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lunes, 25 de marzo de 2013

El pájaro azul

París es teatro divertido y terrible. Entre los con currentes al café Plombier, buenos y decidi­dos muchachos -pintores, escultores, escritores, poetas; sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde!, ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soña­dor que nunca se emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo improvisador.
En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba el yeso de las paredes, entre los esbozos y rasgos de futuros Delacroix, versos, estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro Pájaro azul.
El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se llamaba así? Nosotros le bautizamos con ese nombre.
Ello no fue un simple capricho. Aquel excelen­te muchacho tenía el vino triste. Cuando le pre­guntábamos por qué, cuando todos reíamos como insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño y miraba fijamente el cielo raso, y nos respondía sonriendo con cierta amargura:
-Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro; por consiguiente...

Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas nuevas, al entrar la primavera. El aire del bosque hacía bien a sus pulmones, según nos decía el poeta.
De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Niní, su vecina, una mucha­cha fresca y rosada, que tenía los ojos muy azules.
Los versos eran para nosotros. Nosotros los leí­amos y los aplau-díamos. Todos teníamos una ala­banza para Garcln. Era un ingenio que debía bri­llar. El tiempo vendría. ¡Oh, el pájaro azul volaría muy alto! ¡Bravo! ¡Bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo!

Principios de Garcín:
De las flores, las lindas campánulas.
Entre las piedras preciosas, el zafiro.
De las inmensidades, el cielo y el amor; es decir,
las pupilas de Niní.

Y repetía el poeta: Creo que siempre es preferi­ble la neurosis a la estupidez.

A veces Garcín estaba más triste que de costumbre.
Andaba por los bulevares; veía pasar indiferente los lujosos carruajes, los elegantes, las hermosas mujeres. Frente al escaparate de un joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de un almacén de libros, se llegaba a las vidrieras, husmeaba y, al ver las lujosas ediciones, se declaraba decididamente envidioso, arrugaba la frente; para desahogarse, volvía el rostro hacia el cielo y suspiraba. Corría al café en busca de nosotros, conmovido, exaltado, pedía su vaso de ajenjo, y nos decía:
-Sí, dentro de la jaula de mi cerebro está preso un pájaro azul que quiere su libertad...

Hubo algunos que llegaron a creer en un descala­bro de razón.
Un alienista a quien se le dio la noticia de lo que pasaba calificó el caso como una monomanía especial. Sus estudios patológicos no dejaban lugar a duda.
Decididamente el desgraciado Garcín estaba loco.
Un día recibió de su padre, un viejo provinciano de Normandía, comerciante en trapos, una carta que decía lo siguiente, poco más o menos:
«Sé tus locuras en París. Mientras permanezcas de ese modo, no tendrás de mí un solo sou. Ven a llevar los libros de mi almacén, y cuando hayas quemado, gandul, tus manuscritos de tonterías, tendrás mi dinero.»
Esta carta se leyó en el café Plombier.
-¿Y te irás?
-¿No te irás?
-¿Aceptas?
-¿Desdeñas?
¡Bravo Garcín! Rompió la carta, y soltando el trapo a la vena, improvisó unas cuantas estrofas, que acababan, si mal no recuerdo:

¡Sí, seré siempre un gandul,
lo cual aplaudo y celebro,
mientras sea mi cerebro
jaula del pájaro azul!

Desde entonces Garcln cambió de carácter, se volvió charlador, se dio un baño de alegría, com­pró levita nueva y comenzó un poema en tercetos, titulado, pues es claro: «El pájaro azul».
Cada noche se leía en nuestra tertulia algo nuevo de la obra. Aquello era excelente, sublime, disparatado.
Allí había un cielo muy hermoso, una campiña muy fresca, países brotados como por la magia del pincel de Corot, rostros de niños asomados entre flores, los ojos de Ninf húmedos y grandes; y por añadidura, el buen Dios que envía volando, volan­do, sobre todo aquello, un pájaro azul que, sin saber cómo ni cuándo, anida dentro del cerebro del poeta, en donde queda aprisionado. Cuando el pájaro quie­re volar y abre las alas y se da contra las paredes del cráneo, se alzan los ojos al cielo, se arruga la frente y se bebe ajenjo con poca agua, fumando además, por remate, un cigarrillo de papel.
He ahí el poema.
Una noche llegó Garcín riendo mucho y, sin embargo, muy triste.
La bella vecina había sido conducida al cemen­terio.
-¡Una noticia! ¡Una noticia! Canto último de mi poema. Ninf ha muerto. Viene la primavera y Niní se va. Ahorro de violetas para la campiña. Ahora falta el epílogo del poema. Los editores no se dignan siquiera leer mis versos. Vosotros muy pronto tendréis que dispersaros. Ley del tiempo. El epílogo debe de titularse así: «De cómo el pája­ro azul alza el vuelo al cielo azul».

¡Plena primavera! ¡Los árboles florecidos, las nubes rosadas en el alba y pálidas por la tarde; el aire suave que mueve las hojas y hace aletear las cintas de paja con especial ruido! Garcín no ha ido al campo.
Hele ahí, viene con traje nuevo, a nuestro amado café Plombier, pálido, con una sonrisa triste.
-¡Amigos míos, un abrazo! Abrazadme todos, as[, fuerte; decidme adiós, con todo el corazón, con toda el alma... El pájaro azul vuela...
Y el pobre Garcín lloró, nos estrechó, nos apre­tó las manos con todas sus fuerzas y se fue.
Todos dijimos:
-Garcín, el hijo pródigo, busca a su padre, el viejo normando. ¡Musas, adiós; adiós, gracias! ¡Nues­tro poeta se decide a medir trapos! ¡Eh! ¡Una copa por Garcín!
Pálidos, asustados, entristecidos, al día siguien­te todos los parroquianos del café Plombier, que metíamos tanta bulla en aquel cuartucho destarta­lado, nos hallábamos en la habitación de Garcín. Él estaba en su lecho, sobre las sábanas ensangren­tadas, con el cráneo roto de un balazo. Sobre la almohada había fragmentos de masa cerebral... ¡Horrible!
Cuando, repuestos de la impresión, pudimos llorar ante el cadáver de nuestro amigo, encontra­mos que tenía consigo el famoso poema. En la última página había escritas estas palabras:

Hoy, en plena primavera, dejo abierta la puerta de la jaula al pájaro azul.

¡Ay, Garcín, cuántos llevan en el cerebro tu misma enfermedad!

1.073. Dario (Ruben), 


Vision de carlos XI

There are more things in heav'n and earth, Horatio, than are dreamt of in your philosophy.

SHAKESPEARE, Hamlet

La gente se burla de las visiones y de las apariciones sobre-naturales. Sin embargo, algunas cuentan con tal cantidad de testimonios a su favor, que el que se niegue a creerlas se verá obligado, para mostrarse consecuente, a rechazar de plano todos los testimonios históricos.
Lo que garantiza la autenticidad del hecho que voy a relatar es el sumario de una causa avalado por las firmas de cuatro testigos dignos de crédito. 
Añadiré que la predicción contenida en este sumario era conocida y citada mucho antes que unos acontecimientos recientemente ocurridos le hayan dado, como parece, cumplimiento.
Carlos XI, padre del famoso Carlos XII, fue uno de los monarcas más despóticos, uno de los monarcas más sagaces que ha tenido Suecia. 
Restringió los monstruosos poderes de la nobleza, abolió el poder del Senado y dictó leyes emanadas de su propia autoridad; en una palabra, cambió la Constitución del país, que antes de su ascensión al trono era oligárquica, y obligó a los Estados a confiarle la autoridad absoluta.    Era, por otra parte, un hombre inteligente, valeroso, muy adicto a la religión luterana, de un carácter inflexible, frío, práctico y eternamente desprovisto de imaginación.
   La velada se prolongaba y el monarca, contra su costumbre, no les daba las buenas noches para indicarles con ello que había llegado el momento de retirarse. Con la cabeza inclinada y la mirada fija en el fuego, Carlos XI guardaba profundo silencio, fastidiado por la compañía de los dos hombres, pero al mismo tiempo temiendo, sin saber por qué, el quedarse solo. El conde Brahé se daba cuenta de que su presencia no resultaba demasiado agradable, y había expresado varias veces el temor de que Su Majestad necesitara reposar, pero un gesto del rey le había mantenido en su puesto. 
     Baumgarten fue a despertarle y le ordenó en nombre del rey, que abriera inmediatamente el salón de los Estados. El hombre mostró una gran sorpresa ante aquella inesperada orden; se vistió a toda prisa y fue a reunirse con el rey llevando su manojo de llaves. En primer lugar abrió la puerta de una galería que servía de antecámara o de su salida excusada al salón de los Estados. El rey entró; pero... ¡cuál no sería su sorpresa al ver las paredes enteramente recubiertas por cortinajes negros!
  El rey andando con paso rápido, había recorrido ya más de dos tercios de la galería. El conde y el conserje lo seguían de cerca; el médico Baumgarten, más atrás, luchaba entre el temor de quedarse solo y el de exponerse a las consecuencias de una aventura cuyos inicios no presagiaban nada bueno.


Acababa de perder a su esposa Ulrique Eléonore. Aunque se dice que dureza con que trataba a la princesa provocó su temprana muerte, la apreciaba, y su fallecimiento le afectó mucho más de lo que podía esperarse de un corazón tan seco como el suyo. A partir de aquel acontecimiento, se mostró más sombrío y taciturno que nunca, y se entregó al trabajo con un encarnizamiento que revelaba una imperiosa necesidad de apartar de su mente las ideas penosas.
Al atardecer de un día de otoño, Carlos XI estaba sentado, con una bata y zapatillas, ante un gran fuego encendido en su gabinete del palacio de Estocolmo. Tenía junto a él a su chambelán, el conde Brahé, al cual honraba con su confianza, y al médico Baumgarten, quien, dicho sea de paso, se vanagloriaba de ser un "espíritu fuerte" y aceptaba que se dudara de todo, excepto de la Medicina. Aquel día, el rey le había llamado para consultarle acerca de una leve indisposición.
A su vez, el médico habló de lo perjudiciales para la salud que eran velas prolongadas; pero Carlos le replicó entre dientes:
-Quedaos, no siento aún el deseo de acostarme.
Entonces se iniciaron distintos temas de conversación que quedaron agotados a la segunda o tercera frase. Parecía evidente que el rey se hallaba en uno de sus estados de ánimo sombrío y, en tal circunstancia, la posición de un cortesano era muy delicada. El conde Brahé, sospechando que la tristeza del rey tenía por causa el pesar por la muerte de su esposa, contempló durante algún tiempo el retrato de la reina colgado de una de las paredes del gabinete y luego murmuró, con un hondo suspiro:
-¡Qué parecido el de ese retrato! Es su misma expresión majestuosa y dulce a la vez...
-¡Bah! -replicó el rey, que creía oír un reproche cada vez que se pronunciaba en su presencia el nombre de la reina. ¡Es un retrato muy adulador! La reina era muy fea.
Luego, interiormente avergonzado de su dureza, se puso de pie y dio unos pasos por la habitación para ocultar una emoción que encendía de rubor sus mejillas. Y se detuvo ante la ventana que se abría sobre el patio. Era una noche oscura y la luna se hallaba en su primer creciente.
El palacio donde residen actualmente los reyes de Suecia no estaba terminado y Carlos XI, que lo había empezado, habitaba el antiguo palacio situado en la punta del Ritterholm que mira hacia el lago Moeler. Se trata de un gran edificio en forma de herradura. El gabinete del rey se hallaba en uno de los extremos, y casi enfrente se abría el gran salón donde se reunían los Estados cuando tenían que recibir algún comunicado de la corona.
Las ventanas del salón parecían iluminadas en aquel momento por una viva claridad. Al rey no dejó de intrigarle aquel hecho. De momento, pensó que la luz era el reflejo de la antorcha de algún criado. Pero ¿qué tendría que hacer a aquellas horas en un salón que no había sido abierto desde hacia mucho tiempo? Además, la claridad era demasiado intensa para proceder de una sola antorcha. Hubiera podido atribuirse a un incendio; pero no se veía ni rastro de humo, los cristales no estaban rotos y no se oía el menor ruido; se trataba indudablemente de una iluminación.
Carlos contempló las ventanas en silencio durante algún tiempo. El conde Brahé, alargando la mano hacia el cordón de una campanilla, se disponía a llamar a un paje para enviarle a averiguar las causas de aquella extraña claridad, pero el rey le detuvo.
-Voy a ir yo mismo a enterarme de lo que pasa en el salón -dijo.
Al acabar de pronunciar estas palabras, palideció intensamente y su rostro expresó una especie de terror religioso. No obstante, salió del gabinete con paso firme. El chambelán y el médico le siguieron, portando una vela encendida. 
El conserje, que estaba a cargo de las llaves, se había ya acostado. 
-¿Quién ha dado la orden de tapizar estas paredes de negro? - preguntó, en tono colérico.
-Nadie, que yo sepa -respondió el conserje, temblando. La última vez que mandé barrer la galería estaba como siempre... Y, desde luego esos cortinajes no proceden del guardamuebles de Su Majestad.
-¡No vayáis más lejos, señor! -gritó el conserje. Ese lugar está embrujado. A esta hora... y desde que murió la reina, vuestra graciosa esposa... se dice que pasea por esta galería... ¡Dios nos proteja!
-¡Deteneos, señor! -gritó el conde a su vez. ¿No oís un ruido que procede del salón de los Estados? ¡Quién sabe a qué peligros se expone Vuestra Majestad!
-¡Señor! -dijo Baumgarten, a quien un soplo de viento acababa de apagar la vela, permitidme al menos que vaya a buscar a una veintena de nuestros alabarderos.
-Entremos -dijo el rey, con voz firme, deteniéndose ante la puerta del gran salón. Y tú, conserje, abre inmediatamente esta puerta.
La golpeó con el pie, y el ruido, multiplicado por el eco de las bóvedas, resonó en la galería como un cañonazo.
El conserje temblaba de tal modo que su llave se negaba a entrar en la cerradura.
-¡Un viejo soldado que tiembla! -dijo Carlos, alzando desdeñosa-mente los hombros. Vamos conde, abridnos esta puerta.
-Señor -respondió el conde, retrocediendo un paso, si Vuestra Majestad me ordena lanzarme contra un cañón alemán o danés obedeceré sin vacilar; pero ahora me estáis pidiendo que desafíe al infierno...
El rey arrancó la llave de manos del conserje.
-Ya veo -dijo en tono de desprecio- que esto me concierne a mi solo.
Y antes de que sus acompañantes pudieran impedirlo, abrió la pesada puerta de encina y penetró en el salón, diciendo: "¡Con la ayuda de Dios!" Sus tres acólitos, impulsados por la curiosidad, más fuerte que el miedo, y tal vez avergonzados de abandonar a su rey, entraron con él.
El gran salón estaba iluminado por una infinidad de antorchas. Los antiguos tapices habían sido sustituidos por cortinajes negros. A lo largo de las paredes veíanse, como de costumbre, banderas alemanas, danesas o moscovitas, trofeos de los soldados al rey Gustavo Adolfo. En medio de aquellas enseñas podían verse banderas suecas, cubiertas con crespones funerarios.
Una inmensa multitud se apiñaba en los bancos. Las cuatro del Estado ocupaban sus respectivos lugares. Todos iban vestidos de negro, y aquella multitud de rostros humanos, que parecía luminosos sobre un fondo sombrío, cegaban hasta tal punto los ojos que, de los cuatro testigos de aquella extraordinaria escena, ninguno pudo ver una sola cara conocida. Les ocurría lo mismo que a un actor que se enfrenta con un público numeroso y no ve más que una masa confusa, en la cual sus ojos no pueden distinguir a un solo individuo.
Sobre el elevado trono que solía ocupar el rey para arengar a los reunidos en el salón, los cuatro recién llegados vieron un cadáver sangriento, revestido con las insignias de la realeza.
A su derecha, un niño, de pie y coronado, sostenía un cetro en la mano; a su izquierda, un hombre de edad madura, o, mejor dicho, otro fantasma, se apoyaba en el trono. Iba revestido con el manto de ceremonia que llevaban los antiguos Administradores de Suecia, antes de que Gustavo Vasa hiciera de ella un reino. Enfrente del trono, varios personajes de continente grave y austero, revestidos de largas togas negras, y que ante una mesa sobre la cual veíanse algunos libros y pergaminos. Entre el trono y los bancos ocupados por la multitud había un tajo cubierto con un crespón negro y un hacha apoyada en él.
Nadie en aquella reunión sobrehumana, pareció darse cuenta de la presencia de Carlos y de las tres personas que lo acompañaban. Al entrar, los cuatro hombres no oyeron más que un confuso murmullo, en medio del cual el oído no podía captar ninguna palabra articulada; luego, el más anciano de los jueces de toga negra, el que parecía ejercer las funciones de presidente, se puso de pie y golpeó tres veces con la mano sobre un libro abierto ante él. Inmediatamente se hizo un silencio profundo. Algunos jóvenes de buen aspecto, ricamente ataviados, con las manos atadas detrás de la espalda, entraron en el salón por una puerta opuesta a la que acababa de abrir Carlos. Andaban con la cabeza alta y la mirada serena. Detrás de ellos un hombre robusto, revestido con un jubón de cuero, sostenía el extremo de las cuerdas que ataban las manos de los jóvenes. El que precedía la marcha y que parecía ser el más importante de los prisioneros, se detuvo en medio del salón, ante el tajo, al cual dirigió una mirada de supremo desdén. Al mismo tiempo, el cadáver pareció temblar con un movimiento convulsivo, y una sangre roja y fresca manó de su herida. El joven se arrodilló y tendió la cabeza; el hacha brilló en el aire y cayó inmediatamente. Un arroyo de sangre se derramó sobre el estrado y se confundió con la sangre del cadáver; y la cabeza, botando varias veces sobre el pavimento enrojecido, rodó hasta los pies de Carlos, tiñéndolos de sangre.
Hasta aquel momento, la sorpresa lo había dejado mudo; pero a la vista de aquel horrible espectáculo, recobró el uso de la palabra. Dio un paso hacia el estrado y, dirigiéndose al hombre revestido con el manto de Administrador, pronunció la conocida fórmula:
-Si eres de Dios, habla; si eres del Otro, déjanos en paz.
El fantasma le respondió lentamente y en tono solemne:
-¡Rey Carlos! Esa sangre no manará bajo tu reinado... -la voz se hizo aquí menos audible, sino cinco reinados después. ¡Desdicha, desdicha, desdicha a la sangre de Vasa!
A continuación, las formas de los numerosos personajes de aquella asombrosa multitud empezaron a hacerse menos precisas y no parecieron ya más que sombras coloreadas, para desaparecer casi inmediatamente; las fantásticas antorchas se apagaron, y las de Carlos y su séquito solo alumbraron a partir de aquel momento los antiguos tapices, ligeramente agitados por el viento. Se oyó aún, durante algún tiempo, un sonido bastante melodioso, que uno de los testigos comparó con el murmullo del viento entre las hojas de los árboles y otro afirmó que le había recordado el sonido que producen las cuerdas del arpa en el instante de templar el instrumento. Todos se mostraron de acuerdo en lo que respecta a la aparición, la cual opinaron cuanto había durado fue de unos diez minutos.
Los cortinajes negros, la cabeza cortada, los charcos de sangre que teñían el pavimento, todo había desaparecido con los fantasmas; únicamente la zapatilla de Carlos conservó una mancha de color rojo, la cual hubiera bastado por si sola para recordarle las escenas de aquella noche, si no hubiesen estado demasiado bien grabadas en su memoria.
Cuando estuvo de regreso en su gabinete, el rey mandó escribir el relato de lo que había visto, lo hizo firmar por sus compañeros y lo firmó también él. Aunque se adoptaron las naturales precauciones para evitar que se hiciera público el contenido de aquel documento, no tardó en ser conocido, incluso por algunos contemporáneos de Carlos XI; el documento existe todavía y, hasta el momento presente, nadie ha dudado de su autenticidad. El final es muy notable:
"Y si lo que acabo de relatar -dice el rey- no es la verdad exacta, renuncio a toda esperanza de una vida mejor, la cual puedo haber merecido por algunas buenas acciones y especialmente por mi constante preocupación por procurar la felicidad de mi pueblo y por defender la religión de mis antepasados."
Ahora, si recordamos la muerte de Gustavo III y el juicio contra Ankarstroem, su asesino, encontraremos más de una relación entre esos acontecimientos y las circunstancias de aquella extraña profecía.
El joven decapitado en presencia de los Estados podría ser Ankarstroem. El cadáver coronado, Gustavo III. El niño, su hijo y sucesor, Gustavo Adolfo IV. Finalmente el anciano sería el duque de Sudermanie, tío de Gustavo IV. 
Este fue el regente del reino, y, tras la deposición de su sobrino, coronado rey.

1.078. Merimee (Prospero), 

Zorrapastro, los tábanos y el erizo

"Quien mal anda, mal acaba", y "tantas veces va el cán­taro a la fuente que al fin se quiebra".
Es lo que le pasó a un afamado raposo que le sopló el queso a un chimango, como vimos más arriba, y frecuentaba en demasía corrales y gallineros.
Un día le enviaron tal descarga de perdigones que sólo por milagro no quedó tieso "pa in sécula sinfinito". Pudo huir, cru­zó a duras penas un arroyo en el que había caído, y se tendió exhausto al pie de un tejo secular. Tabanos, moscardones, mos­quitos y otros parásitos por centenares acudieron al olor de la sangre posando sobre el herido como nube succionante.
-"¡Por vida de Morisqueta y Zorropiel, por el rabo de Candileja y Rondador, mis ilustres parientes, que es la cosa más intolerable que se pueda pensar! ¿Cómo? ¿Este es el res­peto que se guarda a una persona como la mía? ¡Yo picado de tábanos, yo chupado por moscas y mosquitos!".
Y como don Trifón contra la Pulga, pedía los rayos de Jo­ve, las saetas de Artemisa, y la cachiporra de Hércules, para acabar con tal peste y tan vil gentuza.
-"¡Ni siquiera el rabo me es de utilidad!", proseguía de­sesperado. "El Colgado tenía razón: ¿de qué nos sirve la cola, inútil fardo?".
Oyó sus quejas el Erizo, de la vecindad y, de un troteci­to, se llegó al mal ferido Zorrapastro. Viéndolo cubierto de in­sectos, hartos de sangre, armó sus púas diciendo:
-"¡Ahora mismo, vecino zorro, los voy a ensartar por centenas! Tus tormentos van a terminar..."
"¡Guárdate bien de ello, por favor, amigo Erizo!", res­pande azorado el caído. "Lo he pensado mejor... ¿no ves co­mo estos ya están repletos? Si acabamos con ellos, otra nube llegará lloviendo sobre mí un millar de feroces lancetas... sin contar que tú no podrías ensartarlos sin punzarme en cien puntos de mi pobre cuerpo acribillado. ¡Déjalos acabar su banquete!".

Zorrapastro tenía razón; y Aristóteles no le negaba un aplauso a Esopo en esta fábula aplicada a los hombres. Por su parte, La Fontaine concluye:
`Demasiados tragones hallamos en la sociedad; unos son políticos, otros funcionarios. Abundan los ejemplares, sobre todo en el país que habitamos. Cuanto más hartos estén, menos importunos serán".

1.087.1 Daimiles (Ham) - 017

Un anciano y su asno

¿Fué Sancho Panza ya viejito? ¿Fué Tomé Cecial, su ve­cino, que sirvió de escudero al bachiller Sansón Carrasco en la aventura sin ventura del Caballero del Bosque con el Triste Figura? ¿Fué el Preste Juan de las Indias? ¿Habrá sido Laur­calco, señor de la Puente de Plata? ¿No sería Micocolembo, gran Duque de Quirocia? ¿No pudo, acaso, ser Brandabarba­rán de Boliche, señor de las tres Arabias? ¿Y por qué no había de ser Timonel de Carcajona, yerno del Duque Alfeñiquén del Algarbe, que iba armado con las armas partidas a cuartel, azu­les, verdes, blancas y amarillas, y traía en el escudo un gato de oro en campo leonado, con una letra que dice Miau? ¡A lo me­jor ha sido Esparraguilardo de la Selva Negra! Y aun ¿quién sabe sería el emperador Pentapolin Garamanta del arreman­gado brazo. ¡Si es que no fué Alifanfarón de la Trapobana!...
¿Cómo salir de este berenjenal? ¿Quién solucionará tan pavoroso problema?
Nosotros, ateniéndonos al refrán, axioma, dicho, o lo que sea, afirmando que "no vale la pena ponerse calvo antes de tiempo", nos iremos derecho al cuento, sin entrar en más ave­riguaciones, dejando que filólogos, historiadores, sabios, geólo­gos, caballeros andantes y escuderos por andar, se pelen las  barbas, se quemen las cejas, se pongan canos y se rompan los cuernos en tan ardua empresa.

Erase un viejecito, caballero asnalmente, que acertó, por desgracia, a pasar a la vera de un florido alfalfar.
-"¡Para mis barbas!", exclamó, "si el prado, no es estu­pendo y está clamando ¡cómeme! ¡cómeme! ¡Quién fuera caba­llo, burro, rinoceronte!”.
Esto diciendo desmonta de su jumento, le retira cabestro y albarda, y dándole una palmada en el cogote, le señala la abunciante mesa servida, mientras él se aferra de las alforjas de la bucólica y busca al pie de un alcornoque donde recostarse, para echar un remiendo al estómago.
El borrico entonó el rebuzno más estentóreo que haya bro­tado de un gaznate asinino, dió cuatro corcovos, soltó media docena de coces al aire, corrió de un lado para otro chasqueando el rabo, se revolcó, rascó y frotó por todos los costados dando roznidos de satisfacción y, finalmente, comenzó a cortar al rape la verde alfalfa, ronzando con fruición desbordante.
Cuando más engolfados estaban amo y borrico en la ope­ración masticatoria, aparecen de súbito en el confin de la prade­ra dos bergantes amigos desaforados de lo ajeno. Brinca el vie­jo, carga con todo, corre al asno, lo encabestra y enalbarda, monta y sacudiéndole las ijadas con el recio rebenque:
"¡Arre, burro, arre que llegan los barrabases!” comienza a gritar. Pero el jumento no se movía más que un morrillo o un mojón.
"¡Que vienen los barrabases te digo, bestia! ¡Arre, bu­rro, arre por los dientes del lobo! ¡Arre, que te deslomo!". Y hacía llover a diestro y a siniestro rebencazos como granizo, tocando el tambor con los carcaños en la panza del empacado jumento.
A esta sazón, imitando sin saberlo a la burra de Balaán, pregunta el asno:
-"Dígame, gran Sancho Panza, esos barrabases que dice ¿me pondrán doble albarda o carga triple?".
"¡No, hombre, no!", respondió el ex-gobernador, "te pon­drán la misma albarda que llevas y una carga más o menos igual... Pero ¡muévete, condenado, que ya llegan!".
-"¿Para qué vamos a huir?", prosigue la bestia bachille­ra. "Será mejor que sigamos comiendo. ¡Total, servir a escude­ros, jueces, caballeros y salteadores de camino, es la misma ca­sa!..."
Y Sancho Zancas no tuvo más remedio que caerse de su burro y echar a correr como un gamo antes que lo alcanzasen a él también los malandrines. Los cuales no eran otro sino Ginés de Pasamante (o Ginesillo de Paropillo) y el estudiante que, con otra sarta de pillos condenados a las galeras, Don Quijote había librado de la Santa Hermandad en la desgraciada aven­tura de los galeotes, donde hubo asáz de torniscones, cazolasos con el yelmo de Mambrino, tortas, y mojicones.

"En la farsa mal concertada de este mundo ¿qué le puede importar al oprimido, al esclavo, servir a un patrón más que a otro?”.

1.087.1 Daimiles (Ham) - 017

Raposilla, el caballo y el lobo

Una zorrita de las más pizpiretas, de corta edad pero de largos alcances visuales, olfativos y telepáticos, topó casi de na­rices con un descendiente de Rocinante, más puesto en carnes. Era la primera vez que veía un caballo y, naturalmente, se asombró. Por innato instinto, dió media vuelta, y con un trote que parecía carrera, fué a dar cuenta de su hallazgo a un lobo vecino suyo, cartulario por más señas.
Dicen graves autores (y en esto yo me lavo las manos) que este sujeto (que por cierto no había inventado la pólvora) era pariente por línea colateral de un lobazo que, desesperado de hambre al fin de un riguroso Invierno, quiso engatusar un caballo frisón y salió con las muelas deshechas, según ya vimos en la narración de El Caballo y el Lobo médico.
Llega, pues, la raposilla al antro de maese Lobo gañendo sofocada:
-"¡Venga, maestro, y verá un espléndido animal paciendo, en nuestros campos; jamás he visto cuadrúpedo más elegante, mejorando lo presente; íestoy como deslumbrada, carambita!".
El lobo se atusó gravemente los bigotes, pensativo además, los ojos clavados en la hojarasca y, por fin, preguntó:
-"Dime, chiquilla, esa bestia que has visto ¿te parece que es de fuerzas mayores que las nuestras? ¿Qué catadura tiene? ¡A ver! Hazme aquí un esbozo, un boceto, un rasguño, una si­lueta, un escorzo, una caricatura... lo que quieras, porque yo apruebo a Napoleón que decía: "hágame usted un croquis; un croquis me dice más que tres discursos".
-“¡Pero, maestro!” saltó la raposa riendo, "todavía no sé distinguir la o ¡y quiere que sepa dibujar a ojo! ¿No estará usted soñando?
"¡Calla, hija, que tienes razón de sobra! Es que una mal­dita muela me tiene loco desde anoche; pero yo te voto a tal que saltará en menos tiempo que salta una liebre, o me pelaré las barbas donde yo digo entre dientes..."
-"Caminando, maestro, se le dormirá o adormecerá ese dolor agudo. ¿No quiere llegarse hasta la pradera? ¡Venga! ¿Quién nos asegura que ese animal no es buena presa para nosotros todos? Quizás nos lo manda la fortuna...".
"Fortuna será, Raposilla, que salga bien librado yo de estas andanzas con tales dolores de muela; pero, en fin, ya que te empeñas, vamos".
No hubieran bien llegado aún al ejido do pacia el Rocinan­te cuando el lobo, respingando, ululó:
-"¡Pero si es un caballo como un pino de oro! ¡Por vida de mi abuelo, chica, que plato! Con decirte que se me ha esfu­mado el dolor de quijada con solo verlo... Ahora, despacito y con maña, acercarnos a ese esclavo del hombre".
El tataranieto del Rocin andante poco tardó en percibir la pareja zorrolobuna, y en un tris estuvo que no emprendiese veloz carrera hacia las casas; el bicho era algo desconfiado, y nada amigo de entes selváticos. Pero la zorrita, engolosina­da por las palabras de maese Lobo, habíase ya acercado al corcel:
-"¿Su gracia, señoría? El maestro y esta servidora esta­mos a las órdenes de usiría. Deseamos saber el ilustre nom­bre..."
-"¡Con el mayor gusto!", respondió el caballo cortés; ca­balmente me lo acaba de grabar el herrero mayor de su Majes­tad, en el blasón de oro que veis aquí". Y levantó la pata dere­cha, mostrando una herradura estupenda.
-"Si tenéis buena vista", prosiguió el equino, podréis leer mi nombre, apellido y alcurnia..."
No le gustó a la zorrita el ademán y, sin la menor malicia, sólo por saber que a maese Lobo le gustaba la lisonja, replicó sonriente:
-"Aun no voy a la escuela, señoría, y no sé si me manda­rán mis padres, porque tienen mucha tarea en los gallineros y corrales; pero mi tío, aquí presente, es muy leído, y conoce la mar de libros..."
-"No desageres, muchacha, que sólo alcancé el bachille­rato". Y, mirando la cara socarrona del caballo, añadió con cierto retintín:
-“Servidor de vuecencia en todo lo que mande: soy ba­chiller por Filadelfia, que no hay más que bachillear. Voy a leer esos jeroglíficos del blasón acerado de usiría...". E hizo ademán de buscar, y montar a caballo sobre su hocico unas ga­fas fantasmales o imaginarias. (Para no ocultar nada, debo decir que este lobo era de unas entendederas más tupidas que caldo de habas, y podía darle quince mil y raya al vivaracho que puso a asar la mantequilla).
Puestas a caballo sobre el hocico, como dijimos, las gafas de bachiller por Filadelfia, se fué acercando al caballo que ha­bía ancogido aun más la pata, y cuando se disponía a leer, aglz­zando la vista, una coz formidable le alcanza los morros con la rapidez del rayo, como soltada por una catapulta, haciéndole papilla todo el sistema bucal y masticatorio, y mandando rodar buen trecho su bachilleresca persona.
Del gaznático de la Raposilla brotó agudísimo chillido, y saliendo por el puntiagudo hocico, taladró las nubes que pa­saban bajo la bóveda azul. El rocín puso pies en polvorosa, y la zorrita se encontró en cuatro saltos cabe el cretino que se­guía aun patas arriba, gruñendo miserablemente. Le prestó los primeros auxilios, y luego llamó a los vecinos; acudieron algu­nos lobos y lo transportaron a lugar seguro, reteniendo a duras penas la risa. Decía uno de. ellos al mal ferido bachiller:
-“¿En dónde habéis vos aprendido, nora en tal y en tal se os diga, a poneros a tiro de una coz de caballo, de mulo, o de asno que sea! ¿Era vuestro amigo ese corcel? ¡No olvidéis, desdichado, que el sabio y el prudente desconfían de quien no conocen!".
-"¡Amén!", respondió comido de furor y saña el descala­brado bachiller, rascándose rabiosamente el costillaje.

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Rabilargo y los pavos

Cuando por primera vez llegaron a Europa los pavos, oriundos de la América del Norte (donde los hay enormes y sin número), los bautizaron en Francia con el nombre de "pollos de India", y conociendo su costumbre de trepar a los árboles para dormir al abrigo de alimañas, procuraron que el corral estuviese flanqueado por buenas arboledas.
Como reguero de pólvora cundió la noticia entre los zorros de que había llegado u!na nueva familia de aves, cuya carne vencía en sabor a las demás, incluso la de faisán. Toda la zo­rrería se alborotó con la noticia, y quiso probar la carne india. Por unánime consenso, fué deputado el zorro Rabilargo para la cacería del exótico pollo. Este raposo se las vió negras antes de alcanzar lo que pretendía, porque los pavos no se descuidaban un punto, y sólo un gato montés hubiera podido trepar a la for­taleza que los defendía.
-"¡Por vida de mi abuelo Candileja esto no va a seguir así! ¡No, caramba, no! Bastante se han mofado ya de mí. ¡Aho­ra verán quién es Rabilargo!"
Esto decía una noche de Luna llena, harto ya de las cuchu­fletas'que sus camaradas le repetían en francés:
"¿Qué tal la carne del poulet d'Inde? ¿Es sabrosa la din­de? ¿Es rico el dindón? ¿Qué tal la pulpa de dindonneau?"
Como dijimos, el' astro de las ruinas rielaba sobre el arroyo vecino, el silencio era sólo interrumpido por algún rebuzno, el mayar de los gatos, el gruñir de algún gorrino, el canto hora­rio del gallo, el chirrido de los grillos, el croar de las ranas en el cercano estanque, algún aullido fúnebre de perro supersticioso, algún chillido de murciélago que pasaba veloz con reflejos cobri­zos, el fragor y estruendo de los batanes quedaban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, acompa­ñado del furioso ruido del salto de agua que de una altísima peña se precipitaba donde los mazos golpeaban alternativa­mente... y pare usted de contar.
El resplandor lunar, en vez de impedir, ayudó las manio­bras del Rabilargo que apeló aquí a todo el costal de sus mali­cias y arsenal de sus ardides y estratagemas. Comenzó por co­rrer alrededor del árbol como quien persigue una presa; se empinó luego contra el tronco fingiendo querer trepar a lo al­to; después giró sobre sí mismo vertiginosamente como perro que quiere atraparse el rabo; arrojóse cuan largo era por el suelo, estirando manos y patas, con un palmo de lengua fuera, fingiendo estar muerto... De súbito, dió un brinco de dos me­tros, se agazapó, barriendo las hojas secas con su cola erizada y dando gañidos; salió como un tiro de arcabuz, de repente, co­rrió cien metros y tornó a agazaparse al pie del árbol gruñen­do; volvió a saltar, a brincar, dando chillidos... En fin, tales macacadas hizo que pavos, pavas y pavitos estaban ya ma­reados.
De ello debió percatarse Rabilargo porque, a esta sazón, apeló al ardid supremo: buscando un claro del ramaje por don­de se filtraba el rayo de Luna, comenzó a menear con moví­miento ondulatorio su plateada cola, refractando la luz como pieza de bruñido acero... A los pocos minutos un pavo encan­dilado cayó gluglutando: Rabilargo le rompe el gaznate de un mordisco y ¡vuelta a la maniobra! Poco después, una pava graznando siguió el mismo camino, por culpa del maldito rabo luego se vino al suelo titando un pavito ya talludito... Y así, en menos de una hora, Rabilargo hízose dueño de media docena de gallipavos que se llevó triunfante al senado zorruno, el cual lo ascendió a capitán y lo condecoró con la medalla a mérito.

Así fué cómo los pavos, por fijarse demasiado en el raposo, cayeron en sus manos. ¡Hubiéranse entregado al sueño, y nada les habría acaecido!

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Los ladrones y el asno

Dos baturros, semigitanos por las uñas, habían hurtado un borrico que ocultaron en el monte, mientras iba llegando la nocturna sombra.
Para matar el tiempo y ahogar el gusano de la concien­cia, fuéronse con gentil compás de pies a la taberna menos lejana de donde llegaban, traídos por las auras vespertinas, briznas de canciones báquicas. Acercándose al bodegón, dis­tinguieron claramente que con aguardentosa voz desentonaba un arriero:

"Si es o no invención moderna,
Vive Dios que no lo sé,
Pero delicada fué
La invención de la taberna.

Porque allí llegó sediento,
Pido vino de lo nuevo,
Mídenlo, dánmelo, bebo,
Págolo y vóyme contento".
.
Entraron, y tanto menudearon los saques que por poco se arma allí, entre las tres o cuatro docenas de parroquianos un rifirrafe igual al que se describió en el asunto de El Rajá y el Mercachifle.
Por fin salieron los dos Cacos haciendo eses y, apuntalán­dose mutuamente, se fueron llegando a la espesura donde el asno los esperaba.
Verlos llegar y comenzar a soltar los mayores rebuznos que se hayan oído en la comarca, fué todo uno. Respondiéronle to­dos los burros de la región, ladraron perros, mayaran gatos, las lechuzas chirriaron, cantaron los gallos, los cerdos gruñe­ron, chillaron los murciélagos, las ranas croaron, y los grillos a dúo con las chicharras parecían castañuelas eléctricas en el estupendo concierto que alumbraba el plateado resplandor de Selene.
-"¡Qué hacemos, Agapito, con los burros que hemos gar­beado?", comenzó Celedonio dejándose caer al pie de un alcar­noque.
-"Pues, tú dirás, compadre", le respondió el otro que ya estaba tendido en el césped. Y es bueno notar que los ladrones veían doble, merced a la mezcla y abundancia de caldos que ha­bían trasegado a sus estómagos, por no decir odres.
El caso es que Agapito quería guardar el jumento y Cele­donio quería venderlo esa misma noche a una banda de zíngaros.
La desaveniencia comenzó insensiblemente a tornarse en discusión, la discusión en reyerta, la reyerta en desafío, y el desafío en pugilato, y como el fresquete noctámbulo les había disipado la mitad de los vapores vitivinícolos, ambos amigos arremetían el uno contra el otro con tanto brío, y menudearon con tanta priesa sin darse punto de reposo las puñadas que ado­quiera que ponían la mano no dejaban cosa sana.
Mientras los mojicones, puñetazos, coces y torniscones llo­vían más menudo que granizo y más espeso que hígado hacien­do retumbar los cráneos y los esternones de los astrosos bebedo­res, un quidam que los habían seguido a la distancia, se llegó al borrico, montó sobre él, y desapareció.
Cuando amainaron los porrazos y cesó la tormenta de bo­fetones, ambos compadres, rnohinos y maltrechos, cayeron en la cuenta de que el problema planteado por ellos había sido solucionado por el desconocido compinche.

Lo mismo sucedió en el Pleito por la Ostra, y en otros mu­chos litigios en que se jugaba la posesión de una provincia o de un reino. Así lo enseña la Historia.

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Los explotadores del mundo

Si quisiéramos ventilar la cuestión de ciertas explotaciones incongruentes, deberíamos llamar a asamblea universal los ele­mentos: agua, tierra, aire y fuego; los minerales, las plantas, los animales y, más que todos, el hombre.
Hasta cierto punto, es una tarea ya realizada en la magna reunión de la Cuchilla Grande cuando los vivientes, de la hor­miga al elefante y al hombre expusieron sus grandes méritos (modestia aparte) y sus puntos de vista ante el Padre Noé.
Con todo, ya que Abstemius nos da el tema de un nuevo requisitorio, vamos al terreno. Oigamos a los reos.
-"Haga el favor misiá Agua de no extralimitarse ¿quie­re?" le dice la Tierra al húmedo elemento "Bastantes islas y costas me ha comido ya, sin contar la Atlántida ¡caramba!"
Pero los mares, los ríos, los grandes lagos, y hasta las mí­seras cañadas, siguen extralimitándose en playas, campos y ciudades.
-“¡Qué modo de bufar, caray! ¿No puede controlarse un poco, don Ventarrón de la Fosca Vista?" pregunta ingénua­mente la llama de un farol colonial, o de un candil, que brota de una pella o amasijo de grasa de potro. "Me parece que se puede usted pasear por la redondez de la tierra sin tanto aspavien­to... Porque mire que llevarse techos, arrancar de cuajo los árboles añosos, tumbar chimeneas, es una colosal extralimi­tación?"
-"¡Oiga usted, señor fantasioso de las ardientes leguas! ¿No le basta el carbón y la leña seca que cada día le cedemos, que ha de venir a incendiar los bosques?" susurraba en su ramaje una joven acacia florida. "Ya la vida se ha vuelto imposible con estos aprovechadores y ni Diana puede con ellos, ni Neptuno", suspiró, viendo acercarse la llama que la devoraría.
-"íQué barbaridad y crueldad! ¿Háse visto salvajismo mayor que la de este planeta ridículo que no sabe echar un poco de lava y fuego de sus entrañas, ni hacer un movimiento, sin que destruya ciudades, devaste regiones enteras, asesine pobla­ciones a granel? ¡Si esto no es el colmo de la extralimitación, levántense ahora mismo Herculano y Pompeya, Lisboa y Mes­sina, Mendoza, San Francisco y Valparaíso, levántese con ellos todo Chile, y díganlo!" Así exclamaba una nube blanca nave­gando por el espacio zafirino.
Podríamos seguir así de arriba abajo la jerarquía de los seres, y siempre toparíamos can escenas análogas.
Para el bien y para el mal, los entes, muy de ordinario, se pasan a la otra alforja, ignoran, o casi, el justo medio.
Los cereales se van en vicio, y hay que soltar el ganado en las sementeras para raparlos; las flores y las plantas y los ár­boles brotan, echan ramas y crecen lujuriosamente, obligando al hombre a servirse del hierro y del fuego para delimitar los reinos de Flora, de Céres, de Pomona y de Baco.
En cuanto a los animales, peor es meneallo: si habrán tragado sangre humana y comido lomo y pulpa de bosquimano, de pigmeo, de zulú! Pero no sabían con quien las iban a haber... ¡Bonito es el hombre para dejar extralimitarse a los irraciona­les! (Ver El Hombre y la Víbora; El Hombre y los Animales). Han desaparecido del globo géneros, especies, razas y familias enteras de animales aéreos, terrestres y acuáticos por las ex­tralimitaciones del rey de la creación... ¡Menos mal que ya comienza a reaccionar, aunque más no sea que por interés! Pero los desaparedidos no volverán, ni llamándolos por onda corta. Ni para ellos ni para el mortal, puede la Edad de oro volver; como cantara Ovidio:

Aurea prima sata est ae,tas, quae, víndice nullo,
Sponte sua, sine lege, fidem rectumque colebat.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Y como canta Virgilio en las Geórgicas:

"Antes de Jove manos no se hallaron
Que tratasen los campos; aun entónces
Partirlos ni acotarlos fué costumbre;
Que era todo de todos, y la tierra
El fruto anticipaba a los deseos.
Jove a las negras sierpes su nociva
Ponzana dió; por él a ser rapaces
Los lobos-se enseñaron; manda al ponto
Revolverse y bramar; las ricas mieles
Agosta que las hojas goteaban;
Esconde el gérmen de la luz, y extingue
El vino natural que antes huía
Como agora las aguas, en arroyos;
Porque, recursos meditando, el hombre
Paso tras paso a la invención se alzase
De las útiles artes, a los surcos
Pidiendo espigas, y en secretas venas
Del pedernal herido hallando el fuego.
Entonces sobre sí, no antes usados,
Huecos troncos nadar sienten los ríos;
Sigue el nauta en su anhelo
Las estrellas del cielo,
Y de él Pléyades, Híadas, la clara
Artos de Licaón, nombre reciben".
..............................................

Ille malum virus serpéntibus addidit atris
Praedarique lupos jussit, pontumque mover¡.

Volviendo a nuestro tema, confesemos que la moderación es virtud rara, porque los apetitos reinan en el hombre desorde­nadamente y lo impelen con fuerza a lo vedado: nítimur in vé­titum, decía un antiguo. La "áurea mediocridad" del cantor de Venusa, el "nada en demasía" de Terencio, el "modo en las cosas" de la sátira horaciana, son ideales-límites de los que aún estamos lejos... aun los que nos creemos de muy allá, y hace­mos profesión de "amar a Dios sobre todas las cosas, y al pró­jimo como a nostoros mismos".

1.087.1 Daimiles (Ham) - 017