El alma asturiana, no es el
espíritu burlón que ríe entre carcajadas banales. Por
el contrario, es
el ente magnífico
que, vive hasta
el frenesí, el drama
y tal vez
tragedia, de quien
ha nacido, fiel
a la maldición bíblica, para
vivir con el sudor de la frente, cara a cara a la vida, llena
de sinsabores, luchas
y sacrificios; pero,
sin una renunciación al espíritu
que dicta la corrección del yerro, del "mea culpa".
Por eso...
Arrastrándose sobre un camino
pedregoso, marchaba lentamente y arrodillada, una mujer. Gruesas gotas de
sudor, sucio de polvo y lágrimas, dibujaban en su rostro, bellamente joven, el
cruel estigma del sufrimiento.
Era al fílo de la medianoche. ¡Hora magnífica, lo mismo de cuentos de
hadas, que de fantasmas de Shakespeare! Un
rayo de luna, atravesó luminoso
las ramas entrelazadas
de los múltiples árboles de la floresta, para ir a
nimbar misericordiosamente, el rostro de
aquella incógnita mujer que,
fantasmagóricamente -luces de estrellas
y de ojos
negros- gemía monte
adelante en pos
de una meta, final del
sacrificio.
Diríase, que en medio de la
inmensidad sobrecogedora de la noche, marchaba sola; no obstante, el leve
quejido de una criatura, delató la existencia de otra vida,
-¡Calla, calla, hija mía! ¡Los
"remedios" aún esán a una legua...!
¡Magnífica luna, que tantas cosas
sabes de santos y de locos! Mas ingrata,
se ocultó tras
una nube plúmbea
que, honrada hasta
la exageración, quiso vestir con las gases del pudor, la verdad de quien
todo lo hace con el púdico desnudo de la sinceridad. Y al ocultarse la Luna , reina
luminosa del firmamento,
cubrió de sombras,
la hora precisa de aquel
instante.
Aquella sombra silente -dos en una
vida- hallábase en la falda de la
loma Cortina, adivinándose
el frente, el
Monte Areo, que, difuminaba -no
ocultaba, -con el
negro tul de
la noche, el
orgullo perenne de haber sido Calzada romana, por donde la vanidad de
los Césares, habían desafiado en sus carros de combate, el poderío del mundo
entero.
Después vino el alba. Era un amanecer placido de Setiembre.
Sobre la cumbre del noble monte
Aleo, la aurora rosada y alegre, besó la maravilla inconfundible del Valle de
Carreño. Los gallos vocingleros,
anunciaban presuntuosos la
gloria del amanecer, mientras las campanas del Templo
campesino, conmovían a la aldea con
el feliz anuncio
de que Dios
estaba y concedía
más vida.
¡Maravilloso despertar
de un poblado,
cuando los mirlos
peinan coquetuelos las alas,
bruñendo su pico
dorado en la
suavidad aterciopelada de las hojas de abedul! Sobre la aldea, flota el
aroma de pan tierno en la masera y los campesinos madrugadores acarician sus reses, mansas
en el establo.
Contemplaba el monte
Arco, tendido a la rosa de todos los vientos, la policromía inimitable
del concejo de Carreño, con sus árboles próceres, su veaas ubérrimas, sus ríos
de aguas purísimas y plácido discurrir, cantando de continuo la endecha
de fecundidad, pródigamente
ofrecida a estas paradisíacas tierras carreñenses.
¡No en vano dicen que Murillo,
saturó en esta Comarca de colores sus
pinceles, y que,
Salcillo, copió, en
la fecundidad de sus
creaciones, el modelo que Dios aquí había ocultado!
Llegaron las horas tempranas del
día. Tal una oración de gracias, quizá
grito de júbilo
o campanil repique
de gloria, estremeció
al Valle, el dulce son de una gaita. ¡Toque de alborada en día de fiesta!
¡Gloria de la tradición inveterada,
en la adoración al Santo!
Entonces los
viejos, tan llenos
de años, como
de achaques y nostalgias, saltan del lecho al conjuro del
ascentral instrumento, que les habla con su cadencia chillona, de niñez y juventud,
amoríos y mortajas.
-¡Gaitero! ¡Toca, toca, hasta
reventar en "mío" quintana! ¡Bendita alborada, no te vayas! ¡Toca,
gaitero!
Mas el gaitero se va. Ordénale la
tradición que, antes de la misa solemne,
ha de visitar
una por una,
las casas del
pueblo. El, va ufano,
satisfecho de la
magnífica importancia de
su persona, mientras los ancianos
que, rejuvenecidos habían saltado del lecho, le siguen con la mirada, mohinos,
maltrechos, llorosos. ¡Quién sabe, si será la última alborada!
Mientras tanto, aquella mujer enlutada, que misericordiosamente el rayo
de luna besó,
seguía adelante en el lento
peregrinaje de rodillas.
-iHala! ¡Hala! ¡No gimas hija mía! La Misa es a las doce y hemos de
llegar, iHala! ¡Hala! Es mi promesa...
Era
una mujer hermosa
de no más
de veinte años:
El rostro moreno de campesina sana,
era todo envuelto por la luz de sus ojos negros. Cabeza y hombros, iban ocultos
por una manta oscura de largos
flecos, que a
su vez resguardaba
la diminuta figura
de la criatura. ¡Ambas seguían adelante! ¡Era una promesa! La
sangre manando de las rodillas maltrechas, escribía sobre los guijarros
de los montes y sobre el césped de la pradera, el poema heroico más sublime que
fuera capaz de
concebir y expresar,
el más excelso poeta.
Hubo momentos en su peregrinar, que
extenuada, besaba el suelo con el rostro. Entonces, de espaldas, tumbábase en
el campo y, de su pecho recio
de mujer jóven,
donaba a aquel
ser en embrión, néctar de vida que era su propia
sangre.
Pero...
-¡Adelante hija! ¡Los
"Remedios" están cerca! ¿Qué importa que mis carnes queden por el
camino, sí a quien tú debes la vida, ha arrojado a tu madre en el arroyo?
... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Erguida, gallarda,
maravillosa, era portada
en andas, por
cuatro mozarrones de la
aldea y, seguida
procesionalmente por miles
de fieles, romeros de
toda Asturias, que,
conmovidos entonaban las estrofas de su himno:
¡Virgen de los Remedios Compasiva!
¡Compasiva! Eso decían aquellos
marineros descalzos, que desde lejanos
puertos arribaran al
Santuario, para agradecerle
la intercesión en la
hora trágica del
naufragio, ¡Compasiva! Así pregonaban aquellas
madres irguiendo en
alto, el hijo
de sus entrañas, salvado
por la
Señora , cuando los
médicos habían claudicado; los
ciegos, vueltos a la luz; los perdidos que, hallaron el camino; los
paralíticos, de nuevo
con movimiento... Ellos eran su procesión, con la escolta de
hábitos morados amortajando a mujeres agradecidas.
La procesión, lentamente, con
majestad, seguía adelante.
Profusión de cohetes atronaban al
espacio, mientras muchachas jóvenes tiraban al cielo multitud de flores.
De pronto... la marcha queda paralizada. Los mozarrones que portan la Santa Imagen ,
retroceden. Ante ellos, patéticamente
quieta, transfigurada, está una mujer de hinojos. Sola, en medio de la
multitud. Clava sus ojos en la
Virgen y levanta en alto los brazos con una criatura. A todos
pareció que la Santa ,
la miraba compasiva y que aquella flor de la PUREZA , que porta en su diestra, se había
estremecido.
Mas la procesión y la mujer,
siempre arrodillada, se perdieron en la penumbra del Santuario. Horas después,
no era más que una de tantas penitentes.
Sin embargo, a la mañana,..
El Sacerdote, entró a oficiar su
misa de alba. En una esquina de la
Ermita, halló a la mujer aterida de
frío, postrada sobre sus rodillas sangrantes.
-¿Se puede saber?...
-¡Perdóneme, señor cura! Me escondí
en el coro. Cuando terminó el desfile de romeros, salí para...
-¿Pero?...
-Mire usted a la Virgen , señor Cura...
Sobre el altar, a los mismos pies
de la Imagen ,
en la cunita de pajas del Niño Jesús, hallábase tendida una niña, de belleza
tan solo igualable a la del propio Infante.
-No se si pequé, señor. Un hombre
me hizo madre y huyó. Vine a preguntarle a la Virgen... ¿Yo pequé?
En el mismo instante, LA FLOR BLANCA DE PUREZA,
cayó de la santa mano de la
Virgen , sobre el rostro hermoso de la criatura...
Cuento asturiano
1.017. Busto (Mariano)