Don Abel tenía cincuenta
años, don Joaquín otros cincuenta, pero muy otros: no se parecían a los de don
Abel, y eso que eran aquellos dos buenos mozos del año sesenta, inseparables
amigos desde la juventud, alegre o insípida, según se trate de don Joaquín o de
don Abel. Caín y Abel los llamaba el pueblo, que los veía siempre juntos, por
las carreteras adelante, los dos algo encorvados, los dos de chistera y levita,
Caín siempre delante, Abel siempre detrás, nunca emparejados; y era que Abel
iba como arrastrado, porque a él le gustaba pasear hacia Oriente, y Caín, por
moler, le llevaba por Occidente, cuesta arriba, por el gusto de oírle toser,
según Abel, que tenía su malicia. Ello era que el que iba delante solía ir
sonriendo con picardía, satisfecho de la victoria que siempre era suya, y el
que caminaba detrás iba haciendo gestos de débil protesta y de relativo
disgusto. Ni un día solo, en muchos años, dejaron de reñir al emprender su
viaje vespertino; pero ni un solo día tampoco se les ocurrió separarse y tomar
cada cual por su lado, como hicieron San Pablo y San Bernabé, y eso que eran
tan amigos, y apóstoles. No se separaban porque Abel cedía siempre.
Caín tampoco hubiera
consentido en la separación, en pasear sin el amigo; pero no cedía porque
estaba seguro de que cedería el compinche; y por eso iba sonriendo: no porque
le gustase oír la tos del otro. No, ni mucho menos; justamente solía él
decirse: «¡No me gusta nada la tos de Abel!» Le quería entrañablemente, sólo
que hay entrañas de muchas maneras, y Caín quería a las personas para sí, y, si
cabía, para reírse de las debilidades ajenas, sobre todo si eran ridículas o a
él se lo parecían. La poca voluntad y el poco egoísmo de su amigo le hacían
muchísima gracia, le parecían muy ridículos, y tenía en ellos un estuche de
cien instrumentos de comodidad para su propia persona. Cuando algún chusco veía
pasar a los dos vejetes, oficiales primero y segundo del gobierno civil desde
tiempo inmemorial (don Joaquín el primero, por supuesto; siempre delante), y
los veían perderse a lo lejos, entre los negrillos que orlaban la carretera de
Galicia, solía exclamar riendo:
-Hoy le mata, hoy es el
día del fratricidio. Le lleva a paseo y le da con la quijada del burro. ¿No se
la ven ustedes? Es aquel bulto que esconde debajo de la levita.
El bulto, en efecto,
existía. Solía ser realmente un hueso de un animal, pero rodeado de mucha
carne, y no de burro, y siempre bien condimentada. Cosa rica. Merendaban casi
todas las tardes como los pastores de don Quijote, a campo raso, y chupándose
los dedos, en cualquier soledad de las afueras. Caín llevaba generalmente los
bocados y Abel los tragos, porque Abel tenía un cuñado que comerciaba en vinos
y licores, y eso le regalaba, y Caín contaba con el arte de su cocinera de
solterón sibarita. Los dos disponían de algo más que el sueldo, aunque lo de
Abel era muy poco más; y eso que lo necesitaba mucho, porque tenía mujer y tres
hijas pollas, a quienes en la actualidad, ahora que ya no eran tan frescas y
guapetonas como años atrás, llamaban los murmuradores Las
Contenciosas-administrativas por lo mucho que hablaba su padre de lo
contencioso-administrativo, que le tenía enamorado hasta el punto de considerar
grandes hombres a los diputados provinciales que eran magistrados de lo
contencioso..., etc. El mote, según malas lenguas, se lo había puesto a las
chicas el mismísimo Caín, que las quería mucho, sin embargo, y les había dado
no pocos pellizcos. Con quien él no transigía era con la madre. Era su natural
enemigo, su rival pudiera decirse. Le había quitado la mitad de su Abel; se le
había llevado de la posada donde antes le hacía mucho más servicio que la
cómoda y la mesilla de noche juntas. Ahora tenía él mismo, Caín, que guardar su
ropa, y llevar la cuenta de la lavandera, y si quería pitillos y cerillas tenía
que comprarlos muchas veces, pues Abel no estaba a mano en las horas de mayor
urgencia.
***
-¡Ay, Abel! Ahora que la
vejez se aproxima, envidias mi suerte, mi sistema, mi filosofía -exclamaba don
Joaquín, sentado en la verde pradera, con un llacón entre las piernas. (Un
llacón creo que es un pernil.)
-No envidio tal
-contestaba Abel, que en frente de su amigo, en igual postura, hacía saltar el
lacre de una botella y le limpiaba el polvo con un puñado de heno.
-Sí, envidias tal; en
estos momentos de expansión y de dulces piscolabis lo confiesas; y, ¿a quién
mejor que a mí, tu amigo verdadero desde la infancia hasta el infausto día de
tu boda, que nos separó para siempre por un abismo que se llama doña Tomasa
Gómez, viuda de Trujillo? Porque tú, ¡oh Trujillo!, desde el momento que te
casaste eres hombre muerto; quisiste tener digna esposa y sólo has hecho una
viuda...
-Llevas cerca de treinta
años con el mismo chiste... de mal género. Ya sabes que a Tomasa no le hace
gracia...
-Pues por eso me repito.
-¡Cerca de treinta años!
-exclamó don Abel, y suspiró, olvidándose de las tonterías epigramáticas de su
amigo, sumiendo en el cuerpo un trago de vino del Priorato y el pensamiento en
los recuerdos melancólicos de su vida de padre de familia con pocos recursos. Y
como si hablara consigo mismo continuó mirando a la tierra:
-La mayor...
-Hola -murmuró Caín; ¿ya
cantamos en la mayor? Jumera segura... tristona como todas tus cosas.
-No te burles, libertino.
La mayor nació... sí, justo; va para veintiocho, y la pobre, con aquellos
nervios y aquellos ataques, y aquel afán de apretarse el talle... no sé,
pero... en fin, aunque no está delicada... se ha descompuesto; ya no es lo que
era, ya no... ya no me la llevan.
-Ánimo, hombre; sí te la llevarán... No
faltan indianos... Y en último caso... ¿para qué están los amigos? Cargo yo con
ella... y asesino a mi suegra. Nada, trato hecho; tú me das en dote esa
botella, que no hay quien te arranque de las manos, y yo me caso con la
(cantando) mayor.
-Eres un hombre sin
corazón... un Lovelace.
-¡Ay, Lovelace! ¿Sabes tú
quién era ese?
-La segunda, Rita,
todavía se defiende.
-¡Ya lo creo! Dímelo a
mí, que ayer por darla un pellizco salí con una oreja rota.
-Sí, ya sé. Por cierto
que dice Tomasa que no le gustan esas bromas, que las chicas pierden...
-Dile a la de Gómez , viuda de
Trujillo, que más pierdo yo, que pierdo las orejas, y dile también que si la
pellizcase a ella puede que no se quejara...
-Hombre, eres un
chiquillo; le ves a uno serio contándote sus cuitas y sus esperanzas... y tú
con tus bromas de dudoso gusto...
-¿Tus esperanzas? Yo te
las cantaré: La (cantando) Nieves...
-Bah, la Nieves segura
está. Los tiene así (juntando por las yemas los dedos de ambas manos). No es
milagro. ¿Hay chica más esbelta en todo el pueblo? ¿Y bailar? ¿No es la perla
del casino cuando la emprende con el vals corrido, sobre todo si la baila el
secretario del gobierno militar, Pacorro?
Caín se había quedado
serio y un poco pálido. Sus ojos fijos veían a la hija menor de su amigo, de
blanco, escotada, con media negra, dando vueltas por el salón colgada de
Pacorro... A Nieves no la pellizcaba él nunca; no se atrevía, la tenía un
respeto raro, y además, temía que un pellizco en aquellas carnes fuera una
traición a la amistad de Abel; porque Nieves le producía a él, a Caín, un
efecto raro, peligroso, diabólico... Y la chica era la única para volver locos
a los viejos, aunque fueran íntimos de su padre. «¡Padrino, baila conmigo!»
¡Qué miel en la voz mimosa! ¡Y qué miradonas inocentes... pero que se metían en
casa! El diablo que pellizcara a la chica. Valiente tentación había sacado él de
pila...
-Nieves -prosiguió Abel-
se casará cuando quiera; siempre es la reina de los salones; a lo menos, por lo
que toca a bailar...
-Como bailar.. baila bien
-dijo Caín muy grave.
-Sí, hombre; no tiene más
que escoger. Ella es la esperanza de la casa.
-Ya ves, Dios premia a
los hombres sosos, honrados, fieles al decálogo, dándoles hijas que pueden
hacer bodas disparatadas, un fortunón... ¿Eh? viejo verde, calaverón eterno.
¿Cuándo tendrás tú una hija como Nieves, amparo seguro de tu vejez?
Caín, sin contestar a
aquel majadero, que tan feliz se las prometía, en teniendo un poco de Priorato
en el cuerpo, se puso a pensar, que siempre se le estaba ocurriendo echar la
cuenta de los años que él llevaba a la menor de las Contenciosas. «¡Eran muchos
años!»
***
Pasaron algunos; Abel
estuvo cesante una temporada y Joaquín de secretario en otra provincia.
Volvieron a juntarse en su pueblo, Caín jubilado y Abel en el destino antiguo
de Caín. Las meriendas menudeaban menos, pero no faltaban las de días solemnes.
Los paseos, como antaño, aunque ahora el primero que tomaba por Oriente era Joaquín,
porque ya le fatigaba la cuesta. Las Contenciosas brillaban cada día como
astros de menor magnitud; es decir, no brillaban; en rigor eran ya de octava o
novena clase, invisibles a simple vista, ya nadie hablaba de ellas, ni para
bien ni para mal; ni siquiera se las llamaba las Contenciosas, «las de
Trujillo» decían los pocos pollos nuevos que se dignaban acordarse de ellas.
La mayor, que había
engordado mucho y ya no tenía novios, por no apretarse el talle había
renunciado a la lucha desigual con el tiempo y al martirio de un tocado que
pedía restauraciones imposibles. Prefería el disgusto amargo y escondido de
quedarse en casa, de no ir a bailes ni teatros, fingiendo gran filosofía,
reconociéndose gallina, aunque otra le quedaba. Se permitía, como corta
recompensa a su renuncia, el placer material, y para ella voluptuoso, de
aflojarse mucho la ropa, de dejar a la carne invasora y blanquísima (eso sí) a
sus anchas, como en desquite de lo mucho que inútilmente se había apretado
cuando era delgada.
-«¡La carne! Como el
mundo no había de verla, hermosura perdida; gran hermosura, sin duda,
persistente... pero inútil. Y demasiada.»
Cuando el cura hablaba,
desde el púlpito, de la carne, a la mayor se le figuraba que aludía
exclusivamente a la
suya... Salían sus hermanas, iban al baile a probar fortuna,
y la primogénita se soltaba las cintas y se hundía en un sofá a leer
periódicos, crímenes y viajes de hombres públicos. Ya no leía folletines.
La segunda luchaba con la
edad de Cristo y se dejaba sacrificar por el vestido que la estallaba sobre el
corpachón y sobre el vientre. ¿No había tenido fama de hermosa? ¿No le habían
dicho todos los pollos atrevidos e instruidos de su tiempo que ella era la
mujer que dice mucho a los sentidos?
Pues no había renunciado
a la palabra. Siempre
en la brecha. Se
había batido en retirada, pero siempre en su puesto.
Nieves... era una
tragedia del tiempo. Había envejecido más que sus hermanas; envejecer no es la
palabra: se había marchitado sin cambiar, no había engordado, era esbelta como
antes, ligera, felina, ondulante; bailaba, si había con quién, frenética, cada
día mas apasionada del vals, más correcta en sus pasos, más vaporosa, pero
arrugada, seca, pálida; los años para ella habían sido como tempestades que
dejaran huella en su rostro, en todo su cuerpo; se parecía a sí misma... en
ruinas. Los jóvenes nuevos ya no la conocían, no sabían lo que había sido
aquella mujer en el vals corrido; en el mismo salón de sus antiguos triunfos,
parecía una extranjera insignificante. No se hablaba de ella ni para bien ni
para mal; cuando algún solterón trasnochado se decidía a echar una cana al
aire, solía escoger por pareja a Nieves. Se la veía pasar con respeto
indiferente; se reconocía que bailaba bien, pero, ¿y qué? Nieves padecía infinito,
pero, como su hermana, la segunda, no faltaba a un baile. ¡Novio!... ¡Quién
soñaba ya con eso! Todos aquellos hombres que habían estrechado su cintura,
bebido su aliento, contemplado su escote virginal... etc., ¿dónde estaban? Unos
de jueces de término a cien leguas: otros en Ultramar haciendo dinero, otros en
el ejército sabe Dios dónde; los pocos que quedaban en el pueblo, retraídos,
metidos en casa o en la sala de tresillo. Nieves, en aquel salón de sus
triunfos, paseaba sin corte entre una multitud que la codeaba sin verla...
Tan excelente le pareció
a don Abel el pernil que Caín le enseñó en casa de este, y que habían de
devorar juntos de tarde en la Fuente de Mari-Cuchilla, que Trujillo,
entusiasmado, tomó una resolución, y al despedirse hasta la hora de la cita,
exclamó:
-Bueno, pues yo también
te preparo algo bueno, una sorpresa. Llevo la manga de café, lleva tú puros; no
te digo más.
Y aquella tarde, en la
fuente de Mari-Cuchilla, cerca del oscurecer de una tarde gris y tibia de
otoño, oyendo cantar un ruiseñor en un negrillo, cuyas hojas inmóviles parecían
de un árbol-estatua, Caín y Abel merendaron el pernil mejor que dio de sí cerdo
alguno nacido en Teberga. Después, en la manga que a Trujillo había regalado un
pariente, voluntario en la guerra de Cuba, hicieron café..., y al sacar Caín
dos habanos peseteros..., apareció la sorpresa de Abel. Momento solemne. Caín
no oía siquiera el canto del ruiseñor, que era su delicia, única afición
poética que se le conocía. Todo era ojos. Debajo de un periódico, que era la
primera cubierta, apareció un frasco, como podía la momia de Sesostris, entre
bandas de paja, alambre, tela lacrada, sabio artificio de la ciencia misteriosa
de conservar los cuerpos santos incólumes; de guardar lo precioso de las injurias
del ambiente.
-¡El benedictino! exclamó
Caín en un tono religioso impropio de su volterianismo. Y al incorporarse para
admirar, quedó en cuclillas como un idólatra ante un fetiche.
-El benedictino -repitió
Abel, procurando aparecer modesto y sencillo en aquel momento solemne en que
bien sabía él que su amigo le veneraba y admiraba.
Aquel frasco, más otro
que quedaba en casa, eran joyas riquísimas y raras, selección de lo selecto,
fragmento de un tesoro único fabricado por los ilustres Padres para un regalo
de rey, con tales miramientos, refinamientos y modos exquisitos, que bien se
podía decir que aquel líquido singular, tan escaso en el mundo, era néctar
digno de los dioses. Cómo había ido a parar aquel par de frascos casi divinos a
manos de Trujillo, era asunto de una historia que parecía novela y que Caín
conocía muy bien desde el día en que, después de oírla, exclamó:
-¡Ver y creer! Catemos,
eso, y se verá si es paparrucha lo del mérito extraordinario de esos
botellines.
Y aquel día también había
sido el primero de la única discordia duradera que separó por más de una semana
a los dos constantes amigos. Porque Abel, jamás enérgico, siempre de cera, en
aquella ocasión supo resistir y negó a Caín el placer de saborear el néctar de
aquellos frascos.
-Estos, amigos -había
dicho- los guardo yo para en su día.
-Y no había querido jamás explicar qué día
era aquel.
Caín, sin perdonar, que
no sabía, llegó a olvidarse del benedictino.
Y habían pasado todos
aquellos años, muchos, y el benedictino estaba allí, en la copa reluciente, de
modo misterioso que Caín, triunfante, llevaba a los labios, relamiéndose a
priori.
Pasó el solterón la
lengua por los labios, volvió a oír el canto del ruiseñor, y contento de la
creación, de la amistad, por un momento, exclamó:
-¡Excelente! ¡Eres un
barbián! Excelentísimo señor benedictino, ¡bendita sea la Orden! Son unos
sabios estos reverendos. ¡Excelente!
Abel bebió también.
Mediaron el frasco.
Se alegraron; es decir,
Abel, como Andrómaca, se alegró entristeciéndose.
A Caín, la alegría le dio
esta vez por adular como vil cortesano.
Abel, ciego de vanidad y
agradecido, exclamó:
-Lo que falta... lo
beberemos mañana. El otro frasco... es tuyo; te lo llevas a tu casa esta noche.
Faltaba algo; faltaba una
explicación. Caín la pedía con los ojillos burlones llenos de chispas.
A la luz de las primeras
estrellas, al primer aliento de la brisa, cuando cogidos del brazo y no muy
seguros de piernas, emprendieron la vuelta de casa, Abel, triste, humilde,
resignado, reveló su secreto, diciendo:
-Estos frascos... este
benedictino... regalo de rey...
-De rey...
-Este benedictino... lo
guardaba yo...
-Para su día...
-Justo; su día... era el
día de la boda de la
mayor. Porque lo natural era empezar por la primera. Era lo justo.
Después... cuando ya no me hacía ilusiones, porque las chicas pierden con el
tiempo y los noviazgos..., guardaba los frascos..., para la boda de la segunda. Suspiró Abel.
Se puso muy serio Caín.
-Mi última esperanza era
Nieves..., y a esa por lo visto no la tira el matrimonio. Sin embargo, he
aguardado, aguardado..., pero ya es ridículo..., ya...
-Abel sacudió la cabeza
y no pudo decir lo que quería, que era: lasciate ogni speranza.
-En fin,
¿cómo ha de ser?- Ya sabes; ahora mismo te llevas el otro frasco.
Y no hablaron más en todo
el camino. La brisa les despejaba la cabeza y los viejos meditaban. Abel
tembló. Fue un escalofrío de la miseria futura de sus hijas, cuando él muriera,
cuando quedaran solas en el mundo, sin saber más que bailar y apergaminarse. ¡Lo
que le había costado a él de sudores y trabajo el vestir a aquellas muchachas y
alimentarlas bien para presentarlas en el mercado del matrimonio! Y todo en
balde. Ahora..., él mismo veía el triste papel que sus hijas hacían ya en los
bailes, en los paseos... Las veía en aquel momento ridículas, feas por
anticuadas y risibles..., y las amaba más, y las tenía una lástima infinita
desde la tumba en que él ya se contemplaba.
Caín pensaba en las
pobres Contenciosas también, y se decía que Nieves, a pesar de todo, seguía
gustándole, seguía haciéndole efecto...
Y pensaba además en
llevarse el otro frasco; y se lo llevó efectivamente.
***
Murió don Abel Trujillo;
al año siguiente falleció la viuda de Trujillo. Las huérfanas se fueron a vivir
con una tía, tan pobre como ellas, a un barrio de los más humildes. Por algún
tiempo desaparecieron del gran mundo, tan chiquitín, de su pueblo. Lo notaron
Caín y otros pocos. Para la mayoría, como si las hubieran enterrado con su
padre y su madre. Don Joaquín al principio las visitaba a menudo. Poco a poco
fue dejándolo, sin saber por qué. Nieves se había dado a la mística, y las
demás no tenían gracia. Caín, que había lamentado mucho todas aquellas
catástrofes, y que había socorrido con la cortedad propia de su peculio y de su
egoísmo a las apuradas huérfanas, había ido olvidándolas, no sin dejarlas antes
en poder del sanísimo consejo de que «se dejaran de bambollas... y cosieran
para fuera». Caín se olvidó de las chicas como de todo lo que le molestaba. Se
había dedicado a no envejecer, a conservar la virilidad y demostrar que la conservaba. Parecía
cada día menos viejo, y eso que había en él un renacimiento de aventurero
galante. Estaba encantado. ¿Quién piensa en la desgracia ajena si quiere ser
feliz y conservarse?
Las de Trujillo, de
negro, muy pálidas, apiñadas alrededor de la tía caduca, volvían a presentarse
en las calles céntricas, en los paseos no muy concurridos. Devoraban a los
transeúntes con los ojos. Daban codazos a la multitud hombruna. Nieves
aprovechaba la moda de las faldas ceñidas para lucir las líneas esculturales de
su hermosa pierna. Enseñaba el pie, las enaguas blanquísimas que resaltaban
bajo la falda negra. Sus ojos grandes, lascivos, bajo el manto recobraban
fuerza, expresión. Podía aparecer apetitosa a uno de esos gustos extraviados
que se enamoran de las ruinas de la mujer apasionada, de los estragos del deseo
contenido o mal satisfecho.
Murió la tía también.
Nueva desaparición. A los pocos meses las de Trujillo vuelven a las calles
céntricas, de medio luto, acompañadas, a distancia, de una criada más joven que
ellas. Se las empieza a ver en todas partes. No faltan jamás en las apreturas
de las novenas famosas y muy concurridas. Primero salen todas juntas, como
antes. Después empiezan a desperdigarse. A Nieves se la ve muchas veces sola
con la criada. Se
la ve al oscurecer atravesar a menudo el paseo de los hombres y de las
artesanas.
Caín tropieza con ella
varias tardes en una y otra calle solitaria. La saluda de lejos. Un día le para
ella. Se lo come con los ojos. Caín se turba. Nota que Nieves se ha parado
también, ya no envejece y se le ha desvanecido el gesto avinagrado de solterona
rebelde. Está alegre, coquetea como en los mejores tiempos. No se acuerda de
sus desgracias. Parece contenta de su suerte. No habla más que de las novedades
del día, de los escándalos amorosos. Caín le suelta un piropo como un pimiento,
y ella le recibe como si fuera gloria. Una tarde, a la oración, la ve de lejos,
hablando en el postigo de una iglesia de monjas con un capellán muy elegante,
de quien Caín sospechaba horrores. -Desde entonces sigue la pista a la
solterona, esbelta e insinuante. «Aquel jamón debe de gustarles a más de cuatro
que no están para escoger mucho.» Caín cada vez que encuentra a Nieves la
detiene ya sin escrúpulo. Ella luce todo su antiguo arsenal de coqueterías
escultóricas. Le mira con ojos de fuego y le asegura muy seria que está como
nuevo; más sano y fresco que cuando ella era chica y él le daba pellizcos.
-¿A ti, yo? ¡Nunca! A tus
hermanas sí. No sé si tienes dura o blanda la carne. -Nieves le pega con el
pañuelo en los ojos y echa a correr como una locuela..., enseñando los bajos
blanquísimos, y el pie primoroso.
Al día siguiente, también
a la oración, se la encuentra en el portal de su casa, de la casa del propio
Caín.
-Le espero a usted hace
una hora. Súbame usted a su cuarto. Le necesito. -Suben y le pide dinero, poco
pero ha de ser en el acto. Es cuestión de honra. Es para arrojárselo a la cara
a un miserable... que no sabe ella lo que se ha figurado. Se echa a llorar.
Caín la consuela. Le
da el dinero que pide y Nieves se le arroja en los brazos, sollozando y con un
ataque de nervios no del todo fingido.
Una hora después, para
explicarse lo sucedido, para matar los remordimientos que le punzan, Caín
reflexiona que él mismo debió de trastornarse como ella, que creyéndose más
frío, menos joven de lo que en rigor era todavía por dentro, no vio el peligro
de aquel contacto. «No hubo malicia por parte de ella ni por la mía. De la mía respondo.
Fue cosa de la
naturaleza. Tal vez sería antigua inclinación mutua,
disparatada...; pero poderosa..., latente.»
***
Y al acostarse, sonriendo
entre satisfecho y disgustado, se decía el solterón empedernido:
-De todas maneras la
chica... estaba ya perdida. ¡Oh, es claro! En este particular no puedo hacerme
ilusiones. Lo peor fue lo otro. Aquello de hacerse la loca después del lance, y
querer aturdirse, y pedirme algo que la arrancara el pensamiento... y… ¡diablo
de casualidad! ¡Ocurrírsele cogerme la llave de la biblioteca... y dar
precisamente con el recuerdo de su padre, con el frasco de benedictino!...
¡Oh! sí; estas cosas del
pecado, pasan a veces como en las comedias, para que tengan más pimienta, más
picardía... Bebió ella. ¡Cómo se puso! Bebí yo... ¿qué remedio? obligado.
«¡Quién le hubiera dicho
a la pobre Nieves
que aquel frasco de benedictino le había guardado su padre años y años para el
día que casara a su hija!... ¡No fue mala boda!» Y el último pensamiento de
Caín al dormirse ya no fue para la menor de las Contenciosas ni para el
benedictino de Abel, ni para el propio remordimiento. Fue para los socios
viejos del Casino que le llamaban platónico; «¡él, platónico!».
1901
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)