeto de retarle a espantosa lucha, era el peso que por muchos años tuvo sobre su conciencia don Javier. Con la intención había sido fratricida, y temblaba al imaginar que sus hijos, a quienes amaba tiernamente, llegasen a detestarse por un puñado de oro. La Naturaleza había dado a don Javier elocuente ejemplo y severa lección: sus dos hijos, varón y hembra, eran mellizos; al reunirlos desde su origen en un mismo vientre, al enviarlos al mundo a la misma hora, Dios les había mandado imperativamente que se amasen; y herida desde su nacimiento la imaginación de don Javier, sólo cavilaba en que dos gotas de sangre de las mismas venas, cuajadas a un tiempo en un seno de mujer, podían, sin embargo, aborrecerse hasta el crimen. Para evitar que celos de la ternura paternal engendrasen el odio, don Javier dio a su hijo la carrera militar y le tuvo casi siempre apartado de sí; sólo cuando conoció que la vejez y los achaques le empujaban a la tumba, llamó a José María y permitió que sus cuidados filiales alternasen con los de María Josefa. A fuerza de reflexiones, el viejo había formado un propósito, y empezó a cumplirlo llamando aparte a su hija, en gran secreto, y diciéndole con solemnidad:
-Hija mía, antes que llegue tu hermano tengo que enterarte de algo que te importa. Óyeme bien, y no olvides ni una sola de mis palabras. No necesito afirmar que te quiero mucho; pero además tu sexo debe ser protegido de un modo especial y recibir mayor favor. He pensado en mejorarte, sin que nadie te pueda disputar lo que te regalo. Así que yo cierre lo ojos..., así que reces un poco por mí..., te irás al cortijo de Guadeluz, y en la sala baja, donde está aquel arcón muy viejo y muy pesado que dicen es gótico, contarás a tu izquierda, desde la puerta, dieciséis ladrillos -fijate, dieciséis-, una onza de ladrillos, ¿entiendes?, y levantarás el que hace diecisiete, que tiene como la señal de una cruz, y algunos más alrededor. Bajo los ladrillos verás una piedra y una argolla; la piedra, recibida con argamasa fuerte. Quitarás la argamasa, desquiciarás la piedra y aparecerá un escondrijo, y en él un millón de reales en peluconas y centenes de oro. ¡Son mis ahorros de muchos años! El millón es tuyo, sólo tuyo; a ti te lo dejo en plena propiedad. Y ahora, chitón, y no volvamos a tratar de este asunto. ¡Cuando yo falte...!
María Josefa sonrió dulcemente, agradeció en palabras muy tiernas y aseguró que deseaba no tener jamás ocasión de recoger el cuantioso legado. Llegó José María aquella misma noche, y ambos hermanos, relevándose por turno, velaron a don Javier, que decaía a ojos vistas. No tardó en presentarse el último trance, la hora suprema, y en medio de las crispaciones de una agonía dolorosa, notó María Josefa que el moribundo apretaba su mano de un modo significativo y creyó que los ojos, vidriosos ya, sin luz interior, decían claramente a los suyos: «Acuérdate: dieciséis ladrillos... Un millón de reales en peluconas...»
Los primeros días después del entierro se consagraron, naturalmente, al duelo y a las lágrimas, a los pésames y a las efusiones de tristeza. Los dos hermanos, abatidos y con los párpados rojos, cambiaban pocas palabras, y ninguna que se refiriese a asuntos de interés. Sin embargo, fue preciso abrir el testamento; hubo que conferenciar con escribanos, apoderados y albaceas, y una noche en que José María y María Josefa se encontraron solos en el vasto salón de recibir, y la luz desfallecida del quinqué hacía, al parecer, visibles las tinieblas, la hermana se aproximó al hermano, le tocó en el hombro y murmuró tímidamente, en voz muy queda:
-José María, he de decirte una cosa..., una cosa rara..., de papá.
-Di, querida... ¿Un cosa rara?
-Sí, verás... Y te admirarás... «Hay» un millón de reales en monedas de oro escondido en el cortijo de Guadeluz.
-No, tonta -exclamó sobrecogido y con súbita vehemencia José María-. No has entendido bien. ¡Ni poco ni mucho! Donde está oculto ese millón es en la dehesa de la Corchada.
-¡Por Dios, Joselillo! Pero si papá me lo explicó divinamente, con pelos y señales... Es en la sala baja; haya que contar dieciséis ladrillos a la izquierda desde la puerta, y al diecisiete está la piedra con argolla que cubre el tesoro.
-¡Te aseguro que te equivocas, mujer! Papá me dio tales pormenores que no cabe dudar. En la dehesa, junto al muro del redil viejo, que ya se abandonó, existe una especie de pilón donde bebía el ganado. Detrás hay una arqueta medio arruinada y al pie de la arqueta, una losa rota por la esquina. Desencajando esa losa se encuentra un nicho de ladrillo, y en él un millón en peluconas y centenes...
-Hijo del alma, pero ¡si es imposible! Créeme a mí. Cuando papá te llamó estaba ya peor, muy en los últimos; quizá la cabeza suya no andaba firme: ipobrecillo! Y tengo sus palabras aquí, esculpidas...
-María -declaró José cogiendo la mano de la joven, después de meditar un instante-, lo cierto es que hay dos depósitos y sólo así nos entenderemos. Papá me advirtió que me dejaba ese dinero exclusivamente a mí...
-Y a mí que el de Guadeluz era únicamente mío...
-¡Pobre papá! -murmuró conmovido el oficial. ¡Qué cosa más extraña! Pues..., si te parece, lo que debe hacerse es ir a Guadeluz primero, y a la Corchada después. Así saldremos de dudas. ¡Qué gracioso sería que no hubiese sino uno!
-Dices bien -confirmó María Josefa triunfante. Primero a donde yo digo, ¡porque verás cómo allí está el tesoro!
-Y también porque tuviste el acierto de hablar antes, ¿verdad, chiquilla? Has de saber... que yo no te lo decía porque temía afligirte; podías creer que papá te excluía, que me prefería a mí... ¡Qué sé yo! Pensaba sacar el depósito y darte la mitad sin decirte la procedencia. Ahora veo que fui un tonto.
-No, no; tenías razón -repuso María, confusa y apurada. Soy una parlanchina, una imprudente. Debió prevenírseme eso... Debí buscar el tesoro y hacer como tú, entregártelo sin decir de dónde venía... ¡Qué falta de pesquis!
-Pues yo deploro que te hayas adelantado -contestó sinceramente José, apretando los finos dedos de su hermana.
De allí a pocos días, los mellizos hicieron su excursión a Guadeluz, y encontraron todo puntualmente como lo había anunciado María Josefa. El tesoro se guardaba en un cofrecillo de hierro cerrado; la llave no apareció. Cargaron el cofre, y sin pensar en abrirlo, siguieron el viaje a la Corchada, donde al pie de la derruida arqueta hallaron otra caja de hierro también, de igual peso y volumen que la primera. Lleváronse a casa las dos cajas en una sola maleta, encerráronse de noche y José María, provisto de herramientas de cerrajero, las abrió o, mejor dicho, forzó y destrozó el cierre. Al saltar las tapas brillaron las acumuladas monedas, las hermosas onzas y las doblillas, que los dos hermanos, sin contarlas, uniendo ambos raudales, derramaron sobre la mesa, donde se mezclaron como Pactolos que confunden sus aguas maravillosas. De pronto, María se estremeció.
-En el fondo de mi caja hay un papel.
-Y otro en la mía -observó el hermano.
-Es letra de papá.
-Letra suya es.
-El tuyo, ¿qué dice?
-Aguarda..., acerca la luz...; dice así: «hijo mio: si lees esto a solas, te compadezco y te perdono; si lo lees en compañía de tu hermana, salgo del sepulcro para bendecirte...»
-El sentido del mío es idéntico -exclamó después de un instante, sollozando y riendo a la vez, María Josefa.
Los mellizos soltaron los papeles, y, por encima del montón de oro, pisando monedas esparcidas en la alfombra, se tendieron los brazos y estuvieron abrazados buen trecho.

«Blanco y Negro», núm. 338, 1897.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Desde alla

Don Javier de Campusano iba acercándose a la muerte, y la veía llegar sin temor, arrepentido de sus culpas; confiaba en la misericordia de aquel que murió por tenerla de todos los hombres. Sólo una inquietud lo acuciaba algunas noches de esas en que el insomnio fatiga a los viejos. Pensaba que, faltando él, entre sus dos hijos y únicos herederos nacerían disensiones, acerbas pugnas y litigios por cuestión de hacienda. Era don Javier muy  acaudalado propietario, muy pudiente señor; pero no ignoraba que las batallas más reñidas por dinero las traban siempre los ricos.
Ciertos amarguísimos recuerdos de la juventud contribuían a acrecentar sus aprensiones. Acordábase de haber pleiteado largo tiempo con su hermano mayor; pleito intrincado, encarnízado, interminable, que empezó entibiando el cariño fraternal y acabó por convertirlo en odio sangriento. El pecado de desear a su hermano toda especie de males, de haber injuriado y difamado, y hasta, ¡tremenda memoria!, de haberlo esperado una noche en las umbrías de un robledal con objeto de retarle a espantosa lucha, era el  peso que por muchos años tuvo sobre su conciencia don Javier. Con la intención había sido fratricida, y temblaba al imaginar que sus hijos, a quienes tanto amaba, llegasen a detestarse por un puñado de oro.
La naturaleza había dado a don Javier elocuente ejemplo y severa lección: sus dos hijos, varón y mujer, eran mellizos; al enviarlos al mundo a la misma hora, Dios les había mandado imperatívamente que se amaran; y herida desde su nacimiento la imaginación de don Javier, sólo cavilaba en que podían, sin embargo, aborrecerse hasta llegar al crimen.
Para evitar que los celos de la ternura paternal engendrasen el odio, don Javier dio a su hijo la carrera militar y lo tuvo casi siempre apartado de sí; sólo cuando conoció que la vejez y los achaques lo empujaban a la tumba llamó a José María y permitió que sus cuidados filiales alternasen con los de María Josefa.
A fuerza de reflexiones, el viejo había formado un propósito, y empezó a cumplirlo llamando aparte a su hija, en gran secreto, y diciéndole:
-Hija mía, antes de que llegue tu hermano tengo que enterarte de algo que te importa. Óyeme bien, y no olvides ni una sola de mis palabras. No necesito afirmar que te quiero mucho; pero, además, tu sexo debe ser protegido de un modo especial y recibir mayor favor. He pensado en mejorarte, sin que nadie te pueda disputar lo que te regalo. Así que yo cierre los ojos..., así que reces un poco por mí..., te irás al cortijo de Guadeluz, y en la -sala baja, donde está aquel arcón muy viejo y muy pesado que dicen es gótico, contarás a tu izquierda, desde la puerta, dieciséis ladrillos -¡fíjate, dieciséis!, una onza de ladrillos, ¿entiendes?- y levantarás el que hace diecisiete, que tiene como la señal de una cruz, y algunos más alrededor. Bajo los ladrillos verás una piedra y una argolla; la piedra, recibida con argamasa fuerte. Quitarás la argamasa, desquiciarás la piedra y aparecerá un escondrijo y en él un millón de reales en peluconas y centenes de oro. ¡Son mis ahorros de muchos años! El millón es tuyo, sólo tuyo; a ti te lo dejo en plena propiedad. Y ahora, chitón, y no volvamos a tratar este asunto. ¡Cuando yo falte...!
María Josefa sonrió dulcemente, agradeció en palabras muy tiernas, y aseguró que deseaba no tener jamás ocasión de recoger el cuantioso legado.
Llegó José María aquella misma noche y ambos hermanos, relevándose por turno, velaron a don Javier, que decaía a ojos vistas. No tardó en presentarse el último trance, la hora suprema, y en medio de las crispaciones de una agonía dolorosa, notó María Josefa que el moribundo apretaba su mano de un modo significativo, y creyó que los ojos, vidriosos y sin luz interior, decían claramente a los suyos: "Acuérdate, dieciséis ladrillos... Un millón de reales en peluconas..."
Los primeros días después del entierro se consagraron, naturalmente, al duelo y a las lágrimas, a los pésames y a las efusiones de tristeza. Los dos hermanos, abatidos y con los párpados rojos, cambiaban pocas palabras, y ninguna que se refiriese a asuntos de interés. Sin embargo, fue preciso abrir el testamento; hubo que conferenciar con escribanos, apoderados y albaceas, y una noche en que José María y María Josefa se encontraban solos en el vasto salón de recibir, y la luz desfallecida del quinqué hacía, al parecer, visibles las tinieblas, la hermana se aproximó al hermano, lo tocó en el hombro, y murmuró tímidamente, en voz muy queda:
-José María, he de decirte una cosa..., una cosa muy rara... de papá.
-Di, querida ... ¿Una cosa rara?
-Sí, verás ... No te admires... Hay un millón de reales en monedas de oro, escondido en el cortijo de Guadeluz.
-¡No, tonta! -exclamó sobrecogido y con súbita vehemencia José María-. No has entendido bien. ¡Ni poco ni mucho! Donde está oculto ese millón es en la Corchada.
-¡Por Dios, Joselillo! Pero si papá me lo explicó divinamente, con pelos y señales... Es en la sala baja; hay que contar dieciséis ladrillos a la izquierda, desde la puerta, y al diecisiete está la piedra con argolla que cubre el tesoro.
-¡Te aseguro que te equivocas, mujer! Papá me dio tales pormenores, que no cabe dudar. En la dehesa, junto al muro del redil viejo, que ya se abandonó, existe una especie de pilón donde bebía el ganado. Detrás hay una arqueta medio arruinada, y al pie de la arqueta una losa rota por la esquina. Desencajando esa losa se encuentra un nicho de ladrillo, y en él un cofrecillo con un millón de peluconas y centenes...
-Hijo del alma, ¡pero si es imposible! Créeme a mí, cuando papá te llamó estaba ya peor, muy en los últimos; quizá la cabeza suya no andaba firme, ipobrecíto! Yo tengo sus palabras aquí esculpidas...
-María -declaró José cogiendo la mano de la joven, después de meditar un instante-, lo cierto es que hay dos depósitos, y sólo así nos entende-remos. Papá me advirtió que me dejaba ese dinero exclusivamente a mí...
-Y a mí que el de Guadeluz era únicamente mío...
-¡Pobre papá! murmuró conmovido el oficial ¡Qué cosa más extraña! Pues... si te parece, lo que debe hacerse es ir a Guadeluz primero y a la Corchada después. Así saldremos de dudas. ¡Qué gracioso sería que no hubiese sino uno!
-Dices bien confirmó María Josefa triunfante Primero adonde yo digo, ¡verás cómo allí está el tesoro!
-Y también porque tuviste el acierto de hablar antes, ¿verdad, chiquilla?
Has de saber... que yo no te lo decía porque temía afligirte; podías creer que papá te excluía, que me prefería a mí.... ¿qué sé yo? Pensaba sacar el depósito y darte la mitad sin decirte la procedencia. Ahora veo que fui tonto.
-No, no; tenías razón -repuso María, confusa y apurada-. Soy una parlanchina, una imprudente. Debió prevenírseme eso... Debí buscar el tesoro y hacer como tú, entregártelo sin decir de dónde venía... ¡Qué falta de pesquis!
-Pues yo deploro que te hayas adelantado -contestó sinceramente José, apretando los finos dedos de su hermana.
De allí a pocos días los mellizos hicieron su excursión a Guadeluz y encontraron todo puntualmente como lo había anunciado María Josefa. El tesoro se guardaba en un cofrecito de hierro cerrado; la llave no apareció. Cargaron el cofre, y sin pensar en abrirlo siguieron el viaje a la Corchada, donde al pie de la derruida arqueta hallaron otra caja de hierro también de igual peso y volumen que la primera. Lleváronse a casa las dos cajas en una sola maleta; encerráronse de noche, y José María, provisto de herramientas de cerrajero, las abrió, o mejor dicho, forzó y destrozó el cierre. Al saltar las tapas, brillaron las acumuladas monedas, las hermosas onzas y las doblillas; los hermanos, sin contarlas, unieron ambos caudales y los derramaron sobre la mesa, donde se mezclaron como Pactolos que confunden sus aguas maravillosas. De pronto María se estremeció.
-Mira, José María, en el fondo de mi caja hay un papel arrollado.
-Y otro en la mía -observó el hermano.
-Es letra de papá.
-Letra suya es.
-El tuyo, ¿qué dice?
-Aguarda.... acerca la luz... Dice así: "Hijo mío, si lees esto a solas, te compadezco y te perdono; si lo lees en compañía de tu hermana, salgo del sepulcro a bendecirte..."
-El sentido del mío es idéntico -exclamó después de un instante, sollozando y riendo a la vez, María Josefa.
Los mellizos soltaron los papeles, y por encima del montón de oro, pisando monedas esparcidas en la alfombra, se tendieron los brazos y estuvieron abrazados buen rato.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Desde afuera

A la pregunta de Lucio Sagris si habíamos sentido alguna vez el estremecimiento de lo sobrenatural, aquel soplo que en la alta noche hacía erizarse los cabellos de Job, casi todos nosotros respondimos (a fuer de burgueses prosaicos que somos) un «no» risueño. Dos o tres, sin embargo, exclamaron sin titubear que «sí»; y a los restantes, los puso la afirmación meditabundos.
-La impresión de lo sobrenatural -dijo Sagris, enderezándose en la mecedora, a lo menos para mí, reviste formas variadísimas. No es sólo a la cabecera del moribundo, ni al reflejo de los cirios que alumbrarán al muerto, ni en la gruta de Lourdes, ni en alta mar, cuando lo inefable nos roza con sus alas. A veces basta el choque de una mirada, la luz de unos ojos, el movimiento de unos labios al articular palabras solemnes...
Interrumpieron a Sagris las chungas del auditorio, que creyó ver en aquellas frases una alusión al amor y a su peculiar afecto magnético. Al cesar el fuego graneado, Sagris hizo un mohín desdeñoso y un ademán que significaba «atiendan».
-Manía muy común -pronunció así que callamos- la de explicarlo todo por la recíproca atracción sexual. Hay en el mundo otras fuerzas y otras corrientes. Lo más notable de las revelaciones hipnóticas es que han demostrado hasta la evidencia que una persona enteramente desconocida y extraña puede, sin preliminar alguno, modificar profundamente nuestra sensibilidad nerviosa...
-Si es una mujer bonita, vaya si puede -advirtió Tresmes el incorregible.
-¡Bah! -murmuró flemáticamente Sagris. El italiano Caminetto, con sólo fijar en usted las pupilas, le haría caer en sopor muy profundo... No me armen ustedes disputa sobre el hipnotismo; sacaríamos lo que el negro del sermón. El hipnotismo, hoy por hoy, tiene parte de charlatanismo y parte de ciencia, y no vamos aquí a deslindarlas. Que fotografíen efluvios y cuerpos astrales; yo no necesito esas pruebas materiales de la vida del espíritu. El mío, a guisa de balanza sensible, nota el peso más leve; cualquier influencia espiritual lo inclina. ¿Quieren que les confiese hasta qué extremo me dominó la fuerza de una voluntad? Confesión es, porque mucho hubo de pecado en mí, y siempre dura el remordimiento.
La cosa ocurrió siendo yo juez en Pontenova, una villita encantadora, como todas las que bañan las aguas del Miño, sea en la margen española o en la portuguesa. Debe Pontenova su nombre a un magnífico puente de la época de Carlos III, por el cual suelen pasar el río y refugiarse en Portugal los criminales a quienes persigue la Justicia. Así es que en Pontenova se reconcentra muchas veces la Guardia Civil y los desconocidos de mala traza infunden recelos. El puente se encontrará como a un cuarto de legua de la villa. Estos detalles son necesarios para que ustedes comprendan lo que sigue:
Una tarde, al volver de dar mi acostumbrado paseo, vi a la orilla de la carretera el cuerpo de un hombre, que más que vivo parecía cadáver. Acerquéme y noté que respiraba, y al mismo tiempo, al último rayo rojizo del sol, advertí la siniestra catadura del que yacía recostado en un montón de guijo. Los andrajos de la ropa, la descalcez de los pies destrozados y envueltos en trapos, la lividez del rostro, lo hirsuto de la barba, el anhelo de la respiración decían a las claras lo que era aquel hombre y por qué se encontraba en el camino de Pontenova. Mi instinto de magistrado se despertó, y pensé: «Un malhechor... Buena caza para mi amigo el teniente Pimentel».
Cuando me acudía tal idea, el hombre abrió los ojos, y vi cruzar por ellos un terror humilde, un miedo de liebre, una súplica elocuentísima. «Ahora eres cristiano y no juez», me gritó dentro una voz piadosa. Y tendiendo la mano al caído, le ofrecía asilo y socorro.
-No tengo más que hambre y cansancio... Hace cincuenta horas que no he probado alimento...
Al oír las palabras, y el acento lastimero que las profería, miré alrededor. La campiña y el camino estaban enteramente solitarios, y a mi casa, situada en las afueras de la población, podríamos llegar sin encontrar a nadie. Levanté como supe al desvalido; le hice apoyarse en mi brazo y, medio arrastra, le llevé hacia las tapias de mi jardín, al cual entraba yo por una puertecilla que daba a un soto. No tropezamos con alma viviente. Introduje a mi protegido en un cuarto bajo donde se guardaban trastos de desecho y, señalándole un sofá, le indiqué que descansase, mientras le traía de comer.
A los diez minutos volví con pan, una botella de jerez, bizcochos, jamón frío, fruta, queso, y me hice el distraído para permitirle devorar ansiosa-mente, a dentelladas, apurando copa tras copa. Y fue una cosa fulminante: acabar la postrera migaja, escurrir la postrera gota y caer en el viejo sofá, harto, feliz, dormido como una piedra.
Entonces me retiré y subí a mis habitaciones con ánimo de dejarle pasar la noche allí y despertarle a la madrugada, a fin de que cruzase el puente y se salvase. Ni aun se me ocurría reflexionar acerca de lo extraño de la situación, cuando vino a recordarme mis funciones y mis deberes el recado de que una mujer solicitaba hablar con el señor juez en aquel mismo instante. Mandé que entrase, y la claridad de mi lámpara alumbró una figura imponente.
Era, a juzgar por el traje, una aldeana de Castilla. Vestía de luto, y su estatura, ya muy elevada, la aumentaban las negras haldas y el ceñido justillo de estameña. Venía cubierta de polvo; apoyábase en un largo palo, y sus greñas grises se revolvían sobre una frente atezada, sombreando dos ojos de brasa, cuyo mirar me subyugó, como subyuga el de algunos retratos antiguos. Flaquísima, enhiesta, grave, la mujer se quedó en pie al otro lado de mi mesa-escritorio; y a mis preguntas, contestó en el lenguaje claro y castizo de su tierra:
-Soy viuda. Desde Burgos vengo siguiendo al asesino de mi marido, para que no consiga meterse en Portugal. Al principio me llevaba bastante delantera, pero hace días le voy a los alcances, sin dejarle entrar en poblado ni descansar en sitio ninguno. He pensado: «En no consintiéndole que duerma ni que coma, él acabará por entregarse». Y van dos días, por mi cuenta, que ni ha podido comer ni dormir.
Aquí la mujer calló y me clavó su mirada ígnea, como se clava un puñal. Al recibirla, sentí ese estremecimiento de que antes tratábamos, un escalofrío que no tiene nada que ver con el de la enfermedad ni con el que causa la baja temperatura, un escalofrío «no físico», sino más hondo.
«Lo sabe -pensé. Sabe de cierto que su enemigo está aquí, oculto, amparado por el juez...»
Y mientras yo guardaba un silencio cargado de electricidad, la mujer añadió secamente, sin tratar de moverme a compasión, sino más bien a estilo del que acusa:
-A mi marido le mató «ése» aguardándole de noche en el robledal... Cinco cuchilladas le dio: una en el corazón, dos en el cuello, las otras dos en el vientre... Allí quedó para que lo comiesen los cuervos. Y yo aguarda, aguarda, hasta que viendo que no volvía, salí a buscarle y le topé así, con un charco de sangre negra debajo... Al momento dije a la Justicia: Fulano ha sido... Cuando quisieron echarle mano..., ya estaba él huyendo; pero yo detrás, como su sombra. Mi casa ha quedado abandonada; ni cerré la puerta al irme. Mi equipaje, este palo; mi vida, anda que te andarás. Nadie me dio seña ninguna; pero acerté con el rastro yo sola. En mi pueblo soy una persona acomodada, he venido pidiendo caridad. «Él» pudo esperarme en despoblado y acogotarme también; sólo que ya sabía yo que no se atrevería... ¡Porque a mí me acompaña Dios!...
Al pronunciar este santo nombre, con expresión tan trágica y solemne que creí escucharlo por primera vez, la vengadora alzó un dedo descarnado y se quedó muda, hincándome en el alma su terrible mirar. Fue un combate que duró más de un minuto entre sus ojos y los míos, hasta que acabé por querer desviarlos y no lo logré.
Comprendí que se apoderaba de mí, por la tensión increíble de su espíritu, por la energía de su deseo. El criminal también había influido en mí un instante; sólo que satisfecha la materia con la comida, la bebida y el sueño, el anhelo de salvarse que al pronto demostró, quedó extinguido. En cambio, la mujer que me presentaba despreciando las necesidades físicas, en pie, después de correr leguas y leguas, convertida en bronce, pero bronce caldeado por la llama de la voluntad.
Ríanse ustedes si quieren... Aquella mujer fea y vieja «pasó a mí», se me incorporó y me fascinó hasta tal punto, que, como en sueños, automática-mente, me levanté del sillón, tomé la lámpara, eché a andar, y bajando la escalera seguido de la negra figura, abrí la puerta del cuartucho y señalé al sofá donde el asesino reposaba...
Sagris, al llegar aquí, respiró fuerte, oprimido por la angustia.
-Y cuando le ahorcaron ¿sufrió usted?
-No sufrí más, ni siquiera tanto, como al otro día de entregarle... La vida de aquel malvado, en suma, no me importaba gran cosa. Lo que me alborotó la conciencia fue el hacerme cargo de que «desde afuera» pueden impulsarme así, obligarme a un acto tan decisivo... Por efecto de esta página de mi historia, temo más a una voluntad entera que a un cartucho de dinamita.

«El Imparcial», 28 enero 1895.

Cuento sacroprofano

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Delincuente honrado

-De todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos instantes -nos dijo el padre Téllez, que aquel día estaba animado y verboso, el que me infundió mayor lástima fue un zapatero de viejo, asesino de su hija única. El crimen era horrible. El tal zapatero, después de haber tenido a la pobre muchacha rigurosamente encerrada entre cuatro paredes; después de reprenderla por asomarse a la ventana; después de maltratarla, pegándole por leves descuidos, acabó llegándose una noche en su cama y clavándole en la garganta el cuchillo de cortar suela. La pobrecilla parece que no tuvo tiempo ni de dar un grito, porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al padre no le tembló la mano; de modo que la muchacha pasó, sin transición, del sueño a la eternidad.
La indignación de las comadres del barrio y de cuantos vieron el cadáver de una criatura preciosa de diecisiete años, tan alevosamente sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y parecía medio estúpido, le condenaron a la última pena. Cuando tuve que ejercer con él mi sagrado ministerio, a la verdad, temí encontrar detrás de un rostro de fiera, un corazón de corcho o unos sentimientos monstruosos y salvajes. Lo que vi fue un anciano de blanquísimos cabellos, cara demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de las lágrimas, que poco a poco se deslizaban por las mejillas consumidas, y a veces paraban en los labios temblones, donde el criminal, sin querer, las bebía y saboreaba su amargor.
Lejos de hallarle rebelde a la divina palabra, apenas entré en su celda se abrazó a mis rodillas y me pidió que le escuchase en confesión, rogándome también que, después de cumplir el fallo de la Justicia, hiciese públicas sus revelaciones en los periódicos, para que rehabilitasen su memoria y quedase su decoro como correspondía. No juzgué procedentes acceder en este particular a sus deseos; pero hoy los invoco, y me autorizan para contarles a ustedes la historia. Procuraré recordar el mismo lenguaje de que él se sirvió, y no omitiré las repeticiones, que prueban el trastorno de su mísera cabeza:
-Padre confesor -empezó por decir-, ante todo sepa usted que yo soy un hombre decente, todo un caballero. Esa niña... que maté... nació al año de haberme casado. Era bonita, y su madre también.... ¡ya lo creo!, preciosa, que daba gloria el mirarla. Yo tenía ya algunos añitos..., y ella, una moza de rumbo, más fresca que las mismas rosas. Digo la madre, señor; digo su madre, porque por la madre tenemos que principiar. Los hijos, así como heredan los dineros del que los tiene.... heredan otras cosas... Usted, que sabrá mucho, me entenderá. Yo no sé nada, pero..., ¡a caballero no me ha ganado nadie!
La madre..., yo me miraba en sus ojos, porque la quería de alma, según corresponde a un marido bueno. Le hacía regalos; trabajaba día y noche para que tuviese su ropa maja y su mantón y sus aretes, y sobre todo.... ¡porque eso es antes!, a diario su puchero sano, y cuando parió, su cuartillo de vino y su gallina... No me remuerde la conciencia de haberle escatimado un real. Ella era alegre y cantaba como una calandria, y a mí se me quitaban las penas de oírla. Lo malo fue que como le celebraron la voz y las coplas, y empezaron a arremolinarse para escucharla, y el uno que llega y el otro que se pega, y éste que encaja una pulla, y aquél que suelta un requiebro.... en fin, vi que se ponía aquello muy mal, y le dije lo que venía al caso. ¿Sabe usted lo que me contestó? Que no lo podía remediar, que le gustaba el gentío, y oír cómo la jaleaban, que cada cual es según su natural, y que no le rompiese la cabeza con sermones... De allí a un mes (no se me olvida la fecha, el día de la Candelaria) desapareció de casa, sin dar siquiera un beso a la niña..., que tenía sus cinco añitos y era como un sol.
-Aquí -intercaló el padre Téllez- tuvo una crisis de sollozos, y por poco me enternezco yo también, a pesar de que la costumbre de asistir a los reos endurece y curte. Le consolé cuanto era posible, le di a beber un trago de anís, y el desdichado prosiguió:
-Supe luego que andaba por los coros de los teatros, y sabe Dios cómo... Y lo que más me barajaba los sesos, ¡por qué la honra trabaja mucho!, era que me decían los amigos, al pasar delante de mi obrador: «No tienes vergüenza... Yo que tú, la mato». De tanto oírlo, se me pegó el estribillo, y mientras batía suela, ¡tan, tan, catán!, repetía en alto: «No tengo vergüenza... ¡Había que matarla!» Sólo que ni la encontré en jamás, ni tuve ánimos para echarme en su busca. Y así que pasaron tres años, nadie me venía con que la matase, porque ella rodaba por Andalucía, hasta que se la llevaron a América..., ¡qué sé yo adonde! ¡Si vive y lee los diarios y ve cómo murió su hija...!
El reo tuvo un ataque de risa convulsiva, y le sosegué otra vez a fuerza de exhortaciones y consejos.
-Así que se me quitó de la imaginación la madre, empecé a cuidar de la niña. No tenía otra cosa para qué mirar en el mundo. Me propuse que no había de perderse, ni arrimarme otro tiznón, y no la dejé salir ni al portal. Aunque me dijese, es un verbigracia: «Padre, tengo ganas de correr», o «Padre, me pide el cuerpo ir a la plazuela», nada, yo sujetándola, que se divirtiese con su canario, o con los pliegos de aleluyas, o con la maceta de albahaca, pero ¡sin sacar un dedo fuera! Y así que fue espigando, y me hice cargo de que era muy bonita, tan bonita como su madre, y parecida a ella como una gota a otra gota.... y con una voz de ángel también, se me abrieron los ojos de a cuarta, y dije: «No, lo que es tú.... no has de echarme el borrón».
Y me convertí en espía, y la velé hasta el sueño, y no contento con guardarla dentro de casa, me paseaba por la callejuela debajo de su ventana, a ver si andaba por allí algún zángano; tanto, que la castañera de la esquina me dijo así: «Abuelo, está usted chiflado. ¿A quién se le ocurre rondar a su propia hija? ¡Qué viejos más escamones!»
Pero no lo podía remediar. Toda cuanta candidez y buena fe había tenido con la madre, ahora se me volvía desconfianza. Se me había clavado aquí, entre las cejas, que mi hija se perdería, que era infalible que se perdiese, sobre todo si daba en cantar. Y me eché de rodillas delante de ella, y la obligué a que me jurase que no cantaría nunca, así se hundiese el mundo. Y me lo juró. Solo que, como ya no era yo aquel de antes, de allí a pocas mañanas, acechando desde la esquina, la veo que abre la ventana, que se pone a regar las macetas, y que al mismo tiempo, a competencia con el canario, rompe a cantar... Me dio la sangre una vuelta redonda y se me quedaron las manos frías. Volví a casa, entré en el cuarto de la muchacha, la cogí por el pelo y debí de pegarle bastante, porque gritó y estuvo más de una semana con una venda.
¿Creerá usted, padre, que se enmendó? A los quince días vuelvo a rondar y vuelve a asomarse, y otra vez el canticio, y enfrente un grupo de mozalbetes que se para y le dice muchos olés...
Callé; no entré a castigarla. Y por la tarde, mientras batía mi suela, me parecía que una voz rara, como de algún chulo que se reía de mí, me decía lo mismo que doce años antes: «No tienes vergüenza... Había que matarla.»
Cené muy triste, y después que me acosté, la misma voz, erre que erre: «Matarla, matarla...»
Entonces me levanté despacio, cogí la herramienta, en puntillas, me acerqué a la cama, y de un solo golpe... Ahora hagan de mí lo que quieran, que ya tengo mi honra desempeñada.
-¿Creerán ustedes -añadió el padre Téllez- que no le pude quitar la tema de la honra? Se arrepentía.... pero a los dos minutos volvía a porfiar que era un caballero, y su conducta, más que culpable, ejemplar... En este terreno casi murió impenitente...
-Estaría loco -dijimos, a fin de consolar al sacerdote, que se había quedado muy abatido al terminar su relato.

«El Imparcial», 12 abril 1897.

Cuento de amor

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Deber

De los que, a la desesperada, habían desembarcado en los escollos, quedaba una hacina de troncos palpitantes, mu­tilados y sangrientos, que casi a la vez tumbó sobre el recanto de la playa el plomo enemigo. ¿Qué fin se proponían al desembarcar así? Ninguno; quizá no sobrevivir a los otros, cuyos cuer­pos obstruían el paso, revueltos con las embarcaciones sacrificadas, echadas a pique. No habiendo podido cerrar la bahía, tratábase de morir.
Y habían muerto con el gesto senci­llo y gallardo de aquella gente durante aquella guerra; pero alguno respiraba aún. No hacía el menor movimiento; tenía destrozad,as ambas piernas y una bala en la clavícula. No sentía dolor, sino sólo los comienzos del frío y peso en las extremidades, la inercia, que pronto sería reemplazada por el deva­neo de la fiebre. Permanecía con los ojos cerrados, el rostro blanquecino, semejante -a pesar de su uniforme europeo- a uno de esos muñecos de marfil que esculpen delicadamente los nipones. En el abandono de su letargo calenturiento reaparecía más claro el sello de la raza, lo oblicuo de los ojos, lo menudo, como rudimentario, de las facciones, la expresión mística, infantil ingenua, de la faz, lo exiguo de la ca­beza, la negrura lustrosa del lacio pelo.
Nada menos belicoso que semejante fisonomía. Antes que guerrero mori­bundo, parecía rota marioneta, fútil y dulce juguete desechado por un niño. Y en su cerebro, las imágenes empeza­ban a atropellarse con lucidez febril, opresiva. Borrados todos los recuerdos del disfraz occidental, la pintoresca existencia asiática se desarrollaba con sus prestigios de color y luz, con su brillantez y su molicie suave, natural­mente artística.
El herido se encontraba en un jar­dín, terraza colgada sobre un río, cer­cada por tapia de escasa altura, hecha de azulejos de porcelana policroma. Macetas diminutas, con arbustos ena­nos, coronaban la tapia, y árboles re­cortados en figura de peces, esquifes o jarrones, rodeaban el quiosco, de porcelana también.
Dentro, en platos primorosos, se brin­daban frutas, nísperos de oro, pavías de felpa rosa, naranjitas bruñidas, guan­teadas por su flexible piel. Confituras ligeras, capullos e insectos en amíbar, completaban el refresco. Dos tibores sostenidos por un dragón o endriago fabuloso, se alzaban sobre peanas de madera laqueada en los ángulos del delicioso quiosco, todo enramado y en­guirnaldado de campanillas abiertas, que sobre las columnas de porcelana parecían adornos cerámicos, de una cerámica milagrosamente frágil.
Frente al quiosco, apoyada en la ta­pia, flanqueada de cerezos en flor, cu­yas negras, desnudas y lisas ramas sal­picaban estrellas carmesíes, una fontana, un hilo de agua recayendo en con­cha gigantesca, emperlaba el aire con su cántico de cristal fino. En el seno de nácar de la tridacne, dentro del agua blanca, movida, monstruos de es­malte turquí y bermejo nadaban lenta­mente, y en el cáliz de las flores del cerezo, gotas de humedad refulgían al sol. Y el herido sintió una sed rabioga, infinita. ¡Aquella agua! ¡Aquella agua! Era la misma que había mojado sus labios, refrescando su lengua, cuando niño; reconoció la fuente, el delgado chorro, el musical gorgoteo que produ­cía al recaer en la valva, estremecien­do de gozo a los ciprinos... Se arrojó con salto nervioso hacia la fuente. En el instante mismo, los endriagos de los tibores, desperezándose, pegando un brinco felino y cruel, se interpusieron. Sus fauces pintadas echaban fuego, sus ojos redondos saltaban de las órbitas, sus garras corvas amenazaban a las pupilas del audaz. Y la canturria mis­teriosa del hilito cristalino parecía re­petir: «Sagrada es la fuente.»
El herido, desalentado, se desplomó en un taburete de laca, bebiendo, a fal­ta de cosa mejor, la frescura que subía del río. Iba a ponerse el sol ; el hori­zonte era violeta y púrpura; una luna inflamada asomaba detrás de una coli­na de estaño, escueta y geométrica en su dibujo. Así que el globo encendido se alzó, palideciendo, del fondo son­brío de la perspectiva confusa, vela­da por tules negruzcos, empezaron a surgir puntos lucientes, chispitas im­perceptibles, que aumentaron hasta formar hormiguero infinito de faroli­llos, linternas y faroles de papel.
La noche se esclareció con el res­plandor de millones de luces, y las fi­guras raras, el abigarrado surgir de muecas, visajes y vuelos de alimañas fantásticas en las faces de las grandes farolas, alborozaron al herido, causán­dole un transporte de orgullosa locura. Porque había comprendido: la ciudad se incendiaba, delirante, celebrando la victoria, el magnífico triunfo de los ágiles y de los resignados a perecer, so­bre una enorme masa pesada y dura, fría y resistente como una pirámide de basalto. Aquellos faroles eran lenguas de llama que le gritaban «¡vítor!», y la innúmera muchedumbre que llenaba las calles, que se esparcía por las ori­llas del río y lo surcaba en barquitos chatos, en juncos estrechos, ascuas de lumbre sobre el agua aceitosa, alzaba un himno a su valor sublime, y al de los que yacían en el fondo del abra, en­tre los restos de los inmolados cañone­ros, perdidos allí para que el enemigo no pasase.
En la otra orilla, los barcos de flores, las casas de té, resplandecían más que ningún edificio. Las musmis de nom­bres de flor, de sonrisa trazada con un rasgo de cinabrio, de rizos simulados con una voluta de tinta china, de cara pálida, lisa, graciosamente tristona; las aseñoritadas meretrices de formas recogidas y puras, de púdico ropaje, se asomaban a las barandillas de sus bál conadas, le llamaban, le cantaban ver­sos elogiosos, llamándole guerrero di­vino, terror del Occidente, sucesor de los héroes que la crónica fiel rodea de leyendas, en caracteres de cobalto y oro.
El herido se erguía altivo, extasiado, y notaba al erguirse que un choque, un tilinteo de armas, acompañaba la ac­ción. Mirábase y se encontraba vestido de viejo combatiente, de samural tra­dicional. Su mano derecha esgrimía el clásico sable, de empuñadura curiosa­mente trabajada por desconocido artis­ta; su izquierda columpiaba el abani­co, donde una bandada de grullas alza el vuelo en celajes nacarados punti­lleados de plata. Las laminículas de su coraza jugaban sobre su pecho, y le en­mascaraba el rostro una careta de expresión feroz y horrible. Ataviado así, echó a andar, descendió la escalinata, se acercó a la margen del río, rielante de colores. La muchedumbre le abría paso, las cortesanas le sonreían con enamorada humildad. El caminaba ha­cia el palacio imperial, hacia los par­ques y los bosques de la sacra residen­cia inaccesible a los ojos humanos. No era posible que con aquel traje nadie le detuviese, y, en efecto, lejos de dete­nerle, la gente le seguía, le arrastraba en su torrencial flujo, le llevaba en vo­landas, en hombros, en brazos, en al­to, en improvisado palanquín, no sa­bía él mismo cómo, pero ciertamente bogando por cima de un océano de fa­rolillos tembladores y oscilantes, entre cuyas olas, acribilladas' de luz, se ane­gaba a veces, viniendo las miríadas de puntos luminosos a inundar su cabeza, a quemar con reiterado picor de brasa su cuerpo, a deslumbrar y cegar sus pupilas resecas de calentura.
Un dolor agudo le devolvió el conoci­miento.
El sol caía a plomo sobre su fren­te. Le estaban incorporando, palpando, arrancándole entre el montón de cadá­veres. Unas barbas frondosas y rubias, un semblante ancho, sonrosado, serio, se inclinaba sobre él, y el aliento del hombre del Norte se mezclaba con el suyo.
-La camilla -oyó decir. Con cuida­do: hacedle el menor daño posible.
El herido, fríamente, miró a su sal­vador, escrutó sus ojos claros, húmedos de vida, sus sienes blancas bajo la go­rra de campamento' y, echando mano al cinturón, en un relámpago, sacó y disparó a boca de jarro el revólver. Cin­co tiros contestaron al suyo, y uno de los que le remataron le apoyó el ca­ñón en el hueco del oído. Pero el ofi­cial ruso había caído boca arriba, ful­minado.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

De vieja raza

A cada salto de la carreta en los baches de las calles enlodadas y sucias, las sentencias a muerte se estremecían y cruzaban largas miradas de infinito terror. Sí, preciso es confesarlo: las infelices mujeres no querían que las degollasen. Aunque por entonces se ejercitaba una especie de gimnasia estoica y se aprendía a sonreír y hasta lucir el ingenio soltando agudezas frente a la guillotina, en esto, como en todo, las provincias se quedaban atrasadas de moda, y los que presentaban su cabeza al verdugo en aquella ciudad de Poitou no solían hacerlo con el elegante desdén de los de la «hornada» parisiense. Además, las víctimas hacinadas en la carreta no se contaban en el número de las viriles amazonas del ejército de Lescure, ni habían galopado trabuco en bandolera con las partidas del Gars y de Cathelineau. Señoras pacíficas sorprendidas en sus castillos hereditarios por la revolución y la guerra, briznas de paja arrebatadas por el torrente, no se daban cuenta exacta de por qué era preciso beber tan amargo cáliz. Ellas ¿qué habían hecho? Nacer en una clase social determinada. Ser aristócratas, como se decía entonces. Nada más. Los cuatro cuarteles de su escudo las empujaban al cadalso. No lo encontraban justo. No comprendían. Eran «sospechosas», al decir del tribunal; «malas patriotas». ¿Por qué? Ellas deseaban a su patria toda clase de bienes: jamás habían conspirado. No entendían de política. ¡Y dentro de un cuarto de hora...!
Cinco mujeres iban en la carreta: dos hermanas solteronas, viejísimas, las que mayor resignación demostraban en el trance; una dama como de treinta años, esposa de un guerrillero, separada de él desde el mismo día de sus bodas, que no le había visto nunca más porque no podía sufrirle, y pagaba ahora el delito de llevar tal nombre; una viuda, la condesa de L'Hermine, y su hija Ivona, criatura de dieciocho años, de primaveral frescura y perfecta belleza. Bajo el gorrillo o cofia de blancos vuelos, el pelo suelto y rubio de la niña se escapaba formando aureola a la cara cubierta de mortal palidez, y en que las pupilas color de violeta y los cárdenos labios parecían toques de sombra sepulcral. Las manos, atadas atrás, temblaban, los dientes castañeteaban; doblábase desmayado el cuerpo.
Sin embargo, desde la mitad del camino, que era largo por encontrarse la prisión en las afueras de la ciudad y en el centro de la plaza, Ivona de L'Hermine, enderezándose, demostró inquietud nerviosa, delatora de una esperanza. Dos veces el oficial que mandaba la escolta de «azules» a caballo se había acercado a la carreta y murmurando al oído de Ivona algunas palabras, un cuchicheo. Tiñó el carmín las mejillas descoloridas de la doncella: no era el rubor de la modestia, ni el dulce sofoco de la pasión: no eran los sentimientos que en un alma joven despiertan las expresiones del amoroso rendimiento. Por más que el oficial fuese mozo y gallardo, Ivona no reparaba en su apuesta figura. Otra cosa encendía su rostro: la vida, la mágica vida, la vida que no había saboreado y que iba a perder. Al casi paralizado corazón acudían de nuevo la sangre, y los ojos de violeta recobraban su luz. ¡No morir!
Instintivamente, desde que Ivona oyó la primera frase balbuceada por el oficial, trató de desviar el rostro, evitando el de su madre. Esta, en cambio, clavaba en Ivona los ojos, fijos, ardientes, interrogadores. Ya a la salida de la cárcel pudo notar la impresión producida en el oficial por la hermosura de Ivona. La condesa no tenía ideas políticas; no le importaba Luis XVII martirizado en el Temple; mal de su grado se veía envuelta por los sucesos; deber la vida a un republicano no le parecía humillante. Se la debería gustosísima, aceptaría la de su hija; pero... ¿y la honra?
Por espacio de largos años, recluida en sus hacienda, lejos del mundo, sólo había atendido la condesa a educar a Ivona con máximas de honestidad y de recato, cultivándola entre blancuras de azucena, fortificándola por el ejemplo de la más casta viudez. La corrupción de la corte espantaba a la condesa, y hasta había momentos en que recordaba a Luis XV, justificaba la revolución y la consideraba castigo divino, merecido y necesario. La fe y el culto supersticioso de aquella mujer no eran la monarquía ni el antiguo régimen, sino la pureza, la religión del armiño que llevaba en su título nobiliario y en la empresa de su blasón. Y al observar cómo el oficial devoraba con la mirada a Ivona, al ver que deslizaba en su oído palabras que la reanimaban instantáneamente, pensó para sí: «Quiere salvarla. ¿A ella sola? ¿A qué precio?».
Increíble parece que una idea triunfe del horror que nos domina, al ver abierta la negra boca del no ser, las fauces de la eternidad. La condesa, en tan decisivos momentos, olvidando el miedo, sólo pensaba en Ivona ultrajada, mancillada, llevada por el oficial a su pabellón como una mujerzuela, después de que la hubiese arrebatado al patíbulo. Y no cabía duda: la niña aceptaba el trato: quizá su inocencia ignorase las condiciones; pero lo admitía: era vivir, era evitar el amargo trance. Mientras la indignación hervía en el alma de la madre, la hija volvía la cabeza para buscar con sus ojos, antes amortiguados, resplandecientes ahora, suplicantes, agradecidos, al jefe de la escolta, que le dirigía una sonrisa tranquilizadora, de inteligencia... Y ya llegaban; todo iba a consumarse; la carreta empezaba a abrirse paso difícilmente por entre las oleadas de la multitud que llenaba la plaza, en cuyo centro, siniestra, y rígida silueta, se alzaba la guillotina, recogiendo un rayo de sol en su cuchilla de acero...
Al detenerse la carreta, los soldados, atentos a una orden del oficial, hicieron bajar a la condesa y a Ivona. Quedaron las demás sentenciadas dentro, aguardando su turno: rezando las viejas, la esposa del guerrillero renegando de su suerte y pidiendo compasión. La condesa advirtió que la llevaban a ella primero y que su hija quedaba como rezagada al pie de la escalera, medio perdida ya entre el gentío. El hielo del espanto, el estremecimiento que la vista del patíbulo había derramado en sus venas, provocando un sudor frío instantáneo, se convirtieron en una especie de furor silencioso, de desesperada vergüenza. Ya veía los dedos del oficial desordenando los rizos rubios de Ivona, y la imagen sensible, la representación de la afrenta era más cruel y más amarga que la del suplicio. «No lo conseguirán», decidió con resolución terrible. Acordóse de que por descuido o transigencia le habían dejado desatadas las manos. Como si quisiese confortarse el corazón, deslizó la mano por la abertura del su corpiño. Algo sacó oculto en el hueco de la mano. Y cuando el verdugo se acercó a sostenerla para que subiese los peldaños de la escalerilla, en rápida confidencia le dijo no se sabe qué, deslizándole en la diestra un puñado de oro. Se ignorará lo que dijo..., pero, por los resultados, se adivina.
Sucedió una cosa que al pronto no acertaron a explicarse los que presenciaban la escena tristísima, y en aquellos tiempos ya casi indiferente a fuerza de ser habitual. Y fue que el verdugo, retrocediendo, cogió brutalmente a la señorita de L'Hermine por el talle, por donde pudo, y en un segundo la empujó a la escalera, y a empellones la subió a la plataforma. La condesa la ayudaba, se hacía atrás, impulsaba también a su hija y la arrojaba a los brazos del ejecutor de la ley. Hízose tan rápidamente la maniobra, y era tal el oleaje del pueblo, que rugía e insultaba, la confusión en que la escolta se había apelotonado, que cuando el oficial, atónito, se precipitó, quiso intervenir, Ivona caía en la báscula, y la media luna se deslizaba mordiendo la garganta torneada, contraída por el espasmo del terror supremo, que ni gritar permite...
El verdugo agarró por los mechones largos y rubios la lívida cabeza de la niña, que destilaba sangre, y la presentó a los espectadores. Y la condesa de L'Hermine, al acercarse sin resistencia para recibir la misma muerte, pensaba con satisfacción heroica:
«¡Gracias que pude esconder en el pecho las monedas!»'

«Blanco y Negro», núm. 509, 1901.

Cuento dramático

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

De un nido

Teniendo  que  ir  a  Madrid  para  la  gestión de un asunto importante, de esos en que se atraviesan intereses considerables y que obligan a pasarse meses limpiando el polvo a los bancos de las antesalas con los fondillos del pantalón, me informé de una casa de huéspedes barata, y en ella me acomodé en una sala "decente", con vistas a la calle de Preciados.
Intentaron los compañeros de mesa redonda que se estableciese entre nosotros esa familiaridad de mal gusto,  ese tiroteo de bromas y disputas que suele degenerar en verdadera importunidad o en grosería franca. Yo me metí en la concha. El único huésped que demostraba  reserva  era  un  muchacho  como de unos veinticuatro años, muy taciturno, que se llamaba Demetrio Lasús. Llegaba siempre tarde a la mesa, se retiraba temprano, comía poco,  de  través;  bebía  agua,  respondía  con buena educación, pero no buscaba la cháchara ni aparecía jamás preguntón ni entrometido, y estas cualidades me infundieron simpatía.
Solo yo en una ciudad donde no conocía a nadie;  separado  de  la  familia,  a  la  cual  siempre he sido apegadísimo, mis necesidades afectivas se revelaron en el cariño que cobré a  aquel  mozo  apenas  le  vi  esponta-nearse  y logré  que  entrase  en  mi  cuarto,  contiguo  al suyo, dos o tres veces para aceptar un café que yo hacía en maquinilla. Me contó su historia: aspiraba a un destino, se lo tenían ofrecido, pero era preciso armarse de paciencia.
Mi  olfato  me  dijo  que  la  historia  no  estaba completa, y que detrás de aquellas revelaciones quedaba mucho que saber; pero discretamente me di por contento y ofrecí servicios.
Dinero, no, y lo sentía; que a ser rico, a no tener cinco hijos, el mayor de diez años, creo que me despojo de mi caudal para remediar la situación, asaz apurada, de Demetrio...
Detrás de la juventud suponemos el amor, y para el amor tenemos indulgencias y condescendencias  infinitas.  Yo  creía  a  Demetrio enamorado y pendiente, para realizar su felicidad, del consabido destino. Así me explicaba la preocupación del mozo, sus desapariciones, los aspectos misteriosos de su vivir, su desgana, su color quebrado y macilento. Ade-lantándome  a  la  confidencia,  di  lo  del  amor por hecho, y con tal seguridad lo afirmé, que Demetrio vino a declarar que sí, que estaba enamorado  hasta  los  tuétanos,  y  en  cuanto pudiese casarse...
Manifesté deseo pueril de conocer a la novia; me prometió llevarme a verla asomada al balcón; me enseñó, en efecto, a una preciosa muchacha, rubia como unas candelas, blanca, esbelta,  elegantísima,  de  pechos  en  un  segundo  piso  de  la  calle  próxima,  y  como  yo extrañase que la niña no nos echase una ojeada siquiera, Demetrio sonrió y dijo:
-¡Ah!  En  viéndome  acompañado...  Es  lo más delicada, lo más susceptible... Si supiese que está usted enterado..., reñimos, de seguro.
Desde  entonces  le  hablé  constantemente de la rubia, la puse en las nubes, alabé sus encantos...; en fin, de tal manera me interesé por la vida íntima de Demetrio, que me sucedía de noche soñar con ella, y de día pasar por la calle donde la rubia se asomaba al balcón,  mirándola  disimulada-mente,  como  se mira lo que nos importa. ¿Lo he de confesar todo?  Apartado  de  los  míos,  sucedíame  por momentos olvidarme de que existían, borrárseme entre neblina los contornos de la realidad. Aturdido por tantos pasos y vueltas como  tiene  que  dar  un  solicitante;  cansado  y rendido de andar de ceca en meca y ver rostros indiferentes o altaneros, el único reposo y la única satisfacción era la que encontraba en interesarme por mi joven vecino. Una puerta comunicaba su habitación con la mía; descorrí el cerrojo, y de día y de noche hablábamos, nos acompañábamos y nos prestábamos pequeños servicios. El tintero, el jabón, los peines, eran bienes comunes. Viendo a Demetrio salir a cuerpo un día frío, le propuse mi capa. Yo me arreglaría con el gabán...
Ahora  que  recapacito  y  pienso  en  aquel extraño  episodio,  comprendo  que  todo  fue culpa de la soledad y el aislamiento, que ejercen una acción excitadora y depresiva alternativamente sobre el hombre habituado a la blanda y enervante atmósfera del hogar. Yo no podía vivir sin la comunicación de los seres de mi especie: padecía la mala enfermedad, tan peligrosa para el hombre, de necesitar del hombre (como si cada uno de nosotros no llevase en sí una fuerza propia e incomunicable, una suma de alegría y de dolor que nadie puede acrecer ni aminorar...). Hoy conozco que, por mucha gente que nos rodee, vivimos  solos  siempre,  hasta  cuando  nos  creemos cercados de pedazos de nuestra alma y de retoños de nuestra sangre. Y esta convicción, manzana del árbol de la ciencia -amarga manzana,  fue  para  mí  fruto  de  la  aventura que voy relatando, porque cuando regresé a mi  casa  en  busca  de  amor  y  consuelo,  encontré en ella el menosprecio y la cólera mal disimulada, y estuve en ridículo entre los míos, que hablaron de mí con esos meneos de cabeza reveladores de un concepto de inferioridad y lástima indignada... Volviendo a Demetrio Lasús, tanto fue estrechándose nuestra amistad, que le confié mis esperanzas todas. No le oculté que, empopado ya el asunto que en Madrid me detenía, iba a recibir una suma, plazo primero y mayor de la contrata.
El día en que la suma llegó a mi poder, Lasús vio cómo la guardaba en mi baulillo -las llaves  de  las  fondas  no  ofrecen  seguridad-,  y cuando tuve que salir, dije a mi amigo:
-Voy sin cuidado, porque usted no piensa moverse de casa.
-Vaya usted tranquilo -me respondió.
Y, en efecto, tan tranquilo fui, que al regresar, ni me cercioré de si estaba allí la cantidad, los fajos de billetes verdosos, mugrientos,  sobados,  tan  gratos,  sin  embargo,  a  la vista. Me acosté temprano; Lasús me aseguró que se acostaba también. A medianoche creí oír ruido en su cuarto. Se habrá desvelado -pensé- acordándose de su linda rubia. Y me entró el alborozo. ¡Amor! ¡Juventud! ¡Qué divinas cosas! A la mañana siguiente yo tenía que entregar la cantidad. Me levanté, me arreglé activamente, y ya con el sombrero puesto, abrí sin recelo la maleta... Aún recuerdo que me quedé sin voz: lo que se dice mudo, afónico por completo. ¡No había allí ni rastro de  los  billetes!  Palpé,  revolví  con  alocados movimientos... ¡Nada!
Caí  al  suelo  acogotado.  Me  encontraron roncando una  congestión. Me  acostaron, me sangraron, mucho derivativo... El médico dijo que  salvaría...  pero  ¡cuidadito!  Si  se  repitiese...
Y  así  que  pude  hablar,  preguntar,  armar alboroto, risas irónicas me contestaron.
-Pero,  ¿a  quién,  a  no  ser  a  usted,  santo varón, se la pega Lasús? ¿Quién no sabía que era  un  jugador  de  oficio,  un  tahúr  eterno  y sempiterno?  ¿Por  qué  se  hace  usted  uña  y carne de un hombre así? ¿Quién le mandaba intimar con él y ni siquiera cruzar la palabra con  los  demás  huéspedes,  gente  honrada  y formal? ¿Y se ha tragado usted lo del destino, y lo de los amoríos, y todo?
Y como yo, furioso, hablase de tribunales y jueces, la bigotuda patrona añadió:
-Sí;  cítele  usted  ante  el  Padre  eterno...
¡Han traído los papeles que a la salida de la timba  se  pegó  un  tiro  y  quedó  redondo!  Se conoce que perdería en una noche toda la guita de usted...
Sin  poderlo  remediar  -¡cuidado  que  soy majadero!-  perdoné  al  alma  atormentada  y crispada del pasional incorregible, que me arruinaba y me desconceptuaba para siempre.

"Blanco y Negro", núm. 592, 1902.

Interiores

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

De polizón

Queriendo ver de cerca una escena triste, fui a bordo del vapor francés, donde se hacinaban los emigrantes, dispuestos a abandonar la región gallega. La tarde era apacible; apenas corría un soplo de viento, y el cielo y el mar presentaban el mismo color de estaño derretido; el agua se rizaba en olitas pesadas y cortas, que parecían esculpidas en metal. Desde el costado del vapor nos volvimos y admiramos la concha, el primoroso semicírculo de la bahía marinedina, el caserío blanco y las mil galerías de cristales, que le prestan original aspecto.
Trepamos por la escalerilla colgante a babor, y al sentar el pie en el puente, no obstante la pureza del aire salitroso, nos sentimos sofocados por el vaho de la gente, ya aglomerada allí. Poco avezados a moverse en espacio tan reducido, hechos a la libertad campestre, los labriegos se empujaban, y había codazos, resoplidos y patadas impacientes. Las familias de los emigrantes no acababan de resolverse a marchar, y el marino francés encargado de recoger el inevitable papelito amarillo se impacientaba y gruñía: Cette idée de venir ici faire ses adieux! On s'embrasse sur le quai, et puis c'est fini. El navegante, curtido por innumerables travesías, no comprendía a los que lloriqueaban. ¡Un viaje a América! ¡Valiente cosa!
Nos entretuvimos un rato en observar las variadas fisonomías de los emigrantes. Había rostros cerrados y bestiales de mozos campesinos, y caras expresivas, como de santos en éxtasis, alumbradas por grandes pupilas meditabundas. Las muchachas, con los ojos bajos y el continente modesto peculiar de las gallegas, parecían el botín de la guerra de un corsario. Entre los recién embarcados podían distinguirse los pasajeros ya recogidos en San Sebastián, y se veían mujeres guipuzcoanas desgreñadas, hoscas, pálidas de mareo con la marca de su raza: el duro diseño de las facciones.
En medio de aquella abatida grey, de aquellas figuras que sólo perdían el carácter bajo y plebeyo para adoptar expresión resignada y mística, me llamó la atención un aldeano viejo, exclusivamente consagrado a cuidar del transporte de su equipaje, reducido a un lío metido en un trapo de algodón y un arcón roído de polilla.
Contaría el viejo lo menos setenta años, y de su sombrero de fieltro, atado con un pañuelo para que no volase, se escapaba una rueda de argentados mechones que hacían resaltar el tono cobrizo de la tez. Vestía el traje del país, los blancos calzones de lienzo llamados «cirolas», la faja oscura y el «chaleque» con triángulo en la espalda. La cara denotaba gran astucia, y las pestañas blanquecinas daban singulares reflejos a los ojos azules, penetrantes y cautelosos. Iba solo; nadie le auxiliaba en su faena, y aunque nada deba sorprender, me sorprendía que tan próxima a la hora de la muerte emprendiese aquel hombre largo viaje y se arrojase a un cambio total de vida y costumbres. ¿Qué haría en el Nuevo Mundo?¿Qué confusión no serían para él los usos, los trajes, el habla, el ambiente, tan diverso del respirado hasta entonces? ¿A qué usos iba a aplicar su vetusta máquina, y qué buscaba en el país americano, si no era el cementerio?
Mientras yo devanaba estas reflexiones, el viejo seguía preocupado de desenredar su equipaje, entre el bullicio y el hervidero de la gente. No interrumpían su faena el cabestrante y la grúa, y esta parecía inmenso brazo que desde el vapor arramblase con cuanto había en tierra; la mano de gigantesco pirata barriendo el puerto de Marineda y trayendo arcas, sacos, baúles, muebles -sirviendo de tendones al brazo los fuertes cables-, para llevárselo todo a otra tierra más clemente con el hombre. Inclinado el viejo sobre la borda, seguía, palpitante de inquietud, los movimientos de la grúa, portadora del equipaje. Al fin se dilató su rostro y chispearon sus pupilas: balanceábase en el aire y descendía pausadamente el arca. ¡Cuánto conocía yo ese mueble familiar de nuestros aldeanos, donde guardan lo que más estiman! Allí se encierran, entre espliego, «lesta» y olorosas manzanas, el «dengue» majo, la randada camisa de lino, el «paño» de seda y los brincos de filigrana de plata, galas que sólo salen a relucir el día de fiesta del patrón; allí, en el pico, se esconden, dentro de una media de lana, los ahorros que tantas privaciones presentan, desde el amarillo centén hasta el roñoso ochavo «de la fortuna».
El arca del viejo era de las mayores, pero también de las mas mugrientas y desvencijadas: traía remiendos de madera nueva y zunchos de hierro torpemente aplicados. Cuando vino a caer bruscamente sobre la cubierta, el viejo tendió las manos nudosas y se precipitó a parar el golpe; pero le empujó el tropel y dio de bruces contra un baúl de cuero, jurando enérgicamente. Al erguirse, su primer pensamiento fue para el arca. La estaban arrinconando, sepultándola bajo mundos de hojalata y líos de jergones -pues, como es sabido que en Montevideo no se da cama a los sirvientes, los emigrantes se llevan la suya-. Al ver que desaparecía el arca, el viejo blasfemó otra vez, y, apartando jergones, se lanzó a sacarla de entre tanta balumba. Los dueños corrieron a defender su propiedad; hizo resistencia el viejo, y se trabó una disputa que iba a convertirse quizá en batalla. Intervino el sobrecargo, que hablaba español, y, tratando de idiota al viejo, le preguntó qué carabina le importaba que el arca estuviese encima o debajo, pues siendo pesada y voluminosa, tenía que acomodarse de manera que no estropease los baúles. El viejo balbucía: un temblor extraño agitaba su cabeza, y la mirada escrutadora del francés se clavaba en él como la hoja de un cuchillo. «A sacar fuera ese condenado arcón», ordenó a los marineros; y aunque el viejo intentaba cubrir con su cuerpo el mueble, el sobrecargo, reparando en dos agujeros circulares que a los costados tenía, corrió a avisar al capitán. «Ouvrez», mandó éste imperiosamente; y como el viejo, barbotando protestas no quisiese entregar la llave, hicieron ademán de echar a la bahía el arca.
Palideció el aldeano bajo la pátina que el sol había depositado en su rugoso cutis; dos lágrimas corrieron por sus mejillas, y, volviendo la cara, alargó la llave. Abierta el arca misteriosas, un grito se alzó del corro formado alrededor: dentro venía un muchacho como de quince anos, medio asfixiado ya... Era lo que se llama en la jerga del puerto un «polizón», un pasajero que se cuela a bordo sin pagar billete... Entonces comprendí no sólo la desesperación mímica del viejo y sus afanes porque el arca no quedase debajo de los baúles, sino cómo se atrevía a cruzar los mares, estando al borde del sepulcro. No iba solo; se llevaba la esperanza simbolizada en la juventud, ¡y qué esperanza! ¡Así que anocheciese y el barco se hiciese a la mar, el abuelo abriría la puerta de la jaula y el nieto saldría gozoso, seguro ya!...
Entre tanto, el viejo de rodillas, arrastrándose, arrancándose las canas greñas, sollozaba amargamente. Algunos se reían y se burlaban; los más se sentían conmovidos. El capitán, accionando, encolerizado, hablaba de hacer perder al viejo el pasaje y despacharle en seguida a tierra. Mediamos para aplacarle, representándole la miseria de aquella gente, recordándole que hombre pobre todo es trazas, y que la necesidad dicta esos ardides. El viejo, sintiéndose protegido, redobló los extremos y nos contó una historia de dolor: su yerno, emigrado hacía años; su hija, muerta; el nietecillo, sobre sus cansadas espaldas; la cosecha, perdida; la vaca, vendida por no haber hierba que darle; la contribución, doblada; el fisco, sin entrañas; el Cielo, sordo a las oraciones...
¿Qué haríais si escucháseis estas lástimas? Hubo cuestación, y el capitán se conformó con bastante menos del precio del billete, porque tampoco el capitán era ningún tigre.
Y abandonamos el barco, próximo ya a emprender su rumbo hacia otro hemisferio. Había anochecido, y la concha de la bahía ostentaba un esplendente collar de luces, en el centro del cual destellaba como enorme rubí el rojo farol del Espolón. Del vapor salían las notas frescas del zortzico donostiarra; los gallegos, viendo desaparecer entre las sombras las amadas costas de su tierra, no tenían valor ni para entonar uno de sus cantos prolongados y melancólicos.

«Blanco y Negro», núm. 289, 1896.

Historias y cuentos de galicia

1.005. Pardo Bazan (Emilia)