Naturalmente, su padre que era vendedor de patatas,
quiso que el asunto se pusiese en verso, a
perpenan rei de memoria, como decía la posadera aquella del asombroso
"Diálogo de los Perros" de Cervantes. Y no buscó un milonguero
adocenado para ello, como hoy se estila, sino que se fué derecho a Simónides
(556-467 a. J. C.) uno de los más fecundos y patéticos poetas líricos de
Grecia.
Nuestro vate comienza por espigar datos biográficos,
tanto del boxeador como de su familia y de sus parientes: eran todos unos
gatos.
¿Qué hacer? La inspiración no venía ni con vino añejó
de Chipre ante un cuadro o un árbol genealógico tan desnudo como el atleta en
el estrada recibiendo y propinando puñetazos capaces de poner panza arriba a un
bisonte. Por fin, haciendo como los oradores que "se agarran" del
Diluvio, de los muros de Jericó, de las Invasiones de los Bárbaros, de los
terrores del año Mil, del descubrimiento de América, y de otros tópicos muy
nuevos, cuando no saben cómo salir a flote en una polémica sobre la
conveniencia de usar sandalias en verano, o de masticar arvejas en vez de
patatas.
Simónides, pues, comenzó por describir la facha del peso pesado (120 kgs), facha de búfalo,
por más que el poeta nos diga que era un Apolo; sus biceps, su esternón y su
espinazo formidables (cosa no inverosímil en quien acarreaba bolsas de papas),
en fin, su puñetazo fulminante, que bien a la vista estaba. Y no había más que
decir del peso pesado del héroe de Grecia.
Pero ¿cómo cobrar el talento (mil pesos oro) prometida por el minotauro de la Oda con tan breve panegírico?
Simónides se sale entonces por la tangente y, sin hablar de bueyes perdidos, o
del mal tiempo propiamente dicho, recurso demasiado socorrido, mediante una
simple maniobra de aguja encarrila su tren por los dominios de Cástor y Pólux.
Llegada aquí, ya no corre, sino vuela, la pluma del poeta, poniendo por las
nubes, o mejor dicho, por las estrellas, en la constelación de Géminis, a entrambos hermanos,
refiriendo sus combates y victorias en épicas narraciones, nombrando los
lugares donde más habían brillado, y señalándolos como dechados de todo buen
atleta. En esta forma las estrofas de la
Oda se vieron triplicadas.
Satisfecho el vate, carga con el rollo o pergamino, o
con las tabletas de su poema, y se va tarareando al corralón de las patatas.
Por supuesto que ni el padre, ni el hijo, ni toda la parentela junta hubieran
descubierto el relleno, pero no faltó un buey corneta que se lo señalase al
pugilista, explicándole que la Oda
tenía más ripio que el camino de Atenas a Corinto.
-"¡Por Hércules!" bramó el bisonte,
"¡quiere decir entonces que ese milonguero me quiere estafar! ¿con
estafas a mí? ¡Vaaamos, hombre! Ahora verá ese mamón de las Musas quien es Heptaké-fale..."
Y sin duda, el bárbaro no titubeara en buscar a Simónides
para decapitarlo de un puñetazo.
Pero el procurador lego (tenía que ser uno de ellos)
lo calmó, explicándole en qué forma debía proceder. Efectivamente, cuando
volvió el poeta para recibir el talento, el Sietecabezas le entregó el tercio
de lo prometido, diciéndole más serio que un toro:
-"Lo que falta, se lo cobra usted a los
Dióscuros. Venga mi recibo". Luego, con una sonrisa de búfalo:
"Lo espero esta noche a cenar; no falte, que
estará en excelente compañía. Son todos parientes y amigos míos. Hasta
luego".
Simónides prometió asistir al banquete. ¿Quién es el
valiente que osa desairar a un peso pesado?
La comida fué como de vendedores de patatas al por mayor
y atletas: reses enteras asadas, ollas como tinajas de papas cón piel y todo,
buñuelos por centenares, ajo y cebollas por ristras, tomates crudos por canastas...
y vino campeche por bordalesas.
De más de cuatro docenas de invitados pudo decirse con
sobra de verdad aquello de Moratín:
"Ayer
convidé a Torcuato;
Comió sopas
y puchero,
Media
pierna de carnero,
Dos
gazapillos y un pato.
Doyle vino
y respondió:
"Tomadlo
por vuestra vida,
Que hasta
mitad de comida
No
acostumbro a beber yo".
La comilona había seguido el ritmo clásico: magnum silentium (silencio absoluto); rumor dentium (ruido de carretillas o
quijadas); clamor gentium (bramar de
gentes); ibant qui póterant (se
levantaban y marchaban quienes podían... ) Cabalmente cuando se iba a cumplir
el cuarto punto, héte aquí que uno de los mozos advierte a Simónides que dos
hombres aguardan a la puerta de casa y desean verle inmediatamente. Dando
gracias a Dios, levántase de la mesa el poeta y acude presuroso: se encuentra
con entrambos Gemelos de su Oda quienes le agradecen las bellas estrofas, y en
pago de ellas le dicen que abandone inmediatamente el local, pues esa misma
noche va a derrumbarse.
Mientras los otros se atascan, brindan, braman, el
poeta, por las dudas, se va a tomar un poco de aire. De súbito un crugido
siniestro, una pilastra que cede, el techo que se derrumba con estrépito
cubriendo mesa y vajilla, convidados y mozos.
Cada uno puede imaginarse la escena.
Por fortuna, no hubo muertos; los peores librados
fueron Hesta-kéfale que tuvo ambas piernas quebradas, y el procurador lego que
perdió las dos orejas.
Desde ese día no se daba manos Simónides a escribir
toda clase de odas, baladas, epitalamios, pues los pedidos llovían; y nadie le
regateó lo convenido, escarmentando en cabeza o en siete cabezas ajenas. ¿Quién
osaría gastar bromas con el amado de los semi-dioses, con el niño mimado de las
Musas, exponiéndose de consuno a los rayos del Olimpo y del Parnaso!
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(Ham) - 017