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lunes, 4 de marzo de 2013

El entorno conveniente

La noche

Una noche de mediados de verano, el hijo de un granjero que vivía a unos veinte kilómetros de la ciudad de Cincinnati, cruzaba un bosque denso y oscuro siguiendo un camino de herradura. Se había desorientado mientras buscaba unas vacas perdidas, y cerca ya de la medianoche se encontra­ba muy lejos de su casa, en una zona con la que no estaba familiarizado. Pero era un joven valiente y, como conocía la dirección aproximada en la que se hallaba su casa, se metió en el bosque sin vacilar, guiado por las estrellas. Al encontrarse, el camino de herradura y observar que iba en la dirección co­rrecta, lo siguió.
La noche era clara, pero en el bosque estaba todo muy oscuro. El muchacho se mantenía en el camino más por el sentido del tacto que por el de la vista. La verdad es que no era fácil perderse, pues los matorrales de ambos lados eran tan espe­sos que resultaban casi impenetrables. Se había in­troducido ya en el bosque unos dos kilómetros cuando se sorprendió al ver un débil rayo de luz que brillaba a través del follaje que bordeaba el ca­mino por el lado izquierdo. Ver aquello le sorpren­dió e hizo que su corazón empezara a latir podero­samente.
-La casa del viejo Breede debe estar por aquí -dijo para sí mismo. Éste debe ser el otro lado del camino por el que llegamos a ella desde nuestra casa. ¿Pero qué será esa luz encendida?
Sin embargo, siguió adelante. Al cabo de un momento había salido del bosque y había entrado en un pequeño claro en el que crecían sobre todo zarzales. Había restos de una valla podrida. A unos metros del sendero, en mitad del «claro», estaba la casa de la que procedía la luz a través de una venta­na sin cristal. Lo había tenido en otro tiempo, pero hacía ya mucho que tanto éste como el marco que lo sujetaba había cedido a las piedras lanzadas por manos de muchachos aventureros que gusta­ban de poner a prueba tanto su valor como su hos­tilidad hacia lo sobrenatural; pues la casa Breede tenía fama de estar hechizada. Posiblemente no fuera así, pero hasta el más escéptico no podría negar que estaba desierta; lo que en las zonas rura­les viene a ser lo mismo.
Al contemplar la misteriosa y débil luz que salía de la ventana en ruinas, el muchacho recordó con aprensión que su propia mano había ayudado a su destrucción. Lo patético de su arrepentimiento es­taba en proporción con su tardanza e ineficacia. Casi esperaba que se lanzaran contra él todas las malevolencias ultraterrenas e incorpó-reas a las que había ultrajado ayudando a romper sus ventanas y su paz. Pero este tenaz muchacho, sacudiendo to­dos sus miembros, no se retiró. La sangre de sus venas era fuerte y estaba enriquecida con el hiedo de los hombres de la frontera. Pertenecía a aquella raza que, dos generaciones atrás, había sometido al indio. Se dispuso a pasar junto a la casa.
Cuando estaba haciéndolo, miró por el espacio vacío de la ventana y contempló algo extraño y aterrador: la figura de un hombre sentado en el centro de la habitación, en una mesa sobre la que había unas hojas sueltas de papel. Tenía apoyados los codos en la mesa, sujetándose con las manos la cabeza, que llevaba descubierta. A cada lado, los dedos se introducían en los cabellos. A la luz de la única vela, que estaba un poco lejos, su rostro pa­recía de un amarillo mortal. La llama iluminaba ese lado del rostro, y el otro estaba en una sombra profunda. Los ojos del hombre estaban fijos en el espacio vacío de la ventana, con una mirada en la que un observador de más edad y más brío habría discernido algo de aprensión, pero que al mucha­cho le pareció que carecía totalmente de alma. Creyó que aquel hombre estaba muerto.
La situación era horrible, pero no carecía de fascinación. El muchacho se detuvo para fijarse en todo. Se sentía débil y tembloroso; podía sentir que la sangre se le retiraba del rostro. Sin embargo, apretó los dientes y avanzó con resolución hacia la casa. No tenía ninguna intención consciente: era el simple valor que da el terror. Metió su blanco rostro por la abertura iluminada y, en ese instante, un lamento extraño y agudo, un grito, rompió el silencio de la noche: el canto de una lechuza. El hombre se puso en pie de un salto, derribó la mesa y apagó la vela. El muchacho escapó.

El día anterior

-Buenos días, Colston. Parece que estoy de suerte. Siempre ha dicho usted que mis alabanzas de su obra literaria eran mera cortesía, pero aquí me encuentra absorbido, diría que sumergido, en su última historia aparecida en el Messenger. Si no llega a tocarme en el hombro, ni me habría dado cuenta de su presencia.
-La prueba es más poderosa de lo que usted pa­rece entender -contestó el otro. Es tan fuerte su deseo de leer mi historia que voluntariamente está renunciando a consideraciones egoístas y perdien­do todo el placer que podría obtener de ella.
-No le entiendo -contestó el primero plegan­do el periódico que sostenía y metiéndolo en el bolsillo. De todas maneras ustedes, los escritores, son bastante raros. A ver, dígame lo que he hecho o dejado de hacer en este asunto. ¿En qué medida depende de mí el placer que obtengo, o podría ob­tener, de su obra?
-De muchas maneras. Permítame preguntarle si disfrutaría mucho de su desayuno si lo tomara en este coche público en la calle. Supongamos que el fonógrafo se ha perfeccionado tanto que puede darle una ópera entera: canto, orquestación y todo lo demás; ¿cree usted que le proporcionaría mu­cho placer si lo pusiera en marcha en el despacho mientras trabaja? ¿Importa realmente una sere­nata de Schubert cuando la escucha interpretada por un italiano inoportuno en un transbordador matinal? ¿Está siempre preparado y dispuesto para el placer? ¿Mantiene todos los estados de ánimo a su disposición, listos para cualquier demanda?
¡Permítame, señor, que le recuerde que la historia que me ha hecho el honor de empezar, como una manera de olvidarse de la incomodidad de este co­che, es una historia de fantasmas!
-¿Y bien?
-¿Cómo que y bien? ¿Es que el lector no tiene deberes que se corresponden con sus privilegios? Usted ha pagado cinco centavos por ese periódico. Es suyo. Tiene el derecho a leerlo donde y cuando quiera. Gran parte de lo que contiene no se ve afectada, ni para bien ni para mal, por el momen­to, el lugar o el estado de ánimo; una parte exige en realidad que se lea enseguida: mientras se en­cuentra en efervescencia. Pero mi historia no tiene ese carácter. No es «lo último» de Fantasmalandia. No se espera de usted que esté au courant de lo que está sucediendo en la esfera de los espectros. La historia se conservará hasta que tenga usted tiem­po para introducirse en el marco mental apropia­do para el sentimiento de lo escrito; y respetuosa­mente opino que no podrá conseguirlo en un coche público, aunque sea el único pasajero. Ese tipo de soledad no es la adecuada. Un autor tiene sus derechos, que el lector está obligado a respetar.
-¿Puede darme un ejemplo concreto?
-El derecho a la atención continuada del lec­tor. Negárselo es inmoral. Compartir su atención con el traqueteo de un coche, con el móvil panora­ma de las multitudes por las aceras y de los edifi­cios al otro lado -con cualquiera de las miles de distracciones de nuestro entorno habitual- es tra­tar al autor con grave injusticia. ¡Dios mío, es algo infame!
El que así hablaba se había puesto en pie y se sujetaba gracias a una de las cintas de cuero que colgaban del techo del coche. El otro hombre le­vantó la mirada y le contempló con repentino asombro, preguntándose si un agravio tan trivial podía justificar un lenguaje tan fuerte. Vio que el rostro de su amigo estaba inhabitualmente pálido y que sus ojos brillaban como carbones encen­didos.
-Sabe a qué me refiero -siguió diciendo el au­tor, amontonando impetuosamente sus palabras. Sabe perfectamente lo que quiero decir, señor Marsh. Mi historia aparecida en el Messenger de esta mañana está claramente subtitulada como «Una historia de fantasmas»; lo bastante grande como para que todos lo vean. Todo lector honora­ble entenderá con ello las condiciones en las que ha de leerse la obra.
El hombre al que se habían dirigido con el nombre de Marsh parpadeó un poco antes de pre­guntar con una sonrisa:
-¿Qué condiciones? Sabe usted que sólo soy un sencillo hombre de negocios y no se supone que deba entender de tales cosas. ¿Cómo, cuándo y dónde debería leer su historia de fantasmas?
-En soledad, por la noche, a la luz de una vela. Hay ciertas emociones que un escritor puede pro­vocar con bastante facilidad: como la compasión o la alegría. Puedo conmoverle hasta las lágrimas o la risa casi bajo cualquier circunstancia. Pero para que mi historia de fantasmas sea efectiva debe dis­ponerse a sentir miedo, por lo menos una podero­sa sensación de lo sobrenatural, y eso ya es más di­fícil. Tengo derecho a esperar de usted que si quiere leerme me dé una posibilidad; que usted mismo se predisponga y se vuelva accesible a la emoción que trato de inspirar.
El coche había llegado ya a su destino y se detu­vo. Acababa de completar el primer viaje del día y la conversación de los dos primeros pasajeros no había sido interrumpida. Las calles se encontra­ban todavía silenciosas y desoladas; las azoteas de las casas empezaban a ser rozadas por el sol nacien­te. Cuando se bajaron del coche y se marcharon caminando juntos, Marsh contempló atentamen­te a su compañero, del que se decía que era adicto, como casi todos los hombres de capacidad literaria poco frecuente, a diversos vicios destructivos. Ésa es la venganza que las mentes oscuras suelen co­brarse contra las más brillantes, por el resenti­miento que les causa la superioridad de estas últi­mas. Se reconocía que el señor Colston era un hombre genial. Hay almas honestas que creen que la genialidad es un tipo de exceso. Se sabía que Colston no bebía alcohol, pero muchos decían que tomaba opio. Había algo en su aspecto de aquella mañana -un cierto salvajismo en la mira­da, una palidez inusual, una manera de hablar rá­pida e impulsiva- que al señor Marsh le confirmó ese informe. Sin embargo, no era dado a abando­nar un tema que le resultaba interesante, por mu­cho que excitara a su amigo.
-¿Quiere decir entonces que si me tomo la mo­lestia de observar sus directrices -situarme en las condiciones que usted exige: soledad, nocturni­dad y una vela de sebo- puede darme con su oro fantasmal un sentimiento incómodo de lo sobre­natural, tal como lo expresó? ¿Puede acelerar mis pulsaciones, que me sobresalte por los ruidos re­pentinos, transmitir una corriente fría y nerviosa por mi columna y hacer que se me erice el cabello?
Colston se volvió repentinamente hacia él y, sin dejar de caminar, le miró fijamente a los ojos.
-No se atrevería... no tendría usted el valor suficiente -dijo enfatizando las palabras con un gesto de desprecio. Es lo bastante valiente para leerme en un coche público, pero en una casa de­sierta... ¡solo... en el bosque... por la noche! ¡Bah! Tengo en mi bolsillo un manuscrito que le mataría.
Marsh se sintió colérico. Se consideraba un va­liente y aquellas palabras le molestaron.
-Si conoce usted algún lugar semejante, lléve­me allí esta noche y déjeme su historia y una vela. Vuelva a por mí cuando haya tenido tiempo sufi­ciente para leerla, le contaré la trama entera y... le echaré de allí a patadas.
Así es como ocurrió que el hijo del granjero, al mirar por la ventana sin cristales de la casa Breede, vio a un hombre sentado a la luz de una vela.

El día siguiente

A última hora de la tarde del siguiente día, tres hombres y un muchacho se acercaron a la casa Breede por el mismo lugar por el que el joven ha­bía escapado la noche anterior. Los hombres esta­ban animados, reían y hablaban con voz potente. Hacían sobre la aventura del muchacho irónicos comenta-rios chistosos y humorísticos, pues era evidente que no le creían. El muchacho aceptaba sus bromas con seriedad y sin responderles. Tenía un sentido de lo apropiado de las cosas y sabía que el que afirma haber visto a un muerto levantarse de su silla y apagar una vela de un soplido no es un testigo creíble.
Como al llegar a la casa encontraron la puerta abierta, el grupo de investigadores entró sin cere­monial. Desde el pasillo principal se abría una puerta a la derecha y otra a la izquierda. Entraron en la habitación de la izquierda: la que tenía la ventana vacía. Había allí el cadáver de un hombre.
Yacía sobre un costado, con el brazo debajo y la mejilla sobre el suelo. Sus ojos estaban muy abier­tos y su mirada no resultaba agradable. Tenía abiertas las mandíbulas y un charquito de saliva se había formado bajo la boca. La habitación sólo contenía, aparte del cadáver, una mesa derribada, una vela parcialmente utilizada, una silla y un pa­pel escrito. Todos contemplaron el cadáver y le to­caron el rostro por turnos. El muchacho se quedó en pie, en actitud grave, junto a la cabeza, asu­miendo una actitud de propietario. Fue el mo­mento de mayor orgullo de su vida. Uno de los hombres comentó que el chico había tenido ra­zón, observación que fue recibida por los otros dos con asentimientos de aquiescencia. Era el escepti­cismo excusándose ante la verdad. Entonces, uno de los hombres cogió del suelo la hoja manuscrita y se dirigió hacia la ventana, pues ya las sombras de la tarde estaban oscureciendo el bosque. Se es­cuchó en la distancia el canto de un chotacabras, mientras un abejorro monstruoso salió velozmen­te por la ventana batiendo estruendosa-mente las alas hasta que se perdió a lo lejos. El hombre que había cogido el papel lo leyó:

El manuscrito

«Antes de cometer el acto que, correcta o equi­vocadamente, he decidido, y presentándome ante mi Hacedor para ser juzgado, yo, James R. Colston, considero mi deber como periodista ha­cer una declaración pública. Creo que mi nombre es tolerablemente bien conocido por la gente como escritor de relatos trágicos, pero ni la más sombría imaginación concibió nunca nada tan trágico como mi propia vida e historia. No en los incidentes: mi vida ha estado desprovista de aven­tura y acción. Pero mi historia mental ha estado repleta de experiencias como el asesinato y la con­denación. No las volveré a contar aquí: algunas de ellas están escritas y dispuestas a ser publicadas en diversos lugares. El objetivo de estas líneas es ex­plicar a quien pueda estar interesado que mi muerte es voluntaria: es un acto que yo mismo he decidido. Moriré a las doce de la noche del quince de julio: un aniversario significativo para mí, pues en ese día y a esa hora mi amigo en el tiempo y la eternidad, Charles Breede, juró ante mí con el mismo acto que por su fidelidad a nuestra prome­sa ahora me obliga a mí. Se quitó la vida en su pe­queña casa de los bosques de Copeton. Dieron el habitual veredicto de "locura temporal'. Si hubie­ra testificado yo en la investigación, y hubiera dicho todo lo que sabía, ¡me habrían considerado loco!»
Venía después un pasaje más largo que el hom­bre leyó sólo para sí mismo. El resto, volvió a leer­lo en voz alta.
«Me queda todavía una semana de vida para disponer mis asuntos mundanos y prepararme para el gran cambio. Es suficiente, pues mis asun­tos son escasos y hace ya cuatro años que la muerte se convirtió para mí en una obligación imperativa.
»El escrito estará junto a mi cuerpo; ruego el fa­vor, al que lo encuentre, de que lo entregue al juez.
»JAMES R. COLSTON

»Posdata: Willard Marsh, en este fatal día quince de julio, le he entregado este manuscrito para que sea abierto y leído en las condiciones acordadas y en el lugar que yo designé. Renuncio a mi intención de mantenerlo junto a mi cuerpo para explicar la forma de mi muerte, que no es im­portante. Servirá para explicar la forma de la suya. Tengo que ir a buscarle durante la noche para ase­gurarme de que ha leído el manuscrito. Me cono­ce lo suficiente para saber que acudiré. Pero amigo mío, eso será después de las doce de la noche. ¡Que Dios tenga piedad de nuestras almas!
J. R. C.»

Antes de que el hombre que estaba leyendo el manuscrito lo hubiera terminado, habían recogi­do y encendido la vela. Cuando el lector terminó, acercó tranquilamente el papel a la llama y, a pesar de las protestas de los demás, lo sostuvo allí hasta que se convirtió en cenizas. El hombre que lo hizo, y que después aguantó plácidamente una severa reprimenda del juez, era un yerno del fallecido Charles Breede. En la investigación nadie pudo sacarle un relato inteligente de lo que contenía aquel papel.

De «The Times»

«Ayer, los comisionados del manicomio envia­ron al asilo al señor James R. Colston, autor de cierta fama local relacionado con el Messenger. Se recordará que en la noche del día quince el señor Colston fue puesto bajo custodia por uno de sus compañeros de alojamiento de Baine House, quien había observado que actuaba muy sospe­chosamente, descubriéndose la garganta y afilan­do una cuchilla cuyo borde comprobaba de vez en cuando produciéndose cortes en la piel del brazo, etc. Al ser entregado a la policía, el infortunado presentó una desesperada resistencia, y desde en­tonces se ha mostrado tan violento que ha sido ne­cesario ponerle una camisa de fuerza. Casi todos los demás estimados escritores contemporáneos de nuestro autor siguen en libertad.»

1.007. Briece (Ambrose)

El engendro maldito

I

No siempre se come lo que está sobre la mesa

A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado, y al parecer su escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector. Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distan­cia de la mesa. De haber extendido un brazo, cualquie­ra de ellos habría rozado al octavo hombre, tendido boca arriba sobre la mesa, que con los brazos pegados a los costados estaba parcialmente cubierto con una sábana. Era un muerto.
El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que ocurriera algo. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante vibra­ción de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de fijar la atención en cosas superfluas. Sin duda alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.
El que leía era un poco diferente; tenía algo de hombre de mundo, sagaz, aunque su indumentaria revelaba una cierta relación con los demás. Su ropa apenas habría resultado aceptable en San Francisco; su calzado no era el típico de la ciudad, y el sombrero que había en el suelo a su lado (era el único que no lo llevaba puesto) no podía ser considerado un adorno personal sin perder todo su sentido. Tenía un sem­blante agradable, aunque mostraba una cierta severi­dad aceptada y cuidada en función de su cargo. Era el juez, y como tal se hallaba en posesión del libro que había sido encontrado entre los efectos personales del muerto, en la misma cabaña en que se desarrollaba la investigación.
Cuando terminó su lectura se lo guardó en el bol­sillo interior de la chaqueta. En ese instante la puerta se abrió y entró un joven. Se apreciaba claramente que no había nacido ni se había educado en la montaña: iba vestido como la gente de la ciudad. Su ropa, sin embargo, estaba llena de polvo, ya que había galopado mucho para asistir a aquella reunión.
Sólo el juez le hizo un breve saludo.
-Le esperábamos -dijo. Es necesario acabar con este asunto esta misma noche.
-Lamento haberles hecho esperar -dijo el joven, sonriendo. Me marché, no para eludir su citación, sino para enviar a mi periódico un relato de los hechos como el que supongo quiere usted oír de mí.
El juez sonrió.
-Ese relato tal vez difiera del que va a hacernos aquí bajo juramento.
-Como usted guste -replicó el joven enrojecien­do con vehemencia. Aquí tengo una copia de la información que envié a mi periódico. No se trata de una crónica, que resultaría increíble, sino de una especie de cuento. Quisiera que formara parte de mi testimonio.
-Pero usted dice que es increíble.
-Eso no es asunto suyo, señor juez, si yo juro que es cierto.
El juez permaneció en silencio durante un rato, con la cabeza inclinada. El resto de los asistentes charlaba en voz baja sin apartar la mirada del rostro del cadáver. Al cabo de unos instantes el juez alzó la vista y dijo:
-Continuemos con la investigación.
Los hombres se quitaron los sombreros y el joven prestó juramento.
-¿Cuál es su nombre? -le preguntó el juez.
-William Harker.
-¿Edad?
-Veintisiete años.
-¿Conocía usted al difunto Hugh Morgan?
-Sí.
-¿Estaba usted con él cuando murió?
-Sí, muy cerca.
-Y ¿cómo se explica...? su presencia, quiero decir.
-Había venido a visitarle para ir a cazar y a pescar. Además, también quería estudiar su tipo de vida, tan extraña y solitaria. Parecía un buen modelo para un personaje de novela. A veces escribo cuentos.
-Y yo a veces los leo.
-Gracias.
-Cuentos en general, no me refería sólo a los suyos.
Algunos de los presentes se echaron a reír.
En un ambiente sombrío el humor se aprecia mejor. Los soldados ríen con facilidad en los intervalos de la batalla, y un chiste en la capilla mortuoria, sorpren­dentemente, suele hacernos reír.
-Cuéntenos las circunstancias de la muerte de este hombre -dijo el juez. Puede utilizar todas las notas o apuntes que desee.
El joven comprendió. Sacó un manuscrito del bol­sillo de su chaqueta y, tras acercarlo a la vela, pasó las páginas hasta encontrar el pasaje que buscaba. Enton­ces empezó a leer.

II

Lo que puede ocurrir en un campo de avena silvestre

...apenas había amanecido cuando abandonamos la casa. Íbamos en busca de codornices, cada uno con su escopeta, y nos acompañaba un perro. Morgan dijo que la mejor zona estaba detrás de un cerro, que señaló, y que cruzamos por un sendero rodeado de arbustos. Al otro lado el terreno era bastante llano y estaba cubierto espesamente de avena silvestre. Cuando sali­mos de la maleza Morgan iba unas cuantas yardas por delante de mí. De repente oímos, muy cerca, a nuestra derecha y también enfrente, el ruido de un animal que se revolvía con violencia entre unas matas.
» -Es un ciervo -dije. Ojalá hubiéramos traído un rifle.
» Morgan, que se había parado a examinar los arbustos, no dijo nada, pero había cargado los dos cañones de su escopeta y se disponía a disparar. Parecía algo excitado, y esto me sorprendió, pues era célebre por su sangre fría, incluso en momentos de súbito e inminente peligro.
» -Venga -dije. No esperarás acabar con un ciervo a base de perdigones, ¿verdad?
» No contestó, pero cuando se volvió hacia mí vi su rostro y quedé impresionado por su expresión tensa. Comprendí que algo serio ocurría, y lo primero que pensé fue que nos habíamos topado con un oso. Colgué mi escopeta y avancé hasta donde estaba Morgan.
» Los arbustos ya no se movían y el ruido había cesado, pero mi amigo observaba el lugar con la misma atención.
» -Pero ¿qué pasa? ¿Qué diablos es? -le pregunté.
» -¡Ese maldito engendro! -contestó sin volverse. Su voz sonaba ronca y extraña. Estaba temblando.
» Iba a decir algo cuando vi que la avena que había en torno al lugar se movía de un modo inexplicable. No sé cómo describirlo. Era como si, empujada por una ráfaga de viento, no sólo se cimbreara sino que se tronchaba y no volvía a enderezarse; y aquel movi­miento se acercaba lentamente hacia nosotros.
» Aunque no recuerdo haber pasado miedo, nada antes me había afectado de un modo tan extraño como aquel fenómeno insólito e inenarrable. Recuerdo -y lo saco a colación porque me vino entonces a la memo­ria- que una vez, al mirar distraídamente por una ventana, confundí un cercano arbolito con otro de un grupo de árboles, mucho más grandes, que estaban más lejos. Parecía del mismo tamaño que éstos, pero al estar más claro y marcadamente definido en sus detalles, no armonizaba con el resto. Fue un simple error de perspectiva, pero me sobresaltó y llegó incluso a aterrorizarme. Confiamos tanto en el buen funcio­namiento de las leyes naturales que su suspensión aparente nos parece una amenaza para nuestra seguri­dad, un aviso de alguna calamidad inconcebible. Del mismo modo, aquel movimiento de la maleza, al parecer sin causa, y su aproximación lenta e inexorable resultaban inquietantes. Mi compañero estaba real­mente asustado; apenas pude dar crédito a mis ojos cuando le vi arrimarse la escopeta al hombro y vaciar los dos cañones contra el cereal en movimiento. Antes de que el humo de la descarga hubiera desaparecido oí un grito feroz -un alarido como el de una bestia salvaje, y vi que Morgan tiraba su escopeta y desapa­recía a todo correr de aquel lugar. En ese mismo instante fui arrojado al suelo por el impacto de algo que ocultaba el humo: una sustancia blanda y pesada que me embistió con gran fuerza.
» Cuando me puse en pie y recuperé mi escopeta, que me había sido arrebatada de las manos, oí a Morgan gritar como si agonizara. A sus gritos se unían aullidos feroces, como cuando dos perros luchan entre sí. Completamente aterrorizado, me incorporé con gran dificultad y dirigí la vista hacia el lugar por el que mi amigo había desaparecido. ¡Que Dios me libre de otro espectáculo como aquél! Morgan estaba a unas treinta yardas: tenía una rodilla en tierra, la cabeza, con su largo cabello revuelto, descoyuntada espantosa­mente hacia atrás, y era presa de unas convulsiones que zarandeaban todo su cuerpo. Su brazo derecho estaba levantado y, por lo que pude ver, había perdido la mano. Al menos yo no la veía. El otro brazo había desaparecido. A veces, tal como ahora recuerdo aquella escena extraordinaria, no podía distinguir más que una parte de su cuerpo; era como si hubiera sido parcial­mente borrado (ya sé, es extraño, pero no sé expresarlo de otra forma) y al cambiar de posición volviera a apreciarse de nuevo en su totalidad.
» Debió de ocurrir todo en unos pocos segundos, durante los cuales Morgan adoptó todas las posturas posibles del obstinado luchador que es derrotado por un peso y una fuerza superiores. Yo sólo le veía a él y no siempre con claridad. Durante el incidente soltaba gritos y profería maldiciones acompañadas de unos rugidos furiosos como nunca antes había oído salir de la garganta de un hombre o de una bestia.
»Permanecí en pie por un momento sin saber qué hacer, hasta que decidí tirar la escopeta y correr en ayuda de mi amigo. Creí que estaba sufriendo un ataque o una especie de colapso. Antes de llegar a su lado, le vi caer y quedar inerte. Los ruidos habían cesado, pero volví a ver, con un sentimiento de terror como jamás había experimentado, el misterioso mo­vimiento de la avena que se extendía desde la zona pisoteada en torno al cuerpo de Morgan hacia los límites del bosque. Sólo cuando hubo alcanzado los primeros árboles, aparté la vista de aquel insólito fenómeno y miré a mi compañero. Estaba muerto.»

III

Un hombre, aunque esté desnudo, puede estar hecho jirones

El juez se levantó y se acercó al muerto. Tiró de un extremo de la sábana y dejó el cuerpo al descubierto. Estaba desnudo y, a la luz de la vela, mostraba un color amarillento. Presentaba unos grandes hematomas de un azul oscuro, causados sin duda alguna por las contusiones, y parecía que le habían golpeado en el pecho y los costados con un garrote. Había unas horribles heridas y tenía la piel desgarrada, hecha jirones.
El juez llegó hasta el extremo de la mesa y desató el nudo que sujetaba un pañuelo de seda por debajo de la barbilla hasta la parte superior de la cabeza. Al retirarlo vimos lo que tenía en la garganta. Los miem­bros del jurado que se habían levantado para ver mejor lamentaron su curiosidad y volvieron la cabeza. El joven Harker fue hacia la ventana abierta y se inclinó sobre el alféizar, a punto de vomitar. Después de cubrir de nuevo la garganta del muerto, el juez se dirigió a un rincón de la habitación en el que había un montón de prendas. Empezó a coger una por una y a examinarlas mientras las sostenía en alto. Estaban destrozadas y rígidas por la sangre seca. El resto de los presentes prefirió no hacer un examen más exhaustivo. A decir verdad, ya habían visto este tipo de cosas con anterio­ridad. Lo único que les resultaba nuevo era el testimo­nio de Harker.
-Señores -dijo el juez, éstas son todas las pruebas que tenemos. Ya saben su cometido; si no tienen nada que preguntar, pueden salir a deliberar.
El presidente del jurado, un hombre de unos sesenta años, alto, con barba y toscamente vestido, se levantó y dijo:
-Quisiera hacer una pregunta, señor. ¿De qué ma­nicomio se ha escapado este último testigo?
-Señor Harker -dijo el juez con tono grave y tran­quilo; ¿de qué manicomio se ha escapado usted?
Harker enrojeció de nuevo, pero no contestó, y los siete individuos se levantaron y abandonaron solem­nemente la cabaña uno tras otro.
-Si ha terminado ya de insultarme, señor -dijo Harker tan pronto como se quedó a solas con el juez, supongo que puedo marcharme, ¿no es así?
-En efecto.
Harker avanzó hacia la puerta y se detuvo con la mano en el picaporte. Su sentido profesional era más fuerte que su amor propio. Se volvió y dijo:
-Ese libro que tiene ahí es el diario de Morgan, ¿verdad? Debe de ser muy interesante, porque mien­tras prestaba mi testimonio no dejaba de leerlo. ¿Pue­do verlo? Al público le gustaría...
-Este libro tiene poco que añadir a nuestro asunto -contestó el juez mientras se lo guardaba; todas las anotaciones son anteriores a la muerte de su autor.
Al salir Harker, el jurado volvió a entrar y perma­neció en pie en torno a la mesa en la que el cadáver, cubierto de nuevo, se perfilaba claramente bajo la sábana. El presidente se sentó cerca de la vela, sacó del bolsillo lápiz y papel y redactó laboriosamente el si­guiente veredicto, que fue firmado, con más o menos esfuerzo, por el resto:
-Nosotros, el jurado, consideramos que el difunto encontró la muerte al ser atacado por un puma, aun­que alguno cree que sufrió un colapso.

IV

Una explicación desde la tumba

En el diario del difunto Hugh Morgan hay ciertos apuntes interesantes que pueden tener valor científico. En la investigación que se desarrolló junto a su cuerpo el libro no fue citado como prueba porque el juez consideró que podría haber confundido a los miem­bros del jurado. La fecha del primero de los apuntes mencionados no puede apreciarse con claridad por estar rota la parte superior de la hoja correspondiente; el resto expone lo siguiente:
«...corría describiendo un semicírculo, con la cabeza vuelta hacia el centro, y de pronto se detenía y ladraba furiosamente. Al final echó a correr hacia el bosque a gran velocidad. En un principio pensé que se había vuelto loco, pero al volver a casa no encontré otro cambio en su conducta que no fuera el lógico del miedo al castigo.»
«¿Puede un perro ver con la nariz? ¿Es que los olores impresionan algún centro cerebral con imágenes de las cosas que los producen?»
«2 sept. Anoche, mientras miraba las estrellas en lo alto del cerco que hay al este de la casa, vi cómo desaparecían sucesivamente, de izquierda a derecha. Se apagaban una a una por un instante, y en ocasiones unas pocas a la vez, pero todas las que estaban a un grado o dos por encima del cerco se eclipsaban total­mente. Fue como si algo se interpusiera entre ellas y yo, pero no conseguí verlo, pues las estrellas no emitían suficiente luz para delimitar su contorno. ¡Uf! Esto no me gusta nada...»
Faltan tres hojas con los apuntes correspondientes a varias semanas.
«27 sept. Ha estado por aquí de nuevo. Todos los días encuentro pruebas de su presencia. Me he pasado la noche otra vez vigilando en el mismo puesto, con la escopeta cargada. Por la mañana sus huellas, aún frescas, estaban allí, como siempre. Podría jurar que no me quedé dormido ni un momento... en realidad apenas duermo. ¡Es terrible, insoportable! Si todas estas asombrosas experiencias son reales, me voy a volver loco; y si son pura imaginación, es que ya lo estoy.»
«3 oct. No me iré, no me echará de aquí. Ésta es mi casa, mi tierra. Dios aborrece a los cobardes...»
«5 oct. No puedo soportarlo más. He invitado a Harker a pasar unas semanas. Él tiene la cabeza en su sitio. Por su actitud podré juzgar si me cree loco.»
«7 oct. Ya encontré la solución al misterio. Anoche la descubrí de repente, como por revelación. ¡Qué simple, qué horriblemente simple!»
«Hay sonidos que no podemos oír. A ambos extre­mos de la escala hay notas que no hacen vibrar ese instrumento imperfecto que es el oído humano. Son muy agudas o muy graves. He visto cómo una bandada de mirlos ocupan la copa de un árbol, de varios árboles, y cantan todos a la vez. De repente, y al mismo tiempo, todos se lanzan al aire y emprenden el vuelo. ¿Cómo pueden hacerlo si no se ven unos a otros? Es imposible que vean el movimiento de un jefe. Deben de tener una señal de aviso o una orden, de un tono superior al estrépito de sus trinos, que es inaudible para mí. He observado también el mismo vuelo simultáneo cuando todos estaban en silencio, no sólo entre mirlos, sino también entre otras aves como las perdices, cuando están muy distanciadas entre los matorrales, incluso en pendientes opuestas de una colina.»
«Los marineros saben que un grupo de ballenas que se calienta al sol o juguetea sobre la superficie del océano, separadas por millas de distancia, se zambu­llen al mismo tiempo y desaparecen en un momento. La señal es emitida en un tono demasiado grave para el oído del marinero que está en el palo mayor o el de sus compañeros en cubierta, que sienten la vibración en el barco como las piedras de una catedral se con­mueven con el bajo del órgano.»
«Y lo que pasa con los sonidos, ocurre también con los colores. A cada extremo del espectro luminoso el químico detecta la presencia de los llamados rayos "actínicos". Representan colores -colores integrales en la composición de la luz- que somos incapaces de reconocer. El ojo humano también es un instrumento imperfecto y su alcance llega sólo a unas pocas octavas de la verdadera "escala cromática". No estoy loco; lo que ocurre es que hay colores que no podemos ver.»
«Y, Dios me ampare, ¡el engendro maldito es de uno de esos colores!»

1.007. Briece (Ambrose)

El desconocido

Un hombre salió de la oscuridad y penetró en el pequeño círculo iluminado por nuestro lánguido fue­go de campamento, sentándose en una roca.
-No son los primeros en explorar esta región -co­mentó con voz grave.
Nadie puso en duda su afirmación; él mismo era prueba de esa verdad, pues no formaba parte de nues­tro grupo y debía de encontrarse en algún lugar cerca­no cuando acampamos. Además, debía tener compa­ñeros no muy lejos, pues no era un lugar en el que resultara conveniente vivir o viajar solo. Durante una semana, sin contarnos a nosotros ni a nuestros anima­les, los únicos seres vivos que habíamos visto eran serpientes de cascabel y sapos cornudos. En un desierto de Arizona no se puede coexistir demasiado tiempo tan sólo con criaturas como aquéllas: uno debe llevar animales, suministros, armas: «un equipo». Y todo eso significa camaradas. Pudo surgir quizás una duda con respecto a qué tipo de hombre podían ser los camara­das de aquel desconocido tan escasamente ceremonio­so, a lo que hay que añadir que había en sus palabras algo que podía interpretarse como un desafío, y que hizo que cada uno de la media docena de «caballeros aventureros» que éramos nosotros nos irguiéramos, sin dejar de estar sentados, y lleváramos una mano al arma: un acto que en aquel tiempo y lugar era signifi­cativo, una posición de expectativa. El desconocido no prestó ninguna atención a aquel acto y volvió a hablar con el mismo tono monótono y carente de inflexión con el que había pronunciado su primera frase:
-Hace treinta años, Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis, todos ellos de Tucson, cruzaron los montes de Santa Catalina y viajaron hacia el oeste, hasta el punto más lejano que permitía la configuración del país. Nos dedicábamos a la prospección y teníamos la intención de, si no encontrábamos nada, cruzar el río Gila en algún punto cercano a Big Bend, donde teníamos entendido que había un asentamiento. Llevábamos un buen equipo, pero carecíamos de guía: tan sólo Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis.
El hombre repitió los nombres lenta y claramente, como si pretendiera fijarlos en la memoria de su público, cada uno de los cuales le observaba ahora atentamente, pues se había reducido algo la aprensión de que sus posibles compañeros estuvieran en algún lugar de la oscuridad que parecía rodearnos como si fuera un muro negro; en las maneras de ese historiador voluntario no se sugería ningún propósito inamistoso. Sus actos se asemejaban más a los de un lunático inofensivo que a los de un enemigo. No éramos tan nuevos en el país como para no saber que la vida solitaria de muchos hombres de las llanuras había producido una tendencia a desarrollar excentricidades de conducta y de carácter que no siempre eran fáciles de distinguir de la aberración mental. Un hombre es como un árbol: dentro de un bosque de compañeros crecerá tan recto como su naturaleza individual y genérica se lo permita, pero a solas y en campo abierto cede a las tensiones y torsiones deformadoras que le rodean. Pensamientos semejantes cruzaron mi mente mientras observaba al hombre desde la sombra de mi sombrero, que tenía inclinado para que la luz del fuego no me diera en los ojos. Sin duda se trataba de un grillado, ¿pero qué podía estar haciendo allí, en el corazón de un desierto?
Puesto que he decidido contar esta historia, me gustaría ser capaz de describir el aspecto de ese hom­bre: eso sería lo natural. Desgraciadamente, y en cierta medida extrañamente, me siento incapaz de hacerlo con algún grado de confianza, pues más tarde ninguno de nosotros coincidió en cuanto a la ropa que llevaba o el aspecto que tenía; y cuando traté de anotar mis impresiones, ese aspecto me fue esquivo. Cualquiera puede contar una historia: la narración es una de las facultades elementales de nuestra raza. Pero el talento para la descripción es un don.
Como nadie rompiera el silencio, el visitante siguió hablando:
-El país no era entonces lo que es ahora. No había ni un solo rancho entre el Gila y el Golfo. Había un poco de caza desperdigada por las montañas, y cerca de las infrecuentes charcas, hierba suficiente para evi­tar que nuestros animales murieran de hambre. Si teníamos la suerte de no encontrarnos con los indios, podríamos seguir avanzando. Pero al cabo de una semana el propósito de la expedición había cambiado: en lugar de descubrir riquezas, intentábamos conservar la vida. Habíamos llegado demasiado lejos para poder regresar, de manera que lo que teníamos delante no podía ser peor que lo que nos aguardaba detrás; así que segui­mos avanzando, cabalgando por la noche para evitar a los indios y el calor intolerable, y ocultándonos durante el día lo mejor que podíamos. En ocasiones, cuando habíamos agotado el suministro de carne de animales salvajes y vaciado nuestras cantimploras, teníamos que pasar varios días sin comer ni beber; luego, una charca o una pequeña laguna en el fondo de un arroyo nos permitían restaurar nuestras fuerzas y salud, por lo que éramos capaces de disparar a algún animal salvaje que también hubiera buscado el agua. A veces era un oso, otras un antílope, un coyote, un puma... lo que Dios quisiera: todo era comida.
» Una mañana, cuando rodeábamos una cordillera tratando de encontrar algún paso, nos atacó un grupo de apaches que había seguido nuestro rastro hasta un barranco que no está lejos de aquí. Sabiendo que nos superaban en número de diez a uno, no tomaron ninguna de sus habituales y cobardes precauciones, sino que se lanzaron sobre nosotros al galope, dispa­rando y gritando. La lucha era inevitable: presionamos a nuestros débiles animales para que subieran el ba­rranco mientras hubiera espacio para poner una pezu­ña, bajamos de nuestras sillas y nos dirigimos hacia el chaparral que había en una de las pendientes, abando­nando todo nuestro equipo al enemigo. Pero todos conservamos el rifle: Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis.
-El mismo y viejo grupo -comentó el humorista que había entre nosotros. Era un hombre del oeste que no estaba familiarizado con las costumbres decentes de la relación social. Un gesto de desaprobación de nuestro jefe le hizo callar, permitiendo al desconocido proseguir el relato:
-Los salvajes también desmontaron y algunos de ellos subieron el barranco hasta más allá del punto por el que nos habíamos ido, cortándonos cualquier retirada en esa dirección y obligándonos a ascender. Desgraciadamente, el chaparral sólo se extendía una corta distancia por la pendiente, y cuando llegamos al campo abierto que había más arriba recibimos los disparos de una docena de rifles; pero los apaches disparaban muy mal cuando lo hacían deprisa, y quiso Dios que ninguno de nosotros cayera. Veinte metros más arriba, más allá del borde de los matorrales, había unos riscos verticales y, directamente enfrente de no­sotros, una estrecha abertura. Corrimos hacia ella y nos encontramos en una caverna tan grande como una habitación ordinaria de una casa. Allí estaríamos a salvo durante algún tiempo: un solo hombre con un rifle de repetición podría defender la entrada contra todos los apaches del mundo. Pero contra el hambre y la sed no teníamos defensa. Conservábamos el valor, pero la esperanza era un término del recuerdo.
» No vimos después a ninguno de aquellos indios, pero por el humo y el resplandor de las hogueras que habían encendido en el barranco, sabíamos día y noche que nos vigilaban, con los rifles preparados, desde el margen de los matorrales: sabíamos que si intentábamos salir, ni uno solo de nosotros podría dar tres pasos sin caer abatido. Resistimos durante tres días, vigilando por turnos, hasta que nuestro sufri­miento se hizo insoportable. Entonces, la mañana del cuarto día, Ramón Gallegos dijo:
» -Señores, no sé mucho del buen Dios ni de lo que a éste le complace. He vivido sin religión y no conozco la de ustedes. Perdónenme, señores, si les sorprendo, pero para mí ha llegado el momento de ganarle la partida al apache.
» Se arrodilló en el suelo rocoso de la cueva, acercó la pistola a su sien y dijo:
» -Madre de Dios, ven a por el alma de Ramón Gallegos.
» Y así nos dejó: a William Shaw, George W. Kent y Berry Davis.
» Yo era el jefe y me correspondía hablar.
» -Fue un hombre valiente. Supo cuándo morir y cómo. Es una estupidez morir de sed y caer bajo las balas de los apaches, o ser despellejados vivos: eso es de mal gusto. Unámonos a Ramón Gallegos.
» -Tiene razón -dijo William Shaw.
» -Tiene razón -dijo George W. Kent.
» Extendí los miembros de Ramón Gallegos y le puse un pañuelo sobre el rostro. Entonces William Shaw dijo:
» -Me gustaría seguir teniendo ese aspecto... un poco más.
» Y George W. Kent dijo que pensaba lo mismo.
» -Así será -dije yo-: Los diablos rojos aguardarán una semana. William Shaw y George W. Kent, venid
y arrodillaos.
» Así lo hicieron, y yo quedé en pie delante de ellos.» 
-Dios Todopoderoso, Padre Nuestro -dije yo.
» -Dios Todopoderoso, Padre Nuestro -dijo Wi­lliam Shaw.
» -Dios Todopoderoso, Padre Nuestro -dijo Geor­ge W. Kent.
» -Perdónanos nuestros pecados -dije yo.
» -Perdónanos nuestros pecados -dijeron ellos. 
-Y recibe nuestras almas.
» -Y recibe nuestras almas.
» -¡Amén!
» -¡Amén!
» Les coloqué junto a Ramón Gallegos y cubrí sus rostros.
Se produjo una rápida conmoción al otro lado del fuego de campamento: un miembro de nuestro grupo se había puesto en pie pistola en mano.
-¿Yte atreviste a escapar? -gritó. ¿Has tenido el valor de permanecer vivo? ¡Eres un perro cobarde y yo haré que te unas a ellos aunque luego me ahorquen a mí!
Pero saltando como una pantera, nuestro capitán se lanzó sobre él y le sujetó la muñeca.
-¡Detente, Sam Yountsey, detente!
Todos nos habíamos puesto en pie, salvo el desco­nocido, que permanecía sentado, inmóvil y aparente­mente sin prestar atención. Alguien cogió a Yountsey por el otro brazo.
-Capitán, aquí hay algo que no concuerda -dije yo-. Este tipo es un lunático o simplemente un men­tiroso: un sencillo mentiroso al que Yountsey no tiene derecho a matar. Si formó parte de ese grupo, es que había cinco hombres, y no ha nombrado a uno de ellos, probablemente a sí mismo.
-Cierto -contestó el capitán soltando al insurgente, que se sentó. Aquí hay algo... inusual. Hace años encontraron cuatro cuerpos de hombres blancos, ver­gonzosamente mutilados y sin el cuero cabelludo, en los alrededores de la boca de esa cueva. Los enterraron allí; yo mismo he visto las tumbas y mañana las veremos todos.
El desconocido se levantó y nos pareció muy alto bajo la luz del fuego menguante, pues por prestar atención a su historia nos habíamos olvidado de ali­mentarlo.
-Había cuatro -repitió él-: Ramón Gallegos, Wi­lliam Shaw, George W. Kent y Berry Davis.
Reiterando su lista de muertos, caminó hacia la oscuridad y no volvimos a verle.
En ese momento se aproximó a nosotros un miem­bro del grupo que había estado de guardia llevando el rifle en la mano y algo excitado.
-Capitán, durante la última media hora he visto a tres hombres allí arriba-dijo señalando en la dirección que había tomado el desconocido-. Pude verlos clara­mente, pues la luna está alta, pero como no tenían armas y yo les cubría con la mía, pensé que les corres­pondía a ellos hacer cualquier movimiento. ¡Pero no hicieron ninguno, maldita sea! Y me han puesto ner­vioso.
-Vuelve a tu puesto y quédate allí hasta que vuelvas a verlos -contestó el capitán. Los demás acostaos de nuevo u os arrojaré al fuego a patadas.
El centinela se retiró obediente, lanzando juramen­tos, y no regresó en toda la noche. Cuando estábamos preparando nuestras mantas, Yountsey, que era un temperamental, dijo:
-Le ruego que me perdone, capitán, ¿pero quién diablos piensa usted que son?
-Ramón Gallegos, William Shaw y George W. Kent.
-¿Y qué me dice de Berry Davis? Tendría que haberle disparado.
-Habría sido totalmente innecesario: no podrías haberle matado otra vez. Duérmete.

1.007. Briece (Ambrose)

El caso del desfiladero de coulter

-¿Cree usted, coronel, que a su valiente Coulter le agradaría emplazar uno de sus cañones aquí? -preguntó el general.
No parecía que pudiera hablar en serio: aquél, verdaderamente, no parecía un lugar donde a ningún artillero, por valiente que fuera, le gustase colocar un cañón. El coronel pensó que posiblemente su jefe de división quería darle a entender, en tono de broma, que en una reciente conversación entre ellos se había exaltado demasiado el valor del capitán Coulter.
-Mi general -replicó, con entusiasmo, a Coulter le gustaría emplazar un cañón en cualquier parte desde la que alcanzara a esa gente -con un gesto de la mano señaló en dirección al enemigo.
-Es el único lugar posible -afirmó el general.
Hablaba en serio, entonces.
El lugar era una depresión, una «mella» en la cumbre escarpada de una colina. Era un paso por el que ascendía una ruta de peaje, que alcanzaba el punto más alto de su trayecto serpenteando a través de un bosque ralo y luego hacía un descenso similar, aunque menos abrupto, en dirección al enemigo. En una extensión de kilómetro y medio a la derecha y kilómetro y medio a la izquierda, la cadena de montañas, aunque ocupada por la infantería federal, asentada justo detrás de la escarpada cumbre como mantenida por la sola presión atmosférica, era inaccesible a la artillería. El único lugar utilizable era el fondo del desfiladero, apenas lo bastante ancho para establecer el camino. Del lado de los confederados, ese punto estaba dominado por dos baterías apostadas sobre una elevación un poco más baja, al otro lado de un arroyo, a medio kilómetro de distancia. Lo árboles de una granja disimulaban todos los cañones excepto uno que, como con descaro, estaba emplazado en un claro, justo enfrente de una construcción bastante destacada: la casa de un plantador. El cañón, sin embargo, estaba bastante protegido en su exposición porque la infantería federal había recibido la orden de no tirar. El desfiladero de Coulter, como se le llamó después, no era un lugar, en aquella agradable tarde de verano, donde a nadie le «agradara emplazar un cañón».
Tres o cuatro caballos muertos yacían en el camino, tres o cuatro hombres muertos estaban ordenadamente colocados en hilera a uno de los lados, un poco hacia atrás, en la pendiente de la colina. Todos menos uno eran soldados de caballería de la vanguardia federal. Uno era Furriel. El general que comandaba la división y el coronel en jefe de la brigada, seguidos de su estado mayor y de su escolta, habían cabalgado hasta el fondo del desfiladero para examinar la batería enemiga, que se había disimulado inmediatamente tras unas altas nubes de humo. Resultaba inútil curiosear sobre unos cañones que se enmascaraban como las sepias, y el examen había sido breve. Cuando terminó, a poca distancia del sitio donde había comenzado, se produjo la conversación que hemos relatado parcialmente. «Es el único lugar -repitió el general con aire pensativo- desde donde llegar a ellos.»
El coronel le miró con gravedad.
-Sólo hay espacio para un cañón, mi general. Uno contra doce.
-Es verdad... para uno solo cada vez -dijo el comandante de la división esbozando algo parecido a una sonrisa. Pero, entonces, su bravo Coulter... tiene una batería en él mismo.
Su tono irónico no dejaba lugar a dudas. Al coronel le irritó, pero no supo qué decir. El espíritu de subordinación militar no promueve la réplica, ni siquiera la tácita desaprobación.
En aquel momento, un joven oficial de artillería ascendía lentamente a caballo por el camino, escoltado por su clarín. Era el capitán Coulter. No debía de tener más de veintitrés años. De mediana estatura, muy esbelto y flexible, montaba su caballo con algo del aire de un civil. En su rostro había algo singularmente distinto a los de los hombres que le rodeaban; era delgado, tenía la nariz grande y los ojos grises, un ligero bigote rubio y un largo, bastante desordenado cabello, también rubio. Su uniforme mostraba señales de descuido: la visera del gastado kepis estaba ligeramente ladeada; la chaqueta, sólo abotonada a la altura del cinturón, dejaba ver en buena medida una camisa blanca, bastante limpia para aquella etapa de la campaña. Pero aquella indolencia sólo afectaba a su atuendo y a su porte: la expresión de sus ojos grises demostraba un profundo interés hacia cuanto le rodeaba: escrutaban como faros el paisaje a derecha e izquierda; después se detenían mucho rato en el cielo que se veía sobre el desfiladero: hasta llegar al punto más alto del camino, no había nada más que ver en aquella dirección. Al pasar frente a sus jefes de división y de brigada por el lado del camino los saludó mecánicamente y se dispuso a proseguir. El coronel le indicó por señas que se detuviera.
-Capitán Coulter -dijo, el enemigo ha situado doce piezas de artillería en la colina contigua. Si comprendo bien al general, le ordena a usted que emplace un cañón aquí e inicie el combate.
Hubo un inexpresivo silencio. El general miró, impasible, a un regimiento distante que ascendía apretadamente y muy despacio por la colina, a través de la densa maleza, en espiral, como una deshilvanada nube de humo azul. Pareció que el capitán Coulter no había observado al general. Después habló, lentamente y con aparente esfuerzo:
-¿En la próxima colina, dice usted, mi coronel? ¿Están los cañones cerca de la casa?
-¡Ah, ya ha recorrido usted este camino antes! Sí, justo ante la casa.
-¿Y es... necesario... abrir fuego? ¿La orden es formal?
Hablaba con voz ronca y entrecortada. Había palidecido visiblemente. El coronel estaba sorprendido y mortificado. Lanzó una mirada de reojo al general. Ningún indicio en aquel rostro inmóvil, tan duro como el bronce. Un momento después, el general se alejaba cabalgando, seguido de los miembros de su estado mayor y de su escolta. El coronel, humillado e indignado, se disponía a ordenar que arrestaran al capitán Coulter cuando éste pronunció en voz baja unas pocas palabras dirigidas a su clarín, saludó y se dirigió cabalgando en línea recta hacia el desfiladero. Cuando llegó a la cima del camino, con los gemelos ante los ojos, se mostró recortado contra el cielo, y él y su caballo dibujaron una nítida figura ecuestre. El clarín había bajado la pendiente a toda carrera y desapareció detrás de un bosque. Entonces, se oyó sonar su clarín entre los cedros y, en increíblemente poco tiempo, un cañón seguido de un furgón de municiones, cada cual tirado por seis caballos y manejado por su equipo completo de artilleros, apareció traqueteando y arrasando la cuesta en medio de un torbellino de polvo. Luego, fue empujado a mano hasta la cumbre fatal, entre los caballos, que quedaron muertos. El capitán hizo un ademán con el brazo, los hombres que cargaban el cañón se movieron con asombrosa agilidad y, casi antes de que las tropas que seguían el camino hubieran dejado de escuchar el ruido de las ruedas, una enorme nube blanca se abatió sobre la colina con un ensordecedor estruendo: el combate del desfiladero de Coulter había empezado.
No se pretende aquí relatar con detalle los episodios y las vicisitudes de este horrible combate, un combate sin incidentes y con las únicas alternancias de diferentes grados de desesperación. Casi en el momento en que el cañón del capitán Coulter lanzaba su nube de humo como un desafío, doce nubes se elevaron en respuesta por entre los árboles que rodeaban la casa de la plantación, y el rugido profundo de una detonación múltiple resonó como un eco roto. Desde ese momento hasta el final, los cañones federales lucharon su batalla sin esperanza, en una atmósfera de hierro candente cuyos pensamientos eran relámpagos y cuyas hazañas eran la muerte.
Como no deseaba ver los esfuerzos que no podía apoyar, ni la carnicería que no podía impedir, el coronel había escalado la cumbre hasta un punto situado a cuatrocientos metros a la izquierda, desde donde el desfiladero, invisible pero impulsando sucesivas masas de humo, semejaba el cráter de un volcán en tronante erupción. Observó los cañones enemigos con sus prismáticos, constatando hasta donde podía los efectos del fuego de Coulter -si Coulter vivía todavía para dirigirlo. Vio que los artilleros federales, ignorando las piezas del enemigo cuya posición sólo podían determinar por el humo, consagraban toda su atención al que continuaba emplazado en el terreno abierto: el césped de delante de la casa. Alrededor y por encima de este duro cañón explotaron los obuses a intervalos de pocos segundos. Algunos hicieron explosión en la casa, como se pudo ver por unas delgadas columnas de humo que subían por las brechas del techo. Se veían claramente formas de hombres y caballos postrados en el suelo.
 -Si nuestros hombres están haciendo tan buen trabajo con un solo cañón -dijo el coronel a un ayudante de campo que estaba cerca- deben estar sufriendo como el demonio el fuego de doce. Baje y presente a quien dirija ese cañón mis felicitaciones por la eficacia de su fuego.
Se volvió a su ayudante mayor y agregó:
-¿Observó usted la maldita resistencia de Coulter a obedecer órdenes?
-Sí, mi coronel.
-Bueno, no hable de esto con nadie, por favor. No creo que el general se preocupe de formular acusaciones. Tendrá sin duda bastante qué hacer para explicar su papel en este modo tan poco usual de divertir a la retaguardia de un enemigo en retirada.
Un joven oficial se aproximó desde la parte de abajo, escalando sin aliento la pendiente. Casi antes de saludar, exclamó, jadeando:
-Mi coronel, me envía el coronel Harmon para informarle que los cañones del enemigo se hallan al alcance de nuestros fusiles y casi todos son visibles desde numerosos puntos de la colina.
El jefe de brigada le miró sin demostrar el menor interés.
-Lo sé -respondió, tranquilamente.
El joven ayudante estaba visiblemente azorado.
-El coronel Harmon quisiera autorización para silenciar esos cañones.
-Yo también -replicó el coronel con en el tono de antes. Salude de mi parte al coronel Harmon y dígale que todavía rigen las órdenes del general para que la infantería no abra fuego.
El ayudante saludó y se retiró. El coronel hundió los talones en tierra y dio media vuelta para continuar mirando los cañones del enemigo.
-Coronel -dijo el ayudante mayor, no sé si debería decir nada, pero hay algo extraño en todo esto. ¿Sabía usted que el capitán Coulter es del Sur?
-No. ¿Lo era, de verdad?
-Oí que el verano pasado, la división que el general comandaba entonces se encontraba en las cercanías de la plantación de Coulter; acampó allí durante unas semanas y...
-¡Escuche! -le interrumpió el coronel levantando la mano. ¿Oye usted eso?
Eso era el silencio del cañón federal. El estado mayor, los asistentes, las líneas de infantería situadas detrás de la cumbre, todos habían «oído» y miraban con curiosidad en la dirección del cráter, de donde no ascendía ya humo sino sólo algunas nubes esporádicas procedentes de los obuses enemigos. Entonces llegó el toque de un clarín y el ruido débil de unas ruedas. Un minuto más tarde, las agudas detonaciones comenzaron con redoblada actividad. El cañón destruido había sido reemplazado por otro, intacto.
-Sí -dijo el ayudante mayor, continuando su historia-, el general conoció a la familia Coulter. Hubo problemas, ignoro de qué naturaleza... Algo que concernía a la esposa de Coulter. Es una rabiosa secesionista, corno casi todos en la familia, excepto Coulter, pero es una buena esposa y una dama muy educada. En el cuartel general del ejército se recibió una queja. El general fue transferido a esta división. Resulta extraño que después de eso la batería de Coulter haya sido asignada a ella.
El coronel se había levantado de la roca donde estaba sentado. Sus ojos llameaban de generosa indignación.
-Dígame, Morrison -dijo, mirando a su chismoso oficial del estado mayor directamente a la cara-, ¿le contó esa historia un caballero o un embustero?
-No quiero revelar cómo me llegó, mi coronel, a, menos que sea preciso -enrojeció ligeramente, pero apuesto mi vida a que es verdad.
El coronel se giró hacia un corrillo de oficiales que estaba a cierta distancia.
-¡Teniente Williams! -gritó.
Uno de los oficiales se apartó del grupo y, adelantándose, saludó y dijo:
-Discúlpeme, mi coronel, creía que estaba usted informado. Williams ha muerto abajo, al pie del cañón. ¿En qué puedo servirle, señor?
El teniente Williams era el edecán que había tenido el placer de transmitir al oficial que comandaba la batería las felicitaciones de su jefe de brigada.
-Vaya -dijo el coronel- y ordene la retirada de esa pieza inmediatamente. No... Iré yo mismo.
Bajó a todo correr la cuesta que conducía a la parte de atrás del desfiladero, franqueando rocas y malezas, seguido de su pequeña escolta, entre un tumultuoso desorden. Cuando llegaron al pie de la cuesta, montaron sus caballos, que los esperaban, enfilaron a trote rápido por el camino; doblaron un recodo y desembocaron  en el desfiladero. ¡El espectáculo que encontraron allí  era espeluznante!
En aquel desfiladero, apenas suficientemente ancho para un solo cañón, habían amontonado los restos de por lo menos cuatro piezas. Si habían percibido el silencio de sólo el último inutilizado, era porque habían faltado hombres para sustituirlo rápidamente por otro. Los desechos se esparcían a ambos lados del camino; los hombres habían logrado mantener un espacio libre en el medio en el que la quinta pieza estaba ahora haciendo fuego. ¿Los hombres? ¡Parecían demonios del infierno! Todos sin gorra, todos desnudos hasta la cintura, su piel, humeante, negra de manchas de pólvora y salpicada de gotas de sangre. Todos trabajaban como dementes, manejando el ariete y los cartuchos, las palancas y el gancho de disparo. A cada golpe de retroceso, apoyaban contra las ruedas sus hombros tumefactos y sus manos ensangrentadas, y encajaban de nuevo el pesado cañón en su lugar. No había órdenes. En aquel enloquecido revuelo de alaridos y explosiones de obuses; entre el silbido agudo de las esquirlas de hierro y de las astillas que volaban por todas partes, no se hubiera oído ninguna orden. Los oficiales, si es que quedaban oficiales, no se distinguían de los soldados. Todos trabajaban juntos, cada uno, mientras aguantaba, dirigido por miradas. Cuando el cañón era escobillado, se cargaba; cuando estaba cargado, se apuntaba y se tiraba. El coronel vio algo que no había visto jamás en toda su carrera militar, algo horrible y misterioso: ¡el cañón sangraba por la boca! En un momento en que faltaba agua, el artillero que esponjaba la pieza había empapado la esponja en un charco de sangre de uno de sus camaradas. No había ningún conflicto en todo aquel trabajo. El deber del instante era obvio. Cuando un hombre caía, otro, muy poco más limpio, parecía surgir de la tierra en lugar del muerto, para caer a su vez.
Con los cañones deshechos yacían también los hombres deshechos, al lado de los restos, por encima y por debajo. Y, retrocediendo por el camino, ¡una horripilante procesión! se arrastraban con las manos y las rodillas los heridos capaces de moverse. El coronel, que compasivamente había enviado a su escolta hacia la derecha, hubo de pasar con su caballo por encima de los que estaban definitivamente muertos para no aplastar a aquellos que todavía conservaban un resto de vida. Mantuvo su camino con tranquilidad en medio de aquel infierno, se acercó al lado del cañón y, en la oscuridad de la última descarga, golpeó en la mejilla al hombre que sostenía el ariete, que se derrumbó creyendo que había muerto. Un demonio siete veces condenado brotó de entre el humo para ocupar su puesto, pero se detuvo y fijó en el oficial a caballo una mirada no terrenal; los dientes le brillaban entre los labios negros; los ojos, salvajes y desorbitados, ardían como brasas bajo las cejas ensangrentadas. El coronel hizo un ademán autoritario señalándole la parte de atrás. El demonio se inclinó, en señal de obediencia. Era el capitán Coulter.
Simultáneamente a la señal de alto del coronel, el silencio cayó sobre todo el campo de batalla. La procesión de proyectiles dejó de correr en aquel desfile de muerte porque el enemigo también había dejado de tirar. Su ejército había desaparecido desde hacía horas; el comandante de la retaguardia, que había mantenido arriesgada-mente su posición con la esperanza de silenciar el cañón federal, también había hecho callar sus piezas en aquel extraño minuto.
-No era consciente del alcance de mi autoridad -dijo el coronel sin dirigirse a nadie, mientras cabalgaba hacia la cima de la colina para averiguar qué había ocurrido.
Una hora más tarde, su brigada hacía vivac en el campo enemigo, y los soldados examinaban con respeto casi religioso, como fieles ante las reliquias de un santo, los cuerpos de una veintena de caballos despatarrados y los restos de tres cañones inservibles. Los caídos habían sido retirados; sus cuerpos desmembrados y desgarrados hubieran satisfecho demasiado al enemigo.
Naturalmente, el coronel se alojó con su familia militar en la casa de la plantación. Aunque bastante derruida, era mejor que un campamento al aire libre. Los rnuebles estaban muy desarreglados y rotos. Las paredes y los techos habían cedido en algunas partes y un olor a pólvora lo impregnaba todo. Las camas, los armarios para la ropa femenina y las alacenas no estaban rnuy dañados. Los nuevos inquilinos de una noche se instalaron como en su casa, y la virtual aniquilación de la batería de Coulter les brindó un animado tema de conversación.
Durante la cena, un asistente que pertenecía a la escolta apareció en el comedor y pidió permiso para hablar con el coronel.
-¿Qué ocurre, Barbour? -preguntó el coronel amablemente, habiendo escuchado sus palabras.
-Mi coronel, en el sótano pasa algo raro. No sé qué... creo que hay alguien allí. Yo había bajado a registrar.
-Bajaré a ver -dijo un oficial del estado mayor, levantándose.
-Yo también -repuso el coronel. Que los demás se queden. Guíenos, asistente.
Tomaron un candelero de la mesa y bajaron las escaleras del sótano. El asistente temblaba visiblemente. El candelero iluminaba débilmente, pero en seguida, mientras avanzaban, su estrecho círculo de luz reveló una forma humana sentada en el suelo contra la pared de piedra negra que ellos habían venido siguiendo. Tenía las rodillas en alto y la cabeza echada hacia atrás. El rostro, que hubiera debido verse de perfil, permanecía invisible porque el hombre estaba tan inclinado hacia delante que su largo cabello lo ocultaba. Y, de un modo extraño, su barba, de un color mucho más oscuro, caía en una gran masa enredada y se desplegaba sobre el suelo a su lado. Se detuvieron involuntariamente. Después, el coronel, tomando el candelero de la temblorosa mano del asistente, se aproximó al hombre y le examinó con atención. La barba negra era la cabellera de una mujer muerta. La mujer muerta apretaba entre sus brazos a un bebé muerto. Y el hombre estrechaba a los dos entre sus brazos, los apretaba contra su pecho, contra sus labios. En el cabello del hombre había sangre. A medio metro, cerca de una depresión irregular de la tierra fresca que formaba el suelo del sótano -una excavación reciente, con un pedazo convexo de hierro y los bordes arqueados visibles en uno de los lados-, se veía el pie de un niño. El coronel alzó el candelero lo más alto que pudo. El piso del cuarto de arriba se había agujereado y las astillas de madera colgaban apuntando en todas direcciones.
-Esta casamata no es a prueba de bombas -dijo el coronel gravemente. No se le ocurrió que su resumen del asunto guardaba cierta frivolidad.
Permanecieron un momento al lado del grupo sin decir una palabra: el oficial del estado mayor pensaba en su cena interrumpida; el asistente, en lo que podía contener un tonel que había en el otro rincón del sótano. De pronto, el hombre que habían creído muerto levantó la cabeza y los miró tranquilamente a la cara. Tenía la piel negra como el carbón; sus mejillas parecían tatuadas desde los ojos por irregulares líneas blancas. Los labios también eran blancos, como los de un negro de teatro. Tenía sangre en la frente.
El oficial del estado mayor retrocedió un paso y el asistente, dos.
-¿Qué hace usted aquí, amigo? -preguntó el coronel, inmutable.
-Esta casa me pertenece, señor -fue la réplica, deliberadamente cortés.
-¿Le pertenece? ¡Ah, entiendo! ¿Y éstos?
-Mi mujer y mi hija. Soy el capitán Coulter.

1.007. Briece (Ambrose)