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lunes, 30 de diciembre de 2013

Viaje terrible - Cap. I

Cierto astrólogo me dijo una vez que el signo zodiacal que presidía la casa de mi nacimiento indicaba, entre otros accidentes, temerarios peligros en viajes de mar, y yo sonreí con dulzura porque no creía en la influencia de los astros; de manera que al iniciar mi viaje hacia Panamá ni por un momento se me ocurrió que me aguardaban aventuras tan tremendas como las que me permitirían compaginar la presente crónica, que, sumada a los informes telegráficos del corresponsal del "Times" en Honolulú, constituye una de las más sorprendentísimas historias que la Geología haya podido desear para completar sus estudios sobre las dislocaciones que se producen en el fondo del océano Pacífico.
Tuve el presentimiento de la desgracia el día 23 de setiembre a las 16 horas, momento en que permanecía recostado en la hamaca del primer puente del buque "Blue Star", mirando caer la tarde sobre el puerto de Antofagasta.
Humeaban las chimeneas de la ciudad al borde del desierto, y amarilleaban lentamente las fachadas de las fábricas. El arco del puerto, con sus casas escalonadas en la falda de los cerros, encajonaba calles en pendiente que parecían fundirse en la neblina azul que flotaba en los socavones de la cordillera.
Durante el día había soplado un viento fuerte y el aire estaba cargado del rojizo polvo del desierto. A un costado del puerto, sobre la superficie montuosa de un cerro trepaba la vía de un ferrocarril; de pronto, un convoy de pasajeros, chapadas las ventanillas por el oro del sol, se perdió entre un abultamiento de montañas y no sé por qué el corazón se me encogió dolorosamente. Si en aquel momento hubiera escuchado la voz de mis instintos habría abandonado el "Blue Star", pero poderosas razones me impedían bajar a tierra.
Esto hizo que apartando el pensamiento del fugitivo presagio, fijara la atención en los hombres que vagabundeaban por el puerto.
Como sobrevivientes de una catástrofe, pasaban cabalgando en mulos indígenas achocolatados. Más haraposos que limosneros, de cerca parecían leprosos; los ojos despestañados, los párpados encendidos, requemados por el salitre de las calicheras. Un manco, con un loro montado en una pértiga, canturreaba mostrando el muñón ennegrecido. A veces entre esta multitud de miserables descalzos, resonaba la bocina de un automóvil y se veía a los haraposos saltar precipitadamente a un costado para evitar que los aplastara la máquina.
El "Blue Star" estaba amarrado frente a una casa de piedra. En el zócalo del muro se veía una muestra de latón; bajando los ojos se descubrían numerosos botes que iban y venían en torno del buque, mientras que los brazos de los guinches rechinaban depositando en la cala del buque las últimas toneladas de salitre que podía estibar.
Yo permanecía recostado en la hamaca, extraordinariamente fatigado, las articulaciones adoloridas, debido a la quizá excesiva humedad atmosférica. Además, había estado engripado desde que embarqué en Puerto Caldera, donde mi familia, un poco violenta-mente, me recomendó que no me dejara ver por la localidad durante mucho tiempo. El recuerdo de las últimas estafas divertidas que cometiera, sumado a la debilidad, hacía que lo que me rodeaba adquiriera en mi sensibilidad una especie de vidriosidad de alucinación. A momentos, me imaginaba a mis compañeros de viajé bailando en los cabarets de Atacama, luego entrecerraba los ojos y me dejaba estar, arrullado por el ronquido sordo de los guinches. La última vez que abrí los ojos observé algunas palomas que revoloteaban en torno de la torre de la iglesia, que sobresalía en la pendiente de casas de piedra. Por el puerto continuaba el desfile de indígenas montados en mulos; entre las manchas verdes de un bosquecillo se extendía una muralla acornisada, agujereada por numerosas aberturas. Debía de ser un edificio público. Más allá una bandera inglesa flameaba sobre el llamado "castillo de Ab-el-Kader", cuya torre redonda se recortaba en el aire rojizo como la avanzada de una ciudadela antigua.
En ese instante estalló a mis espaldas la voz de mi primo Luciano.
-Tengo que comunicarte una noticia.
Levanté los ojos. Luciano compuso el gesto que le era habitual, pues se había especializado en comunicarle a sus prójimos malas nuevas, e inclinando su cara amarillenta y angulosa hacia la mía, repitió:
-Te juro que es tremenda. Si pudiera devolver el pasaje, lo entregaba ahora mismo.
-¿Qué diablos pasa?
-En la Sirena de Sal (el más importante cabaret de Antofagasta) me han informado que el barco no sólo ha cambiado de dueño, lo cual no tendría importancia, sino que también le han cambiado el nombre. Primitivamente se llamó "Don Pedro II" y no "Blue Star". Y tú sabes, barco que cambia de nombre está condenado a la desgracia.
En aquel mismo momento Luciano se dio cuenta de que Mariana Lacasa escuchaba sus palabras y levantó expresamente la voz para interesarla en su "noticia". Mariana Lacasa era una joven que en aquel viaje de circunvalación se había enredado en cierta manera con Ab-el-Korda, hijo de un remoto emir árabe. Luciano estaba ligera-mente enamorado de miss Mariana, de modo que para engancharla en la conversación le preguntó:
-Señorita Mariana, ¿no tenía usted noticia del cambio de nombre del barco?
-No.
Ella se sentó a mi lado, y luego:
-¿Tiene acaso importancia el cambio?
Luciano prosiguió:
-Está archirrequeteprobado que barco que cambia de nombre concita contra sí la cólera de todas las fuerzas plutónicas. En síntesis, que estamos fritos.
Hacía unos momentos que a espaldas de miss Mariana se había detenido el señor Gastido. El señor Gastido era un millonario peruano que viajaba con su esposa y tres hermanas de su mujer, lo cual motivaba la murmuración de todos los maldicientes. Atraído por el perfume de carne de miss Mariana, trató jactanciosamente de aclarar la cuestión:
-¿Qué es lo que entiende usted, señor Camblor, por estar fritos?
Luciano detestaba a Gastido. En vez de mantenerse calmoso, respondió un poco nerviosamente:
-¿Qué entiendo por estar fritos? ¿Qué es lo que entiendo? Pues entiendo, señor Gastido, que usted, yo y todos los pasajeros de este buque seremos víctimas de terribles sucesos durante este viaje.
El peruano se sintió despectivo frente al destino, por dos razones: tenía dinero y sabía boxear. Replicó, entre un poco mordaz y otro poco escéptico:
-Entonces, ¿por qué se ha embarcado en este buque, caballero?
Luciano, amostazado por el retintín burlón que campanilleaba en ese equívoco término de "caballero", replicó hostil:
-No acostumbro a discutir mis presentimientos.
Dijo, y volviéndole la espalda al peruano comenzó ostensiblemente a cargar su pipa.
La situación se tornó desagradable. Miss Mariana tarareaba una cancioncilla insolente; el señor Gastido me miraba a mí y a mi primo como si tuviera la intención de rompernos los huesos, pero su esposa y las tres hermanas de su esposa le llamaron, y los cinco, dignamente, se alejaron. Luciano, echando una bocanada de humo al espacio, continuó en el mismo momento que el árabe se sentaba cortésmente junto a miss Mariana, a la que aspiraba integrar a su harem:
-Además, a bordo he descubierto otra particularidad impresio-nante.
-Diga, diga, Luciano. Le escuchamos:
-Son muchas las cosas raras que ocurren en este barco. Primero, como les dije, el cambio de nombre, después el caso de la tripulación.
-¿Qué ocurre con la tripulación?
-¿Cómo, no lo saben?
-No.
-Pues bien: la tripulación de este buque está compuesta por un atajo de facinerosos.
-¿Qué?
-Lo que ustedes oyen. Eh, tú -exclamó dirigiéndose a un camarero que pasaba- ¿qué hacías antes de embarcarte?
-Era zapatero.
-¿Nunca habías navegado?
-No, señor.
Se alejó el camarero y Luciano, presa de un ataque de desesperado pesimismo, prosiguió:
-¿Ven ustedes? Cualquier día que la mar esté un poco picada, este forajido nos vomita encima.
Dos señoras ancianas, a quienes el léxico de mi primo horrorizó, se apartaron. Luciano dirigiéndose a miss Mariana, al árabe y a mí, prosiguió:
-No he encontrado nunca una tripulación de pasado más impresionante.
Miss Mariana sonrió.
-No se ría, miss Mariana. Verá usted. El mucamo de nuestro camarote anteriormente era guardaagujas en el ferrocarril a Santiago, pero como provocó el choque de dos trenes de carga, por embriagarse, fue expulsado de la compañía; el capataz de comedor ha sido elegido para ese cargo porque se sospecha que es un apache regenerado y sólo un apache podría hacerse respetar de semejantes autodidactos.
-¿Debido a qué eligieron gente semejante? -preguntó la señora Miriam, esposa del pastor protestante que iba relevado a Quito, y que se había aproximado silenciosamente a nuestro grupo.
-En la Sirena de Sal me informaron que la empresa está a punto de quebrar y en conflicto con las asociaciones de trabajadores portuarios. Tan mal se encuentran de fondos los propietarios del "Blue Star" que, sin confirmación... naturalmente sin confirmación... me han dicho que la instalación de telegrafía sin hilos está tan averiada que no funciona.
-¿Cómo ha tenido usted el coraje de embarcarse en semejante buque?
Luciano y yo suspiramos al mismo tiempo, sin atrevernos a responder que habíamos embarcado porque nos regalaron los pasajes y, además, que a mí, no a mi primo, sino a mí, me había acompañado a prudente distancia un escolta del jefe de policía. Pero esta es otra historia...
Tal fue la conversación con que se inició el viaje que algunas semanas después, Coun, corresponsal del "Times" en Honolulú, clasificaba con un buen sentido de la palabra la "Travesía del Terror".

 1.019. Alt (Roberto)

Viaje terrible - Cap. II

Acabo de examinar algunas fotografías relacionadas con los sucesos en que participamos el pasaje del "Blue Star" y el de otros tres buques y que, en pocas horas, encaneció el cabello de más de un hombre intrépido. También tengo a mano fotografías de multitudes detenidas frente a las pizarras de los diarios, enterándose codiciosamente de las noticias telegráficas, relacionadas con nuestra agonía.
¡Qué veinticuatro horas de horror vivimos! ¡Y el Pacífico sereno en las costas de América, sin dejar sospechar la existencia de un megasismo que lo atorbellinaba en una superficie de trescientas millas, mientras que el sol lucía en el espacio como si quisiera multiplicar las ansias de vivir que experimentábamos nosotros, los condenados a muerte!
¡Aún me acuerdo! El horizonte permanecía sin una nube, mientras que los buques "Pájaro Verde", "Red Horse", "María Eugenia" y "Blue Star", se deslizaban en espiral hacia un eje de catástrofe desconocida que bruscamente abrió su embudo engullidor en la plateada superficie del océano.
Los curiosos, detenidos frente a las pizarras de los periódicos, terminaban por comprender, estudiando la espiral dibujada en un plano horizontal, cuál era la naturaleza de esa fuerza oceánica que profundamente atorbellinada nos arrastraba hacia su centro como a ligeras briznas. Y era terrible contemplar estas naves, perdidas bajo el cielo resplandeciente, las máquinas en perfecto estado de funcionamiento, los cascos sin una grieta, las tripulaciones y el pasaje atemorizados en la borda, cogiéndose de los brazos de los oficiales taciturnos, algunos de los cuales terminaron por saltarse la tapa de los sesos. ¡Sí, digo que era terrible!
La única explicación del suceso, mejor dicho, la primera explicación del suceso, la proporcionó Coun, corresponsal de "Times" en Honolulú, citando la frase que French había engarzado en su Geología y que expone más o menos la teoría del "megasismo", diciendo:
"Las grandes diferencias de nivel entre las costas chilenas y japonesas del Pacífico convierten a éstas en lugares predestinados a una gran sismicidad, y la más verosímil es la teoría que supone que el fondo del Océano Pacífico está perturbado por vastas dislocaciones".
Pero dejemos a Coun y a sus comunicados, que ya llegaremos a ellos en las próximas páginas de mi crónica, y permítanme informarles por qué razón me encontraba a bordo del "Blue Star".
Seré sincero, totalmente sincero.
Debido a una serie de estafas con cheques sin fondo que había cometido en perjuicio de importantes mercaderes del sur de Chile, mi padre, utilizando ciertas influencias de las que me está vedado hablar, obtuvo que el gobierno me adjuntara a la "Comisión Simpson". La Comisión Simpson, compuesta de varios ingenieros, oceanógrafos y geólogos, debía examinar la eficiencia de una nueva patente acústica, confeccionada para sondar las grandes profundidades del Pacífico. Mi obligación consistía en trasladarme hasta Panamá; en Panamá embarcaría con algunos miembros de la comisión hacia Honolulú; donde trasbordaría al buque sonda del gobierno americano "H-23" en categoría de agregado honorario.
Honestamente no puedo jurar que el aparato acústico y las profundidades oceánicas me interesaran violentamente, pero las perspectivas de aventuras y desembarcos en playas indígenas, las deudas, la casi sombría atención que me dedicaba nuestro prefecto de policía y la cara torcida que dibujaban mis parientes al verme aproximar a sus mesas, me determinaron a aceptar la invitación del gobierno, que en vez de enviarme a la cárcel, como lo solicitaban mis méritos, me nombró adjunto honorario a la "Comisión Simpson de sondajes submarinos". Como dije anteriormente, yo debía reunirme con esta comisión en Honolulú, y no sé por qué se me ocurre que mis parientes tuvieron la secreta esperanza de librarse de mí mediante el auxilio de los antropófagos que aún suponen existen en los islotes de los mares del Sur. Personalmente, considero responsable de esta sugestión a mi primo en segundo grado, Gustavo Leoni, lector asiduo de Emilio Salgari.
El 12 de setiembre embarqué en Puerto Caldera con mi primo, pero inmediatamente caí a la cama atacado de gripe. El "Blue Star" hacía alto en casi todos los puertos de la costa hasta llegar a Antofagasta, donde completó su carga con salitre.
El pasaje del "Blue Star" se componía de varias familias inglesas, el señor Gastido y sus cuñadas, miss Mariana, un árabe auténtico con chilaba, pantuflas y fez. ¡Que Dios maldiga al árabe! Si mi primo creía que lo que llamó la desgracia al barco fue el cambio de nombre, Luciano estaba equivocado. El que atrajo la desgracia sobre el barco fue el siniestro Ab-el-Korda, que todas las tardes, al caer del sol, se arrodillaba en dirección a la Meca y hacía sus oraciones rebrillándole los ojos almendrados. Como lucía perfil de cera dorada y una barba de chivo, y como además saludaba cortésmente a las damas tocándose la frente, los labios y el corazón con los dedos de la mano derecha, apareció de inmediato como un peligrosísimo adversario en lances de amor. Este bergante, hijo primogénito de un emir de Damasco, dirigió primero su atención a miss Mariana, que le rehuía atemorizada secretamente de que pudiera incorporarla a su harem, pero el árabe, al verse despreciado por la joven que desde que cumpliera los treinta años se había vuelto una resuelta partidaria de los hombres de mar en las lides amorosas, se dedicó a una vieja escocesa cuyo rostro parecía un colador de pecas, y que acarreaba una Biblia descomunal de una hamaca a otra. A las veinticuatro horas de navegar, la vieja escocesa estaba resuelta a convertir al árabe al anglicanismo. Otro personaje insigne, que también viajaba involuntariamente, era el conde Demetrio de la Espina y Marquesi, caballero de Malta e insignísimo ladrón internacional, cuya expulsión decretó nuestro gobierno. Demetrio de la Espina y Marquesi, era un noble auténtico y un donoso caballero; los que le conocían estaban encantados de frecuentar su compañía, y como él era hombre prudente, para ponerse a cubierto de cualquier sospecha de hurto, entregó la llave de su camarote al Capitán, de manera que éste, sin previo anuncio, pudiera revisarlo, si algo llegaba a faltarle a los pasajeros.
Más adelante comprobaremos que dicha precaución fue muy atinada. Entretanto, como un hombre de honor, compartía el trato con la dama escocesa, que también se había propuesto llevarle por el buen camino por la "vía de los rufianes y conductores de bueyes", como llaman algunos al Libro de los Profetas.
Me he permitido distraer la atención de ustedes nombrando a estos personajes curiosos, entre los que no incluí al reverendo Rosemberg y su esposa, pastor metodista, para que ustedes adquieran el sentido de que el nuestro era un pasaje extraño, dada la diversidad de personas, psicologías, temperamentos y costumbres, pero jamás supuse que el viaje, que verosímilmente prometía ser singular, se transformara en lo que acertada-mente se denominó más tarde la "Travesía del Terror".
Esta travesía tuvo un prólogo casi regocijante, dos horas después que el "Blue Star" desamarró. Aún estábamos a la vista de la costa. El cuerno de la luna lucía en un espacio recargado de estrellas gordas como nueces y yo ya había olvidado las predicciones de mi primo, que bebía un whisky en compañía del pastor Rosemberg. A la natural melancolía que me acongojara durante el crepúsculo, había sucedido cierta jovial ecuanimidad.
Pensaba que la vida es dulce en el puente de una nave. Aunque ignoramos el motivo, los días de viaje parecían días festivos, vistiendo a los astros, a la luna y a los planetas de una luz diferente de la que centellean cuando les vemos desde la humosa superficie de la tierra. Hacía estas suaves consideraciones, mientras el pastor le explicaba a mi primo en qué radicaba la superioridad de los sajones sobre los latinos, cuando, de pronto, el reverendo, como si se encontrara en el camino de Damasco y se le apareciera la figura de Jesucristo, se puso de pie, estiró el brazo y luego cayó atónito sobre su hamaca. Miramos en la dirección que señaló su dedo y lanzamos un grito.
Un torbellino de chispas y de humo escapaba de su camarote.
-Fuego, fuego, -gritaron todos, abalanzándose en busca del camarote del Capitán.
A los gritos de mis compañeros la cáfila de aventureros que se encontraban levantando los cubiertos en el comedor se largó al pasillo, las dos ancianas que por la tarde se apartaron indignadas de mi primo, rechazadas por sus pintorescas expresiones, optaron por desmayarse; el reverendo pastor que durante un instante pareció sumergido en el más total de los colapsos, bruscamente irguió la sacerdotal figura, desenfundó un revólver (¿para qué llevaría revólver el pastor?) y comenzó a descerrajar balazos en dirección al océano. Estoy en disposición de facilitar estos datos porque fui el único que no echó a correr en busca del Capitán; primero, porque los otros ya estaban en camino; segundo, porque he aprendido que siempre que se produce un tumulto a causa de un peligro lo más práctico es mantenerse apartado.
Recuerdo, eso sí, que observé al árabe funesto: mesándose la barba, se echó de rodillas sobre el puente, en dirección a la Meca, al tiempo que rezongaba sus oraciones islámicas. Mientras Ab-el-Korda invocaba el auxilio del Profeta sobre la nave, miss Mariana terminó de desprenderse del camarote del radiotelegrafista, que, sonrojado como el mismo incendio, trataba de remediar el desorden de su casaca. Cuando el radiotelegrafista se percató del rulo de fuego que brotaba del camarote, profiriendo una blasfemia, se lanzó en busca de los tripulantes, pues nadie hacía nada por apagar el fuego. Finalmente un grumete, creo que el único y auténtico hombre de mar de a bordo, cogió una manguera, hizo girar la llave del depósito y comenzó a inundar el camarote del reverendo.
Cuando el Capitán y sus ayudantes se hicieron presentes, el incendio estaba apagado. Pero el Capitán llegó a tiempo para escuchar al agorero de mi primo, que en un círculo de gente pontificaba -¿Han visto? ¡Esto es lo que sucede por cambiarle el nombre a un buque! Y lo que ha pasado no es nada comparado con lo que va a ocurrir.
-Deje usted de alarmar a los pasajeros o lo encierro en un calabozo -rugió el Capitán, mientras que con un gancho revolvía los bultos medio quemados, que era todo lo que quedaba del equipaje del pastor. Y como Luciano comprendió que el Capitán era un bruto capaz de poner en práctica su amenaza, no repitió palabra. A partir de aquel momento se le vio por el "Blue Star" con aspecto de hombre cuya dignidad menoscabada no le permite exteriorizar sus aprensiones, y si alguien, clandestinamente, le quería arrancar confidencias, él respondía muy enfático:
-Prohibido ser adivino a bordo.
Tal fue el accidente que "amenizó" la primera noche de viaje, después que salimos del puerto de Antofagasta. En las cuarenta y ocho horas que siguieron no ocurrió nada digno de mención. El buque, navegando lentamente, seguía paralelo a la costa del Norte.
Al iniciarse la tercera noche de nuestro crucero, descubrí un pequeño secreto. El médico de a bordo, al cual le estaba prohibido ejercer su profesión en tierra debido a su excesiva afición a la ginecología ilegal, en cuanto el pasaje se iba a la cama se reunía con el señor X (nunca pude recordar el nombre del señor X, que se suicidó el día del gran terror), agregado comercial a la embajada del Japón, el pintor mexicano Tubito y otro señor del que tengo la seguridad que llenaba el vacío de sus ocios contrabandeando cocaína. Estos caballeros, por riguroso turno, se introducían en el consultorio del médico, retiraban del armario de primeros auxilios frascos rotulados con calaveras o inscripciones que rezaban "Uso Externo" y destapándolos bebían el ron que contenían. Al amanecer confundían alegremente sus respectivas camas. Una noche el médico partero se emborrachó tan desaforadamente que a toda costa quiso introducirse en el camarote del pastor. Alegaba que la esposa del reverendo estaba por alumbrar. Armado de un pavoroso fórceps pretendía cumplir su extemporáneo despropósito. Finalmente rodó por el suelo y yo les prometí a sus compañeros guardar silencio sobre el incidente porque proyectaba usufructuar el noble néctar que contenían los frascos de "Veneno" o "Uso Externo". Sin embargo, rápidamente me desinteresé del cuadrunvirato alcohólico porque dediqué mi tiempo a cortejar a Annie Grin, que ocupaba con su madre uno de los camarotes del puente superior.
¡Annie! Jamás he conocido criatura más voluptuosa, a pesar de la química industrial, que esta muchacha. Annie era ingeniero-químico. Yo me sentía arrebatado por un torbellino de sabiduría si asomaba la cabeza al pozo de sus conocimientos. Cuando a pesar de la química pasaba su brazo fresco por mi pescuezo, yo entraba en el éxtasis que debe de gozar un sapo en presencia de la rosa. A veces, de codos en la pasarela, olvidábamos el caminar del tiempo. El agua se desflecaba en coágulos de espuma contra el alquitranado casco de la nave. Un viento que venía de la India, cruzando toda la anchura del océano Pacífico, adhería el vestido a sus formas y las moldeaba. Entonces el cielo me abría sus puertas y yo, semejante a un espíritu borracho de luz, creía pasearme por un bosque embellecido de vastos árboles de emoción.
Al detenerme frente al espejo del ropero de mi camarote, mi cara aparecía tatuada de muescas rojas. Era el rastro pintado de sus besos.
Sin embargo estaba preocupado. Una de mis obsesiones consistía en sopesar las probabilidades que tenía de desistir de mi absurdo viaje como miembro honorario de la Comisión Simpson de Sondajes. ¡Qué me importaban a mí las profundidades del suelo marino del océano Pacífico! Lo que deseaba era seguir con Annie hasta Shangai. Desvariando de esta manera solía encontrarme despierto a la luz del nuevo día. Entonces, tapándome la cabeza con una almohada, trataba de dormir.
Quizá estaba desesperado. Un engranaje invisible me había enganchado la voluntad entre sus dientes. Yo me sentía triturado por toda la potencia planetaria de la Fatalidad. ¿Con qué dinero iba a vivir en Shangai? ¿No estaba acaso más pobre que una rata? Un destino negro me había amarrado a su carro, un destino cuyo definitivo aspecto no conocía aún, pero que me mantenía apretado a su designio con su poderoso puño.
A cada hora que pasaba experimentaba un rencor profundo contra mis parientes; contra mi padre, que me entregó como uno de sus rotos esclavos a la ejecución de un trabajo disparatado que no podía serme en modo alguno provechoso. Si yo era un bribón, ellos no lo eran menos. Mi mismo padre, ¿no era acaso un audaz afortunado que...? Corramos la página...

1.019. Alt (Roberto)

Viaje terrible - Cap. III

Annie en cambio me abría las puertas de otro mundo más allá en el Oeste.
Yo desconocía el idioma de aquel mundo amarillo y curvado, pero esto no era lo grave, lo grave consistía en que yo carecía de una profesión, lo cual me ponía en inferioridad de condiciones frente a Annie. Esta incapacidad podía transformarse en el eje de nuestra futura desdicha.
Dije anteriormente que Annie era ingeniero-químico y esta referencia puede carecer de importancia cuando los informados carecen de conocimientos científicos que les permitan apreciar cuánto trabajo y estudio se requiere para alcanzar este título. Annie era un sabio o poco menos que una sabia. Su especialidad eran los coloides, y dentro de los coloides, la goma, es decir, el caucho, o mejor dicho, el látex. A lo que parece, Annie había descubierto un procedimiento para evitar que la deshidratación del látex provocara su coagulación, lo que le permitiría efectuar poco menos que una revolución en la industria de los tejidos engomados, o mejor dicho, a mi entender, en la industria de los impermeables.
Annie me hablaba constantemente de la revolución o ruina que les acaecería a los fabricantes de impermeables en cuanto su invento se pusiera en marcha. Yo no entendía una palabra de química, pero no era todavía suficientemente bruto para desestimar las confidencias de Annie.
Su proyecto, o mejor dicho, sus miras acerca de mi persona eran amplias. Ella tenía el proyecto de convertirme en su "manager"; yo sería el encargado de ponerle el revólver al pecho a todos los fabricantes de impermeables. Adquirían la patente de Annie o Annie los reventaba.
Pero si el método químico de Annie no daba resultados, ¿qué hacía yo? Annie daba por hecho que todos los fabricantes de impermeables se apresurarían a adquirir los derechos de su invención, pero yo dudaba y llegaba en último término a la conclusión de que un día me encontraría casado con una ingeniero químico y en terribles condiciones de inferioridad.
A nadie se le oculta que todo profesional apasionado desea tener alguien con quien intercambiar impresiones acerca de las experiencias que recoge en su profesión. Y Annie si se casaba conmigo no podría conversar de goma, ni de química, ni de coloides, en primer término porque yo no sabía absolutamente nada de química y en segundo término porque la química no me interesaba. ¿Y qué podría yo responderle a Annie el día que me dijera que llegaba tarde a casa porque se había quedado conversando con un colega amigo de especialidades de la materia?
Y si Annie se quedaba conversando con un especialista en la materia, ¿quién podía impedir que Annie se enamorase de él? No era esto seguro, pero, ¿no es acaso una ley que los iguales se buscan?
Terminaba de hilvanar silenciosamente dichas reflexiones la quinta mañana de nuestro viaje, mientras formaba parte de la rueda de pasajeros que integraban la señora del pastor Rosemberg y mi primo. Luciano trataba de consolar a la señora del pastor de la pérdida que sufriera en el incendio (tres pijamas, una salida de baño, varias camisetas y fotografías de la localidad abandonada), cuando la señorita Herder, una feminista sueca que ocupaba un camarote junto a los de la familia del caballero peruano, enarbolando sus flacos y pecosos brazos, apareció corriendo al tiempo que gritaba:
-Me han robado el equipaje. Me han robado el equipaje.
Un equipaje no es un pañuelo que se escamotea a las primeras de cambio. Involuntariamente dirigimos los ojos al conde de la Espina y Marquesi que conversaba risueñamente con miss Mariana. El caballero de Malta, como si no percibiera la intención de nuestras miradas, continuó conversando con la coqueta, mientras que mi primo exclamó:
-¡Señoras... señores... está prohibido ser adivino en este buque!
Semejante golpe de mano era una advertencia seria. En consecuencia resolvimos ir en masa a protestar ante el Capitán por la falta de vigilancia y orden que esto suponía. El Capitán, a pesar de ser un perfecto bruto, como creo haber dejado establecido en otra parte, escuchó nuestras protestas con talante sombrío. A él también le impresionaba la coincidencia (llamémosla coincidencia) del cambio de nombre del buque con una serie de acontecimientos cada vez más graves, como si efectivamente se desarrollaran bajo el auspicio de esa superstición. Murmuró algo que no entendimos y luego, con pasos enérgicos, se dirigió al camarote de miss Herder. El conde de la Espina y Marquesi, por supuesto, no se movió del lugar donde conversaba con miss Mariana.
En el camarote de miss Herder se descubría el orden del vacío. Faltaban dos maletas de cuero, razonablemente pesadas, y un maletín de mano. En el maletín de mano miss Herder guardaba los originales de una novela. Yo conocía dos capítulos, y cuando me enteré de la desaparición del maletín pensé que los dioses protectores del Sentido Común trataban de impedir que miss Herder intentara estupidizar a sus prójimos, revelándoles las tonterías que germinaban en su caletre. Bueno, el caso es que, aparte de la novela, rniss Herder quedaba con lo puesto. Eso no podía ser.
El Capitán dispuso que los tripulantes, incluso el radiotelegrafista, encabezando cada uno una comisión de varios hombres, registrara íntegramente el buque. El registro comenzó a la diez de la mañana. Todos los pasajeros quedamos preventivamente confinados en el comedor. Recuerdo que mi primo se acercó a un florero y significativamente sacó de allí una margarita de papel. Luego comenzó a arrancarle pétalo tras pétalo; lo hacía despaciosa-mente y terminó exclamando: 
-No me quiere.
Con ello quería expresar que el Capitán no encontraría las maletas de miss Herder y esta conclusión era tan arriesgada que el caballero peruano dirigiéndose a mi primo le dijo:
-Le apuesto a usted cien soles que las maletas de miss Herder aparecen.
Luciano se irguió dignamente y repuso:
-No jugaré con usted un solo cobre,
pero le doy a usted mi palabra de honor de que las maletas de miss Herder están perdidas.
Evidentemente, Luciano era audaz.
Después de escucharlo, miss Herder se puso a llorar desconsoladamente, pero el pastor protestante aproximándose a ella le dijo que no hiciera caso de las predicciones de mi primo. El conde de la Espina y Marquesi agregó que las predicciones efectuadas sobre la base del arrancamiento de pétalos de margaritas son únicamente válidas en casos amorosos, pero no en los de pérdidas de maletas. Esta ingeniosa sutileza del conde encontró un amplio círculo de partidarios y Luciano, enfoscándose en una sonrisa pedantesca, dijo textual-mente:
-Declino pronunciarme sobre la interpretación del conde, pero sostengo nuevamente que las maletas no aparecerán.
Evidentemente, la actitud de Luciano era estúpida. Me acerqué a él y le dije:
-¿Qué diablos ganas con malquistarte con esta gente? Todos están deseando que alguien te tome de los pies y te arroje al agua. ¿Por qué no te callas?
La señora del pastor dijo, mientras su marido se sumergía en la lectura de la "Vida de San Pablo", que ella sabía echar las cartas y que en broma las echaría para comprobar si las maletas de miss Herder aparecerían o no, y así lo hizo.
La mujer del pastor por medio de la baraja llegó a la conclusión de que las maletas serían halladas dentro del camarote de un hombre rubio, y todos acogieron con sonrisas estas optimistas anticipaciones y Luciano, por toda respuesta, se limitó a encogerse de hombros.
A las cinco de la tarde, con particular satisfacción de mi primo, apareció el Capitán, la cara de bulldog enrojecida hasta las orejas.
¡Las maletas no habían podido ser recuperadas! "El, personalmente, se encargó de revisar los ventiladores y las carboneras. No sabía qué decir".
Las maletas de miss Herder evaporadas tan absolutamente, inspiraron al conde de la Espina y Marquesi, que poniéndose de pie y mirándola a miss Herder, dijo:
-"Mia cara signorina" (al conde le gustaba mezclar palabras italianas con las castellanas). "Mia cara signorina" ¿no padecerá usted de accesos de sonambulismo y en uno de esos ataques habrá arrojado las maletas al mar? Miss Herder negó terminantemente padecer de sonambulismo. Por último, las mujeres del pasaje resolvieron hacer una colecta de prendas hasta que llegaran a un puerto donde la Compañía de Navegación (según el Capitán) indemnizaría a miss Herder de la pérdida de sus efectos.
Hubo un momento en que miss Herder pareció dispuesta a suicidarse, pero el hijo del emir de Damasco se dedicó a consolarla en nombre de la colectividad musulmana con tanta vehemencia, que miss Herder optó por no suicidarse y sí rendirse al encanto magnético que trascendía de los ojos morunos del gran barbián. Bruscamente, miss Herder lanzó un grito de alegría: "recordaba ahora haber dejado una copia de su novela en la casa de una prima que vivía en Puerto Caldera".
Excuso decir que mi primo se esponjaba de alegría. En un arranque de vastas intuiciones en el mundo de los espíritus, exclamó:
-¡Esto no es nada comparado con lo que va a suceder!
La esposa del reverendo Rosemberg repuso:
-¿Cree usted en serio que va a ocurrir algo más?
-Sí.
La pobre mujer dejó caer la cabeza sobre el hombro de su esposo; el reverendo examinó a mi primo con sospechosa curiosidad; el conde de la Espina se inclinó confidencial sobre el oído de miss Mariana; Annie susurró en mi oreja: "Tu primo es un personaje terrible", y en aquel mismo momento el heroico grumete, que tan denodadamente se batiera con las cortinas inflamadas del camarote del reverendo, se nos acercó anunciándonos que "el Capitán quería hablar con el señor Luciano".
Después Luciano nos contó que el Capitán le pidió encarecida-mente que no alarmara a la tripulación con sus pronósticos. Verdad es que el Capitán (y esto nos lo dijo después el Capitán) le ordenó a Luciano que se dejara de profetizar, y enérgicamente, bajo la expresa y formal amenaza de encerrarlo en un calabozo como volviera a abrir la boca para vaticinar desgracias. Pero ya era tarde. Los augurios de mi primo habían dado vida a un secreto temor que se despertaba en el subconsciente de todos los tripulantes. Hasta el último de los carboneros tenía conocimiento de que a bordo existía un pasajero con un impresionante acierto para olfatear desgracias. Las señoras sentíanse tan atemorizadas que, reuniéndose en un rincón del comedor, observaban asustadas a mi primo. Otras rezando novenas le deseaban una mala muerte. En general, todos le cobraban antipatía a Luciano a medida que se iban sobreexcitando. Varias damas llegaron a sentirse enfermas; algunas no se atrevían a abandonar la litera, como la madre de Annie, quien, con gran alegría de mi parte, sustrayéndose a la vigilancia maternal, venía a charlar a mi camarote.
Otras personas, en cambio, reaccionaban tan nerviosamente que, porque un camarero (el zapatero redimido del tirapié) dejó caer una bandeja en el comedor, la tercera hermana de la mujer del caballero peruano se lanzó a chillar histéricamente. Fue menester retirarla del comedor presa de un ataque de nervios. Era esta señorita una dama entrada en años, de peinado liso y empaque severo, hilvanada de alfileres desde la punta de los pies hasta la nuez del pescuezo. Decía de sí misma que era increíblemente virtuosa. Inútilmente acribillaba a miradas al hijo del emir de Damasco, pero el excelente musulmán, olvidado por completo de miss Mariana, a la que pretendiera al comienzo del viaje, se dedicaba empeñosamente a miss Herder, cuyas defensas eran más débiles a medida que pasaban los días. El ginecólogo de a bordo se paseaba socarronamente, augurando que miss Herder en ese viaje perdería no tan sólo sus maletas sino también la tranquilidad.
En realidad, aquel fue el viaje de los compromisos, pues miss Mariana parecía ahora dispuesta a descifrar todos los misterios del alfabeto Morse pasándose los días en que el radiotelegrafista estaba libre en el camarote de éste. En vista de semejante pérdida, el conde de la Espina y Marquesi se asoció al contrabandista de cocaína y en la sala de primeros auxilios, él, don Tubito, el médico y el señor X se entregaban a desaforadas partidas de naipes, desplumándose recíprocamente como tahúres. El Capitán transcurría sombrío sus días, encerrado en la timonera, y por intermedio de miss Mariana supe que el aparato de telegrafía sin hilos no funcionaba aún. Nuestra situación evidentemente era antirreglamentaria y extraña, ya que nos encontrábamos sumamente alejados de la costa. Hacia el Este quedaba el Perú; navegábamos ahora sobre los abismos más profundos que los oceanógrafos creen haber sondado en el océano Pacífico.
Muchos comenzaban a sentirse deprimidos. Algunos creían percibir una amenaza de muerte suspendida sobre sus cabezas. Parecía que una deidad superior tratase socarronamente de darle razón a mi primo.
Annie ya no traía sus libros de química al camarote. Sus brazos enlazándose tras mi nuca me ataban a su vida con nudo inmortal. Cuando sus labios se entreabrían para adherirse a los míos en un beso semejante al de una ventosa, el "Blue Star" pudiera haberse ido al fondo de los abismos. No nos hubiéramos enterado.
Sin embargo, una noche en que me paseaba por el primer puente, aguardando la hora de reunirme con miss Annie, me ocurrió un hecho sumamente extraño. El médico de a bordo, se acercó cautelosamente a mí y me dijo:
-¿No tomará usted a mal que le pregunte si está muy enamorado de miss Annie?
En otra persona esta pregunta no me hubiera sabido bien; en el médico borrachín semejante curiosidad me causó gracia y no tuve reparos en contestarle:
-Sí. Estoy enamorado: ¿Por qué?
-Si yo le hiciera una confidencia respecto a miss Annie, ¿me delataría usted?
Esa impertinente curiosidad que es la eterna enemiga del enamorado me perdió. Sin saber reprimirme le respondí con avidez:
-Cuente con mi discreción.
-¿Me da usted su palabra?
-Sí.
-Pues tenga cuidado con lo que hace, porque miss Annie está loca.
Me quedé mirándolo atónito.
-¡Loca!
-Sí. Ella cree que es ingeniero-químico y que ha inventado no sé qué disparates...
-No es posible.
-Pues ya lo ve.
-Le digo que no veo nada.
-Sin embargo es como le digo.
-Mire, doctor. Yo he conversado con Annie muchas horas. Salvo esa particularidad de la química, de la que tiene un endiablado conocimiento...
-Pues está loca por eso... por creerse ingeniero-químico...
-¿Nada más?
-¿Le parece poco?
-No, no es que me parezca poco, sino que no termino de entenderlo...
-Mire. La historia es más simple de lo que usted cree. Miss Annie tuvo un hermano que era efectivamente ingeniero-químico. Miss Annie estaba sumamente encariñada con ese único hermano, que murió a consecuencia de un accidente sufrido en un laboratorio, durante la verificación de un experimento. La impresión que le causó este suceso fue tan tremenda, que acabó por sufrir un trastorno mental. ¿Duda, usted?
-Le juro que lo escucho y no sé qué pensar.
-Es terrible. La madre, por consejo de unos especialistas, ha sacado a viajar a esta desgraciada hija. Bueno, le dejo porque me esperan en la enfermería.
Desapareció el médico y yo quedé en el puente de la nave, frente al océano negro y el cielo cuajado de estrellas rutilantísimas y como quien ha visto un fantasma. ¡Miss Annie loca! ¡Y yo enamorado de una loca!
Me apreté las sienes con desesperación, y de pronto, como si alguien, como si otro fantasma quisiera salvarme de la tremenda revelación, una voz sutil murmuró en mi oído interno:
-Todo lo que te ha dicho ese médico borracho es mentira.
Respiré aliviado. Miss Annie no estaba loca. Yo no quería que estuviese loca. Lo que me contara el médico descalificado era el simple producto de una intoxicación alcohólica y tratando de desvanecer en la superficie de mi conciencia las señales perturbadoras que su revelación me causara, me puse a caminar con pasos rápidos a lo largo de la pasarela. De pronto se desprendió del horizonte oceánico una luna amarilla y enorme como la rueda de un carro, que proyectó entre el confín y la nave una vereda de agua amarilla.
Respiré aliviado. Ninguno de los juicios, de las palabras, de las actitudes de miss Annie revelaban a una persona que sufre trastornos mentales. En cuanto a su invento para perfeccionar la industria de las telas engomadas, aunque parezca disparatado a simple vista, no lo es en modo alguno, ya que la industria de la tela engomada técnicamente ha sufrido considerables trans-formaciones desde sus comienzos y estas transformaciones fueron obras de inventores desconocidos para nosotros, pero que en sus momentos ganaron abundantes sumas de dinero.
No. No. No. Miss Annie no estaba loca. Aquella maldita historia era producto de la descentrada imaginación del ginecólogo borracho. ¿No se le había ocurrido ya una vez la disparatada idea de que la señora del pastor Rosemberg estaba por alumbrar y no pretendió introducirse en su camarote, armado de un fórceps descomunal?
Veinticuatro horas después me había olvidado definitivamente de aquella fantasía de nuestro médico y me entregaba sin restricción alguna al amor de Annie. Las horas volaban entre los dedos de nuestras manos ligadas por caricias, como plumas aventadas. Nunca el horario de un reloj giró tan apresuradamente. Abandonada en mis brazos, la cabeza reclinada sobre mi pecho, los ojos perdidos en el espacio, Annie pasaba las horas de la noche a mi lado. Después que su madre se había dormido, se deslizaba hasta mi camarote. Semejante a un fantasma, sobre el fondo del cielo estrellado, veía su silueta obscura detenerse un instante frente al ojo de buey, luego avanzaba, sus brazos desnudos me apretaban contra su pecho y durante un montón de horas nos olvidábamos del cielo y de la tierra.
Había resuelto que la acompañara a Shangai. Conocía ahora los accidentes de mi vida, pues yo no quise disimularle mis imper-fecciones, que eran muchas y graves. Annie tenía varios proyectos en los que yo iba honestamente involucrado. Esta posibilidad de no apartarnos nunca hacía que nos entregáramos a nuestros goces con desmedida seguridad.
Perdimos la noción del tiempo. Los días, las horas, voltearon ante nuestros ojos como si todo lo externo formara parte de un sueño que no nos atañía en lo más mínimo. Yo veía a mi primo en las horas de las comidas, escuchaba maquinalmente sus reflexiones; luego me apartaba de él para esperar la llegada de Annie que se deslizaba hasta mi camarote. El día en que recordé a los cuatro borrachos que se reunían con el médico en la sala de primeros auxilios tuve la impresión de que había transcurrido una enorme cantidad de tiempo.
Entonces me asombré de no haberle contado a Annie lo ocurrido noches anteriores en el puente al encontrarme con el médico de a bordo, y bruscamente le pregunté:
-¿No has tenido un hermano, tú?
Annie me miró asombrada:
-Tengo dos hermanos.
-¿No has tenido un hermano que murió en un accidente de laboratorio?
La extrañeza de Annie creció desmesuradamente:
-¿De dónde sacas esa historia?
Le conté lo que me había sucedido con el médico.
Annie se paseó cavilosamente de mi brazo por frente a los ojos de buey del comedor, luego:
-Si te digo algo, ¿me prometes que no vas a ir a pedirle explicaciones a ese hombre?
-No.
-¿Lo prometes?
-Lo prometo.
-¿Es una promesa como la que le hiciste a él?
-Te doy mi palabra. Digas lo que me digas me callaré.
-Pues bien. Fíjate que ayer... no; fue anteayer, el médico se me acercó y después de hacerme jurar por todos los santos que no te diría una palabra, me dijo que tuviera cuidado porque a pesar de tu buen aspecto estabas gravemente tuberculoso... y que podías infectarme.
-Pero ese hombre es un canalla.
-Me imagino que sí. Yo creo que no es médico sino un estudiante de medicina descalificado. La vida de a bordo lo aburre y se entretiene en inventar historias.

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Viaje terrible - Cap. IV

Tipos, intrigas, mujeres y accidentes pasaron a segundo plano. El océano no merecía de mis ojos sino una mirada distraída. Creo que el mismo fenómeno le acontecía al hijo del emir de Damasco. Una noche le sorprendí entrando subrepticiamente en el camarote de miss Herder, y como también miss Mariana no se recataba para ocultar su felicidad, el pastor Rosemberg llegó a estar un poco escandalizado, e incluso a felicitarse de que faltaran pocos días para terminar el endiablado viaje.
Efectivamente, por los cálculos que pergeñó mi primo, debíamos encontrarnos frente a Illo o entre los puertos de Moliendo y Callao. El agua, como es frecuente en esas regiones, adquirió un matiz calino que ha dado origen a la definición de "mar de leche". Grandes sábanas de azogada blancura se estrellaban contra las negras planchas del casco; por la noche el océano brillaba como si estuviera pintado horizontalmente de luz muerta.
A esta altura del viaje se produjo un grave accidente.
Eran las once de la noche. Un choque conmovió el costado de la nave, estremeciendo el lado izquierdo del "Blue Star" en toda la verticalidad. En la timonera, la campana del telégrafo de órdenes comenzó a repiquetear desesperada-mente, mientras que el buque, extrañamente herido, comenzó a girar suavemente. De improviso se produjo una ausencia de trepidación en el coloso:
-Acaban de detener las máquinas -susurró mi primo parándose a mi lado y con las tiras de lona del chaleco salvavidas cruzadas sobre el pecho.
Evidentemente, lo que acababa de ocurrir debía de ser muy grave. Nadie se permitió la debilidad de desmayarse. -Debemos de haber tocado un peñasco submarino -suspiré. Recuerdo que me sentí terriblemente asustado.
-No -murmuró el señor mexicano. Si hubiéramos tocado el peñasco el barco estaría inclinándose a un costado.
La observación del señor Tubito era razonable. La gente alarmada por el tremendo silencio mecánico abandonaba apresuradamente los camarotes. Annie, en compañía de su madre y una señora irlandesa, vino a refugiarse a mi lado. Bajo sus chales, traían los chalecos salvavidas.
Sin embargo nada permitía suponer la existencia de una avería que hiciera agua en el casco. Sobre la llanura fosforescente en amarillo muerto el buque, monstruosamente silencioso, giraba sobre sí mismo, semejante a un toro que aguarda la acometida de su enemigo.
En pocos minutos el pasaje se encontraba en la pasarela buscando con los ojos, en redor, la presencia física del peligro. Todos hablaban en voz baja como si subconscientemente no quisieran con un sonido extemporáneo agravar el desequilibrio invisible, terrible-mente latente en el espacio.
De pronto un marinero apareció, explicando en voz alta:
-No tengan miedo, señores. No tengan miedo. Se ha roto un perno del árbol del timón. No tengan miedo.
Respiramos. Nada mortal de inmediato. Mi primo, rodeado de una parte del pasaje que lo examinaba, atónito de su clarividencia, gritó, pues ya no podía sujetar más su lengua:
-¡Esto no es nada comparado con lo que va a suceder!
En mi vida he visto a hombre recibir tan magnífico puñetazo. Luciano cayó sobre el entarimado arrojando un chorro de sangre por la nariz. El que acababa de confirmar sus presagios (aunque no personales) era el irritado Capitán, que vociferó:
-¡Encierren a este canalla en un calabozo!
Entre un grumete y el zapatero redimido del tirapié se llevaron a Luciano completamente exánime. Entonces, yo, plantándome frente al Capitán, comencé a chillar en defensa de mi primo; pero el Capitán, cruzándose de brazos, rugió:
-No toleraré que nadie alarme por su propio gusto a la tripulación. Este hombre se ha extralimitado y yo ya le había advertido...
-Estoy completamente de acuerdo con usted -intervino el caballero peruano...
-Usted también cállese inmediatamente o lo encierro...
Como el caballero peruano no esperaba este recipe cerró el pico, y el Capitán prosiguió:
-El desperfecto del timón será reparado dentro de pocas horas. Es un accidente sin importancia... pero no permitiré que ningún irresponsable se divierta atemorizando al pasaje.
Aquel bruto tenía razón. Es innegable que Luciano había rebasado la medida en el ejercicio de su profesión de profeta, pero los argumentos del Capitán, lejos de tranquilizar a los viajeros, terminaron por aterrorizarles. A nadie se le ocultaba que la avería no era un accidente sin importancia. Miss Mariana, que estaba al lado de Annie, dijo:
-Si no reparan pronto el timón iremos al garete. Menos mal que hay calma chicha.
Le pregunté si el aparato de telegrafía sin hilos continuaba deteriorado. Susurró:
-Sí.
El contratiempo podía ser gravísimo. Por otro costado, el pintor Tubito, como si creyera ser él solo conocedor del secreto del telégrafo, me informó:
-¿No sabe usted que el aparato de radiotelegrafía está descompuesto? Me aparté de la pasarela con Annie. El buque permanecía detenido en medio de una llanura que parecía pintada de amarillenta luz muerta. Se escuchaba solamente el zumbido eléctrico de los dínamos. La gente iba de popa a proa hablando en voz baja, gesticulando; algunos encontraban excesivo el castigo que el Capitán propinara a Luciano; otros descubrían que era merecidísimo y las hermanas del caballero peruano, en compañía de otras señoras, resolvieron reunirse en sus camarotes para impetrar la protección divina.
Ab-el-Korda, el hijo del emir de Damasco, hombre piadoso a pesar de sus costumbres disolutas para nuestro criterio occidental, desenfundó su Corán y se dio a meditar en las apariencias que revestiría el Ángel de la Muerte cuando viniera a pedirle cuentas de su conducta terrestre. Miss Mariana tornó a sumergirse en el camarote del radiotelegrafista. Miss Herder, la feminista, me causó la impresión de estar dispuesta a convertirse al islamismo, porque junto al árabe le prodigaba los consuelos de una hurí pecosa (suponiendo que las huríes puedan tener pecas). El conde de la Espina y Marquesi se anegó con el médico y los truhanes de su compañía en otra interminable partida de poker.  Los ganapanes del servicio de comedor, el ex guarda-agujas y el apache renegado, me parecieron dispuestos a degollarnos a las primeras de cambio, excitados por esa atmósfera de fatalidad que parecía pesar sobre el buque y de la que mi primo Luciano era el único e infalible clarividente.
Aprovechando que el Capitán y sus hombres estaban ocupados en la reparación del aro del timón, bajé al compartimiento de máquinas, a cuyo costado, entre la escalera dos y tres se encontraban los calabozos, y me puse al habla con Luciano a través de los agujeros de la puerta de hierro. Su voz, sofocada por el tabique de hierro, resopló indignada:
-No te desprendas del salvavidas. Vete a mi maleta y tráeme el revólver.
-¿Para qué quieres el revólver?
-Para saltarle los sesos a ese canalla... No tengas miedo. Igual naufragaremos y nadie nos podrá pedir cuentas por la muerte de esa bestia.
Mi primo estaba trastornado de furor.
Me aparté del calabozo con el propósito de aminorar sus padecimientos.
Durante toda la noche los mecánicos, vigilados por el Capitán, repararon la avería del timón. Los hombres, encaramados en un bote y auxiliándose con faroles, martilleaban y lanzaban sobre el agua los voltaicos resplandores de los sopletes oxhídricos. Al fin, las estrellas empalidecieron; por el Este apareció el borde de un sol rojo que fue creciendo como una llanta de fuego; los marineros izaron el bote a las seis de la mañana; el buque vibró bajo la trepidación de las máquinas en marcha y un grumete anunció que la avería estaba reparada.
Media hora después el "Blue Star" seguía su ruta hacia el Norte. Habíamos perdido siete horas de viaje- No sé por qué razones, de pronto, en el diario de a bordo (una pizarra), fue colocado un parte indicando que el buque no se detendría en los puertos de Callao, Ancón ni Ferrol, sino en Malabrigo, en el límite de Ecuador.

1.019. Alt (Roberto)

Viaje terrible - Cap. V

Veinticuatro horas después de este accidente miss Mariana se presentó en el comedor acompañada del radiotelegrafista y nos anunció:
-Señores, les presento a mi novio. Nos casaremos cuando lleguemos al puerto de Malabrigo.
Una ovación acogió la noticia. ¡Miss Mariana se casaba! Ab-el-Korda fue el primero en felicitarla: el conde de la Espina y Marquesi al oír la noticia se alejó del comedor para regresar pocos minutos después con un hermoso collar de perlas falsas que le ofreció con el más señoril de los ademanes. La segunda hermana de la mujer del caballero peruano murmuró, en voz suficientemente alta para que la oyeran otros:
-¿Dónde se habrá procurado ese collar?
Era visible la intención de la pregunta. Fingimos no escucharla y por la noche hubo un gran baile a bordo. Mi primo Luciano, a especial pedido de miss Mariana y del radiotelegrafista, fue puesto en libertad. Del magnífico puñetazo que le propinara el Capitán conservaba la nariz hinchada como una toronja. La señora escocesa que renunciara a su esperanza de convertir al árabe y de regenerar al conde de la Espina y Marquesi, tomó bajo su tutela a mi primo. Miss Herder bailó con el árabe y Annie, tomándome de un brazo me llevó a popa. Sentados en un banquillo, juntas las mejillas, las manos pasadas por las cinturas, nos dedicamos a contemplar el océano y a soñar en nuestro porvenir. Para ella estaba resuelto que yo iría a Shangai. Nos casaríamos allí. Yo no podía evadirme de uno de los varios proyectos que tenía para convertirme en un hombre útil a la comunidad.
El proyecto o los proyectos de Annie eran sumamente razonables. Había pasado el brazo en torno de mi cuello y me decía:
-Tú abandonarás ese absurdo viaje a que te han destinado tus parientes y que es otra estafa.
-Sí.
-Vendrás conmigo a Shangai.
-¿De qué viviré?...
-Vivirás con nosotros...
-Pero...
-Escucha... Vivirás con nosotros y estudiarás inglés. No oirás nada más que hablar inglés, francés o chino...
-Hablo algo de francés...
-Estudiarás inglés. Una vez que hayas estudiado inglés, a lo cual además te ayudará el estar rodeado de gentes...
-Sí, pero sin dinero...
-Escucha. Vivirás un año como si fueras pensionado nuestro. Yo voy a trabajar en la más importante compañía de neumáticos que hay en la Concesión Internacional. Ocuparé un puesto importante en los laboratorios. Cuando tú hables y leas regularmente el inglés te conseguiré un cargo en la compañía o en la administración.
-Sí... pero en tanto...
-En tanto qué...
-No te das cuenta de que lo que me propones... en fin...
Annie se echó a reír:
-Querido mío. Tú deseas tanto como yo ir a Shangai. Te duele haber sido un píllete por temor de que la gente continúe creyendo que lo eres, pero quédate tranquilo. En la Concesión Internacional no serás ni mejor ni peor que tantos otros que allí son personajes. Y ahora dime que me quieres.
-Sí- Te quiero.
-A mí sola.
-A ti sola.
Los giros de un vals llegaban a nuestros oídos. El "Blue Star" avanzaba rápidamente en el mar de leche. Mirando hacia el Oeste, me parecía ver aparecer las amarillas costas de China. ¿Qué nos esperaba aún? El viaje emprendido bajo funestos auspicios había sido rico en sobresaltos y calamidades. No veíamos la hora dé abandonar ese buque infortunado, con su pequeño comedor sombrío, sus camarotes de maderas oscuras y las negras chimeneas entre las que revoloteaba la mala suerte.

1.019. Alt (Roberto)

Viaje terrible - Cap. VI

Los viajeros estaban deprimidos. Recostados en sus hamacas, permanecían abstraídos, olvidados del libro que trajeran para leer. Cierto es que la atmósfera pesaba cada vez más; un sol a cada hora más brillante hacía arder la extensa llanura del océano como la boca de un crisol de plomo. El agua parecía antimonio derretido con su espuma argéntea batiendo el casco. Luciano calculaba que habíamos dejado atrás Puerto Ferrol. Nos aproximábamos a Ecuador navegando ahora sobre las más profundas "hoyas" del océano Pacífico, y que comprendidas entre los 20° y 40° de latitud bordean el casco norte de la América del Sur.
Mi condenado primo ocupaba su días estudiando astrología encerrado en su camarote y completamente desnudo. Cuando aparecía en el puente se dirigía a los pasajeros y les interrogaba sobre el día, mes, año y hora de sus nacimientos. Luego de meditar, les decía con todo misterio: -Usted, que tiene a Marte en el signo de Virgo, debe cuidar sus intestinos... Usted...
Algunos terminaron por creerle brujo. Más de una señora, al verlo pasar, se persignaba a sus espaldas.
Por supuesto, era imposible arrancarle una sola palabra acerca del destino del "Blue Star". El castigo del Capitán obró como antídoto contra su manía agoreril, pero si alguien entraba en su camarote, podía ver ostentosamente extendido sobre la litera el chaleco salvavidas. Las ancianas que el primer día de nuestra partida se apartaron de él, indignadas por su pintoresco vocabulario, se convirtieron poco menos que en sus devotas. Le rodeaban y agasajaban corno si fuera un santón. El mismo Ab-el-Korda estaba seguro de que a mi primo lo asistía un "djin", es decir, un genio. En cambio, el pastor protestante argüía que las dotes proféticas de mi primo tenían origen en una fuente diabólica. Algunos marineros pensaban que lo más práctico sería atarle un plomo al cuello y lanzarlo al mar, pero todos rezaban con más asiduidad, y semejante regresión indicaba en estas personas un saludable temor por el destino de sus pellejos. Las misas del pastor, efectuadas en el comedor, atraían a los que navegaban en el maldito buque, menos al hijo del emir de Damasco, que cumplía con su ritual muslímico, escrupulosamente encerrado en su camarote.
Pero estaba escrito que en cuanto a sorpresas no habíamos terminado. El acontecimiento más sensacional, por sus características extrañas, se produjo dos noches después que se reparó la avería del timón.
Daban las diez de la noche en el reloj del entrepuente cuando los que acabábamos de tomar té en el comedor fuimos testigos del más extraordinario espectáculo que pudiéramos imaginar, y este extraordinario espectáculo consistió en que el Capitán traía, poco menos que arrastrándola por los cabellos, a la segunda hermana de la esposa del caballero peruano. Un marinero mantenía cogida por las piernas a la escuálida señorita, mientras que las, manos de la solterona, revestidas de guantes de goma roja se agitaban poco menos que desesperadamente en el espacio. El Capitán sostenía en la mano libre una tijera. Sin ninguna contemplación, ayudado por el marinero, introdujo a la solterona en el comedor y la depositó violentamente sobre una silla, donde la mujer, sin quitarse los guantes de goma, comenzó a reparar el desorden de sus cabellos con espectacular calma.
Los testigos nos agrupamos silenciosamente en torno de los actores de este suceso y el Capitán, mostrándonos la tijera, se explicó:
-Acabo de detener a la señorita Corita en el mismo momento que con esta tijera pretendía cortar el cable principal del alumbrado de los camarotes, para producir una nueva alarma.
Estupefactos miramos a la señorita Corita como si la viéramos por primera vez. El hecho era innegable y lo comprobamos minutos después, revisando el cable mordido por la hoja de acero de la tijera que aún conservaba partículas de cobre. La solterona, sorprendida, no había tenido tiempo de quitarse los guantes. El Capitán prosiguió:
-Esta dama es la que ha incendiado el camarote del pastor Rosemberg; esta dama es la que arrojó al agua el equipaje de la señorita Herder, y ahora pretendía acrecentar la atmósfera de temor que aquí existe provocando un peligroso corto circuito. Prevengo a la tripulación y al pasaje que procederé sin contemplaciones contra todos los alarmistas y saboteadores.
Mientras el Capitán hablaba, nosotros examinábamos a la peligrosa solterona. Sentada en el borde de una silla, su piel, en la estampa demacrada y lívida, parecía erizarse como la de un gato frente a un mastín. De pronto alguien volvió la cabeza y descubrió al caballero peruano observando atónito el semblante de su cuñada. Parsimonioso avanzó entre nosotros, se detuvo en la misma línea que estaba detenido el Capitán y preguntó:
-Dinos, Corita, ¿por qué has hecho eso?
Doña Corita envolvió a su cuñado en una mirada despreciativa y sardónica. Luego, muy serena, respondió al tiempo que se examinaba las uñas:
-Como el señor Luciano presagia siempre desgracias, quise hacerle fama de adivino.
Mi primo, más que sorprendido, se retiró avergonzado; nosotros no atinábamos a pronunciar palabra, tanto nos desconcertaba el desparpajo de la incendiaria. El Capitán, que de sobras conocía las ventajas de su posición, se encaró con el caballero peruano y le dijo:
-Si usted no se compromete a pagar los perjuicios que esta señorita ha ocasionado en el camarote del buque, en el equipaje del señor Rosemberg y en el de la señorita Herder, me veré obligado a desembarcarla detenida en Malabrigo.
El caballero peruano se inclinó ceremonioso y respondió:
-Indemnizaré a todos los damnificados. Les agradecería me presentaran el monto de sus daños. El Capitán prosiguió: -Esta señorita irá detenida en su camarote hasta Malabrigo. Allí deberá desembarcar porque constituye un peligro para el pasaje.
-Perfectamente.
Un gran círculo de silencio se había hecho en torno de los interlocutores, mientras que la incendiaria, plácidamente, con una tijera de bolsillo se recortaba las uñas.
El caballero peruano, lívido a consecuencia de la humillación que estaba sufriendo, se mordía los labios; la solterona de tanto en tanto nos envolvía en su grisácea mirada cínica; finalmente el Capitán dio término a la escena, llamando a un marinero y ordenándole que llevara detenida a la señorita Corita a su camarote. Tras ella salieron su cuñado y el Capitán, y nosotros, una vez que los tres desaparecieron, quedamos comentando el extrañísimo caso. ¡De manera que esta venenosa señorita era la que trabajaba de Fatalidad a bordo!

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