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domingo, 16 de junio de 2013

¿Cobardía?

Era en el café acabado de abrir en Marineda, el que les puso la ceniza en la frente a los demás, desplegando suntuosidad asombrosa para una capital de segundo orden. Nos tenía deslumbrados a todos la riqueza de las vidrieras con cifras y arabescos; las doradas columnas; los casetones del techo, con sus pinturas de angelitos de rosado traserín y azules alas y, particularmente, la profusión de espejos que revestían de alto a bajo las paredes; enormes lunas biseladas, venidas de Saint-Gobain (nos constaba, habíamos visto el resguardo de la Aduana), y que copiaban centuplicándolos, los mecheros de gas, las cuadradas mesas de mármol y los semblantes de las bellezas marinedinas, cuando venían muy emperifolladas en las apacibles tardes del verano, a sorber por barquillo un medio de fresa.
Es de advertir que nosotros no ocupábamos el vasto salón principal, sino otro más chico bien alhajado, arrendado por los miembros de la aristocrática Sociedad La Pecera, que, por si ustedes no lo saben, es el Veloz Club marinedino (tengo la honra de pertenecer a su Junta directiva). La Pecera, por lo mismo que no admite sino peces gordos, es poco numerosa y no puede sufragar los gastos de un local suyo. Bástale el saloncillo del café, forrado todo de azogadas lunas, cerrado por vidrieras clarísimas que caen a dos fachadas: la que da a la calle Mayor y la del paseo del Terraplén. A este derroche de cristalería se debió el mote puesto a nuestra Sociedad por la gente maleante. Algunos divanes y mesas de juego, un biombo completaban los trastos de aquel observatorio, donde se reunía por las tardes y durante las primeras horas nocturnas el «todo Marineda» masculino y selecto.
Una noche -serían las doce y media- en que ni había teatro, ni reunión, ni distracción alguna nos juntábamos en el Club ocho o diez peces -gran bandada para un acuario tan chico-. Se había fumado, murmurado, debatido problemas administrativos, científicos y literarios; contado verdores, aquilatado puntos difíciles de ciencia erotológica; roído algo los zancajos a la docena de señoritas que estaban siempre sobre la mesa de disección; picado en la política local y analizado por centésima vez la compañía de zarzuela; pero no se había enzarzado verdadera gresca, de esas que arrebatan la sangre a los rostros y degeneran en desagradables disputas, voces y manotadas. A última hora -casi a la de queda, pues rara vez trasnochaban los peces hasta más de la una- se armó la cuestión recia e infalible. Minutos antes entraba en La Pecera una persona a quien yo profeso gran cariño: Rodrigo Osorio, hijo mayor de la marquesa de Veniales. Habiéndole conocido en ocasión muy crítica para mí, nos unía desde entonces una amistad, por decirlo así, clandestina. Ni andábamos siempre juntos, ni con frecuencia siquiera; no cultivábamos ese trato pegajoso que, en opinión del vulgo, caracteriza a los amigos íntimos. Mis novias podían escribirme sin que yo enseñase a Rodrigo sus gazapos de ortografía. Pasábamos un mes sin vernos, y no por eso se nos desquiciaba la vida; nos veíamos al cabo del mes, y sentíamos -sentía yo, por lo menos- cierta efusión interior, cierto bienestar del alma. No por eso se entienda que congeniábamos. Al contrario: nuestro carácter y modo de ser opuestos nos impedían la verdadera compenetración amistosa. Yo tenía a Rodrigo por estrecho de criterio, medio beato, cerrado, meticuloso y triste; él, probablemente, me conceptuaba un libertino escéptico, un vividor egoísta. Entre el hombre que comulga todos los meses y el que sólo lo hace con ruedas de molino se alza siempre un muro o invisible valla moral.
Al entrar Rodrigo en La Pecera hallábase la disputa en sus comienzos: era de las que pueden tomar fácilmente un giro peligroso, porque de comentar ciertas bofetadas y bastonazos administrados aquella misma mañana por un tendero a un concejal a causa de no sé qué enjuagues de matute, se había pasado a discutir el valor y los modos de probarlo.
A mí, estos altercados me proporcionaban un género de distracción muy original. Apenas principiaban a exaltarse los ánimos, fijaba la vista en la pared de espejos, donde se reflejaba el grupo de contendientes, observando algo fantástico, al menos para mí. Al copiarse en las lunas no solo el grupo, sino la imagen del mismo grupo devuelta por las lunas de enfrente, parecía como si discutiese una innumerable muchedumbre en una galería larguísima, a la cual no se le veía el fin. Recreo de ilusionismo barato, que me causaba una especie de extravío imaginativo bastante curioso. Había dado en figurarme que las imágenes reflejadas en los espejos eran sombras, espectros y caricaturas morales de los disputadores vivos. Sus actitudes y movimientos, que reproducían las lunas, me parecían irónicas, lúgubres y mofadoras. Y de fijo era yo quien reflejaba en el espejo la actitud de mi propio espíritu ante tanta polémica huera, tanta vanidad, tanta exageración, tanta vaciedad y tanta palabrota como allí se oía en diciendo que empezaba el debate.
El de la noche a que me refiero iba por los caminos que ustedes verán, si leen.
-Yo -decía Mauro Pareja, pez de muchas libras- comprendo que en casos así se ciegue el más pacífico, se le suba el humo a las narices y la emprenda a linternazos hasta con su propia sombra. Eso de que le llamen a uno matutero... Señores, aunque yo lo fuese, no le tolero que me lo llame ni al lucero del alba. Pero... ¡las armas naturales! Ya me apesta lo del cambio de tarjetitas y la farándula de los padrinos con sus idas y venidas, y la farsa de los sables romos, y el sueltecillo de cajón: «Anteayer, jugando con unos sables, recibió un arañazo en una bota el distinguido joven Periquito de los Palotes...» Pleca, y luego: «Ha quedado honrosamente zanjada la cuestión surgida entre Periquito de los Palotes y Juanito Peranzules...» ¡A freír monas! ¡Y vaya una manera de volver por la decencia! El puño, señores..., y a vivir.
-El puño es de carreteros -arguyó el comandante Irazu, hombre desmedrado, lacio como un guante viejo, mirando de soslayo, con aparente desdén, la enorme diestra huesuda de Mauro Pareja.
-El puño y la bota, y peor para la gente esmirriada -repitió, con acento incisivo, Mauro-. Y hasta los dientes y las uñas, ¡qué demontre!
-Como las verduleras -bufó Irazu. Bonito sistema. El mejor día nos arrancamos el moño. ¡Taco, oye uno cada cosa!
-El duelo -declaró el redicho jurisconsulto Arturo Cáñamo en voz muy flauteada- es contrario a las enseñanzas de la religión y a los adelantos de la moral social. Nos retrotrae..., pues...; nos retrotrae a los tiempos perturbados de la Edad Media. Es una costumbre bárbara, importada por los germanos de sus selvas vírgenes...
-¡Que la importase el moro Muza!... -exclamó Pablito Encinar, el pececillo más nuevo del acuario, acabado de salir del colegio de artillería-. Mire usted: ¡a mí, qué!
-¿De modo -recalcó Cáñamo, engallándose mucho- que usted se batiría en duelo? ¿Usted sostiene que cometería un asesinato legal?...
-Señor mío, eso según y conforme... Ahora hablamos a sangre fría. Pero supóngase usted que un hombre me injuria atroz, mortalmente... ¿Me trago la injuria? ¡Tráguesela usted, y buen provecho le haga! Usted no viste uniforme. Es decir, yo, aunque tampoco lo vistiese, no me la trago. ¡Qué había de tragar! Figúrese usted..., vamos, verbigracia..., que aquí, delante de todos viene un individuo y le planta a usted un bofetón en mitad de la jeta... ¿Qué hace usted? ¿Se lo guarda y se consuela con que los germanos...?
Al llegar a este punto la discusión, mi observatorio de los espejos me reveló una cosa rara. Rodrigo Osorio tenía vuelto el rostro hacia la pared; pero lo copiaba la luna más próxima, y vi que se ponía no pálido, sino verde, lívido, desencajado como un moribundo. Sus labios se movían convulsivamente, y su mano crispada hacía dos o tres veces el ademán de aflojar la corbata, propósito irrealizable, pues era de las que llaman de «plastrón». A la vez que comprobaba en Rodrigo esta impresión profunda e iba a volverme para preguntarle si estaba enfermo, las delatoras lunas me hicieron nuevas revelaciones: en ellas vi a tres o cuatro Mauros Pareja guiñando el ojo y tirando de la manga a otros tantos Pablitos Encinar, y a los Pablitos Encinar dándose tres o cuatro palmadas en la boca, de ese modo que significa: «¡Tonto de mí! Soy un charlatán imprudente». Y al punto que observé estos dos hechos, vi en el espejo que las figuras cesaban de accionar, mientras mis oídos percibían, en vez del alboroto de la polémica, un silencio repentino, embarazoso, helado. Dos o tres segundos después sentí un dramático escalofrío: Rodrigo se levantaba, tomaba su sombrero y, sin pronunciar una silaba, abandonaba el salón.
Fue todo ello tan de repente, tan impensado, que al pronto me quedé sobrecogido, no acertando ni a preguntar a los que, indudablemente..., «sabían». Al fin conseguí exclamar, dirigiéndome a Pareja:
-Pero ¿qué sucede? ¿Qué ha pasado aquí?
-¡Este Pablito! -contestó Pareja señalando al joven teniente, que se mordía el bigotillo, muy nervioso. ¡Le ponen a uno en cada compromiso los novatos!
-¿Pero qué es ello? ¡Si yo no sé nada!
-¡Hombre! ¿No ha de saber usted? Rodrigo le quiere a usted mucho..., y, además, hasta los gatos lo saben.
-Pues las personas, no; yo, al menos. Le ruego a usted que me ponga al tanto...
-¡No saberlo usted! -repuso Pareja con suspicacia. Bueno; pues en dos palabras le enteraré... La cosa es muy sencilla. ¿Se acuerda usted de aquella generala tan salada, tan guapetona y tan seria que tuvimos hace tres años? ¿No? Verdad que usted no estaba entonces aquí... Pues era una mujer... de patente, y no faltaron almas caritativas para susurrar que este Rodriguito y ella... En fin, cosas del pícaro mundo. Si fuese verdad, el caso probaría que los chicos educados en tanto beaterío son lo mismito que los demás mortales que no andan comiéndose los santos... Digo, no; ya verá usted cómo, en ciertos casos, resultan diferentes. El general se enteró de las murmuraciones, hay quien cree si por algún anónimo..., y se dejó decir que él no se batía con chicuelos, pero que tiraría de las orejas y hartaría de bofetones a Rodrigo donde le encontrase. La mamá se asustó, se llevó al niño a Compostela y allí le metió de coronilla, sin duda para acabar de volverle loco, en iglesias, confesonarios y conventos.
Al cabo de dos o tres meses regresaron aquí. No estaba la generala. Se había ido a las aguas de Cuntis. El general, sí, y ahora entra lo bueno de la historia. Una tarde, paseábase el general, con su ayudante al lado, por la calle Mayor, y Rodriguito, que venía en sentido contrario, se le acerca, se encara con él y le dice (hay quien lo oyó como usted me oye): «Sé que usted desea abofetearme. Aquí estoy. Puede usted cumplir su deseo». El general alza la mano..., y ¡pum! De cuello vuelto, ¡terrible, monumental! Todos creían que el muchacho iba a sacar un revólver... ¡Nada, señores, nada! Aguantó, agachó la cabeza, se volvió..., y se retiró lo mismo que ahora, con mucha pausa, sin decir chuz ni muz, arrimando el pañuelo a las narices, que le sangraban.
Hubo una explosión de risas y de comentarios. Pablito Encinar juró y se retorció el naciente bigote. Sentí en la cara el ardor del recio bofetón, como si acabase de recibirlo. Temblé de ira. Comprendí en aquel instante toda la fuerza del afecto que Rodrigo me inspiraba. La lengua se me entorpecía, de pura rabia y cólera frenética. Por medio de un esfuerzo terrible me dominé y pude articular estas frases, que dejaron a los peces más boquiabiertos de lo que estaban por costumbre:
-He conocido a Rodrigo Osorio hace un año en Madrid. No le conocí en ninguna soirée ni en ningún teatro, ni en timba ninguna, sino a la cabecera de mi cama. ¿Cómo? Aguarden ustedes... Parábamos en la misma fonda. Supo él que un paisano suyo, un marinedino, se encontraba enfermo de una tifoidea, bastante solo y casi abandonado. No preguntó más. Se metió en mi cuarto a cuidarme. Me cuidó como un hermano, como una hermana... de la Caridad. Pasó diez noches sin desnudarse. No contrajo mi mal porque Dios no lo quiso. Ahora, el que sea más valentón que Rodrigo Osorio, que salga ahí. ¿Lo están ustedes oyendo? ¡A ver, a ver si alguno tiene ganas de que yo sea el general! Porque a mí me hormiguea la mano...
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Mauro Pareja no esgrimió contra mí los dientes ni los puños. No me vi tampoco en ocasión de «jugar» con ningún sable, florete ni otra arma mortífera.

«El Imparcial», 16 marzo 1891.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Clave

El famoso compositor y profesor de canto y música Alejandro Redlitz se entretenía en leer sin instrumento una de las últimas páginas de su amigo Ricardo Wagner, a tiempo que el criado le anunció que estaban allí una señora y una señorita muy linda, las dos pobremente vestidas, que pedían audiencia, insistiendo en conseguirla sin tardanza.
Atusóse Redlitz las lacias greñas amarillas con resabios de fatuidad trasañeja, y dijo encogiéndose de hombros:
-Que pasen al salón.
A los pocos instantes hallábanse frente a frente el maestro y las damas, que damas parecían, a pesar de lo humilde de su pergeño. La madre ocultaba los blancos cabellos y el rostro lleno de dignidad bajo un sombrero de desteñida pluma; la hija, con su trajecito gris de paño barato y su toca de paja abollada, sin más adorno que una flor mustia, no conseguía disimular una belleza sorprendente, un tipo moreno de esos que deslumbran como el sol. Redlitz se sintió interesado, conmovido, casi enamorado de pronto, y en vez de la tiesura y la frialdad con que suele acogerse a los que solicitan (no cabía dudar que madre e hija algo solicitaban), se deshizo en cortesías y amabilidades y se apresuró a ponerse a disposición de las dos señoras en cuanto pudiese y valiese.
Tomó la palabra la hija, y expresándose en correcto francés, con suma modestia y gracia, dijo así:
-Somos españolas y muy pobres; lo poco que nos quedaba de nuestro patrimonio lo hemos realizado para hacer el viaje a París, y consultar al célebre Redlitz sobre una cuestión vital. Deseamos saber si yo poseo o no poseo una voz de esas que son la fortuna y la gloria. Muchos elogios ha obtenido mi voz, pero temo que no eran sinceros y que la amistad extravió el juicio de los que me alabaron. Yo sueño con la celebridad: la medianía me causa horror. Si mi voz es una de tantas como se oyen en los salones y se aplauden por galantería... desengáñeme usted, señor de Redlitz, y volveré a mi patria y me dedicaré a coser o entraré a servir.
El maestro se quedó perplejo cinco segundos; al fin, tomando de la mano a la artista en embrión, la guió al gabinete, donde tenía su magnífico Pleyel. Sentóse al piano y preludió el acompañamiento de una sencilla romanza italiana. A los primeros gorgoritos de la joven, Redlitz sintió un impulso de honradez que le aconsejaba la sinceridad, y estuvo para decir a la cantante que buscase otro camino. La voz era como hay muchas, fresquecilla, simpática y vulgar. Pero cuando Redlitz levantaba la cabeza e iba a abrir la boca, su mirada tropezó con el rostro de la señorita, animado y transfigurado por el canto, y de tal suerte agradó al maestro aquel rostro de expresión seductora, que temiendo que la muchacha se volviese a su país, prorrumpió en bravos, y con las más halagüeñas frases la aseguró que tenía un verdadero tesoro en su garganta, que rivalizaría con la Patti y la Nilson, y que sólo necesitaba para llegar a tan brillante resultado las lecciones que él, Redlitz, le daría diaria y gratuitamente. Confundiéronse las españolas en expresiones de gratitud, y el maestro, obligándolas a que tomasen asiento, las obsequió con vino del Rin, bizcochos y confituras de varias clases. Quedaron de acuerdo en la hora a que volverían al día siguiente para empezar las lecciones: el maestro las acompañó hasta la puerta, que abrió y cerró él mismo, y cuando desaparecieron en el caracol de la escalera los pliegues de las faldas, Redlitz volvió a sentarse al piano y recorrió las teclas, interpretando una soñadora melodía de Beethoven. Toda su incorregible sentimentalidad de austriaco renacía, turbándole el corazón, y los ojos color de café de la señorita española se le aparecían como dos faros en medio del árido Sahara de los cincuenta y pico años que ya contaba el ilustre maestro...
Entre tanto, las dos mujeres, al salir a la calle, se miraban, se cogían las manos y se echaban a reír gozosamente.
-¿Lo ves? -exclamó la madre. ¡Bien sabía yo que tu voz es un portento!
-Pues mira -respondió la hija, hasta hoy no lo creí; pero después, que me lo dice este hombre tan competente y tan famoso...
-¡Lo que es si dudases ahora... chiquilla!
-No, ya no dudo. En Madrid sí dudaba. ¡Influye tanto la posición en los juicios de los amigos entusiastas! Pero Redlitz, que me tiene por una pobre, por una muchachuela desconocida, que no me ha visto jamás, ¿por qué había de engañarme? Estoy convencida. ¡Qué alegría! No sé lo que me pasa.
-Ya ves que la idea de disfrazarnos de pobres ha sido excelente.
-¡Divina! Este sombrero mío lo he de guardar en cristalera.
Y la joven soltó una carcajada de júbilo.
-¿Qué opinas? ¿Te convendrán las lecciones de Redlitz? -preguntó la madre.
-¡Qué disparate! De humorada ya bastó. Esta noche misma nos volvemos a Madrid; también hay allí buenos profesores de canto.
Y llamando el primer coche alquilón que pasaba, las dos señoras se metieron en él, dando las señas de un hotel caro y céntrico. Al día siguiente, Redlitz, que había adornado su gabinete con flores raras y olorosas, esperó en balde a su nueva alumna. Lo mismo sucedió toda la semana. El maestro se acordó con desesperación de que no se había enterado de dónde paraban las españolas; pensó en una enfermedad, en una desgracia; apeló a la Policía, escribió a España, puso en juego influencias... Nadie pudo darle razón de las dos extranjeras de humilde pergeño a quienes nunca volvió a ver.
Y siempre fue un enigma para los admiradores del talento de Redlitz el por qué estuvo más de dos meses triste y preocupado, así como fue otro misterio para los admiradores de la hermosura de la marquesita de Polvareda verla empeñada en que tenía una voz admirable, cuando lo que tenía eran unos ojos de «date preso» y una cara y un talle de patente.

«Blanco y Negro», núm. 971, 1909

1.005. Pardo Bazan (Emilia)


Cenizas

Nos encontrábamos reunidos en el gran balneario muchos clientes del célebre especialista doctor Veiga, que tanto nombre se ha ganado en el tratamiento de las enfermedades hepáticas, y al saber que llegaba, se resolvió ofrecerle un familiar almuerzo en la robleda. Así se hizo; aceptó complacidísimo el sabio médico; reinó la mayor cordialidad; se comió fuerte y se bebió seco, pese a la dieta y al régimen y a los alifafes de cada uno, y como el doctor aseguraba no haber medicamento más probado para el hígado que el buen humor, salieron a relucir jubilosos recuerdos de la mocedad e historietas picantes. A cosa de las cinco, cuando ya regresábamos dirigiéndonos al manantial, pisando el sendero con precaución, por la rama de pino seca que lo hacía resbaladizo, se cruzó con nosotros un señor machucho, de vacilante andar, uno de esos despojos humanos que en los balnearios suelen verse prorrogando, merced al agua y con permiso del sepulturero, existencias ya temblorosas como la luz que se extingue.
Aquel decrépito, iluminado por un rayo de sol tan moribundo como él, llamó la atención del doctor, que fue a atravesarse en la senda para verle la cara. El viejo, con mano incierta, elevó su sombrero saludando. Veiga, muy emocionado, repetía:
-¡Pues era verdad! ¡Estaba aquí! ¡Es el mismo!
Nos habíamos quedado solos: los demás comensales ya nos llevaban regular delantera. Pregunté con curiosidad al doctor a quién creía reconocer en el decrépito. Veiga refrenó el paso enganchó su brazo en el mío, y todavía bajo la impresión, dijo con nerviosa viveza:
-¡El pasado que sale de su sepulcro! ¡Mire usted que volver a encontrar en el mundo a Juanito Morán! ¡Al famoso Juanito Morán!
Como la celebridad de Morán no había llegado hasta mí, pedí al doctor explicaciones. Él dudaba; aún le infundía terror el drama sobre el cual muchos lustros habían rodado olas de olvido y silencio. Cuando se resolvió a unir al nombre de Juanito Morán el relato de la leyenda, me volví, queriendo ver una vez más al decrépito, con el natural afán de buscar en las líneas de un cuerpo alguna expresión de las fuerzas devastadoras que arrasan las almas... Ya no se divisaba al anciano; el sol acababa de ponerse, y su reflejo no enrojecía el paisaje. Un soplo suave y fresco salía del río. La hora era propicia a las confidencias.
-¿Bien habrá usted oído en Montañosa -murmuró el doctor en voz contenida, como si todavía se le impusiera la reserva- la tradición de la reja del convento de San Juvencio? ¿La que cae a la plaza de la Muerte?
-¿Si la he oído? -respondí. Jamás paso por allí sin mirar a la reja.
-Pues el héroe de esa novela trágica... acaba de cruzarse con nosotros.
Hice un movimiento de interés. La destruida figura del caduco acababa de transformarse, y se me presentaba con todas las energías juveniles, entre el hervor pasional del romanticismo, que la envolvía como en dorada nube. Mi fantasía, donde las imágenes sensibles cristalizan con tal rapidez, cristalizó el tipo gallardo envuelto en amplio montecristo de largos pliegues, y le situó en su ambiente más favorable: aquella plaza de la Muerte que forman antiguos edificios, y en cuyos ámbitos retumba pausada, honda, la campana del reloj de la catedral. El tiempo que cuenta esta campana no se parece al tiempo que miden los demás relojes. Es un tiempo marcado con el sello de la eternidad, y al dilatarse en la brumosa atmósfera el grave sonido, diríase que los muertos yacentes bajo las losas de la plaza y que le dan nombre se revuelven en la húmeda tierra y entrechocan sus huesos gimiendo de inmensa fatiga.
-Tenía yo entonces -comenzó el doctor- quince años, y Juanito Morán veinticinco; ya ve usted que hoy se le tomaría por mi padre. La vida agitada y acaso el remordimiento... Juanito era simpático, y perdido como nadie; el ídolo de las aulas, el coquito de las niñas. Usted le ha visto... Pues tenía una presencia arrogante, una cabeza de artista, y tocaba la guitarra y la pandereta que las hacía hablar. Los catedráticos le temían, los burgueses le detestaban, las mujeres se ruborizaban al pasar a su lado, y los chiquillos adorábamos en él, soñando imitarle cuando entrásemos en carrera mayor. Le creíamos gran poeta, porque publicaba a veces versos del género de los de Espronceda y Zorrilla... y aun de la misma tela, si se ha de creer a los maliciosos. La juventud no analiza tanto, y los muchachos nos volvíamos locos si el gallardo Morán se dignaba dirigirnos la palabra con su voz de tenor, vibrante y acariciadora.
Entretejía Juanito mil amorosas aventuras...; pero el círculo de su acción era necesariamente reducido; lo limitaban las paredes de las últimas casas de Montañosa. No cabían allí extraordinarios y novelescos sucesos; todo era chico y, por decirlo así, rutinario. Acaso por esta razón Juanito quiso emprender algo que rompiese la monotonía de la eterna seducción de modistillas, fregonas y señoritas de medio pelo y estuviese en armonía con El trovador y el Tenorio.
Forma el convento de San Juvencio, como usted no ignora, uno de los lados de la cuadrilonga plaza de la Muerte. Sus formidables muros, enverdecidos por la humedad, pueden llamarse ciegos; apenas los rasgan pocas negras ventanas enrejadas y altísimas; San Juvencio no tiene rejas bajas. La iglesia, cuya portada adorna la efigie del santo degollado, en la agonía y con el cuchillo hincado en la garganta, tampoco posee tribuna baja; la del coro remata en la bóveda. Las monjas ya sabe usted que son benedictinas, muy damas, contemplativas, aristocráticas, del tiempo en que no se concebían estas monjas de ahora, seculares, de ropa burda y zapatos gordos. Apartadas del mirar profano, las de San Juvencio pueden llevar un traje arcaico, elegante y curioso, y bajo la fina toca, en la eterna e inexorable clausura, sus rostros presentan una mística delicadeza, adquieren una palidez lunar.
No sé cómo se las arreglan los estudiantes, que llevan el alta y baja de las monjas bonitas de San Juvencio. ¿Las han visto o las imaginan? Ello es que entonces, en el tiempo en que estoy hablando, corría fama de la belleza singular de una religiosa, sobrina del marqués de Ulloa y profesa desde hacía dos años, y a principio de curso empezó a susurrarse que Juanito Morán rondaba el convento y frecuentaba con insólita piedad la iglesia. Versos incandescentes publicados en El Negro Capuz, periodiquito melenudo, dieron cuerpo a las hablillas; pero si mucho se murmuró, nadie se preocupó seriamente, como no nos preocupamos de los revuelos de un milano en derredor de inexpugnable palomar.
No era Juanito el primero que daba vueltas en la plaza de la Muerte poniendo en blanco los ojos. Inofensivo deporte, desahogo de la soñadora juventud. ¿Qué cosa más platónica? En San Juvencio no se entra; de San Juvencio no se sale. Aquellas paredes enormes, semiciegas, son tan sepulcro como las frías losas de la plaza.
Arrastrado por la curiosidad de lo extraordinario y romancesco, tan fuerte en la adolescencia, me di yo entonces a seguir los pasos a Juanito Morán, y pude convencerme de que, en efecto, a horas desusadas no cesaba de rondar, fijos siempre los ojos en la ventana a que corresponde la reja, y que cae sobre la escalinata de las Casas del Cabildo. A ella se arrimaba el galán, y fijo allí aguardaba. Un día -¡cómo latió mi corazón de niño!...- vi que un rostro pálido, aureolado por una línea blanca y otra negra, se pegaba a los hierros, y unos ojos de ascua se clavaban en los de Juanito. Una mano, que parecía de papel, hizo misteriosa seña... Todo tan rápido, que creí haber soñado. Pero a la otra mañana y a la otra repitiose la escena... No me cupo duda. Y aquel gran secreto romántico sorprendido por mí llenó de pueril orgullo mi alma. ¡Nadie lo sabía! Crea usted que me acostaba tan exaltado como si fuese yo mismo el dichoso...
También creí que me moría de pena y de horror al ser, a la madrugada, de los primeritos a cuyos oídos llegó la tragedia... Las devotas que atravesaban la plaza de la Muerte para oír misa de alba en la catedral vieron al pie del muro de San Juvencio el cuerpo ensangrentado e inerte de una novicia. El corro se había formado. Me abrí paso, me acerqué. La cabeza descansaba sobre el primer peldaño de la escalinata que asciende a las Casas del Cabildo. Un hilo de sangre manchaba la sien. Alrededor de la cintura estaban arrolladas las tiras de sábana convertidas en cuerdas. El otro extremo, roto, colgaba allá arriba de la reja, cuyos hierros limados mostraban el boquete por donde, magullándose, habría pasado el cuerpo. Miré con afán el rostro de la novicia. ¡Mis ilusiones! Ni era fea ni bonita: como cien mujeres que andan por ahí. Sus ojos, vidriados, permanecían entreabiertos, con una expresión de espanto, de miedo y de voluntad.
Quisieron echarle el guante a Juanito, pero había huido de Montañosa, y desde Portugal pasó al Brasil. ¿Cree usted que se acuerda ahora del episodio? Apuesto a que sólo piensa en los resultados de un análisis que ha de hacer mi colega, el director del balneario... ¡Vejez, vejez; cenizas yertas!...

Blanco y Negro, núm. 580, 1902

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Ceniza

Ya despuntaba la macilenta aurora de un día de febrero, cuando Nati se bajó del coche y entró en su domicilio furtivamente, haciendo uso de un diminuto llavín inglés. No tenía que pensar en recatarse del cochero, pues el coche no era de alquiler, y alguien que acompañaba a la dama, al salir ella, se agazapó en el fondo de la berlina.
Nati subió precipitadamente la solitaria escalera, muy recelosa de encontrar algún criado que en tal pergeño le sorprendiese. El temor salió vano, pues reinaba en la suntuosa casa silencio profundo. Sin duda, no se había despertado ninguno de sus moradores. En la antesala, Nati se halló a oscuras, sintiendo bajo los pies la blandura del denso y profundo tapiz de Esmirna. A tientas buscó el registro de la luz eléctrica; giró la llave, y se inundó de claridad el recinto. Orientada ya, abriendo y cerrando puertas con precaución, cruzando un largo pasillo y dos o tres espaciosos salones ricamente alhajados, Nati, en puntillas, llegó a su tocador. Encendidas las luces, hizo lo que hace indefectiblemente toda mujer que vuelve de un baile o una fiesta: se miró despacio al espejo. Éste era enorme, de cuerpo entero, de tres lunas movibles, y las iluminaban oportunamente gruesos tulipanes de cristal rosa, facetados. Nati vio su imagen con una claridad y un relieve impecables.
Apreció todos los detalles. El dominó blanco, arrugado, mostraba sobre la tersura del raso, pegajosos y amarillentos manchones de vino; un trozo de delicada blonda pendía desgarrado, hecho trizas. Caído hacia atrás el capuchón y colgado de la muñeca el antifaz de terciopelo, se destacaba el rostro desencajado, fatigado, severo a fuerza de cansancio y de crispación nerviosa. Las sienes se hundían, las ojeras oscurecían y ahondaban, los ojos apagados revelaban la atonía del organismo; la boca se sumía contraída por el tedio, las mejillas eran dos rosas marchitas y lacias, dos flores sin agua, sin perfume, pisoteadas, hechas un guiñapo. El pelo, desordenado y revuelto sin gracia, se desflecaba sobre la frente, y en la garganta, poco mórbida, las perlas parecían cuajadas lágrimas de remordimiento y de vergüenza...
Nati se estremeció, sintió un escalofrío mientras iba desnudándose, quitándose los zapatos de seda, desprendiendo alfileres y desabrochando corchetes. Cuando, después de soltar el dominó y de arrancarse las joyas, abrió el grifo del lavabo y se pasó por ojos y cara la esponja húmeda, volvió no ya a estremecerse, sino a temblar, a tiritar de frío, notando un malestar que le llenó de aprensión. No era, sin embargo, enfermedad; era la náusea, la invencible repugnancia que engendran los desórdenes y es su reato y su castigo.
¿Será ella misma, Nati, la que ha pasado así la noche del martes de Carnaval? ¿Ella la que ha preparado aquel capuchón, la que ha combinado el modo de salir secretamente, la que ha jugado su decoro y su fama por unas horas de delirio? ¿Qué hacia ella en aquel palco, entre aquellos insensatos, en aquella cena, cerca de aquel hombre cuyo hálito quemaba, cuyos labios reían provocadores, cuyas palabras destilaban en el corazón llama y ponzoña? Aquellas necias carcajadas, con la cabeza echada atrás, con la boca abierta y descompuesta la actitud, ¿las había exhalado ella? Aquellas frases a cual más profanas y libres, ¿era Nati, la esposa, la madre de familia, la dama respetada por todos, quien las había escuchado, y consentido, y celebrado entre el aturdimiento y la algazara de la bacanal?
Nati miró a la vidriera, que había quedado abierta. Una claridad lívida, azulada y triste hacia amarillear la de los focos eléctricos. Era el amanecer que derramó en las venas de Nati más hielo. Apagó las luces, se envolvió en una bata acolchada y con inmensa fatiga se dejó caer en el ancho diván oriental. Por un instante le pareció que cerraba sus ojos invencible sueño; pero casi al punto la despabiló una idea. ¡Miércoles de Ceniza! Había escogido la mañana del Miércoles de Ceniza... para su desatinada aventura.
... ¡Miércoles de Ceniza!... El mismo día en que su madre, después de una vida de virtudes y sufrimientos, había entregado el alma; día que conmemoraba para Nati el más triste aniversario. ¿Cómo no se acordó antes de arreglar la escapatoria? ¿Cómo la imagen del martes de Carnaval borró de su mente el recuerdo del Miércoles de Ceniza?
Saltó Nati del diván, dando diente con diente, pero animada por una resolución: la de expiar, la de hacer penitencia, la de reconciliarse con Dios sin tardanza. Abrió el armario y se calzó ella misma: descolgó un traje, el más sencillo, negro; se echó una mantilla, se envolvió en un abrigo..., y desandando lo andado, volviendo a recorrer salones y pasillos, bajando la escalera, lanzóse a la calle. Iba como en volandas, impulsada por una sed de purificación parecida al deseo de lavarse que se nota después de un largo viaje, cuando nos encontramos cubiertos de suciedad y de impurezas. ¡La Iglesia! ¡La redentora, la consoladora, la gran piscina de agua clara agitada por el ángel y en que se sumerge el corazón para salir curado de todos los males y nostalgias! Nati corría, pareciéndole que cuanto más se apresuraba más se alejaba de la bienhechora iglesia. Por fin la divisó, cruzó el pórtico, persignándose, tomó agua bendita y se arrodilló delante del altar, donde un sacerdote imponía la ceniza a unos cuantos fieles madrugadores... Nati presentó la frente, oyó el fatídico Memento homo, quia pulvis eris..., y sintió los dedos del sacerdote que tocaban sus sienes, y a la vez un agudo dolor, como si la hubiesen quemado con un ascua... Al mismo tiempo, los devotos, postrados alrededor, la miraron fijamente, y deletreando lo que en su frente se leía escrito, repitieron atónitos: «¡Pecado!»
Alzóse Nati de un brinco, y huyó de la iglesia. Había amanecido del todo; era hermosa la mañanita, y las calles estaban llenas de gente. Nati percibió que se volvían, que la contemplaban con extrañeza, que la señalaban, que se reían, que exclamaban: «¡Pecado! ¡Pecado!»
Y los transeúntes se detenían, y se formaban grupos, y la palabra «pecado», pronunciada por cien voces, formaba un coro terrible de reprobación y maldición, que resonaba en los oídos de la señora como el rugido del mar en los del náufrago... «¡Pecado! ¡Pecado!...», dicho en el tono de la indignación, de la cólera, del desprecio, de la mofa, de la ironía, de la conmiseración también... Nati bajaba el velo, quería taparse la frente donde aparecía en caracteres rojos el letrero fatídico...; pero la negra granadina volvía a subir, y la humillada frente se presentaba descubierta ante la multitud... Nati puso las manos, pero conoció que se volvían transparentes como el vidrio, y que al través se leía el letrero más claro, más rojo... Entonces, horrorizada, exhaló un clamor de agonía y se desplomó al suelo moribunda.
Cuando Nati despertó -porque realmente se había quedado dormida sobre el diván, vio al abrir los ojos (el tocador estaba inundado de sol) a su marido de pie, examinando la careta y el arrugado dominó, caídos delante del diván, hechos un rebujo.

«El Imparcial», 1 de marzo 1897

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Cena de navidad

Fue la mía de aquel año una Nochebuena original. Cuando se sepa cómo la pasé, se comprenderá que tuvo su nota característica.
Me encontraba yo en el pueblo de E *** en plena Andalucía pintoresca, arreglando asuntos de interés, cobranzas y otras cosas que mi padre me había encargado -y no había más remedio sino obedecer-. En mi deseo de volver a Madrid, a ver gente y divertirme, andaba buscando pretextos, y me los ofrecieron las Pascuas. Tanto insistí en que me permitiesen pasarlas allá, en familia, que mi padre acabó por escribirme: «Bueno; me perjudicas, pero ven. Todo será volverte cuando pasen Reyes, hasta terminar esos arreglos...».
Como se hizo tanto de rogar, la carta llegó el mismo día de Nochebuena, y apenas me dio tiempo de atropellar el sucinto equipaje y a pedir un caballejo, en el cual iría hasta el tren. Tenía en mi poder una fuerte suma cobrada el día antes, y que pensaba girar, enviándola a la sucursal del banco más próxima, por medio de mi grande amigo el sargento de la Guardia Civil; pero esto me hubiese retrasado, y opté, sencillamente, por guardármela en el bolsillo, pensando que no podía tener mejor portador.
Salí del pueblo a cosa de las cinco de la tarde -el tren pasaba a las ocho-, al trote cochinero del jacucho de alquiler. Un chiquillo hacía de espolique y llevaba mi maleta. Como era invierno, la tarde ya declinaba, y los montes lejanos tenían sobre sus crestas vislumbres rosa y oro. Yo iba pensando que pasaría la Nochebuena en el tren, y, predispuesto al lirismo, por la influencia del ocaso, me acordaba de mi madre, de mis hermanas, del comedor nuestro, que estaría tan iluminado y tan bonito, con la mucha plata que lo adorna; en fin, mis ideas de juerga alegre en Madrid se habían borrado, y las reemplazaban otras sentimentales. La gran poesía de la fiesta del hogar me enternecía hondamente.
Desperté como de un sueño, oyendo dos voces rudas que me inter-pelaban.
-¡A bajarse der cabayo! ¡Aprisa!
El camino hacía violenta revuelta, y yo no había podido ver antes a los dos jinetes que se me echaron encima... Y la verdad es que, aun viéndolos desde lejos, hubiese sido igual. Montaba yo, como dejo dicho, un rocín alquilón, y ellos dos caballos de sangre y raza, de finos remos, cabeza menuda, ojos de fuego y ancas perfectas. No llevaba conmigo más arma que un pequeño revólver, y ellos venían armados hasta los dientes. El espolique puso pies en polvorosa. Resistir era locura. Me apeé resignadamente y, ante nueva intimación, alcé los brazos. Habíase apeado también el más joven de los salteadores, y me registró viva y diestramente. Fue derecho al bolsillo donde guardaba yo la cartera con la suma, añadiendo al expolio el reloj: más limpio me dejó que una patena. Sacando luego unas cuerdas delgadas, pero resistentes, realizó con arte no menor dos operaciones: una, la de atarme las muñecas y los brazos a la espalda; otra, la de amarrar a un árbol mi montura. El extremo de la cuerda de mis manos lo anudó al arzón de su silla. Luego, imperiosamente, mandó:
-¡Hala p’alante!
Hasta este momento yo había guardado un silencio absoluto. Al ver que iban a obligarme a correr al trote de sus caballos, mi lengua se desató y pedí indulgencia:
-¡Caballeros, ya tienen en su poder cuanto poseía!... ¡Déjenme libre, que no me queda nada más!
Pero el bandido, lacónico, se limitó a repetir:
-¡Hala p’alante!
Y no hubo más remedio, porque las bocas de dos escopetas inglesas estaban allí para persuadirme de la conveniencia de no replicar... No olvidaré nunca la tal caminata. Como a los primeros lamentos que la fatiga me arrancó se rieron bárbaramente los caballistas, hice un esfuerzo sobrehumano para no quejarme; mis pies sangraban en mis destrozadas botas, y me faltaba la respiración; pero todo suplicio tiene su término en las fuerzas mismas del que lo resiste, y al caer yo desvanecido, uno de los bandidos, el que había permanecido montado, sin duda el jefe, ordenó al otro:
-Ya tamo cerquiya... Aúpalo.
Me auparon, efectivamente, y dando tumbos, pero con mayor comodidad, vi el término de la excursión, la boca de una cueva. Salió a recibirnos un galopín de unos quince años, guapo como la luz. No he visto cara morena más linda ni rizos negros más graciosos, ni boca tan coralina. Me soltaron en el suelo, donde quedé inmóvil.
La cueva era extensa y tenía dos salas. En la interior, en que habían practicado un respiradero para dar salida al humo, ardía una hoguera.
-Espabílate, Ramonsiyo -dijo el jefe-, que tenemo jambre, y hoy e día de sená a guto. ¡E Nochegüena, chaval! ¡A ve si te luses!...
La despensa estaba bien provista. Jamón, embutidos, gallinas, hasta un pavo, sacó el chico de unas serás; por supuesto, la cantidad de botellas sobrepujaba a la de manjares. Mientras los bandidos contaban, satisfechos, el dinero que acababan de robarme, yo, un poco aliviado del cansancio horrible, reflexionaba. Era evidente que aquel par de mocitos crúos había tenido soplo de mi salida, y de que yo llevaba conmigo una fuerte cantidad. ¿Por quién? ¡Por cualquiera! El pueblo entero los amparaba, y había un confidente en cada esquina. El jefe debía de ser el famoso Carmelo, alias Compare, y, probablemente, en mi caso, los mismos que pagaron el dinero, o el que alquiló el caballo, o el amo de mi posada, serían los delatores... Y ahora, ¿qué pensaban hacer de mí? Poco tardé en saberlo. Sacando el jefe de su bolsillo un tintero de cuerno y un papel rayado, dispuso:
-A esatarle.
Libres ya mis manos, me dijo con sombrío ceño:
-Ahora, cabayero, escriba una cartita a sus papás, que hase farta que manden veintisinco mir duro, o si no...
Un ademán expresivo, hecho a ras de la garganta, imitando el ruido de la navaja de muelles, completó la frase.
Yo no quiero pasar por héroe. Tengo mucho apego al andrajo de la vida. Todo lo que poseyese lo daría por conservarla. Pero, en aquel instante, no sé lo que sentí. Acababa ya de ocasionar a mis padres un quebranto considerable por mi imprudencia y mi ligereza. Y ahora, ¿había de obligarlos a otro desembolso, para su fortuna enorme? No, no era posible. Con ademán enérgico rechacé el tintero y el papel.
-Hagan de mí lo que quieran, pero no escribo ni escribiré tal cosa.
Carmelo me miró con siniestra frialdad.
-Güeno; pos si está cansao de viví, ha encontrao la gran ocasión. Tú, Josele, sácale ahí afuera, y ar corasón, paque pene poco...
Al ver tan próximo el horror del fin, me arrastré arrodillado hasta acercarme al jefe, y con voz de súplica ardiente, le imploré:
-No me mate usted ahora, señó Carmelo... No me mate ahora, que le remordería toda su vida la conciencia. Es la noche en que Dios ha venido a salvarnos, y en ella no se debe matar a nadie. Mañana, de madrugada, me despachan si gustan. ¿Y quién sabe si en ese tiempo reflexiono y escribo? No es hora de matar, señó Carmelo, que Cristo está naciendo, y la Virgen lo está acostando en las pajas del pesebre...
Con gran sorpresa mía, el bandido, lejos de mofarse, se quedó suspenso, impresionado. Y como Josele quisiese arrastrarme afuera, le detuvo.
-Déalo, hombre; mañana será otro día. Ahora, a sená en pa y en grasia e Dió.
Comprendí que se aplazaba mi suplicio, y deseoso de ponerme en buena armonía con los verdugos, volví a implorar al jefe, que estaba, sin duda en un buen cuarto de hora.
-Tengo mucha hambre, señó Carmelo, y no cenar esta noche es cosa triste ¿Me darán un poco de lo que hay?
-Güeno, por eso no reñiremos: senará usté por última ve... No diga que en Nochebuena. Carmelo no le ha atendío.
¡Y se me atendió a fe, con abundancia! Comí, o, mejor dicho, devoré del pavo relleno, del salado jamón, que llamaba por el Málaga; de los chorizos picantes y de los primores de confitería que también incitaban a beber. Temo haberme achispado un poco, y estoy seguro de haber dormido como si ningún peligro me amenazase. ¡Era Nochebuena! Y me parecía que, del cielo estrellado, una protección divina descendía sobre mí...
Desperté bruscamente al ruido de un fogonazo... Una lucha, un trajín furioso, tiros, blasfemias... Mi amigo el sargento, con su tropa, estaba realizando la célebre captura, que le valió el ascenso y la cruz. Josele yacía con la cabeza deshecha; Ramonsiyo, ágil, se escapó como un gato; el señó Carmelo, codo con codo...
-Ha sido el espolique el que me dio la noticia sin querer... -decíame poco después mi amigo-. No pudo negar, y comprendí lo que pasaba... ¡Buena suerte ha tenido usted!
En efecto, hasta recuperé el dinero, que estaba en el marsellés del facineroso. Y, en mi interior, no puede menos de sentir una confusa simpatía por el que me hubiese despachado al otro mundo, pero que no lo hizo en Nochebuena...
-Adiós, señó Carmelo -le dije. Su cena estaba riquísima...
-¡Váyaste a jasé burla de quien lo parió! -respondiome brutalmente.

«La Ilustración Española y Americana», núm. 47, 1912

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Casualidad

Mi amigo Luis Cortada es hombre de humor, aficionado a faldas como ninguno. Aunque guarda la reserva que el honor prescribe, sus dos o tres compinches de confianza conocemos sus principios y modo de entender tales cuestiones. «El amor -sostiene Luis- debe ser algo grato, regocijado y ameno; si causa penas, inquietudes y sofocos, hay que renegar de él y hacerse fraile.» Cuando le hablan de dramas pasionales se encoge de hombros, y declara desdeñosamente:
-Los que ustedes llaman enamorados no son sino locos, que tomaron esa postura en vez de tomar otra. Podían buscar la cuadratura del círculo o el movimiento continuo; podían creerse el sha de Persia o el Kaiser; podían suponer que guardaban en una cueva millones en oro y pedrería... Prefieren figurarse que en su alma existe un ideal sublime, que les eleva al quinto cielo, que nadie como ellos ha sentido, y por el cual deben sufrir, si es necesario, martirio, muerte y deshonor. ¿Dónde cabe mayor insania? Y lo más terrible es que esa clase de dementes andan sueltos. No, conmigo eso no va. Adoro a las mujeres..., pero soy muy justo y las adoro a todas por igual, sin creer en la divinidad de ninguna.
Hay que suponer que el sistema de Luis era el mejor, pues las mujeres se morían por él.
No se sabe qué hechizo existía en aquel muchacho, ni muy guapo ni muy feo, de cara redonda y fino bigote castaño, de ojos alegres y frente muy blanca, en la cual el pelo señalaba cinco atrevidas puntas. Sin que él se alabase jamás de sus triunfos, nos constaban, y, en nuestra involuntaria y poco malévola envidia, los atribuíamos a aquella misma constante ecuanimidad y confianza en sí mismo, a la indiferencia con que pasaba de la rubia a la morena, sin concederles el tributo de un suspiro cuando se rompía el lazo. «Este chico -repetíamos- tiene música dentro.»
Me llamó la atención ver que de pronto Luis perdía su jovialidad, andaba cabizbajo y mustio, y hasta, a veces, inquieto y hosco. Yo era, de los de la trinca, el más íntimo, el que le veía diariamente, o en su casa o en la mía, y no pude menos de preguntarle, atribuyendo el fenómeno al inevitable amor, que al fin, llegada la hora, le hubiese cogido en sus redes de oro y hierro. La hipótesis le sublevó.
-Te prohíbo -me dijo severamente- que dudes de mi cordura... Sólo que, entérate: eso de la pasión y demás zarandajas tiene, entre otros encantos, el de que lo mismo puede dañar el padecerlo como el hacerlo sentir... Igual fastidia querer o ser querido... ¿Te has enterado? Y mutis.
-Como tú eres tan listo para mudarte de casa, no creí que te dejases coger en ninguna ratonera...
-Yo me entiendo... -repuso él, fruncido un ceño receloso sobre los ojos, que habían perdido su expresión regocijada.
Pasaba esta conversación en mi despacho, donde Luis, nerviosamente, había encendido y tirado casi enteros hasta tres excelentes puros. En su visible estado de agitación, sacaba la petaca, la dejaba sobre la mesa, volvía a guardarla, se tentaba el bolsillo y, en suma, ejecutaba movimientos inconscientes, reveladores de distracción profunda. Momentos así son los que aprovechan los ladrones llamados descuideros para quitar el reloj o la cartera a sus víctimas. Tal pensamiento fue el que se me ocurrió cuando, minutos después de haberse marchado Luis, vi que sobre mi mesa-escritorio se había dejado no la petaca, sino la cartera misma, que era de igual cuero y tamaño, y, sin duda, en su trastorno, confundió con ella.
Lo delicado -lo reconozco, señores- hubiese sido coger esa cartera y guardarla bajo llave sin mirarla. Pero la conciencia y la delicadeza también tienen sus sofismas, y yo me di a mí mismo la excusa de que no me proponía otro fin, al ser indiscreto, sino tratar de saber lo que preocupaba a mi amigo, para venirle en ayuda. Y tomé y abrí la cartera, que contenía un fajillo de billetes, y, en el otro departamento, papeles doblados y un retrato de mujer.
-¡Calle! -exclamé. ¡La señora de Ramírez Madroño!
Era, en efecto, la esposa del riquísimo industrial, rubia bastante bonita, aunque de una fisonomía a veces extraña, unos ojos que relumbraban o se apagaban como gusanos de luz, y una cara larga y descolorida, como efigie de marfil antiguo. ¡Vaya, conque también ella! ¡De fama tan limpia! ¡Y nosotros, que ni aun por coqueta la teníamos! ¡Este Luis! Nada, que llevaba dentro, no ya música, una orquesta entera...
No es fácil detenerse cuando ha empezado a despertarse la curiosidad. Mis ojos ávidos recorrieron los billetitos en que la mano parecía haber dejado candentes surcos..., cuando, en lo mejor de la exploración, pegué un salto en el sillón giratorio y solté una exclamación sin forma, como se hace cuando se está solo... Acababa de leer un párrafo: «Alma mía, ya se notan los efectos... Todo obstáculo entre nosotros debe desaparecer..., y pronto desaparecerá. Envíame otro paquetito como los anteriores...»
Tan horripilado me quedé, que ni aun advertí que habían llamado a la puerta, ni que un hombre se precipitaba en mi despacho. Era él, era Luis, descompuesto, con los ojos saltándosele, la respiración ahogada. Yo, a mi vez, me quedé aturdido. No podía dudar de que me hubiese visto leyendo. ¡Qué plancha! Pero, con asombro, noté que Luis, en vez de conservar su actitud del primer momento, poco a poco iba modificándola, adoptando la de un hombre que se goza en la confusión de otro. Al cabo, mirándome cara a cara, soltó una franca risa y me echó al cuello los brazos, exclamando afectuosa-mente:
-No te apures, hijo, no te apures... En parte, me has hecho un favor con curiosear mi cartera. No me decidía a franquearme; así desahogaré contigo. Me has visto pensativo, cosa en mí bien rara, y ahora comprenderás por qué. He tenido la segunda desgracia: la primera, bueno, es enamorarse; la segunda...
-¡Sí, ya sé! -pude, por fin, articular. La segunda desgracia es que se han enamorado de ti.
-¡Ajá! De eso se trata. He metido la mano en un cesto de flores y había en él la viborilla del amor. ¡Condenado! El caso es que la señora...; bueno, tú ya no ignoras cómo se llama.
-No, no lo ignoro... Y de veras que me ha sorprendido. La tenía por...
-Sí, sí, claro... Una señora intachable... hasta que llegó su cuarto de hora, con la fatalidad de que entonces pasase yo y no otro... En fin, que está, ¡no sabes!, de atar... Se le ha metido en la cabeza que su punto de honra es adorarme y unirse a mí por toda la vida, para lo cual tiene que...
Se le atragantó el verbo, y yo vine en su ayuda, articulando:
-Que cometer un crimen... ¡Atiza! ¡De tales entusiasmos líbrenos Dios!...
-Eso he dicho yo siempre: ¡líbrenos Dios! Ya sabes mis teorías... Líbrenos de cuanto sea fuerte, hondo, trascendental... ¡Si no tiene vuelta!... Pero, en fin, ahora no se trata de eso. Vamos a lo urgente. Te explicaré cómo por un lado me ves reír y por otro me encuentras tan cabizbajo.
Respiró un instante. Luego se decidió:
-Todo cuanto te diga de la resolución de esa mujer sería poco... ¡Si bregaría yo con ella! Todas mis razones no la han podido disuadir. Y para evitar mayores males, ¿qué dirás que he discurrido? Desde hace un mes la envío paquetitos de un veneno activísimo... De lo que remedia las dispepsias y el flato... ¡Bicarbonato de sosa químicamente puro!... ¡Y eso es lo que surte efecto!...
La risa de mi amigo se me pegó... Celebramos con grandes carcajadas la farsa inocente.
-¡Y figúrate que me dice que ya nota efectos!...
Redoblamos las carcajadas. Sin embargo, de pronto me quedé serio y le cogí la mano:
-¡Aguarda, aguarda, Luisillo! Y si advierte que es inofensivo lo que la remites..., ¿puede... sustituir..., idear... otra cosa?
Mi amigo se puso blanco de terror. Evidentemente la hipótesis no se le había ocurrido ni un instante. Era quizá lo único en que no había pensado.
-¡Demonio! -fue lo que pronunció, al fin, dándose una palmada en la frente.
Momentos después, ya hecha alianza ofensiva y defensiva, debatíamos el plan de campaña. En primer término, Luis propuso el remedio de la cobardía: la fuga. Un viaje a París..., a Buenos Aires..., al Polo Norte...
Yo aconsejé el de la semicobardía: el aplazamiento.
-Mándale otra dosis mayor de bicarbonato -propuse- y veremos lo que pasa. Probablemente, ganar tiempo es ganarlo todo.
Se avino a mi parecer Luis, y transcurrieron quince días en que nada nuevo ocurrió.
Las cartas, sin embargo, denunciaban algo increíble: el creciente efecto de una droga tan inofensiva...
-¡Esto no puede ser! ¡Esa mujer está como una cesta de gatos! -declaró mi amigo, queriendo disimular la zozobra con la indignación-. ¿Qué diantres de efecto cabe? ¿Me lo quieres decir?
-Oye, Luis -resolví: ése es un punto que importa averiguar. Es necesario que hoy mismo nos enteremos de cuál es el estado de salud del señor Ramírez Madroño, muy señor nuestro. A la noche reúnete conmigo en la cervecería, que te prometo noticias. No sería prudente que tú mismo las indagases.
Mi procedimiento fue de lo más sencillo. Por teléfono público pedí comunicación con la casa de Ramírez Madroño. Y la central dio por respuesta que estaba descolgado el teléfono a causa de la grave enfermedad del dueño de la casa. Y al entrar en la cervecería pedí un diario de la noche, y leí la noticia de que el señor Ramírez Madroño había muerto.
Cuando comuniqué esta nueva a Luis casi sufrió un síncope. Le hice entrar en una farmacia, le froté las sienes con vinagre y, a la salida, le insulté:
-¡Cobarde! ¡Tonto! ¡Ánimo! ¡Vaya un simple! ¿Tú has dado a ese señor, anda y dime, ningún jarope malo? ¿Entonces? Se murió porque Dios lo ha dispuesto...
No conseguí que mi amigo se reanimase. Pasó la noche en una especie de delirio, acusándose de imaginarios crímenes. Al otro día le metí en el tren, arropado con una manta y temblando de fiebre, y me fui con él a Barcelona, donde embarcamos para Italia.
Yo volví a Madrid tan pronto como pude estar seguro de que Luis había recobrado el uso de la razón y la salud de cuerpo. Convinimos en que el aire patrio le sería muy dañoso en bastantes meses. En efecto, tardó mucho en volver.
Pude cerciorarme de que el fallecimiento de Ramírez Madroño no había causado ninguna extrañeza: tenía en el estómago una úlcera mortal.
En cuanto a su esposa, tampoco sorprendió que, después de varios ataques de convulsiones histéricas, explicables por la pena, hubiese caído en una especie de atonía, y luego en una devoción estrecha y rigurosa, sin salir de la iglesia en toda la mañana. Era para mí evidente que jamás sospechó la piadosa burla de Luis. Al revés de otras, su arrepentimiento fue real, e imaginario su delito.

«La Ilustración Española y Americana», núm. 9, 1913

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

Caso (2)

No es secreto de confesión -dijo el padre Morata, que si lo fuese, callaría, aunque se hayan muerto ya todos los que intervinieron en la doliente historia. La protagonista me pidió consejo y me hizo confidencia, enseñándome la llaga horrible de su corazón... y estos casos pueden referirse; sobre todo, a personas que ni por conjetura han de adivinar nombres.
Llamaré a aquella desventurada Artemisa, por una analogía de situación que acaso no exista, sino en mi espíritu... Artemisa, pues, se casó, no muy joven, sino en la edad en que ya el dragón de las pasiones ronda a la mujer. Iba a cumplir los treinta, y era rica, libre y muy inteligente, además de hermosa. Eligió a su gusto, y cuando emprendieron marido y mujer el viaje de novios, se podía afirmar que llevaban consigo todas las probabilidades de ventura que humanamente pueden sumarse.
Regresaron, y yo, que les había dado la bendición nupcial porque el padre de Artemisa se contó entre mis mejores amigos, les visité por cortesía. Me enseñaron la casa, magníficamente alhajada, y el taller del marido, que era artista pintor y a quien nombraré Luis. Me parecieron enamorados y hasta extremosos en las recíprocas finezas, por lo cual -lo declaro paladinamente- temí por su porvenir, pues he notado, y es una de las observaciones que determinaron mi vocación al estado religioso, que donde entra el amor salen por otra puerta la paz y la escasa dicha que nos está permitido disfrutar en este mundo. Como he tenido allá antaño mis aficiones a leer versos, y hasta a componerlos, recuerdo lo que dice un poeta desconocido, Luis de Vivero, del traje que gastan los enamorados:

«Un jubón sin alegría,
un sayo de desear
y una capa de pesar
que me traigo cada día...»

En efecto, me había parecido notar en la cara de Artemisa, a pesar de todas las vehemencias y derretimientos que caracterizaban su estado, cierta ansiedad, cierto falso regocijo nervioso, una inquietud, que no respondía a la idea de un contento sereno y sin nubes. Como pocos días después me invitase Artemisa a tomar, por la tarde, chocolate y un poco de almíbar, y estuviésemos solos, me contó su pena: eran celos, celos sin objeto, porque Luis no hacía nada que a celos diese motivo...
-Creo que por lo mismo sufro más -añadió la esposa. Si tuviese celos de algo determinado, me curaría o me moriría o le mataría a él... Perdone usted, padre, no sé lo que digo... No estoy en el confesionario.
-Allí no te permitiría hablar de ese modo; tendrías que ofrecer enmienda de tales propósitos si eran verdaderos y no una afectación involuntaria de tu espíritu, como sucede a veces, respondí gravemente.
-¡Qué más quisiera yo que arrepentirme de esto! -murmuró Artemisa. Si es como una maldición, padre. A sospechar que el amor, el más lícito, el más natural, tiene este contrapeso... creo que me hago monja. Lucho y padezco lo que usted no se imagina para vencer la locura y disfrutar el bien de amor sin miedo a que me lo roben, pero no lo consigo. Y por temor a hacerme odiosa, por no parecer ridícula y antipática asegurando así la pérdida que temo, disimulo, me violento, escondo mi alma a Luis... ¿Le parece a usted poca amargura? ¿No poder ser franca, no poder decir la verdad a quien más se quiere? ¡Mi alma está cerrada para su propio dueño! ¡Nuestras almas no se confunden la una con la otra!
-El alma no encuentra nunca su reposo en el amor humano..., respondí a la queja de la desgraciada mujer, cuyo rostro expresaba bien la sinceridad de su desesperada querella.
Pasaron dos años sin que volviese Artemisa a hacerme confidencias, hasta que un día, por un párrafo de periódico, supe que se encontraba «delicado de salud» su esposo Luis. Me di prisa a visitarles. La primera vez sólo hablé con Artemisa breves momentos, lo suficiente para saber que, en efecto, era cosa seria la enfermedad del joven artista. La segunda, el pintor dormía un sueño de modorra, y Artemisa me llevó a una habitación retirada, creo que su propio tocador, y allí, deshecha en lágrimas, retorciéndose las manos, me enteró del caso psicológico... Confieso que al pronto una idea atroz cruzó por mi mente.
-¿Qué es eso, Artemisa? -pregunté con severidad terrible. ¿Has sido capaz de hacer algo para que enferme tu marido...?
-No... -murmuró ella. Nada hice... Pero no se alegre usted, no se alegre... Si es peor lo que pasa.
-¿Peor...? Estás trastornada con el sentimiento, hija mía... ¿Peor que eso...? ¿Es que le cuidas mal, que no te dedicas a asistirle como es tu deber?
-Le cuido noche y día... ¿No ve usted mis ojos, no ve usted mi cara?
En efecto, pude observar que se encontraba demacradísima, con todo el aspecto de una persona que ni descansa ni duerme y que consagra su tiempo a una tarea penosa.
-Entonces, ¿qué te sucede? Vamos a ver si sigue haciendo de las suyas la pícara imaginación.
-¡Ah! No, no es la imaginación... Eso creí yo al principio, y repetía: «Locura, fantasía, no es verdad, yo no siento así...». Un día tras otro no he tenido más remedio que ver claro; ninguna duda puede caberme... Oiga usted bien -añadió temblando. ¡El caso horroroso es que yo... yo deseo la muerte de Luis!
-¡Delirio!
-¡Realidad! La deseo con todas mis fuerzas... con todo mi corazón... a cada momento... Cuando le sirvo las pociones; cuando le enjugo el sudor; cuando le acaricio; cuando le sonrío para decirle que está mejor, que tiene mejor cara... la idea dentro de mí se alza, crece, me domina. Al morir Luis, mueren mis celos, muere mi tortura, se afirma mi seguridad de que no me hará traición. Mío sólo su recuerdo, mías sus cenizas, mío su retrato... Un culto ardiente, pero dulce, tranquilo, a su memoria. La víbora que he llevado enroscada desde los primeros días de nuestro casamiento, cesará de morderme... Y cuando viene el médico del cuerpo, al preguntarle con una ansiedad que él interpreta de otro modo, «¿hay esperanza...?», el torpe no sabe comprender con qué estremecimiento interior de gozo le veo mover la cabeza de un modo fatídico...
Y Artemisa sollozaba, se arrastraba por el suelo a mis pies...
No sé que le dije; agoté los consuelos, las reprimendas, toda mi elocuencia de amigo y de sacerdote... Fue inútil, porque ella, o no podía o no quería arrepentirse, y si estuviésemos en el tribunal donde la misericordia del cielo baja a la tierra, yo no podría extender los dedos para absolverla con palabras de perdón... Huí de la casa y de la mujer en cuyo espíritu había penetrado Belial, el demonio de la pasión egoísta... Antes de salir la dije:
-Tú no amas a ese hombre, tú no le has amado nunca, tú no sabes lo que es amor.
-¡Ojalá...!
La interjección sonó como un gemido del infierno... Poco tardé en saber la muerte de Luis. ¿Qué fue de Artemisa...? No quise verla. Se ausentó de Madrid, se encerró en una finca que poseía allá en tierras de Levante, y dicen que llevó vida ejemplar, retirada y caritativa. Hizo trasladar allí los restos de su marido... ¡Dios haya perdonado a la infeliz!

«Blanco y Negro», núm. 859, 1907

1.005. Pardo Bazan (Emilia)