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martes, 18 de junio de 2013

El angel de lo singular

Extravagancia
Era una fría tarde de noviembre. Acababa de dar fin a un almuerzo más copioso que de costumbre, en el cual la indigesta trufa constituía una parte apreciable, y me encontraba solo en el comedor, con los pies apoyados en el guardafuegos, junto a una mesita que había arrimado al hogar y en la cual había diversas botellas de vino y liqueur. Por la mañana había estado leyendo el Leónidas, de Glover; la Epigoniada, de Wilkie; el Peregrinaje, de Lamartine; la Columbiada, de Barlow; la Sicilia, de Tuckermann, y las Curiosidades, de Griswold; confesaré, por tanto, que me sentía un tanto estúpido. Me esforzaba por despabilarme con ayuda de frecuentes tragos de Laffitte, pero como no me daba resultado, empecé a hojear desesperadamente un periódico cualquiera. Después de recorrer cuidadosamente la columna de «casas de alquiler», la de «perros perdidos» y las dos de «esposas y aprendices desaparecidos», ataqué resueltamente el editorial, leyéndolo del principio al fin sin entender una sola sílaba; pensando entonces que quizá estuviera escrito en chino, volví a leerlo del fin al principio, pero los resultados no fueron más satisfactorios. Me disponía a arrojar disgustado

Este infolio de cuatro páginas, feliz obra
Que ni siquiera los poetas critican,

cuando mi atención se despertó a la vista del siguiente párrafo:
«Los caminos de la muerte son numerosos y extraños. Un periódico londinense se ocupa del singular fallecimiento de un individuo. Jugaba éste a “soplar el dardo”, juego que consiste en clavar en un blanco una larga aguja que sobresale de una pelota de lana, todo lo cual se arroja soplándolo con una cerbatana. La víctima colocó la aguja en el extremo del tubo que no correspondía y, al aspirar con violencia para juntar aire, la aguja se le metió por la garganta, llegando a los pulmones y ocasionándole la muerte en pocos días.»
Al leer esto, me puse furioso sin saber exactamente por qué.
-Este artículo -exclamé- es una despreciable mentira, un triste engaño, la hez de las invenciones de un escritorzuelo de a un penique la línea, de un pobre cronista de aventuras en el país de Cucaña. Individuos tales, sabedores de la extravagante credulidad de nuestra época, aplican su ingenio a fabricar imposibilidades probables... accidentes extraños, como ellos los denominan. Pero una inteligencia reflexiva («como la mía», pensé entre paréntesis apoyándome el índice en la nariz), un entendimiento contemplativo como el que poseo, advierte de inmediato que el maravilloso incremento que han tenido recientemente dichos «accidentes extraños» es en sí el más extraño de los accidentes. Por mi parte, estoy dispuesto a no creer de ahora en adelante nada que tenga alguna apariencia «singular».
-¡Tios mío, qué estúpido es usted, verdaderamente! -pronunció una de las más notables voces que jamás haya escuchado.
En el primer momento creí que me zumbaban los oídos (como suele suceder cuando se está muy borracho), pero pensándolo mejor me pareció que aquel sonido se asemejaba al que sale de un barril vacío si se lo golpea con un garrote; y hubiera terminado por creerlo de no haber sido porque el sonido contenía silabas y palabras. Por lo general, no soy muy nervioso, y los pocos vasos de Laffitte que había saboreado sirvieron para darme aún más coraje, por lo cual alcé los ojos con toda calma y los pasee por la habitación en busca del intruso. No vi a nadie.
-¡Humf! -continuó la voz, mientras seguía yo mirando. ¡Debe de estar más borracho que un cerdo, si no me ve sentado a su lado!
Esto me indujo a mirar inmediatamente delante de mis narices y, en efecto, sentado en la parte opuesta de la mesa vi a un estrambótico personaje del que, sin embargo, trataré de dar alguna descripción. Tenía por cuerpo un barril de vino, o una pipa de ron, o algo por el estilo que le daba un perfecto aire a lo Falstaff. A modo de extremidades inferiores tenía dos cuñetes que parecían servirle de piernas. De la parte superior del cuerpo le salían, a guisa de brazos, dos largas botellas cuyos cuellos formaban las manos. La cabeza de aquel monstruo estaba formada por una especie de cantimplora como las que se usan en Hesse y que parecen grandes tabaqueras con un agujero en mitad de la tapa. Esta cantimplora (que tenía un embudo en lo alto, a modo de gorro echado sobre los ojos) se hallaba colocada sobre aquel tonel, de modo que el agujero miraba hacia mí; y por dicho agujero, que parecía fruncirse en un mohín propio de una solterona ceremoniosa, el monstruo emitía ciertos sonidos retumbantes y ciertos gruñidos que, por lo visto, respondían a su idea de un lenguaje inteligible.
-Digo -repitió- que debe de estar más borracho que un cerdo para no verme sentado a su lado. Y digo también que debe ser más estúpido que un ganso para no creer lo que está impreso en el diario. Es la ferdad... toda la ferdad... cada palabra.
-¿Quién es usted, si puede saberse? -pregunté con mucha dignidad, aunque un tanto perplejo-. ¿Cómo ha entrado en mi casa? ¿Y qué significan sus palabras?
-Cómo he entrado aquí no es asunto suyo -replicó la figura; en cuanto a mis palabras, yo hablo de lo que me da la gana; y he fenido aquí brecisamente para que sepa quién soy.
-Usted no es más que un vagabundo borracho -dije. Voy a llamar para que mi lacayo lo eche a puntapiés a la calle.
-¡Ja, ja! -rió el individuo. ¡Ju, ju, ju! ¡Imposible que haga eso!
-¿Imposible? -pregunté. ¿Qué quiere decir?
-Toque la gambanilla -me desafió, esbozando una risita socarrona con su extraña y condenada boca.
Al oír esto me esforcé por enderezarme, a fin de llevar a ejecución mi amenaza, pero entonces el miserable se inclinó con toda deliberación sobre la mesa y me dio en mitad del cráneo con el cuello de una de las largas botellas, haciéndome caer otra vez en el sillón del cual acababa de incorporarme. Me quedé profundamente estupefacto y por un instante no supe qué hacer. Entretanto, él seguía con su chachara.
-¿Ha visto? Es mejor que se quede quieto. Y ahora sabrá quién soy. ¡Míreme! ¡Fea! Yo soy el Ángel de lo Singular.
-¡Vaya si es singular! -me aventuré a replicar. Pero siempre he vivido bajo la impresión de que un ángel tenía alas.
-¡Alas! -gritó, furibundo. ¿Y bara qué quiero las alas? ¿Me doma usted por un bollo?
-¡Oh» no, ciertamente! -me apresuré a decir muy alarmado. ¡No, no tiene usted nada de pollo!
-Pueno, entonces quédese sentado y bórlese pien, o le begaré de nuevo con el baño. El bollo tiene alas, y el púho tiene alas, y el duende tiene alas, y el gran tiablo tiene alas. El ángel no tiene alas, y yo soy el Ángel de lo Singular.
-¿Y qué se trae usted conmigo? ¿Se puede saber...?
-¡Qué me draigo! -profirió aquella cosa-. ¡Bues... qué berfecto mal-educado tebe ser usted para breguntarle a un ángel qué se drae!
Aquel lenguaje era más de lo que podía soportar, incluso de un ángel; por lo cual, reuniendo mi coraje, me apoderé de un salero que había a mi alcance y lo arrojé a la cabeza del intruso. O bien lo evitó o mi puntería era deficiente, pues todo lo que conseguí fue la demolición del cristal que protegía la esfera del reloj sobre la chimenea. En cuanto al ángel, me dio a conocer su opinión sobre mi ataque en forma de dos o tres nuevos golpes en la cabeza. Como es natural, esto me redujo inmediatamente a la obediencia, y me avergüenza confesar que sea por el dolor o la vergüenza que sentía, me saltaron las lágrimas de los ojos.
-¡Tíos mío! -exclamó el ángel, aparentemente muy sosegado por mi desesperación. ¡Tios mío, este hombre está muy borracho o muy triste! Usted no tebe beber tanto... usted tebe echar agua al fino. ¡Vamos beba esto... así, berfecto! ¡Y no llore más, famos!
Y, con estas palabras, el Ángel de lo Singular llenó mi vaso (que contenía un tercio de oporto) con su fluido incoloro que dejó salir de una de las botellas-manos. Noté que las botellas tenían etiquetas y que en las mismas se leía: «Kirschenwasser».
La amabilidad del ángel me ablandó grandemente y, ayudado por el agua con la cual diluyó varias veces mi oporto, recobré bastante serenidad como para escuchar su extraordinarísimo discurso. No pretendo repetir aquí todo lo que me dijo, pero deduje de sus palabras que era el genio que presidía sobre los contretemps de la humanidad, y que su misión consistía en provocar los accidentes singulares que asombraban continuamente a los escépticos. Una o dos veces, al aventurarme a expresar mi completa incredulidad sobre sus pretensiones, se puso muy furioso, hasta que, por fin, estimé prudente callarme la boca y dejarlo que hablara a gusto. Así lo hizo, pues, extensamente, mientras yo descansaba con los ojos cerrados en mi sofá y me divertía mordisqueando pasas de uva y tirando los cabos en todas direcciones. Poco a poco el ángel pareció entender que mi conducta era desdeñosa para con él. Levantóse, poseído de terrible furia, se caló el embudo hasta los ojos, prorrumpió en un largo juramento, seguido de una amenaza que no pude comprender exactamente y, por fin, me hizo una gran reverencia y se marchó, deseándome en el lenguaje del arzobispo en Gil Blas, beaucoup de bonheur et un peu plus de bon sens.
Su partida fue un gran alivio para mí. Los poquísimos vasos de Laffitte que había bebido me producían una cierta modorra, por lo cual decidí dormir quince o veinte minutos, como acostumbraba siempre después de comer. A las seis tenía una cita importante, a la cual no debía faltar bajo ningún pretexto. La póliza de seguro de mi casa había expirado el día anterior, pero como surgieran algunas discusiones, quedó decidido que los directores de la compañía me recibirían a las seis para fijar los términos de la renovación. Mirando el reloj de la chimenea (pues me sentía demasiado adormecido para sacar mi reloj del bolsillo) comprobé con placer que aún contaba con veinticinco minutos. Eran las cinco y media; fácilmente llegaría a la compañía de seguros en cinco minutos, y como mis siestas habituales no pasaban jamás de veinticinco, me sentí perfectamente tranquilo y me acomodé para descansar.
Al despertar, muy satisfecho, miré nuevamente el reloj y estuve a punto de empezar a creer en accidentes extraños cuando descubrí que en vez de mi sueño ordinario de quince o veinte minutos sólo había dormido tres, ya que eran las seis menos veintisiete. Volví a dormirme, y al despertar comprobé con estupefacción que todavía eran las seis menos veintisiete. Corrí a examinar el reloj, descubriendo que estaba parado. Mi reloj de bolsillo no tardó en informarme que eran las siete y media y, por consiguiente, demasiado tarde para la cita.
-No será nada -me dije. Mañana por la mañana me presentaré en la oficina y me excusaré. Pero, entretanto, ¿qué le ha ocurrido al reloj?
Al examinarlo descubrí que uno de los cabos del racimo de pasas que había estado desparramando a capirotazos durante el discurso del Ángel de lo Singular había aprovechado la rotura del cristal para alojarse -de manera bastante singular- en el orificio de la llave, de modo que su extremo, al sobresalir de la esfera, había detenido el movimiento del minutero.
-¡Ah, ya veo! -exclamé-. La cosa es clarísima. Un accidente muy natural, como los que ocurren a veces.
Dejé de preocuparme del asunto y a la hora habitual me fui a la cama. Luego de colocar una bujía en una mesilla de lectura a la cabecera, y de intentar la lectura de algunas páginas de la Omnipresencia de la Deidad, me quedé infortunadamente dormido en menos de veinte segundos, dejando la vela encendida.
Mis sueños se vieron aterradoramente perturbados por visiones del Ángel de lo Singular. Me pareció que se agazapaba a los pies del lecho, apartando las cortinas, y que con las huecas y detestables resonancias de una pipa de ron me amenazaba con su más terrible venganza por el desdén con que lo había tratado. Concluyó una larga arenga quitándose su gorro-embudo, insertán-domelo en el gaznate e inundándome con un océano de Kirschenwasser, que manaba a torrentes de una de las largas botellas que le servían de brazos. Mi agonía se hizo, por fin, insoportable y desperté a tiempo para percibir que una rata se había apoderado de la bujía encendida en la mesilla, pero no a tiempo de impedirle que se metiera con ella en su cueva. Muy pronto asaltó mis narices un olor tan fuerte como sofocante; me di cuenta de que la casa se había incendiado, y pocos minutos más tarde las llamas surgieron violentamente, tanto, que en un período increíblemente corto el entero edificio fue presa del fuego.
Toda salida de mis habitaciones había quedado cortada, salvo una ventana. La multitud reunida abajo no tardó en procurarme una larga escala. Descendía por ella rápidamente sano y salvo cuando a un enorme cerdo (en cuya redonda barriga, así como en todo su aire y fisonomía, había algo que me recordaba al Ángel de lo Singular) se le ocurrió interrumpir el tranquilo sueño de que gozaba en un charco de barro y descubrir que le agradaría rascarse el lomo, no encontrando mejor lugar para hacerlo que el ofrecido por el pie de la escala. Un segundo después caía yo desde lo alto, con la mala fortuna de quebrarme un brazo.
Aquel accidente, junto con la pérdida de mi seguro y la más grave del cabello (totalmente consumido por el fuego), predispuso mi espíritu a las cosas serias, por lo cual me decidí finalmente a casarme.
Había una viuda rica, desconsolada por la pérdida de su séptimo marido, y ofrecí el bálsamo de mis promesas a las heridas de su espíritu. Llena de vacilaciones, cedió a mis ruegos. Arrodilléme a sus pies, envuelto en gratitud y adoración. Sonrojóse, mientras sus larguísimas trenzas se mezclaban por un momento con los cabellos que el arte de Grandjean me había proporcionado temporariamente. No sé cómo se enredaron nuestros cabellos pero así ocurrió. Levánteme con una reluciente calva y sin peluca, mientras ella ahogándose con cabellos ajenos, cedía a la cólera y al desdén. Así terminaron mis esperanzas sobre aquella viuda por culpa de un accidente por cierto imprevisible, pero que la serie natural de los sucesos había provocado.
Sin desesperar, empero, emprendí el asedio de un corazón menos implacable. Los hados me fueron propicios durante un breve período, pero un incidente trivial volvió a interponerse. Al encontrarme con mi novia en una avenida frecuentada por toda la élite de la ciudad, me preparaba a saludarla con una de mis más respetuosas reverencias, cuando una partícula de alguna materia se me alojó en el ojo, dejándome completamente ciego por un momento. Antes de que pudiera recobrar la vista, la dama de mi amor había desaparecido, irreparablemente ofendida por lo que consideraba descortesía al dejarla pasar a mi lado sin saludarla. Mientras permanecía desconcertado por lo repentino de este accidente (que podía haberle ocurrido, por lo demás, a cualquier mortal), se me acercó el Ángel de lo Singular, ofreciéndome su ayuda con una gentileza que no tenía razones para esperar. Examinó mi congestionado ojo con gran delicadeza y habilidad, informándome que me había caído en él una gota, y -sea lo que fuere aquella «gota»- me la extrajo y me procuró alivio.
Pensé entonces que ya era tiempo de morir, puesto que la mala fortuna había decidido perseguirme, y, en consecuencia, me encaminé al río más cercano. Una vez allí me despojé de mis ropas (dado que bien podemos morir como hemos venido al mundo) y me tiré de cabeza a la corriente, teniendo por único testigo de mi destino a un cuervo solitario, el cual, dejándose llevar por la tentación de comer maíz mojado en aguardiente, se había separado de sus compañeros. Tan pronto me hube tirado al agua, el pájaro resolvió echar a volar llevándose la parte más indispensable de mi vestimenta. Aplacé, por tanto, mis designios suicidas, y luego de introducir las piernas en las mangas de mi chaqueta, me lancé en persecución del villano con toda la celeridad que el caso reclamaba y que las circunstancias permitían. Mas mi cruel destino me acompañaba, como siempre. Mientras corría a toda velocidad, la nariz en alto y sólo preocupado por seguir en su vuelo al ladrón de mi propiedad, percibí de pronto que mis pies ya no tocaban terra firma: acababa de caer a un precipicio, y me hubiera hecho mil pedazos en el fondo, de no tener la buena fortuna de atrapar la cuerda de un globo que pasaba por ahí.
Tan pronto recobré suficientemente los sentidos como para darme cuenta de la terrible situación en que me hallaba (o, mejor, de la cual colgaba), ejercité todas las fuerzas de mis pulmones para llevar dicha terrible situación a conocimiento del aeronauta. Pero en vano grité largo tiempo. O aquel estúpido no me oía, o aquel miserable no quería oír. Entretanto el globo ganaba altura rápidamente, mientras mis fuerzas decrecían con no menor rapidez. Me disponía a resignarme a mi destino y caer silenciosamente al mar, cuando cobré ánimos al oír una profunda voz en lo alto, que parecía estar canturreando un aire de ópera. Mirando hacia arriba, reconocí al Ángel de lo Singular. Con los brazos cruzados, se inclinaba sobre el borde de la barquilla; tenía una pipa en la boca y, mientras exhalaba tranquilamente el humo, parecía muy satisfecho de sí mismo y del universo. En cuanto a mí, estaba demasiado exhausto para hablar, por lo cual me limité a mirarlo con aire implorante.
Durante largo rato no dijo nada, aunque me contemplaba cara a cara. Por fin, pasándose la pipa al otro lado de la boca, condescendió a hablar.
-¿Quién es usted y qué diablos hace aquí? -preguntó.
A esta demostración de desfachatez, crueldad y afectación sólo pude responder con una sola palabra: «¡Socorro!»
-¡Socorro! -repitió el malvado. ¡Nada te eso! Ahí fa la potella... ¡Arréglese usted solo, y que el tiablo se lo lleve!
Con estas palabras, dejó caer una pesada botella de Kirschenwasser que, dándome exactamente en mitad del cráneo, me produjo la impresión de que mis sesos acababan de volar. Dominado por esta idea me disponía a soltar la cuerda y rendir mi alma con resignación, cuando fui detenido por un grito del ángel, quien me mandaba que no me soltara.
-¡Déngase con fuerza! -gritó-. ¡Y no se abresure! ¿Quiere que le dire la otra potella... o brefiere bortarse bien y ser más sensato?
Al oír esto me apresuré a mover dos veces la cabeza, la primera negati-vamente, para indicar que por el momento no deseaba recibir la otra botella, y la segunda afirmativamente, a fin de que el ángel supiera que me portaría bien y que sería más sensato. Gracias a ello logré que se dulcificara un tanto.
-Entonces... ¿cree por fin? -inquirió. ¿Cree por fin en la bosipilidad de lo extraño?
Asentí nuevamente con la cabeza.
-¿Y cree en mí, el Ángel de lo Singular?
Asentí otra vez.
-¿Y reconoce que usted es un borracho berdido y un estúbido?
Una vez más dije que sí.
-Bues, pien, bonga la mano terecha en el polsillo izquierdo te los bantalones, en señal de su entera sumisión al Ángel de lo Singular.
Por razones obvias me era absolutamente imposible cumplir su pedido. En primer lugar, tenía el brazo izquierdo fracturado por la caída de la escala y, si soltaba la mano derecha de la soga, no podría sostenerme un solo instante con la otra. En segundo término, no disponía de pantalones hasta que encontrara al cuervo. Me vi, pues, precisado, con gran sentimiento, a sacudir negativamente la cabeza, queriendo indicar con ello al ángel que en aquel instante me era imposible acceder a su muy razonable demanda. Pero, apenas había terminado de moverla, cuando...
-¡Fáyase al tiablo, entonces! -rugió el Ángel de lo Singular.
Y al pronunciar dichas palabras dio una cuchillada a la soga que me sostenía, y como esto ocurría precisamente sobre mi casa (la cual, en el curso de mis peregrinaciones, había sido hábilmente reconstruida), terminé cayendo de cabeza en la ancha chimenea y aterricé en el hogar del comedor.
Al recobrar los sentidos -pues la caída me había aturdido terriblemente- descubrí que eran las cuatro de la mañana.
Estaba tendido allí donde había caído del globo. Tenía la cabeza metida en las cenizas del extinguido fuego, mientras mis pies reposaban en las ruinas de una mesita volcada, entre los restos de una variada comida, junto con los cuales había un periódico, algunos vasos y botellas rotos y un jarro vacío de Kirschenwasser de Schiedam. Tal fue la venganza del Ángel de lo Singular.

1.011. Poe (Edgar Allan)

El aliento perdido

Cuento que nada tiene que ver con el Blackwood

¡Oh, no respires...!, etc.
(Melodías, de MOORE)

La desdicha más manifiesta cede finalmente ante el incansable coraje de un espíritu filosófico, así como la ciudad más inexpugnable ante la incesante vigilancia de su enemigo. Salmanasar, como nos lo enseñan las Escrituras, sitió Samaria durante tres años, pero ésta cayó al fin. Sardanápalo -consúltese a Diodoro- se defendió en Nínive durante siete años, pero no le sirvió de nada. Troya cayó al terminar el segundo lustro, y Azoth, según lo afirma Aristeo por su honor de caballero, abrió, por fin, sus puertas a Psamético, después de haberlas tenido cerradas durante la quinta parte de un siglo...
-¡Miserable! ¡Zorra! ¡Arpía! -dije a mi mujer a la mañana siguiente de nuestras bodas-. ¡Bruja... carne de látigo... pozo de iniquidad... horrible quintaesencia de todo lo abominable... tú... tú...!
Y en puntas de pie, mientras la aferraba por la garganta y acercaba mi boca a su oreja, disponíame a botar un nuevo y más enérgico epíteto de oprobio, que de ser dicho no dejaría de convencerla de su insignificancia, cuando, para mi extremo horror y estupefacción, descubrí que había perdido el aliento.
Las frases: «Me falta el aliento», o «He perdido el aliento», se repiten con frecuencia en la conversación; pero jamás se me había ocurrido que el terrible accidente de que hablo pudiera ocurrir bona fide y de verdad. ¡Imaginaos, si tenéis fantasía suficiente, imaginaos mi maravilla, mi consternación, mi desesperación!
Tengo un genio protector, empero, que jamás me ha abandonado por completo. En mis accesos más incontrolables conservo siempre el sentido de la propiedad, et le chemin des passions me conduit -como dice Lord Edouard en Julie- à la philosophie véritable.
Aunque en el primer momento no pude verificar hasta qué punto me afectaba lo sucedido, decidí de todos modos ocultarlo a mi mujer hasta que nuevas experiencias me mostraran la amplitud de tan inaudita calamidad. Cambié de inmediato la expresión de mi rostro, haciéndolo pasar de su apariencia hinchada y retorcida a un aire de traviesa y coqueta bondad, y di a mi dama un golpecito en una mejilla y un beso en la otra, todo esto sin articular una sílaba (¡Furias! ¡Me era imposible!), dejándola estupefacta de mi extravagancia, tras lo cual salí de la habitación pirueteando y haciendo un pas de zéphyr.
Contempladme ahora, encerrado en mi boudoir privado, terrible ejemplo de las tristes consecuencias que se derivan de la irascibilidad; vivo, pero con todas las características de la muerte; muerto, con todas las propensiones de los vivos; una verdadera anomalía sobre la tierra; perfectamente tranquilo y, no obstante, sin aliento.
¡Sí, sin aliento! No bromeo al afirmar que mi aliento había desaparecido. No hubiera sido capaz de mover una pluma con él, aunque de ello dependiera mi vida, y menos aún empañar la transparencia de un espejo. ¡Crueles hados! Poco a poco, sin embargo, hallé algún alivio a ese primer incontenible paroxismo de angustia. Luego de algunas pruebas descubrí que la facultad vocal que, dada mi incapacidad para proseguir la conversación con mi esposa, había considerado como totalmente perdida, sólo se hallaba parcialmente afectada; noté también que, si en aquella interesante crisis hubiera bajado mi voz a un tono profundamente gutural, habría podido continuar comunicándole mis sentimientos; en efecto, este tono de voz (el gutural) no depende de la corriente de aire del aliento, sino de cierta acción espasmódica de los músculos de la garganta.
Dejándome caer en una silla, permanecí algún tiempo sumido en meditación. Ni que decir que mis reflexiones distaban de ser consoladoras. Mil vagas y lacrimosas fantasías se posesionaban de mi alma, y la idea del suicidio llegó a cruzar por mi mente. Pero la perversidad de la naturaleza humana se caracteriza por rechazar lo obvio y lo fácil, prefiriendo lo distante y lo equívoco. Me estremecía, pues, al pensar en el suicidio como en la más terrible de las atrocidades, mientras mi gato ronroneaba con todas sus fuerzas sobre la alfombra, y el perro de aguas suspiraba fatigosamente bajo la mesa, jactándose ambos de la fuerza de sus pulmones y burlándose con toda evidencia de mi incapacidad respiratoria.
Oprimido por un mar de vagos temores y esperanzas oí finalmente los pasos de mi mujer que bajaba la escalera. Seguro de su ausencia, volví con el corazón palpitante a la escena de mi desastre.
Cerrando cuidadosamente la puerta, inicié una minuciosa búsqueda. Era posible que el objeto de mis afanes estuviera escondido en algún sombrío rincón, o agazapado en algún armario o cajón. Podía tener quizá una forma tangible o vaporosa. La mayoría de los filósofos son muy poco filosóficos sobre diversos puntos de la filosofía. Empero, en su Mandeville, William Godwin sostiene que «las cosas invisibles son las únicas realidades», y se admitirá que esto merece tenerse en cuenta. Me agradaría que el lector sensato reflexionara antes de pensar que tales aseveraciones exceden lo absurdo. Se recordará que Anaxágoras sostenía que la nieve era negra, y desde este episodio estoy convencido de que tenía razón.
Larga y cuidadosamente seguí buscando, pero la despreciable recom-pensa de tanta industria y perseverancia resultó ser tan sólo una dentadura postiza, un par de caderillas, un ojo y cantidad de billets-doux dirigidos por Mr. Alientolargo a mi esposa. Aprovecho para hacer notar que esta confirmación de la parcialidad de mi esposa hacia Mr. Alientolargo me preocupaba muy poco. El hecho de que Mrs. Faltaliento admirara a alguien tan distinto de mí era un mal tan natural como necesario. Bien sabido es que poseo una apariencia corpulenta y robusta, pero que mi estatura está por debajo de la normal. No hay que maravillarse, pues, de que la delgadez como de palo de mi conocido, y su estatura, que se ha vuelto proverbial, mereciera la más natural de las admiraciones por parte de Mrs. Faltaliento. Pero volvamos a nuestro tema.
Como he dicho, mis esfuerzos resultaron inútiles. Vanamente revisé armario tras armario, cajón tras cajón, hueco tras hueco. Hubo un momento en que me sentí casi seguro de mi presa, cuando al revolver en una caja de tocador volqué accidentalmente una botella de aceite de Arcángeles de Grandjean -que, como perfume agradable, me tomo la libertad de recomendar.
Con el corazón lleno de pena me volví a mi boudoir a fin de discurrir algún método que burlara la astucia de mi esposa; necesitaba ganar tiempo para completar mis preparativos de viaje, pues estaba dispuesto a abandonar el país. En una nación extranjera, desconocido, tenía algunas probabilidades de ocultar mi desdichada calamidad -calamidad aún más propia que la miseria para privarme de la estimación general y provocar con mi miserable persona la bien merecida indignación de los virtuosos y los felices-. No vacilé mucho tiempo. Como estaba dotado de una natural aptitud, me aprendí íntegramente de memoria la tragedia de Metamora [1]. Había recordado felizmente que en este drama, o por lo menos en las partes correspondientes a su héroe, los tonos de voz que había perdido eran completamente innecesarios, pues todo el recitado debía hacerse con una profunda voz gutural.
Practiqué algún tiempo mi texto en los bordes de un concurrido pantano, aunque sin acudir a procedimientos similares a los de Demóstenes, sino a un método absoluta y especialmente mío. Así eficazmente armado decidí hacer creer a mi esposa que me había apasionado súbitamente por el teatro. Tuve un éxito que puede considerarse milagroso; a cada pregunta o sugestión que me hacía le contestaba (con una voz sepulcral y en un todo semejante al croar de una rana) declamando algún pasaje de la tragedia; por lo demás, no tardé en observar con grandísimo placer que dichos pasajes se aplicaban igualmente bien a cualquier tema. No debe suponerse, además, que al proceder al recitado de dichos pasajes dejaba yo de mirar de través, exhibir mis dientes, entrechocar las rodillas, patear el piso, o hacer cualquiera de esas innominables gracias que constituyen justamente las características de un trágico popular. Ni que decir tiene que todo el mundo hablaba de ponerme una camisa de fuerza; pero, ¡gracias a Dios!, jamás sospecharon que había perdido el aliento.
Puestos por fin en orden mis asuntos, ocupé una mañana temprano mi asiento en la diligencia de N..., dando a entender a mis relaciones que en aquella ciudad me aguardaban asuntos de máxima importancia.
La diligencia estaba atestada de pasajeros, pero a la débil luz del amanecer no podía distinguir los rasgos de mis compañeros. Sin hacer mayor resistencia me dejé ubicar entre dos caballeros de colosales dimensiones, mientras un tercero, aún más grande, pedía disculpas por la libertad que iba a tomarse y se instalaba sobre mí cuan largo era, quedándose dormido en un instante ahogando mis guturales clamores de socorro con unos ronquidos que hubieran hecho sonrojar a los bramidos del toro de Falaris. Felizmente el estado de mis facultades respiratorias eliminaba todo riesgo de sofocación.
Cuando fue día claro y nos acercábamos a los suburbios de la ciudad, mi atormentador se levantó y, mientras se ajustaba el cuello, me dio cortésmente las gracias por mi gentileza. Viendo que yo permanecía inmóvil (pues tenía todos los miembros dislocados y la cabeza torcida hacia un lado), se sintió un tanto preocupado; despertando al resto de los pasajeros, les dijo de manera muy decidida que, en su opinión, durante la noche les habían endilgado un cadáver pretendiendo que se trataba de otro pasajero, y me hundió un dedo en el ojo derecho como demostración de lo que estaba sosteniendo.
En vista de ello, el resto de los pasajeros (que eran nueve) consideraron su deber tirarme sucesivamente de las orejas. Un mediquillo joven me aplicó un espejo a los labios y, al descubrir que me faltaba el aliento, declaró que las afirmaciones de mi atormentador eran rigurosamente ciertas; por lo cual los viajeros manifestaron que no estaban dispuestos a tolerar mansamente semejantes imposiciones en el futuro, y que, en cuanto al presente, no seguirían en compañía de un cadáver.
Dicho esto, y mientras pasábamos delante de la taberna del Cuervo, me arrojaron de la diligencia sin sufrir otro accidente que la ruptura de ambos brazos aplastados por la rueda trasera izquierda del vehículo. Diré, además, en homenaje al cochero, que no dejó de tirarme también el más pesado de mis baúles, que desdichadamente me cayó en la cabeza, fracturándomela de manera tan interesante cuanto extraordinaria.
El posadero del Cuervo, que era hombre hospitalario, descubrió que mi baúl contenía lo suficiente para indemnizarlo de cualquier pequeño trabajo que se tomara por mí, y, luego de mandar llamar a un médico conocido, me confió a su cuidado conjuntamente con una cuenta y recibo por diez dólares.
El comprador me llevó a su casa y se puso a trabajar inmediatamente sobre mi persona. Comenzó por cortarme las orejas; pero al hacerlo descubrió ciertos signos de vida. Mandó entonces llamar a un farmacéutico vecino, para consultarlo en la emergencia. Pero en el ínterin, y por si sus sospechas sobre mi existencia resultaban exactas, me hizo una incisión en el estómago y me extrajo varias visceras para disecarlas privadamente.
El farmacéutico tendía a creer que yo estaba muerto. Traté de refutar su idea pateando y saltando con todas mis fuerzas, mientras me contorsionaba furiosamente, ya que las operaciones del cirujano me habían devuelto los sentidos. Pero ello fue atribuido a los efectos de una nueva batería galvánica con la cual el farmacéutico, que era hombre informado, efectuó diversos experimentos que no pudieron dejar de interesarme, dada la participación personal que tenía en ellos. Lo que más me mortificaba, sin embargo, era que todos mis intentos por entablar conversación fracasaban, al punto de que ni siquiera conseguía abrir la boca; imposible contestar, pues, a ciertas ingeniosas pero fantásticas teorías que, bajo otras circunstancias, mis detallados conocimientos de la patología hipocrática me habrían permitido refutar fácilmente.
Dado que le era imposible llegar a una conclusión, el cirujano decidió dejarme en paz hasta un nuevo examen. Fui llevado a una buhardilla, y luego que la esposa del médico me hubo vestido con calzoncillos y calcetines, su marido me ató las manos y me sujetó las mandíbulas con un pañuelo, cerrando la puerta por fuera antes de irse a cenar, y dejándome entregado al silencio y a la meditación.
Descubrí entonces con inmenso deleite que, de no haber tenido atada la boca con el pañuelo, hubiese podido hablar. Consolándome con esta reflexión, me puse a repetir mentalmente algunos pasajes de la Ovni-presencia de la Divinidad, como era mi costumbre antes de entregarme al sueño; pero en ese momento dos gatos de voraz y vituperable aspecto entraron por un agujero de la pared, saltaron con una pirueta à la Catalani y cayeron uno frente a otro sobre mi cara, entregándose a una indecorosa contienda por la fútil posesión de mi nariz.
Así como la pérdida de sus orejas sirvió para elevar al trono a Ciro, el Mago de Persia, y la mutilación de su nariz dio a Zopiro la posesión de Babilonia, así la pérdida de unas pocas onzas de mi cara sirvió para la salvación de mi cuerpo. Exasperado por el dolor y ardiendo de indignación, hice saltar de golpe las cuerdas y el vendaje. Corrí por la habitación, lanzando una mirada de desprecio a los beligerantes, y, luego de abrir la ventana ante su horror y desencanto, me precipité por ella con gran destreza.
El ladrón de caminos W., al cual me parecía muchísimo, era llevado en ese momento desde la ciudad al cadalso erigido en los suburbios para su ejecución. Su extremada debilidad y el largo tiempo que llevaba enfermo le habían valido el privilegio de que no lo ataran; vestido con las ropas de los condenados a muerte -que se parecían mucho a las mías- yacía tendido en el fondo del carro del verdugo (carro que pasaba justamente bajo las ventanas del cirujano en momentos en que yo salía por la ventana), sin otra custodia que el carrero, que iba dormido, y dos reclutas del 6 de infantería, que estaban borrachos.
Para mi mala suerte, caí de pie en el vehículo. W., que era hombre astuto, percibió al instante su oportunidad. Dando un salto se dejó caer del carro y, metiéndose por una calleja, se perdió de vista en un guiñar de ojos. Sobresaltados por el ruido, los reclutas no pudieron darse cuenta del cambio producido. Pero al ver a un hombre semejante en todo al villano, que se erguía en el carro frente a ellos, supusieron que el miserable (es decir W.) trataba de escapar, y, luego de comunicarse el uno al otro esta opinión, bebieron sendos tragos y me derribaron a culatazos con los mosquetes.
No tardamos mucho en llegar a nuestro destino. Por supuesto, nada podía yo decir en mi defensa. Era inevitable que me ahorcaran. Me resigné, con un estado de ánimo entre estúpido y sarcástico. Había en mí muy poco de cínico, pero tenía todos los sentimientos de un perro [2]. Entretanto el verdugo me ajustaba el dogal al cuello. La trampa cayó.
Me abstengo de describir mis sensaciones en el patíbulo, aunque indudablemente podría hablar con conocimiento de causa, y se trata de un tema sobre el cual no se ha dicho aún nada correcto. La verdad es que para escribir al respecto conviene haber sido ahorcado previamente. Todo autor debería limitarse a las cuestiones que conoce por experiencia. Así, Marco Antonio compuso un tratado sobre la borrachera.
Mencionaré, empero, que no perecí. Mi cuerpo estaba suspendido, pero aquello no podía suspender mi aliento; de no haber sido por el nudo debajo de la oreja izquierda (que me daba la impresión de un corbatín militar), me atrevería a afirmar que no sentía mayores molestias. En cuanto a la sacudida que recibió mi cuello al caer desde la trampa, sirvió meramente para enderezarme la cabeza que me ladeara el gordo caballero de la diligencia.
Tenía buenas razones, empero, para compensar lo mejor posible las molestias que se había tomado la muchedumbre presente. Mis convulsiones, según opinión general, fueron extraordinarias. Imposible hubiera sido sobrepasar mis espasmos. El populacho pedía bis. Varios caballeros se desmayaron y multitud de damas fueron llevadas a sus casas con ataques de nervios. Pinxit aprovechó la oportunidad para retocar, basándose en un croquis tomado en ese momento, su admirable pintura de Marsias desollado vivo.
Cuando hube proporcionado diversión suficiente, se consideró llegado el momento de descolgar mi cuerpo del patíbulo -sobre todo porque, entretanto, el verdadero culpable había sido descubierto y capturado, hecho del que por desgracia no llegué a enterarme.
Como es natural lo ocurrido me valió simpatías generales, y como nadie reclamó mi cadáver se ordenó que fuera enterrado en una bóveda pública.
Allí, después de un plazo conveniente, fui depositado. Marchóse el sepulturero y me quedé solo. En aquel momento un verso del Malcontento de Marston,

La muerte es un buen muchacho, y tiene casa abierta...

me pareció una palpable mentira.
Arranqué, sin embargo, la tapa de mi ataúd y salí de él. El lugar estaba espantosamente húmedo y era muy lóbrego, al punto que me sentí asaltado por el ennui. Para divertirme, me abrí paso entre los numerosos ataúdes allí colocados. Los bajé al suelo uno por uno y, arrancándoles la tapa, me perdí en meditaciones sobre la mortalidad que encerraban.
-Éste -monologué, tropezando con un cadáver hinchado y abotagado- ha sido sin duda un infeliz, un hombre desdichado en toda la extensión de la palabra. Le tocó en vida la terrible suerte de anadear en vez de caminar, de abrirse camino como un elefante y no como un ser humano, como un rinoceronte y no como un hombre.
Sus tentativas para avanzar resultaban inútiles y sus movimientos giratorios terminaban en rotundos fracasos. Al dar un paso adelante, su desgracia consistía en dar dos a la derecha y tres a la izquierda. Sus estudios se vieron limitados a la poesía de Crabbe [3]. No tuvo idea de la maravilla de una pirouette. Para él, un pas de papillon era sólo una concepción abstracta. Jamás ascendió a lo alto de una colina. Nunca, desde un campanario, contempló el esplendor de una metrópolis. El calor era su mortal enemigo. Durante la canícula sus días eran días de can. Soñaba con llamas y sofocaciones, con una montaña sobre otra, el Pelión sobre el Osa. Le faltaba el aliento, para decirlo en una palabra; sí, le faltaba el aliento. Consideraba una extravagancia tocar instrumentos de viento. Fue el inventor de los abanicos automáticos, de las mangueras de viento, de los ventiladores. Protegió a Du Pont, el fabricante de fuelles, y murió miserable-mente mientras intentaba fumar un cigarro. Siento profundo interés por su caso, pues simpatizo sinceramente con su suerte.
-Pero aquí -dije, extrayendo desdeñosamente de su receptáculo un cuerpo alto, flaco y extraño, cuya notable apariencia me produjo una sensación de desagradable familiaridad-, aquí hay un miserable indigno de conmiseración en esta tierra.
Y diciendo así, para lograr una mejor vista de mi sujeto, lo agarré por la nariz con el pulgar y el índice, obligándolo a sentarse en el suelo, y lo mantuve en esta forma mientras continuaba mi monólogo.
-Indigno -repetí- de conmiseración en esta tierra. ¿A quién se le ocurriría compadecer a una sombra? Por lo demás, ¿no ha tenido el pleno goce de las dichas propias de los mortales? Fue el creador de los monumentos elevados, de las altas torres donde se fabrica la metralla, de los pararrayos, de los álamos de Lombardía. Su tratado sobre Sombras y penumbras lo inmortalizó. Fue distinguido y hábil editor de la obra de South sobre «los huesos». A temprana edad concurrió al colegio y estudió la ciencia neumática. De vuelta a casa, no hacía más que hablar y tocar el corno francés. Protegió las gaitas. El capitán Barclay, que andaba en contra del tiempo, no pudo andar contra él. Sus escritores favoritos eran Windham y Allbreath, y Phiz su artista preferido [4]. Murió gloriosamente, mientras inhalaba gas; levique flatu corrupitur, como la fama pudicitioe en San Jerónimo [5]. Era indudablemente un...
-¿Cómo se atreve... cómo... se... atreve...? -interrumpió el objeto de mi animadversión, jadeando por respirar y arrancándose con un desesperado esfuerzo el vendaje de la mandíbula-. ¿Cómo puede usted Mr. Faltaliento, ser tan infernalmente cruel para sujetarme de esa manera por la nariz? ¿No ve que me han atado la boca? ¡Debería darse cuenta, si es que se da cuenta de algo, que debo exhalar un enorme exceso de aliento! Pero, si no lo sabe, siéntese y lo verá. En mi situación representa un grandísimo alivio poder abrir la boca, explayarse, hablar con una persona como usted que no es de los que se creen llamados a interrumpir a cada momento el hilo del discurso de su interlocutor. Las interrupciones son molestas y deberían abolirse. ¿No lo cree usted? ¡Oh, no conteste, por favor! Basta con que uno solo hable a la vez. Pronto habré terminado, y entonces podrá empezar usted. ¿Cómo demonios llegó a este lugar, señor? ¡Ni una palabra, le ruego! Llevo aquí algún tiempo... ¡Terrible accidente! ¿Supo usted de él, presumo? ¡Espantosa calamidad! Mientras pasaba bajo sus ventanas... hace un tiempo... justamente en la época en que a usted le dio por el teatro... ¡cosa horrible! ... ¿Oyó alguna vez la expresión «retener el aliento»? ¡Cállese, le digo! ¡Pues bien... yo retuve el aliento de otra persona! Y eso que siempre había tenido bastante con el mío propio... Al ocurrirme eso me encontré con Blab en la esquina... pero no me dio la menor posibilidad de decir una palabra... imposible deslizar una sola sílaba... Naturalmente, fui víctima de un ataque epiléptico... Blab salió huyendo... ¡Los muy estúpidos! Creyeron que había muerto y me metieron aquí... ¡Vaya hato de imbéciles! En cuanto a usted, he oído todo lo que ha dicho... y cada palabra es una mentira... ¡Horrible, espantoso, ultrajante, atroz, incomprensible...! Etcétera, etcétera, etcétera...
Imposible concebir mi estupefacción ante tan inesperado discurso, y la alegría que sentí poco a poco al irme convenciendo de que el aliento tan afortunadamente capturado por aquel caballero (que no era otro que mi vecino Alientolargo) era precisamente el que yo había perdido durante mi conversación con mi mujer. El tiempo, el lugar y las circunstancias lo confirmaban sin lugar a dudas. Pero de todas maneras no solté mi mano de la nariz de Mr. Alientolargo, por lo menos durante el largo período durante el cual el inventor de los álamos de Lombardía siguió favoreciéndome con sus explicaciones.
Obraba en este sentido con la habitual prudencia que siempre constituyó mi rasgo dominante. Reflexioné que grandes obstáculos se amontonaban en el camino de mi salvación, y que sólo con grandísimas dificultades podría superarlos. Muchas personas, bien lo sabía, estiman las cosas que poseen -por más insignificantes que sean para ellas, y aun molestas o incómodas- en razón directa de las ventajas que obtendrían otras personas si las consiguieran. ¿No sería éste el caso con Mister Alientolargo? Si me mostraba ansioso por ese aliento que tan dispuesto se mostraba a abandonar, ¿no me convertiría en una víctima de las extorsiones de su avaricia? Hay villanos en este mundo, como le recordé mientras suspiraba, que no tendrán escrúpulos en aprovecharse del vecino de al lado; y además (esta observación proviene de Epicteto), en el momento en que los hombres están más deseosos de arrojar la carga de sus calamidades, es cuando menos dispuestos se muestran a ayudar en el mismo sentido a sus semejantes.
Frente a consideraciones de este género, manteniendo siempre mi presa por la punta de la nariz, consideré oportuno dirigirle la siguiente réplica:
-¡Monstruo! -empecé, con un tono de profunda indignación-. ¡Monstruo e idiota de doble aliento! Tú, a quien los cielos han castigado por tus iniquidades dándote una doble respiración, ¿te atreves a dirigirte a mí con el lenguaje familiar de la amistad? «¡Mentiras!», dices y «que me calle la boca», ¡naturalmente! ¡Vaya conversación con un caballero que sólo tiene un aliento! ¡Y todo esto cuando de mí depende aliviarte de la calamidad que sufres, y eliminar todas las superfluidades de tu malhadada respiración!
Al igual que Bruto, me detuve esperando una respuesta, que, semejante a un huracán, me arrolló inmediatamente. Mr. Alientolargo presentó toda clase de protestas y excusas. No había una sola cosa con la cual no se mostrara perfectamente de acuerdo, y no dejé de sacar ventaja de cada una de sus concesiones.
Arreglados los detalles preliminares, mi interlocutor procedió a devol-verme mi respiración; luego de examinarla cuidadosamente, le entregué un recibo.
Comprendo que muchos me harán reproches por referirme tan brevemente a un negocio de tanta importancia. Se dirá que bien podía haber proporcionado minuciosos detalles de la operación gracias a la cual (y es muy cierto) podría arrojar nuevas luces sobre una interesantísima rama de las ciencias naturales.
Lamento mucho no poder responder a esto. Sólo me está permitido hacer una vaga alusión. Había circunstancias -pero después de pensarlo bien, me parece más seguro decir lo menos posible sobre tan delicado asunto-, circunstancias muy delicadas, repito, que al mismo tiempo involucran a una tercera persona cuyo resentimiento no tengo el menor interés en padecer en este momento.
No tardamos mucho, después de aquella transacción, en escaparnos de las mazmorras del sepulcro. Las fuerzas unidas de nuestras resucitadas voces fueron muy pronto oídas desde afuera. Tijeras, el director de un periódico centralista, aprovechó para publicar de nuevo su tratado sobre «la naturaleza y origen de los sonidos subterráneos». Una réplica-refutación-respuesta-justificación no tardó en aparecer en las columnas de un diario democrático. Abriéronse las puertas de la bóveda para liquidar la controversia, y la aparición de Mr. Alientolargo y mía probó a ambas partes que estaban igualmente equivocadas.
No puedo determinar estos detalles sobre algunos pasajes singulares de una vida bastante memorable, sin llamar otra vez la atención del lector acerca de los méritos de esa filosofía sin distinciones que sirve de seguro escudo contra los dardos de la calamidad que no alcanzan a verse, sentirse ni comprenderse. Está en el espíritu de esta sabiduría la creencia, entre los antiguos hebreos, de que las puertas del cielo se abrirían inevitablemente para aquel pecador o santo que, con buenos pulmones y lleno de confianza, vociferaba la palabra «¡Amén!». Y se halla también dentro del espíritu de esa sabiduría el que, durante la gran plaga que asolaba Atenas, y luego que se agotaron todos los medios para alejarla, Epiménides -como relata Laercio en su segundo libro sobre el filósofo- aconsejara la erección de un santuario y un templo «al Dios apropiado».

1.011. Poe (Edgar Allan)


[1] Metamora, o El último de los Wampanoags, tragedia de J. A. Stone. (N. del T.)
[2] Cínico, del griego kyon, kynós, «perro». (N. del T.)
[3] Alusión al crab, cangrejo, y a su manera de moverse. (N. del T.)
[4] Wind, viento; Allbreath podría entenderse como «todo aliento»; Phiz alude al sonido de la palabra, como un escape de aire. (N. del T.)
[5] Ternera res in feminis fama pudicitioe, et quasi flos pulcherrimus, cito ad levem marcescit, levique flatu corrupitur, maxime, etc. (Hieronymus ad Salviniam).

El alce

El  escenario  natural  de  América  se  ha comparado  a  menudo,  tanto  en  sus  rasgos generales como en los detalles, con el paisaje del Viejo Mundo -Más particularmente de Europa- y no ha sido más profundo el entusiasmo que grande el desacuerdo de los partidarios  de  cada  zona.  La  discusión  no  será probablemente  de  las  que  terminen  pronto pues, aunque mucho se ha dicho por ambas partes,  muchísimo  más  queda  todavía  por decir. 
Los  más  conspicuos  de  entre  los  turistas británicos  que  han  intentado  establecer  una comparación  parecen  conceptuar  nuestro litoral septentrional y occidental -Hablando en términos comparativos- como el único digno de consideración en toda América, o al menos en  Estados  Unidos.  Dicen  poco,  porque  han visto menos, del magnífico escenario interior de algunas de nuestras comarcas occidenta-les y meridionales -Del valle de Louisiana, por ejemplo:  una  realización  de  los  más  exalta-dos sueños del Paraíso-. En su mayor parte, estos viajeros se contentan con una apresurada inspección de las curiosidades naturales del  país:  El  Hudson,  Niágara,  las  Cathills, Harper's  Ferry,  los  lagos  de  Nueva  York,  el Ohio, las praderas y el Mississippi. Son esos, verdaderamente,  puntos  bien  merecedores de ser contemplados, incluso por quienes han caminado a orillas del encastillado Rin o vagado "por el ímpetu azul del célebre Ródano", pero  nos  son  todos  aquellos  de  los  que  podemos alardear y me atrevería a afirmar que hay innumerables y plácidos rincones apartados y apenas explorados, dentro de las fronteras de los Estados Unidos, que el auténtico artista o el cultivado amante de lo grande y lo bello entre las obras de Dios preferirán a todos y cada uno de los escenarios catalogados y muy acreditados a los que me he referido. 
En realidad, los verdaderos Edenes del país se hallan muy lejos del trayecto de nuestros más resueltos turistas; por lo tanto mucho  más  lejos  del  alcance  del  extranjero, quien,  habiendo  hecho  en  su  patria  planes con su editor para que cierta cantidad de comentarios  sea  suministrada  en  un  tiempo dado, no puede esperar cumplir el acuerdo de otra manera que recorriéndola por tren o barco,  libreta  de  notas  en  mano,  y  solamente por las sendas más trilladas del país.
He  mencionado  poco  antes  el  valle  de Louisiana. De todas las extensas regiones de encanto natural es ésta, quizá, la más encantadora. No hay ficción que se le aproxime. La más brillante imaginación alcanzaría a extraer únicamente  sugerencias  de  su  exuberante belleza.  Realmente  la  belleza  es  su  carácter exclusivo.  Tiene  poco,  o  más  bien  nada,  de sublime.  Suaves  ondulaciones  de  suelo,  entretejidas con fantásticas y cristalinas corrientes de agua, flanqueadas por laderas floridas y  respaldadas  por  una  selvática  vegetación, gigantesca,  lustrosa,  multicolor,  chispeante de gayas aves y cargada de perfume...: Estos rasgos constituyen, en el valle de Louisiana, el  más  voluptuoso  escenario  natural  de  la tierra.
Pero,  incluso  en  esta  deliciosa  región,  no se alcanzan sus partes más maravillosas sino por  senderos.  En  verdad,  en  América  generalmente  el  viajero  que  quiera  admirar  los más  bellos  paisajes  ha  de  buscarlos  no  en ferrocarril, ni en vapor fluvial, ni en diligencia, ni con su vehículo particular, ni siquiera a caballo, sino a pie. Ha de caminar, ha de salvar barrancos, ha de arriesgar el cuello entre precipicios o ha de quedarse sin ver las más auténticas , las más ricas y las más inefables glorias del país. 
Ahora bien, en la mayor parte de Europa no  existe  tanta  necesidad.  En  Inglaterra  no existe en absoluto. El más dando de los turistas podrá visitar allí todos los rincones dignos de ser visitados sin detrimento de sus medias de seda, tan a fondo son conocidos todos los puntos de interés y tan bien dispuestos están los medios de alcanzarlos. A esta consideración nunca se le ha concedido su justo valor cuando  se  comparan  las  bellezas  naturales del Viejo y el Nuevo Mundo. Todo el encanto del primero es cotejado sólo con los más conocidos, y de ningún modo con los más eminentes, lugares del segundo.
Incuestionablemente,  el  escenario  fluvial tiene  en  sí  mismo  todos  los  principales  elementos de belleza y desde tiempo inmemorial ha sido el tema favorito de los poetas. Pero gran parte de esta fama es atribuida al predominio de los viajes por las comarcas fluviales sobre los realizados por las montañosas. Del mismo modo los grandes ríos, por constituir generalmente vías de comunicación, han absorbido  una  parte  indebida  de  la  admiración. Se les contempla más y, en consecuencia,  se  les  hace  en  mayor  medida  tema  de discurso que a los cursos de agua menos im-portantes  pero,  con  frecuencia,  más  interesantes.
Un singular ejemplo de mis comentarios a este respecto puede encontrarse en Wissahiccon, un arroyo (Pues otra cosa no puede lla-mársele) que desagua en el Schuylkill, unas seis millas al oeste de Filadelfia. Ahora bien, el Wissahiccon posee un encanto tan notable que, si discurriera por Inglaterra, constituiría el tema de todos los bardos y el tópico común de todas las lenguas, a no ser que sus orillas se parcelasen en solares, a un precio exorbitante,  para  destinarlos  a  la  construcción  de villas para los opulentos. Sin embargo, dentro de muy pocos años cualquiera conocerá más que de oídas el Wissahiccon, mientras que la más  ancha  y  navegable  corriente  en  la  cual desemboca habrá dejado mucho tiempo atrás de ser celebrada como uno de los más hermosos  especimenes  del  escenario  fluvial americano.  El  Schuylkill,  cuyas  bellezas  han sido muy exageradas y cuyas orillas, al menos en las cercanías de Filadelfia, son pantanosas como las del Delaware, no cabe compararse  en  absoluto,  como  tema  de  interés pintoresco, con el más humilde y menos notorio riachuelo del que hablamos.
Hasta  que  Fanny  Kemble,  en  su  gracioso libro relativo a los Estados Unidos, no indicó a los habitantes de Filadelfia el raro encanto de una  corriente  que  pasaba  ante  sus  propias puertas, este encanto no había sido más que sospechado  por  unos  pocos  audaces  andarines de la vecindad. Pero después de que el Journal abriera todos los ojos, el Wissahiccon, hasta cierto punto, penetró en el reino de la notoriedad. Y digo "hasta cierto punto" pues, en realidad, la verdadera belleza de esa corriente  se  encuentra  mucho  más  arriba  del itinerario de  los cazadores de pintoresquismo de  Filadelfia,  que  rara  vez  recorren  más  de una milla o dos río arriba de la desembocadura, por la muy excelente razón de que allí se interrumpe  la  carretera.  Yo  aconsejaría  al audaz  dispuesto  a  contemplar  sus  parajes más hermosos que tomara la carretera Ridge, que va hacia le oeste a partir de la ciudad y, una  vez  llegado  al  segundo  ramal  asada  la sexta piedra miliaria, que siguiera este ramal hasta su terminación. De esa forma descubrirá el Wissahiccon en uno de sus mejores tramos y, en un botecillo, o bien caminando por sus  orillas,  puede  ir  río  arriba  o  río  abajo, como  más  le  plazca,  y  en  cualquiera  de  las dos direcciones hallará su recompensa.            
Ya he dicho o debiera haber dicho que el riachuelo  es  estrecho.  Sus  orillas  son  generalmente, si no totalmente, escarpadas y consisten  en  altas  colinas,  revestidas  de  matorrales  nobles  cerca  del  agua  y  coronadas,  a mayor  elevación,  con  algunos  de  los  más magníficos  árboles  selváticos  de  América, entre  los  cuales  se  alza  destacado  el  Liriodendron Tulipiferum. Las márgenes inmediatas, sin embargo, son de granito nítidamente definidas  o  cubiertas  de  musgo  contra  las cuales el agua transparente se recuesta en su suave  fluir  como  las  azules  olas  del  Mediterráneo  lo  hacen  sobre  los  peldaños  de  sus palacios de mármol. De vez en cuando, frente a los riscos, se extiende una pequeña y lisa meseta de tierra frondosamente revestida de hierba  que  ofrece  el  más  pintoresco  lugar para  una  casa  de  campo  con  su  jardín  que pudiera  concebir  la  imaginación  más  exuberante. Las sinuosidades del río son muchas y abruptas, como ocurre cuando las orillas son pendientes,  y  de  esa  manera  la  impresión trasladada  a  los  ojos  del  viajero,  a  medida que avanza, es la de una interminable sucesión  de  pequeños  lagos  infinitamente  varia-dos, o hablando con más propiedad, de lagunas.  El  Wissahiccon,  sin  embargo,  debiera visitarse, no como la "bella Melrose" a la luz de la luna, ni con tiempo nublado, sino bajo el  fulgor  más  intenso  del  sol  del  mediodía, pues la angostura de la garganta a través de la  cual  discurre,  la  altura  de  las  colinas  de ambos lados y la densidad del follaje se conjuran para producir un efecto de melancolía, cuando no de absoluta tristeza, que, a menos de ser paliado por una luz brillante de conjunto, desmerece la belleza del escenario. 
No hace mucho tiempo visité el río por el itinerario  descrito  y  pasé  la  mayor  parte  de un bochornoso día flotando en un bosquecillo sobre la corriente, caí en un semiletargo durante  el  cual  mi  imaginación  se  deleitó  en visiones del Wissahiccon de tiempos antiguos, de  los  "buenos  viejos  tiempos"  cuando  el Demonio de la Máquina no existía, cuando no cabía ni soñar los picnics, cuando los "privilegios del agua" no se compraban ni vendían y cuando  el  piel  roja  pisaba,  con  el  alce,  los cerros  que  ahora  descollaban  allá  arriba.  Y mientras  estas  divagaciones  se  iban  adueñando de mi mente, el perezoso riachuelo me había llevado, pulgada a pulgada, a la vuelta de  un  promontorio  y  a  la  vista  de  otro  que limitaba  la  perspectiva  a  una  distancia  de cuarenta  o  cincuenta  yardas.  Era  un  risco empinado y rocoso que se metía bien dentro del río y presentaba mucho más del carácter de  los  paisajes  de  Salvatore  Rosa  que  cualquier  otra  parte  de  la  ribera  pasada  hasta entonces. Lo que vi sobre aquel risco, aunque seguramente de muy extraordinaria naturaleza, dado el lugar y la estación, no me sobresaltó ni sorprendió al principio, tan absoluta y apropiadamente armonizaba con las fantasías semiletárgicas que me envolvían. Vi, o soñé que veía, irguiéndose sobre el borde extremo del precipicio, con el cuello estirado, las orejas  erectas  y  toda  su  actitud  indicadora  de una  profunda  y  melancólica  atención,  a  uno de  los  más  viejos  e  intrépidos  de  aquellos mismos  alces  que  yo  había  asociado  a  los pieles rojas de mi visión.
Repito  que,  durante  unos  minutos,  esta aparición ni me sobresaltó ni me sorprendió. En este intervalo toda mi alma estaba absorta sólo en una intensa simpatía. Me imaginé al alce lamentándose no menos que asombrán-dose ante la manifiestas alteraciones impuestas  para  mal  al  riachuelo  y  a  su  vecindad, incluso en años recientes, por la severa mano de los utilitaristas. Pero un ligero movimiento de  la  cabeza  del  animal  disipó  al  punto  el desvarío  que  me  absorbía  y  despertó  en  mí una  sensación  plena  de  la  novedad  de  la aventura.
Me incorporé dentro del botecillo apoyándome en una rodilla y, mientras dudaba entre detener la marcha o dejarme acercar flotando al  objeto  de  mi  sorpresa,  oí  las  palabras "¡pst,  pst!"  pronunciadas  rápida  pero  cautamente desde la maleza de arriba. Un instante después surgió un negro de la espesura apartando  los  arbustos  con  cuidado  y  andandon furtiva-mente. Llevaba en la mano algo de sal y, alargándola hacia el alce, se aproximó lenta pero decididamente. El noble animal, aun-que un poco turbado, no hizo ningún intento de escapar. El negro avanzó, ofreció la sal y dijo unas pocas palabras de ánimo o consuelo. Después el alce se arqueó, piafó y luego se tumbó tranquilamente y fue sujetado con un cabestro.
Así acabó mi aventura con el alce. Era un pet [1] de bastante edad y hábitos muy domésticos  y  pertenecía  a  una  familia  inglesa  que ocupaba una villa de las cercanías.        

1.011. Poe (Edgar Allan)

[1] En inglés, cualquier animal al que se mima en una casa.