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miércoles, 24 de abril de 2013

Ser amigas

Había una vez, En un pueblito cualquiera del centro de la Argentina, una niña que vivía en un hermoso barrio de casitas, no lujosas pero sí pulcramente pintadas y de prolijos jardines, esa niña se llamaba Sabina, era amable y simpática, se destacaba en el colegio, deportes y en todo lo que emprendía. Sin proponérselo siempre estaba rodeada de amigas que querían jugar con ella, era lo que se dice una líder por naturaleza. En ese barrio había un colegio al que concurrían todos los chicos, más algunos de zonas cercanas, como Anita, que vivía a la entrada del pueblo, del otro lado de la ruta, en una casilla perteneciente al ferrocarril, cuya empresa le prestó a su papá cuando éste debió trasladarse buscando asistencia médica para su mamá que debía permanecer largo tiempo internada en el hospital local, y como el papá debía comprar remedios y alimentar a Anita es que comenzó a trabajar, y alternaba la atención de su esposa con las trabajos de jardinería. Era él, el que mantenía tan prolijos los jardines de la mayoría de las casitas y, como le quedaba de paso, mandó a Anita a ese colegio, Anita era morena, delgada y muy dulce, de largas trenzas negras. Llevaba siempre el mismo vestido gastado y descolorido, pero limpio y planchado, en cambio que las otras nenas lucían variados, modernos y coloreados atuendos y hablando en voz baja se referían al único vestido de Anita.
A pesar de que la señorita Cecilia intentaba que el grupo integre a Anita, y lo lograba en el aula con los trabajos de equipo, pues Anita, era muy inteligente, prolija e ingeniosa y más de una vez quedaron todos absortos escuchando las bellas leyendas que contaba de su tierra misionera. Pero... fuera del aula, se formaban grupos en los cuales Anita no participaba de ninguno, estaba siempre sola sentada en el cantero dibujando a la sombra del inmenso castaño, eran hermosos y nostálgicos paisajes de árboles y ríos, los varones a menudo se acercaban a ver los animales y pájaros que dibujaba con suma destreza. La mamá de Sabina le preguntó un día porque nunca invitaba a Anita a jugar, pero como estaba tan ocupada con la casa y su trabajo en el banco, no se detuvo a analizar la contestación ambigua y evasiva de la niña.
Cierto día Sabina amaneció con dolor de estómago, nauseas y con una coloración en la piel que alarmó mucho a su mamá, que recurrió inmediatamente al médico, este diagnosticó Hepatitis... no podría ir al colegio, debía hacer dieta y reposo durante treinta días.
Pasada la primer semana Sabina comenzó a sentirse muy sola, su mamá le informó, que si no compartía el vaso, los alimentos y el baño, no habría peligro de contagio, por lo que Sabina llamó a sus amigas por teléfono, pero cada una le respondió: que no podía, porque tenia muchos deberes... que tenía que ayudar a su mamá... que estaba resfriada... Sabina se puso muy triste. Al día siguiente llegó a visitarla Anita, le traía un ramito de flores silvestres, Sabina le preguntó si no temía contagiarse a lo que Anita respondió que si tomaban las precauciones necesarias no habría problema.
Desde ese día a diario llegaba Anita con su carita de terracota y su ramillete de flores que recogía en el camino, le ayudaba a Sabina con la tarea que le enviaba la señorita Cecilia y luego jugaban. Anita aprendía con mucha facilidad cuando se trataba de juegos de mesa que Sabina tenía en abundancia y que Anita nunca había visto. Y Savina pudo conocerla y saber que Anita era una nena alegre, sin egoísmo, sensible y generosa.
Por fin Sabina pudo reintegrarse al colegio, las compañeras la rodearon todo el tiempo contándole los sucesos de esos días. Anita como siempre se encontraba sola a la sombra del castaño tranquilamente dibujando.
Al día siguiente, se festejaba el día del amigo, y la señorita Cecilia había ideado un sistema para que nadie se sintiese excluido, debían hacer tarjetas para cada compañero, o sea que cada uno recibiría veintidós tarjetas. Pero... en el recreo les dejó la libertad de que cada uno le hiciese un regalo a su mejor amigo. Cada una de las niñas secretamente esperaba ser elegida por Sabina para el regalo de mejor amiga, cuando ya todos tenían su obsequio, y Sabina había recibido un ramito de flores silvestres, ésta, caminó con el suyo hasta la sombra del castaño y con un beso cariñoso lo depositó en las manos de Anita.
La sonrisa de la señorita Cecilia se iba ampliando a medida que todas las niñas se acercaban a la sombra del castaño a escuchar la hermosa leyenda de la flor del irupé que Anita estaba cantando.

1.088 Gomez de Sartori (Paty)


lunes, 1 de abril de 2013

Benedicto

Don Abel tenía cincuenta años, don Joaquín otros cincuenta, pero muy otros: no se parecían a los de don Abel, y eso que eran aquellos dos buenos mozos del año sesenta, inseparables amigos desde la juventud, alegre o insípida, según se trate de don Joaquín o de don Abel. Caín y Abel los llamaba el pueblo, que los veía siempre juntos, por las carreteras adelante, los dos algo encorvados, los dos de chistera y levita, Caín siempre delante, Abel siempre detrás, nunca emparejados; y era que Abel iba como arrastrado, porque a él le gustaba pasear hacia Oriente, y Caín, por moler, le llevaba por Occidente, cuesta arriba, por el gusto de oírle toser, según Abel, que tenía su malicia. Ello era que el que iba delante solía ir sonriendo con picardía, satisfecho de la victoria que siempre era suya, y el que caminaba detrás iba haciendo gestos de débil protesta y de relativo disgusto. Ni un día solo, en muchos años, dejaron de reñir al emprender su viaje vespertino; pero ni un solo día tampoco se les ocurrió separarse y tomar cada cual por su lado, como hicieron San Pablo y San Bernabé, y eso que eran tan amigos, y apóstoles. No se separaban porque Abel cedía siempre.
Caín tampoco hubiera consentido en la separación, en pasear sin el amigo; pero no cedía porque estaba seguro de que cedería el compinche; y por eso iba sonriendo: no porque le gustase oír la tos del otro. No, ni mucho menos; justamente solía él decirse: «¡No me gusta nada la tos de Abel!» Le quería entrañablemente, sólo que hay entrañas de muchas maneras, y Caín quería a las personas para sí, y, si cabía, para reírse de las debilidades ajenas, sobre todo si eran ridículas o a él se lo parecían. La poca voluntad y el poco egoísmo de su amigo le hacían muchísima gracia, le parecían muy ridículos, y tenía en ellos un estuche de cien instrumentos de comodidad para su propia persona. Cuando algún chusco veía pasar a los dos vejetes, oficiales primero y segundo del gobierno civil desde tiempo inmemorial (don Joaquín el primero, por supuesto; siempre delante), y los veían perderse a lo lejos, entre los negrillos que orlaban la carretera de Galicia, solía exclamar riendo:
-Hoy le mata, hoy es el día del fratricidio. Le lleva a paseo y le da con la quijada del burro. ¿No se la ven ustedes? Es aquel bulto que esconde debajo de la levita.
El bulto, en efecto, existía. Solía ser realmente un hueso de un animal, pero rodeado de mucha carne, y no de burro, y siempre bien condimentada. Cosa rica. Merendaban casi todas las tardes como los pastores de don Quijote, a campo raso, y chupándose los dedos, en cualquier soledad de las afueras. Caín llevaba generalmente los bocados y Abel los tragos, porque Abel tenía un cuñado que comerciaba en vinos y licores, y eso le regalaba, y Caín contaba con el arte de su cocinera de solterón sibarita. Los dos disponían de algo más que el sueldo, aunque lo de Abel era muy poco más; y eso que lo necesitaba mucho, porque tenía mujer y tres hijas pollas, a quienes en la actualidad, ahora que ya no eran tan frescas y guapetonas como años atrás, llamaban los murmuradores Las Contenciosas-administrativas por lo mucho que hablaba su padre de lo contencioso-administrativo, que le tenía enamorado hasta el punto de considerar grandes hombres a los diputados provinciales que eran magistrados de lo contencioso..., etc. El mote, según malas lenguas, se lo había puesto a las chicas el mismísimo Caín, que las quería mucho, sin embargo, y les había dado no pocos pellizcos. Con quien él no transigía era con la madre. Era su natural enemigo, su rival pudiera decirse. Le había quitado la mitad de su Abel; se le había llevado de la posada donde antes le hacía mucho más servicio que la cómoda y la mesilla de noche juntas. Ahora tenía él mismo, Caín, que guardar su ropa, y llevar la cuenta de la lavandera, y si quería pitillos y cerillas tenía que comprarlos muchas veces, pues Abel no estaba a mano en las horas de mayor urgencia.

***
-¡Ay, Abel! Ahora que la vejez se aproxima, envidias mi suerte, mi sistema, mi filosofía -exclamaba don Joaquín, sentado en la verde pradera, con un llacón entre las piernas. (Un llacón creo que es un pernil.)
-No envidio tal -contestaba Abel, que en frente de su amigo, en igual postura, hacía saltar el lacre de una botella y le limpiaba el polvo con un puñado de heno.
-Sí, envidias tal; en estos momentos de expansión y de dulces piscolabis lo confiesas; y, ¿a quién mejor que a mí, tu amigo verdadero desde la infancia hasta el infausto día de tu boda, que nos separó para siempre por un abismo que se llama doña Tomasa Gómez, viuda de Trujillo? Porque tú, ¡oh Trujillo!, desde el momento que te casaste eres hombre muerto; quisiste tener digna esposa y sólo has hecho una viuda...
-Llevas cerca de treinta años con el mismo chiste... de mal género. Ya sabes que a Tomasa no le hace gracia...
-Pues por eso me repito.
-¡Cerca de treinta años! -exclamó don Abel, y suspiró, olvidándose de las tonterías epigramáticas de su amigo, sumiendo en el cuerpo un trago de vino del Priorato y el pensamiento en los recuerdos melancólicos de su vida de padre de familia con pocos recursos. Y como si hablara consigo mismo continuó mirando a la tierra:
-La mayor...
-Hola -murmuró Caín; ¿ya cantamos en la mayor? Jumera segura... tristona como todas tus cosas.
-No te burles, libertino. La mayor nació... sí, justo; va para veintiocho, y la pobre, con aquellos nervios y aquellos ataques, y aquel afán de apretarse el talle... no sé, pero... en fin, aunque no está delicada... se ha descompuesto; ya no es lo que era, ya no... ya no me la llevan.
-Ánimo, hombre; sí te la llevarán... No faltan indianos... Y en último caso... ¿para qué están los amigos? Cargo yo con ella... y asesino a mi suegra. Nada, trato hecho; tú me das en dote esa botella, que no hay quien te arranque de las manos, y yo me caso con la (cantando) mayor.
-Eres un hombre sin corazón... un Lovelace.
-¡Ay, Lovelace! ¿Sabes tú quién era ese?
-La segunda, Rita, todavía se defiende.
-¡Ya lo creo! Dímelo a mí, que ayer por darla un pellizco salí con una oreja rota.
-Sí, ya sé. Por cierto que dice Tomasa que no le gustan esas bromas, que las chicas pierden...
-Dile a la de Gómez, viuda de Trujillo, que más pierdo yo, que pierdo las orejas, y dile también que si la pellizcase a ella puede que no se quejara...
-Hombre, eres un chiquillo; le ves a uno serio contándote sus cuitas y sus esperanzas... y tú con tus bromas de dudoso gusto...
-¿Tus esperanzas? Yo te las cantaré: La (cantando) Nieves...
-Bah, la Nieves segura está. Los tiene así (juntando por las yemas los dedos de ambas manos). No es milagro. ¿Hay chica más esbelta en todo el pueblo? ¿Y bailar? ¿No es la perla del casino cuando la emprende con el vals corrido, sobre todo si la baila el secretario del gobierno militar, Pacorro?
Caín se había quedado serio y un poco pálido. Sus ojos fijos veían a la hija menor de su amigo, de blanco, escotada, con media negra, dando vueltas por el salón colgada de Pacorro... A Nieves no la pellizcaba él nunca; no se atrevía, la tenía un respeto raro, y además, temía que un pellizco en aquellas carnes fuera una traición a la amistad de Abel; porque Nieves le producía a él, a Caín, un efecto raro, peligroso, diabólico... Y la chica era la única para volver locos a los viejos, aunque fueran íntimos de su padre. «¡Padrino, baila conmigo!» ¡Qué miel en la voz mimosa! ¡Y qué miradonas inocentes... pero que se metían en casa! El diablo que pellizcara a la chica. Valiente tentación había sacado él de pila...
-Nieves -prosiguió Abel- se casará cuando quiera; siempre es la reina de los salones; a lo menos, por lo que toca a bailar...
-Como bailar.. baila bien -dijo Caín muy grave.
-Sí, hombre; no tiene más que escoger. Ella es la esperanza de la casa.
-Ya ves, Dios premia a los hombres sosos, honrados, fieles al decálogo, dándoles hijas que pueden hacer bodas disparatadas, un fortunón... ¿Eh? viejo verde, calaverón eterno. ¿Cuándo tendrás tú una hija como Nieves, amparo seguro de tu vejez?
Caín, sin contestar a aquel majadero, que tan feliz se las prometía, en teniendo un poco de Priorato en el cuerpo, se puso a pensar, que siempre se le estaba ocurriendo echar la cuenta de los años que él llevaba a la menor de las Contenciosas. «¡Eran muchos años!»

***
Pasaron algunos; Abel estuvo cesante una temporada y Joaquín de secretario en otra provincia. Volvieron a juntarse en su pueblo, Caín jubilado y Abel en el destino antiguo de Caín. Las meriendas menudeaban menos, pero no faltaban las de días solemnes. Los paseos, como antaño, aunque ahora el primero que tomaba por Oriente era Joaquín, porque ya le fatigaba la cuesta. Las Contenciosas brillaban cada día como astros de menor magnitud; es decir, no brillaban; en rigor eran ya de octava o novena clase, invisibles a simple vista, ya nadie hablaba de ellas, ni para bien ni para mal; ni siquiera se las llamaba las Contenciosas, «las de Trujillo» decían los pocos pollos nuevos que se dignaban acordarse de ellas.
La mayor, que había engordado mucho y ya no tenía novios, por no apretarse el talle había renunciado a la lucha desigual con el tiempo y al martirio de un tocado que pedía restauraciones imposibles. Prefería el disgusto amargo y escondido de quedarse en casa, de no ir a bailes ni teatros, fingiendo gran filosofía, reconociéndose gallina, aunque otra le quedaba. Se permitía, como corta recompensa a su renuncia, el placer material, y para ella voluptuoso, de aflojarse mucho la ropa, de dejar a la carne invasora y blanquísima (eso sí) a sus anchas, como en desquite de lo mucho que inútilmente se había apretado cuando era delgada.
-«¡La carne! Como el mundo no había de verla, hermosura perdida; gran hermosura, sin duda, persistente... pero inútil. Y demasiada.»
Cuando el cura hablaba, desde el púlpito, de la carne, a la mayor se le figuraba que aludía exclusivamente a la suya... Salían sus hermanas, iban al baile a probar fortuna, y la primogénita se soltaba las cintas y se hundía en un sofá a leer periódicos, crímenes y viajes de hombres públicos. Ya no leía folletines.
La segunda luchaba con la edad de Cristo y se dejaba sacrificar por el vestido que la estallaba sobre el corpachón y sobre el vientre. ¿No había tenido fama de hermosa? ¿No le habían dicho todos los pollos atrevidos e instruidos de su tiempo que ella era la mujer que dice mucho a los sentidos?
Pues no había renunciado a la palabra. Siempre en la brecha. Se había batido en retirada, pero siempre en su puesto.
Nieves... era una tragedia del tiempo. Había envejecido más que sus hermanas; envejecer no es la palabra: se había marchitado sin cambiar, no había engordado, era esbelta como antes, ligera, felina, ondulante; bailaba, si había con quién, frenética, cada día mas apasionada del vals, más correcta en sus pasos, más vaporosa, pero arrugada, seca, pálida; los años para ella habían sido como tempestades que dejaran huella en su rostro, en todo su cuerpo; se parecía a sí misma... en ruinas. Los jóvenes nuevos ya no la conocían, no sabían lo que había sido aquella mujer en el vals corrido; en el mismo salón de sus antiguos triunfos, parecía una extranjera insignificante. No se hablaba de ella ni para bien ni para mal; cuando algún solterón trasnochado se decidía a echar una cana al aire, solía escoger por pareja a Nieves. Se la veía pasar con respeto indiferente; se reconocía que bailaba bien, pero, ¿y qué? Nieves padecía infinito, pero, como su hermana, la segunda, no faltaba a un baile. ¡Novio!... ¡Quién soñaba ya con eso! Todos aquellos hombres que habían estrechado su cintura, bebido su aliento, contemplado su escote virginal... etc., ¿dónde estaban? Unos de jueces de término a cien leguas: otros en Ultramar haciendo dinero, otros en el ejército sabe Dios dónde; los pocos que quedaban en el pueblo, retraídos, metidos en casa o en la sala de tresillo. Nieves, en aquel salón de sus triunfos, paseaba sin corte entre una multitud que la codeaba sin verla...
Tan excelente le pareció a don Abel el pernil que Caín le enseñó en casa de este, y que habían de devorar juntos de tarde en la Fuente de Mari-Cuchilla, que Trujillo, entusiasmado, tomó una resolución, y al despedirse hasta la hora de la cita, exclamó:
-Bueno, pues yo también te preparo algo bueno, una sorpresa. Llevo la manga de café, lleva tú puros; no te digo más.
Y aquella tarde, en la fuente de Mari-Cuchilla, cerca del oscurecer de una tarde gris y tibia de otoño, oyendo cantar un ruiseñor en un negrillo, cuyas hojas inmóviles parecían de un árbol-estatua, Caín y Abel merendaron el pernil mejor que dio de sí cerdo alguno nacido en Teberga. Después, en la manga que a Trujillo había regalado un pariente, voluntario en la guerra de Cuba, hicieron café..., y al sacar Caín dos habanos peseteros..., apareció la sorpresa de Abel. Momento solemne. Caín no oía siquiera el canto del ruiseñor, que era su delicia, única afición poética que se le conocía. Todo era ojos. Debajo de un periódico, que era la primera cubierta, apareció un frasco, como podía la momia de Sesostris, entre bandas de paja, alambre, tela lacrada, sabio artificio de la ciencia misteriosa de conservar los cuerpos santos incólumes; de guardar lo precioso de las injurias del ambiente.
-¡El benedictino! exclamó Caín en un tono religioso impropio de su volterianismo. Y al incorporarse para admirar, quedó en cuclillas como un idólatra ante un fetiche.
-El benedictino -repitió Abel, procurando aparecer modesto y sencillo en aquel momento solemne en que bien sabía él que su amigo le veneraba y admiraba.
Aquel frasco, más otro que quedaba en casa, eran joyas riquísimas y raras, selección de lo selecto, fragmento de un tesoro único fabricado por los ilustres Padres para un regalo de rey, con tales miramientos, refinamientos y modos exquisitos, que bien se podía decir que aquel líquido singular, tan escaso en el mundo, era néctar digno de los dioses. Cómo había ido a parar aquel par de frascos casi divinos a manos de Trujillo, era asunto de una historia que parecía novela y que Caín conocía muy bien desde el día en que, después de oírla, exclamó:
-¡Ver y creer! Catemos, eso, y se verá si es paparrucha lo del mérito extraordinario de esos botellines.
Y aquel día también había sido el primero de la única discordia duradera que separó por más de una semana a los dos constantes amigos. Porque Abel, jamás enérgico, siempre de cera, en aquella ocasión supo resistir y negó a Caín el placer de saborear el néctar de aquellos frascos.
-Estos, amigos -había dicho- los guardo yo para en su día. 
-Y no había querido jamás explicar qué día era aquel.
Caín, sin perdonar, que no sabía, llegó a olvidarse del benedictino.
Y habían pasado todos aquellos años, muchos, y el benedictino estaba allí, en la copa reluciente, de modo misterioso que Caín, triunfante, llevaba a los labios, relamiéndose a priori.
Pasó el solterón la lengua por los labios, volvió a oír el canto del ruiseñor, y contento de la creación, de la amistad, por un momento, exclamó:
-¡Excelente! ¡Eres un barbián! Excelentísimo señor benedictino, ¡bendita sea la Orden! Son unos sabios estos reverendos. ¡Excelente!
Abel bebió también. Mediaron el frasco.
Se alegraron; es decir, Abel, como Andrómaca, se alegró entristeciéndose.
A Caín, la alegría le dio esta vez por adular como vil cortesano.
Abel, ciego de vanidad y agradecido, exclamó:
-Lo que falta... lo beberemos mañana. El otro frasco... es tuyo; te lo llevas a tu casa esta noche.
Faltaba algo; faltaba una explicación. Caín la pedía con los ojillos burlones llenos de chispas.
A la luz de las primeras estrellas, al primer aliento de la brisa, cuando cogidos del brazo y no muy seguros de piernas, emprendieron la vuelta de casa, Abel, triste, humilde, resignado, reveló su secreto, diciendo:
-Estos frascos... este benedictino... regalo de rey...
-De rey...
-Este benedictino... lo guardaba yo...
-Para su día...
-Justo; su día... era el día de la boda de la mayor. Porque lo natural era empezar por la primera. Era lo justo. Después... cuando ya no me hacía ilusiones, porque las chicas pierden con el tiempo y los noviazgos..., guardaba los frascos..., para la boda de la segunda. Suspiró Abel.
Se puso muy serio Caín.
-Mi última esperanza era Nieves..., y a esa por lo visto no la tira el matrimonio. Sin embargo, he aguardado, aguardado..., pero ya es ridículo..., ya... 
-Abel sacudió la cabeza y no pudo decir lo que quería, que era: lasciate ogni speranza
-En fin, ¿cómo ha de ser?- Ya sabes; ahora mismo te llevas el otro frasco.
Y no hablaron más en todo el camino. La brisa les despejaba la cabeza y los viejos meditaban. Abel tembló. Fue un escalofrío de la miseria futura de sus hijas, cuando él muriera, cuando quedaran solas en el mundo, sin saber más que bailar y apergaminarse. ¡Lo que le había costado a él de sudores y trabajo el vestir a aquellas muchachas y alimentarlas bien para presentarlas en el mercado del matrimonio! Y todo en balde. Ahora..., él mismo veía el triste papel que sus hijas hacían ya en los bailes, en los paseos... Las veía en aquel momento ridículas, feas por anticuadas y risibles..., y las amaba más, y las tenía una lástima infinita desde la tumba en que él ya se contemplaba.
Caín pensaba en las pobres Contenciosas también, y se decía que Nieves, a pesar de todo, seguía gustándole, seguía haciéndole efecto...
Y pensaba además en llevarse el otro frasco; y se lo llevó efectivamente.

***
Murió don Abel Trujillo; al año siguiente falleció la viuda de Trujillo. Las huérfanas se fueron a vivir con una tía, tan pobre como ellas, a un barrio de los más humildes. Por algún tiempo desaparecieron del gran mundo, tan chiquitín, de su pueblo. Lo notaron Caín y otros pocos. Para la mayoría, como si las hubieran enterrado con su padre y su madre. Don Joaquín al principio las visitaba a menudo. Poco a poco fue dejándolo, sin saber por qué. Nieves se había dado a la mística, y las demás no tenían gracia. Caín, que había lamentado mucho todas aquellas catástrofes, y que había socorrido con la cortedad propia de su peculio y de su egoísmo a las apuradas huérfanas, había ido olvidándolas, no sin dejarlas antes en poder del sanísimo consejo de que «se dejaran de bambollas... y cosieran para fuera». Caín se olvidó de las chicas como de todo lo que le molestaba. Se había dedicado a no envejecer, a conservar la virilidad y demostrar que la conservaba. Parecía cada día menos viejo, y eso que había en él un renacimiento de aventurero galante. Estaba encantado. ¿Quién piensa en la desgracia ajena si quiere ser feliz y conservarse?
Las de Trujillo, de negro, muy pálidas, apiñadas alrededor de la tía caduca, volvían a presentarse en las calles céntricas, en los paseos no muy concurridos. Devoraban a los transeúntes con los ojos. Daban codazos a la multitud hombruna. Nieves aprovechaba la moda de las faldas ceñidas para lucir las líneas esculturales de su hermosa pierna. Enseñaba el pie, las enaguas blanquísimas que resaltaban bajo la falda negra. Sus ojos grandes, lascivos, bajo el manto recobraban fuerza, expresión. Podía aparecer apetitosa a uno de esos gustos extraviados que se enamoran de las ruinas de la mujer apasionada, de los estragos del deseo contenido o mal satisfecho.
Murió la tía también. Nueva desaparición. A los pocos meses las de Trujillo vuelven a las calles céntricas, de medio luto, acompañadas, a distancia, de una criada más joven que ellas. Se las empieza a ver en todas partes. No faltan jamás en las apreturas de las novenas famosas y muy concurridas. Primero salen todas juntas, como antes. Después empiezan a desperdigarse. A Nieves se la ve muchas veces sola con la criada. Se la ve al oscurecer atravesar a menudo el paseo de los hombres y de las artesanas.
Caín tropieza con ella varias tardes en una y otra calle solitaria. La saluda de lejos. Un día le para ella. Se lo come con los ojos. Caín se turba. Nota que Nieves se ha parado también, ya no envejece y se le ha desvanecido el gesto avinagrado de solterona rebelde. Está alegre, coquetea como en los mejores tiempos. No se acuerda de sus desgracias. Parece contenta de su suerte. No habla más que de las novedades del día, de los escándalos amorosos. Caín le suelta un piropo como un pimiento, y ella le recibe como si fuera gloria. Una tarde, a la oración, la ve de lejos, hablando en el postigo de una iglesia de monjas con un capellán muy elegante, de quien Caín sospechaba horrores. -Desde entonces sigue la pista a la solterona, esbelta e insinuante. «Aquel jamón debe de gustarles a más de cuatro que no están para escoger mucho.» Caín cada vez que encuentra a Nieves la detiene ya sin escrúpulo. Ella luce todo su antiguo arsenal de coqueterías escultóricas. Le mira con ojos de fuego y le asegura muy seria que está como nuevo; más sano y fresco que cuando ella era chica y él le daba pellizcos.
-¿A ti, yo? ¡Nunca! A tus hermanas sí. No sé si tienes dura o blanda la carne. -Nieves le pega con el pañuelo en los ojos y echa a correr como una locuela..., enseñando los bajos blanquísimos, y el pie primoroso.
Al día siguiente, también a la oración, se la encuentra en el portal de su casa, de la casa del propio Caín.
-Le espero a usted hace una hora. Súbame usted a su cuarto. Le necesito. -Suben y le pide dinero, poco pero ha de ser en el acto. Es cuestión de honra. Es para arrojárselo a la cara a un miserable... que no sabe ella lo que se ha figurado. Se echa a llorar. Caín la consuela. Le da el dinero que pide y Nieves se le arroja en los brazos, sollozando y con un ataque de nervios no del todo fingido.
Una hora después, para explicarse lo sucedido, para matar los remordimientos que le punzan, Caín reflexiona que él mismo debió de trastornarse como ella, que creyéndose más frío, menos joven de lo que en rigor era todavía por dentro, no vio el peligro de aquel contacto. «No hubo malicia por parte de ella ni por la mía. De la mía respondo. Fue cosa de la naturaleza. Tal vez sería antigua inclinación mutua, disparatada...; pero poderosa..., latente.»

***
Y al acostarse, sonriendo entre satisfecho y disgustado, se decía el solterón empedernido:
-De todas maneras la chica... estaba ya perdida. ¡Oh, es claro! En este particular no puedo hacerme ilusiones. Lo peor fue lo otro. Aquello de hacerse la loca después del lance, y querer aturdirse, y pedirme algo que la arrancara el pensamiento... y… ¡diablo de casualidad! ¡Ocurrírsele cogerme la llave de la biblioteca... y dar precisamente con el recuerdo de su padre, con el frasco de benedictino!...
¡Oh! sí; estas cosas del pecado, pasan a veces como en las comedias, para que tengan más pimienta, más picardía... Bebió ella. ¡Cómo se puso! Bebí yo... ¿qué remedio? obligado.
«¡Quién le hubiera dicho a la pobre Nieves que aquel frasco de benedictino le había guardado su padre años y años para el día que casara a su hija!... ¡No fue mala boda!» Y el último pensamiento de Caín al dormirse ya no fue para la menor de las Contenciosas ni para el benedictino de Abel, ni para el propio remordimiento. Fue para los socios viejos del Casino que le llamaban platónico; «¡él, platónico!».

1901
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

¿Quien robo los pasteles?

¿Has oído la historia de los pasteles que hizo la Reina de Corazones? ¿Y puedes decirme qué pasó con ellos?
¡Por supuesto, claro que sí! ¿No es lo que cuenta la canción?
La Reina de Corazones hizo unos deliciosos pasteles
Un día de verano
El Paje de Corazones los robó
El muy villano se los llevó a un lugar lejano.
Bueno, sí, la canción dice eso. Pero no se podía castigar al pobre Paje simplemente porque sale en una Canción. Había que meterle preso, encadenarles y llevarle ante el Rey de Corazones para celebrar un juicio como es debido.
Si ahora miras el dibujo grande, el que está al principio de este libro, verás qué cosa más grandiosa puede ser un juicio cuando el Juez es un Rey.
El Rey está magnífico, ¿verdad? Pero no parece muy feliz. Yo creo que esa corona tan grande, colocada encima de la peluca, debe resultar incómoda y pesadísima. Pero, claro, tenía que ponerse las dos cosas para que la gente pudiera notar que era a la vez Juez y Rey.
¿A que la Reina tiene cara de mal humor? Está viendo sobre la mesa la bandeja con los pasteles que hizo con tanto trabajo. Y está viendo al malvado Paje (¿ves las cadenas que le cuelgan de las muñecas?) Que se los robó: de manera que no es extraño que se sienta un poco molesta.
El Conejo Blanco está de pie junto al Rey, leyendo la Canción, para que todo el mundo sepa lo malísimo que es el Paje: y los Jurados (puedes ver a dos de ellos en su estrado, la rana y el pato) son los que tienen que decidir si es «culpable» o «inocente».
Ahora te contaré el accidente que sufrió Alicia. Verás, estaba sentada junto al estrado: y la llamaron como testigo. ¿Sabes lo que es un «testigo»? Un «testigo» es una persona que ha visto al acusado hacer aquello de que se le acusa, o, por lo menos, que sabe algo que tiene importancia para el juicio.
Pero Alicia no había visto a la Reina hacer los pasteles ni había visto al Paje llevarse los pasteles: ni sabía en realidad nada de nada que tuviera que ver con el asunto: ¡De manera que, desde luego, no soy capaz de explicarte porqué la querían de testigo!
Pero el caso es que la querían. Y el Conejo Blanco tocó una gran trompeta y gritó: «¡Alicia!» y Alicia se puso en pie como un rayo. Y entonces... Y entonces, ¿qué crees que pasó? ¡Pues que la falda de Alicia se enganchó en el estrado de los Jurados, y lo volcó, y todos ellos salieron despedidos!
Vamos a ver si podemos identificar a los doce. Ya sabes que para formar un Jurado tienen que ser doce. Yo veo la Rana, y el Lirón, y la Rata, y el Hurón, y el Erizo, y el lagarto, y el Gallo, y el Topo, y el Pato, y la Ardilla, y un pájaro de pico largo que está gritando justo detrás del Topo.
Pero sólo van once: nos falta uno.
¡Ah! ¿Ves una cabecita blanca que aparece detrás del Topo, exactamente bajo la cabeza del Pato? Ya están los doce.
El señor Tenniel dice que ese pájaro que grita es un Cigoñino (naturalmente, tu sabes bien lo que es eso) y que la cabecita blanca es un Ratoncito. ¿Verdad que es una monada?
Alicia los recogió con mucho cuidado. ¡Espero que no se hicieran mucho daño!

1.057. Carroll (Lewis)

Ser feliz

Cuando ya eso se había vuelto insoportable -una vez al atardecer, en noviembre, y yo me deslizaba sobre la estrecha alfombra de mi pieza como en una pista, estremecido por el aspecto de la calle iluminada me di vuelta otra vez, y en lo hondo de la pieza, en el fondo del espejo, encontré no obstante un nuevo objetivo, y grité, solamente por oír el grito al que nada responde y al que tampoco nada le sustrae la fuerza de grito, que por lo tanto sube sin contrapeso y no puede cesar aunque enmudezca; entonces desde la pared se abrió la puerta hacia afuera así de rápido porque la prisa era, ciertamente, necesaria, e incluso vi los caballos de los coches abajo, en el pavimento, se levantaron como potros que, habiendo expuesto los cuellos, se hubiesen enfurecido en la batalla.
Cual pequeño fantasma, corrió una niña desde el pasillo completamente oscuro, en el que todavía no alumbraba la lámpara, y se quedó en puntas de pie sobre una tabla del piso, la cual se balanceaba levemente encandilada en seguida por la penumbra de la pieza, quiso ocultar rápidamente la cara entre las manos, pero de repente se calmó al mirar hacia la ventana, ante cuya cruz el vaho de la calle se inmovilizó por fin bajo la oscuridad. Apoyando el codo en la pared de la pieza, se quedó erguida ante la puerta abierta y dejó que la corriente de aire que venía de afuera se moviese a lo largo de las articulaciones de los pies, también del cuello, también de las sienes. Miré un poco en esa dirección, después dije: "buenas tardes", y tomé mi chaqueta de la pantalla de la estufa, porque no quería estarme allí parado, así, a medio vestir. Durante un ratito mantuve la boca abierta para que la excitación me abandonase por la boca. Tenía la saliva pesada; en la cara me temblaban las pestañas. No me faltaba sino justamente esta visita, esperada por cierto. La niña estaba todavía parada contra la pared en el mismo lugar; apretaba la mano derecha contra aquélla, y, con las mejillas encendidas, no le molestaba que la pared pintada de blanco fuese ásperamente granulada y raspase las puntas de sus dedos. Le dije:
-¿Es a mí realmente a quién quiere ver? ¿No es una equivocación? Nada más fácil que equivocarse en esta enorme casa. Yo me llamo así y asá; vivo en el tercer piso. ¿Soy entonces yo a quién usted desea visitar?
-¡Calma, calma! -dijo la niña por sobre el hombro; ya todo está bien.
-Entonces entre más en la pieza. Yo querría cerrar la puerta.
-Acabo justamente de cerrar la puerta. No se moleste. Por sobre todo, tranquilícese.
-¡Ni hablar de molestias! Pero en este corredor vive un montón de gente. Naturalmente todos son conocidos míos. La mayoría viene ahora de sus ocupaciones. Si oyen hablar en una pieza creen simplemente tener el derecho de abrir y mirar qué pasa. Ya ocurrió una vez. Esta gente ya ha terminado su trabajo diario; ¿a quién soportarían en su provisoria libertad nocturna? Por lo demás, usted también ya lo sabe. Déjeme cerrar la puerta.
-¿Pero qué ocurre? ¿Qué le pasa? Por mí, puede entrar toda la casa. Y le recuerdo; ya he cerrado la puerta; créalo. ¿Solamente usted puede cerrar las puertas?
-Está bien, entonces. Más no quiero. De ninguna manera tendría que haber cerrado con la llave. Y ahora, ya que está aquí, póngase cómoda; usted es mi huésped. Tenga plena confianza en mí. Lo único importante es que no tema ponerse a sus anchas. No la obligaré a quedarse ni a irse. ¿Es que hace falta decírselo? ¿Tan mal me conoce?
-No. En realidad no tendría que haberlo dicho. Más todavía: no debería haberlo dicho. Soy una niña; ¿por qué molestarse tanto por mí?
-¡No es para tanto! Naturalmente, una niña. Pero tampoco es usted tan pequeña. Ya está bien crecidita. Si fuese una chica no habría podido encerrarse, así no más, conmigo en una pieza.
-Por eso no tenemos que preocuparnos. Solamente quería decir: no me sirve de mucho conocerle tan bien; sólo le ahorra a usted el esfuerzo de fingir un poco ante mí. De todos modos, no me venga con cumplidos. Dejemos eso, se lo pido, dejémoslo. Y a esto hay que agregar que no le conozco en cualquier lugar y siempre, y de ninguna manera en esta oscuridad. Sería mucho mejor que encendiese la luz. No. Mejor no. De todos modos, seguiré teniendo en cuenta que ya me ha amenazado.
-¿Cómo? ¿Yo la amenacé? ¡Pero por favor! ¡Estoy tan contento de que por fin esté aquí! Digo "por fin" porque ya es tan tarde. No puedo entender por qué vino tan tarde. Además es posible que por la alegría haya hablado tan incongruentemente, y que usted lo haya interpretado justamente de esa manera. Concedo diez veces que he hablado así. Sí. La amenacé con todo lo que quiera. Una cosa: por el amor de Dios, ¡no discutamos! ¿Pero, cómo pudo creerlo? ¿Cómo pudo ofenderme así? ¿Por qué quiere arruinarme a la fuerza este pequeño momentito de presencia suya aquí? Un extraño sería más complaciente que usted.
-Lo creo. Eso no fue ninguna genialidad. Por naturaleza estoy tan cerca de usted cuanto un extraño pueda complacerle. También usted lo sabe. ¿A qué entonces esa tristeza? Diga mejor que está haciendo teatro y me voy al instante.
-¿Así? ¿También esto se atreve a decirme? Usted es un poco audaz. ¡En definitiva está en mi pieza! Se frota los dedos como loca en mi pared. ¡Mi pieza, mi pared! Además, lo que dice es ridículo, no sólo insolente. Dice que su naturaleza la fuerza a hablarme de esta forma. Su naturaleza es la mía, y si yo por naturaleza me comporto amablemente con usted, tampoco usted tiene derecho a obrar de otra manera.
-¿Es esto amable?
-Hablo de antes.
-¿Sabe usted cómo seré después?
-Nada sé yo.
Y me dirigí a la mesa de luz, en la que encendí una vela. Por aquel entonces no tenía en mi pieza luz eléctrica ni gas. Después me senté un rato a la mesa, hasta que también de eso me cansé. Me puse el sobretodo; tomé el sombrero que estaba en el sofá, y de un soplo apagué la vela. Al salir me tropecé con la pata de un sillón. En la escalera me encontré con un inquilino del mismo piso.
-¿Ya sale usted otra vez, bandido? -preguntó, descansando sobre sus piernas bien abiertas sobre dos escalones.
-¿Qué puedo hacer? -dije. Acabo de recibir a un fantasma en mi pieza.
-Lo dice con el mismo descontento que si hubiese encontrado un pelo en la sopa.
-Usted bromea. Pero tenga en cuenta que un fantasma es un fantasma.
-Muy cierto: ¿pero cómo, si uno no cree absolutamente en fantasmas?
-¡Ajá! ¿Es que piensa usted que yo creo en fantasmas? ¿Pero de qué me sirve este no creer?
-Muy simple. Lo que debe hacer es no tener más miedo si un fantasma viene realmente a su pieza.
-Sí. Pero es que ése es el miedo secundario. El verdadero miedo es el miedo a la causa de la aparición. Y este miedo permanece, y lo tengo en gran forma dentro de mí.
De pura nerviosidad, empecé a registrar todos mis bolsillos.
-Ya que no tiene miedo de la aparición como tal, habría debido preguntarle tranquilamente por la causa de su venida.
-Evidentemente, usted todavía nunca ha hablado con fantasmas; jamás se puede obtener de ellos una información clara. Eso es un de aquí para allá. Estos fantasmas parecen dudar más que nosotros de su existencia, cosa que por lo demás, dada su fragilidad, no es de extrañar.
-Pero yo he oído decir que se los puede seducir.
-En ese punto está bien informado. Se puede. ¿Pero quién lo va a hacer?
-¿Por qué no? Si es un fantasma femenino, por ejemplo -dijo, y subió otro escalón.
-¡Ah, sí...! -dije, pero aún así no vale la pena. Recapacité.
Mi vecino estaba ya tan alto que para verme tenía que agacharse por debajo de una arcada de la escalera.
-Pero no obstante -grité, si usted ahí arriba me quita mi fantasma, rompemos relaciones para siempre.
-¡Pero si fue solamente una broma! -dijo, y retiró la cabeza.
-Entonces está bien -dije.
Y ahora si que, a decir verdad, podría haber salido tranquilamente a pasear; pero como me sentí tan desolado preferí subir, y me eché a dormir.

1.061. Kafka (Franz)

El viejo manuscrito

Podría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios defectos. Hasta el momento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros deberes cotidianos; pero algunos acontecimientos recientes nos inquietan.
Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, apenas abro mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no son soldados nuestros; son, evidentemente, nómades del Norte. De algún modo que no llego a comprender, han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejos de las fronteras. De todas maneras, allí están; su número parece aumentar cada día.
Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en afilar las espadas, en aguzar las flechas, en realizar ejercicios ecuestres.
Han convertido esta plaza tranquila y siempre pulcra en una verdadera pocilga.
Muchas veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer una recorrida para limpiar por lo menos la basura más gruesa; pero esas salidas se tornan cada vez mas escasas, porque es un trabajo inútil y corremos, además, el riesgo de hacernos aplastar por sus caballos salvajes o de que nos hieran con sus látigos.
Es imposible hablar con los nómades. No conocen nuestro idioma y casi no tienen idioma propio. Entre ellos se entienden como se entienden los grajos. Todo el tiempo se escucha ese graznar de grajos. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les resultan tan incomprensibles como carentes de interés. Por lo mismo, ni siquiera intentan comprender nuestro lenguaje de señas. Uno puede dislocarse la mandíbula y las muñecas de tanto hacer ademanes; no entienden nada y nunca entenderán. Con frecuencia hacen muecas; en esas ocasiones ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca, pero con eso nada quieren decir ni tampoco causan terror alguno; lo hacen por costumbre. Si necesitan algo, lo roban. No puede afirmarse que utilicen la violencia. Simplemente se apoderan de las cosas; uno se hace a un lado y se las cede.
También de mi tienda se han llevado excelentes mercancías. Pero no puedo quejarme cuando veo, por ejemplo, lo que ocurre con el carnicero. Apenas llega su mercadería, los nómades se la llevan y la comen de inmediato. También sus caballos devoran carne; a menudo se ve a un jinete junto a su caballo comiendo del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. El carnicero es miedoso y no se atreve a suspender los pedidos de carne. Pero nosotros compren-demos su situación y hacemos colectas para mantenerlo. Si los nómades se encontraran sin carne, nadie sabe lo que se les ocurriría hacer; por otra parte, quien sabe lo que se les ocurriría hacer comiendo carne todos los días.
Hace poco, el carnicero penso que podría ahorrarse, al menos, el trabajo de descuartizar, y una mañana trajo un buey vivo. Pero no se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo me pasé toda una hora echado en el suelo, en el fondo de mi tienda, tapado con toda mi ropa, mantas y almohadas, para no oír los mugidos de ese buey, mientras los nómades se abalanzaban desde todos lados sobre él y le arrancaban con los dientes trozos de carne viva. No me atreví a salir hasta mucho después de que el ruido cesara; como ebrios entorno de un tonel de vino, estaban tendidos por el agotamiento, alrededor de los restos del buey.
Precisamente en esa ocasión me pareció ver al emperador en persona asomado por una de las ventanas del palacio; casi nunca sale a las habitaciones exteriores y vive siempre en el jardín más interior, pero esa vez lo vi, o por lo menos me pareció verlo, ante una de las ventanas, contemplando cabizbajo lo que ocurría frente a su palacio.
-¿En qué terminará esto? -nos preguntamos todos. ¿Hasta cuando soportaremos esta carga y este tormento? El palacio imperial ha traido a los nómades, pero no sabe como hacer para repelerlos. El portal permanece cerrado; los guardias, que antes solían entrar y salir marchando festivamente, ahora están siempre encerrados detrás de las rejas de las ventanas. La salvacion de la patria sólo depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero no estamos preparados para semejante empresa; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de cumplirla.
Hay cierta confusión, y esa confusión será nuestra ruina. 

1.061. Kafka (Franz)

El mensajero de san martin

I

El general don José de San Martín leía cartas en su despacho. Terminada la lectura, se volvió para llamar a un muchacho que esperaba de pie junto a la puerta. Debía tener éste unos 16 años; era delgado, fuerte, de ojos brillantes y fisonomía franca y alegre. Cuadrado como un pequeño veterano, soportó tranquilamente la mirada del general.
-Voy a encargarte una misión difícil y honrosa. Te conozco bien: tu padre y tres hermanos tuyos están en mi ejército y sé que deseas servir a la patria. Lo que voy a encargarte es peligroso; pero eres de una familia de valientes. ¿Estás resuelto a servirme?
-General, sí -contestó el muchacho sin vacilar.
-¿Lo has pensado bien?
-General, sí.
-Correrás peligros.
-Como todos nosotros, general.
San Martín sonrió a esa respuesta, pues veía que el muchacho se contaba decididamente entre los patriotas.
-Debes tener presente que en caso de ser descu­bierto, te fusilarán - continuó, para conocer la entereza de aquel niño.
-General, ya lo sé.
-Entonces ¿estás resuelto?
-General, sí.
-Muy bien. Quiero enviarte a Chile con una carta que por nada ¿entien-des? ¡por nada! debe caer en manos ajenas. Si llegaras a perderla, costaría la vida a muchas personas. La entregarás al abogado don Manuel Rodríguez, en Santiago, y la contestación la traerás con las mismas precauciones. Si te vieras en peligro, la destruirás; y si por desgracia fueras descubierto, supongo que sabrás guardar el secreto. ¿Has entendido, Miguel?
-Perfectamente, general -respondió el mucha­cho; y esta contestación, sencilla y firme, satisfizo al insigne conocedor de hombres.

II

Dos días después, Miguel pasaba la cordillera en compañía de unos arrieros. Llevaba la carta cosida en un cinturón debajo de la ropa; tenía el aire más inocente y despreocupado del mundo, y nadie hubiera sospechado que pensara en otras cosas que no fueran niñerías, pues durante el viaje no hizo sino cantar, silbar y bromear. Refirió a sus compañeros que iba a la finca de unos parientes al otro lado de la cordillera, y todos le cobraron afecto por su buen humor. Cuando se separaron en territorio chileno, le despidieron cariño-samente.
Miguel ignoraba que el señor Manuel Rodríguez, destinatario de la carta, era uno de los chilenos que más activamente contribuían a preparar la revo­lución patriota para cuando invadiera San Martín con su ejército. Ignoraba, asimismo, que él sólo era uno de los innumerables agentes y espías que el general tenía para llevar y traer correspondencia secreta, sembrar noticias, verdaderas o falsas, según le conviniera, y tenerle al corriente de cuanto ocurría en Chile y pudiera serle útil. El general le había honrado con su confianza y debía justificarla. Eso le bastaba.
Llegó a Santiago de Chile sin contratiempos; halló al doctor Rodríguez, le entregó la carta y recibió la respuesta, guardándola en el cinturón secreto.
-Mucho cuidado con esta carta -le dijo también el patriota chileno.
-Eres realmente muy niño para un encargo tan peligroso; pero debes ser inteligente y guapo, y sobre todo buen patriota, para que el general te juzgue digno de esta misión.
Miguel volvió a ponerse en camino lleno de placer y de orgullo con este elogio y resuelto a merecerlo cada vez con mayor razón.

III

El gobernador de Chile, Marcó del Pont, sabía que emisarios y agentes secretos de los patriotas trabajaban para sublevar al pueblo, y que éste le odiaba y estaba deseoso de asociarse a los revolu­cionarios de Buenos Aires. Por esto lo sometía a un régimen de humillación y de dureza. A las siete de, la noche las casas debían estar cerradas, bajo pena de multa, y nadie podía viajar sin recabar un permiso de las autoridades. Los sospechosos de ser partidarios de los patriotas, eran encerrados en las fortalezas y prisiones, donde San Bruno se encargaba de martirizarlos. Era natural, entonces, que los chilenos esperasen ansiosos el momento en que el ejército argentino tramontara los Andes, y que los agentes de San Martín hallasen hombres dispuestos a auxiliarles. Reunían dinero, objetos de valor y armas; aprestaban caballos, ganados, y cada cual contribuía en su medida. Los agentes eran siempre bien recibidos y jamás se les hizo traición. Las auto­ridades sabían que ocurría algo de anormal; pero ignoraban a quién hacer responsable o aprehender. En la duda, consideraban sospechosos a todos los criollos y redoblaban con ellos su dureza, lo que naturalmente dio como consecuencia, una mayor ferocidad en el odio popular.

IV

El viaje de Miguel se,había efectuado sin tro­piezos; pero tuvo que pasar por un pueblo cerca del cual se hallaba una fuerza realista bastante conside­rable, al mando del coronel Ordóñez. Se aproximó al caer la tarde, ignorando que hubiera allí un campamento, pues éste no era visible desde el camino. Alrededor se extendía la hermosa campiña chilena, fresca, verde y ligera-mente ondulada. Un arroyo correntoso bajaba a la izquierda. En sus márgenes se levantaban las chozas del pueblecito, grises, tristes, silenciosas, envueltas ya en las prime­ras penumbras del crepúsculo, y dominándolas, cerrando el horizonte, la cordillera gigantesca e imponente subía en gradas cada vez, más grandiosas, semejante a una escalinata estupenda rematada en los maravillosos nevados que teñían de oro rosado los últimos rayos de luz. Las faldas de la montaña estaban ya en la sombra, y sus huecos y quebradas envueltos en tintes fríos, azul, morado, violeta, mientras el esplendor fantástico de las cumbres se destacaba de un cielo claro y trasparente.
Miguel, poco sensible a las bellezas de la natura­leza, se sintió de pronto impresionado por aquel cuadro mágico; mas un acontecimiento inesperado vino a distraer su atención.
Dos soldados a quienes pareció sospechoso este muchacho que viajaba solo y en dirección a las sierras (ya que cualquier cosa era sospechosa en aquellos tiempos), se dirigieron hacia él al galope. En el sobresalto del primer momento, cometió la imprudencia de huir, lo que naturalmente avivó las sospechas de los soldados, quienes, cortándole el camino, consiguieron prenderlo.
-¡Hola! -gritó uno de ellos sujetándole el caballo por la rienda; -¿Quién eres y a dónde vas?
Miguel, recobrada su sangre fría, contestó humil­demente que era chileno, que se llamaba Juan Gómez y que iba a la hacienda de sus padres; mas por su manera de hablar, los soldados conocieron que era cuyano, es decir, nativo de Cuyo, o por extensión, de la región al oriente de los Andes, y le condujeron al campamento, a pesar de sus súplicas. Allí lo entregaron a un sargento y éste a su vez a un oficial superior.
Interrogado, respondió con serenidad, ocultando su temor de que lo registraran y encontraran la carta.
Después del interrogatorio, le llevaron a una carpa, donde se hallaba, en compañía de varios ofi­ciales, el coronel Ordóñez.
-Te acusan de ser agente del general San Martín -díjole el coronel sin preámbulos. 
-¿Qué tienes que contestar?
Miguel habría preferido declarar orgullosamente la verdad; pero la prudencia le hizo renunciar a esta idea, y como antes, negó la acusación.
-Oye, muchacho, -agregó el coronel, -de nada te sirve negar. Más vale que confieses francamente; así quizá pueda aliviarte el castigo, porque eres muy joven.
Miguel no se dejó seducir y repitió su declaración; pero a Ordóñez no se le engañaba tan fácilmente.
-¿Llevas alguna carta? -le preguntó de impro­viso.
-No -contestó Miguel; pero mudó de color y el coronel lo advirtió.
-Regístrenlo.
En un abrir y cerrar de ojos dos soldados se apo­deraron del muchacho, y mientras el uno le sujetaba, el otro le registró, no tardando en hallar el cinturón con la carta.
-Bien lo decía yo -observó Ordóñez, disponién­dose a abrirla; pero en ese instante Miguel, con un movimiento brusco e imprevisto, saltó como un pequeño tigre, le arrebató la carta de las manos y arrojóla en un brasero allí encendido.
Todos permanecieron estupefactos ante tal audacia. Luego, algunos quisieron castigarle; pero el coronel, deteniéndoles, dijo, con una sonrisa ex­traña:
-Eres muy atrevido, muchacho. Quizá no sepas que puedo fusilarte sin más trámites.
Miguel no contestó; pero sus ojos chispeantes y sus mejillas encendidas, indicaban claramente que no tenía miedo. Ahora podían hacer de él lo que quisieran; la carta ya no existía y jamás sabrían de su boca a quién iba dirigida ni quién la enviaba.
-Hay que convenir que eres muy valiente -con­tinuó Ordóñez. 
-Aquél que te ha mandado sabe elegir su gente. Ahora bien, puesto que eres resuelto, quisiera salvarte y lo haré si me dices lo que conte­nía la carta.
-No sé, señor.
-¿No sabes? Mira que tengo medios de refres­carte la memoria.
-No sé, señor. La persona que me dio la carta no me dijo lo que contenía.
El coronel reflexionó un momento.. Le pareció creíble lo que decía Miguel, pues no era de suponer estuviera enterado del contenido de la carta que llevaba.
-Bien -dijo, te creo. ¿Podrías decirme al menos de quién provenía y a quién iba dirigida?
Miguel calló. Sólo ahora comenzaba la verdadera prueba.
-Contesta -ordenó el coronel.
-No puedo, señor.
-¿Y por qué no?
-Porque he jurado.
-¡Oh! Si no es más que eso, un sacerdote te desligará del juramento.
-Podría hacerlo; no por eso sería menos traidor.
El coronel Ordóñez admiró en secreto a ese niño tan hombre; pero no lo demostró. Abriendo un cajón de la mesa sacó una gaveta y tomó de ella un puñado de monedas de oro.
-¿Has tenido alguna vez una moneda de oro? -preguntó a Miguel.
-No, señor -contestó el muchacho, cuyos ojos se fijaron involun-tariamente en el metal reluciente.
-Bueno, pues, yo te daré diez onzas, ¿entiendes? diez onzas si me dices lo- que quiero saber. Vamos ¿te decides? Piensa: ¡diez onzas de oro! Una for­tuna. ¡Cuántas cosas podrás comprar con tanto dinero, y cómo te envidiarán! Y eso, con sólo decirme dos nombres.
Sobre Miguel el oro obraba una fascinación funesta. ¡Cómo brillaban y con qué dulce retintín chocaban las monedas cuando el coronel las hacía escurrir entre sus dedos y las dejaba caer suavemente en la gaveta! ¿Diez onzas de oro! Para él una fortuna inaudita.
-Puedes decírmelo despacio -prosiguió el coro­nel, observando con atención el efecto que el metal brillante hacía en Miguel. 
-Nadie sino yo lo oirá.
Entonces, por fin, Miguel logró vencer la terrible fascinación del oro, y apartando con un esfuerzo los ojos, repitió estas tres palabritas que exasperaron al coronel:
-¡No quiero, señor!
Ordóñez le miró de una manera particular. 
-¿Has oído alguna vez hablar de San Bruno? -preguntóle.
Al oír ese nombre, que era pronunciado con espanto en Chile y en Cuyo, Miguel se estremeció.
-A él te entregaré si no confiesas -prosiguió el coronel. 
-En tus propias manos está tu suerte: si contestas a mi pregunta, te doy la libertad, y si no... 
-No terminó su frase; pero trunca como estaba, era terriblemente explícita.
Miguel bajó los ojos y permaneció callado. Esta resistencia pasiva irritó más al realista.
-A ver, -ordenó, -unos cuanto azotes bien dados a este muchacho.
Lleváronle afuera y en presencia de Ordóñez, de sus oficiales y muchos soldados, dos de éstos le golpearon sin piedad. El muchacho apretó los dientes para no gritar. Sus sentidos comenzaron a turbarse a medida que los golpes llovían sobre su cuerpo; sus ideas se confundieron bajo la influencia del dolor; antes sus ojos flotaron aún como una visión las cumbres nevadas que ahora resaltaban con blancura lívida de sudario en el cielo diáfano, y luego, perdió el conocimiento.
-Basta -dijo Ordóñez, enciérrenle por esta noche. Mañana confesará, y agregó hablando con los oficiales, y si no lo hace, tendré que mandarlo a Santiago. Y sería lástima que muchacho tan guapo fuese a parar a manos de San Bruno. No debemos perder este hilo de la trama que está tejiendo mi astuto ex amigo San Martín.

V

Entre los que presenciaron la flagelación se encon­traba un soldado chileno, que, como todos sus compatriotas, simpatizaba con la causa de la liber­tad. Tenía dos hermanos, agentes de San Martín, y él mismo esperaba la ocasión propicia para aban­donar las filas realistas. El valor y la constancia del muchacho, tema de las conversaciones en el campa­mento, le llenaron de admiración, haciéndole concebir el deseo de salvarle si fuera posible. Resol­vió exponerse para dar libertad al prisionero y faci­litarle los medios de huir.
Miguel estaba en una choza, donde lo habían dejado bajo cerrojo, sin preocuparse más de él. A media noche el silencio más profundo reinaba en el campamento. Los fuegos estaban apagados y sólo los centinelas velaban con el arma al brazo.
Cuando Miguel despertó de su largo desmayo, no pudo recordar bien lo que había sucedido; pero al sentir el escozor de los cardenales que le cubrían todo el cuerpo, no tardó en darse cuenta. El pobre muchacho, débil y dolorido, solo y prisionero, se sintió desfallecer. ¡Al fin, sólo era un niño! No pensaba en la fuga porque le parecía imposible, y esperaba el día para salir de la terrible incertidumbre.
Entonces, en el silencio de la noche, percibió un ruido suave cual el de un cerrojo corrido con precau­ción. La puerta se abrió despacio y en el vano apareció la figura de un hombre. Miguel se levantó sorprendido.
-¡Quieto! -susurró una voz. ¿Tienes valor para escapar?
Miguel enmudeció de asombro. De repente no sintió dolores, cansancio, ni debilidad; estaba fresco, ágil, y resuelto a todo con tal de recobrar la libertad. Siguió al soldado y los dos se deslizaron como sombras por el campamento dormido, hacia un pequeño corral donde se hallaban los caballos de servicio. El de Miguel permanecía ensillado aún y atado a un poste. Lo llevaron a la orilla del arroyo que corría espumoso entre las barrancas.
-Este es el único punto por donde puedes escapar -dijo el soldado, el único lugar donde no hay centinelas. Ten cuidado, porque el arroyo es traicionero. Pronto, ¡a caballo, y buena suerte!
Aturdido por el cambio repentino de los sucesos, el pequeño héroe obedeció, y despidiéndose de su generoso salvador con un apretón de manos y un "¡Dios se lo pague!" bajó la barranca y entró en el arroyo cruzándolo con felicidad. Luego, espoleó su caballo y huyó en direccióri a las montañas, para mostrar a San Martín, con las llagas de los azotes que desgarraron sus espaldas, cómo había sabido guardar un secreto y servir a la Patria.

1.062. Eflein (Ada Maria)